No resultaría difícil, en modo alguno, incluir al pensamiento de Thomas Hobbes en una corriente filosófica materialista, interesada, una y otra vez, en evitar la definición del hombre como un ser poseedor de una racionalidad que no emerja de la materia. Conviene adelantar, desde un primer momento, que, de acuerdo con lo explicado por Montserrat Herrero, en Ficciones políticas, y Perez Zagorin, en Hobbes and the Law of Nature, las premisas ontológicas del materialismo propugnado por Hobbes son fundamentalmente tres: 1) Sólo existen cuerpos; 2) Las relaciones de causalidad consisten en nexos establecidos entre movimientos; 3) Todo lo que acontece procede, por necesidad, de alguna causa que vendría a ser la suma de los accidentes del agente y del paciente. Una vez que esta adición se lleva a cabo, el efecto es necesario.
Ahora bien, la causalidad no consiste, de por sí, en una propiedad inherente a los cuerpos, sino en un conjunto de accidentes que, a un tiempo, son efectos de otros. Pensada lógicamente, la causalidad es solamente el cálculo de la razón que establece el nexo esgrimido por los accidentes y no deja de generar determinadas consecuencias. A todo esto, se precisa puntualizar que, al no existir sino cuerpos, no habrá causa alguna del movimiento en un cuerpo que no proceda de un cuerpo contiguo, destinado también a ostentar un cierto movimiento. Afirma Hobbes, en De Corpore, que un cuerpo actúa sobre otro cuando produce o destruye en él un accidente. Por tanto, toda posibilidad causal consiste en ciertos accidentes que se encuentran en el agente y en el paciente. Según el posicionamiento ontológico adoptado por Hobbes, tal causalidad es necesaria, no habiendo estrictamente contingencia. Expresado de forma diferente: si los accidentes no se sucedieran necesariamente tampoco tendrían causas y si éstas se suprimieran, el efecto no llegaría a producirse. Por otro lado, se precisa no eludir el hecho de que, constatado cualquier efecto, se requiere también una causa suficiente y, según advierte Hobbes en The Treatise on Human Nature and That On Liberty and Necessity, esto es prácticamente lo mismo que decir necesaria. 1 Al seguir tal razonamiento, dicho pensador llega a precisar que toda la filosofía consiste en razonamientos discursivos destinados a ir de los efectos a las causas y de éstas a aquéllos.
Una lectura detenida de lo argumentado por Hobbes en Man and Citizen pone de relieve que tal filósofo no se interesa única y exclusivamente por una ontología general de la materia, sino que alude también, sin disimulo alguno, a los cuerpos vivos, repletos de sensaciones que requieren la debida atención crítica. No debería olvidarse, a este respecto, que, en El fundamento antropológico de la filosofía política y moral en Thomas Hobbes, María Lukac De Stier advierte el interés esgrimido por Hobbes al describir la acción humana como constitutivamente pulsional, pues no se puede saber nada si no se hace experiencia de ello, es decir, si no se siente, aunque se pueda tener el deseo de experimentar aquello que aún no se conoce. 2 Las páginas que siguen tratan de poner en manifiesto la relevancia que el deseo cobra en el conjunto del materialismo ostentado por Hobbes, al tiempo que se relaciona tal impulso con la experiencia de un temor incisivo, ocasionado por la diseminación de amenazas que se perciben al adquirir conciencia de una cierta escasez natural, nunca desaparecida en su conjunto. El enfrentamiento que se implica en la dicotomía binaria formada por deseos y temores se halla propenso a ser deconstruido mediante la adopción antropológica y social de lo entendido propiamente como libertad negativa. No debería olvidarse, sobre tal respecto, que dicha estrategia deconstructora no es inmune al predominio creciente de una cierta racionalidad y al desarrollo de diversas funciones discursivas ostentadas por el lenguaje, sin olvidar que la acción humana se mueve siempre a partir de lo sentido, tal y como lo han advertido Andrew Levine, en Engaging Political Philosophy, y Philip Pettit, en Made with Words. Son las sensaciones las que determinan, en última instancia, el curso de las acciones, por lo que la racionalidad vendría a ser un efecto de aquellas. Sin embargo, Hobbes se resistió a identificar las sensaciones con la imaginación y estableció una indiscutible diferencia entre ambas. Afirma el filosofo, en De Corpore, que en las sensaciones el objeto que las provoca se halla presente, mientras que en la imaginación tal objeto se halla mediatizado o reproducido, careciendo de la verificabilidad directa que caracteriza al objeto de las sensaciones que, hasta cierto punto, es externo al sujeto afectado por ellas. Por el contrario, en la imaginación, las cualidades del objeto que ha provocado las emociones llegan a insertarse en el propio sujeto, por lo que dicha interiorización puede variar considerablemente de unos individuos a otros, pues depende, en gran medida, de cómo se halla cada cual configurado corpóreamente. Dando un paso más, se precisa añadir, por un lado, que la percepción se sirve de la imaginación provocada fisiológicamente para fabricar representaciones, al tiempo que el entendimiento hace uso del lenguaje para expresarlas, la razón fundamental es un lenguaje correcto. 3 Expresado de modo diferente: el individuo se eleva de las sensaciones al razonamiento por medio de la imaginación, primero, y del lenguaje, después. 4 De acuerdo con lo esgrimido por Hobbes, el lenguaje consiste en los nombres atribuidos a las imágenes. Tales nombres no son sino marcas audibles que favorecen el recuerdo de algo sobre lo que ya se ha pensado. Sin embargo, es la experiencia del deseo la que llega a orientar y dar sentido a determinados pensamientos, destinados a sustraerse para dejar espacio a otros. La única manera de poder recordar o traer a la mente un pensamiento es por medio de marcas o signos, es decir, palabras. También el lenguaje posibilita no sólo la memoria de los pensamientos, sino incluso su pertinente comunicación, sin olvidar la tarea emprendida al intentar transmitir verbalmente o por escrito voluntades y propósitos. Finalmente, según se atreverá a especular, desde presuposiciones pragmáticas, Ludwig Wittgenstein, en Philosophical Investigations, no se debería menospreciar otro uso concreto del lenguaje, reservado al deleite y placer, que pueden proporcionar las palabras.
Se advierte, a lo largo de los razonamientos expuestos en Leviathan, que los pensamientos fluyen de manera constante y continua. Incluso cuando alguien se propusiera no pensar, no podría evitarlo, así como tampoco se puede evitar sentir. El lenguaje cumple la función de marcar los pensamientos para poder seguirlos, rescatarlos e ir reestructurándolos de algún modo, sin perder de vista que la materia prima de esos pensamientos se asienta en las sensaciones. Por consiguiente, si al lenguaje lo precede el pensamiento, sobre éste cobran prioridad manifiesta las sensaciones. Hobbes advierte que el lenguaje es convencional, pero no en el sentido de que exista un contrato para inventarlo, es decir, para fijar los significados, sino que ha crecido a partir de un núcleo de sociabilidad reducido y está destinado a ampliarse progresivamente. Por otro lado, se precisa no identificar por completo el encadenamiento de imágenes, entendido como discurso mental, con el encadenamiento de palabras o discurso lingüístico. El discurso mental depende completamente de los sentidos, por lo que es físico y natural, mientras que el discurso lingüístico es artificial y, en todo caso, llegaría a convertirse en la condición precisa de toda racionalidad. Así pues, el razonamiento consiste en utilizar los nombres con propiedad. Nunca puede salirse del mundo de los nombres. Por medio de la razón, lo único que se puede saber es si las conexiones que se han establecido entre los nombres están de acuerdo con la convención arbitraria otorgada a sus significados. Por otro lado, las conexiones que se establecen son siempre hipotéticas. No es posible ni conocer la esencia de nada ni, por tanto, proyectar connotaciones universales sobre lo aludido lingüísticamente. La racionalidad que posibilita el lenguaje resulta ser impotente para decir algo sobre lo efectivamente real, pero, sin embargo, es capaz de desear un futuro posible y, en cuanto tal, ficticio, aunque se elucubre sobre él. Por consiguiente, la ficción futurible es el lugar en que se desempeña la racionalidad humana. Lenguaje y racionalidad son los instrumentos que posee el ser humano para crear tanto obras de arte como lo que se entiende por asociaciones civiles. De acuerdo con lo ya explicado, la racionalidad misma, por un lado, y el lenguaje, por otro, son artificios que tienen su causa en la actividad mental generada por la imaginación proveniente de los sentidos, pero ambos se hallan orientados a lo posible, es decir, al futuro deseado, todavía no existente y, por tanto, ficticio o, en todo caso, artificial. No debería olvidarse que la artificialidad, propiamente dicha, se materializa en una de las intuiciones más importantes de la filosofía de Hobbes, en la que incluye su pensamiento político, elaborado, no obstante, sin perder de vista del mecanismo natural con el que se precisa contar de un modo u otro. El artefacto político posee una causa eficiente y el material natural. Las relaciones de causalidad se dan entre movimientos y todo lo que acontece procede, por necesidad, de alguna de estas dos causas, pues en la ontología esgrimida por Hobbes no se encuentra una causa final ni formal ni tampoco ejemplar. Lo único que existe es un sustrato, que está dado empíricamente, y variaciones accidentales. En el caso concreto de la naturaleza, dicho pensador afirma que ésta es causa eficiente del artificio, en cuanto obliga a salir de ella y no en cuanto que sus presuntas semillas germinen en el artificio, al cual se llega por el temor que pone en marcha la huida del estado de naturaleza. Por consiguiente, la naturaleza causa su contrario, que es la apariencia o el artificio. Sin embargo, y de acuerdo con lo esgrimido por Pierre-François Moreau en Hobbes. Filosofía, ciencia, religión, el estado de naturaleza no es lo mismo que la naturaleza sin más, ya que ésta puede ser mucho más amplia que el reduccionismo implícito en aquel estado, no exento ni inmune, en modo alguno, al predominio de una violencia impuesta. 5 Sobre ello, se lee en Leviathan:
In such condition, there is no place for industry; because the fruit thereof is uncertain: and consequently no culture of the earth; no navigation, nor use of the commodities that may be imported by sea; no commodious building; no instruments of moving, and removing such things as require much force; no knowledge of the face of the earth; no account of time; no arts; no letters; no society; and which is worst of all, continual fear, and danger of violent death: and the life of man, solitary, poor, nasty, brutish, and short (Hobbes, 1994: 13-19)
Tal violencia nunca deja de convertirse en una amenaza, latente en unos casos y explícita en otros, pues, en conformidad con lo insinuado no sólo en Leviathan sino también en Behemoth, los monstruos aludidos en estos títulos connotan semánticamente acciones contrapuestas. No debería olvidarse que frente a la figura de Leviathan, destinada a simbolizar la construcción del orden y la paz, está la de Behemoth, que representa la guerra civil y está materializada en el conflicto violento. Al combatir estos dos monstruos, se exterioriza, de un lado, el control del poder fáctico y, de otro, la disidencia. Podría parecer que una vez constituido el monopolio del poder soberano que representa Leviathan nada pudiera hacerlo caer. Tal vez hasta llegue a pensarse que el Estado se halla inmune a toda superación o derrocamiento. Sin embargo, Leviathan, a pesar de toda su potencia y ferocidad, es mortal y se encuentra, también, sujeto a la decadencia. Dicho Estado se sostiene en los mismos presupuestos que el viejo monstruo, es decir, en la mencionada antropología materialista, al mismo tiempo que en un concepto negativo de la libertad y en un contrato entre enemigos potenciales (destinado a la contención del terror y la violencia). La construcción de dicho Estado, por medio de la legislación y la vigilancia, contribuye a producir la metamorfosis del hombre natural en hombre político, como resultado del temor sentido de manera acuciante. 6 Al tener en cuenta dicha transformación, el pensamiento de Hobbes no se olvida de aludir una y otra vez a los condicionamientos originarios procedentes de la naturaleza. No obstante, es bien sabido que, para Hobbes, resulta crucial probar que en el estado de naturaleza, a falta de reglas aceptadas por todos los hombres, existen leyes que la razón descubre por sí misma, encaminadas a regular la conducta. Esto es así porque en el estado de naturaleza lo que prevalece es el interés propio de cada cual y la razón, como cálculo, se halla al servicio de esos intereses particulares. Convendría, sin embargo, puntualizar que, según bien advierte Leo Strauss en The Political Philosophy of Hobbes, existe un notable distanciamiento y hasta un desacuerdo entre las precisas argumentaciones de Hobbes y el innatismo racionalista esgrimido por René Descartes, en Discours de la methode; pues para aquel filósofo la razón no es una facultad originaria de los individuos, sino que se forma o constituye por medio del esfuerzo que cada cual pondrá para lograr satisfacer sus deseos y cumplir sus propósitos. 7 No debería perderse de vista que una sociedad, en donde lo que domina es el interés de cada cual y los sujetos no son seres impasibles o carentes de inteligencia sino, al contrario, seres dotados de razón e ingenio y se hallan sometidos a un buen número de pasiones, se vuelve una sociedad peligrosa y lo natural sería que sus miembros vivieran en un temor constante de ser agredidos por sus semejantes. Al poner de contrapeso al estado de naturaleza, Hobbes introduce, a lo largo de lo argumentado en Leviathan, la idea de ley natural, a la que caracteriza como un precepto o norma general establecida por la razón, en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que pueda destruir su vida o privarle de los medios para conservarla. 8 De esta primera regla se siguen otras tantas que tienen que ver, justamente, con la autopreservación de uno mismo, pero también con las condiciones para lograr la convivencia pacífica, evitando que los hombres se den muerte los unos a los otros. De hecho, las leyes de la naturaleza obligan y están orientadas por el temor a morir violentamente a manos de alguien más audaz o poderoso. Por consiguiente, el temor obliga a renunciar a la libertad que se gozaba originariamente en el estado de la naturaleza, pero, en retribución, se garantiza una cierta seguridad. Si se expresara de manera diferente: la fuerza de la ley natural proviene, entonces, del deseo de no morir violentamente o de ser desposeído de los bienes que pertenecen a cada individuo en concreto.
Según se advierte en el Leviathan, la naturaleza ha dotado a todos los hombres por igual para perseguir el fin de la autoconservación, es decir, el mantenimiento a largo plazo de su propia vida. De hecho, la diferencia existente entre los hombres no sería tan apreciable como para justificar que un individuo reclame para sí cualquier beneficio que otro individuo no pueda reclamar con igual derecho. De la imaginaria igualdad de las facultades humanas, surge una igualdad presupuesta a la hora de intentar obtener los fines de la conservación deseada y el consiguiente gozo de la vida. Ahora bien, si dos o más individuos desean lo mismo y esto no puede ser disfrutado por ambos, debido a una constatable escasez básica, surge la necesidad de afirmar la superioridad de uno sobre el otro, por lo que, según Hobbes, se convierten en enemigos, naciendo así, como mínimo, una gran desconfianza entre ellos. El modo de protegerse de la amenaza que brota de la inseguridad que surge como efecto de tal suspicacia y temor frente a los otros, vendría a materializarse en el desarrollo o establecimiento de una cierta previsión ante un futuro más o menos impredecible. Así se llega hasta la implantación de un control manifiesto dirigido a que nadie tenga poder suficiente como para colocar en peligro el poder propio, ya que los hombres no se hallan dispuestos a compartir sus bienes, sobre todo por la desconfianza surgida. Ahora bien, dicha desconfianza no es un producto que comúnmente se sentiría en determinadas situaciones de la vida cotidiana y que depende de aquellos individuos con los que se interactúa debido a un motivo u otro. La desconfianza que está en la base del conflicto tratado por Hobbes y de la eventual violencia (incluida la guerra) puede muy bien ser calificada de epistemológica, procedente de un cierto escepticismo respecto a las emociones y pasiones tanto propias como ajenas; es decir, parece que no existen criterios seguros para saber si alguien puede confiar en los demás. Esto sería así, debido a la incapacidad de conocer lo suficiente a los otros y no siendo factible predecir cómo van a actuar. Es por eso que en el Leviathan se afirma que el primer deseo protector e inclinación natural de toda la humanidad se dirige a conseguir poder tras poder, no cesando en tal empeño sino con la llegada de la muerte. Entre la autoconservación y el continuo aumento de poder, no hay un término medio. Ante la propia necesidad de afirmar la supremacía, el otro aparece, en última instancia, como un enemigo. En el Leviathan, se lee que tal constatación puede conducir a la guerra, la cual no consiste solamente en batallas o en el acto de luchar, sino en un periodo en el que la voluntad de confrontación violenta es declarada. La guerra sería, en el mejor de los casos, la disposición a batallar durante todo el tiempo, pues los hombres viven sin otra seguridad que no sea la que les procura su propia fuerza. Ahora bien, Hobbes no necesariamente se refiere a la guerra entre Estados, ya que una vez establecido el pacto entre individuos que conduce a la aceptación de la soberanía de un determinado Estado, no convendría iniciar guerra con otros Estados que, a su vez, amenazarían la seguridad individual y colectiva impuesta. Dentro del ámbito del poder soberano, semejante situación de independencia obraría a favor de la industria y la seguridad. De la siguiente forma, el mencionado discurso argumentativo de Ficciones políticas esclarece y se atreve a puntualizar, sin disimulo alguno, el posicionamiento adoptado por Hobbes. Sobre esto, Herrero apunta que:
ningún soberano querría perder su poder natural si es capaz de defenderse a sí mismo, del mismo modo que no lo haría el individuo si eso fuera posible, porque nadie quiere perder su libertad y su derecho. Por eso si la defensa es suficiente en un orden interestatal, ningún Estado querrá ir a una unidad mayor, y menos aun si en ella la protección no está definitivamente asegurada. En este sentido Hobbes aparece como el filósofo de la libertad frente al filósofo de la seguridad (2012: 124).
Al considerar detenidamente lo esgrimido por Hobbes, cuando se refiere a la experiencia de la libertad, se deriva que el calificativo que, propiamente, le corresponde a ésta es el de negativa. Según lo ilustrado por Isaiah Berlin en Four Essays on Liberty y Concepts and Categories, tal libertad consiste en un rechazo de cualquier tipo de interferencias espurias a la hora de verse en la tesitura de actuar en consonancia con la capacidad que cada individuo tiene de elegir diversos bienes ofrecidos, valores encontrados o alternativas tal vez excluyentes entre sí. 9 Se advierte en La ilustración insuficiente, de Eduardo Subirats, y Dificultades con la Ilustración, de José Luis Villacañas, que la libertad negativa es la moderna libertad política, cuando los individuos se han liberado de planteamientos positivos procedentes de un cierto ascetismo, lo mismo que del racionalismo ilustrado, es decir, cuando se han liberado del yo trascendental que ofrecía una guía segura al yo empírico. En tales circunstancias, sólo quedan los deseos, la emotividad, las sensaciones y el placer. Frente al temor procedente de la presunta amenaza que determinados individuos pueden ocasionar a otros, un espacio neutral de no interferencia en esta actividad es el único ideal político posible. Expresado de modo diferente: toda política ha de confinarse a conseguir un espacio en el que cualquier sujeto se sienta desembarazado de los demás tanto como sea posible para que su libertad no se vea interferida. Cuanto mayor sea ese espacio de no interferencia, mayor será la libertad del individuo. No obstante, al colocarse en la línea del raciocinio preconizada por Hobbes, Quentin Skinner advierte bien, partiendo de lo esgrimido en Hobbes and Republican Liberty, que sería posible mantener al mismo tiempo una idea de libertad negativa compatible con el servicio público y las virtudes cívicas. Su tesis, siguiendo en este caso las argumentaciones defendidas en El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, consiste en que para mantener la autarquía del Estado, es decir, la libertad del propio Estado, resulta imprescindible servirle, pues sólo la participación política hace posible la libertad negativa. 10 En conformidad con lo ya advertido y según el posicionamiento argumentativo adoptado por Hobbes al tratar la problemática de la libertad, todos los hombres son libres por naturaleza, pero, debido al temor a no lograr satisfacer los acuciantes deseos dirigidos a la autoconservación y a la institucionalización del mencionado contrato social, pierden la soberanía originaria. De hecho, no hay libertad ilimitada allí donde existe algún tipo de asociación humana que tal vez ejerza un poder presuntamente arbitrario. Hobbes desarrolla conscientemente el concepto de libertad, considerada propiamente como negativa, al tiempo que reconoce y deconstruye la dicotomía binaria que se expresa en la pugna manifiesta entre la libertad natural, procedente de los deseos sentidos, y la libertad civil, que no puede prescindir de los temores amenazantes (nunca desaparecidos en su conjunto).
Elementos de derecho natural y político es el primer escrito en el que Hobbes se aproxima al concepto de libertad, inicialmente, cuando intenta tratar la temática de la deliberación y, posteriormente, al referirse al mencionado estado de naturaleza. Ahí, afirma que la libertad se halla relacionada con un proceso alternativo entre deseos y temores. Tal cálculo raciocinante es conocido como el lexema de deliberación. En todo caso, deliberar implica proceder de acuerdo con la propia libertad. Tanto la deliberación como la libertad se hallan siempre mirando al futuro, del mismo modo que lo está el deseo, y apuntan hacia una tensión en el tiempo, que pudiera muy bien zanjarse provisionalmente o quedar definitivamente clausurado una vez que se haya llegado a tomar la decisión pertinente, producto de un acto de voluntad realizado de acuerdo con lo anhelos o con el cúmulo de temores no desparecidos por completo, en modo alguno. Así pues, parece que se obra voluntariamente movido por los deseos, producto de las pasiones. De hecho, la razón ayudaría a realizar un buen cálculo respecto a la multiplicidad desiderativa involucrada en la deliberación. Cuando se decide algo, como resultado de la deliberación previa, cesa la libertad que existía con anterioridad; puesto que se es libre cuando se delibera, pero no una vez que ya se ha actuado, al menos respecto a lo realizado. Sobre esto, no debería olvidarse que el cese de la deliberación se consideraría como un insuperable obstáculo dirigido a eliminar la libertad. Sin embargo, aunque al tomar decisiones se va clausurando en cierto modo la libertad, no existe motivo alguno por el que no se puedan abrir nuevos procesos deliberativos, en vista de los cuales se es capaz de seguir siendo libres. En consecuencia, la libertad se pierde y se recupera continuamente. A todo esto, se precisa agregar que cuando las decisiones con que terminan los procesos deliberativos hacen referencia a promesas, entonces, con el cese de la libertad, aparece una determinada obligación, tal y como lo ha explicado Adela Cortina en Alianza y contrato (2001). 11 Sin embargo, esa obligación no limita definitivamente la libertad, porque siempre existe la posibilidad de contravenirla. Dicho tipo de obligaciones no supone, a juicio de Hobbes y en sentido propio, un impedimento real a la libertad, que, de hecho, se halla destinada a favorecer la propia autopreservación al seguir los intereses de los deseos. 12 Ya se está en condiciones de advertir, con cierta explicitez, que el fin último de la libertad natural consistiría en sobrevivir, siendo la autoconservación simultáneamente la condición y el fin de la libertad. Por otro lado, se precisa agregar que no es posible ningún tipo de progreso natural de lo humano en dicho planteamiento materialista, pues la naturaleza es conservadora. De todo esto se deriva que, según Hobbes, el hombre no avanza un solo paso más allá de lo marcado por las condiciones naturales que posibilitan su existencia. Siguiendo esta lógica antropológica, ningún individuo podría decidir en favor de la muerte ni nadie podría elegir la preservación de otro antes que la propia. Tal constatación de lo involucrado en la naturaleza del hombre, provoca en él una actitud social de hostilidad hacia los otros, pues lo propio de cada cual no puede ser compartido. 13
Conforme a lo esgrimido por Hobbes, los deseos no pueden ser gozados en común ni tampoco se prestan a ser distribuidos. Consecuentemente, en la situación de cierta similitud de fuerzas, la libertad conduce al hombre a una constante competencia y, cuando se produce una desigualdad de fuerzas, al ejercicio del poder natural de unos hombres sobre otros. La vida pacífica vendría a convertirse, así pues, en un imposible fáctico. En tales circunstancias, se constituye el Estado o la comunidad política, pero no de modo natural, según proponía Aristóteles, sino que es creada artificialmente por los seres humanos. Lo entendido por contrato, en todo caso, desempeñaría la función de cohesionar el cuerpo político, manteniendo su eficacia. A partir de lo que apunta Hobbes en Leviathan, el motivo por el que se llega a la certeza de que conviene sellar tal pacto no es la magnanimidad generosa, sino el temor. Los individuos serían rapaces por naturaleza, pues cada uno de ellos desea poseer en exclusiva todos los bienes de la tierra. Ahora bien, al suponer que los demás son igualmente rapaces, ávidos de bienes, el individuo teme perder la vida en manos de los demás. En tales circunstancias, la razón práctica, en su aspecto calculador, le aconseja sellar con los otros un pacto de no agresión, un acuerdo por el que se renuncia a la avidez natural de poseerlo todo, prefiriendo integrarse a una sociedad política, en la que todos se sometan a la ley dictada. Para expresarlo de otro modo, la sociedad política no se formaría de modo natural, como defendía Aristóteles, sino que sería el producto de un artificio, basado precisamente en el temor mutuo. Según lo que se puede leer en Leviathan, ante la amenaza de la violencia, la solución más inteligente vendría a consistir en sellar un contrato, porque los seres humanos son irremediablemente individuos egoístas y se encuentran motivados por un instinto rapaz. Sólo el temor a perder vida y riquezas pone en marcha su razón, que aconseja, por cálculo, firmar un contrato autointeresado con todos aquellos que están igualmente interesados en ellos mismos; esto tiene como consecuencia directa formar una comunidad política. Obviamente, según lo advertido en Alianza y contrato, este proceso no se lleva a cabo en un lugar y tiempo determinado, ya que no se puede, desde el punto de vista de los acontecimientos históricos, precisar el momento concreto en que se produjo la firma del contrato. Conviene puntualizar que cuando, en Leviathan, Hobbes conceptualiza lo connotado semánticamente por dicho contrato no se está preguntando por el origen histórico del mismo, sino que está tratando de entender por qué los individuos se avienen a vivir en una comunidad política y a someterse al imperio de la ley, sin olvidar que ésta última sólo existe donde hay jurisdicción y mandato. No obstante, convendría reiterar que incluso cuando la ley civil se halla ya instituida la conciencia individual guía al pueblo en los casos en que aquella ley calla, es decir, en los casos en los que sólo se dispone de la ley natural para actuar. Por otro lado, no resulta superfluo añadir que intentar proponer una interpretación de carácter universal que escape a lo márgenes de la ley civil pudiera convertirse en un verdadero peligro para la estructuración del Estado. De cualquier forma, ninguna ley debe pretender obligar a la conciencia, sino sólo a las acciones; es decir, el súbdito debe obedecer a la ley civil que manda el Estado aunque no sea preciso creer en aquello que se le ordena. Ahora bien, de lo esbozado en Elements of Natural and Political Law se deriva que aunque Hobbes se percata de que no puede ignorar los juicios privados de la conciencia contrarios al Estado, reconoce que éste intenta a toda costa domesticarlos para hacerlos entrar en la jaula de la ley civil. 14
A la hora de resumir breve y sinópticamente lo que precede, convendría reiterar, una vez más, la base materialista de la antropología que atraviesa el conjunto del pensamiento de Hobbes, tal y como se pone de manifiesto a lo largo de las argumentaciones presentadas por este filósofo. Ha sido Samantha Frost quien en Lessons from a Materialist Thinker contribuye a destacar que Hobbes, en última instancia, se propone argumentar que la racionalidad emerge de la materia, compuesta de cuerpos vivos, repletos de sensaciones y destinados a producir movimiento. Por consiguiente, la acción humana es constitutivamente pulsional.
Ahora bien, existe una diferencia ineludible entre las sensaciones, en las que el objeto de las mismas se halla presente, y la imaginación, cuyo objeto se halla mediatizado o reproducido. Por su parte, la percepción se sirve de la imaginación, provocada fisiológicamente, para fabricar representaciones. A todo esto, se precisa agregar que el entendimiento recurre al lenguaje para expresar tales representaciones. Tanto las imágenes producidas como el lenguaje, con los nombres correspondientes, son artificios ficcionales, que proceden de la actividad mental generada por la imaginación, la cual proviene de los sentidos, insertos en la materialidad fáctica de los hechos, con los que se precisa contar del modo que fuere. Cuando el individuo trasciende su propio ensimismamiento reduccionista y hasta imaginario, cobra conciencia de que se halla inserto en el estado natural en donde también residen otros individuos. En tales circunstancias, no puede menos que sentirse presuntamente amenazado por esos individuos que le atemorizan y con los cuales llega a competir en igualdad de condiciones originarias. Por lo tanto, los individuos se ven precisados a recurrir a diversos artificios adicionales con el fin de subsanar el temor padecido, al tiempo que intentan huir de dicho estado de naturaleza, que no es inmune al predominio de una violencia impuesta. Así, al promover la implementación de un control manifiesto dirigido a que nadie tenga poder suficiente como para poner en peligro y arriesgar el poder propio, se llega a la construcción del Estado que contribuye a producir la metamorfosis del hombre natural en hombre político. El Estado exige una servidumbre, repleta de connotaciones que apuntan hacia una incondicionalidad manifiesta, pero enmascarada, no obstante, con diversos rasgos retóricos ocultadores de dicha subordinación alienadora. A pesar de tales limitaciones existenciales de carácter ineludible, no llega a desaparecer por completo la libertad negativa de los individuos, que se convierte en una estrategia deconstructora de la dicotomía binaria implicada en la oposición manifiesta entre deseo, por un lado, y temor, por otro. De hecho, semejante libertad se pierde y se recupera continuamente, obstaculizándose así el asentamiento social fijo y definitivo de individuos concretos, destinados a vencer la amenaza mutua por ellos padecida y tal vez nunca superada por completo. Hasta ahora, contribuye lo explicado a poner de relieve el dinamismo actancial, con todo lujo de detalles y perspicacia discursiva, presente a lo largo de las disquisiciones raciocinantes de Hobbes.