Introducción
Campo del arte es un concepto que le debemos al sociólogo francés, ya fallecido, Pierre Bourdieu (1995). Con este concepto, Bourdieu describe la manera en que se distribuyen las posiciones sociales dentro de un escenario social simbólico, acotado y relativamente autónomo, en este caso, el del arte. El campo del arte, en tanto campo social, resulta ser un espacio de lucha signado por las relaciones que los agentes sociales construyen dentro y fuera del campo en aras de la posesión, conservación y legitimación de un determinado capital (1990, 1998).
En el caso del campo del arte, el capital en disputa es el simbólico, esto es: una especie de capital que se define por la posesión de bienes no materiales vinculados, generalmente, al prestigio social. Estos “bienes” son otorgados por otros agentes dentro y fuera del campo, y legitimados o conservados como tales por medio de las acciones de los agentes del campo (los artistas, básicamente) mediante sus prácticas y discursos en torno al arte. El resultado se concreta a través de la producción de las obras de arte, si bien físicas y económicamente valuadas, también simbólicamente prestigiadas como productos “espirituales” y “trascendentes” (Bourdieu, 1995), esto es lo que interesa al campo en cuestión.
En líneas generales, como se podrá apreciar, la descripción y explicación que hace Bourdieu en torno al funcionamiento del campo del arte obedece a un periodo concreto de la historia del arte, el cual abarca desde el siglo XVI hasta poco más de la mitad del siglo XX, cuando, ciertamente, el campo del arte parece responder a los imperativos de la distinción social que se ancla en el principio de diferencia simbólica, eje de la propuesta bourdieuana. Este periodo coincide con el surgimiento formal y también con la consolidación de lo que se conoce como el moderno sistema arte, que hizo su aparición paulatinamente a lo largo de un proceso de gestación extenso (durante los siglos XVIII y XIX, fundamentalmente) para sustituir al viejo sistema arte imperante desde la antigüedad clásica.
Sin embargo, justo en las últimas décadas del siglo XX y lo que llevamos andando del XXI, el arte, bajo la influencia del posmodernismo, y más concretamente de lo que se conoce como “arte contemporáneo”, muestra un estatuto de realidad un poco diferente al planteado por el sociólogo francés, ya que lo que se ha movido y se sigue moviendo dentro y fuera del campo en el llamado arte contemporáneo parece ser la distinción social planteada por Bourdieu y no de un orden distinto. Es esto lo que constituye el meollo de la reflexión que en este artículo se ensaya.
Hoy en día, quizá, asistimos a un momento de transición, tal vez de reconfiguración campal o incluso de reestructuración del moderno sistema arte; consideramos que esto puede tener un impacto posterior en el funcionamiento del campo del arte como tal en las condiciones actuales.
En este trabajo se avanzan algunas reflexiones sobre el papel que juega el arte contemporáneo en estas nuevas coordenadas, la lógica artística que lo caracteriza y la manera en que esto y otros factores extraartísticos podrían estar incidiendo en eso que hemos nombrado como reconfiguración del campo del arte en aras de lo que creemos puede ser una fundamentación nueva del moderno sistema arte, o bien una reconfiguración más profunda. Para ordenar la exposición argumental, dividiremos el texto en tres partes: la primera ofrece las claves referenciales para la comprensión del sistema arte como sistema de creencias y lógicas práctico-conceptuales del arte en los diferentes periodos, con especial atención en el moderno sistema arte de donde se nutren los postulados de Bourdieu en torno al campo del arte y su funcionamiento. La tesis que aquí subyace es que resulta inevitable pensar al arte desde el planteamiento bourdiano, porque nos interesa pensarlo en tanto ámbito delimitado de lo social y, desde el punto de vista sociológico, los postulados de Bourdieu son dominantes.
En la segunda parte explicaremos la manera en que la teoría de los campos sociales de Pierre Bourdieu posibilita describir el funcionamiento del campo del arte bajo coordenadas sociohistóricas modernas, haciendo énfasis en sus principales aspectos que son justamente los que parecen estar subvirtiendo los artistas contemporáneos. En esto pretendemos fincar nuestra reflexión: en la diversidad de propuestas artísticas actuales, específicamente, sobre lo que las caracteriza. Esto servirá de guía para reflexionar sobre las subversiones manifiestas en el campo del arte trazado, según Bourdieu, por parte del arte contemporáneo actual.
Finalmente, como conclusión, nos centramos en exponer dónde y cómo se están dando estas fisuras en el campo del arte y en qué medida éstas obedecen a la emergencia de un nuevo sistema arte, o bien a su reconfiguración, por ello añadimos una explicación sociológica de corte culturalista de los fenómenos artísticos contemporáneos a partir de la emergencia de nuevas condiciones socioculturales.
El contexto del objeto de estudio
Bastante ardua es en la actualidad la tarea de pensar la práctica artística en las nuevas coordenadas estético-ideológicas, histórico-sociales y culturales, incluso económicas, de la contemporaneidad: el arte que actualmente se produce dista mucho de identificarse con el arte que hemos aprendido a ver y definir como tal, el cual conocemos bajo el rótulo de arte moderno. Sin embargo, aunque en contraposición al moderno, el llamado “arte contemporáneo” se inserta —en términos muy generales— en un periodo de tiempo más o menos delimitado a partir de las décadas finales del siglo XX y principios del XXI, aunque su configuración como “arte de un periodo” realmente lo trasciende. La pluralidad y diversidad de las prácticas artísticas contemporáneas, su relación con el contexto social y político, el lenguaje muchas veces hermético y saturado que las caracteriza, el centramiento que muchos artistas buscan en el proceso creativo y no en el producto de la creación, y, sobre todo, la disposición al “uso” que los propios artistas ofrecen de las obras mismas resultan ser, a todas luces, rasgos suficientes para referir al arte contemporáneo como un arte concreto y distintivo de otros tipos de arte precedentes.
Como ya comentamos, aparentemente asistimos a un periodo de transición que parece dar a la luz un nuevo sistema arte signado por condicionantes estético-artísticas y contextuales diferentes, pero que comulga aún con obras de factura moderna y posmoderna. Del sentido de belleza transhistórica del arte secular al exceso de libertad creativa de las vanguardias, se apela actualmente a la participación activa de los públicos del arte por medio de una actividad que desprecia, de alguna manera, la tesis de la contemplación y la sacralidad espiritual de la creación artística moderna.
Las bases del legado autonómico del arte parecen desbaratarse actualmente; dicho legado, otrora mecanismo de diferenciación y elitismo social y cultural donde el arte moderno mayormente se ancló, ha convertido al arte en otra esfera de poder poniendo de cabeza el sentido mismo de la ansiada fórmula arte-vida. En el presente, quizá como nunca antes, a veces parece que estamos a punto de recuperar al arte como un espacio de experiencia política, social y cultural; un espacio, más que artístico, que se instala como espacio de ciudadanía (o quizá subordina el arte a lo político), es decir, como lugar que activa y potencia el ejercicio, despliegue y disfrute de los derechos ciudadanos. Como señala Terry Smith: “el arte es hoy más contemporáneo que nunca” (2011: 24). Basta citar las obras de Mark Lombardi o la de Allan Sekula, o el activismo ecológico de Critical Art Ensemble, entre otros, para dar cuenta de lo que aquí decimos.
Sin embargo, por supuesto que no hablamos de todo el arte producido en la actualidad, sino, más bien, de esa categoría conceptual que engloba una buena parte de la producción artística contemporánea bajo el magnificente nombre de “arte contemporáneo”, con sus atributos y estrategias retóricas, formales y conceptuales, más que en términos de su ocurrencia espacio-temporal (Alberro, 2011); por ello, su ubicación en el tiempo es problemática. Algunos marcan su surgimiento en las décadas de 1960-1970 (Smith, 2011); para otros fue en la década de 1990 (Alberro, 2011). No obstante, puede cifrarse un antecedente a principios del siglo XX de la mano de las vanguardias históricas, específicamente con La fuente de Marcel Duchamp: ese urinario invertido exhibido en 1917 que desencajó la mirada de no pocos críticos y espectadores, transformó el sentido de la tan buscada relación arte-vida con su provocadora apelación a la realidad construida por arte como categoría conceptual.
El concepto arte contemporáneo, a partir de la obra de este artista sin cortapisas ni clasificaciones facilistas, que fue Duchamp, no sólo se caracterizó por su transgresión en casi todos los ámbitos del paradigma del moderno sistema arte (configurado esencialmente alrededor de la división entre arte y artesanía, y en consecuencia entre artistas y artesanos, públicos y no públicos, alta y baja cultura o cultura popular), sino que profundizó y, hasta cierto punto, consolidó, paradójicamente, el andamiaje elitista sutilmente construido por dicho sistema, a la par que trataba de subvertirlo.
Una de las consecuencias más claras de esta paradójica condición del arte de las vanguardias fue la completa libertad del artista para crear, cuyas interferencias quizá se hicieron más que evidentes desde los últimos años del siglo XX. A propósito esto, si hoy preguntamos a cualquier persona sobre lo que es el arte contemporáneo, la respuesta sorprendería por su simpleza y asombrosa exactitud: cualquier cosa.
Las cajas de cartón con flejes de colores (obra de Rachel Harrison, exposición temporal en el Museum of Modern Art [MOMA] en 2016); algunas migajas de pan desperdigadas sobre el suelo (obra de Wifredo Prieto, 2011, expuesta en Madrid); las camisetas, los mensajes anónimos y libros ordenados-desordenados en los cajones de un clóset dentro de una habitación (exposición de Jeremy Deller, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo [MUAC], México, 2015); los famosos tiburones en formol de Damien Hirst (expuestos en la galería Tate Modern de Londres en 2012), y otras piezas del mismo corte, ilustran la versatilidad y cotidianidad de las obras de arte contemporáneas. Objetos “encontrados”, pocas veces “trabajados” manual y técnicamente por el artista que, justo por ello, continúan marcando su distancia con el oficio artesanal, tal y como hiciera en su tiempo Duchamp. Smith (2011: 38) señala al respecto —y no le falta razón— que el arte contemporáneo parece un arte moderno tardío que, aunque consciente de la fácil sintonía con su época, sigue persiguiendo los mismos objetivos que el arte moderno, es decir, la reflexividad y el experimento. Esto se debe a que la libertad creativa de los artistas contemporáneos ha llegado a tal grado de independencia que, al parecer, todo se vale en el arte, pero, dentro de ello, lo banal, lo cotidiano y lo ordinario (sin sentido peyorativo) cobra un especial interés.
El desprecio que otrora surgiera, incluso hasta la década de 1980, por los recintos auráticos como el museo o la galería, parece comulgar sin problemas con el activismo artístico, la instalación y los performances contemporáneos. No hay nada sagrado en el arte contemporáneo, ya que gran parte de su naturaleza y lógica artística parece subvertir la sacralidad del arte mismo.
El arte contemporáneo, en palabras de Calvo (2011: 11), parece plantearse una “reinvención del arte”; propuesta, por cierto, que también estudia Shiner en su obra clásica La invención del arte, y desde esta premisa se interroga sobre su propia identidad y sentido. De alguna manera, tal y como indica Calvo, el arte contemporáneo obliga a los críticos a pensar críticamente sobre su diversidad e inserción en los horizontes de un capitalismo sin precedentes ante la constelación poscolonial, a la manera en que, como sostiene Alberro (2011: 15), las fuerzas históricas son alineadas contra los imperativos hegemónicos.
Los artistas contemporáneos, mediante el llamado arte relacional (Bourriaud, 2008) o el arte de emergencia (Ladagga, 2006), de alguna manera parecen responder a estos imperativos a través de dinámicas de acción antiglobalizantes, justamente en tiempos de globalización, y a través de sus herramientas típicas: las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Pero hay más: el arte contemporáneo no sólo se instituye como una respuesta irreverente al orden social, sino que más bien se instala como un arte esencialmente político, es decir, en cuanto tiene que ver con el poder y, particularmente, con la subversión del poder del arte como institución de poder. No obstante, la lógica de la libertad y la imaginación creativa, que fueron, según Shiner (2014: 275), atributos del arte que ayudaron a consolidar el sistema moderno del arte, y su poder, paradójicamente, como ya señaló Smith (2011), parecen no estar en juego.
Si bien en el moderno sistema arte, el Arte (con mayúsculas) se instituyó en una especie de baluarte contra el dinero, el oficio y lo mecánico, precisamente bajo la égida de la libertad y la imaginación creativa; en el arte contemporáneo sólo lo que toca al oficio y lo mecánico siguen siendo aspectos que demeritan la práctica artística. De alguna manera, la máxima schilleriana según la cual el arte devino revelación de una verdad superior dotada de poder de redención (Shiner, 2014: 266) y que constituyó el summum de la autonomía del arte, sigue vigente hoy en día, aunque ciertamente de otra manera o, más bien, con otro talante. En ese sentido, si algo definió al moderno sistema arte fue precisamente este sentido de independencia irreverente que se fraguó bajo el lema de “el arte por el arte”. Esta estética autónoma o negativa, para ponerlo en los términos de Adorno, acabó por consolidar una creencia sobre el valor espiritual de las obras de arte, y del arte como “reino” en franco divorcio con lo social y lo político. No obstante, bajo esta premisa de independencia vemos aflorar las obras de arte del arte contemporáneo, abandonando —eso sí— el sentido de placer que durante el siglo XVIII, e incluso después del periodo revolucionario de la Revolución Francesa, destacó como sentido del arte en el moderno sistema emergente. Sin embargo, aunque el placer y la belleza fueron prontamente sustituidos en el arte moderno por la creatividad y la experimentación, esta especie de condición del artista se vehiculó mediante las obras de arte en la figura de “arte cabal”, “puro” o “verdadero”, lo cual dio paso a una nueva configuración de su valor simbólico: el valor estético del arte como “arte por sí mismo” (Shiner, 2014: 307).
Ahora bien, a pesar de que expresiones como las anteriores ya no son comunes para definir el arte de hoy, y a pesar de que actualmente el placer y la introspección en el arte figuran como aspectos completamente desahuciados (por eso el discurso de la crítica mexicana Avelina Lésper suena tan fuera de lugar y elitista), no puede negarse que el arte contemporáneo conserva e incluso trata de legitimarse justamente a partir de este valor de autonomía con el que se fraguó el moderno sistema arte que el arte contemporáneo intenta subvertir. Si lo miramos bien, la lógica autonómica del arte contemporáneo actual no es muy diferente de la del arte moderno a principios del siglo XX. La pregunta es ¿por qué?
El arte contemporáneo es un arte que o bien se mira a sí mismo mediante una crítica feroz que insta a pensar en la subversión misma del sistema moderno del arte, o bien se lanza a la reconceptualización de su ser como espacio de poder para encaminar sus esfuerzos a la subversión de dicho poder, contradictoriamente, aun sin dejar de asumirse como tal. Es una pena que con una dosis de tan buenos criterios como los descritos, también —gracias a su falta de normativa— dé cabida a muchos charlatanes.
Sin embargo, no es menos cierto que el arte contemporáneo, de una manera u otra, intenta reconectar el mundo del arte con el mundo de la vida, aunque ciertamente lo hace sin abandonar del todo el legado de autonomía —seriamente opuesto a esta relación— que le ha dado fuerza y valor al arte como esfera de creación “espiritual”. He ahí una contradicción que se evidencia sin mayor problema. Respecto de la nueva museología, Shiner afirma:
La proliferación de tiendas de objetos de regalo, librerías, cafés, espacios para eventos, paneles de pared explicativos, videos para contextualizar y auriculares para visitas guiadas, han ido tan lejos que algunos críticos se lamentan de las concesiones al mercado y al gusto popular que hacen los museos, en detrimento de la dedicación al arte (2014: 408).
Es evidente que estas manifestaciones ancladas en el corazón mismo del arte contemporáneo casi implican un retorno a los postulados horacianos sobre el arte, que se resumen en la función social del arte en el viejo sistema arte a partir del binomio placer-instrucción. Pero no se debe pensar que el arte contemporáneo pretende anclarse en el viejo sistema; su actitud habría que pensarla más rayana en el cinismo que a la recuperación del ideal horaciano arte-vida por medio del placer.
En la situación actual del arte contemporáneo han quedado lejos las reminiscencias “al fin sin fin específico” del arte, o bien al sentido de restauración espiritual que consolidara al arte como una práctica necesaria, casi a la par —en ocasiones incluso por encima— de la ciencia, la religión y la filosofía, a través de las obras de Schiller y Kant. Parece claro también que, aunque el mundo autónomo del arte en el arte contemporáneo se va cayendo a pedazos poco a poco, con lo cual se va dejando de lado buena parte de los fundamentos espirituales sobre los que tímidamente aún se sostiene, no puede decirse que la emergencia de un nuevo sistema arte, o bien una fundamentación distinta del que hoy existe, conlleva al abandono total del principio de autonomía. Esa es la razón por la que creemos valioso reflexionar sobre el campo social del arte desde la teoría de Pierre Bourdieu, en cuanto el autor hace de dicho principio el valor central sobre el que se sostiene el campo mismo. A partir de esto y considerando la posibilidad de una reconfiguración del campo del arte a partir de las transformaciones que logran observarse en la práctica artística contemporánea, se pueden articular reflexiones que intenten ofrecer una explicación más o menos clara de cómo y en qué sentido puede derivar la reconfiguración iniciada. Aunque la cercanía con estos procesos puede impedirnos ver objetivamente lo que pareciera estar sucediendo en el campo del arte hoy en día, a continuación se realiza un ejercicio de exposición y reflexión teórica en función de abonar algunas ideas para el desarrollo ulterior de reflexiones más acabadas.
Los alcances heurísticos del concepto “campo social del arte” para pensar el lugar de la práctica artística contemporánea
Pierre Bourdieu, en su ya famoso texto Las reglas del arte: génesis y estructura del campo literario, delineó formalmente la manera en que el sistema arte, sostenido y aglutinado alrededor del concepto de autonomía, se consolida como un campo social, es decir, como espacio simbólico donde se fraguan las relaciones sociales. Lo que Bourdieu describe y analiza no es más que la concreción de un largo proceso de transformación simbólica e ideológica en torno a la idea del arte que tiene lugar, con inserciones de distinta intensidad y calibre, desde los siglos XVI al XVIII en Europa y que se consolida en la segunda mitad de este último de la mano de la filosofía.
Durante esta larga trayectoria, no exenta de luchas y resistencias, el arte pasó de ser un oficio a ser un trabajo intelectual en el que se fundían belleza y razón. Tres fueron los componentes principales en los que se soportara el moderno sistema arte, el de las Bellas Artes: la libertad creativa del artista —vinculada esencialmente a su inspiración, más que a la habilidad técnica—, la “belleza” de las obras de arte y la contemplación sublime-espiritual o desinteresada, parafraseando a Kant, por parte de los públicos.
En pleno siglo XX, con la democratización del consumo cultural, el advenimiento de las clases medias, la educación profesional de cada vez más sectores de la población y la salida del arte de los recintos auráticos; del nuevo canon artístico —elitista por más señas— sólo la libertad creativa del artista quedó como parte de un modelo impecable en el arte de las vanguardias, y sobre él, a finales del siglo XIX, se erigió finalmente un moderno y vanguardista sistema arte, que si bien pretendió subvertir el anterior, terminó plegándose a él en más de un sentido.
Las características del sistema arte vanguardista, también llamado moderno, se siguieron agrupando alrededor del concepto de autonomía, un concepto que resulta fundamental ya no para nombrar o explicar la categoría arte, sino para describir el funcionamiento del arte como campo social. El campo del arte es en ese sentido una categoría conceptual más abarcadora que la de sistema arte, pues el concepto de campo conceptúa al arte como una práctica social, una más entre otras, siendo que el sistema sólo se desarrolla a partir de las particularidades del arte como práctica individual y producto. De esa manera, tal y como lo concibe Bourdieu, el campo del arte funciona socialmente como un espacio de lo social (uno entre otros) que se articula con otros campos, como el económico, el político, el religioso, el académico, etcétera. Su singularidad consiste en su funcionamiento, es decir, en la manera particular que tiene de operar socialmente su legitimación y conservación como esfera social, por medio de ese valor autónomo que le da sentido y razón de ser al arte como institución.
El campo del arte funciona como un área o espacio de lo social cuya operatividad se soporta en las formas de interacción simbólicas que tienen lugar al interior del campo en cuestión y con respecto a otros campos. Por ello, las formas simbólicas de interacción al interior del campo del arte, así como en cualquier otro, hallan su razón de ser mediante las relaciones que los agentes del campo del arte (básicamente artistas) sostienen entre sí y con respecto a otros agentes internos (públicos, críticos, comisarios, marchantes) y externos; pero en términos de Bourdieu estas relaciones reflejan las contradicciones no sólo del campo en cuestión, sino las contradicciones sociales en sí mismas. Por tanto, el autor concluye que el campo del arte se nuclea alrededor de un valor que está en disputa en lo social, y ese valor es el simbólico, propio —mas no único— del campo del arte, que en su caso, como ya se ha dicho, opera a través del valor de la autonomía.
Este valor de autonomía en el arte se instala justamente a partir del valor de la libertad creativa del artista, libertad que para ser tal precisa romper con las ataduras del mercado y doblegar el éxito comercial en favor del éxito “espiritual”, por llamarlo de alguna manera. Dicho éxito se corona en la modernidad al concebir la obra de arte como obra sublime, es decir, como obra que debe ser apreciada y reverenciada. Kant llamó a este proceso apreciación-contemplación, en cuanto proceso que se sostenía teóricamente en la figura conceptual de su famoso “desinterés”.
A partir del arte vanguardista, no obstante, el juicio del desinterés kantiano fue sustituido poco a poco por la apreciación informada que Danto (2002) tradujera como mundo o atmósfera de teoría del arte que, según este autor, es lo que posibilitaba distinguir los objetos de arte de los objetos de la esfera de la vida cotidiana. En cualquier caso, como se puede ver, se trata de un valor elitista que le da la vuelta al sistema arte de la modernidad, pero que, en su esencia, sigue hablando de lo mismo.
Para sostener tal andamiaje en el arte moderno, Bourdieu hace recaer el peso del valor de la autonomía sobre dos aspectos que en su teoría resultan ser centrales, medulares: uno es el que refiere al tipo de percepción que demanda la obra de arte, que de acuerdo con el sociólogo francés es una percepción diferenciada, y a todas luces enigmática, conocida como percepción estética; el otro aspecto es la manera en que desde el campo del arte se logra borrar las huellas del origen de tal percepción, origen que, como ya comentamos, fue trazado y construido lenta e históricamente, en función de la correlación de fuerzas a favor del arte “bello”.
Borrar las huellas de este origen implica, al menos para Shiner (2014), naturalizar el surgimiento del Arte con mayúsculas, es decir, la construcción de la categoría Arte como fruto de una construcción intelectual que posibilitó la total separación del arte —con sus atributos de placer, belleza e intelectualidad— de la artesanía, entendida como oficio, práctica mecánica y función decorativa. Nada de esto, por cierto, se subvierte esencialmente en las manifestaciones del arte contemporáneo, ni siquiera en las que se develan como “antiartísticas”.
En este sentido, el valor autónomo del arte se concretó en las obras de arte y en la estructura funcional que las hacía emerger como tal. Las obras de arte se convirtieron, desde el advenimiento de la modernidad, en el centro de la actividad del campo artístico y, a su vera, la práctica artística e incluso la percepción estética de los públicos recibieron casi por ósmosis los atributos asignados socialmente a aquélla. La obra de arte, así entendida, pasó a ser la concreción del esfuerzo y la voluntad ya no artística, sino estética, primero vinculada férreamente a la belleza, y luego, con las vanguardias, articulada alrededor de la obra intelectual. Como afirma Shiner (2014: 337), los modernos adjetivos para nombrar el arte moderno fueron significativo, transgresor, complejo. Actualmente, si nos fijamos bien, estos nombres siguen refiriendo las obras del arte contemporáneo: un producto que, en esencia —aun y con toda la referencia contextual—, sigue buscando legitimarse como autónomo en tanto se percibe aún como lo que vale “por sí mismo”, como en el arte moderno. Sin embargo, como cualquier conjunto de signos medianamente organizados, las obras de arte constituyen textos, esto es: productos o mensajes insertos al interior de un escenario comunicativo cualquiera, sólo que con una particularidad: la innegable presencia de su carácter subjetivo, dada mediante su dimensión individual expresiva-intelectual que propicia la creación artística. Por ello, en la medida en que la subjetividad participa de la hechura de las obras de arte, estos textos presentan dificultades para ser socializados, entendidos o descodificados la mayoría de las veces. Sus propiedades “intelectuales” tributan a la conservación del valor de autonomía y no a su subversión. El panorama contemporáneo, con sus matices, no presenta en diferencia alguna este sentido.
Tal y como sucedía en la modernidad, el arte contemporáneo sigue siendo, muchas veces, incluso al amparo de proyectos artísticos emergentes, el de las obras de factura subjetiva, en las que la figura del artista, lejos de fundirse con la del artesano o con la de público, resulta ser central para conservar y dar legitimidad a la obra de arte como producto intelectual.
Para redondear el escenario, la percepción del arte en la actualidad todavía se articula en el sentido de una búsqueda “intelectual” por parte de los públicos. La gente cree que debe entender lo que “dice” una obra de arte, y eso la lleva a buscar el significado de las obras, aunque en las obras contemporáneas con mayor frecuencia ese significado resulta ser endógeno, es decir, estar en relación con los discursos ideoestéticos y las problemáticas internas del campo del arte mismo, lo que precisa un público conocedor.
Claramente hemos de excluir de aquí, al menos en parte, las prácticas de activismo artístico, así como los proyectos emergentes o relacionales (tal como los llamara Laddaga y Bourriaud, respectivamente), al arte social centrado en el proceso de reconexión humana y social, ya que este tipo de proyectos suelen articularse alrededor de una percepción más cotidiana, y por lo tanto menos estética, menos autónoma y más aislada del sistema arte. Sin embargo, dejando fuera estas prácticas del arte contemporáneo, los artistas cuya obra se centra en el producto y por tanto, también, en su comercialización, suelen producir obras de arte que discursan, como en otras épocas y periodos de la modernidad, sobre el arte mismo, lo que contribuye directamente a una lectura elitista. Esto es, en esencia, lo que permite afirmar que, aunque pueda parecer —o bien lo sea— un arte de factura “fácil” (como la artesanía), o bien que esté articulado en las lindes del entretenimiento o el simple disfrute sensorial por parte de los públicos, el arte contemporáneo no se propone a sí mismo como un arte “útil”, mucho menos como un arte de masas, aun cuando extienda su representación a públicos no entendidos. Eso, como se podrá notar, desdibujaría su verdadero sentido subversor.
En consecuencia, el arte contemporáneo parece comportarse cínicamente, incluso —diríamos— engañosamente. Es un arte que le habla a los grandes públicos (sólo hay que recordar las inmensas, interminables y constantes filas creadas desde la madrugada a las que se sometieron públicos variados para ver la exposición individual de Yayoi Kusama, Obsesión infinita, expuesta durante cuatro meses en el Museo Rufino Tamayo de la Ciudad de México en 2014-2015), pero curiosamente es un arte que “oculta” a ese gran público sus verdaderas razones subversoras. Quizá es la manera que ha encontrado el arte contemporáneo de conservar su autonomía, intuyendo que de no hacerlo perece como arte y se transmuta en artesanía, lo que parece —dicho sea de paso— algo que no está dispuesto a conceder.
La exposición de Kusama sirve de ejemplo para comprender cómo las obras del arte contemporáneo, en la medida en que siguen apelando a la interpretación subjetiva e intelectual de sus públicos entrenados —exigiéndoles no sólo la conservación de un estatus de lectura acorde a sus atributos autónomos, sino también, a través de ello, la legitimación de su estatus social, de su valor simbólico—, logran complacer al gran público, jugando en la frontera del arte de masas, del cual parece querer distanciarse al tiempo que se acerca peligrosamente a él. Se trata de una apuesta arriesgada —muy arriesgada, de hecho—, pero también de una apuesta por la renovación necesaria, vital, para decirlo en una palabra.
El papel de las obras de arte en el arte contemporáneo, insistimos, aun en el más antiartístico, es el resultado discursivo del funcionamiento del campo del arte; las obras de arte, así entendidas, constituyen el acervo de productos o creaciones que articulan su función discursiva formando parte no sólo de un locus enunciativo institucionalizado: el campo del arte, sino también de las formas en que se legitima su valor simbólico, su autonomía. Esto confirma, a su vez, que los artistas contemporáneos, consciente o inconscientemente, en realidad no están dispuestos a ceder ese coto de poder que se instituye alrededor de su autonomía y la de la obra de arte cuya creación se adjudican. Se trata de una autonomía que, como hemos descrito, se ha fraguado lentamente a lo largo de la historia y se ha consolidado alrededor de su estirpe “intelectual”. Basta constatar el discurso que acompaña a las piezas, ya sea dado por críticos y comisarios, o por los mismos artistas. En su mayoría, se trata de discursos intelectualoides, complicados, muchas veces inentendibles. Quizá por inercia, o por sobrevivencia, los agentes del campo del arte intuyen o entienden que es la única manera de seguir siendo artistas “verdaderos”, ésos que hacen un arte “serio”, e incluso “comprometido” con el estatuto autónomo del arte mismo.
Es todo esto y no otra cosa lo que impidió, y hasta cierto punto aún impide, la asimilación o conexión entre arte y vida, o arte y artesanía, aunque, como advierte acertadamente Shiner (2014: 413), los artistas y críticos más radicales están a punto de trocar el arte por la artesanía, intentando instaurar así un sistema nuevo que sólo lograría invertir peligrosamente la polaridad histórica, larga y arbitrariamente existente entre ambas. De continuar por esta senda el moderno sistema arte y el que parece que se intenta fraguar darían al traste con ese valor autonómico alrededor de cual perviven tanto campo como sistema.
Según Bourdieu, los artistas, en cuanto hacedores por excelencia de obras de arte, y también los agentes del campo del arte en lo general (críticos, comisarios, etcétera), están llamados a participar en-del campo, de manera que su actividad creadora (discursiva en sí misma) está básicamente orientada a reproducirlo, o bien a subvertirlo si se quiere cambiar la composición de las relaciones de fuerza dentro del campo en cuestión.
Ahora bien, como dijera acertadamente Bourdieu (2010), la reproducción de un discurso opera por medio de su naturalización, y lo natural dentro del campo del arte es que, primero, aunque está ciertamente vinculado a lo económico (la presencia innegable del mercado del arte es buen ejemplo de ello), no se percibe socialmente como tal, ni siquiera la actividad artística es percibida socialmente como un trabajo. Caso aparte es el de los llamados artistas “comerciales” —que ostentan el casi “oneroso” título de artistas heterónomos (en franca oposición a lo autónomo que es el valor simbólico del campo), en cuanto no se perciben socialmente ni se instituyen al interior del campo mismo como “verdaderos” artistas— y donde el éxito artístico está asociado al económico y por ello al mercado. Y segundo: el discurso social que se recrea desde el arte, centrado como se ha dicho en el valor de la autonomía, no se percibe tampoco como ideológico, aun y cuando éste se sostenga, como se hace desde el sistema moderno del arte, sobre un sistema de creencias y actitudes que legitima la exclusión social y cultural de sus creadores, y demás agentes y públicos vinculados a él. Por ello, el tipo de percepción al que las obras del arte contemporáneo convocan a los públicos desde un criterio amplio se ampara mayormente en el efecto sensible (sensaciones, afectos y conmoción emocional), con lo cual se recrea el disfrute sensorial que de ello se deriva. Por si fuera poco, es probable que dicho público intuya el timo, o bien logra percibir —los que estén entrenados para ello— el guiño intelectual, que termina percibido, a su vez, casi por antonomasia, como ajeno al poder. Esto, ni qué decir, se halla estrechamente relacionado con la condición de libertad creativa de la que se ha hablado antes, cuyo contenido esencial sostiene el principio y valor de autonomía del propio campo; pero esta libertad, que es asumida por los artistas contemporáneos en dirección muchas veces contraria a sus predecesores modernos, es ciertamente un elemento muy fuerte que apuesta, quizá desde una posible resignificación, a su supervivencia. Explicamos.
Para garantizar el principio de autonomía, en el moderno sistema arte antes de las Vanguardias, la libertad creativa del artista fue de la mano con el sentido de lo inútil e improductivo (derivado en favor de lo sacro, lo contemplativo y de ganancia espiritual), lo que estaba a su vez estrechamente vinculado con lo que Panowsky (1975) llamó “intención estética” en oposición a la intención práctica o utilitarista. Sin embargo, la inserción de las llamadas “artes de entretenimiento” (música no culta, cine, fotografía, etcétera) a lo largo del siglo XX, incluso en el periodo de las vanguardias, contribuyó a la democratización del arte y a la ampliación de sus moldes y nomenclaturas. Esto si bien devino un proceso largo de lucha campal, marcado por la no poca resistencia de parte de una buena cantidad de artistas, teóricos, historiadores y críticos de arte, ciertamente tributó al ensanchamiento de las fronteras del arte.
En el arte contemporáneo, sin embargo, la libertad creativa del artista no ha ensanchado mucho más las fronteras del arte, pero sí ha jugado con sus límites de manera peligrosa e irreverente. Vale la pena recordar la obra del artista costarricense Guillermo Vargas, expuesta en 2007, en la que literalmente mataba a un perro de hambre e inanición en el espacio de una galería en Managua, haciendo comulgar al arte con actos de coprofagia, violencia y escatología. No más trascendencia espiritual, parecía decir esta pieza de arte verdaderamente transgresora, mientras se instalaba cómodamente, no sin cinismo y algo de desesperación, en los predios reciclados de la reflexividad y la experimentación vanguardista, tal y como bien señaló Smith. Evidentemente, algo ha cambiado, quizá más que lo superficial, pero el “caramelo” de la discordia, que es la autonomía, nos sigue pareciendo intacto. Nada mal para un campo que coquetea y se arriesga a perderla cada día.
Los públicos y la condición sociológica del arte contemporáneo. Notas finales
Sostiene Rebentisch (2011: 59) que la unidad del campo del arte se ha disuelto; en su lugar, pareciera haber desintegración y dispersión —pluralidad le llamarían otros— que apuntan a referentes estéticos poco orgánicos, vaciados de una unicidad no sólo histórica, sino también normativa. En efecto, de lo dicho anteriormente por Bourdieu, salvo el valor de la autonomía, poco o nada puede ser revisado hoy a la luz de las nuevas prácticas artísticas contemporáneas, lo que es negado por no pocos teóricos del arte, tomando como referencia el activismo, la sensibilidad contextual —casi siempre social y política— de sus obras, y la dimensión social de su recepción o consumo, pero esto, a nuestro juicio, no hace otra cosa que complicar el panorama.
En nuestra opinión, evidentemente, el moderno sistema de arte está en crisis, que logra articularse alrededor de una crisis social de magnitudes globales: la crispación sociopolítica a nivel internacional, la crisis de la representación en la democracia, el potente auge desestabilizador del neoliberalismo económico, el liberalismo político mal entendido, el relativismo ético y moral…, en fin, todo lo que ha emergido de y con el fin de los metarrelatos modernos, incluido el arte, lo ha posibilitado, junto con la emergencia de una realidad tecnológica y tecnologizada que, en la medida en que abre más brechas de desigualdad, relativiza la apertura al saber, centraliza el ego, actualiza los lazos sociales y, con ello, hace emerger la rabia y la frustración. Todo ello ha hecho aguas en el sistema arte, y el arte contemporáneo (en sus dos tendencias principales: el “anti-arte” del activismo social y el arte intelectualizado de las galerías) es buen ejemplo de este derrumbe del mundo tal cual lo conocemos.
Sin embargo, lejos de erigir aquí una postura apocalíptica, más bien se defiende la necesidad de comprender esta nueva condición contemporánea que nos ha hecho contemporáneos a la fuerza, sin entender bien a bien dónde estamos parados. Resulta probablemente cierto que asistimos a un cambio de paradigma cultural, e incluso, tal vez civilizatorio, lo que implica mucho más en juego que una nueva reinvención del arte. No obstante, quizá desde esta probable nueva reinvención pueda “leerse” mejor este síndrome epocal que está fraguando el cambio, gracias a la paradoja existencial del campo del arte y del Arte como categoría arbitraria.
Centramos la atención en el arte contemporáneo más intelectualizado que no busca la otrora comprensión intelectual por parte de los grandes públicos, sino asistencia, aceptación, goce y, en lo posible, ganancia económica. Del desinterés se pasa al interés; de repente los artistas producen un arte que pudiéramos llamar —invocando el sentido inverso de Kant en toda su plenitud— interesado, que linda con el espectáculo.
El arte-activismo, en cambio, al apelar a los mismos públicos, busca pertenencia desde la asunción del papel artístico-social del creador, a la manera de una postura política que le permite insertarse en el mundo de los desclasados, los frustrados, los relegados, los olvidados —para citar paradigmáticamente el film de Buñuel—; desde ahí, desde esa condición de partenier, de semejante, nos parece que ubica esta vertiente del arte contemporáneo su razón de ser.
En este sentido, pareciera que asistimos a un enfrentamiento “virtual” entre aquellos artistas que hacen obra, discursan sobre el arte contemporáneo y se insertan en los circuitos comerciales del arte, y aquellos otros que articulan su quehacer artístico con los ideales político-sociales de la izquierda. No se sabe, al menos no yo, hacia dónde se inclinará la balanza, o si en realidad se inclinará hacia algún lado. Lo que parece evidente es que ambos disputan un sentido de autonomía diferente, lo cual da lugar a la lucha por lo que parece ser una reconfiguración del campo, sus prácticas y discursos, que puede abonar o no, a un nuevo sistema arte.
Por ello, partir de considerar la esfera de la producción artística contemporánea como no autónoma es un sinsentido que cancela justamente la condición social de la práctica artística misma. El problema de la autonomía es una de esas paradojas que el arte de las vanguardias heredó sin solucionar al arte contemporáneo, y es probable que hoy esta paradoja haya asumido todo el sentido de su contradicción y emerja disputándose, incluso, su propia existencia. Esto último, como hemos intentado argumentar, no parece ser conscientemente lo que se pretende en el arte contemporáneo, pero de forma cierta algunas de sus prácticas sugieren un coqueteo que pudiera ser mortal.
El advenimiento de la posmodernidad y la ruptura con los grandes relatos, la estética incluida, dieron paso a un proceso de cuestionamiento serio en torno a las artes y su papel en la sociedad. Los avances en la investigación sobre el arte y la estética, la presencia insoslayable de las nuevas tecnologías, la democratización del consumo y el gusto, el papel del mercado del arte (creciente desde finales del siglo XVIII) y el desarrollo cultural y educativo de las clases medias, incluyendo a las medias bajas, han constituido también aspectos relevantes de esta transformación, que no es otra cosa que la manera en que se ha hecho patente no tanto una demanda de reintegración entre el arte y la vida que el sistema moderno del arte soslayó, sino más bien, a nuestro juicio, la evidente contradicción de dicho sistema en torno al papel de su autonomía.
A pesar de todo, no auguramos el fin del arte. Nuestra postura se decanta más hacia entender el arte como la esfera donde hoy se libran las batallas sociales y simbólicas fundamentales de la humanidad que aún están por resolverse. La contradicción que plantea la conservación del principio de la autonomía y su simultánea subversión (aparente o no, consciente o no) por parte del arte contemporáneo revela particularmente la contradicción inherente de la democracia, tanto representativa como la de base. Esto, por supuesto, es una tesis debatible, pero creemos haber aportado algunas reflexiones al respecto que nos permiten afirmar que, en todo caso, se trata de una batalla que se juega ciertamente dentro del campo del arte, pero también más allá de éste; es en el campo cultural y no sólo —tal y como se cree a veces— desde la escena política donde actualmente hay que buscar la evidencia de un despertar político, y el arte, como esfera privilegiada de contradicciones, incluso desde su nacimiento como institución social, parece ser el terreno óptimo para hacerlas aflorar. Así, queda claro que la cuestión del arte no sólo atañe al arte, sino a lo social mismo, por eso una nueva configuración del sistema arte, bien por el dinamitamiento del valor de su autonomía, o por un afianzamiento otro de su propia condición, resulta crucial para comprender hasta qué punto el arte se dispone a insertarse en un orden social diferente al que le dio vida, y qué puede perder o ganar con ello el sistema social en su generalidad.