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Debate feminista

On-line version ISSN 2594-066XPrint version ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.61  Ciudad de México  2021  Epub May 10, 2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2021.61.2230 

Artículos

“Cómo hacerle sin un hombre”: dueñas de cantinas en la Costa Chica de Oaxaca

“How to Make a go of it without a Man”: Female Saloon Owners on the Costa Chica of Oaxaca

“Como fazer sem homem”: donas de boteco na Costa Chica de Oaxaca

Nuria Jiménez García1 
http://orcid.org/0000-0002-3887-4841

1 Posgrado de Desarrollo Rural, Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, Ciudad de México, México. Correo electrónico: nuriajgarcia79@gmail.com.


Resumen

En este artículo me propongo presentar, a partir de mi trabajo de campo en la Costa Chica de Oaxaca, México, el modo en que la frase “cómo hacerle sin un hombre” -constantemente repetida por las mujeres en esta zona- se convierte en una forma de dominación simbólica. Ciertas mujeres han roto con la creencia interiorizada de que por fuerza “necesitan un hombre”, y demuestran que es posible salir adelante por sí mismas, muchas veces gozando de mayor autonomía, agencia y control sobre sus cuerpos, economías y vidas, que otras mujeres. Así ocurre con las dueñas de cantinas, mujeres “solas” que “han hecho su lucha” y han logrado romper con ciertos preceptos de la normativa de género. Intento develar las formas de poder y resistencia cotidiana involucradas en este proceso, difíciles de observar debido a su sutileza y a que a veces pasan inadvertidas porque están enmascaradas detrás de otras concepciones y actividades.

Palabras clave: Mujeres cantineras; Normas de género; Relaciones de poder; Agencia; transgresiones

Abstract

In this article, based on my field work in the Costa Chica of Oaxaca, Mexico, I propose to present the way the phrase “how to make a go of it without a man” -constantly repeated by women in this area- becomes a symbolic form of domination. Certain women have broken with the internalized belief that they necessarily “need a man”, and proved it is possible to get ahead on their own, often enjoying greater autonomy, agency and control over their bodies, economies and lives than other women. This is the case of female saloon owners, women “on their own” who “have struggled” and managed to break with certain gender regulation precepts. I attempt to reveal the forms of power and everyday resistance involved in this process, which are difficult to observe because of their subtlety and sometimes go unnoticed because they are masked by other conceptions and activities.

Keywords: Female saloon owners; Gender norms; Power relationships; Agency; Transgressions

Resumo

Neste artigo analiso, com base no meu trabalho de campo na Costa Chica de Oaxaca, México, a dominação simbólica que exerce a frase “como fazer sem homem” repetida constantemente por mulheres desta área. Certas mulheres romperam com a crença internalizada de que necessariamente “precisam dum homem” e demonstram que é possível progredir sozinhas, muitas vezes desfrutando de maior autonomia, capacidade de agir e controle sobre seus corpos, economias e vidas, do que outras mulheres. É o caso das donas de botecos, mulheres “sozinhas” que “fizeram sua luta” e conseguiram romper com certos preceitos da normatividade do gênero. Tento revelar as formas de poder e resistência cotidiana envolvidas nesse processo, difíceis de observar pela sua sutileza, e porque às vezes passam desapercebidas por estarem mascaradas por outras concepções e atividades.

Palavras-chave: Mulheres de boteco; Normas de gênero; Relações de poder; Atuação; Transgressões

Introducción

Este artículo forma parte de la investigación que desarrollé para mi tesis doctoral1 con mujeres “morenas” de la costa Chica de Oaxaca, México, en una comunidad considerada “afrodescendiente”. Esta tesis tuvo como eje articulador el análisis de las normas que ejercen cierto control social y disciplinamiento sobre estas mujeres y las estrategias desarrolladas por ellas para resistir a estas normas. El trabajo de campo fue desarrollado en San Lorenzo.2

Para esto fue necesario el saber cómo estas mujeres viven y experimentan su identidad de género y cómo lo incorporan en sus habitus (Bourdieu, 1991, p. 40).3 La expresión de la identidad femenina no es homogénea y compartida por todas las mujeres, sino que depende de su posición respecto a los hombres y respecto a las actividades y espacios que ocupan; por tanto, a medida que esta posición cambia, también cambiarán las actividades y espacios a ocupar, así como la percepción que tienen sobre sí mismas y sobre el resto de la comunidad.

Ser mujer me permitió estar presente en prácticamente todos los espacios ocupados por mujeres, lo cual facilitó que se establecieran algunas relaciones de gran confianza y cercanía. Esta presencia en ámbitos cotidianos familiares y, de alguna manera, privados, ayudó a la recolección de datos muy ricos y esclarecedores sobre las relaciones de género; por ejemplo, el papel que desempeñan las mujeres socialmente, cómo piensan y cómo se sienten respecto a otras mujeres y respecto a los hombres.

A pesar de tener 30 años a mi llegada a la comunidad, edad a la que muchas mujeres ya son abuelas, siempre fui considerada como una joven, una joven de afuera, la maestra güera, me decían. Incluso al principio de mi estancia me animaban a salir con las chicas de la familia, las cuales tenían en ese tiempo entre quince y dieciocho años y todavía no se habían huido.4 Yo prefería estar con las mujeres de mi edad, que ya tenían hijos e hijas mayores, pero el hecho de que yo fuera a hacer trabajo de campo “sola”, sin un compañero, y sobre todo que no tuviera hijos, me situaba en una posición de adolescente y no de mujer adulta.

Todos los grupos sociales tienen sus propias categorías, jerarquías y sistemas de clasificación a través de los cuales se establece el estatus de las personas. Estas categorías se construyen socialmente y se mantienen en la práctica, lo cual hace que continuamente se esté negociando la identidad propia; a lo largo del trabajo de campo o en diferentes estancias del mismo, el estatus y los roles pueden ir cambiando, como lo explica Colin Turnbull a través de su concepto de role-mobility (1986, p. 18).5

Desde un primer momento, las personas más cercanas -la familia con la que yo vivía,6 algunas vecinas y parientes más lejanos- supieron que yo tenía pareja, con la que vivía en la Ciudad de México (para ellos convivir en pareja equivale a estar casada), pero como mi pareja nunca fue a la comunidad, yo era considerada como una mujer soltera. “¡Qué tipo de hombre será si deja que una mujer como tú esté aquí solita!”; “Si tu hombre no está aquí contigo, es como si no tuvieras hombre”, me decían. Estos comentarios, que podrían carecer de interés, son muy esclarecedores respecto a las relaciones de género, sobre el modo de relacionarse hombres y mujeres, y sobre las normas, prohibiciones y permisibilidades que existen a la hora de establecer lazos con una mujer, regular sus movimientos, salidas, entradas y actividades. Reartes y Castañeda reflexionan acerca de lo que supone a veces para una “mujer occidental” enfrentarse al campo, lo cual refleja mi experiencia en determinados momentos del trabajo etnográfico:

Prevalecía el estereotipo de la mujer occidental como deseable y promiscua; que esto sea así, está en estrecha relación con el hecho de que las mujeres que no pertenecen al grupo no pueden ser controladas por las normas de la sociedad dominante y, por lo tanto, son clasificadas como “fáciles”, porque son verdaderamente independientes y porque no son controladas por el orden social masculino (Reartes y Castañeda, 2001: 4).

Aunque no era considerada una mujer “adulta”, participaba de los ámbitos y tiempos femeninos, ya que afortunadamente la edad o los estadios vitales no son tan decisivos para compartir espacios como sí lo es el género. Es decir, en un mismo espacio y tiempo -por ejemplo, el patio, a mediodía- se puede encontrar desde un bebé o una adolescente hasta una anciana. Las niñas comparten espacios, conversaciones, opiniones y actividades con sus hermanas, madres, tías y abuelas; con los niños ocurre igual, es habitual que estén con sus hermanos, padres, tíos y abuelos.

Butler afirma que no se puede analizar primero la identidad y después la identidad de género. Ella opina que las identidades

solo se vuelven inteligibles cuando adquieren un género ajustado a normas reconocibles de inteligibilidad de género […]; los géneros “inteligibles” [son] aquellos que en algún sentido instituyen y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo […] La idea de que pueda haber una “verdad” del sexo, se produce precisamente a través de prácticas reguladoras que generan identidades coherentes a través de la matriz de normas coherentes de género (2001, p. 50).

Considero importante aclarar que en este trabajo la identidad de género se relaciona con la creación de sistemas de dominación y control de las mujeres y con el hecho de que ellas, a partir de su identidad como mujeres, se adecuan o no a las normas, generando prácticas cotidianas de resistencia. Estas estrategias supondrán salirse de la norma y establecer relaciones alternativas (a las consideradas comunitariamente adecuadas) con los hombres, desde el “queridato” hasta las relaciones conyugales seriadas, pasando por la decisión de no tener familia ni compañero o de tener relaciones con otras mujeres, lo cual va configurando y creando una “norma alternativa”: “Tomar la decisión de colocarse en un lugar en vez de otro, desde el que se percibe el espacio social de una manera diferente, sería un cambio de valores” (Konvalinka, 2008, p. 35).

Contexto metodológico

Como ya dije al inicio, este texto surge del trabajo de campo realizado para mi tesis doctoral, el cual se llevó a cabo durante marzo y noviembre de 2010 y abril de 2014 en la Costa Chica de Oaxaca, en San Lorenzo, una localidad agrícola perteneciente al municipio de Santa María de Huazolotitlán, que a su vez pertenece al Distrito de Jamiltepec. Su población es principalmente afromestiza o “morena” (como se autodenominan), pero también hay algunas familias mestizas7 (las de mayor capital económico en la comunidad, también considerados como los “blancos”) y algunas familias de origen mixteco, que llegan a San Lorenzo en busca de trabajo en el cultivo de la papaya. Es un área habitada por grupos culturalmente diversos, aunque relacionados, que históricamente han compartido y competido por las tierras y los recursos.8

Desde el inicio, opté por una metodología de investigación principalmente cualitativa, y por el desarrollo de una etnografía de corte reflexivo, caracterizada por una inmersión del “yo” en el proceso de investigación, análisis e interpretación. Prioricé la observación participante, las entrevistas en profundidad y las historias de vida, pues considero que los relatos en primera persona son una forma óptima de expresar experiencias, pensamientos y emociones. Mi etnografía estuvo centrada en mujeres “morenas”. Mediante el trabajo etnográfico fui estableciendo una clasificación de estas mujeres a partir del tipo de relación que mantenían o habían mantenido con sus compañeros sentimentales:

Casadas: mujeres que mantienen una relación con el hombre con el que “se huyeron” la primera vez (no tiene que haberse dado una alianza legal o religiosa). La mayoría de las jóvenes que acaban de huirse pertenece a esta categoría; a la vez, sus maridos pueden tener una segunda o incluso una tercera relación oficial con sus queridas.

Fracasadas9 solas: Mujeres que, tras huirse con un hombre (con la huida se supone la pérdida de la virginidad) con la intención de tener una familia y vivir juntos (con o sin hijos) son abandonadas por su compañero o ellas deciden abandonarlo a él.

Fracasadas juntadas: Ocurre lo mismo que en la categoría anterior, pero con la diferencia de que, después de la separación, estas mujeres se juntan con otro hombre.

Queridas: Esta categoría incluye a las mujeres que mantienen relaciones estables con hombres casados. No es lo mismo que ser una “amante”, ya que la querida tiene su reconocimiento social como “segunda mujer-esposa”.

Solteras: Muy pocas son las mujeres que pertenecen a esta categoría, la cual incluye a mujeres que nunca tuvieron relaciones sexuales con hombres.

El tipo de relaciones que establecen estas mujeres puede cambiar de un día para otro: quien es soltera, puede convertirse en casada y más tarde en fracasada. Las fracasadas pueden separarse y comenzar una relación de queridato o de fracasadas solas; la identidad va transformándose en cada etapa del curso vital y según se comienzan o finalizan relaciones sentimentales. Las mujeres de cada categoría son de diferentes edades, es decir, no hay una regla que establezca que cada categoría pertenece a una determinada etapa vital, aunque es cierto que la mayoría de las queridas que conocí estarían por encima de los treinta años, al igual que la mayoría de las fracasadas solas.

La categoría de querida, junto con la de fracasada sola, son las que más me interesó analizar, pues contradecían la norma que supuestamente se persigue en la zona y en la que el ideal es huirse joven con un hombre, tener hijos con él y permanecer a su lado de por vida. Ni las queridas ni las fracasadas solas se ajustaban al modelo de mujer idealizado en el imaginario social. A estos dos grupos pertenecen las mujeres que presento en este trabajo y que nos relatan algunos fragmentos de sus vidas.

La categorización planteada más arriba intenta expresar relaciones de poder que no son fijas e inamovibles; únicamente la uso como referencia. Al igual que Gregorio Gil (2006, p. 30), defiendo una nueva etnografía que abogue por la deconstrucción de categorías fijas asignadas a los sujetos.

A lo largo del trabajo de campo se realizaron entrevistas semi-estructuradas a diez mujeres (entre los treinta y los cincuenta años), seis adolescentes (entre los quince y los dieciocho años) y cinco mujeres consideradas, por ellas mismas y por sus familiares, ya como ancianas (entre los sesenta y los setenta). También se recogieron la historia de vida de cinco mujeres propietarias de cantinas (entre los cuarenta y los setenta y tres años), de cinco mujeres (entre los treinta y los cincuenta) y de cuatro mujeres ancianas (de más de sesenta años).

Por supuesto, mi trabajo etnográfico no se centró solo en las mujeres. Para analizar las relaciones de género, identificar tanto las dinámicas de dominación como las estrategias de resistencia y registrar su proceso de construcción, fue imprescindible trabajar también con los hombres. Por tanto también se realizaron entrevistas a cinco hombres hombres (entre los treinta y los sesenta años) y a cuatro adolescentes (entre los quince y los dieciocho años). Es imprescindible también investigar cómo construyen su masculinidad, su “ser hombres”, y cómo interactúan tanto entre ellos como con “sus mujeres”. Tampoco se pueden dejar de lado los contextos socio-político, económico e histórico para comprender la construcción de estructuras jerárquicas, relaciones de poder y dinámicas espacio-temporales.

Mujeres que se salen de la norma: resistencias cotidianas

Desde que llegué a la comunidad, una de las cosas que más me intrigaron era por qué determinadas mujeres, mediante sus prácticas (ya que en sus discursos reproducían la norma ideal), rompían con el comportamiento que idealmente debían obedecer, mientras que otras seguían los mandatos normativos, vigiladas por los hombres. Poco a poco me fui dando cuenta de que de esta manera las mujeres quedaban dividas simbólicamente en dos grupos: las que estaban casadas y las que estaban solas (dentro de ambos grupos había diferencias, como ya veremos); estas últimas eran las que se “salían de la norma”. Fui descubriendo la importancia del tipo de relación que se establecía con los hombres (junto con la edad) a la hora de acceder a determinados espacios, gozar de mayor o menor autoridad, y tener más o menos libertades y más o menos obligaciones.

Es difícil observar y analizar las formas de poder y resistencia cotidianas, que muchas veces son sutiles y están tan enmascaradas en otras concepciones y actividades que pasan inadvertidas. Sobre las dificultades de este tipo de estudio, nos dice Abu-Lughod:

primero, pocos estudios de resistencia se han centrado en las mujeres; segundo, el de género parece ser una de las formas de poder más difíciles de analizar; y tercero, las circunstancias para el trabajo de campo en una sociedad segregada por sexo son tales que las mujeres me proporcionaron más detalles ricos y minuciosos, de los necesarios para este tipo de análisis, que los hombres (Abu-Lughod, 1990, p. 42).

Abu-Lughod sostiene que el estudio de las formas de resistencia en un grupo social nos puede dar las claves para indagar sobre las relaciones de poder existentes en ese grupo. La autora nos está hablando de una resistencia no organizada ni colectivizada. Lo que les hace tener una conciencia común a estas mujeres, es que comparten la vivencia de la dominación.

Para mí esto es clave, porque en San Lorenzo las mujeres no estaban organizadas ni tenían una conciencia de género ni formación feminista, pero eran capaces de hablar de lo que les angustiaba e incomodaba y relacionarlo con el hecho de ser mujeres. Es decir, este salirse de la norma y transgredir los parámetros de la “buena mujer” no se hace desde una forma consciente de lucha; sino que es más bien una resistencia practicada, no teorizada, desde la opresión sentida, no verbalizada, o como dice hooks, desde la “resistencia no consciente” (hooks, 2004, p. 44), desde un malestar que algunas de las mujeres me contaban tener. Otras, las que estaban solas, me decían haberlo sentido y que no estaban dispuestas a sufrirlo más (reclusión, control, violencia, abuso). Continúa hooks diciendo: “El hecho es que la gente que está de verdad oprimida lo sabe incluso si no se compromete con una resistencia organizada o es incapaz de articular de forma escrita la naturaleza de su opresión” (hooks, 2004, p. 49).

En San Lorenzo se asume que el hombre debe ser el proveedor económico, quien aporta el monto que mantendrá a la unidad familiar, y de esta asunción nace la frase: “cómo hacerle sin un hombre”. ¿Cómo le haríamos sin ellos?, me decían, son los que traen el dinero (la raya, como se le llama al salario) a la casa. Pero después de pasar un tiempo en la comunidad, comencé a darme cuenta de la cantidad de mujeres que sacaban adelante a sus familias, “que hacían su lucha”, unas porque no tenían pareja y otras porque sus maridos se gastaban el salario en las cantinas, en sexo servidoras o en sus queridas. Esto forma parte de los mandatos sociales de la masculinidad en la comunidad; es decir, gastar parte de su sueldo (o a veces todo, lo cual provoca conflictos familiares) en lo que él quiere y sin dar explicaciones.

Al asignar la obligación de proveedor al hombre, quedan asignadas a las mujeres las tareas asociadas a la reproducción cotidiana; serán ellas las encargadas de “gestionar la pobreza”, ya que están mejor dotadas “para enfrentarse al empobrecimiento que producen las crisis agrícolas o de tierras” (Bastos, 1998, p. 166; Moore, 2009, p. 107). Uno de estos modos de gestión consiste en compaginar la actividad reproductiva con la productiva; a esto se suma que deben soportar, a veces, que sus maridos las descalifiquen por trabajar fuera del espacio doméstico (incluso cuando el aporte económico del marido no es suficiente para la manutención familiar), ya que se está rompiendo con un orden simbólico en el que cada género debe satisfacer un papel.

La presión social y familiar que se ejerce sobre las mujeres cuando se salen de los espacios y roles en los que habitualmente se desenvuelven, la cual implica cierto grado de violencia, imposibilita que ellas y sus familias tengan acceso a mejores condiciones económicas originadas de los trabajos y esfuerzos femeninos (Sesia, 2011, pp. 173-174).

Lo que pude observar es que la independencia económica es una gran herramienta para acabar con la dominación simbólica. Teniendo en cuenta mi argumento de que los hombres generan una dominación simbólica sobre las mujeres basada en la creencia de que “sin el hombre no se puede”, “cómo hacerle sin un hombre”, creo que la independencia económica de las mujeres las desvincula de esta creencia y por tanto las libera, en cierta forma, de esta dominación. Este es el elemento más característico de las mujeres que se salen de la “norma”: la transgresión del espacio asignado para ellas. A las que presento aquí, son mujeres que se van a dedicar a actividades productivas en el espacio público, algo que es propio de los hombres.

La cantina. Espacio de transgresión y poder

Mi interés por las cantinas es anterior a mi trabajo de campo. Siempre me han gustado los pequeños bares de barrio, donde van las mismas personas día tras día, donde el/la dueño/a y el/la camarero/a ya te conocen y no tienes que decirles qué quieres porque, cuando entras, al saludo le sigue la pregunta: “¿lo de siempre?”; donde si quieres puedes sentarte junto a alguien para conversar de tu día o de cómo está la política, o si prefieres puedes sentarte a solas y leer el periódico mientras te tomas una “chelita” acompañada de una botana. Me podía quedar horas y horas observando las interacciones entre hombres y mujeres, hombres y hombres, clientes y camarero/a… me parece algo interesantísimo desde el punto de vista del concepto de interacción que desarrolla Goffman.10 También es muy informativo de las relaciones de género, raza y clase. Pero sobre todo, me interesaba cómo estos lugares, tanto los bares de barrio como las cantinas, son espacios donde las personas se dan licencias que no se dan en otros espacios de la vida cotidiana. Las cantinas de las que voy a hablar son lugares a los que apenas entran las mujeres “decentes”; constituyen un espacio de intimidad masculina, donde los hombres interactúan con códigos que solamente comparten entre sí y las mujeres que allí trabajan, las cuales son masculinizadas simbólicamente.

Brian Stross dice al respecto que “una de las razones primordiales por las que una persona entra en una cantina, es la necesidad de interactuar con otras personas a través de comportamientos socioculturales que no serían aceptados en otros contextos” (Stross, 1991, p. 284). Algo similar a lo que ocurre con el ritual de la borrachera; así, borrachera, sexualidad y cantina irían de la mano.

Cuando llegué a la San Lorenzo, me llamó la atención la cantidad de cantinas y expendios de alcohol que había en el pueblo pero lo que realmente despertó mi curiosidad y las ganas de indagar más fue que las dueñas de prácticamente todas las cantinas (excepto una) fueran mujeres, la mayoría mujeres solas.

Me llamó la atención porque la mayoría de las cantinas que he visitado y que conozco en México (sobre todo en la Ciudad de México) son regenteadas por hombres, no sé si porque es más seguro para un hombre tratar con otros hombres que pueden ponerse pesados, como me decían, o por la prohibición que existió durante mucho tiempo para las mujeres de entrar en las cantinas11 (“Se prohíbe la entrada a mujeres, uniformados, vendedores ambulantes y menores de edad”, se podía leer en la entrada de muchos de esos establecimientos), con la excepción de algunas cantinas donde trabajaban ficheras o prostitutas, que si eran regenteadas por mujeres. Este espacio forma parte de un imaginario muy particular, muchas veces relacionado con la marginalidad: “Popularmente identificado con el ámbito de la delincuencia, el vicio, la oscuridad, la periferia, el placer, la sexualidad, el cuerpo y la embriaguez, el espacio de la cantina actúa bajo la imagen de una inversión simbólica del ordenamiento político” (Mondol y Mondol, 2009, p. 8).

En San Lorenzo, la cantina suele situarse junto a la casa de la dueña, en el mismo espacio o terreno, por lo que en realidad es una continuación del espacio doméstico y privado. Desde este punto de vista, se constituiría como un espacio femenino, ya que sería una prolongación de la casa de la dueña, por tanto interior, pero al mismo tiempo pública. Esto nos sugiere la idea de la cantina como prolongación del espacio doméstico, que sería el espacio de la mujer “decente”, pero a la vez como un espacio en el que, como dice un saber popular, “las mujeres decentes no deben entrar”, y mucho menos trabajar ahí, por la carga de marginalidad que tiene en el imaginario. Las mujeres que presento en este artículo son dueñas de estos espacios y jefas de familia, son mujeres que están orgullosas de “haberle sabido hacer sin un hombre”.

Se pregunta Amparo Sevilla: “¿Cómo explicar la existencia de lugares públicos que solo adquieren reconocimiento social en la medida en la cual ofrecen un ambiente privado y/o familiar?”, y al respecto nos dice: “Dentro de ellos (lugares públicos) existen aún, y a pesar del actual proceso de modernización, espacios en los que se genera un sentido de comunidad o pertenencia social, esto es, son espacios de interacción social y de construcción de identidades” (Sevilla, 1996, p. 33). Es gracias a esta combinación entre espacio público y espacio privado que se propicia que los clientes se sientan entre el anonimato y el reconocimiento (Sevilla, 1996, p. 39).

En San Lorenzo, la cantina es, junto con el campo (las tierras de cultivo), el espacio en el cual los hombres pasan más tiempo. Pero al contrario de lo que ocurre en las tierras de cultivo, la cantina constituye una realidad aparte, de ocio y transgresora. Como dice Bataille, refiriéndose a la fiesta, es un espacio donde se viola la lógica productiva: “Desde una consideración económica, la fiesta consume en su prodigalidad sin medida los recursos acumulados durante el tiempo del trabajo” (Bataille, 2007, p. 50). Es lo mismo que ocurre con la cantina, lo cual la sitúa frente a los campos de papaya, espacio en el que se siguen las lógicas productivas:

El cuerpo en la cantina es esencialmente un cuerpo político en la medida en que comporta una energía liberadora de la libido cultural y las opresiones socio-históricas que lo rigen. Aspectos como la risa, los gestos, el baile, la mirada, y los fluidos corporales que se desarrollan en la dinámica carnavalesca de las cantinas articulan en su conjunto un sentido políticamente transgresivo en relación con el cuerpo histórico y disciplinario de la cultura (Mondol y Mondol, 2009, p. 13).

En la cantina, los hombres discuten, ríen, se hacen confidencias, lloran, confiesan debilidades y problemas personales o conyugales, se relajan, bromean, se pelean e incluso se matan (esto no pasa en las cocinas). A este espacio, la cantina, y a estos cuerpos, los de los hombres y los de las cantina, hay que añadirles una acción, un ritual muy masculino: el de beber alcohol en exceso, el de emborracharse. Ritual al que los hombres dedican gran parte de su tiempo y de su salario, lo cual muchas veces es causa de discusiones y violencia hacia su familia. Me queda la duda de si este, como muchos otros rituales, sirve para el mantenimiento del orden social. Es decir, si supone una válvula de escape que permite que todo se mantenga igual o que todo siga funcionando de la misma manera, una vez se sale de la cantina.

Dueñas de cantinas: rompiendo con las “normas”

A continuación presento y desarrollo el tema de la cantina y de la cantinera12 como lugares y agentes a medio camino entre lo femenino y lo masculino, entre lo feminizado y lo masculinizado. Lo hago a través de fragmentos de sus historias de vida.13 Esta forma de contar sobre otros/as, mediante sus experiencias y la forma en que expresan su modo de vivir, me parece la mejor forma de comprender cómo han ido construyendo su subjetividad e identidad de mujeres en un determinado contexto histórico y geográfico. A mi parecer, se trata de un método de análisis que des-homogeneiza y des-esencializa a estas mujeres, a través de sus historias personales, que nos dejan ver capacidades y agencias.

Las opiniones de hombres y mujeres sobre las dueñas de las cantinas son de luchonas, de mujeres que hacen su lucha (por ellas y sobre todo por sus hijos):

Que son más libres. ¡Dicen que ellas se dan a valer! Los hombres las ven bien, porque ellas no dependen de nadie, ellas demuestran, y es verdad, que ¡no necesitan de ningún hombre para salir adelante! Por el trabajo o por lo que sea, porque ¡ellas luchan! (Carlos, 17 años, estudiante de bachillerato, soltero).14

Este argumento de no depender de los hombres, de no querer que ningún hombre las mande y de querer divertirse, es recurrente en los discursos de mujeres que decidieron quedarse solas, como ocurre con la mayoría de las cantineras. Muchas de estas cantineras -que en su juventud viajaron, trabajando en diferentes lugares, divirtiéndose (como dicen ellas)- son las que más tarde decidieron poner una cantina, son las dueñas de las cantinas; o si no son dueñas, son las regentes, es decir: el lugar es propiedad de otra persona y ellas lo rentan; pero no todas las mujeres que dirigen una cantina fueron cantineras:

¿Cómo iniciaron las cantinas? ¡Te voy a decir! Ellas, las mujeres, las señoras, son personas que ¡les gusta beber! Pues ellas beben y pues ya llega la banda, y se arma la banda y empiezan a beber y ahí pues ¡surgen las cantinas! Ya después empieza a comprar cervezas para negocio, ya no para convivencia… y ya de ahí se hace, se hace, va teniendo éxito y ya. ¡Uh, cantinazo! […] Sí, son mujeres… Ajá, mujeres que no tienen marido, ¡mujeres que les vale! Ajá, mujeres que les vale, ¡exacto! Mujeres que nadie les puede decir nada… (Manuel, primo de Carlos, 16 años, estudiante de preparatoria, soltero).

A estas mujeres no les dio miedo romper con el lugar que les habían asignado otros para vivir, es decir, son mujeres muy trabajadoras que han luchado para conseguir tener sus propiedades, darles a sus hijos una vida mejor y ser respetadas por los hombres.

Me contaba Diana15 que después de que sus hijos se fueron, ella siguió trabajando:

Sí, ya después se fueron ellos y me quedé yo sola, me iba yo mucho a México, regresaba… y ¡así estaba yo! Hasta que ya después, ¡ah!, me busqué un macho, un hombre, anduve con él un tiempo, después de ese tiempo nos dejamos. Él no me ayudaba, es que yo soy… de que el hombre a mí ¡no me va a quitar! Ahora estoy viviendo con otro, con él estamos trabajando, toma, sí toma y agarra la cerveza, pero luego tiene el dinero y dice aquí está. Y le digo: mi trabajo es mi trabajo y son cosas que ellos no me pusieron, las puse yo. ¡No!, porque cuando él llegó, yo ya la tenía (la cantina). Cuando nos conocimos, fuimos novios de jóvenes, antes de casarme con el papá de mis hijos, yo me casé dos veces. ¡No!, yo mi vida ha sido dura, ¡ajá!, y le digo: ¡a mí no me doblega nadie! No ha nacido un maricón que va a venir a darme lo mío. Me casé dos veces. Con el que se murió pues, el segundo, tuve tres hijos […] Me asocié con mi compañero, sí, somos socios, ¡uy!, porque a mí me encanta, ¡sí!, los retos. Sí me asocié, hemos plantado como una hectárea (de papaya). Y ahorita le digo ¡no, le echamos ganas! Dicen mis hijos, ya no trabajes mamá… ¡No!, hay que trabajar les digo, cuando la gente se muere entonces ya descansas, si no pué quién sabe […] pues la cantina ¡ahí está! No deja mucho, pero cuando se trabaja, pué sí (Diana).

Luisa16 empezó, como la mayoría de las cantineras, primero vendiendo comida, luego introduciendo la venta de cerveza junto a la comida (la mayoría de cantinas comienzan siendo expendios de cerveza); y, por último, pidiendo un permiso para abrir la cantina:

Ya tengo varios años aquí… yo empecé vendiendo comida, comida en mi casa. Yo me vine, soy de aquí, nací en Acapulco, ¡pero aquí crecí! Mi mamá es de aquí y mi papá de Acapulco. Pero yo chiquita me fui para México, con 14 años me fui, allá estuve 15 años, llegué ya de 29 años […] Allá me junté con un muchacho, allá tuve a mis dos hijas, tuve a dos hijas y ahora ya me vine. Y me vine y me puse a trabajar con mi mamá, porque yo no tenía mi casa. Me puse a trabajar a vender tostaditas, taquitos. Ya después hice mi cabañita y me puse a vender comidas, guisos, y empecé a meter la cerveza, y de ahí me jui, me jui, y después… mi mamá como era tan celosa ¡me corría a los clientes, hermanita! Y a mí no me dejaba salir, ¡a mí me cuidaba como una señorita! ¡Ya tenía dos hijas, yo, ya tenía 30 años! No, así que a lo último yo me dije ¡no!, me voy a salir a rentar y pa’ comprar mi casa, porque la verdad ¡yo no tenía nada! No tenía ni casa ni nada, yo vivía con mi mamá, porque yo a mi mamá la ayudé a hacer la casa y todo, por eso yo ahí llegué, por la confianza, ¡pero no podía hacer nada! Era celosa, manita […] No, era celosa porque me sentaba yo con los muchachos a beber, ¡jajajajajajaja! Y uno, ¡con tal de vender! ¡jajaja! ¡Sí, mi mamá me corría a los clientes cuando ya estaban borrachos! O yo, que me ponía a convivir con un cliente… ¡me lo corría! ¡Jajajaja! (Luisa).

La mamá de Luisa simpre se opuso a que su hija no actuara según las normas de las mujeres decentes, las cuales no deben sentarse a beber con hombres y menos a convivir con borrachos. La madre de Luisa todavía confiaba o tenía la esperanza en que Luisa pudiera encontrar un hombre con el que casarse, como si fuera “señorita”, algo bastante difícil para una mujer que ya convivió con un hombre y que tiene hijos de él, es decir, para una mujer fracasada; las mujeres fracasadas suelen tener relaciones con hombres casados, suelen ser queridas. No solo porque a la hora de casarse todavía se sigue valorando la virginidad, sino porque las mujeres fracasadas no suelen estar dispuestas a someterse a los mandatos masculinos; son mujeres que han tenido que luchar mucho para sacar a sus hijos adelante, muchas veces enfrentándose a sus familias, las cuales no veían bien que sus hijas fuera madres solteras, y por tanto, estas mujeres, suelen preferir a hombres casados. Eso sí, una premisa de las queridas es que sus compañeros las apoyen económicamente, aunque no siempre sucede así.

Ocho años con el papá de mis hijas (tuvo dos), ocho años estuve con él y no me ayudó… su mujer sabía… ¡Sí sabía, porque nos dábamos unos grandes rounds! Jajajajaja, sí, pero ¡cómo no lo iba a cargar yo! Y así, hermanita… me puse a trabajar y a trabajar. Que vendía tostadas, que daba de comer a los maestros… uh, ¡yo no descansaba! De antes… ¡cómo vendía, me amanecía! Empezaba yo desde el viernes, me amanecía el sábado, del sábado me amanecía el domingo, acababa yo toda rosada… jajaja, pero con tal de pagar mi casa, mana… y ahora me lo llevo más tranquila, mana, me llegó otro, mana, me llegó otro… jajajajajaja […] Ajá, me cansé, estaba aquí y llegó ya borracho y le dije: “aquí ya no cabes manito, mueve tus nalgas y vete pa’ tu casa! Sí, manito, así buena onda… imagínate ya te esperé ocho años, cuántos años que te espero. Yo te dije que la carga era grande para mí, porque los niños estaban creciendo… y había más gasto, y ¿qué dijiste tú? Que no había problema, y ¿qué pasa?, ¡no me ayudas!, ¡mira tú! O con tu vicio, o pa’ tu casa. Yo no te digo que dejes con hambre a aquellos para que me des, pero un poquito… de lo que te gastas, en vez de bebértelo, vinieras y se lo dieras a tus hijos. Yo no te digo que dejes a tu familia con hambre. ¡No! Que… na que nada así que ¡saca tus nalgas y vete!” […] hasta que por fin después ya me encontré a otro, ¡porque no faltan! ¡Y este sí!, me ha echado la mano, me ayudó a hacer aquí, ¡fíjate!, esto era de pura madera y él me hizo todo esto […] ¡Tiene mujer!, pero por lo menos es más responsable y no quiero un soltero, ¡no quiero hombre en mi casa! Yo namás un ratito y que ¡se vayan! Yo no quiero hombre en mi casa… Una porque tengo mis hijas y son mujeres y ¡ay, no, yo soy desconfiada! Y así un ratito viene, hacemos lo que hacemos, lo que te vaya a tocar hacer y ¡vete papá! Y sí viene, y este sí me ha echado la mano, sí, me ha echado la mano… (Luisa).

Luisa fue la primera en hablarme sobre la relación entre querida y esposa; me contó que ella siempre se preguntaba por qué el hombre, teniendo esposa, busca a otras mujeres, y que la esposa de su actual compañero tiene todo su respeto; eso no quiere decir que ella no siga manteniendo una relación con él, porque al igual que él, ella piensa que cada una tiene su lugar, y que mientras él pueda mantener a las dos, todo está bien.

Sí, pues fíjate que sí… yo no sé qué busca acá, hermanita… jajajaja, ¡yo no sé qué busca acá! Y su esposa es más recatada, ella no anda como la otra (la de su anterior compañero)… ¡No!, su esposa muy silencita, nos encontramos y ella como si no me conociera ¡Sí!, nos vamos en la caminonesita, y ella sabe y yo también sé… no, pero te digo que no, ella seria y yo seria también, nunca me ha dicho una mala palabra… y le digo un día, papi, ¿y si me rechingo a tu mujer o nos agarramos? Me dice: ¡me chingo a las dos, me las rechingo a las dos! Porque cada cual tiene su lugar, ella tiene su lugar allá y tú tienes tu lugar acá, cada quién, ¡yo a ninguna dejo con hambre! (Luisa).

Vicenta17, por su parte, tiene 72 años y es dueña de dos cantinas, una en San Lorenzo y otra Rancho Nuevo (de donde ella es). Relata que le compró una casa a sus padres y a varios de sus ocho hijos; a otros les compró una camioneta para que pudieran trabajar de transportistas con ella, y un terreno y ganado para ella. Todo ello gracias a que desde muy jovencita se quiso ir a trabajar a Acapulco, en vez de quedarse en el pueblo y casarse. Más tarde, comenzó a trabajar en diferentes cantinas, hasta que consiguió tener la suya propia.

¡No, no, no!, yo les dije a ellos, oigan, ¿saben qué?, ¡yo no me voy a casar! ¡Sí, sí, sí!, digo, yo quiero divertirme. Entonces no había carro hasta Acapulco, me fui en avión. A andar, allá, hacer desmadre en Acapulco. Sí, y gracias a Dios no me pasó nada. Llegué bien con mis hijos, tengo ocho hijos, cinco mujeres y tres hombres […] En Acapulco trabajaba en casas, ¡ajá!, sí, trabajaba yo en una tienda de abarrotes y mataba yo 25 gallinas diario, al día. ¡Trabajé mucho! […] Ajá, y así es como llegué yo acá, yo soy de un pueblo que se llama Rancho Nuevo, rumbo a Cuaji, delante de la Estancia, es Oaxaca. Me vine yo de mi pueblo, así, con carpas, así, por la fiesta del 3 de mayo. ¡Yo andaba divirtiéndome! Ajá, allá ponía yo la carpa, allí, bebida. Acá en mi pueblo empecé, empecé de veinte años, tengo, mañana cumplo setenta y tres. Cincuenta y tantos años de cantinera y gracias a Dios estoy sana […] Yo les dije a mis padres: yo quiero hacer con mi vida, lo que yo pueda hacer, y gracias a dios aquí estoy. ¡No, yo soy así desde chamaca! Sí, sí, yo les hablaba con la verdad y les decía: yo no, y ya, se acostumbraron, me dejaron ¡pué!, no me decían nada, dijeron: pos ella quería así…(Vicenta).

Desde pequeña, Vicenta supo que quería ser libre, que no quería estar dentro de la norma, quería divertirse; para eso, no tenía por qué renunciar a ser madre, algo que marca el ser “mujer” en la Costa Chica: ella también haría su lucha para sacarlos adelante y esto no suponía tener que depender de un marido:

Yo nunca busqué compañero… ¿para que me mandara? Namás yo rempujaba para hacer mis hijos y ¡ya! Yo nunca tuve compañero, nooo, ¡nunca!, ¡yo quería estar libre pué! Yo quise andar con muchos hombres, ¡ay chingaos!, ¿voy a estar yo lavando ahí… la ropa? No manita, no, yo no. Y mira, soy feliz. Yo no me enamoré de ninguno, ¡nunca! No yo no, porque dije: después me enamoro y voy a estar pendejeando y no voy a hacer nada, ahora los hombres ni quieren mantener a las mujeres, y yo no, yo dije yo voy a hacerle pa’ hacer mi casita (Vicenta).

Estas mujeres saben que serán juzgadas, estarán en el centro de los comentarios por no seguir la norma, por no acatar los mandatos sociales y por resistirse a estar bajo el dominio y control de los hombres; serán castigadas por transgredir tanto la moral como el espacio femenino y entrar en el masculino, pero en este castigo social está implícita la envidia y la admiración por su valentía al hacerlo, por no querer ser “mujeres decentes”. Dice Stross que la mujer de cantina es el opuesto de la mujer decente: “Tiene uno o más hijos ilegítimos que mantener; bebe, fuma, blasfema, vende su cuerpo, coquetea sexualmente con hombres sin sentir vergüenza, se pelea y a menudo se burla” (Stross, 1991, p. 290).

Estas mujeres son sumamente trabajadoras; el que no quieran hacerle oficio a un hombre no quiere decir que sean mujeres flojas. Son mujeres que rompieron con la idea común que se mantiene como herramienta de dominación simbólica de las mujeres en la comunidad.

Yo siempre era la dueña y nunca me junté con alguien, compañera ¡Vamos a trabajar ahorita! ¡No! Yo sí ganaba solita bien. Tengo mi casa, tengo casa en mi pueblo, tengo mis parcelas, mis solares. Sí, ¡trabajando así! Aquí estoy los fines de semana y ya me voy los martes para mi pueblo. Allá trabajo con el machete. Cierro aquí y me voy (Vicenta).

Fue Diana la primera que me explicó la dinámica de las cantineras, las chicas, como les dicen ellas:

Pero yo ¡no!, no voy a buscar mujeres, a veces vienen solas, de las que venían, vienen con otra amiga, esa amiga trae otra y así. Ellas me ayudan a atender el negocio, no creas que todas se van, hay muchachas que ellas no entran en los cuartos, ellas namás fichan, cobran su cerveza y están ahí, platicando, pero ellas a los cuartos no entran, algunas que sí, algunas que no […] Aquí se dice, “¿se toma una cerveza conmigo?” Y la cerveza te la cobro como una ficha, lo que valga la ficha, cuarenta pesos, según lo que quieras cobrárselo. Yo se la cobro a doce, y ella la está cobrando a cuarenta. Ya lo que queda es de ella (Diana).

Dice Dolores Juliano, refiriéndose al rechazo hacia las prostitutas, que no se da solo por el acto en sí, sino por lo que conllevan las transgresiones de estas mujeres al dominio masculino en relación con el comportamiento aceptado según los códigos de su tiempo: “En general, la acusación de prostitución no se ha relacionado con la actividad sexual misma, sino con el hecho que ciertas mujeres ganaran su sustento autónomamente, separadas del control de los hombres de su familia” (Juliano, 2002, p. 23). Me parece muy interesante el análisis que hace alrededor de la estigmatización de la prostitución, porque, aunque las dueñas de las cantinas no son prostitutas, muchas veces son relacionadas con ellas; es muy delgada la línea que separa a unas y otras. De hecho, como veíamos con Vicenta, muchas de las dueñas de las cantinas fueron en su juventud cantineras.

Lo cierto es que, cuando se las acusa de inmorales por tener relaciones sexuales con muchos hombres y por cobrar por ello, se les está acusando realmente de atreverse a ser dueñas de su vida y usar su sexualidad para ello (según Juliano, se las castiga porque cobran por algo que las “buenas mujeres” harían gratis). No quiero idealizar la vida de la cantinera ni poner como modelo de libertad la prostitución, pero la realidad es que son estas mujeres las que consiguen tener sus propiedades, autonomía económica y libertad de movimiento y gestión de sus vidas y la de sus hijos: “Habiendo trabajado, una se aliviana. Nada de que me vaya a echar un hombre que me tenga que dar el dinero y luego ni me llega, ¡no…! Mejor que estar con el hombre que tienes que estar… a veces no puedes comer muchas cosas porque se te acaba” (Vicenta).

Si analizamos las relaciones que se dan entre maridos y esposas en el pueblo, vemos que también están estructuradas alrededor de intercambios sexuales y económicos, pero con el añadido de que las mujeres, al aceptar esta transacción, aceptan estar bajo control masculino, algo a lo que se niega Vicenta. Esto, dice ella, no quiere decir que no se la tenga que tratar con respeto, el respeto es algo que se ha ganado trabajando cada día para mantener y sacar adelante a todos sus hijos e hijas.

Sí, me respetaron, sí, sí me respetaban ¡porque me di mi lugar! Y andaba de borracha con los hombres, ahí en la cantina, ¡en la fiesta! Andaba yo con el montón de hombres, a mií me cargaban, me salía yo de la cantina, me iba a otra, y se me pegaban los hombres, ya me iba yo a repujar y me sacaba yo pa’ vivir. Me pagaban los hombres. Y ¡con eso hice lo que hice! (Vicenta).

Al igual que otras dueñas de cantinas, Luisa hace mucho énfasis en que siempre se ha hecho respetar y nunca ningún hombre en la cantina le ha faltado al respeto.

Pues fíjate, yo desde que empecé, tengo tres años trabajando yo así con cerveza, nunca se han agarrado, porque yo cuando quiera ¿sabe que?, ¡bájese!… ¡soy grosera! ¡Sáquense a la verga! Les saco, les vacío toda la cerveza y órale. ¡Y me hago respetar! Fíjate que me ha costado de que, de ganarme el respeto. Cómo yo le digo, el respeto no se compra, ¡ese se gana! […] Y yo ¡cuántos años! A mí ¡todos me respetan aquí! No porque yo venda una… ¡no, no!, que digan ¡pinche! ya sabes cómo es el de la costa de malhablado y ¡aquí no! A mí me han respetado. Ya que están borrachos los saco, ¡sí! No se haga una agarrazón, y los saco… y ¡se van! No, no, manita, mis respetos, y se van (Luisa).

El respeto es algo muy importante para estas mujeres, ya que no cumplen con el modelo de mujer respetable, casada y que sigue los mandatos del hombre. Al ser mujeres que transgreden los espacios y normas impuestas para las mujeres, corren el peligro de que se las estigmatice y se les arrebate el derecho de ser respetadas. Además, estas mujeres “públicas” y que escapan en cierta forma al control masculino, suponen un peligro para el resto de mujeres, que viven bajo este dominio. Las cuales deben ser buenas, dóciles, desarrollar el respeto, la obediencia al hombre y la administración de la esfera doméstica.

Algo que considero muy importante resaltar aquí es la solidaridad femenina que se da en estos lugares. Se podría pensar que entre las cantineras se da cierta competencia que las hace estar en disputa, pero no es así; se desarrolla una solidaridad y unos cuidados que crean dinámicas familiares, de cuidado y protección (como una madre haría con sus hijas):

La mujer vale mucho mi amor, vale mucho, hay que hacerse de valer… que te diga una broma uno y ya te vas a estar riendo… ¡nada! ¡Con respeto! Una mujer vale mucho, nada que me vayas a jalar, porque me vas a jalar… ¡sí! […] Y aquí, cuando están aquí, ni modo que la griten, oye tú esto. ¡Eh, no!, ¿qué te pasa? ¡Es una mujer! ¡Aquí no!, ¡cuidao, yo soy una chingona! ¿Cómo la va a tratar mal?, no, ¡la mujer se merece un respeto! (Vicenta).

Vicenta me contaba que ella cuida a los hijos de las chicas que van a trabajar a su cantina, que los considera como sus nietos; ellas llegan y le preguntan si pueden trabajar en ese espacio; ella les cobra por las habitaciones y por la comida.

Aquí las chicas están contentas porque les cobro 30 pesos de renta por la habitación, con la luz. Y las tengo bien comidas, a la hora que quieran, yo cocino y ellas comen cuando quieren, a la hora que sea, la media noche… que se sirvan ellas lo que quieran, lo que guiso, es para todas. Yo soy solita, aquí vivo yo solita. Las chicas vienen y se van […] ¡Uh!, aquí dormimos a la hora que quieran, nos levantamos la hora que quieran, yo no las ando ¡levántense!, ¡no!, ¡que descansen! […] Por eso Dios me ayuda, porque yo ayudo mucho a las mujeres, ¡porque yo fui así! (Vicenta).

Conclusiones

Las mujeres de la comunidad se cuestionan la razón por la cual las dueñas de cantinas deciden aguantar a hombres borrachos, “andar” con ellos, y se critica a través de chismes e incluso burlas, que esto se haga por un intercambio económico, es decir, que aguanten todo eso por dinero. Según mi experiencia y mis observaciones, muchas veces las mujeres “decentes” aguantan prácticamente lo mismo, pero por obligación moral, porque se trata de sus maridos o compañeros. Según mi trabajo de campo, también en las relaciones matrimoniales o de queridato se da un intercambio económico. Según Gail Petherson, la “diferencia legal entre matrimonio y prostitución es la diferencia entre la apropiación pública y privada de las mujeres” (Petherson, 2000, p. 21).

Estamos ante una sociedad patriarcal en la que se siguen dando estrategias de control y vigilancia, tanto sobre las acciones y ocupaciones espaciales de las mujeres como sobre sus cuerpos y sexualidad. Ante estas formas de control y autoridad sobre las mujeres, en esta zona se han ido construyendo -o algunas mujeres han ido creando- formas que, justificadas discursivamente como necesidad, supervivencia, rompen de algún modo, a través de las prácticas cotidianas, este control masculino. Estas prácticas no generan autoridad sobre los hombres, pero sí diferentes tipos de poder que las permiten escabullirse de este control y gozar de autonomía económica, gestión sobre sus cuerpos y sexualidad, y capacidad de decisión sobre sus vidas y las de sus hijos.

En este articulo me he propuesto mostrar que, ante determinadas normativas sociales que fuerzan a las mujeres a ser de una determinada manera -no transitar por espacios considerados masculinos, depender simbólica y económicamente de los hombres-, algunas mujeres reaccionan resistiéndose a esos lugares asignandos y toman otros caminos. Caminos que les permiten ser dueñas de sus vidas y sus cuerpos, y autónomas a la hora de decidir cómo sacar adelante a sus familias. Estas mujeres viven entre el cuestionamiento y la admiración social; es decir, a pesar de ser cuestionadas por haber roto en cierto sentido con la dominación simbólica masculina, participan en prácticamente todos los ámbitos comunitarios y se las admira por ser capaces de mantener un negocio, una casa y ser en la mayoría de los casos el sustento económico familiar. Estas mujeres marcan una ruptura (a través de sus prácticas y acciones cotidianas) con la normalidad de ser mujer, con la normatividad impuesta. Son mujeres indisciplinadas, “desviadas”, que van creando e imponiendo otro modo de hacer, de estar y de actuar. Estas prácticas demuestran que hay otras formas de hacer, de actuar en el espacio, de ser mujer y de salir adelante siendo mujeres y madres a-normales.

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1 “Sobre normas, prácticas y discursos. Control social y usos de los espacios por las mujeres ‘morenas’ de la Costa Chica de Oaxaca”, Departamento de Antropología Social y Cultural de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España, bajo la dirección de Nancy Konvalinka.

2Tanto el nombre del pueblo como el de las personas que aparecen en el artículo son pseudónimos que pretenden conservar el anonimato de los y las informantes.

3Entiendo habitus como un sistema de disposiciones, un conjunto de esquemas de pensamiento, visión, apreciación y acción que los agentes incorporan a lo largo de su vida y genera prácticas ajustadas a esos esquemas, que por eso se convierten en disposiciones. Sistema de disposiciones adquiridas por los agentes sociales, como estructura estructurada estructurante, como sentido práctico.

4Se trata de un robo simbólico, en el que una pareja de novios concierta un día en el que la chica no irá a su casa a dormir, sino que se irá con el novio a casa de los padres de él. Normalmente es un hecho acordado de antemano por la pareja (en el que la chica ya tiene agencia y poder de elección). Se dice que el chico robó, y que la chica se huyó. Hasta hace unos años, el robo no era simbólico, sino que los hombres se llevaban por la fuerza y de forma violenta a las mujeres que les gustaban.

5Con este concepto, Turnbull muestra que quien investiga puede pasar de desempeñar un rol a otro durante una estancia de campo o a lo largo de varias estancias, en consecutivos viajes (1986, pp. 21-6).

6Durante toda mi estancia en San Lorenzo me alojé con una mujer que vivía con su hija y compartía parcela con sus padres, su hermano, su nuera y sus sobrinas.

7Me refiero aquí a descendientes de familias de origen español y que principalmente residían en las ciudades.

8El término “moreno” o “morena” es el más usado a nivel coloquial por las personas afrodescendientes que viven en esta zona: “nosotros somos morenos”. También utilizan el término “negro” o “negra” para poner el énfasis en el tema de la identidad, cuando hablan con alguien del extranjero o se comparan con otros grupos. Los términos “afrodescendiente”, “afromestizo” o “afromexicano”, no son muy usados por la población de la Costa Chica, sino que se han introducido desde los ámbitos académicos, políticos y las organizaciones sociales, con fines estratégicos.

9Estos términos son los que usan las mujeres y hombres con quienes hablé y a quienes entrevisté sobre temas relacionados con tipos de parejas, relaciones afectivas y vínculos familiares.

10“[C]uando un individuo aparece delante de otros, sus acciones influirán sobre la definición de la situación que ellos realizan. A veces el individuo actuará de un modo plenamente calculador […] A veces el individuo será calculador en su actividad pero no se dará mucha cuenta de que esto sucede. A veces se expresará, intencional y conscientemente, de un cierto modo, pero principalmente porque la tradición de su grupo o de su estatus social exige este tipo de expresión y no a causa de ninguna respuesta concreta (distinta de una vaga aceptación o aprobación) que es probable se produzca en los impresionados por la expresión. A veces las tradiciones del rol de un individuo le llevarán a dar una clara impresión de un cierto tipo, aunque puede que no esté dispuesto, consciente o inconscientemente, a crear tal impresión” (Goffman, 1997, p. 18).

11Esta prohibición se levantó en 1981.

12En este texto se habla de las dueñas de cantinas como las mujeres propietarias de las cantinas, que además las dirigen y se encargan de atender a los clientes, pero siempre manteniendo una relación de poder que las coloca como figuras de autoridad en esos espacios. También se habla de las cantineras, que son las mujeres que trabajan temporalmente en las cantinas. Como me lo explicaban algunas de las dueñas de las cantinas, estas mujeres las ayudan a llevar las bebidas a los clientes, a limpiar el local, se sientan a conversar y a bailar con ellos, muchas son ficheras. Algunas son trabajadoras sexuales y otras no.

13Los fragmentos de las diferentes historias de vida (en este trabajo presento a tres de las cinco dueñas de cantinas que entrevisté) fueron seleccionados a partir de los temas que me interesaba trabajar, como la autonomía económica y la toma de decisiones sobre sus cuerpos y vidas; el esfuerzo por mantener el respeto hacia ellas como recurso de legitimidad a nivel comunitario, sus relaciones afectivo-sexuales con los hombres y el desarrollo de diferentes estrategias de cuidado.

14Carlos, a pesar de vivir en San Lorenzo, era una persona que ya había viajado a varios lugares de la república y que pasaba temporadas en Pinotepa Nacional. Ni él ni su hermana estaban de acuerdo con las normas que regían la vida de los jóvenes en San Lorenzo, según las cuales, la mayoría de las chicas y chicos entre quince y dieciocho años debían haber conformado ya una pareja y haber tenido algún hijo o hija. Por tanto, eran foco de críticas por parte de algunas personas de la comunidad.

15Diana, de 43 años, era viuda y, en el momento en que la conocí, había entablado una nueva relación con un hombre de San Lorenzo. Diana no quería que sus hijos se quedaran en la comunidad “atascados” y les apoyó para que se fueran “al norte” (Estados Unidos). Uno de sus tres hijos vive en “el norte”, otro en la Ciudad de México y el tercero en San Lorenzo.

16Luisa de 45 años, es querida, es decir, su compañero sentimental es un hombre casado. Tiene dos hijas de su primera pareja, a quien conoció en la Ciudad de México. Ella vive sola con sus dos hijas, y muy cerca de su madre.

17Vicenta, de 72 años, vive entre su casa-cantina en San Lorenzo y la casa que tiene junto a sus padres en otro pueblo cercano, donde tiene tierras de cultivo y ganado. Tuvo ocho hijos, con diferentes hombres, pero ella siempre tuvo claro que quería ser madre soltera (lo que en la zona denominan como fracasada). Presume de que ha sido capaz no solo de sacar adelante a sus hijos e hijas, sino además de comprarles casas, coches y todo lo que han necesitado.

Recibido: 20 de Noviembre de 2019; Aprobado: 21 de Febrero de 2020; Publicado: 15 de Diciembre de 2020

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