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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.38 n.114 Ciudad de México Sep./Dec. 2020  Epub Nov 25, 2020

https://doi.org/10.24201/es.2020v38n114.1812 

Reseñas

Passing: Two Publics in a Mexican Border City. Rihan Yeh. Chicago: The University of Chicago Press, 2018, 304 pp.

José Luis Escalona Victoriaa 

aCentro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Sureste Chiapas, México joseluisescalona@prodigy.net.mx

Passing: Two Publics in a Mexican Border City. Yeh, Rihan. Chicago: The University of Chicago Press, 2018. 304p.


En diversos análisis de la modernidad, una parte fundamental del presente (eso que distancia el mundo contemporáneo de múltiples pasados) radica en la aparición de lo público, en formas ligadas a la democracia, la libertad de expresión, la prensa, la lectoescritura, la legalidad, la certificación en papel y, por supuesto, en la aparición pública del autor. Habermas postuló una relación entre la formación de la burguesía y la del espacio público: prensa, teatro, cámaras y tertulias. La marca de esa modernidad es el diálogo libre de dominio o, como diría Arendt, el espacio de la potencia humana: la política y la creación de consensos. No obstante, hay más que eso en las formas concretas de lo público: hay distintas formas de lo público y muchos públicos, más allá de la fórmula de conversación transparente y libre de dominio. El libro de Rihan Yeh nos acerca a un objeto que siempre ha estado presente en la etnografía, aunque poco se trata en los análisis antropológicos, al menos en México. Revisemos algunos aspectos de esta aproximación etnográfica a los públicos.

En el libro Passing… se tratan justamente las formas concretas de los públicos a partir de interacciones comunicativas que ocurren en distintos lugares y momentos. Es narración, explicación, reflexión verbalizada que tienen lugar en interacciones a veces muy consistentes y otras sumamente vaporosas; aparecen como momentos de largas y reiterativas conversaciones entre personas conocidas o como pequeños encuentros fugaces; unas veces están conformadas por charlas extendidas y otras sólo por miradas cruzadas, guiños y gestos; algunas se refieren sólo a cosas inmediatas, del trabajo, la familia, y otras hablan del mundo en general, que es ordenado, clasificado y cuestionado.

Hay una presencia enriquecida de elementos cargados de sentido, así como ingeniosas y vívidas maneras de rehacer las cosas, a través de un comentario, una broma, un chiste, una parodia. El uso del lenguaje, sus formatos, sus despliegues explicativos y sus gestos, sus metáforas, imitaciones y metonimias, se vuelve el material fundamental de análisis. Las personas que hemos practicado la etnografía hemos estado envueltas en flujos de intercambio comunicativo, pero pocas veces nos detenemos a analizar cómo todo está ligado a la aparición de lo público y sus formas. En el libro se analizan distintos géneros de habla: el modelo liberal de lo público, con sus “yo” y “nosotros” esbozados con distinta intensidad y fijeza, con distinta autoridad y estabilidad, y el elusivo “lo que se dice”. Pero más allá de buscar en ellos formas regulares, paradigmas o pautas (al estilo de Geertz, que convierte todo en texto para aplicarle una hermenéutica ordenadora, como si la conversación fuera repetición de fórmulas que flotan en el aire y tienen vida propia), Passing… habla de cómo esas formas comunicativas se producen en interacciones concretas, en nudos de tensiones y movimientos de personas y cosas. Es una forma de antropología lingüística de lo público (y no una semiótica o hermenéutica de la cultura).

Qué mejor lugar que Tijuana para ello: frontera entre países, entre sur y norte, entre distintas maneras de ser ciudadanos plenos, permitidos, y diversas formas de extraños o aliens; entre movilidad social ascendente y fracaso, entre ilusiones de independencia y realización personal, y enajenación, división frágil entre una visión fetichista de ciudadanía y la cruda arbitrariedad del poder; tierra de la oportunidad, pero donde al mismo tiempo “está cabrón”. Tijuana es analizada como una ciudad de pasos, de movimientos y de fronteras que, de alguna manera, mimetizan otros pasos y movimientos. Los participantes en los múltiples encuentros hablan de la ciudad y la frontera, y éstas se narran a través de ellos.

La misma etnografía en un sentido es un conjunto de parches de esa ciudad, seleccionados de diversos encuentros en las calles de colonias de clase media (la Chapu), en las afueras y el interior del country club, en una ensambladora, en las filas de autos y de personas que esperan pasar la revisión para entrar a Estados Unidos, en las casas y patios de tijuanenses, en la mesa mientras se come pollo, en los autos. Estas interacciones comunicativas, de las que Rihan es participante, se nos presentan en el libro empotradas en acontecimientos; son parte de disertaciones sobre las maneras en la mesa, sobre si dar o no mordidas a los policías, historias sobre el éxito o el fracaso en el trámite de visa, de bromas masculinas sobre los gringos y los mexicanos o interacciones durante bloqueos y movilizaciones (como las de 2006, cuando algunos grupos llamaban a un boicot de trabajadores latinos en Estados Unidos y de consumidores mexicanos en ambos lados de la línea).

Tijuana es la línea. Es el borde que separa, con puertas por las que se puede cruzar de manera permitida (o que se debe burlar sin permiso); también es la fila en la que se espera para pasar. Su presencia y la forma diferencial en que se distribuyen los permisos recuerdan líneas divisorias preexistentes, las reproducen. La frontera narra a las personas y las clasifica en dos amplias categorías: los que tienen permiso de pasar (porque tienen residencia legal en Estados Unidos, un pase temporal o visa) y aquellos que no tienen permiso. Eso se replica en otros espacios: en la ensambladora, que divide a los trabajadores de línea de los de administración; en la línea que separa las casas y colonias de las familias acomodadas, o el country club del resto de la ciudad. Allí también hay bordes y pasos regulados. Esa misma línea se reproduce en otras divisiones sociales de estatus, de legalidad, incluso de color de piel y de origen. La frontera hace aparecer, de otras maneras, una división entre una clase media y un pueblo (los dos públicos a los que alude el subtítulo del libro), una división que aparece en sus inmediaciones, en Tijuana y otras ciudades fronterizas, en México en su conjunto, e incluso más allá.

Tijuana es una compleja trama de conversaciones en las que aparecen concretamente dos grandes públicos. La división también se expresa en los públicos como experiencias comunicativas, con sus “yo” y “nosotros” más claramente fijados en las conversaciones de la clase media, frente a los elusivos “yo” o “nosotros” del pueblo, que sólo aparecen de vez en cuando, como en las movilizaciones y boicots (denostados por los bien establecidos “yo” de clase media, poseedores de permisos de paso y consumidores de la vida americana, que califican a los otros como inauténticos: “eso no es el verdadero Tijuana”).

La frontera también es una forma discursiva de deseos y aspiraciones, de confianza fetichista en marcadores de una modernidad incompleta. Surgen imágenes de un norte democrático en donde la gente es libre de hablar, franca, abierta, emprendedora y trabajadora, a diferencia del sur, en donde la sumisión a jerarquías fuerza a silencios y escondrijos en la expresión de las ideas. Es un norte de gente que prospera porque lo busca; mientras, los que fracasan o se estancan en la movilidad social, los de las colonias pobres, que vienen del sur, no se acostumbran al trabajo. La clase media aspira a un mundo de legalidad, de papeles en regla (y rechazan la violencia y la corrupción como si fuera algo ajeno); se asume y proyecta a sí misma, volviéndose al mismo tiempo garante de esas aspiraciones y cuidadora de la puerta que media entre el mundo moderno y la barbarie. Quizá eso sacó a las calles a un grupo de personas en Playas de Tijuana al arribo de la caravana de hondureños un día cualquiera. En cambio, entre el pueblo sin documentos, el papel y la legalidad se viven como productos de arbitrariedad o de suerte.

La ilusión fetichizada de las clases medias es endeble y fluctuante. La frontera se mueve donde se mueven los permisos (inciertos porque pueden ser retirados en cualquier momento). Pero también, la frontera podría ser otra, como decía antes Robert Redfield y repiten ahora Aguilar Camín y otros: la presencia en México (especialmente en el norte) de grupos similares a los norteamericanos, que apuestan por la modernización, hacen de México un país más cercano a Estados Unidos que a América Latina. No obstante, desde el norte, Tijuana es el sur, en todos sus sentidos; es la frontera con todo lo que no fue integrado, a pesar del triunfo en la guerra con México a mediados del XIX (pues implicaba mucho esfuerzo civilizatorio, al tiempo que se hacía lo propio en Estados Unidos). Tijuana es la representación de México desde Estados Unidos: caos, desorden, lugar de violencia del narco. Y desde el sur, Tijuana es un no México: el vacío de lo que sí se es, una ciudad atípica, aislada, demasiado influida por Estados Unidos. Desde el sur está muy cerca de la modernidad norteamericana, desde el norte no está ni por poco cerca de ello; es contraste y el limbo entre dos mundos.

La frontera como división física y la visa u otros documentos de paso legal se vuelven fetiches, pues representan y concretan el movimiento y el paso, que es mímesis de la movilidad social y del progreso, pero, al mismo tiempo, concreción de la prohibición. Betty confiaba en su historia personal y familiar de clase media para adquirir una visa de estudiante, y descubrió la arbitrariedad del poder cuando se la negaron. Para Estados Unidos, la frontera y la visa también son fetiches que protegen del sur peligroso (y niegan una parte de la realidad). Por ello, quizá, surge la apuesta por la arquitectura, la construcción de un muro, una estrategia que no sólo habla de control del paso, sino también de una comunicación neurótica y fetichizada. Finalmente, del lado del pueblo, el fetiche parece dejar de tener efecto, pues el cruce legal es cuestión de suerte, y se sabe de antemano la discriminación que encierra el acceso a papeles. La frontera no instituye todo eso, pero lo restablece claramente.

Hacer etnografía de lo público en este sitio invita a múltiples conversaciones. Primero, el libro es un estudio de la micromecánica de la interacción, de donde surge la subjetividad colectiva. No como entrar a lo oculto o lo interno, sino como la “capacidad de ponerse como sujeto”. No es asunto sólo de palabras: hay un sentido dramático, teatral o coreográfico en la formación de los públicos, con sus “yo” y “nosotros”, como cuando un grupo aborda a una automovilista para forzarla (empujando su auto) a unirse al boicot y a no cruzar la frontera. El libro señala la importancia de reconocer el “Yo” y el “Nosotros” en las verbalizaciones, en comparación con los “ellos” elusivos que distancian, o de “lo que se dice”. La reiteración del “nosotros” [y de los “otros”] habla en sí misma de formas de autoridad y de clasificación que aparecen (o desaparecen) al sujeto con diferentes intensidades. La subjetividad como grupalidad hecha pública es así un logro discursivo derivado de una evocación. Pero mientras unos se producen naturalmente como un “nosotros” (la clase media), “otros” aparecen oblicuamente detrás de la figura de “lo que se escucha”. El uso de estos géneros de conversación parece replicar y retroalimentar la distinción de clase. Sin embargo, a veces traspasa esa frontera. Ocurre cuando las personas hablan de otros de la misma clase de manera oblicua (como en el caso de un nuevo rico, Gerardo, que al hablar crea distancia hacia las familias bien de Tijuana) o como las expresiones de los mexicanos sin papeles frente a otros aliens. Es decir, aunque las clases se prefiguran en las conversaciones, también hay otras divisiones intraclase o comunicaciones transclase que se despliegan en el acto comunicativo. ¿Hasta dónde los géneros del habla no se entrecruzan con las distinciones y comunicaciones de clase?

Un segundo tema es la profundidad histórica de estos públicos. Por un lado, lo que se encuentra históricamente en México es una connivencia entre lo público liberal como modelo fetichizado y una reinstauración cíclica de exclusiones y jerarquías (comunalismo, clientelismo, caudillismo, ciudadanías restringidas) que, como dice Fernando Escalante en Ciudadanos imaginarios, se vive como contradicción. Por ello quizá lo público liberal aparece siempre cuestionado por diversas versiones de ciudadanías diferenciadas o derechos especiales (o en la idea de una “epistemología del sur” como alternativa). En lo que se refiere a la etnografía, una visión dialógica, como la que Yeh propone, incluye el “se dice” de una vaga tercera persona (marginalizada o anulada), inversa a la forma fetiche del “Yo/Nosotros” del espacio público burgués. El “se dice/se escucha” habla de los temas que no se hablan en el espacio público (el lado negado del fetiche), y su irrupción abre el espacio público, lo desborda y podría reordenarlo. ¿Es realmente esta inclusión de las formas populares de lo público lo que transformaría el espacio público? ¿O habría que reconstruir las formas de la comunicación pública transclase de otras maneras?

Un tercer tema es la interrelación entre el espacio público y la acumulación de capital. La fábrica dice Gramsci, que es la fuente de la hegemonía; sus espacios y fronteras son una especie de fractal de la sociedad. Habermas y otros han insistido en la relevancia del espacio público en sí mismo como un aspecto histórico relevante para la formación de la burguesía (igualmente, Foucault mencionó otras formas de disciplina que anteceden, y quizá dieron origen a la fábrica como modelo fractal de la sociedad). El estudio de Rihan podría permitirnos replantear esas discusiones en casos de ciudades industriales como Tijuana, que es a la vez promesa de movilidad y modernidad (ahora una narrativa en caída) en una era de acumulación flexible (como el Chicago que describe Erick Larsson en su novela The Devil in the White City en la era de la industrialización prefordista). ¿Cómo se relacionan los estilos de vida fetichizados con las formas de acumulación? ¿Vivimos en un mundo de conexiones organizadas por la acumulación flexible frente a la crisis de las formas de acumulación previas, como dice David Harvey? ¿La esfera pública se conformaría de muchos públicos sujetos a una hegemonía selectiva, postulada por Gavin Smith? ¿O estamos en una era de posthegemonía, como sugiere Beasley-Murray, en la que los espacios públicos no se conectan con los procesos de acumulación ni de clase de manera funcional? ¿Qué importancia tienen en esta era, por ejemplo, las ideas fetichizadas de legalidad y documentos que aparecen en las conversaciones de las clases medias tijuanenses y resuenan en otras conversaciones?

El libro de Rihan Yeh es también una manera de repensar la forma en que la etnografía se inserta, como proceso y resultado, en las conversaciones con las que se hace lo público. Sin duda, una lectura recomendable. En 2019, la obra recibió el Gregory Bateson Book Prize otorgado por la Society for Cultural Anthropology https://culanth.org/about/about-the-society/announcements/radhika-govindrajan-awarded-the-2019-bateson-prize

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