Una congregación frente a una orden religiosa
Después de la ruptura provocada por la reforma protestante surgió un abanico de órdenes y congregaciones religiosas en el mundo católico, cuya finalidad era hacer frente a los retos pastorales de los nuevos tiempos. Algunas de estas órdenes se constituyeron como ramas reformadas de las viejas instituciones mendicantes (capuchinos, franciscanos y carmelitas descalzos), otras surgieron bajo la denominación de “clérigos regulares” pues, aunque no tenían vida comunitaria, hacían votos solemnes (teatinos, barnabitas, somascos, camilos, escolapios y jesuitas). Estaban, por último, las congregaciones, más cercanas a la estructura del clero secular, formadas por sacerdotes o “hermanos seglares”, quienes sólo hacían votos simples, o sea temporales (lazaristas, oblatos de san Ambrosio, sacerdotes de san Sulpicio y los oratorianos de san Felipe).1 En adelante nos ocuparemos de presentar algunas similitudes y diferencias entre la orden de los jesuitas y la congregación de los oratorianos.
Felipe Neri (1515-1595), un sacerdote romano preocupado por la escasa preparación y la relajada moral del clero en la capital del catolicismo, consiguió en 1575 que el papa Gregorio XIII autorizara la erección del “oratorio de Roma” y le concediera como sede la iglesia de Santa María Vallicella. En el nuevo instituto, sacerdotes seculares y hombres seglares se dedicarían principalmente a la elevación moral del clero a través del estudio y la oración, pero pronto se ocuparon también de la edificación de los fieles, a partir de la instrucción de la juventud y la predicación. El fundador no dejó una regla propiamente, sólo estipuló que quienes entrasen en la congregación no quedaran ligados por ningún voto y no aceptó que las casas de varias ciudades se uniesen para formar un solo cuerpo (como en el caso de las órdenes regulares), sino que todas habían de gobernarse separadamente con total independencia unas de otras. Después de muerto Neri, y a partir de sus propuestas, Paulo V aprobó en 1612 las Constituciones de la Congregación bajo el nombre de Christi fidelium quorumlibet, en las cuales se organizaban las actividades de los congregantes. El instituto ya se había extendido para entonces por Italia, Francia y España, gracias al apoyo de cardenales y obispos. En las constituciones se insistía en un carisma en el que la oración, la predicación y los ejercicios de piedad (como la visita a los hospitales) eran el centro rector de la vida de los congregantes; en ellas también se organizaba la vida comunitaria dentro de cada casa, el noviciado, la elección de oficios y las prácticas cotidianas. A pesar de todo ello, en los propios documentos de la congregación se insistía en su diferencia con una orden religiosa: “La Congregación del Oratorio, fundada por S. Felipe Neri, mas con sus esclarecidas costumbres, que con leyes que la obligasen, no tuvo alguna propia regla para el uso de sus religiosos hijos a donde dirigiesen las consultas de sus acciones”.2
En cambio, Ignacio de Loyola (1491-1556) fue el inspirador de su instituto, que se constituyó como una orden religiosa, la Compañía de Jesús, cuyos miembros hacían votos solemnes, o sea permanentes. Los jesuitas se caracterizaban, además, por su voto especial de obediencia al papa, que se conoce como cuarto voto. Aprobada por Paulo III en 1540 como orden religiosa, su organización cuenta con una serie de documentos que regulan los diversos aspectos de su acción: unas constituciones -el más importante de estos textos- en las que se legisla desde la admisión de sus miembros, pasando por toda su formación, hasta lo relativo a sus misiones y el carisma de la orden; las reglas (regulae), o sea “las prescripciones que, formando parte de su cuerpo jurídico llamado desde los comienzos del siglo XVII ‘Instituto’ (Institutum Societatis), lo completan en lo que se refiere a la vida de una comunidad jesuita, a una determinada categoría de religiosos, o a varios encargos que ellos tenían”;3 la Ratio studiorum, que organiza todos los aspectos educativos de sus colegios; entre otros documentos. La Compañía se estructuró alrededor de un generalato, cuya residencia estaba en Roma, del cual dependían las provincias distribuidas por todo el mundo, cada una, a su vez, bajo las órdenes de un provincial. Además, desde sus inicios se estableció una estricta comunicación por cartas -anuas, de general, de misión, etc.- en las que se informaba a las autoridades regionales y locales el funcionamiento cotidiano de la orden.
Dos personalidades, dos institutos
Ya hemos mencionado la diferencia en lo general entre una congregación y una orden, y con ello la necesaria distinción entre la congregación del Oratorio y la orden religiosa de la Compañía de Jesús. Ahora nos interesa observar esta misma diferencia en el espacio de su concreta fundación, pero, a la vez, establecer las analogías de dos instituciones propias de la Reforma católica y posteriormente de la Iglesia postridentina.
Sus fundadores son metáforas vivas de la cercanía y la distancia. Ambos no sólo vivieron en la Roma de la primera mitad del XVI, en la que echaron a andar sus respectivas organizaciones, sino que se conocieron e intercambiaron experiencias, aunque su diferencia de edad era notoria. Cuando Ignacio llegó a la Ciudad Eterna en 1538 tenía 47 años; Felipe era entonces un joven de 23. Su relación fue tan cercana que incluso algunos biógrafos de Felipe Neri señalan que éste pudo haber entrado en la Compañía, pero que al final él mismo rechazó esta oportunidad pues decidió dedicarse por su cuenta a hacer apostolado en las calles de Roma.4 El hecho es que ambos tenían conocimiento de sus mutuos proyectos, los cuales algunos autores relacionan con la personalidad de estos iniciadores.
Hijos de la Devotio moderna, ambos pretendían lo mismo en un inicio -la elevación moral del clero, la reevangelización de la grey y la defensa de la fe ante las herejías-, pero lo fueron consiguiendo de un modo casi opuesto. Felipe Neri era un místico cuyo ideario -señala Hugo Rahner- recuerda, por un lado, “aspectos de las vidas de los padres del desierto, como aquel ideal de la locura por el amor de Cristo”, en tanto que, por otro, estaba imbuido de la gran alegría del “místico moderno”, la cual describe este autor como “la suma perfección en vestido de arlequín por el amor de Dios”.5 Su estilo era sencillo, doméstico y satírico; él era un “conquistador de ánimas” en las calles romanas, en las que se le conocía como “Pippo Buono”. Ignacio, en cambio, abandonó el ascetismo de su etapa de conversión en Manresa, “peregrino con traje de tela burda”, para volverse un devoto del vestido ordinario que en sus años de madurez definió como “característica de la verdadera espiritualización”.6 Siguiendo esta línea, persiguió toda su vida el anonimato como camino de perfección, muy de acuerdo con su personalidad intimista. Sin embargo, asienta Rahner:
hay aquí también un vigor en su actuación, que se diferencia claramente desde los inicios de la Compañía de Jesús de aquellos de la congregación del Oratorio: Íñigo no es solamente el corazón, sino (al contrario de Felipe) también la voluntad de la nueva comunidad. Íñigo es el hombre cuya presencia está a la vista, para quien ya en los Ejercicios espirituales está siempre la palabra como “regla de vida”; un hombre del orden, de la “planificación”, del infalible instinto por la jerarquía, por la subordinación, por el poder de mando.7
Neri era de un talante muy libre, no deseaba fundar una organización centralizada y dependiente de una autoridad, en tanto que Loyola creía en una organización vertical y en la disciplina comunitaria, así como en las reglas escritas. Mientras el primero sostenía que para hacerse obedecer “había que no mandar”, el segundo basó su organización en “la obediencia”. Así, mientras los oratorianos formaban un grupo pequeño cuyo ideario salió de las fronteras romanas para quedarse dentro de las de la Europa católica en sus primeras décadas, los jesuitas se convirtieron muy pronto en un “ejército” que abarcaría con sus misiones todo el mundo conocido.
Es interesante observar que, sin embargo, ambos fundadores pertenecen a la cultura postridentina, lo cual los acerca necesariamente, como puede observarse a partir de sus respectivas canonizaciones: Ignacio de Loyola y Francisco Javier fueron canonizados con Teresa de Ávila, Isidro Labrador y Felipe Neri el día 12 de marzo de 1622 por el papa Gregorio XV. Esta exaltación colectiva fue la más numerosa realizada hasta el momento. Pero a la vez, la cercanía es también motivo de rivalidad, y ha generado casi siempre pugnas políticas dentro de la Iglesia, lo cual no fue una excepción en este caso. De hecho, la proximidad de los principios de ambos fundadores quedó enturbiada por la competencia entre Italia y España por poseer al santo más egregio.
Una religiosidad postridentina común
Hasta ahora hemos visto que hay diferencias en términos organizacionales entre jesuitas y oratorianos, pero es indiscutible que ambas instituciones se encontraban inmersas en el ideario postridentino. Hay dos puntos de convergencia que hacen a oratorianos y jesuitas hijos de su tiempo, y los cuales pueden seguirse a lo largo de los siglos XVII y XVIII: la exterioridad de las prácticas, por una parte, y la línea mística expresada en los “ejercicios espirituales”, por otra; en suma, la “piedad barroca”, la cual, como es de sobra sabido, conforma una paradójica religiosidad. Ésta se encontraba presente en las dos organizaciones, y ello puede observarse en buena parte de su producción escrita. Esto es así por lo menos en el caso novohispano que nos ocupa.
Entre la fundación de la Compañía en 1540 y la del Oratorio en 1575 se dio en el mundo católico un movimiento reformador que tuvo como su centro el Concilio de Trento (1545-1563). Por un lado, después de la Reforma protestante y de la exaltación de “una santidad obligatoria” para todos los fieles, la Iglesia católica hizo una revisión de sus políticas sobre el papel de los laicos dentro de la institución. Así, aunque la Contrarreforma insistió en la sujeción de los seglares a los clérigos, el avance de la secularización la obligó a poner mayor atención en reforzar la formación de una espiritualidad propia para aquellos miembros de la Iglesia militante que vivían inmersos en el mundo. Por medio de la catequesis y la recepción de los sacramentos se pretendía mejorar el comportamiento moral de los fieles, a quienes se les conminó a inscribirse en congregaciones y órdenes terceras. Algunas actividades, como el rezo del via crucis, la visita a los enfermos en los hospitales y los ejercicios espirituales, fueron pensadas como medios fundamentales que permitirían a los seglares interiorizar los dogmas y encauzar su comportamiento cotidiano a la salvación personal. Otras, como las flagelaciones, ayunos y demás prácticas ascéticas, fueron privilegiadas frente a los arrebatos místicos, cuya subjetividad era considerada peligrosa a causa del poco control que podían ejercer sobre ella las instituciones eclesiásticas.
A la par que se daban estos movimientos, encaminados sobre todo a las elites, la Iglesia postridentina buscaba también atraer a la grey cristiana por medio de una ritualidad desbordante centrada en el culto externo a reliquias e imágenes y en la veneración a las ánimas del purgatorio. La religiosidad propuesta al “vulgo” se redujo así a una serie de prácticas con las que la piedad exterior era mensurable -tanto por los practicantes como por las autoridades eclesiásticas- en cuanto a su frecuencia y ortodoxia: encender veladoras a los santos, hacer oraciones y novenas, rezar el rosario, acudir a las celebraciones eucarísticas, a las procesiones y a las fiestas religiosas, pertenecer a cofradías de retribución, obtener las bulas de santa Cruzada y otras indulgencias, ir en peregrinación a los santuarios y venerar las imágenes y las reliquias, esperando con ello conseguir la salud, la fertilidad y, sobre todo, el tránsito expedito por el purgatorio y la salvación eterna. Cabe aclarar que en gran medida las mismas elites participaron vívidamente de esta piedad barroca.
Jesuitas y oratorianos en la Nueva España
Desde su llegada a estas tierras en 1572, los miembros de la Compañía de Jesús se insertaron en diferentes ámbitos para conseguir sus objetivos básicos: consolidar la fe entre los fieles por medio de la labor pastoral y la educación de la juventud, así como llevar el mensaje de Cristo a los paganos por medio de la actividad misionera. El confesionario, el púlpito y la cátedra fueron los espacios desde los cuales la Compañía se dirigió a los “cristianos viejos”, entre los cuales consiguió ganarse el prestigio, las donaciones y las haciendas, recursos necesarios para su funcionamiento. El primero de los medios, por ejemplo, fue un importante instrumento para acercar a la causa jesuítica a las elites y a sus hijas profesas como religiosas, quienes a menudo tuvieron a los miembros de la Compañía como sus directores de conciencia.
El púlpito fue también un medio importante para ganarse adeptos, y los jesuitas lo utilizaron a menudo cuando eran llamados a predicar tanto en los grandes festejos como en las honras fúnebres o en las misiones cuaresmales, las cuales los llevaron a participar activamente en los espacios rurales cercanos a las ciudades. Pero, sin duda, los más efectivos agentes de su propaganda fueron los colegios, desde cuyas aulas la Compañía formó a generaciones de criollos y promovió entre ellos no sólo sus devociones y sus santos, sino también la asistencia a los ejercicios espirituales realizados en sus casas de ejercicios, así como la activa participación en sus congregaciones. De esta forma, su dedicación a la educación y a las diversas prácticas devocionales fueron sin duda las actividades en las que estuvieron implicados la mayor parte de los miembros criollos de la Compañía en Nueva España, tal como se puede observar en las biografías seleccionadas en el apéndice de este artículo.
El otro campo de actuación de los jesuitas: las misiones entre infieles, no sólo les dio un gran prestigio, sino además fue el sello de identidad de las provincias fuera de Europa. Esta labor permitió también, en buena medida, que a esas provincias misioneras se incorporaran miembros procedentes de distintos países europeos: italianos, alemanes, checos, franceses, polacos, flamencos, irlandeses, etc. Su arribo se hizo más constante a partir de la segunda mitad del siglo XVII, cuando la Corona permitió abiertamente el paso de jesuitas no españoles, siempre que aprendieran castellano y tuvieran la autorización del Consejo de Indias para hacerlo.8
Los apoyos de la Compañía provenían de muy diferentes sectores. Uno de sus principales promotores fueron los cabildos de las ciudades, los cuales les concedieron solares para fundar sus colegios; otros fueron los poderosos “empresarios”, quienes les otorgaron tierras y bienes. Pero, sin duda, uno de los espacios donde tuvieron una influencia excepcional y en el cual obtuvieron su más valioso apoyo, fue en la corte virreinal. A veces los mismos virreyes traían en su séquito un confesor de esa orden, en otras ocasiones se solicitaba la presencia de sus miembros como consultores o representantes de la máxima autoridad ante la universidad o los cabildos catedralicios o como censores de las obras que se entregaban a la imprenta y que debían ir avaladas por el virrey.
Llegados a México más tardíamente, a mediados del siglo XVII, los oratorianos estuvieron, en cambio, más vinculados con el episcopado, los cabildos catedralicios y la universidad que con la corte virreinal. Como se puede observar en la selección de biografías en el apéndice, varios de ellos fueron consultores y colaboradores de arzobispos, como Francisco de Aguiar y Seijas, Manuel Rubio y Salinas o Antonio de Vizarrón; otros fueron examinadores sinodales y estuvieron muy cercanos al claustro universitario, uno de los bastiones del cabildo metropolitano.
Como se ha mencionado en los dos primeros artículos de este expediente, la congregación del Oratorio tuvo su primera fundación en Puebla en 1651, la cual nació como una asociación de sacerdotes seculares que se propuso vivir bajo la advocación de san Felipe Neri con el nombre de “Concordia de Caridad Eclesiástica”. No fue, sin embargo, hasta 1659, cuando el bachiller criollo Antonio Calderón Benavides inició con otros 33 sacerdotes la verdadera fundación oratoriana de Nueva España bajo el nombre de “Pía Unión de San Felipe Neri” en la ciudad de México. Con el tiempo se fundaron congregaciones de este tipo en varias de las principales ciudades del virreinato: Oaxaca (1661), Guadalajara (1679), San Miguel el Grande (1712), Orizaba (1725) y Querétaro (1763). En todas ellas sus grandes promotores fueron los obispos: Francisco de Aguiar y Seijas en el arzobispado, Manuel Fernández de Santa Cruz y Pantaleón Álvarez Abreu en Puebla, Felipe Ignacio Trujillo, José de Escalona y Calatayud y Pedro Anselmo Sánchez de Tagle en Michoacán, fray Ángel Maldonado en Oaxaca, y Juan de Santiago León Garabito en Guadalajara.9
Si bien los oratorianos se diferenciaban de los otros institutos religiosos pues no formaban provincia ni hacían votos perpetuos, su actividad pastoral se parecía bastante a la de los jesuitas: se dedicaban a la predicación, a la dirección de conciencias y a la escritura devocional. Esto no debe extrañar pues la mayoría se había educado con aquéllos y varios de ellos (como se puede apreciar en el apéndice de las biografías) habían sido colegiales en San Ildefonso.
Aunque en este tiempo no participaban en las misiones ni en la educación formal (salvo el colegio de San Francisco de Sales de San Miguel, fundado en 1734), en todo lo demás constituían una verdadera corporación, con sus fiestas, templos y emblemas y hasta con sus propias crónicas. En efecto, en 1736 salió a la luz en la ciudad de México el libro Memorias históricas de la congregación del Oratorio, bajo los auspicios del arzobispo y virrey Juan Antonio de Vizarrón, a quien la obra estaba dedicada. Su autor, Julián Gutiérrez Dávila, quiso reunir en ésta una miscelánea biográfica de cuantos sacerdotes tuvieron que ver con los orígenes de la congregación de san Felipe Neri en la capital, sea como miembros activos, sea como mecenas.10
De hecho, otro oratoriano, Juan José de Eguiara, consideraba que su institución poseía “el espíritu de enseñanza de San Francisco, el trabajo de Loyola contra los herejes, las redenciones de Nolasco y los escritos de San Agustín”. Insistía en que sus miembros, los oratorianos, a pesar de ser todos clérigos seculares, conformaban su vida a la de los religiosos y a pesar de no tener votos se debían comportar como si los tuvieran. Aprovechaban así lo mejor de las órdenes pero sin sus inconvenientes, y constituían, por tanto, una versión mejorada del modelo mendicante.11
Desde el siglo XVII los oratorianos de la capital se hicieron cargo de dos importantes actividades: la organización de la archicofradía de la Doctrina Cristiana y la administración del recogimiento de Belem. La primera fue fundada en 1677 bajo los auspicios del prefecto del oratorio, Alonso Alberto de Velasco, y se hacía cargo de la predicación de la doctrina en el templo de San Felipe. El recogimiento de Belem, establecido por Domingo Pérez Barcia en 1683, era una casa para prostitutas arrepentidas y mujeres pobres, bajo el nombre de San Miguel de Belem, cuya autorización oficial no se hizo sino hasta 1686. Aunque el ingreso era voluntario, el recogimiento funcionaba como un lugar de rígida clausura y el trato con el exterior era similar al de un convento, con torno y reja, aunque existía la prohibición explícita de que el establecimiento se volviera beaterio o monasterio.
Desde la fundación del recogimiento, los oratorianos utilizaron los ejercicios espirituales de san Ignacio para la dirección de las recogidas, impusieron la comunión los primeros domingos del mes y penitencias, ayunos y devociones propias de las religiosas. El arzobispo Aguiar y Seijas le dio al recogimiento una estructura jesuítica. A la directora se la llamó “prepósita” y el sitio se puso bajo la protección de san Ignacio de Loyola. Además de cuadros de santas distinguidas por su austeridad de vida, colgaban de sus muros imágenes devocionales y lienzos que rememoraban el via crucis.12
Para mediados del siglo XVIII, esta organización ya había conseguido imponer su presencia en varias ciudades del virreinato donde, al igual que los jesuitas, se encargaban del ministerio de la predicación tanto en sus templos como en las calles, palenques de gallos, teatros y pulquerías; además de visitar cárceles, hospitales y obrajes para administrar sacramentos y consuelo, como miembros de la archicofradía de la Doctrina Cristiana enseñaban el catecismo a niños y jóvenes en sus templos. Una de las regiones donde tuvieron una mayor presencia fue el Bajío, sobre todo a partir de la fundación de San Miguel el Grande, desde donde ejercieron una fuerte influencia.
Como puede observarse, la cercanía de ambos institutos fue constante a lo largo de una centuria de convivencia en Nueva España. Sin embargo, al contrario del lugar común que considera que los oratorianos se quedaron como custodios de las instituciones jesuitas a partir de la expulsión de éstos en 1767, no fue del todo así, pues de sus misiones y colegios se hicieron cargo los franciscanos y el Estado borbónico. Es posible que esta suposición provenga de dos famosos casos de excepción: en 1770 la junta de temporalidades les ofreció a los primeros el templo y la casa Profesa de los jesuitas de la capital virreinal, al cual se anexó una casa de ejercicios espirituales que construyó Manuel Tolsá y que se dedicó a nuestra señora de los Dolores.13 Años más tarde, en 1793, se les adjudicó la iglesia y el colegio de la extinta Compañía en Guanajuato.
A pesar de no haber heredado la mayor parte de sus templos, el espacio en el que sí podemos confirmar un lugar común de ambos, es en el ámbito de las devociones, del cual los oratorianos fueron custodios y continuadores. En la propia casa Profesa mantuvieron muchas de las devociones e imágenes que sus anteriores ocupantes habían dejado, para recordar con ello su presencia.
Un caso de devocionalismo jesuítico en Felipe Neri de Alfaro
Esto se puede ver especialmente en la obra de Luis Felipe Neri de Alfaro, ilustre oratoriano criollo, visionario, literato, poeta, místico y disciplinante, con un desbocado culto por el dolor físico y la muerte. Entre 1740 y 1776 este sacerdote se dio a la tarea de construir un singular santuario en Atotonilco dedicado a Jesús Nazareno, sin parangón alguno en la historia de la cristiandad. En la arquitectura, pinturas y retablos del lugar, este asceta -nacido en la ciudad de México en 1709- mandó plasmar su personal visión de la Pasión de Cristo, la muerte, los pecados y el amor divino representado por el Sagrado Corazón, temas fuertemente influidos por la espiritualidad jesuítica. De hecho, desde 1765, el recinto ofrecía tandas de los ejercicios espirituales de san Ignacio todos los años, y se hizo famoso por la práctica del via crucis, devoción muy fomentada por los ignacianos. Los ejercitantes de Atotonilco eran también quienes formaban parte de la hermandad denominada Santa Escuela de Cristo que el mismo Alfaro fundó en varias ciudades del Bajío, y en las que se enfatizaba la autodisciplina colectiva. La creación de las santas escuelas de Cristo en San Miguel, León, San Luis de Paz, Dolores, San Luís Potosí, Aguascalientes y Zacatecas, que tenían como funciones ayudar a los pobres, socorrer a los moribundos, visitar a los enfermos y practicar penitencias en las procesiones, fueron inspiradas por las congregaciones marianas jesuíticas.14
Muchas de las imágenes que aún se pueden contemplar hoy día en Atotonilco muestran la fuerte presencia de la Compañía después de la expulsión. Las representaciones del via crucis, de la mano de Miguel Antonio Martínez de Pocasangre, se basaron en la obra Evangeliae historiae imagines, del jesuita Jerónimo Nadal, que son ilustraciones de los ejercicios espirituales de san Ignacio. En el camarín de la capilla de la virgen del Rosario (terminada en 1766), se puede contemplar a varios santos jesuitas ofreciendo su corazón a los cinco corazones de los cinco señores.15 De hecho, el padre Alfaro publicó en 1778 un librito con el título Sendero del cielo por donde lleva al corazón humano el Divino Sagrado Corazón de Jesús Nazareno.16 Por otro lado, están las aterradoras escenas del infierno claramente inspiradas en la compositio loci ignaciana. La iglesia del santuario tiene una capilla dedicada a la virgen de Loreto por el patronato de José Mariano Loreto de la Canal, hijo espiritual de Alfaro. En la nave del templo de Jesús Nazareno hay un altar en honor de otra devoción jesuítica, la virgen del Refugio, obra de José de Ibarra.17 Podríamos considerar que el santuario de Atotonilco, sumamente visitado por peregrinos y ejercitantes desde su fundación, fue un espacio donde la memoria jesuítica siguió viva y actuante después de la expulsión.
La piedad barroca y los impresos novohispanos de jesuitas y oratorianos
La mística meditativa y la piedad externa propias de la religiosidad postridentina en la que nacieron jesuitas y oratorianos, fue trasplantada en el caso de las dos instituciones novohispanas.
Como es bien sabido, Loyola centró su fundación en los ejercicios espirituales y los convirtió en el sello del “ser jesuita”. En tanto que Neri, más que ser autor de unos ejercicios propios, utilizó los ignacianos. De hecho, Carlos Rosignioli escribía en sus Noticias memorables de los Exercicios espirituales de san Ignacio de 1694,18 sobre el “aprecio a ellos y al modo de oración ignaciano” que tenía Felipe Neri. Así, tanto oratorianos como jesuitas condujeron su mística hacia la práctica de los ejercicios espirituales. Es interesante destacar que dos oratorianos novohispanos -Julián Gutiérrez Dávila y Cayetano Cabrera Quintero- son autores de sendas publicaciones de Ejercicios espirituales. En el caso de los del primer autor, podemos observar que están más volcados hacia la práctica externa de la reflexión y la oración, que a enfatizar el aspecto meditativo y la interioridad característicos de los ignacianos. Pero la diferencia más notoria es que la “composición de lugar”,19 tan importante para los segundos, no existe prácticamente en el primero. Véase, por ejemplo, cómo indica Gutiérrez Dávila que ha de proceder “el alma devota” en dos de los puntos de sus ejercicios:
Lo tercero, procure todos los dias desembarazarse una hora, ô á lo menos media (si fuere por la mañana, y de madrugada, será mejor, que es el mas oportuno tiempo) en que meditará el punto que va asignado para cada dia; y despues inmediatamente acabada la meditacion, dirá la Oracion que comienza: Adorete Jesus mio, &c. menos el ultimo dia, en que se dirán sus especiales Oraciones, que allí mesmo se pondrán.
Lo quarto procure entre dia andar interiormente recogida, para lo qual, aprovechará repetir interior, y afectuosamente algunas jaculatorias.20
En cuanto a las prácticas piadosas, también hay una persistente cercanía entre jesuitas y oratorianos, quienes además compartieron el ser hijos del mundo de la imprenta. Para el caso novohispano que aquí estudiamos, la promoción de dichas prácticas puede constatarse en las abundantes publicaciones de los miembros de ambos grupos. Con el fin de observar esto analizamos en primer lugar la obra tanto de los jesuitas como de los oratorianos que registra José Toribio Medina.21 En ésta se registran 416 obras de jesuitas, frente a 128 de oratorianos, y en ambos casos, como puede observarse en el Cuadro 1, hay una mayoría de obras de tipo “piadoso y pastoral”.
Ahora bien, si éste es el espectro general para los siglos XVII y XVIII, hay que tener en cuenta que ello varía cuando nos referimos en forma individual a las figuras famosas de ambos institutos, sobre todo porque se les identifica con su aproximación hacia la denominada “Ilustración católica”. En este caso, si observamos la obra de tres prominentes jesuitas y de tres oratorianos desarrollada durante el XVIII, podemos también distinguir una coincidencia de intereses hacia la emergente Modernidad.
En el Apéndice se pueden consultar los títulos completos de cada autor.
Coda
Después de realizar este ejercicio comparativo queremos cerrar este texto reiterando la idea inicial respecto a la importancia de continuar con una agenda de investigación de esta índole. Nos ha parecido muy interesante observar desde este ángulo comparativo la labor de esos dos institutos religiosos, ya que la tendencia a la especialización enfocada a mostrar de forma aislada su acción, no permite ver el espectro completo de la labor religioso-cultural del clero para poder distinguir lo específico y lo general de cada agrupación religiosa en diversos momentos. Con escasas excepciones -entre las que está la reciente obra de Karen Melvin-22 se cuenta con pocos ejemplos de esta índole, al menos para el caso novohispano.