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Nueva antropología

Print version ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.28 n.83 México Jul./Dec. 2015

 

Artículos

 

Más allá de la empatía: la escritura etnográfica de lo desagradable

 

Nitzan Shoshan*

 

* Profesor investigador y coordinador académico del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. Línea principal de investigación: Estado-nación, Nacionalismo y neoliberalismo, Memoria y temporalidad después de la guerra fría, Espacio urbano y violencia, Teoría semiótica. Correo electrónico: shoshan@colmex.mx.

 

Resumen

En el presente artículo se presenta la reflexión sobre la poca atención que los antropólogos han prestado a temas desagradables. Las explicaciones existentes de dicha laguna, se argumenta, son válidas pero insuficientes. Con base en experiencias de trabajo de campo etnográfico con jóvenes neonazis en Berlín, el artículo sugiere que la evasión de temas difíciles en la antropología es resultado de tres fuerzas interrelacionadas: en primer lugar, las normas éticas y académicas que han dominado la disciplina; en segundo, su ubicación en la economía de producción del conocimiento académico, en gran medida externa a la antropología, y por último, las contradicciones e impases del campo etnográfico.

Palabras clave: empatía, etnografía, metodología, antropología.

 

Abstract

The present article ponders the lack of attention anthropologists have paid to unpleasant matters. Existing explanations of this lacuna, it argues, are valid but insufficient. Based on ethnographic fieldwork with young neo-Nazis in Berlin, suggests the evasion of difficult issues in anthropology is the result of three interrelated forces: in the first place, the ethnic and academic norms which have dominated the discipline; second, its location in the economy of production of academic knowledge, to a great extent external to anthropology; and finally, contradictions and impasses in the field of ethnography.

Keywords: Empathy, ethnography, methodology, anthropology.

 

En el verano de 2003 me reuní con un joven estudiante de doctorado en Ciencia Política en un lindo café en una de las colonias de Berlín oriental que se encontraba en un veloz proceso de gentrificación. Había pasado el verano haciendo trabajo de campo preliminar en preparación para mi proyecto de tesis doctoral, y se me estaba dificultando identificar una estrategia factible que me permitiera llevar a cabo una investigación etnográfica con grupos de jóvenes de extrema derecha. Mis esfuerzos resultaban poco fructíferos, y me sentía cada vez más pesimista acerca de la factibilidad de mis planes. El alumno -llamémosle Hans- había estudiado a la derecha extrema alemana con la asesoría de uno de los investigadores más destacados del país en ese campo. Hans claramente sabía bien de lo que estaba hablando: manejaba las complejas genealogías de los varios partidos políticos y grupos extraparlamentarios de la derecha extrema; estaba versado en sus periódicos, en sus publicaciones electrónicas y en sus plataformas políticas; ubicaba perfectamente sus diversas posturas ideológicas y los orígenes históricos de cada una; podía describir a sus líderes carismáticos, a sus intelectuales eminentes, a sus estrellas de rock, y a sus patrocinadores; había estudiado sus estrategias electorales y las conductas de votación de sus bases de apoyo; hasta había entrevistado a algunos de sus dirigentes. Hans se mostró muy entusiasmado con mi idea de un estudio antropológico de estos grupos. Ya es tiempo, opinó, de que alguien examine etnográficamente sus sistemas simbólicos, sus prácticas rituales, y sus identidades culturales. Sin embargo, no me pudo aconsejar sobre cómo proceder en mi investigación ni sobre algún antecedente bibliográfico que pudiera consultar para contar con pistas al respecto.

La escasez de trabajos etnográficos con grupos de neonazis en Alemania y, ciertamente, con poblaciones semejantes de extremistas de derecha en el continente Europeo y más allá de él fue el tema central de un panel en el que participé durante la reunión anual de la Asociación Americana de Antropología en 2014. Los ponentes hablaron de sus trabajos de investigación, que abarcaban temas tan diversos como los evangelistas en California, los perpetradores de crímenes de guerra en el Congo oriental, los neofascistas en Italia o los activistas de derecha en Japón. A pesar de esta variedad, todos los panelistas estuvimos de acuerdo en que la atención etnográfica a la derecha extrema ha sido insuficiente. A comienzos de mi investigación, el hecho de que ni siquiera un experto erudito como Hans pudiera mencionar un estudio etnográfico sobre el tema, y esto a pesar de que hay una verdadera industria de investigación y escritura sobre la extrema derecha en Alemania,1 no sólo me resultaba difícil de comprender sino que también, y de manera más general, hacía que surgieran varias preguntas interesantes.

No cabe duda de que, a fin de cuentas, los grupos con quienes quería trabajar representan un fenómeno minúsculo, aberrante, extremo; así lo sugieren tanto el sentido común como el discurso académico dominante. Pero los antropólogos no son particularmente conocidos por su interés en lo normal, lo ordinario o lo banal. Todo lo contrario, el corpus antropológico está repleto -demasiado repleto, dirían algunos- de estudios de lo exótico, lo oculto y lo raro. Esto no se limita a la fascinación eurocéntrica que los pioneros coloniales de la disciplina mostraron hacia la magia, la hechicería y los rituales, también ha sido el rasgo dominante de muchas de las tradiciones antropológicas del siglo xx. Dichas tradiciones han reproducido de diferentes maneras la formulación durkheimiana canónica, privilegiando lo sagrado y lo efervescente sobre lo profano y lo cotidiano, como sitios para la investigación. Para Durkheim (1982: 390), el origen de lo social se encuentra en la vida religiosa, en lo sagrado, donde "casi todas las grandes instituciones sociales han nacido". Es en el dominio de la acción religiosa en donde, para Durkheim, la vida colectiva da luz tanto a la sociedad como al pensamiento, a través de estados de efervescencia en los cuales "las energías vitales resultan sobreexcitadas, las pasiones avivadas, las sensaciones fortalecidas; incluso hay algunas que sólo se dan en tales momentos. El hombre no se reconoce a sí mismo; se siente como transformado y, a consecuencia de ello, transforma el medio que le rodea". Desde luego, esta preferencia por lo sagrado siempre ha existido a la par de corrientes opuestas o por lo menos divergentes. Tales tendencias son evidentes, por ejemplo, en el concepto de habitus de Mauss (2007), que representa en "The techniques and work of collective and individual practical reason", o en la cuidadosa atención que Malinowski (2013) prestó a las esferas profanas de la economía y el trabajo cotidiano. Ciertamente, no ha sido poco común que ambas corrientes se fusionen y se articulen en formas fructíferas. No obstante, si bien durante las últimas décadas ha sido notable la consolidación de lo cotidiano como paradigma y objeto de estudio dominante en la antropología, de igual manera es innegable la importancia que mantiene lo marginal, así como lo extraño, tanto en la investigación etnográfica como en la innovación teórica. Por otro lado, la relevancia de la extrema derecha para la comprensión de la política contemporánea del nacionalismo parece evidente. ¿Por qué entonces no atender un problema tan preocupante y persistente como la derecha extrema?

Además de su marginalidad, existen sin duda retos metodológicos serios que hacen desafiante la investigación en por lo menos algunos grupos de la extrema derecha. Esos grupos a menudo tienden a sospechar de los extraños, a cerrarse herméticamente, a preocuparse -frecuentemente con buenas razones- de la vigilancia por parte de las autoridades estatales, por sus adversarios políticos o los medios de comunicación. En tanto es poco probable que nosotros, como investigadores de la ciencia social, compartamos sus posiciones políticas o representemos dichas posiciones de manera particularmente positiva, suelen manejar cuidadosamente cualquier relación o intercambio de información en las que les invitamos a participar -si no es que rechazarlos en su totalidad.

En el caso de mi investigación y de las personas en las que se quería enfocar, este tipo de problemas estarían presentes de manera acentuada. Sobre todo eran importantes dificultades metodológicas relacionadas con el acceso y la colaboración ante las cuales me estaba confrontando cuando me reuní con Hans: ¿por dónde empezar a consolidar relaciones con mis informantes? ¿Cómo explicar los motivos de mi interés por sus actividades y cómo evitar que sospecharan mis verdaderos motivos? ¿Cómo generar las condiciones que me permitieran acceder a sus espacios privados, a sus conversaciones íntimas y a sus redes sociales? En otras palabras, ¿cómo acceder a las dimensiones cotidianas y profanas de los márgenes políticos, sociales, y urbanos en Berlín?

Estas inquietudes son probablemente compartidas por muchos investigadores que buscan estudiar a grupos extremistas. Sin embargo, los etnógrafos se han mostrado bastante capaces de vencer enormes obstáculos prácticos, de ganar acceso y a conseguir la confianza de una gama de contextos sociales supuestamente impenetrables, y de realizar trabajos excelentes de investigación en circunstancias adversas. Basta con considerar, por ejemplo, cómo Phillipe Bourgois (2013) logró establecerse como un insider de una tienda de crack en Spanish Harlem, cómo Allen Feldman (1991) realizó entrevistas a profundidad y altamente reveladoras a veteranos del Ejército Republicano Irlandés (ERI) en Irlanda del Norte, o cómo, más recientemente, Sudhir Venkatesh (2000) se integró a las estructuras pandilleras del gueto del sur de Chicago. De igual forma, la escasez de estudios etnográficos sobre la derecha extrema resulta sorprendente si consideramos cómo, por lo menos para el caso europeo, la etnografía ofrece un marco metodológico muy adecuado para este objeto de estudio dado su carácter altamente local. ¿Por qué entonces no ponen más etnógrafos sus talentos y fuerzas metodológicas a trabajar sobre este tema?

En tercera y última instancia hay una consideración que resulta particularmente relevante para el tipo de investigación que planeaba realizar -y que eventualmente llevé a cabo- con grupos de extremistas de derecha, jóvenes y socialmente marginados, entre quienes la violencia, el alcoholismo y la delincuencia son prevalecientes. Como etnógrafos nos insertamos plenamente en el campo con nuestros informantes y, más aún, generalmente lo hacemos solos. Tenemos por lo tanto razones para preocuparnos por nuestra integridad y seguridad física, y por los riesgos que tanto el campo como escenario y nuestros informantes mismos pudieran implicar. Todo esto queda claro, sin embargo, y tal vez sin pensarlo demasiado, varios etnógrafos se ponen en situaciones más o menos peligrosas como parte de su trabajo de investigación (para numeros ejemplos véase Nordstrom y Robben, 1995). Por ejemplo, actualmente dirijo las tesis doctorales de dos alumnas que han realizado trabajo etnográfico en Camino Verde, Tijuana, y en Atoyac, Guerrero -dos lugares que, por diferentes razones, en los últimos años son considerados peligrosos y violentos-, lo cual dice algo sobre la proclividad de algunos etnógrafos a meterse en terrenos difíciles.

Pero si ninguna de esas explicaciones parece suficiente, ¿entonces por qué hay tan poco trabajo etnográfico sobre un tema de tanta importancia social y política? Esta pregunta, evidentemente, ha interesado a algunos investigadores. Los antropólogos Marcus Banks y André Gingrich (2006), por ejemplo, reflexionan precisamente sobre esta cuestión en la introducción de un libro de estudios antropológicos que aborda los neonacionalismos europeos contemporáneos. De manera parecida a lo hasta aquí planteado, y por razones semejantes, consideran que las dificultades metodológicas involucradas en el estudio de tales grupos y movimientos no explican adecuadamente la escasez de investigaciones antropológicas sobre el nacionalismo racista. En cambio, argumentan, en la raíz de este vacío se encuentra una cierta predisposición de los antropólogos a realizar investigación sobre el tema y a trabajar con personas y grupos con quienes pueden simpatizar e identificarse. Un correlato de dicha predisposición es la preocupación antropológica con lo que ellos describen como la "higiene moral" y la aprehensión de la proximidad, la colaboración y las relaciones personales -del tipo que la investigación etnográfica usualmente implica- con poblaciones desagradables, una cierta ansiedad casi somática, por así decirlo, frente a la suciedad política, su potencial contagioso o contaminante, y su pestilencia moral.

Desde una perspectiva algo diferente, el antropólogo Neil Whitehead (2004) lidió con la escasez de investigaciones antropológicas sobre la violencia. Él también considera que los peligros metodológicos conllevados en el estudio etnográfico de la violencia, a pesar de su importancia, no ofrecen una explicación suficiente. En su lugar, Whitehead propone que la vacilación en atender la violencia en la investigación antropológica se debe al deseo de muchos antropólogos de representar a sus informantes positivamente, y al correspondiente miedo de estereotipar negativamente a sus comunidades de estudio para enfatizar las dimensiones desagradables de sus culturas. Dicha perspectiva, que parece coincidir con la observación de Banks y Gingrich (2006) sobre la preocupación antropológica con la higiene moral, naturalmente nos enfrenta con la pregunta de qué es precisamente lo que entendemos por "desagradable". Como punto de partida, podemos afirmar en lo que a primera vista parecería ser una obviedad, que lo desagradable reside en los ojos del espectador o, en otras palabras, remite a una serie de criterios elaborados dentro del universo discursivo de los antropólogos y sus públicos, sin tener en cuenta si las poblaciones estudiadas comparten o no estos juicios morales.

Para Banks y Gingrich (ibidem: 11), por ejemplo, lo que el antropólogo encuentra como desagradable en el neo-nacionalismo, lo que imposibilita cualquier relación de simpatía con los informantes y disuade a los etnógrafos de su estudio, consiste en "su orientación básica hacia la exclusión cultural y la asimilación, orientación que contradice la premisa básica de la antropología sobre la sociodiversidad cultural". Whitehead, por su lado, menciona que lo que los antropólogos buscan evadir es, en última instancia, la representación de las culturas estudiadas como violentas frente a un público lector más amplio (2004: 6). En este sentido, lo desagradable es una forma de mirada que señala una variedad de aspectos culturales que, en tanto son atribuidos a grupos específicos, resultan ofensivos a los que investigan y escriben sobre los mismos.

Estas explicaciones comparten una forma de entender la escasez de investigaciones etnográficas acerca de ciertos temas delicados como, por ejemplo, el nacionalismo racista o la violencia, como resultado de ciertas normas que gobiernan la relación entre la antropología y sus objetos de estudio, o como el efecto de una identidad profesional -impregnada de imperativos normativos- que define cómo nos entendemos a nosotros mismos y a nuestros compromisos morales. En otras palabras, son explicaciones endógenas: rastrean el problema en la antropología misma. Como es de esperar, al interior de la antropología también proponen posibles soluciones al respecto. En este espíritu Banks y Gingrich, por ejemplo, recomiendan a los estudiosos del neonacionalismo abandonar la convencional proclividad antropológica a fungir como defensores de los grupos que estudiamos y a cambiar la simpatía por la empatía.

Desde otra perspectiva, sin embargo, se puede entender lo desagradable como una cierta orientación etnográfica a las ideas de las personas que estudiamos sobre lo que constituye el mal gusto. El concepto de "intimidad cultural" de Michael Herzfeld captura algo de este sentido de reconocimiento colectivo de las dimensiones desagradables de una comunidad (nacional, para el caso de Herzfeld). Para el mismo Herzfeld (2005: 3), la intimidad cultural describe "el reconocimiento de los aspectos de una identidad cultural que son considerados fuente de vergüenza hacia el exterior, pero que sin embargo brindan a los miembros del grupo la seguridad de una sociabilidad en común [...] los auto-estereotipos que los miembros del grupo expresan, aparentemente, a expensas de su propia colectividad". De manera particular, los etnógrafos se encuentran en la posición ambivalente de beneficiarse del acceso privilegiado a dicho conocimiento íntimo, por un lado, y a aparecer como intrusos, por el otro. Pero los antropólogos, al igual que los grupos que estudian, también se enfrentan al problema de la intimidad cultural cuando comunican su conocimiento íntimo a otros. Desde esta perspectiva, lo desagradable se refiere a una relación recíproca -una cierta colusión, un cierto reconocimiento incipiente- entre los etnógrafos y las personas que estudian.

Banks, Gingrich y Whitehead ofrecen argumentos muy atinados y comparto su afirmación de que las consideraciones metodológicas por sí solas no ofrecen una explicación suficiente para la aprehensión disciplinaria a trabajar con poblaciones desagradables o peligrosas. Al mismo tiempo, considero que en última instancia sus argumentos son también inadecuados, por tres razones por lo menos. Primero, la llamada a renunciar a la simpatía y a cambiarla por la empatía o, en otras palabras, a evitar las identificaciones afectivas con nuestros informantes y en su lugar limitarnos estrictamente a entender y a explicar sus dilemas puede tal vez servir de guía para el tipo de perspectivas antropológicas poco tradicionales y altamente mediadas que Banks y Gingrich incluyen en su compilación. El libro que presentan estos autores incluye análisis antropológicos de la política parlamentaria, de campañas electorales, de líderes carismáticos, de la performatividad pública, de representaciones mediáticas, de discursos políticos y de la producción de símbolos e imágenes en una variedad de contextos europeos, pero en casi todos los casos, desde una especie de distancia segura. Sus consejos ayudan muy poco a negociar los múltiples impases y ambivalencias que enfrentamos regularmente cuando llevamos a cabo trabajo etnográfico más o menos tradicional. ¿Cómo podemos nosotros, como etnógrafos, consolidar la confianza con nuestros informantes clave, participar interaccionalmente en conversaciones desconcertantes, volvernos íntimamente familiares con el campo y sus habitantes, y por último -y tal vez esto es lo más acuciante- representarlos en nuestra escritura mientras suspendemos totalmente la dimensión afectiva que cualquier relación personal implica?

En segundo lugar, el problema en el caso de mi investigación no parecía ser estereotipar negativamente a las personas con quienes trabajaría por enfocarme en sus aspectos desagradables, sino justamente lo contrario. Una proporción importante de los jóvenes con quienes realicé mi investigación en Berlín oriental habían sido condenados por violencia racista, y la mayoría expresaban cotidianamente, y de manera bastante explícita, sus opiniones xenófobas En partidos de futbol, algunos de ellos gritaban calumnias racistas hacía los jugadores de piel morena o negra, mientras que en sus casas escuchaban canciones que incitaban a la exterminación de los árabes, los turcos y los judíos. Un cierto número de mis informantes (aunque ciertamente no todos) glorificaban al nacional socialismo. En el mejor de los casos negaban, y en el peor celebraban sus atrocidades. Muchos votaban por partidos de extrema derecha. De este modo sería difícil exagerar los aspectos desagradables de estos jóvenes ante los ojos de cualquier persona, ya sea un antropólogo o un ciudadano alemán, que se sienta comprometido con la diversidad socio-cultural (retomando aquí de nuevo a Banks y Gingrich). Sin embargo, desde la investigación etnográfica emerge una comprensión más compleja de las vidas y los mundos sociales de estos jóvenes, en donde la frontera que separa lo agradable de lo desagradable aparece mucho menos clara e inequívoca. Dicho de otro modo, el problema al que se enfrentaba mi investigación era el riesgo de representar a mis informantes como personas complejas, tridimensionales, e irreducibles a su repugnante racismo, podría terminar no representándolos de manera suficientemente negativa. Mi estudio podría resultar una apología de sus formas de vida y sus orientaciones políticas, o por lo menos parecerlo para algunos lectores.

En tercer lugar, y tal vez lo que resulta más significativo, es la tendencia ya mencionada de las explicaciones que ofrecen los autores mencionados a dar cuenta de la escasez de estudios etnográficos sobre el extremismo político, la violencia y otros fenómenos desagradables, en términos endógenos. Ciertamente, tienen razón en enfatizar la responsabilidad de los antropólogos en este asunto. Como lo demuestran los trabajos de Bourgois o de Venkatesh, el estudio de fenómenos sociales desagradables, si bien no es tan frecuente, tampoco está totalmente ausente del archivo etnográfico. Sin embargo, como se hizo evidente en mi conversación con Hans, mi soledad como antropólogo que se preparaba para una investigación etnográfica con jóvenes neonazis ilustraba sólo los límites y las limitaciones internas de mi propia disciplina. Me acuerdo que en ese momento me pareció graciosa la idea de Hans de que, como antropólogo, mis intereses consistieran en -y se limitaran a- el dominio de la cultura (lo que sea que ese concepto signifique -si es que hoy todavía significa algo-2). Me pareció muy pintoresca la noción de que un estudio antropológico de jóvenes extremistas de derecha resultara oportuno no porque podría contribuir con algo nuevo a nuestro conocimiento de sus compromisos políticos o de sus posiciones sociales, sino porque podría arrojar un poco de luz sobre sus rituales sagrados y su simbolismo totémico.

Unos cuantos años más tarde, después de haber completado mi investigación y un poco antes de mi examen de titulación, me encontré en el congreso anual del Council of European Studies. Para las europeístas, este evento es más o menos el equivalente de lo que es el Congreso Anual de Latin American Studies Association (LASA) para los latinoamericanistas. El evento, que tuvo lugar en uno de esos gigantescos hoteles de congresos en el centro de Chicago, reunió a miles de científicos sociales que trabajaban sobre Europa en una gran variedad de disciplinas. La ponencia que presenté, "Hatred on sale" ("El odio a la venta") examinaba desde una perspectiva etnográfica cómo los nuevos modos y posibilidades de consumo entre los neonazis, así como las nuevas circulaciones de mercancías y de modas, se articulan con transformaciones en sus estrategias y compromisos políticos.

Los organizadores del congreso me mandaron a una mesa doble cuyos participantes eran, a excepción de mí, todos politólogos. No era difícil reconocerme, con mis pantalones de pana café y mi suéter de cuello de tortuga de color verde oscuro, en medio de la fila de panelistas que vestían trajes sastres, con camisas blancas, faldas cortas de colores oscuros, y tacones, o sus equivalentes masculinos con camisas blancas, sacos azules con botones dorados y pantalones grises. El hecho de que prácticamente todo el público iba vestido de igual forma me hacía sentir aún menos cómodo. De nuevo me sentía solo. El evidente contraste en la vestimenta resultaba indicativo de diferencias más sustantivas. Mis colegas analizaron, por ejemplo, las correlaciones entre los flujos de migración y los éxitos electorales de los partidos políticos xenofóbicos en diversos países europeos, o la importancia de los cambios demográficos en las diferencias de las medidas objetivas de xenofobia entre Francia y España. Tuve la impresión de que el público no respondió bien al hecho de que, a pesar de proyectar algunas imágenes y textos durante mi ponencia, mi presentación de PowerPoint no incluía ni gráficas ni tablas. En todo este gigantesco hotel, pensé, entre los cientos de mesas que llenaban sus pasillos laberínticos, y a pesar de su enfoque total en Europa, donde el ultranacionalismo, el racismo y la xenofobia se han vuelto problemas urgentes y críticos en casi todas partes, aparentemente no había otros antropólogos -o etnógrafos de cualquier disciplina- que compartieran mis intereses. Todo lo contrario. Mis intereses de investigación me ubicaron automáticamente en la compañía de investigadores que recibieron mi trabajo etnográfico con confusión, escepticismo o simplemente indiferencia. Me acordé de mi conversación con Hans en Berlín, pero esta vez no me pareció graciosa.

Tanto el comentario de Hans como el congreso de europeístas hicieron bastante evidente, lo que tiene que ver con la posición que la antropología y la investigación etnográfica ocupan dentro de un régimen académico de producción de conocimiento. Este régimen asigna a diferentes voces su lugar apropiado, sus valores y sus posibilidades de enunciación; estructura las relaciones entre diferentes modos de investigar y, a la vez, entre cada uno de ellos y el universo de referentes y de objetos en el mundo que están disponibles para la investigación académica, y les asigna una posición dentro de la circulación más general de los discursos políticos y públicos en los cuales pueden o no intervenir. Desde luego que no me refiero aquí a un principio de clasificación disciplinaria simple que, digamos, autoriza a los geógrafos a analizar el espacio, a los antropólogos a estudiar la cultura, a los politólogos a examinar la política, etc., pero sí sugiero que las fuerzas que nos forman, por ejemplo, como antropólogos, nos delimitan ciertos campos empíricos, nos mueven hacia ciertas preguntas, despiertan ciertas curiosidades y no otras, y nos disuaden sistemáticamente de tomar algunos caminos. En otras palabras, sugiero que, como etnógrafos, trabajamos dentro de una economía del conocimiento que asigna ciertos valores a nuestro trabajo y que principalmente es heterogénea, externa, o por lo menos irreducible a nuestra vocación particular. Así, los historiadores con bastante frecuencia escudriñan algunos de los momentos más desagradables y repugnantes de la historia humana, mientras que los politólogos investigan las guerras, los genocidios, los regímenes dictatoriales, o la violencia racista. Como antropólogos, sin embargo, si es que se tolera nuestro interés por tales temas, usualmente se espera de nosotros que apliquemos nuestros métodos etnográficos a los que se percibe -y que representamos- como víctimas, como habitantes de la posición de los oprimidos, los perseguidos o los subalternos.

Para resumir, mi reflexión revela un punto ciego de la antropología al que me enfrenté cuando comencé a preparar mi investigación etnográfica con jóvenes de la derecha extrema en Berlín oriental. Este punto ciego muestra una verdad más general sobre las restricciones de la escritura etnográfica y de la producción de conocimiento sobre poblaciones que nos son desagradables a los académicos y a nuestros públicos. Dichas restricciones son de dos tipos diferentes, aun si éstos están muy interrelacionados: aquellos vinculados a las consideraciones morales y éticas que son, en cierto sentido, internas a la vocación antropológica y aquellos que surgen de una economía del conocimiento, que en gran parte es externa a la disciplina y prescribe y proscribe los temas de investigación y los campos de estudio. A pesar de que la configuración precisa de estas restricciones en particular para el caso de la antropología, podemos suponer que cierta versión de las mismas opera para todas las disciplinas académicas y sus métodos de investigación, aunque de manera distinta en cada caso.

El argumento central de este artículo es que la praxis etnográfica y, de manera más amplia, la disciplina de la antropología, se beneficiaría de una reflexión más sostenida, comprometida y explícita sobre estas tendencias. Me interesa cómo éstas moldean nuestras aproximaciones empíricas y analíticas, no tanto de manera general -una problemática que varios de los autores mencionados han analizado extensamente-, por el contrario, me gustaría enfocarme en la relativamente escasa consideración que, como disciplina, hemos prestado a nuestra manera de enfrentar lo desagradable. Por lo tanto, y más allá de los obstáculos que representan las dos fuerzas que he examinado, en el artículo me gustaría atender a un tercer tipo de restricciones que en mi opinión es específico a la investigación y la escritura etnográfica y que no emerge ni dentro de una disciplina particular ni en la economía de conocimiento académico externa a ella, sino en aquel espacio que podemos denominar como el "campo etnográfico".

Aproximadamente un año después de mi reunión con Hans, regresé a Berlín para empezar de lleno mi trabajo de campo. Entre tanto había identificado una ONG de trabajo social callejero que parecía ofrecer la mejor y tal vez la única posibilidad para realizar mi proyecto exitosamente. La organización empleaba equipos de trabajadores sociales en todos los distritos de la ciudad, incluyendo zonas con altas concentraciones de violencia racista y con presencia de la derecha extrema. Me puse en contacto con uno de estos equipos con vacilación, inseguro de las razones que sus miembros podrían tener para colaborar con mi proyecto, agobiarse con la presencia de un antropólogo que sería de poca utilidad para su grupo pero que requeriría de atención constante, y arriesgarse a exponer quién sabe qué tipo de información confidencial. El entusiasmo con el que aceptaron mi solicitud de integrarme a su equipo para desarrollar relaciones personales con sus clientes derechistas, así como la dedicación con la que me apoyaron a lo largo de mi proyecto tenían todo que ver con la falta de investigaciones similares sobre las poblaciones sin duda desagradables a quienes prestaban sus servicios, un vacío del cual estaban exasperadamente conscientes.

Otro año había pasado, durante el cual me había hecho amigo cercano de los trabajadores sociales y había establecido sólidas relaciones personales con varios miembros de los grupos que atendían. Me había familiarizado con los lugares que frecuentaban, los acompañaba a partidos de futbol, los visitaba en sus departamentos para tomar unas cervezas, charlaba con ellos en los parques, o los acompañaba a los bares que solían frecuentar. A lo largo de mi estancia en Berlín continué acompañando a los trabajadores sociales, conociendo gente y ayudando con lo que podía. Al mismo tiempo orienté mi atención al enorme aparato que gobernaba a los grupos que estudiaba. Cuando me quedaban tan sólo unos pocos meses más en el campo, organicé un pequeño coloquio de un día en la universidad de Humboldt, junto con un colega geógrafo que en ese tiempo investigaba la violencia xenofóbica en contra de vendedores de comida y pequeños comerciantes inmigrantes en Alemania oriental. Llamamos al evento "Analizando los espacios derechistas" y buscamos ofrecer nuestras reflexiones sobre las dimensiones espaciales del extremismo de derecha y de la violencia racista. Aparte de unos pocos alumnos y ponentes, el público estaba conformado por los trabajadores sociales con quienes colaboraba, así como miembros de una ONG llamada Asesoramiento Móvil Contra el Extremismo de Derecha o MBR por sus siglas en alemán. El MBR asesoraba a las autoridades y actores locales sobre cómo enfrentar los problemas del extremismo de derecha y de la violencia racista, y desde hacía varios años era muy activo en el distrito donde yo trabajaba.

La ponencia que presenté buscaba resumir las reflexiones y los hallazgos tentativos sobre un vecindario que ha sufrido especialmente de marginalización, tanto espacial como social. Conocido entre mis informantes como el "gueto", la colonia consistía en docenas de torres prefabricadas de departamentos (en alemán, Plattenbauten) que rodeaban amplias áreas verdes de uso común y una modesta zona de consumo. El proyecto de vivienda (Grofisiedlung en alemán) fue el último en su tipo que se construyó en Berlín durante la época de la República Democrática de Alemania (RDA). Su construcción se concluyó de hecho después de la caída del muro. De manera similar a otras colonias parecidas, sus edificios ofrecieron a los nuevos residentes espacios domésticos mayores, instalaciones modernas y proximidad a lugares de trabajo. El diseño reflejaba ideas utópicas sobre la arquitectura socialista. Después de la reunificación, la crisis económica, el declive social y el aislamiento espacial todos impactaron al gueto de manera dura. La colonia se ha ganado la fama de ser popular entre los extremistas de derecha. En mi ponencia examiné la transformación del gueto en un sitio prototípico del espacio neonazi en el imaginario urbano de Berlín, una especie de agujero negro social y político que se volvió un tanto geográfico metafórico, sobre el cual podían proyectarse todas las pesadillas de la sociedad alemana. Sin minimizar la presencia real de corrientes de derecha extrema en el vecindario, mi objetivo era explorar los procesos sociales y urbanos que lo produjeron en su forma actual: las maneras en las que un espacio residencial -y en cierto sentido utópico- de clase media durante la República Democrática Alemana se convirtió después de la reunificación en un gueto de la periferia urbana; el impacto del colapso total de la económica oriental posreunificación y de las nuevas políticas de bienestar social que atrajeron a muchos hombres jóvenes y desempleados con poca educación y con problemas de alcoholismo y de delincuencia al vecindario; la huida de familias acomodadas que se sintieron inseguras y buscaron viviendas alternativas en otras partes de la ciudad y, desde luego, las representaciones mediáticas que le dieron al vecindario una hípervisibilidad negativa y la presentaron como un hervidero de "hitleritos". Titulé la ponencia "The Neighborhood's gone Nazi", en referencia irónica a la forma problemática en la cual en Estados Unidos se ha hablado de los procesos de desegregación espacial urbana que provocaron el llamado white flight, y con ellos nuevos procesos de resegregación.

Los miembros del público escucharon cortésmente mis ideas durante la exposición, pero cuando terminó el evento los trabajadores sociales estaban furiosos. Mi exégesis teórica sobre Lefebvre y la producción social del espacio urbano como un proceso político e ideológico inseparable de sus modos de representación, mis reflexiones sobre Certeau y sobre los sentidos de lugar cotidianos y fenomenológicos que conceden a las colonias su carácter y mis ideas sobre la semiótica del espacio urbano y los modos en que las representaciones mediáticas y su circulación operan para estereotipar a lugares particulares y para conformar imaginarios espaciales -todo esto les importó poco. El mismo título de mi ponencia, "The Neighborhood's gone Nazi", que al parafrasear una expresión estadounidense claramente racista, yo suponía que comunicaba inequívocamente una intención irónica, desde su perspectiva de entrada reducía la compleja situación social en la cual trabajaban, definida por la pobreza, el alcoholismo, la drogadicción, la violencia, la criminalidad, la negligencia y el abandono por las autoridades municipales, a un mero problema político. Es decir, la reducía a un espacio cuyo problema es preeminentemente de carácter político -en el sentido literal del carácter político de sus habitantes-. Para los trabajadores sociales yo había reproducido más que cuestionado las representaciones y percepciones comunes de las zonas en donde trabajaban. Recuerdo visceralmente la sensación de haberles fallado, de tal vez haber perdido su amistad y sin duda de no poder esperar de ellos cualquier apoyo adicional hacia mi proyecto.

Un par de días después me reuní en sus oficinas con la más joven de los trabajadores sociales, Daniela, que no había asistido al coloquio, para realizar una entrevista que estaba programada de antemano. Nos sentamos en la sala y nos preparábamos a empezar la grabación cuando Andrea, la colega mayor de Daniela, apareció en la puerta. Nos saludó y, volteando hacía Daniela, le preguntó si podía acompañarla un minuto a la oficina. "Te tengo que entregar algo", explicó. Las dos permanecieron un buen rato en la oficina, y a pesar de que podía escuchar sus voces, no podía entender lo que decían. Me acuerdo perfectamente haber pensado que Andrea estaba instruyendo a Daniela sobre qué decir y qué no decir en la entrevista, y que esto fue un resultado directo de la brecha que produjo el coloquio en la confianza entre nosotros. "Si Daniela regresa de la oficina con algún objeto trivial en su mano -pensé, por ejemplo un sobre vacío- "mis sospechas estarán corroboradas". Y en efecto, después de lo que para mí pareció una eternidad, regresó Daniela a la sala con un sobre blanco y delgado en su mano. Al continuar con la entrevista, la ansiedad de Daniela era notable.

Los trabajadores sociales trabajaban bajo contratos desventajosos y anuales con la municipalidad. Estaban plenamente conscientes de que la expectativa de las autoridades era que les ayudaran a enfrentar el problema de los jóvenes de extrema derecha, que enfocaran sus esfuerzos en los sitios donde tales grupos se congregaban y que ofrecieran asesoría individual a sus miembros. Esta tarea tenía prioridad sobre la atención a otras necesidades sociales urgentes. En cierto sentido entendían bastante bien el carácter político de su trabajo. Sin embargo, como trabajadores sociales, su asignación a esta tarea implicaba una mirada sobre el extremismo de derecha como irreducible a la política, y más bien como un fenómeno incrustado dentro de otros problemas sociales como la pobreza, el desempleo de largo plazo, los retos educacionales, la marginalidad urbana, la violencia, la delincuencia y la drogadicción. De igual importancia, y esto no era evidente, implicaba una postura que insistía en el valor de trabajar con los jóvenes extremistas de derecha, con base en un paradigma holístico que tomara en cuenta la multiplicidad de sus necesidades. Para los trabajadores sociales esta aproximación al problema no era únicamente un precepto de las autoridades municipales, sino que reflejaba cómo ellos mismos, con base en su familiaridad con sus clientes, entendían el problema.

Nada de esto, sin embargo, es obvio en la Alemania actual. Todo lo contrario, desde finales de los años noventa las voces dominantes en los discursos públicos, políticos y académicos han llamado a políticas de cero tolerancia que significan la exclusión inmediata y absoluta de personas que muestren inclinación hacia la derecha extrema, y el rechazo de cualquier trabajo que se enfoque en ellos por equivaler, según estas voces, a ser cómplice en sus actividades. Hay muy buenas razones que explican por qué esto se ha convertido en la postura dominante, en las cuales no voy a poder ahondar aquí. El MBR, la ONG cuyos miembros asistieron al coloquio que organicé, representa esta postura dominante, casi diametralmente opuesta a la de los trabajadores sociales. Sus dirigentes han buscado cuestionar las explicaciones sobre la derecha extrema como un fenómeno social complejo, describiendo dichas explicaciones como si minimizaran, disculparan o ignoraran al carácter esencialmente político del problema. Han argumentado que los rápidamente decrecientes recursos públicos y presupuestos municipales deberían apoyar y cultivar a grupos políticos y culturales alternativos que promovieran los valores democráticos, que los movilizaran en contra del nacionalismo y del racismo, y que ofrecieran a los jóvenes en el distrito opciones más normativas de identificación y pertenencia. Por tanto se oponen a cualquier colaboración con, apoyo a, o políticas de inclusión de los grupos que los trabajadores sociales atienden. Vale la pena mencionar que ellos también trabajaban bajo contratos precarios y periódicamente renovables de la municipalidad.

A lo largo de mi investigación fui entendiendo gradualmente que el aislamiento de los trabajadores sociales, su marginalidad y los ataques públicos en contra del tipo de trabajo que realizaban y de cuya importancia estaban convencidos fueron una razón fundamental para su entusiasmo inicial con mi proyecto. Necesitaban que alguien contara su historia, representara las realidades complejas que enfrentaban diariamente, recuperara y posteriormente comunicara públicamente las perspectivas que sólo una intimidad cercana con sus clientes podría hacer posible (el tipo de proximidad que normalmente asociamos con y esperamos encontrar en el trabajo de campo etnográfico). En este punto, la división entre investigación y praxis se vuelve bastante borrosa. Los trabajadores sociales enfrentaban en su trabajo problemas éticos semejantes a los que nosotros, etnógrafos de lo desagradable, a menudo enfrentamos en el campo. Como nosotros, ellos también se encuentran aislados frecuentemente. Tanto ellos como nosotros ocupamos posiciones marginales al interior de los campos en los que practicamos nuestra profesión. La soledad que sentí como antropólogo trabajando etnográficamente con y sobre los jóvenes de la derecha extrema era de cierta manera significativa la misma soledad que ellos han experimentado como trabajadores sociales que atienden a la misma población.

En este sentido, la ponencia que presenté en aquel coloquio los desilusionó profundamente. Por lo menos ante sus ojos había fracasado rotundamente en cumplir con sus expectativas. Aún más, había proveído municiones a sus adversarios. Ahí estaba yo, un antropólogo, profundamente incorporado al mundo local de los extremistas de derecha, íntimamente familiarizado con ellos, una autoridad etnográfica respaldada por una universidad de prestigio, reproduciendo y confirmando los estereotipos y prejuicios de todos aquellos que opinaban sobre el asunto sin nunca haber hablado con un extremista de derecha, sin nunca haber compartido cervezas con ellos, sin haber ido al pub,3 haber asistido a un partido de futbol o haber pasado el tiempo con ellos en sus departamentos.

Lo que me interesa destacar de mi predicamento, en conclusión, es que, como antropólogos, nos enfrentamos no sólo con los límites internos de nuestra disciplina o con las limitaciones externas que nos impone una economía general del conocimiento, sino también con los campos discursivos disputados de los cuales nos hacemos cómplices durante nuestro trabajo etnográfico, ya sea voluntariamente o no, conscientemente o no. Estamos constantemente convocados a posicionarnos y, si rechazamos o ignoramos esa llamada, las personas con quienes trabajamos se encargaran de posicionarnos. Consideremos, por ejemplo, el caso de Yoram Bilu (1997), quien en los años ochenta estudió a un "santo" de la religión popular judía en Israel, que gestionó su propia hagiografía de manera empresarial. Bilu cuenta que tuvo que revisar su interés de investigar y documentar al hombre santo cuando éste llegó a la presentación de su libro. Grabó todo el evento con una cámara de video (una herramienta todavía poco común en ese tiempo) y compró el libro para subsecuentemente presentarlo como aval académico de gran importancia. La inseparabilidad entre el trabajo de campo etnográfico y la producción antropológica del conocimiento es evidente y explicita en otros muchos casos. Tanto Bilu como Venkatesh (2002), por mencionar otro ejemplo, en sus reflexiones sobre su trabajo etnográfico en viviendas de interés social en el sur de Chicago, afirman que esta dialéctica del (re)conocimiento no sólo es inevitable, sino que se puede emplear como un recurso y una fuente para la investigación misma.

Sin embargo, participamos en, y con demasiada frecuencia reproducimos una política de la representación aun cuando creemos que la estamos cuestionando. Los artefactos textuales que producimos se interpretan y se movilizan dentro del mismo campo y en los mismos sitios donde llevamos a cabo nuestras investigaciones y por la misma gente con quien colaboramos. Nunca son meramente descripciones o análisis. Como he afirmado a lo largo de este texto, ya sabemos todo esto. Y mucho de lo que he argumentado es igualmente válido para otras formas de producir el conocimiento académico. Pero la naturaleza de la práctica etnográfica es borrar las fronteras entre la simpatía y la empatía, desestabilizar las distinciones entre análisis y narración, y forzarnos a entrar en relaciones afectivas -que no necesariamente son positivas- con aquellas personas, nuestros informantes, quienes a la vez son nuestros objetos de investigación y a veces también los consumidores del conocimiento que producimos. En este sentido, nuestra escritura etnográfica nos posiciona en campos discursivos y de conocimientos locales en los cuales tenemos fuertes compromisos afectivos, personales y éticos. Esto también, en mi opinión, impacta nuestra voluntad y capacidad de ir más allá de la empatía y escribir sobre lo desagradable.

 

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Notas

1 La industria de investigación sobre la extrema derecha en Alemania incluye no sólo una abundante producción académica, sino que abarca la producida por las instituciones del Estado, de grupos antifascistas, de organizaciones no gubernamentales, de autoridades locales y asociaciones vecinales, de periodistas, etc. Anualmente se publican varios libros sobre el tema, principalmente por politólogos, pedagogos y sociólogos.

2 Para una crítica del concepto de cultura y de su uso contemporáneo, véase Trouillot, 2000.

3 Pub (abreviación de public house, "casa pública") es un establecimiento típico del Reino Unido principalmente en donde se sirven bebidas alcohólicas, no alcohólicas y refrigerios.

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