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Cuicuilco

Print version ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.21 n.61 México Sep./Dec. 2014

 

Debate contemporáneo: las cuentas pendientes de la laicidad

 

¿Las cuentas pendientes del Estado laico o las cuentas pendientes del Estado-nación burgués?

 

Daniel Omar de Lucía

 

Instituto Superior del Profesorado "Dr. Joaquín V. González", Buenos Aires. Centro de Ciencia, Educación y Sociedad A. C.

 

Que la Iglesia esté separada del Estado no
significa que Dios tenga que estar alejado
del gobierno.
Eslogan de la derecha religiosa estadounidense

 

Motiva el presente artículo el deseo de corresponder a la más que atenta invitación que los directivos de la revista Cuicuilco de la enah me han hecho invitándome a participar en un debate académico que reconoce como punto de partida el interesante artículo "Las cuentas pendientes de la laicidad y sus fronteras conceptuales", del antropólogo José Luis González Martínez. El doctor González Martínez encaró su análisis de las luces y sombras en el desarrollo de la laicidad y la secularización del espacio público por el Estado moderno a partir de un interesante cruce interdisciplinario entre la sociología, la antropología y las ciencias políticas. Quien esto escribe, profesor e investigador en el área de las ciencias históricas, pretende aportar ideas al debate, en primer término, desde su rol como historiador y, luego, también desde la reflexión política. Pero no a partir de la reflexión como politólogo o experto en teoría del Estado, sino como un hombre de los tiempos que corren con inquietudes sobre el rumbo que debería tomar la sociedad y que a la hora de analizar las cuestiones políticas lo hace, sobre todo, desde su oficio de historiador. De lo antedicho se desprende que no pretendo escribir desde una supuesta neutralidad. Tengo posiciones tomadas frente a los problemas del mundo moderno y desde dichas posiciones voy a opinar.

Entrando en tema voy a comenzar aclarando que coincido con el doctor González Martínez en que el proceso de desarrollo de los aspectos laicistas del Estado liberal burgués moderno ha sido históricamente progresivo, aunque no exento de cierto grado de unilateralidad e incluso de haber caído en la trampa de reproducir ciertas limitaciones normativas que también se le achacan a los modelos estatales de tipo confesional. En particular, el no poder distinguir entre la búsqueda de limitar y neutralizar cualquier incidencia indebida de los aparatos religiosos verticales y corporativos en la vida nacional de la necesidad del diálogo con los ciudadanos u organizaciones de creyentes como sujetos de pleno derecho. Derechos que incluyen el ejercicio de su culto y la posibilidad de desarrollar los ámbitos específicos de su fe en forma de diálogo y convivencia plural. En cuanto a este último aspecto, y atendiendo a que estamos debatiendo y aportando ideas por invitación de una revista mexicana, viene a cuento mencionar como antecedente una experiencia como la del anticlericalismo de los gobiernos del PRI. Ese curioso modelo laicista jacobinizante, de raíz nacionalista, que revistió un carácter progresivo durante el periodo de las guerras cristeras, pero que luego se prolongó como una especie de mecanismo de exclusión de un régimen de democracia restringida y en una innecesaria proscripción de la presencia religiosa en el espacio público. Podríamos también cargar esa misma falta de distinción entre aparatos eclesiásticos y comunidad de creyentes a la segunda república española, cuya política básicamente progresiva de secularización en el terreno institucional, educativo, cultural, sanitario, etc. no supo incluir una impronta dialógica con el campo religioso, un espacio de diálogo que hubiera servido de vaso comunicante con sectores creyentes dispuestos a participar en el proceso de transformaciones en curso, omisión que favoreció la reagrupación de las fuerzas del bloque derechista reaccionario durante la guerra civil de 1936-1939 y el posterior triunfo del fascismo.1 Quien esto escribe tiene un interés de antigua data por indagar en los límites entre el laicismo secularizador y el anticlericalismo de tipo punitivo. O, si se quiere, en poder identificar cierta frontera pasada en la cual la lucha por la secularización de la sociedad se convierte en un ejercicio de "comecurismo" desligado de cualquier programa político progresivo. Hace años que me dedico a estudiar el movimiento librepensador y anticlerical que se desarrolló en la Argentina entre 1890 y 1920, y que adquirió rasgos de una subcultura anticlerical "enrage" diferente al anticlericalismo de izquierda. El librepensamiento argentino adquirió rasgos subculturales marcados y una tendencia a copiar símbolos, rituales y mecanismos de legitimación tomados de su gran rival ideológico, el catolicismo y sus aliados (el sermón laico opuesto a la misa, la sociedad de filantropía liberal opuesta a las damas católicas de la caridad, la escuela racionalista contra la escuela religiosa, el catecismo ateo contra el catecismo sacro, etc.) [De Lucía, 2002 y 2005]. Un buen ejemplo de cómo el adentrarse en una política anticlerical, despojada de una articulación con los debates estructurales de la sociedad y de las clases sociales como sujetos básicos del proceso social y político, puede conducir a una especie de juego de espejos que sólo consigue devolver la imagen deformada de lo mismo que se busca combatir.

Una vez fijado mi punto de coincidencia con el planteamiento del doctor González Martínez, he ilustrado mi posición con ejemplos históricos concretos, pasaré ahora a señalar la instancia a partir de la cual mis puntos de vista encuentran un punto de fuga en relación con los del autor del artículo que estoy comentando. A juicio de quien esto escribe, y más allá de las unilateralidades y límites que señalé, el legado de la acción secularizadora y laicista del Estado moderno es, en lo fundamental, progresivo y, lo que es más importante aún, creo que todavía no ha agotado todo su potencial transformador. El laicismo fue sin duda progresivo cuando sirvió como el arma necesaria para vencer a la religión que oficiaba de superestructura ideológica del orden feudal moribundo, así como cuando sirvió para legitimar los derechos del hombre, la libertad de conciencia y los derechos de los disidentes en el seno de la sociedad civil. También cuando fue parte del marco en el cual se desarrollaron los Estados nacionales ayudando a impulsar la "voluntad de nación" que permitió derogar la solidaridad a los viejos Estados feudales, o cuando fue la base sobre la cual se desarrolló la escuela común y laica sustituyendo al aparato eclesiástico en la formación de las nuevas generaciones. Fue también progresivo en la medida en que ayudó a desarrollar la conciencia de las clases subalternas, debilitando así la influencia clerical que actuaba como un dispositivo ideológico que bloqueaba las posibilidades de la organización social y política autónoma de los trabajadores y explotados. El laicismo fue progresivo siempre que estuvo ligado a tareas pendientes en el desarrollo de la modernidad capitalista y, luego, a las posibilidades de superación del orden capitalista ya consolidado. El laicismo, en términos generales, dejó de ser progresivo cuando se desvinculó programáticamente de la lucha por los objetivos mencionados para convertirse en un discurso legitimador de ámbitos subculturales, ideologizados y aun de prácticas excluyentes lindantes con alguna forma de racismo de Estado. Resumiendo, coincido con González Martínez en que el laicismo estatal no estuvo exento de incurrir en deformaciones normativas y limitacionistas. No obstante, creo que, mirando el proceso en su conjunto, el programa histórico del laicismo secularizador ha desempeñado un rol más progresivo de lo que él le concede. Por otro lado, también considero que es un serio error creer que una política de corte laicista tendiente a limitar la acción de los aparatos eclesiásticos institucionales en la vida política y social haya dejado de tener razón de ser. En las siguientes páginas intentaré desarrollar los fundamentos de dicha línea de interpretación.

 

¿A qué aspecto del Estado moderno deberíamos reclamarle más por sus deudas pendientes?

Europa se ha olvidado de los barcos que mandó
gente herida por la guerra esta tierra los salvó.
Si vos querés que vuelva otra vez donde nací
yo pido que tu empresa se vaya de mi país,
y así será de igual a igual...

León Gieco, "De igual a igual"

Una primera crítica que vamos a hacerle al artículo del doctor González Martínez es que creemos que quizás no le da prioridad al deudor más adecuado a la hora de reclamar por las cuentas pendientes del desarrollo del Estado liberal burgués. A mi juicio el Estado burgués moderno presenta más cuentas pendientes en relación con la búsqueda de una convivencia en el pluralismo en tanto que Estado-nación que en relación con su rol histórico como Estado laico. Me refiero al modelo de Estado jacobino centralizador, que sólo reconoce la soberanía de la nación como cuerpo homogéneo, y que siempre adoleció de desconfiar de la diversidad étnica, cultural y lingüística en su seno [Rosanvallon, 2007]. Ese modelo fue, sin duda, una construcción progresiva durante el ciclo de las revoluciones burguesas europeas y las luchas independentistas latinoamericanas, y para la consolidación de los Estados nacidos de esos procesos, pero con el tiempo puso en evidencia límites históricos difíciles de superar. Baso la anterior afirmación en el hecho, fácil de constatar, de que en la mayor parte del mundo donde se consolidaron modelos de Estados con un sistema de democracia burguesa liberal, la libertad de culto y cierta convivencia básica interconfesional está, en lo fundamental, asegurada. Incluso quiero llamar la atención en el hecho de que, en aquellos lugares del mundo occidental donde subsisten conflictos religiosos de cierta magnitud, éstos por lo general se articulan con conflictos étnico-nacionales (situación en el Ulster, la dimensión religiosa del conflicto en los Balcanes, aspectos confesionales en el conflicto entre Ucrania y la Federación Rusa, etc.). Aun con sus límites y sus contradicciones, el desarrollo del programa laico del Estado burgués moderno presenta un balance más favorable que el que presenta el desarrollo de sus concepciones nacionalistas homogeneizadoras de la población en un tipo de unidad reacia a reconocer pluralidades.

El Estado centralista europeo y su versión latinoamericana atemperada presentan, a mi juicio, muchos más problemas no resueltos con un cierto ideal de convivencia pluralista igualitaria que las deudas que el Estado liberal burgués mantiene en materia de convivencia interconfesional. Sin duda estas deudas revisten características diferentes en Europa y América. En el viejo mundo el problema principal son los nacionalismos periféricos negados por las dictaduras fascistas y por los regímenes burocráticos del Este, pero a la postre, también son objeto de muchas reservas y rémoras de parte de las civilizadas democracias burguesas del "mundo desarrollado". En América Latina las principales deudas del Estado-nación son para con sus minorías indígenas y poblaciones mestizas y, con otras características, para la población afroamericana y afrodescendiente. Mientras en la vieja Europa el conflicto es antes que nada "nacional", acá en América Latina es, en lo fundamental, "étnico" [Díaz Polanco, 1991: 53-74].

La plácida y "ejemplar" comunidad de Europa mantiene muchas más deudas para con las aspiraciones de los vascos, los catalanes, los corsos, los germanoparlantes subalpinos, los irlandeses, y los valones y flamencos que para con sus disidentes religiosos. También mantiene parecidas deudas para con sus minorías aborígenes nómadas (gitanos, yeniches, lapones, etcétera) y para con los migrantes del "Tercer Mundo" o de su propia periferia atrasada, a los que una Europa comunitaria y postindustrial les aplica el "racismo de la renta per cápita", la cual se intenta legitimar con el rimbombante argumento del "fracaso del multiculturalismo". Esa Europa que vota masivamente a partidos xenófobos de extrema derecha mientras festeja con toda pompa, y puntualmente, los aniversarios del triunfo de las potencias democráticas sobre las dictaduras fascistas. En mi opinión, si en Suiza u otras partes del llamado "mundo desarrollado" se convoca a plebiscitos para decidir cuestiones tan trascendentes como si es lícito levantar minaretes de mezquitas, el problema no es tanto que a los civilizados ciudadanos helvéticos les moleste que la oración de un muecín los despierte en la mañana, sino que no quieren compartir sus puestos de trabajo, sus escuelas, hospitales y servicios asistenciales con los migrantes que vienen de África del Norte y de la menos estética África subdesarrollada, esos migrantes multirraciales que son los grandes marginados del mundo contemporáneo, marginados a partir de la construcción de una alteridad excluyente en la que se mezclan fenotipo, lengua, estados sanitarios, nivel sociocultural y, a veces, también religión. Lo anterior escrito sin soberbia, pero con el orgullo de ser habitante de un país en el que, más allá de sus puntos oscuros y muchas deudas no resueltas con el pluralismo, a nadie se le ocurriría perder el tiempo discutiendo si es o no conveniente impedir que se erija una mezquita, una sinagoga, una pagoda china o lo que sea. Ni tampoco si es necesario prohibir el uso del velo femenino por una cuestión de ¡seguridad! Agregaría también que en la Argentina ni al peor demagogo reaccionario (de los que tenemos, y muchos) se le ocurriría intentar sacar rédito político electoral con propuestas de esas características. Los "sudacas" no somos un dechado de convivencia pluralista, pero no estamos construyendo muros invisibles para impedir la invasión de los "nuevos bárbaros".

Los muertos en el placard de América Latina en materia étnica revisten otro carácter y tienen otra historia. En las áreas nucleares de América hispana, durante el periodo republicano, el indio heredó, aunque de manera encubierta, parte del estigma de casta establecido en el periodo colonial. En los países periféricos, luego de la ocupación de los territorios nacionales por los ejércitos criollos, genocidas de los indígenas, la vida de las poblaciones aborígenes se vio signada por un proceso de proletarización, más abarcador o más parcial, según los casos y los consecuentes fenómenos de anomia cristalizados en la incorporación de un tipo de ciudadanía, las más de las veces vacía de todo contenido. El problema afroamericano presenta rostros más plurales a lo largo de nuestro continente. El pasado servil de los descendientes de esclavos dejó sus huellas, de facto y de iure, en los límites que incluso acotaron la ya relativa ciudadanía que se le reconocía formalmente. Conviviendo el más radical "prejuicio de raza" en el Caribe no hispano con el más relativo "prejuicio de color" en la mayor parte de Hispanoamérica y Brasil sobre una serie de complejos y cambiantes vínculos entre lo étnico y lo clasista. En Iberoamérica no tenemos nacionalidades oprimidas, sino grupos étnicos ("pueblos", si se prefiere) marginados, expoliados y encubiertos. Con antecedentes de diversa data, el fin del siglo XX trajo la irrupción de una serie de procesos políticos de primera magnitud, en los cuales lo étnico se convirtió en un ordenador de primer orden. Un fenómeno como el Estado multiétnico boliviano, el movimiento indígena en Ecuador, Perú, México, Centroamérica, un fenómeno más particular, como la lucha de los mapuches chilenos, la irrupción de movimientos campesinos, o del movimiento negro en países como Brasil, Colombia o Venezuela; representan no sólo la emergencia de nuevos actores sociales y políticos, sino también una impugnación a los límites históricos del Estado-nación en su versión criolla, una demanda de reformulación de las estructuras básicas del Estado y su cuerpo legal en el sentido de la ampliación y diversificación de los derechos democráticos. Esta primavera de la lucha por el reconocimiento de las identidades marginadas y negadas históricamente, ¿no reconoce una dimensión religiosa? Sin duda las formas tradicionales de catolicismo popular de base indígena o mestiza, así como los cultos religiosos de base afro, constituyen uno de sus puntales. A mi juicio, el rescate de las formas de religiosidad popular latinoamericana, como formas de religiosidades subalternas, marginadas y encubiertas, precede en términos temporales a otras formas de rescate identitarias. No viene a cuenta acá rememorar la larga relación entre las formas de religiosidad indoamericanas y afroamericanas con las formas que adquirió la resistencia de las masas iberoamericanas a lo largo de la historia. Mas sí lo hacemos en un artículo [De Lucía, 2006] que es parte de un intercambio de puntos de vista con el doctor González Martínez, quien es coautor, junto con mi entrañable amigo Ricardo Melgar Bao, de la obra Los combates por la identidad. Resistencia cultural afroperuana, un libro señero sobre estas temáticas, el cual tuve el placer de leer e integrar como bibliografía a algún trabajo de mi autoría y sobre el que escribí una reseña [De Lucía, 2009].

Quien esto escribe no es un agita banderas de las reivindicaciones étnicas elevadas al rango de panaceas que encerrarían el secreto para solucionar todos los males del mundo. De formación marxista, tiendo a considerar a lo étnico como un factor que debe incorporarse a la lucha multidimensional para la construcción de una hegemonía de las clases subalternas en el proceso del alumbramiento de una sociedad sin explotadores ni explotados. Dentro de ese marco teórico y político, entiendo que la mayoría de los problemas étnicos no pueden entenderse desligados de la inserción y las correlaciones existentes entre los distintos grupos étnicos y la estructura de clases de la sociedad. El programa de la lucha por el respeto de los derechos étnicos, lingüísticos y culturales de los pueblos y nacionalidades reviste, en términos generales, un carácter progresivo. A mi juicio el carácter progresivo de estos procesos encuentra sus límites, y a veces incluso el comienzo de su desnaturalización, cuando cae en un esencialismo etnicista que sirve para: a) encubrir y negar las contradicciones de clase que atraviesan a una comunidad étnica nacional; b) promover una variante de racismo no hegemónico o "contrarracismo" de minorías marginadas; c) convertirse en un instrumento funcional a los intereses de élites que buscan acumular poder a partir de postularse como los representantes indiscutidos de clientelas étnicas y nacionales. También quiero ser claro en un punto. Si en algunos conflictos étnico nacionales europeos la lucha por la autodeterminación nacional puede revestir un carácter progresivo y encontrar una justificación histórica y política, no le reconozco esa misma virtud a los movimientos etnicistas radicales que florecen en Iberoamérica. Insisto en lo que antes afirmábamos respecto a que en Iberoamérica no tenemos nacionalidades oprimidas sino grupos étnicos o, si se quiere, pueblos (pueblos con historia, al contrario de lo que parece sugerir la expresión "pueblos originarios", ese concepto nacido del arsenal teórico del posmodernismo). En América Latina el secesionismo aborigen, afroamericano o de otro tipo, está asociado por lo general a movimientos políticos de signo reaccionario e incluso proimperialista o neocolonial (la cuestión de los indios miskitos en Nicaragua, el reaccionario movimiento Garvey en el Caribe, el actual secesionismo en el oriente boliviano, etcétera).

Por eso, luego de revisar lo que entiendo que son las cuentas pendientes del Estado burgués en tanto que Estado-nación, me pronuncio por la defensa de la integridad territorial de los Estados nacionales del subcontinente latinoamericano contra un secesionismo de base étnica potencialmente funcional a proyectos proimperialistas o neocoloniales. En este terreno, el Estado-nación en las naciones oprimidas, en tanto espacio económico en el cual se desarrolla la lucha de clases a nivel nacional y como superestructura política que puede ayudar a poner un límite a la penetración económica imperialista, sigue desempeñando un papel progresivo, más cuando en los grandes centros del poder financiero, como el FMI y el Banco Mundial, sigue habiendo tecnócratas que dibujan sobre el mapa de las regiones más pobres de nuestros Estados el término UGI (Unidad Geopolítica Inviable). Desde mi punto de vista, la emergencia de un montón de actores sociales que luchan por la visibilización de su identidad y por el reconocimiento de los derechos de las comunidades a las que pertenecen representa una etapa superior en la lucha por la democratización de los Estados modernos. Pero este proceso tendría que ser pensado más como un punto de partida que como un punto de llegada. En la agenda de las izquierdas latinoamericanas sería bueno comenzar a poner en actas una serie de problemas y discusiones que la emergencia de los movimientos étnicos y la concreción de algunos de sus objetivos ponen en primer plano. ¿A partir de qué puntos de ruptura los movimientos de base étnica entran en colisión con las luchas de las clases subalternas en su conjunto? ¿Cuáles son los elementos del discurso etnicista funcionales a ciertos dispositivos ideológicos de signo reaccionario o de tipo populista negador del conflicto de clases? ¿En qué medida los movimientos étnicos pueden terminar siendo funcionales a la consolidación de burocracias de base étnica que acumulan poder siendo las correas de transmisión de partidos y gobiernos burgueses entre sus clientelas étnicas? Ya tenemos algunos resultados de la aplicación de reformas producto de demandas etnicistas que permiten apreciar algunos puntos oscuros de cierto etnicismo unilateral; por ejemplo la aplicación de los sistemas de justicia étnica en el Estado plurinacional boliviano, que en algunos casos ha sido denunciado como base de acciones punitivas entre grupos étnicos contra otros o por imponer de manera indistinta los parámetros del derecho comunitario a todos los habitantes de determinada jurisdicción, independientemente de su adscripción étnico cultural. El camino de la lucha por el reconocimiento de los derechos de las minorías marginadas se debe seguir transitando, pero desbrozando las frondosas malezas que lo atraviesan.

No quisiera concluir este punto sobre los problemas planteados por las luchas étnico nacionales en el comienzo del tercer milenio, sin mencionar los rasgos sobresalientes de éstos en otras partes del mundo donde la historia de la formación del Estado moderno ha seguido caminos distintos a los seguidos en Europa o América Latina. Quiero llamar la atención sobre la problemática de la "etnicidad politizada" en el África postcolonial, continente que fue colonizado en la etapa imperialista del sistema capitalista por medio del saqueo y el desarrollo de un Estado colonial genocida y expoliador, que utilizó las contradicciones étnicas de los pueblos colonizados para fortalecer su dominio. Una administración colonial que, luego de su retirada a partir de 1960, sólo dejó el caos a sus espaldas. Y de ese caos emergió la lucha de menudas élites tribales o étnicas que tomaron el aparato político y militar de los Estados en formación como botín de guerra, ahondando los conflictos entre las distintas comunidades en su seno. En relación con el tema que dio origen a este debate, no es casual que en un continente como África, donde no existió la oportunidad histórica de desarrollar un Estado moderno estable, los terribles fenómenos de etnicidad politizada también incluyan ribetes religiosos que en los últimos años están ganando centralidad. El África de los ejércitos de niños y de masacres de hutus y tutsis es también el África del avance del fundamentalismo islámico en el Sahel, de la evacuación masiva de los judíos falashas y de la división del Sudán a partir de un conflicto que se potenció y manipuló a partir de las diferencias de base religiosa. Lo mismo podríamos decir del mundo islámico y de buena parte de Asia, donde el retiro del colonialismo volvió a sacar a la luz estructuras políticas heredadas de los despotismos premodernos, en donde Estado, sociedad y religión están históricamente unidos, haciendo muy difícil la emergencia de un sistema político moderno y de un espacio público secularizado autónomo de los poderes religiosos. Lo cual, aclaro, no justifica la teoría proimperialista del "choque de culturas" del benemérito Samuel Huntington y los halcones de la derecha estadounidense. Los problemas de tipo religioso, mezclados con problemas de base étnica como agentes de nacionalidades abortadas antes de desarrollarse, también tienen su lugar en un continente que vivió una colonialidad atípica en la que el trabajo de los misioneros católicos y protestantes fue muy difícil de separar del desarrollo de las administraciones coloniales que se retiraron de manera tardía y parcial. Me refiero a Oceanía con sus "cultos de cargo" melanesios y sus cultos proféticos polinesios como una curiosa respuesta a la aculturación de tipo religioso, y con sus luchas raciales entre melanesios e hindúes en las islas Fidji [Stavengahen, 1996]. El racismo antiasiático de la "Australia blanca" y su símil neozelandés, en cambio, ha sido un típico racismo de base xenófoba ligado a la dialéctica atracción/repulsión-sulbalternizacion de la mano de obra barata. Con base en todo lo anterior, me gustaría hacer notar que una mirada atenta a un panorama del mundo moderno parece indicar que en los lugares donde no se han podido desarrollar Estados laicos de cierta entidad hay mayores posibilidades de que los conflictos étnicos se sazonen con un picante elemento religioso.

 

Una historia alternativa de la construcción progresiva de un orden laico en el mundo Occidental

Uno de los aspectos del trabajo del doctor González Martínez que más me interesó es su mirada sobre las experiencias de convergencia interconfesional en la Europa medieval, particularmente sobre la convivencia de cristianos, musulmanes y judíos en el Al-Ándalus antes de la invasión almohade y la más acotada convivencia de sabios y mercaderes de las tres religiones en la Toledo cristiana de los tiempos de Alfonso el Sabio y hasta fines del siglo XIV. Nuestro autor califica de "laicidad pragmática" a la acción de los sabios y comerciantes de las tres religiones que supieron coexistir en espacios comunes, y a través de una red comercial y de sabios, a ambos lados de la frontera entre la cristiandad y el islam. Una experiencia de "laicidad" protagonizada por sujetos particulares, que actuaron con independencia de Estados poco inclinados a la tolerancia religiosa de la diversidad confesional. Tal parece que González Martínez quisiera escribir una contrahistoria de la construcción progresiva de un orden laico en el mundo occidental. Una contrahistoria que hundiría sus raíces en el Medievo y sería desarrollada por pequeños grupos ilustrados y pragmáticos, diríamos, al margen de las transformaciones de las estructuras estatales del Estado, el cual siguió la secuencia monarquía feudal/monarquía autoritaria-absolutista/Estado burgués moderno. ¿Qué podemos decir sobre todo esto?

En primer lugar, que el tema es interesante y estimulador. No podemos sustraernos de la tentación de, a las experiencias que menciona González Martínez, agregar algunas experiencias de variadas formas de convivencia interconfesional del espacio del islam y algunas de la cristiandad en el periodo anterior al desarrollo de los Estados modernos: a) el respeto a las "religiones del libro" por la mayoría de los Estados musulmanes clásicos; b) la relativa convivencia de cristianos (católicos y de las iglesias orientales) y musulmanes en los Estados cruzados de Palestina, Siria y Asia menor en los siglos XII y XIII [Hindley, 2010: 95-122]; c) la convivencia de geógrafos moros, judíos y musulmanes en las escuelas de cartógrafos y geógrafos de Mallorca en el siglo XIV y en la escuela de navegación de Sagres, fundada por el príncipe lusitano Enrique el Navegante en 1417 [Chaunu, 1972: 67-69; Phillips, 1994: 177-199]; d) la presencia controlada de mercaderes e incluso de misioneros católicos en el norte de África, tolerada por los Estados musulmanes a partir del siglo XIII; e) la reconversión del modelo musulmán de respeto a las "religiones del libro" por el despotismo turco de los gobiernos de la Sublime Puerta.

Todos estos ejemplos que hemos enumerado representan las experiencias que más se acercan a formas de convivencia relativamente aceptables entre comunidades de distintas religiones que convivían bajo un mismo Estado en la cristiandad o el islam. Como se puede ver, la atipicidad resalta más en los casos situados en Estados cristianos y menos en los que se verifican en los territorios bajo la soberanía musulmana, ya que, como vimos, el islam propició, desde su origen, cierto respeto básico para las comunidades religiosas que pertenecían a las "religiones del libro". La pregunta que ahora cabe hacerse es la siguiente: ¿estas experiencias, y en particular las que González Martínez pone como ejemplo de una experiencia de "laicidad pragmática" avant la letre, pensada a partir de las estrategias de actores sociales, se pueden calificar como independientes de los Estados de la época? En mi opinión, creo que en el origen de este tipo de experiencias hay mucho de "pragmatismo", pero nada de laicidad. Veamos por qué.

El concepto de laicidad era ajeno a las culturas político institucionales de la época, ya sea en el islam o en la cristiandad. La laicidad no se concebía, ya sea que la entendamos como un espacio neutral en donde no se postula la supremacía de una religión sobre otras, como un espacio en donde existe una simetría de derechos entre distintas comunidades religiosas, o bien, como la separación de atribuciones y jurisdicciones entre el poder político y las jerarquías religiosas, ya que ni en el islam ni en la cristiandad se concebía a lo religioso separado de lo político. En ninguna de las experiencias mencionadas existe algo parecido a un ámbito laico o secularizado, sino una particular forma de convivencia asimétrica, jerárquica y condicionada de distintas comunidades religiosas o grupos pertenecientes a ellas bajo las reglas de un Estado que se identificaba con una comunidad religiosa en particular.

Es un hecho harto conocido que en la Edad Media europea no existía el concepto de tolerancia religiosa, en el sentido de un valor positivo, universal e inherente a los derechos de las personas. Pero tampoco encontramos algo semejante en el islam, como a veces se ha intentado sugerir. Dejemos de lado la fuerte intolerancia del islam para con los miembros de religiones no monoteístas (Al Majus, paganos), la cual ha hecho que el recuerdo de la expansión musulmana sobre la India aún pese como un elemento de odio entre las poblaciones de dicho subcontinente. Aun en relación con las Ahl al- Kitab, o "gentes del libro", la posición de los no musulmanes no se basaba en un criterio de tolerancia como se entiende en el mundo moderno. Tanto en el Corán como en los Hadit y en la Summa del profeta los Ahl al- Kitab son vistos como gente que creía en el mismo Dios que los musulmanes y compartía una parte de la revelación del Corán, la revelada por los profetas que habían precedido a Mahoma, sello de los profetas. Eso los colocaba en una situación distinta a la de los paganos.

El islam les reconocía el derecho de celebrar su culto, tener un derecho propio y sus propias autoridades. Incluso se postulaba que eran minorías protegidas por las autoridades islámicas. No obstante, la situación de los Ahl al-Kitab bajo la soberanía de los Estados musulmanes siempre fue claramente subalterna. Constituían un grupo con derechos asimétricos (tenían prohibido llevar armas, desarrollar ciertos oficios, vestirse de determinada manera) en relación con los musulmanes, además de estar encuadrados en una categoría fiscal especial obligada a pagar onerosos impuestos por su condición de no musulmanes. Esto último permitía conciliar un principio de respeto a las creencias de los no musulmanes con una presión muy concreta en el sentido de forzar su conversión, la misma tensión presente en la raíz del Corán entre el llamado a la Hijad y el principio de no coerción para la conversión de los infieles. Por otra parte, el respeto a las comunidades de Ahl al-Kitab por parte de los poderes musulmanes siempre estuvo supeditado a la exigencia de la más estricta sumisión a la soberanía islámica, y el menor gesto de rebeldía podía anularlo. Es indudable que, salvo cuando el poder estatal cayó en manos de grupos rigoristas, o en los periodos de guerra contra los Estados cristianos, la situación de los Ahl al- Kitab en el mundo islámico tendía a ser más aceptable que la de los no cristianos en las monarquías feudales europeas. Pero nada de esto se puede relacionar con la afirmación de la existencia de un espacio laico o la aceptación de la tolerancia como un valor positivo y de carácter universal [Etienne, 1989: 71-75]. Siglos después, otro Estado de importancia central en el mundo islámico, el imperio otomano, supo hacer un uso sumamente inteligente de la tradición islámica de protección a las minorías "del libro". El Estado despótico turco consideraba al emperador como padre de los distintos pueblos que vivían bajo su soberanía (musulmanes no turcos y minorías religiosas), a los cuales les asignaba un estatus social y derechos asimétricos. Les reconocía su derecho a tener su religión y sus propias autoridades comunitarias, a las que hacía responsables por la conducta de su grey. Esto último convertía a los líderes religiosos no islámicos en una efectiva policía de las conciencias de sus fieles, así como en celosos defensores de la sumisión más estricta a los señores turcos como garantes de los privilegios de estos líderes, quienes hacían las veces de correa de transmisión de los emperadores de La Puerta. No hubo más celoso defensor del dominio otomano en los Balcanes que el clero ortodoxo buscando desalentar cualquier revuelta cristiana contra los amos turcos. Tengamos en cuenta que estamos hablando de un Estado que se despidió de su existencia histórica iniciando lo que sería el primer genocidio de la modernidad tardía. En respuesta al nacimiento de una corriente de nacionalismo armenio dentro de sus fronteras, el sultán Abdul Hamid II ordenó masacrar a sus súbditos "protegidos" armenios entre los años 1894-1897. Tarea que, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, concluiría la república de los jóvenes turcos agregándole a la masacre de armenios la de los griegos pónticos, los cristianos caldeos y otras minorías, indicio claro de la fuerte carga que la tradición islámica de unión de Estado y sociedad ha cargado sobre los hombros de los Estados musulmanes modernos [von Grunebaum, 1975: 96-136]. Por otro lado, podemos encontrar antecedentes históricos de arquitecturas del poder centradas en la alteridad religiosa, semejantes al imperio otomano, a las que nadie calificaría de "laicas" en el sentido moderno. Por ejemplo, los kanatos tártaros de Asia, despotismos tributarios que se erigieron sobre toneladas de huesos de las poblaciones conquistadas que opusieron resistencia a su dominio pero que nunca pretendieron obligarlas a adoptar su culto al dios-firmamento Tengri y su chamanismo de raíces esteparias. Por el contrario, en el Asia unificada por Gengis Khan y sus descendientes se instaló la Pax Mongólica y se puso en rigor el Yasa, o código mongólico, que le garantizaba a animistas, budistas, confucionistas, musulmanes, cristianos, nestorianos, etc. [Saunders, 1973: 159-174] continuar ejerciendo el comercio y realizando su culto sin interferencia. No está de más recordar que en la antigüedad el imperio romano, con su religión pagana de Estado que rendía culto a la Roma deidificada y al genio del emperador, fue bastante tolerante con las religiones de los pueblos conquistados. Sin embargo, cuando esa tolerancia llegó a su límite, comenzó la persecución a los cultos que se consideraban subversivos en términos políticos y sociales por no rendir homenaje al culto de Roma y del emperador, o a los que se sospechaba que criticaban las bases del sistema social esclavista. Los cristianos, como lo indican las fuentes antiguas, no fueron perseguidos tanto por ser cristianos, sino por ser considerados ateos al no aceptar los cultos del Estado [Trocmé, 1985: 356-437].

Quiero ahora analizar el uso que hace el doctor González Martínez del término pragmatismo al utilizarlo para calificar las estrategias de los actores sociales —mercaderes, financistas, comerciantes, médicos, científicos— que protagonizaron las experiencias de convivencia interconfesional premodernas que cita. Coincido con él en el uso del término. Sin duda alguna se trataba de una actitud de pragmatismo dictada por intereses económicos, por la necesidad de acceder a prácticas terapéuticas no accesibles de este lado del limes, por la conveniencia de intercambiar conocimientos, por la necesidad de fortalecer la propia posición como miembro de una comunidad minoritaria con base en sus vínculos con el otro lado de la frontera cultural y hasta por la necesidad de mantener canales diplomáticos abiertos. Este tipo de pragmatismo se verifica, con mayor o menor intensidad, a lo largo de toda la historia en las fronteras más impermeables que el mundo ha conocido. Por otro lado, nos dice bastante sobre los vasos comunicantes de eso que alguna vez se llamó "mundos cerrados". Pero no creo que esto nos permita hablar del desarrollo de un ámbito laico en los sentidos antes definidos. Ni tampoco que sean indicios muy fuertes de la existencia de una valorización positiva de la pluralidad confesional por parte de los grupos que exhibían estas tendencias pragmáticas.

En su importante estudio sobre el régimen nazi, Ian Kershaw polemiza con los historiadores orales que estudiaban las formas de resistencias subterráneas a la dictadura hitleriana e incluían en ellas la práctica de muchos campesinos alemanes que, a pesar de que el Estado lo prohibió, siguieron comprándole ganado a los tratantes judíos. No hay elementos que autoricen a decir que los campesinos que compraban ganado a los tratantes judíos, que se los vendían a precios aceptables, fueran antifascistas conscientes y repudiaran la persecución racial nazi [Kershaw, 2004: 245-285]. Lo mismo podríamos decir de muchas relaciones mercantiles o de otro tipo que cruzaban las fronteras confesionales de la Europa medieval. Por otro lado, tampoco me parece que la actitud de quienes establecían estas relaciones sea una demostración de enfrentamiento contra las normas y reglas del juego establecidas por sus respectivos Estados. Insisto en que si estas convergencias eran posibles, era porque los Estados de ambos lados de la frontera religiosa las toleraban y, a veces, incluso las fomentaban como parte de objetivos propios.

Los casos de convivencia interconfesional en el Medievo que cita el doctor González Martínez tienen sin duda un perfil propio dentro del conjunto de casos semejantes que podríamos citar por afinidad. No obstante, no los creo ajenos a ciertos límites que siempre acosaron a la convivencia entre comunidades religiosas diferentes en esos siglos. La convivencia, aun en los casos en que se llevó a niveles más interesantes, siempre convivió en tensión con una serie de elementos que la acechaban y que a veces estallaban sin poder ser contenidos. El propio derrotero, en tiempo largo, de los casos que menciona González Martínez del Al Ándalus y de los reinos cristianos ibéricos son un claro indicio en ese sentido. Se me ocurre ilustrar esta situación con otro ejemplo que, si no puede equipararse sin más con los ejemplos ibéricos, tampoco está en las antípodas de ellos. En la Inglaterra de los reyes Plantagenet los judíos llegaron a gozar de niveles interesantes de autonomía y aun de prosperidad. En la Inglaterra anglosajona vivían muy pocos hebreos, pero luego de la conquista normanda (1066) muchos judíos del norte de Francia, de Flandes y de España emigraron a las islas británicas los cuales pronto se convirtieron en los principales prestamistas de los reyes y de los nobles ingleses. Los médicos judíos pasaron a ser los más requeridos en la corte. Las cofradías de ricos comerciantes judíos construyeron viviendas lujosas en varias ciudades británicas. Los judíos plebeyos, que vivían en calles especiales cercanas a los mercados, establecieron relaciones bastante aceptables con los cristianos. Sin embargo, esta convivencia conoció distintas interrupciones que se hicieron más frecuentes en la segunda mitad del siglo XII. La atribución recurrente de crímenes rituales a los judíos provocó no pocos pogroms populares. En vísperas de la convocatoria a la tercera cruzada (1187-1189) la intensificación del fanatismo milenarista derivó en una persecución general de los judíos, incluyendo masacres y saqueos de sus sinagogas. Ya a comienzos del siglo XIII la situación de la judería inglesa era bastante precaria, y continuó acentuándose hasta la expulsión de los judíos decretada por Eduardo I en 1290 [Johnson, 1991: 218-220], una primera expulsión masiva de los judíos en el Medievo, que seguiría jalonada por varias más hasta cerrar el ciclo de las grandes expulsiones medievales con la decretada por los reyes católicos en el famoso año 1492, la cual constituye un ambiguo parteaguas de la historia. En su momento las necesidades "pragmáticas", de los particulares o del Estado, tendían a encontrarse con sus límites. Por eso la convivencia limitada y condicionada de actores sociales pertenecientes a distintas comunidades religiosas no permite hablar de tolerancia ni desarrollo de un laicismo no estatal en la Edad Media, de la misma manera que la existencia de los tribunales del amor cortés en Aquitania no autorizan a hablar de igualdad de géneros, ni las huellas visibles de homosexualidad en la cultura de los cerrados círculos masculinos de la caballería feudal autorizan a decir que en esa Europa inquisitorial, que quemaba vivos a judíos, brujas, herejes y sodomitas, las relaciones homoeróticas eran toleradas.

Por todo lo antedicho creo que, sin negar las experiencias de convivencias medievales, no hay base para tratar de construir una contrahistoria de la secularización progresiva y el desarrollo de un espacio laico al margen de una historia de la transformación del Estado en la transición desde el feudalismo clásico a las monarquías absolutas y luego al derrocamiento de éstas durante el ciclo de las revoluciones burguesas. Me parece que el doctor González Martínez es muy duro en su caracterización de Felipe VI y de Guillermo Nogaret en el enfrentamiento con el papa-emperador Bonifacio VIII (también es duro con Maquiavelo, que tuvo la virtud de pensar la política como una ciencia autónoma de lo teológico y de artificiosas construcciones morales por vez primera). Es verdad que el rey francés y su ministro no se portaron de manera muy gentil con el pontífice romano ni con los pobres caballeros templarios que murieron en la estaca. Es verdad que para la tradición católica el cautiverio del papa en Avigñon es considerado un hecho blasfemo y nefasto. Pero visto desde una perspectiva histórica, se puede concluir que éste no fue un episodio "trágico". Más allá de las apetencias personales, la falta de escrúpulos de sus actores y la sevicia de la metodología a utilizar es indudable que la derrota de las pretensiones del papado al poder temporal por encima de los reyes fue progresiva. En el siglo XIV comenzaba la crisis del feudalismo clásico, y a la Iglesia, como la principal y más poderosa red feudal europea, le tocó pagar una parte importante de la deuda histórica acumulada. Aliadas con las ciudades, las monarquías comenzaron a elevarse por sobre los señores laicos y eclesiásticos alumbrando el primer esbozo del Estado moderno. Igual de progresivo fue el galicanismo de los reyes Valois (como a su manera lo fue el patronato sobre la Iglesia de España y América por parte de los reyes católicos). Si a alguien hubiera que cargarle en la cuenta la arquitectura de lo que fue la monarquía absoluta francesa, esa superestructura política que favoreció de manera indirecta el desarrollo económico de la burguesía, más que a Luis XIV habría que cargársela a Armand Jean Duplessis, cardenal de Richelieu y príncipe de la Iglesia católica. Su eminencia fue un gran estadista y supo enfrentarse a tirios y troyanos (a Estados católicos aliándose con principales protestantes, también a los protestantes franceses, pero más como fuerza política que como grupo religioso, a la nobleza de toga aferrada a sus privilegios corporativos caducos y a las "grandes familias" que eran el principal obstáculo para la consolidación del absolutismo como sistema). Es indudable que a Luis XIV, valedor de Bousett y perseguidor de jansenistas y de protestantes, no se le puede achacar el haber creado un "Estado absolutista laico". El absolutismo necesitaba del apoyo monolítico de la Iglesia, pero de una Iglesia domesticada desde ya. No por casualidad fue el mismo Francoise Marie Arouet, más conocido como Voltaire, quien le reconoció no pocos méritos al Rey Sol. Mientras tanto la burguesía, que iba adquiriendo el poder económico y el intelectual, desplazando al clero en esta última función, comenzaba a pensar en detentar el poder político [Anderson, 1987: 81-109]. Y en ese derrotero se vería obligada a concebir un Estado laico y secularizador. Historia que no por ser conocida deja de ser necesario recordarla. Cualquier revisión que se quiera hacer de la historia de la laicidad en el mundo moderno no puede dejar de tener como ordenador principal al Estado. Porque fue en la lucha de clases alrededor de su transformación y conquista que la laicidad se fue convirtiendo en una realidad en el mundo moderno.

 

¿Los aparatos eclesiásticos han perdido su centralidad como formadores de sentido?

Si queremos que todo siga como está,
necesitamos que todo cambie
.
Giovanni Lampedusa, El gatopardo

Quiero ocuparme acá de uno de los puntos más fuertes de la argumentación del profesor González Martínez para fundamentar sus miradas sobre el agotamiento del modelo de Estado laico realmente existente. Apoyado en una serie de interesantes referencias tomadas de la Sociología de la Religión y otras disciplinas afines, González Martínez sostiene al día de hoy que los aparatos religiosos institucionales han visto desdibujado su carácter de detentadores del monopolio de la construcción de sentido en la esfera religiosa. En este mundo de la sociedad de consumo y la irrupción de las relaciones mediáticas, la formulación de ofertas religiosas heterogéneas tendería a descentrarse de sus grupos de decisión tradicionales y a ofrecer un perfil más plural. El "mercader religioso" compite con el teólogo y la corporación sacerdotal a la hora de crear bienes religiosos que se consumen en el mercado de la fe. De lo anterior González Martínez intenta deducir argumentos a favor de su afirmación de que el rol progresivo histórico del Estado laico estaría agotado. ¿Cuál es mi opinión al respecto?

No hay duda de que en el espacio ocupado por el mundo cristiano las Iglesias históricas no han pasado indemnes por las transformaciones que se vienen produciendo desde fines de la Segunda Guerra Mundial. El mundo actual es mucho más plural en materia religiosa que hace medio siglo, las adscripciones religiosas de la gente común son más transitivas e incluso superpuestas; la moral familiar, sexual y muchas otras cuestiones clave de la agenda de la mayoría de los hombres y mujeres modernos parece tender hacia una mayor autonomía en relación con el pretendido magisterio de las Iglesias. Por último, no puede soslayarse el hecho de que las iglesias cristianas históricas tienden a presentar un frente interno en donde se ha instalado la idea de la necesidad de un mayor grado de deliberación en su seno que hace unas décadas. Sin embargo, no me parece tan fácil determinar hasta qué punto todas estas transformaciones han impulsado cambios sustanciales en la estructura de los aparatos eclesiásticos como redes de poder, o en su forma de relacionarse con el poder político, o bien, hasta qué grado han erosionado la solidaridad acrítica básica de los fieles frente a las jerarquías religiosas. Trataré de acercarme a posibles respuestas sobre estos temas analizando dos casos concretos.

Comenzaré con el caso de la Iglesia católica y las transformaciones que fue experimentando desde fines de los años cincuenta. El mundo emergente de la derrota de las potencias fascistas y el genocidio nazi, y que se adentraba de cabeza en la Guerra Fría, fue el escenario en el cual el papado se vio obligado a abrirse a un diálogo con el mundo. Un diálogo que distintas voces venían reclamando en el seno del catolicismo desde un siglo atrás y que venía siendo sofrenado a partir del ejercicio de un criterio de autoridad dogmático inflexible por parte de los sucesivos pontífices y sus círculos de poder. Situación que duró hasta que se hizo visible que el mantener esa actitud terminaría teniendo muchos más costos que beneficios. La política de apertura iniciada por el Vaticano durante el pontificado de Ángelo Roncalli (Juan XXIII) y la convocatoria al Concilio Vaticano II fue, sin duda, una decisión inteligente y pragmática que venía madurando en las altas jerarquías eclesiásticas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La tímida apertura hacia un ecumenismo de convivencia y la revisión de la doctrina social de la Iglesia por el llamado "papa bueno" (las famosas "ventanas abiertas") derivó luego en una apertura mayor durante el pontificado del más decidido Giovanni Montini (Paulo VI), incluyendo la posibilidad de un ecumenismo de diálogo teológico interconfesional y la aproximación a posiciones políticas y sociales sensiblemente más avanzadas. El "agornamiento" posconciliar no fue sólo una adaptación a una serie de referencias políticas, ideológicas e intelectuales que permitían mejorar la imagen de la Iglesia de cara a la inserción en el mundo de la posguerra. Fue también una discreta y módica operación de drenaje de una serie de lastres oscurantistas, retrógrados y autoritarios cuya persistencia podría terminar erosionando la autoridad de la jerarquía sobre las nuevas generaciones de clérigos y sobre una porción importante de fieles. Esta apertura, que generó disidencias hacia la derecha (corrientes preconciliares) y que no contó con un apoyo activo de todas las jerarquías católicas que nominalmente aceptaban el legado conciliar, pronto se encontró con sus límites. Éstos pueden resumirse en los siguientes puntos: a) la no apertura a la discusión sobre una nueva estructura menos vertical y más deliberativa en el seno de la Iglesia (estructura sinodal, autonomía de los episcopados, etc); b) el progresivo abandono de la idea expresada en el concilio de conceder un papel más central a los laicos en la gestión de la Iglesia (comunidades de base); c) el no abandono de la lógica de la política de bloques y la adscripción básica al campo prooccidental y anticomunista (la Iglesia que condenaba la miseria y el atraso no condenó las bombas de Napalm que asesinaban a los niños vietnamitas); d) la actitud cerrada a la apertura del debate sobre las cuestiones de bioética, género y organización familiar; e) el más gradual pero sostenido proceso de relativización y acotamiento del diálogo interecuménico visible desde fines de los años setenta. La Iglesia católica posterior a 1965 fue una Iglesia que por primera vez reconoció que tenía una derecha, un centro y una izquierda en su seno, pero era también una Iglesia en donde la inefabilidad papal no podía discutirse y el monopolio de la verdad en manos de la jerarquía seguía siendo intangible. Con esa paciencia y tesón que sólo los prelados católicos parecen capaces de tener, los sectores conservadores del clero convivieron por casi dos décadas con los sectores liberacionistas esperando el momento de poder desarticularlos y recuperar posiciones. Mientras tanto, a tono con los tiempos que corrían, la Iglesia condenaba públicamente a los ultra, como monseñor Marcel Lefevbre y cia mientras se dedicaban a formar, en la mayor discreción, a nuevas generaciones de clérigos y laicos instruidos en la necesidad de que en algún momento había que revisar los "excesos" posconciliares. Y lo hizo con un éxito total. Durante los episcopados de Wojtyla (Juan Pablo II) (cuya elección, prohijada por la cia, fue la muestra más evidente de la alianza indisoluble de la mayor parte de la jerarquía católica con el establisment del llamado "mundo libre") y de Josep Ratzinger (Benedicto XVI) se procedió a un gradual, prolijo y meticuloso desmantelamiento de todos los espacios de poder y acción de las corrientes de izquierda, liberacionistas y progresistas de la Iglesia, elementos que estorbaban las estrategias finiseculares de la jerarquía eclesiástica, así como los ultras de derecha habían sido el problema en los años sesenta. Por último, durante el pontificado de Ratzinger se retomó discretamente el diálogo y la posibilidad de reconciliación con los otrora problemáticos sectores ultrapreconciliares. Un exquisito, paciente y eximio juego pendular. Me hago la siguiente pregunta. ¿Se puede decir que un aparato religioso que se permitió instrumentar y alentar una apertura en su seno y luego consiguió conjurar los efectos no deseados de esa apertura haciendo bascular el péndulo hasta poco menos de donde había partido, ha visto debilitada su capacidad de detentar el monopolio o el cuasi monopolio doctrinario? Creo que la respuesta es negativa. Sin duda la Iglesia del actual papa Bergoglio (Francisco) no es ni podría volver a ser una réplica de la Iglesia del pontificado de Giovanni Pacelli (Pio XII). Pero sin duda alguna no es una Iglesia sustancialmente distinta de la preconciliar en lo concerniente a aquellos puntos que hacen de su intangibilidad un aparato de poder y formador de sentido religioso. La solidaridad pasiva, y a veces no tanto (que incluye el ostracismo calumnioso contra los denunciantes), de numerosos seglares católicos educados en la defensa incondicional de sus pastores (notable ejercicio de creación de sentido religioso), en relación con los innumerables casos de pedofilia que salieron a la luz luego de derrumbar un persistente muro de silencio, es otra muestra de cómo la Iglesia católica es uno de los aparatos de poder más s&oac ute;lidos e intangibles que existen en este mundo. La política de "gestos de humildad" de mi compatriota el papa Bergoglio, el papa futbolero, que sabe mejor que nadie esquivar adversarios, y su decisión de sacar a la luz el tema de la pedofilia cuando ya era imposible seguir ocultándola, es un claro indicio de que la Iglesia no perdió los reflejos y sabe atender todos los flancos por donde pueda ser atacada.

Hoy por hoy, en los países de mayoría católica de Europa y América Latina, la Iglesia católica sigue constituyendo una poderosa referencia política con fuertes vínculos con bloques políticos reaccionarios. Ya sea actuando como "factor de poder" o como "grupo de presión", según los contextos, es capaz de crear poderosos lobys para incidir, a veces con éxito y a veces no tanto, en cuestiones como bioética y moral sexual y familiar. Pero también, para asegurar el subsidio estatal sobre sus escuelas, obras de caridad e incluso mantener influencias en el aparato sindical y otros movimientos sociales. Amén de proyectar su influencia en muchas áreas de la vida social a través de ong afines. Sin duda alguna no todas estas ong y otros espacios de afiliación católica son de signo reaccionario, pero aquellas que articulan su acción con las jerarquías eclesiásticas sí tienden a serlo en la mayoría de los casos. En mi país, donde la Iglesia católica siempre prefiere accionar más como factor de poder (según el modelo "relacional" foucoltiano) que como grupo de presión, los vínculos del alto clero con gobiernos provinciales y estatales de signo conservador le permiten a la educación religiosa ser beneficiaria de la mayor parte de los subsidios a la educación privada, lo cual no la impulsa a privarse de meter la cuchara en la redacción de planes para la educación pública. Actuando como grupo de presión, el episcopado argentino, aliado a ministerios evangélicos reaccionarios, fracasó en el 2010 en su intento de impedir la aprobación de la ley de matrimonio igualitario, pero ha tenido más éxito en bloquear hasta el día hoy el tratamiento de una ley de despenalización de la interrupción del embarazo, tarea en la cual ha contado con la colaboración de hombres de paja ligados al alto clero y a algunas de sus más tenebrosas capillas (Opus Dei y fundaciones afines) situados en el poder judicial y en algunas administraciones provinciales. De la misma forma, varios obispos, conventículos de abogados católicos y ligas de mujeres devotas siguen siendo puntales de campañas mediáticas tendientes a reclamar que se suspendan los juicios por la violación de los derechos humanos durante la última dictadura militar e incluso para que se conceda la amnistía a los genocidas condenados. Y para poder evaluar mejor estos datos habría que tener en cuenta que, comparativamente hablando, Argentina es uno de los países latinoamericanos donde el episcopado tiene menos capacidad de influir sobre el poder político. Como conclusión, en mi país y en mi sufrido subcontinente hay razones de sobra para defender el espacio público secularizado de las apetencias políticas y corporativas de la iglesia mayoritaria.

El segundo caso que quiero analizar se relaciona con uno de los fenómenos más impresionantes del panorama religioso mundial en el último medio siglo: la expansión de los ministerios pentecostales electrónicos. No hay duda de que los grandes predicadores electrónicos estadounidenses se corresponden bien con esa imagen del "mercader religioso" a la que alude González Martínez. Los ministerios evangélicos electrónicos son verdaderas multinacionales de la fe, como en más de una ocasión han sido calificados. Pero, en mi opinión, no por eso dejan de estar revestidos de las clásicas atribuciones de ministro de Dios e intérpretes autorizados de la palabra de Dios en la tradición del protestantismo anglosajón fundamentalista, de la cual el pentecostalismo es su fruto más acabado. A juicio de quien esto escribe, los predicadores electrónicos y sus organizaciones son una versión, adaptada a los tiempos contemporáneos, de los clásicos aparatos eclesiásticos formadores de sentido en una comunidad de creyentes educada para una aceptación acrítica de los mandatos de sus pastores. Puede ser que a primera vista esta afirmación parezca arbitraria. Los ministerios electrónicos no parecen dedicar mucho tiempo a la elaboración de grandes tesis teológicas por medio de un cuerpo de especialistas dedicados a tal fin. Su estructura es de tipo gerencial, como pensada para el gobierno de una empresa del show bussines orientada hacia el mercado religioso y que forma sus propios cuadros. Pero es natural que esto sea así, porque el núcleo del sentido religioso elaborado por el pentecostalismo electrónico no encuentra su principal fundamento en la elaboración de dogmas teológicos precisos y minuciosos. Alrededor de un núcleo doctrinario bastante básico (interpretación literal de la Biblia, creencia en los dones de sanidad, creencia en los dones proféticos, bautismo en el espíritu, renacimiento en Cristo, premilenarismo), en el pentecostalismo conviven las corrientes teológicas más variadas. Si bien hay teología en el origen de la identidad pentecostal, ésta no es la clave de su carácter masivo y del fuerte impacto mediático que evidencia. El pentecostalismo electrónico representa un fenómeno unitario no tanto en el sentido de la unidad dada por un marco teológico, sino como creador de una cultura religiosa con sus pautas y valores propios, cultura religiosa que contribuye, con una fuerza y vigor notables, a la proyección de valores políticos de signo conservador y reaccionario, cuando no oscurantistas y xenófobos.

La historia del desarrollo de las iglesias pentecostales, y afines, en Estados Unidos durante el siglo XX es un ejemplo indiscutible de las estrechísimas relaciones entre religión y política en un país que, desde sus orígenes, comulgó con un criterio laicista de separación de la Iglesia y el Estado. El periodo de entreguerras con los gobiernos conservadores de los años veinte, y el impacto de la gran depresión, dieron lugar a un primer auge del crecimiento del fundamentalismo evangélico ligado a la expansión de posiciones racistas y xenófobas. Ya conocemos la historia de los "juicios de monos" en el deep shout, la exaltación wasp (White Anglo-Saxon Protestant) por el renacido Ku Klux Klan y la forma en la que el protestantismo más intransigente realizó una exitosa campaña de desprestigio en 1928 contra Al Smith, el primer dirigente político católico que contendió por la presidencia de Estados Unidos. No obstante, el fundamentalismo wasp, como bloque defensor de posiciones abiertamente racistas, xenófobas y oscurantistas, pronto se encontró con sus límites. Se trataba de un mensaje difícil de proyectar más allá de ciertos ghetos políticos y subculturas regionales. Luego vino el New Deal, la expansión del consumo en la posguerra, la elección de un presidente no protestante en 1960, la explosión de la cuestión racial y la radicalización de los sesenta y primeros años de la década de los setenta. Otras referencias ganaban espacio en la escena política estadounidense. Pero en esas décadas el conglomerado fundamentalista religioso continuó trabajando en un proceso orientado a una gradual expansión, flexibilizando posiciones, adaptándose a las nuevas épocas y llegando a nuevas regiones y a grupos sociales y étnicos que excedían el duro núcleo wasp de otros tiempos. La derecha religiosa que irrumpió con la revolución conservadora del reganismo cultivaba cierta nostalgia por la vieja América wasp, pero representaba un fenómeno más abarcador y complejo que en décadas anteriores. Por eso, ante el desgaste de una serie de soluciones reformistas híbridas, pudo convertirse en una referencia político electoral más importante de lo que había sido el conglomerado fundamentalista racista de entreguerras.

La derecha religiosa de los años ochenta no resume en sí misma el complejo fenómeno del ascenso del reganismo, pero contribuyó a legitimar una agenda política basada en: a) políticas conservadoras en materia de género, organización familiar y diversidad sexual; b) recortes a los gastos sociales; c) deslegitimación de la legislación y programas para asegurar los derechos de las minorías; c) la instalación de un clima chauvinista y macartista afín con la "Segunda Guerra Fría". Cierto es que los cristianos renacidos no pudieron imponer algunas de sus reivindicaciones más sentidas (una enmienda constitucional para prohibir el aborto, la obligación de enseñar en las escuelas una visión creacionista religiosa alternativa a la enseñanza de la teoría de la evolución, etc.), las cuales, a la hora de la verdad, los gobiernos de Regan y Bush juzgaron que no cotizaban tan bien en el mercado electoral. Pero no por eso el radicalismo religioso pasó a ser en las dos últimas décadas del siglo XX una referencia insoslayable en la política estadounidense y, particularmente, en el mercado electoral [Porreti, 2010: 67-92].

La derecha religiosa estadounidense fue un fenómeno de exportación y sirvió de base para el auge de la Nueva Derecha en los Estados angloparlantes de la Commonwealth a partir de los años noventa. Canadá, Australia y Nueva Zelanda2 habían conocido la expansión del pentecostalismo electrónico desde mediados de siglo y aun antes. En esos países el elemento xenófobo antiinmigrante, además de una nostalgia "angloprotestante" y un sentimiento de rechazo al Welfare State de los gobiernos laboristas, constituyeron los puntos de convergencia de la derecha religiosa con la derecha política [Norris, 2009: 92-101]. Esa misma agenda, aunque de una manera más bizarra y un poco más secularizada, está presente en el Tea Party como una versión de la derecha radical estadounidense en la era Obama.

Por último, un fenómeno digno de traer a colación es el poderoso lobby en defensa de las posiciones políticas de la derecha expansionista israelí por parte de distintas capillas de la derecha religiosa yanqui. Fenómeno más que interesante porque se trata de una alianza política transnacional de grupos proimperialistas que busca ser fundamentada con argumentos sacados de distintas tradiciones teológicas provenientes del universo del fundamentalismo protestante anglosajón. Las viejas tradiciones del evangelismo dispencionalista (escuela de exégesis bíblica que afirma la necesidad de la vuelta de los judíos a Sion antes del inicio del milenio) han sido los argumentos de pastores políticos como Pat Robertson y Oral Roberts, y otros que insisten en que el Estado de Israel es un instrumento de Dios y que su triunfo hegemónico en Medio Oriente marcará el tiempo para erguir el tercer Templo de Jerusalén, episodio que precederá a la batalla final entre las huestes celestiales y las legiones de Satanás previas a la parusía. No faltan quienes sazonan toda esta ensalada invocando el mito de que los pueblos angloparlantes modernos son descendientes de las tribus perdidas de Israel (la racista teoría angloisraelita), para asociarlo al papel hegemónico de Estados Unidos en el mundo moderno afirmando que es el papel que les corresponde a los pueblos anglosajones por ser los herederos de los pactos bíblicos del antiguo testamento.

Todo este cúmulo de mitos oscurantistas y retrógrados llevados a un grado superlativo forman también parte del arsenal de los grupos del llamado terrorismo cristiano que florece en Estados Unidos desde los años sesenta y se proyecta a otros países angloparlantes. El mundo de las "milicias cristianas" de ultraderecha (Identidad Cristiana, la Nación Aria, la Espada del Señor, el Posse Comitatus, el Sacerdocio de Phineas, etc.) considera que los wasp son los verdaderos descendientes de los judíos bíblicos (angloisraelismo duro) y atribuye a los judíos modernos ser descendientes de Eva y la serpiente del Génesis, y a los negros y demás grupos no blancos ser descendientes de "pueblos de barro" preadánicos o fruto de cruces zoofílicos entre animales y mujeres luego del diluvio universal. Los milicianos cristianos luchan para desatar la Rahola o la gran conflagración interracial que abrirá paso a la segunda venida de Jesús a la tierra para establecer el reino de Dios... para los blancos, anglosajones y protestantes.3 Esta extrema derecha cristiana terrorista tiene mucha capacidad para hacer daño, como lo demuestra su actividad paramilitar racista, y ha impactado con su mensaje a una audiencia no pequeña. Pero sin duda sus posibilidades de crecimiento tienen un techo claramente marcado en este mundo posracista, donde los discursos abiertamente discriminadores (¡no el racismo en sí!) han perdido legitimidad o, podría decirse también, que carecen de marketing. Por el contrario, la derecha religiosa que actúa dentro de la "legalidad" constituye una fuerza política de importancia nada desdeñable. Tanto como grupo formador de profesionales y cuadros políticos (los famosos Thin Tanks o especie de versión protestante anglo del Opus Dei), como lobys que defienden distintos tipos de posiciones por medio de un vínculo relacional con el poder político o como grupo de presión que se expresa en la sociedad civil y en el mercado político electoral. ¿Podemos decir realmente que en los países en donde se desarrollan fenómenos de este tipo no hay una necesidad de reafirmar y defender los principios de la laicidad como una forma de garantizar la convivencia interconfesional y resguardarla de las acechanzas sectarias de los aparatos eclesiásticos clásicos o remozados? En un país como Estados Unidos, en donde los pastores llaman a quemar públicamente el Corán, ¿podemos asegurar que está asegurada la convivencia interconfesional?

Podríamos continuar con ejemplos semejantes por largo rato. Pensemos solamente en el papel que la Iglesia ortodoxa, y católica en el caso de Polonia, Croacia o Ucrania, vienen desempeñando en los países del Este de Europa, galvanizando espiritualmente a corrientes de derecha y ultraderecha que crecen sobre las ruinas de la experiencia burocrática stalinista y de los problemas derivados de su transición a economías de mercado, corrientes que cuando llegan al poder no son nada tímidas a la hora de querer imponer criterios xenófobos, autoritarios y oscurantistas. Pero creo que con lo dicho tenemos suficiente [Laqueur, 1995: 251-272; Florentín, 1994: 239-287].

 

Aporías a Tönnies y su oposición Sociedad/comunidad

Otro de los puntos clave del artículo de González Martínez es su encuadramiento del tema de los límites del Estado burgués moderno en la oposición sociedad/comunidad planteada por Ferdinand Tönnies, el sociólogo alemán. No soy un gran conocedor de la obra de Tönnies, cuya importancia no ignoro ni intento minimizar. Le debemos a este sociólogo el haber intentado dar respuestas a uno de los problemas más interesantes planteados por las relaciones entre el Estado y la sociedad civil en el mundo moderno. El ascenso del capitalismo industrial arrasó con muchas de las formas de vida comunitaria premodernas que se diluyeron en las grandes urbes masificadas. Sin duda no es poco lo que se perdió en estas transformaciones. Tönnies opone la sociedad moderna, como un conjunto de individuos anómicos y supeditados a la lógica mercantil y a un Estado que no reconoce mediaciones, a la comunidad premoderna en donde los hombres se relacionaban entre sí de forma voluntaria y relativamente (me hago cargo de este término) autónoma a través de los espacios sociales en los que estaban insertos: familias-casas, aldeas-pueblos, ciudad-región. Alrededor de este esquema González Martínez pretende encontrar uno de los itinerarios transitados más centrales, en el cual el Estado moderno se habría convertido en el Leviatán laico. El laicismo habría sido la religión anómica y la expresión de la convivencia masificada que se erigió sobre las ruinas de la alegre vida comunitaria premoderna. Y acá nos volvemos a encontrar con una cuestión en la cual la sociología y la historia pueden ofrecer perspectivas distintas y contrapuestas.

La defensa de la oposición sociedad/comunidad por el socialdemócrata Tönnies fue planteada desde una perspectiva progresista buscando señalar los puntos oscuros de la modernidad capitalista. Entiendo que ése es también el lugar desde donde pretende pararse el doctor González Martínez. No obstante, quiero hacer notar que la oposición sociedad/comunidad siempre ha ofrecido algunos flancos débiles que permiten su apropiación y resignificación desde algunas perspectivas ligadas a un utopismo de cuño reaccionario... tema que no está de más traer a colación en una polémica sobre los alcances y límites del laicismo. No me voy a poner a hacer en estas líneas un estudio erudito sobre los frondosos intentos de fundamentar un antimodernismo reaccionario y autoritario, idealizador del pasado precapitalista por parte de las más tenebrosas capillas ideológicas que el mundo ha conocido. Baste con recordar la idealización del pasado aldeano por las corrientes fascistas: el Gut and Boden del nazismo, la exaltación de lo rural por Mussolini, la idea del Estado basado en la familia, el sindicato y la nación del falangismo, y las apologías de la vida comunitaria que desde distintas perspectivas ensalzaron las dictaduras fascistas seniles, como la de Salazar en Portugal y la de Pétain en la Francia de Vichy [Borejsza, 2002: 218-231]. Como latinoamericano puedo agregar algunos datos sobre versiones de baja intensidad de este tipo de comunitarismo tradicionalista nacido en las canteras ideológicas de los populismos paternalistas del nuevo mundo. Pienso en mi compatriota, el general Perón; y en su doctrina de raíz tomista conocida como la Comunidad Organizada [Perón, 1950]. Fundamentación doctrinaria de un régimen de gobierno no fascista pero sí bonapartista y orientado a impugnar a la lucha de clases como contradicción principal de la sociedad. Todo en el marco de una legislación social avanzada y otras reformas progresivas que sirvieron para incorporar a las clases subalternas a un bloque policlasista sólido que buscaba vacunar a los trabajadores de cualquier tentación de cuño socialista o anticapitalista. La comunidad organizada era una forma de entender la vida del hombre en la sociedad moderna resumida en la siguiente frase del general Perón: "De la casa al trabajo y del trabajo a la casa". Interesante forma de replantear los límites del espacio público pensado en el marco de un régimen como el peronista, que avanzó bastante en la tarea de liquidar el espacio laicista en la Argentina, aunque luego se enfrentó virulentamente a la Iglesia católica porque ésta no aceptó subordinarse a cumplir el rol de ser el brazo espiritual del gobierno en turno.

Por todo lo antes dicho me inclino a pensar que cualquier propuesta para pensar un modelo de vida social que busque superar los aspectos anómicos de la vida moderna y ser la base de un tipo de sociabilidad más horizontal, dialógica y respetuosa de la diversidad, debe diferenciarse bien de cualquier ideología comunitarista que explícita o implícitamente termine proponiendo una imposible vuelta al pasado que, a la postre, se transforme en una muy real y concreta defensa del statu quo en la sociedad actual. Y es en este terreno donde vuelvo a pensar que la defensa de un espacio público y secularizado, no negador de la fe, ni proscriptor de sus expresiones públicas, pero sí preservado de su avasallamiento por parte de alguna de esas expresiones, conserva muchas razones para ser defendido.

 

¿Democracia representativa o democracia directa?

Como socialista creo que la búsqueda por superar las formas de anomia social, el unilateralismo de la vida cotidiana, la alienación consumista y todos los demás elementos que bloquean las posibilidades de generar nuevas formas de conciencia, nuevas formas de organización para luchar por la defensa de los derechos de las clases subalternas y, pensar su futura hegemonía, incluye una lucha de tipo anticapitalista integral, una lucha que busque articular el frente de todos los explotados, ya sean campesinos, asalariados o todos aquellos que viven de su trabajo frente a las clases dominantes, que encare la exploración gradual de caminos para la superación del monopolio del poder en manos del Estado y de los mitos en los que se basa este monopolio, principalmente el de la intangibilidad de la democracia representativa. Incluye también una lucha contra todos los aparatos ideológicos creadores de mitos que fundamenten visiones de la realidad de tipo oscurantista y defiendan tipos de relaciones sociales basadas en el verticalismo, la asimetría y el paternalismo. Tal lucha contra los aparatos religiosos no debe confundirse con una propuesta comecuras que propicie la proscripción de todo tipo de espacio que se identifique con alguna cultura de raíz religiosa. Por el contrario, la idea es pensar los espacios religiosos como un terreno en donde también se puede dar una lucha alrededor de las contradicciones más estructurales que atraviesan a la sociedad moderna. Para enfrentar al episcopado católico están las comunidades de base de América Latina y África; y para enfrentar a los ministerios electrónicos está la rica experiencia del Consejo Mundial de Iglesias y su lucha junto a los marginados del mundo. Para enfrentar a los religiosos que impulsan el "terrorismo cristiano" o bendicen las armas de los ejércitos que reprimen a sus pueblos están los mártires cristianos, como los que han caído en la lucha por una sociedad más justa desde Nicaragua y El Salvador hasta Chile y la Argentina y, a través de todo el resto de la castigada geografía de los pueblos oprimidos de nuestro planeta. Yendo a lo concreto, sostengo que lo más parecido a un esquema, que con todos los límites y contradicciones que se quiera, intenta poner la base de una sociabilidad diferente a la de la modernidad capitalista tardía, han sido los efímeros intentos de construir espacios de democracia directa a partir de las crisis de consenso revolucionario que se produjeron a lo largo del siglo XX.

Coincido con Eric Hobswabm en que las primaveras democráticas de nuestro siglo son otras tantas experiencias que merecen ser reivindicadas pese a los límites históricos que demostraron en los hechos [Hobsbawm, 1999: 298 y ss]. Representan momentos en los que miles y cientos de miles de personas tomaron la palabra sin mediadores omnipotentes. Momentos en los que las masas intentaron relacionarse entre sí de otra manera para pensar la vida en sociedad de una manera horizontal y no autoritaria, y a la vez partir de su rol como individuos y como miembros de espacios de base a los que se quería convertir en laboratorios de nuevas prácticas para gestionar los procesos centrales de la vida en sociedad [De Lucía, 1998: 45-62]. Entiéndase bien, a juicio de quien escribe estas líneas al día de hoy: LA DEMOCRACIA DIRECTA ES APENAS UN POCO MÁS QUE UNA HIPÓTESIS, pero una hipótesis que encierra la esperanza de poder empezar a pensar nuevas formas de vida en sociedad, formas más justas, más horizontales, menos alienadas y más reales. Y es en esa posibilidad de ir rompiendo barreras por medio de la subversión de discursos y prácticas donde también puede llegar a replantearse la posibilidad de nuevas formas de convivencia interconfesional. Nuevas formas que podrían tener como sujetos impulsores a los espacios de raíz religiosa articulados con la lucha de los explotados y marginados de la sociedad. Y quiero llamar la atención sobre tres experiencias socialistas no autoritarias en las cuales muchos actores sociales de base, identificados con comunidades de creyentes, participaron masivamente y aportaron elementos para pensar un socialismo en diversidad. Éstas son: a) la experiencia de la Unidad Popular en Chile de 1973, en donde revolucionarios marxistas, socialdemócratas y cristianos trabajaron codo a codo; b) la revolución sandinista y el rol de las comunidades de base y; c) el rol de las distintas iglesias cristianas en el proceso de descolonización en Mozambique. No sé si el profesor González Martínez considera a estas experiencias como ejemplo de "laicidad pragmática". Yo los considero intentos interesantes de una construcción revolucionaria de tipo dialógico, no dogmático. Y lo más interesante es que ¡el mercado no estuvo de por medio!

 

Cerrando las cuentas

A manera de conclusión comenzaremos por hacer notar la centralidad del Estado en todas las cuestiones involucradas en este debate, el Estado liberal burgués, cuya legitimidad depende del voto popular, ya sea como el ordenamiento legal que desarrolló el principio de la igualdad de los hombres ante la ley y el afianzamiento de los derechos humanos; o como el Estado laico que secularizó la vida social y garantizó la libertad de conciencia y la libertad de culto, y que ha sido, en lo fundamental, una construcción progresiva. Sin que lo anterior implique negar sus límites de clase y el carácter ficcional de algunos de los grandes enunciados ideológicos con los que buscó legitimarse, ni el juego de espejos que a veces lo convirtió en reproductor de algunas ideas, prácticas y esquemas que intentaba combatir. Sin duda, a esta altura de la historia, buena parte de la progresividad del Estado liberal burgués ha caducado. Pero no es un fenómeno homogéneo y unitario, sino, más bien, una cuestión de grado según las distintas experiencias históricas, y según también aquellos aspectos del Estado de los que hablamos. Por eso creo que no contamos con elementos que nos permitan afirmar sueltos de cuerpo, que se puede enviar al Estado moderno al museo de las cosas inútiles. Más aún cuando los procesos revolucionarios de signo socialista no han sido capaces, hasta ahora, de generar una estructura política que sea una expresión cabal de la voluntad de las masas, de forma orgánica, superando la vieja democracia burguesa. El Estado moderno puede y debe ser reformado. Pero a esta altura de los hechos la tarea por delante es tan grande que, incluso para pensar en la superación de este tipo de Estado, tenemos que partir de la realidad concreta de los Estados realmente existentes.

En las páginas anteriores intenté fundamentar la idea de que el carácter laico de los Estados modernos ha sido, y sigue siendo en buena medida, progresivo, y que quizás no sea el aspecto del Estado moderno sobre el que más hay que cargar las tintas, aun reconociendo que hay casos en los cuales el laicismo puede haber tomado un carácter normativista y limitador de las formas de convivencia social. Hemos explicado, también, cuáles son las razones que nos obligan a cuestionar, con mucho más vigor e insistencia, la necesidad de replantear los límites del Estado burgués moderno en su carácter de Estado nacionalista y homogeneizador en el campo de la diversidad étnica, lingüística y cultural. Problema que representa nuevas y renovadas aristas en un mundo en donde el racismo explícito ha perdido buena parte de su legitimidad sin que eso haya significado el fin de la discriminación a partir de nuevos paradigmas de alteridad que, en la mayoría de los casos, ya no marginan a grupos étnicos y religiosos específicos, sino que, más bien, se dedican a construir una nueva imagen del otro como excluido a partir de una amalgama de contradicciones étnicas, lingüistas, religiosas, clasistas, estados sanitarios, niveles socioculturales, etcétera.

Siguen existiendo poderosísimas razones que obligan a defender la laicidad como una forma de concebir la vida social y la convivencia dentro de la diversidad. Y esto último no puede pensarse como ajeno a la vigencia de criterios laicistas en las estructuras estatales existentes y aquellas a desarrollar en el futuro. Los valores laicos no pueden concebirse por fuera del Estado. También constituyen una pieza clave de la relación Estado/sociedad civil. Creo que la importancia del laicismo sólo puede comprenderse en toda su riqueza a la luz de su rol en el proceso de la formación del mundo moderno. Proponemos pensar la historia de la laicidad o de una cultura laica identificada con la secularización y la convivencia pluralista como una parte importante de dos de los grandes relatos de la emancipación humana: el liberal/racionalista y el socialista/materialista. Ambos relatos incorporaron la lucha por la laicidad como un aspecto lateral, aunque dotado de cierta autonomía, a la construcción del orden político y social contemporáneo, ya sea concebido como construcción de la democracia moderna, o de la lucha de clases en el proceso por la construcción del socialismo.

Y arribando a este punto es donde me cuesta compartir la idea del doctor González Martínez de tomar los ejemplos de "laicidad pragmática" de los siglos medievales. Reconozco que se trata de casos interesantes de analizar por su atipicidad. Instancias y experiencias que permiten enriquecer nuestra visión de la historia más estructural de esos siglos. Pero me niego a considerarlos como parte de una construcción progresiva en donde pequeños sujetos dinámicos se habrían adelantado siglos a la construcción de un espacio de convivencia interconfesional desde el Estado, esa recurrente tentación posmoderna de una historia protagonizada por pequeñas élites o sujetos dinámicos. Tampoco creo que sean ejemplos que nos puedan enseñar mucho de cómo ampliar o desarrollar las formas actuales de la convivencia plural en el campo religioso o en cualquier otro campo. Los desafíos actuales no están contenidos en el pragmatismo de aquellos colectivos con intereses que los incitaban a buscar permeabilizar el limes entre dos universos religiosos antagónicos. Los actuales desafíos son producto de una larga y frondosa historia. Los argumentos por los que pienso así están expuestos en el cuerpo general del trabajo.

Coincido con González Martínez en que el mundo que emergió de la segunda posguerra trajo para los aparatos religiosos tradicionales del campo cristiano una serie de interrogantes y desafíos imposibles de ignorar. En el campo unitario del catolicismo se logró conjurar las presiones reformistas por medio de una apertura cuyas consecuencias no deseadas fueron conjuradas en un paciente juego pendular. Proceso del cual nació una Iglesia distinta a la Iglesia preconciliar pero que mantuvo de aquélla el monopolio doctrinario en manos de un centro único de decisión (personalizado en la figura del pontífice infalible) que sigue controlando una red eclesiástica vertical de alcance planetario. En el campo no unitario del protestantismo se asistió al avance del conglomerado pentecostal sobre las iglesias históricas. Proceso que incluso permitió ampliar el espacio protestante y llegar a pueblos y grupos humanos en los que el protestantismo tradicional antes no había tenido éxito. Es en este espacio protestante tardío de hegemonía pentecostal donde la irrupción de la lógica mercantil en el campo religioso ha encontrado un terreno más propicio. Hasta la propia estructura descentralizada de los ministerios evangélicos los hace más adaptables al campo audiovisual y particularmente al campo televisivo. El pastor electrónico es un mercader de bienes religiosos, un copyright, sin por eso dejar de ser una autoridad dogmática y vertical más orientada a la estructuración y reproducción de un tipo de cultura religiosa compartida por su grey que a la elaboración de un sistema teológico rígidamente estructurado. La incidencia política del catolicismo romano y de los ministerios electrónicos en los comienzos del tercer milenio les autoriza largamente a redorar sus blasones como eficientes brazos espirituales de variados bloques políticos hegemónicos de signo reaccionario.

El tema de la oposición comunidad/sociedad excede el problema del laicismo, pero lo incluye. Si se va a superar la anomia de la sociedad burguesa bajo el capitalismo, sólo va a ser empujando las ruedas de la historia para adelante y no para atrás. La búsqueda de formas superiores de sociabilidad en el mundo moderno pasa por la democratización de la gestión de los aparatos estatales y por la promoción de formas horizontales de relación en la sociedad civil, donde el número de actores sociales que puedan expresarse sea cada vez mayor, lo cual se conseguirá promoviendo la toma de la palabra, a la vez, de los individuos y de los pequeños y grandes colectivos, así como promoviendo un proceso de articulación de los distintos niveles de experiencia social. Proceso del que no debe excluirse a instancias y espacios tradicionales como Estado, partidos, sindicatos, etc.; pero articulándolas con nuevos espacios de base. Con todas las limitaciones que se quiera, las experiencias de democracia directa, las "primaveras" efímeras de los pueblos, son intentos interesantes de comenzar a pensar otro tipo de vínculos sociales y políticos entre las personas y los grupos que conviven en la sociedad. En ese sendero también debe existir un lugar para aportes hechos a partir de instancias y espacios religiosos que compartan valores democráticos, igualitaristas y pluralistas. Es en este terreno en donde se podrá "testear" hasta qué punto los aparatos religiosos tradicionales comienzan a ver cuestionado su monopolio laico tradicional, no desde la lógica del mercado, sino desde la base. Es en esta instancia en la que la defensa de la vigencia del espacio laico (secularizado y neutral) no debe confundirse con una proscripción de culturas y experiencias religiosas. Y entonces veremos si las vertientes que se reconocen en el otro gran relato de la emancipación humana, el judeocristiano, pueden identificarse también con la lucha por una sociedad más justa, más plural, más libre y más humana.

 

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Notas

1 No incluyo en ese mismo tipo de experiencias históricas la política antirreligiosa de los Estados obreros nacidos de revoluciones de signo político socialista, porque se trató de un tipo nuevo de Estado que, desde ya, contó entre uno de sus principales fracasos el poder resolver bien las reglas de convivencia entre Estado y sociedad civil, entre la necesidad de garantizar un mínimo común denominador alrededor de la defensa del orden posrevolucionario y formas elementales de pluralismo y convivencia.

2 No incluyo en este proceso al ascenso del thatcherismo en Inglaterra, ya que considero que es un fenómeno más complejo. Lo que no quiere decir que el ascenso conservador en Gran Bretaña a fines de la década de los setenta no haya incluido algunos factores vinculados a una relación entre política y religión.

3 De Lucía, Daniel Omar, ¡Alabando a Dios desde las islas! La tradición angloisraelita, un imaginario religioso racista (en preparación).

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