Introducción
En 2012, según el Democracy Index Rank, México era considerado una "democracia con fallas considerables", ocupando la posición 51 de 167 naciones clasificadas a partir de ese índice. Dos años más tarde, el "Índice Global de Paz" evaluaba que las condiciones de paz se encontraba entre las más precarias del mundo. En ese entonces los costos per cápita de la violencia ascendían a $1,430 dólares y representaban el 17.3% del PIB; mientras la inversión gubernamental en seguridad equivalía a 6.5% del PIB.1 Entre los países de la OECD México es el país peor calificado en el "Índice de Percepción de la Corrupción";2 en América Latina sólo es superado por Venezuela en el nivel de corrupción.
Durante décadas la violencia y la inseguridad han sido moneda corriente en México, sin embargo, a partir de la declaración de la "guerra contra el crimen organizado" por parte del ex-presidente Felipe Calderón han crecido exponencialmente. Desde el inicio de su administración, Calderón colocó la lucha orientada fundamentalmente en torno a la captura de los capos de los cárteles de narco-traficantes en el centro de su agenda de gobierno. Modificó así el modus operandi del gobierno federal, que durante décadas evitó la confrontación abierta con los cárteles. Convirtió al Ejército y a la Policía Federal en supuestos proveedores y garantes de la seguridad pública, por encima de las fuerzas estatales y locales, concentrando dramáticamente capacidades y poder en el gobierno federal, generando así con frecuencia, falta de coordinación, omisiones y traslape de funciones.
Por su parte, desde 2007 el crimen organizado, en respuesta al gobierno federal, modificó las reglas con que hasta entonces había operado, abandonando el tradicional sobreentendido de "no meterse con la población" e incidiendo en los procesos electorales para imponer sus candidatos en los gobiernos locales. Se instauró así un orden social basado en la coerción y la violencia, que generó un "mercado negro" de la seguridad. (Maldonado, 2012). La estrategia de Calderón tuvo efectos contrarios a los esperados derivando en un aumento dramático de la delincuencia y la violencia (Azaola, 2012; Bergman, 2012). El Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP) reportó que durante la administración 2006-2012 el promedio mensual de los delitos federales se incrementó en 75% respecto del sexenio anterior. En las 32 entidades federativas se observó un incremento en -por lo menos- uno de los cinco delitos violentos; en 27 aumentó el número de homicidios; en 24 el de víctimas de secuestro; en 19 el número de víctimas de extorsión y en 25 entidades aumentaron los delitos de robo con violencia. En 2012 Ciudad Juárez ocupó el segundo lugar entre las ciudades más violentas del mundo; un año antes se estimaba que entre las 50 ciudades más inseguras internacionalmente, 13 se ubicaban en México. Durante décadas la tasa de impunidad en el país ha sido mayor a 90% de los casos de delitos.
En este dramático contexto la actuación de las instituciones de seguridad federales, estatales y municipales se caracteriza por constantes omisiones y evasión de la responsabilidad de proteger a los ciudadanos e impartir justicia. La tolerancia de las instituciones de gobierno frente al crimen es común y llega incluso a la colaboración con grupos criminales, ejerciéndose así violencia de facto contra los ciudadanos y anulando dos funciones esenciales del Estado: provisión de paz y seguridad. Entre enero de 2008 y mayo de 2011, se registraron 234 casos de "confrontación entre fuerzas armadas y civiles". En estos enfrentamientos, por cada soldado muerto hubo 14 presuntos delincuentes fallecidos y 35 civiles muertos por cada efectivo de la Marina caído. En algunas entidades existen contextos de franca ingobernabilidad e impunidad. El "Barómetro de Conflictos 2010" de la Universidad de Heidelberg, señala que "la violencia en México se compara con la de Iraq, Somalia o Sudán, donde la fuerza bruta se utiliza constantemente, de forma organizada y sistemática" (Azaola, 2012: 19).
En medio del recrudecimiento de la violencia, el gobierno de Enrique Peña ha mantenido en lo fundamental la línea de seguridad pública de su antecesor con precarios resultados. En los primeros 22 meses del sexenio desaparecieron -según cifras oficiales- 9,384 personas; 40% de los 23,272 casos de desapariciones que las autoridades reconocen se presentaron entre enero de 2007 y octubre de 2014. El SNSP reportó que durante los primeros 20 meses del gobierno de Peña, el número de homicidios sumaba 57,899. La marca distintiva del gobierno de Peña en este campo ha sido la censura sistemática de la difusión de información sobre la violencia. La represión abierta a los comunicadores y la criminalización de la protesta social han alcanzado niveles similares a los de las décadas de los años 1970. Reporteros sin Fronteras estima que México es uno de los países más peligrosos del mundo para los periodistas. En los últimos cinco años han sido asesinados más de 80 periodistas y 17 han desaparecido. Distintos medios de comunicación a lo ancho del país han sido blanco de ataques armados y amenazas, incluyendo la desaparición, en 2015, del noticiero con mayor audiencia nacional (ver nota 19). Edison Lanza, relator especial para Libertad de Expresión, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, considera "altamente preocupante" la situación del país en materia de ejercicio periodístico y represión gubernamental. Amnistía Internacional estima que durante los primeros cinco años de la presente década, las denuncias por tortura a manos de las fuerzas armadas y la policía se incrementaron en 600%. Casos emblemáticos de la violencia de las fuerzas de seguridad bajo el nuevo gobierno han sido las matanzas de Ayotzinapa, Tlataya, Ecuandureo, Apatzingan, Aquila y Ostula.
En este contexto de descomposición y abierta desconfianza hacia las autoridades, ciudadanos, grupos y comunidades en distintas regiones y espacios se han organizado generando nuevos tipos de movimientos, medidas e instituciones de acción colectiva: las redes sociales de denuncia y cuestionamiento de la política gubernamental, los grupos civiles de respaldo a las víctimas, el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y las experiencias de auto-gobierno y auto-defensa frente al crimen, las fuerzas de seguridad y el propio sistema político. Proponemos que la dimensión y la complejidad de los retos que vive México para la reconstrucción social y la construcción de la paz demandan de nuevos marcos conceptuales capaces de aportar a la construcción de agendas ciudadanas y de acción social creativa y sostenida. De este modo el presente texto parte de los siguientes cuestionamientos generales:
¿Pueden la paz social y la seguridad ciudadana ser consideradas como bienes comunes -entendidos como bienes creados, mantenidos y "utilizados" por "colectivos",3 cuyo uso y gestión de largo plazo requieren acción colectiva?-. De ser así ¿qué elementos aporta esta perspectiva a la comprensión y a la construcción y preservación de la paz y la seguridad? ¿Cuál es el papel del Estado, el de la sociedad civil y el de las comunidades en los procesos de construcción y provisión de la paz y la seguridad entendidos como "bienes comunes"? ¿Qué sinergias son necesarias y posibles en estos procesos de construcción social y política?
Este trabajo busca aportar elementos y reflexiones para la construcción de un marco conceptual y analítico que apoye la comprensión de la violencia en México en su enorme complejidad y en esa medida aporte a la construcción de una agenda comunitaria y ciudadana de construcción de la paz. Queda fuera de nuestro alcance realizar un análisis extenso o detallado de las dinámicas e impactos de la profunda crisis de violencia que México vive desde hace ya casi una década.
I. Violencia y seguridad ciudadana en América Latina. Perspectivas teóricas y sus implicaciones para las políticas públicas
Las condiciones de violencia extrema que vive México son comunes a distintos países de América Latina, hoy en día una de las regiones más violentas del mundo donde la tasa de homicidios en la primera década del siglo XXI alcanzó un nivel seis veces mayor al promedio mundial. La capacidad de los gobiernos para enfrentar el creciente deterioro de las condiciones de convivencia permanece a zaga de la notable capacidad organizativa, versatilidad y capacidad de adaptación de los grupos criminales. Con frecuencia la población ha quedado atrapada entre la victimización, la parálisis generada por el miedo al crimen y la falta de respuesta gubernamental para protegerla. Prevalecen entre los gobiernos de la región "inercias autoritarias", políticas que en la búsqueda de votos prometen "mano dura" contra el delito, en ausencia de estrategias que incluyan tanto acciones preventivas como el uso selectivo de la fuerza pública (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2010). Adicionalmente, la violencia se ha convertido en un tópico que "vende" en el mercado de la información; los medios masivos de comunicación que tienen de facto el monopolio de la difusión y la interpretación del fenómeno han adquirido una influencia en la percepción social de la inseguridad prácticamente sin contrapeso:
Aunque la victimización y las tasas de hurtos son altas, para los ciudadanos... el problema más urgente es el narcotráfico... no son las cifras lo que más influye sobre la percepción en la gente sino su constante difusión en los medios periodísticos (Aldana y Ramírez 2012: 108).
A pesar de que la violencia se ha convertido en un tema recurrente, en los estudios sobre América Latina se carece de una comprensión integral sobre sus causas y dinámicas (Carrillo-Flórez, 2007; Moriconi, 2011; Azaola, 2009, 2012; Bergman, 2012). La disparidad de los enfoques teóricos, la tendencia de los Estados a imponer políticas unilaterales de seguridad, y la ausencia de un debate público incluyente, obstaculizan la comprensión de los orígenes de la inseguridad en distintos contextos y la construcción de alternativas incluyentes y viables. Es así que nos parece importante analizar y reflexionar las concepciones de la violencia y la seguridad que subyacen a las políticas públicas aplicadas de seguridad, buscando identificar los factores que determinan su ineficacia. Asimismo, buscar propuestas que aporten a la comprensión de estos procesos y fenómenos, ampliando los horizontes de discusión y construcción ciudadana.
Sin pretender una revisión exhaustiva, describimos sintéticamente cuatro de los enfoques más frecuentes en los estudios realizados por académicos y organismos internacionales: el enfoque objetivo-causal, el enfoque multifactorial, el enfoque de la complejidad, y el enfoque sistémico de la violencia.
1. El enfoque objetivo-causal plantea que se recurre a la violencia como un mecanismo de resolución de conflictos cuando es imposible para las partes resolverlos pacíficamente (Bergman, 2011). Esta perspectiva no resulta aplicable para la explicación de actos vandálicos o de violencia gratuita. Este enfoque, imperante entre los estudiosos del tema, los hacedores de políticas públicas y los ciudadanos comunes, concibe a la violencia como una fuerza externa -casi siempre absurda e incontrolable- que "afecta" otros procesos políticos y sociales. Se habla así de que las condiciones de inseguridad y violencia "des-incentivan la inversión", "frenan el desarrollo", "lastiman a la democracia", "hieren a las familias" y en general "producen altos costos económicos y sociales" (Buvinic, 2008). La cuantificación de los fenómenos considerados como violentos es toral para esta perspectiva que busca fundamentar con "datos duros" el diseño de políticas y el uso de la fuerza pública. La insistencia en basar decisiones políticas en los datos sin relacionarlos con hipótesis explicativas o interpretativas conduce inevitablemente a una sobre-simplificación de los procesos, facilita al Estado la aplicación homogénea de medidas y protocolos de seguridad de carácter "técnico" o "experto" (Moriconi, ibíd.) sin analizar los contextos específicos de los hechos ni la génesis de los fenómenos.
Otras características problemáticas de este enfoque son: a) la reducción de la violencia a actos violentos observables y susceptibles de tipificarse como delitos y b) el imperativo de buscar una causalidad lineal de la violencia entendida exclusivamente como comportamiento de los actores. Las causas más socorridas de la violencia para esta visión son la pobreza de los infractores y sus características "subjetivas" personales (inadaptados, patológicos o radicales). Se corre el riesgo de "criminalizar" la pobreza y estigmatizar a grupos sociales o individuos, considerados potencialmente peligrosos. Distintas violencias sociales que se han naturalizado en los espacios público y privado quedan fuera del marco de análisis. La ubicación de la conducta violenta en actos discretos y observables realizados por individuos específicos facilita el ejercicio represivo del Estado e invisibiliza las relaciones de esa violencia puntual con procesos estructurales generadores de violencia que trascienden a los individuos. Este enfoque se traduce en el privilegio de políticas de tipo punitivo como la "guerra contra el crimen" de Calderón en México. La experiencia de aplicación de esta política muestra que sin una reforma orientada al fortalecimiento y a la coordinación de la policía y los sistemas de justicia y penitenciario, se producen resultados escasos e incluso perversos, llegándose a traducir en el prevalecimiento de condiciones de impunidad generalizada (Azaola, 2009; Moriconi, 2011b).
2. El enfoque multifactorial busca responder a la multi-causalidad de la violencia y a la diversidad de sus expresiones, promoviendo una visión multifactorial y procesual que considera a la violencia como resultado de la articulación de múltiples causas y dinámicas sociales, que al conjugarse generan nuevas condiciones y conflictos. Diversos estudios realizados a partir de esta perspectiva sugieren relaciones entre la violencia doméstica, interpersonal y global (Carrillo-Flórez, 2007) considerando que "la violencia estructural, la pobreza, el hambre, la exclusión y la humillación, inevitablemente se traducen en violencia doméstica" (Scheper-Hughes citado por Azaola, 2012: 17). Se aboga por un enfoque multidisciplinario que considere integral y relacionalmente las múltiples causas y facetas de los hechos violentos. Estos análisis (Azaola, 2009 y 2012; y Maldonado, 2007) han contribuido a clarificar el profundo carácter político-estructural de las estrategias de seguridad y de las respuestas, espontáneas u organizadas de las poblaciones afectadas por la violencia. Azaola (2012:15) propone tres argumentos para explicar los actuales niveles de violencia en México: la existencia (tolerada o ignorada) de formas de violencia que han existido tiempo atrás, que se han acumulado y han escalado; el debilitamiento y descomposición de las instituciones de seguridad y justicia y la ineficiencia e insuficiencia de las políticas sociales y económicas para reducir la profunda desigualdad social presente en México. La escalada de violencia e inseguridad ha sido generada por el deterioro de las condiciones básicas para el desarrollo humano y la exclusión de gran parte de la población del acceso a estas condiciones. Patrones de conducta violentos y la existencia de un amplio mercado negro de armas han favorecido la emergencia tanto de pandillas de jóvenes sumamente violentas como de grupos paramilitares que operan al margen de la ley. Se reconoce al narcotráfico como un factor clave en la dinámica de la violencia en México y en Latinoamérica, pero se lo relaciona con condiciones estructurales preexistentes. Este enfoque subraya el papel de la desigualdad como la fuente más importante de la violencia. Recurriendo a información del Banco Mundial, del Banco Interamericano de Desarrollo y del PNUD, Azaola (2012:25) expone la correlación entre violencia y desigualdad planteando que los países más violentos no son los más pobres sino los más desiguales, aunque la combinación de ambas condiciones incrementa el potencial de la violencia. La pobreza extendida y la desigualdad extrema que han estado presentes a lo largo de la historia de México se han exacerbado en las últimas dos décadas.
Este enfoque reconoce la importancia de la sociedad civil organizada en el control y contención de las violencias. Aldana y Ramírez (2012) proponen el derecho a la movilización social orientada a la propia protección y defensa, sosteniendo que:
... la movilización colectiva en gran escala en torno a la transformación de un comportamiento lesivo a la convivencia y la seguridad se traduce en reducciones de indicadores de violencias y delitos (Aldana y Ramírez 2012: 110).
También Carrillo-Flórez reconoce el papel de la sociedad civil y la necesidad de sinergias entre su actuación y la acción del Estado planteando que:
... la sociedad civil dispone de medios propios e irremplazables para controlar la violencia y sobre todo para prevenirla. La necesidad de políticas de Estado que confieran continuidad y permanencia a las acciones que emprenda de la sociedad civil es clave para... los esfuerzos de reforma (Carrillo-Flórez, 2007: 147).
Las propuestas de política pública que derivan de este enfoque, si bien necesarias, han resultado a menudo insuficientes para reducir la violencia a la que sólo atienden de manera indirecta. Con base en una revisión de decenas de programas "socioculturales" para enfrentar la violencia, Aldana y Ramírez consideran como sus limitaciones más importantes: la dispersión de acciones en la búsqueda de la solución de problemáticas de distinto orden, sin focalización en los puntos críticos para la disminución de la violencia, y la tendencia a la prevención situacional obviando los aspectos determinantes de los comportamientos de riesgo, pasando por alto las creencias, actitudes y comportamientos de las personas que recurren a la violencia y desatendiendo la búsqueda de cambios en los contextos culturales y en los comportamientos ciudadanos (Aldana y Ramírez, 2012: 108-109).
3. La violencia desde la perspectiva de la complejidad asume la existencia simultánea de orden y desorden, de contradicciones, ambigüedades e interacción de los fenómenos en causalidades no lineales con base en tres principios del pensamiento complejo:
el diálogo como proceso de formación de conocimientos, asumiendo las dualidades y contradicciones sin intentar resolverlas de forma dicotómica; el principio de recursividad que concibe los productos y los efectos a la vez como causas y productores de aquello que los produce, y el principio hologramático que asume la posibilidad de enriquecer el conocimiento de las partes a partir de la comprensión del todo y del todo por el análisis de las partes (Morin, citado por Moriconi, op. cit: 140).
Esta perspectiva reconoce que en los temas de violencia, delito, victimización e inseguridad abundan las paradojas que resisten explicaciones dicotómicas y soluciones de carácter meramente técnico. La primera de ellas se refiere a la imposibilidad de separar lo individual de lo social, teniendo en cuenta que la subjetividad individual es un producto social. Moriconi sugiere que la clave para la convivencia social pacífica puede ser la educación ciudadana capaz de trascender el aprendizaje formal de derechos y obligaciones civiles, que aborde las fuentes internas generadoras de violencia y busque promover el desarrollo de aquellas que promueven la empatía y la colaboración. Propone que la explicación de los niveles de violencia presentes en Latinoamérica requiere el reconocimiento de la existencia de la víctima-cómplice y la recursividad que la produce. Las víctimas llegan a ser partícipes activos de su propio malestar en la medida en que aceptan la hegemonía de valores impuestos por el orden establecido (op.cit.) Esta "participación" puede darse a través de un consenso tácito o mediante la aceptación pasiva del sufrimiento. Por cuestionable que parezca este argumento, es importante asumir que la tolerancia de la violencia lleva a su naturalización y que el incumplimiento repetido de las normas y las leyes conduce a la creación de un habitus promotor de la ilegalidad que genera impunidad, inseguridad y mayor violencia.
A pesar de las aportaciones de esta perspectiva, su propuesta de contención/transformación de la violencia a través de una educación ciudadana y una ética social que asuma como valores primordiales la vida y la convivencia pacífica, se antoja remota en condiciones de violencia generalizadas, cuando la integridad, los bienes y la vida de las personas están en juego.
4. Desde un enfoque sistémico, Johan Galtung representa las distintas dimensiones de la violencia utilizando la metáfora de un iceberg que denomina "triángulo de la violencia". Para este esquema sólo una dimensión de la violencia -la violencia directa- es visible, mientras que las violencias que se encuentran en la base -la violencia cultural y la violencia estructural- permanecen sumergidas e invisibles. En los casos de violencia directa que se manifiesta en comportamientos observables, como agresiones físicas o verbales, resulta relativamente sencillo identificar a las víctimas y a los agresores. La violencia estructural es resultado de estructuras sociales, económicas o políticas opresivas, explotadoras o alienantes. Aunque es sencillo identificar a las víctimas y los daños de este tipo de violencia, es más complejo explicar las causas e identificar a sus hacedores como agresores directos. Rara vez se habla de fenómenos como la pobreza, el hambre, la exclusión social y la desigualdad como expresiones de violencia. Galtung define la violencia cultural como "cualquier aspecto de una cultura que pueda usarse para legitimar la violencia en sus formas directa o estructural" (Galtung, 1990: 291,). Las distintas expresiones de racismo, clasismo, xenofobia, misoginia y homofobia son manifestaciones de violencia cultural. Aunque pareciera no haber víctimas directas de la violencia cultural, a partir de ella se establecen códigos, estereotipos, hábitos y maneras de relacionarse que llegarán a manifestarse como violencia directa contra ciertos grupos o individuos.
Las tres dimensiones de la violencia se relacionan e implican generando estructuras que producen y reproducen la violencia de manera inherente a su funcionamiento. Estos círculos viciosos obstaculizan seria y constantemente la construcción de una paz duradera: las grandes variantes de la violencia pueden explicarse fácilmente en función de la cultura y estructura: violencia cultural y estructural causan violencia directa, y emplean como instrumentos actores violentos que se rebelan contra las estructuras y esgrimen la cultura para legitimar su uso de la violencia. Obviamente, la paz también debe construirse desde la cultura y la estructura, y no sólo en la "mente humana" [...] (a su vez) la violencia directa refuerza la violencia cultural y estructural (Galtung, 2004: 3-4).
El cese de la violencia y la construcción de la paz son objetivos complejos de una dimensión que implica múltiples aspectos del sistema social; abordarlos exige esfuerzos y voluntades extraordinarios específicamente orientados a desactivar las causas del conflicto y a restituir el equilibrio. La comprensión cabal de los impactos de la violencia, fundamental para la construcción de agendas de reconstrucción de la paz, exige el reconocimiento de los distintos ámbitos donde la violencia se expresa y donde se viven sus impactos. Galtung propone que estos espacios son los de las personas, la naturaleza, la sociedad, el mundo, el tiempo y la cultura; en ellos propone considerar tanto los efectos materiales y visibles, como los efectos inmateriales y a menudo invisibles.
El abordaje de los problemas que se presentan en los distintos espacios es condición imprescindible para romper los ciclos viciosos de las violencias; para lograrlo se requiere la resolución de la raíces subyacentes del conflicto; la reconstrucción posterior a la violencia directa (que implica a su vez la rehabilitación del daño a las personas; la restauración de los bienes ambientales destruidos; la reconstrucción de los daños estructurales, y la re-creación posterior al daño cultural); y finalmente la reconciliación de las partes en conflicto (Galtung, 2001; 2004). Es fundamental responder a estos retos de forma interrelacionada. La reconstrucción que se intente emprender sin resolver las causas de la violencia será incapaz de detener su reproducción; la cooperación de las partes involucradas en los conflictos en torno a su resolución y a la reconstrucción favorece la reconciliación.
Hasta hoy las políticas públicas de búsqueda de la seguridad en México se han basado en un enfoque "objetivo-causal", buscando fundamentalmente reducir las expresiones directas y cuantificables de la violencia mediante la confrontación directa. Aunque las cifras oficiales reportan, en ocasiones para algunas regiones, descensos (y más bien oscilaciones) en los números de los delitos y de las víctimas, la ola de violencia e ingobernabilidad que desde hace casi una década impacta al país no se ha revertido ni contenido en lo fundamental. Ante las fallas o la eventual ausencia del Estado han surgido otros "proveedores" de seguridad privados ("sociales") que operan con base en marcos tanto legales como ilegales, y con distintos niveles de legitimidad.
En primer término, la explosión incontrolada de la violencia en México ha dado lugar en los hechos a la "privatización" de la seguridad, buscando suplir la protección que el Estado no puede ofrecer a los ciudadanos y/o a las empresas. Esta privatización ha creado un mercado con altos rendimientos que ofrece los servicios de guardaespaldas y equipos de seguridad, o el cercado de barrios residenciales. Además de que la privatización de la seguridad es altamente excluyente, con frecuencia genera importantes "males públicos" como la pérdida de la capacidad de circulación y la presencia creciente de personal armado en ausencia de capacidad real de control de estos grupos por parte del Estado y/o de la sociedad. También han surgido instituciones informales -como algunos cárteles de la droga que en algunos contextos han pasado a fungir como proveedores de seguridad, como sucedió en algún momento con el grupo de la "Familia Michoacana"-. Este procedimiento permitió a estos grupos mantener un fuerte control social en sus territorios de interés, generando fuertes ganancias a partir del cobro de cuotas de "protección" y "derecho de piso", o sea, creando un verdadero mercado negro de la seguridad que en distintas entidades se han traducido en mayor fortalecimiento de los grupos delincuenciales. La tercera respuesta ha sido el surgimiento de asociaciones organizadas por ciudadanos, que ante la invasiva presencia de la inseguridad, provocada por el orden de violencia impuesto por el crimen organizado y la retirada del Estado, han actuado colectivamente para reconstruir condiciones básicas de seguridad cotidiana.4 Aunque el balance de estas últimas experiencias es una tarea pendiente, hasta ahora sus resultados han sido también limitados en tanto han debido enfrentar la agresión constante tanto de los grupos criminales, como del propio Estado que a menudo ha identificado sin más a estos grupos civiles de auto-defensa con las organizaciones criminales, haciendo de ellos blancos preferentes de represión.
En este contexto, la propuesta de Galtung nos parece de gran utilidad para la comprensión de las condiciones de violencia en México y de las razones por las que las estrategias de seguridad basadas fundamentalmente en la confrontación represiva han generado reproducción y escalamiento de la violencia hasta niveles inmanejables para el Estado y profundamente lesivos para la sociedad.
Durante los últimos años, importantes movilizaciones sociales como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y la ola de protesta social frente a los asesinatos de Ayotzinapa, se han manifestado clara y públicamente contra la ineficacia, corrupción y autoritarismo que caracterizan a la estrategia gubernamental de seguridad y al sistema de procuración de justica mexicanos. En su momento estas movilizaciones -y los eventos trágicos que las originaron- han sacudido a la opinión pública nacional. Si bien la exigencia de democratización, transparencia y rendición de cuentas en la estrategia gubernamental contra la inseguridad (y en el ejercicio gubernamental en general) que han enarbolado estos movimientos apunta hacia la transformación de condiciones estructurales indispensables para revertir la violencia en México, hasta ahora, estas movilizaciones no han logrado convocar la participación ciudadana estable, ni tampoco integrar una agenda de atención integral de construcción de la paz que promueva y articule dicha participación.
En el balance de la acción social contra la inseguridad y la violencia, cabe tener en cuenta que la construcción de la paz y la restauración de los daños de los distintos tipos de violencia representan en gran medida tareas inéditas que demandan importantes capacidades y voluntades, así como un margen importante de creatividad social. En este contexto cabe reconocer que si bien las iniciativas civiles de auto-defensa han movilizado la participación comunitaria, hasta hoy las distintas iniciativas sociales contra la inseguridad, aunque diversas en sus orígenes y alcances, se han limitado en su gran mayoría a la búsqueda de reconstrucción de condiciones mínimas de seguridad sin atender a los factores determinantes y detonantes de la violencia, ni a sus diversas expresiones y dimensiones.
II. La paz y la seguridad ciudadana como bienes comunes
El trabajo de Elinor Ostrom es en gran medida conocido por su crítica a la tesis de la incapacidad de cooperación en torno a bienes y propósitos comunes planteada por el biólogo Garrett Hardin como un hecho universal e insuperable, que inevitablemente conduce a "tragedias" de la cooperación o de los bienes comunes. A partir de una vasta evidencia empírica Ostrom mostró que si bien dicha "tragedia" ocurre en muchos casos, está lejos de ser un destino inevitable de los bienes poseídos y/o utilizados en común. Documentó, en cambio, la presencia de una amplia gama de casos de acción colectiva, es decir, de experiencias de coordinación y cooperación en torno a bienes y fines comunes que se han sostenido a lo largo del tiempo. Ostrom reconoció que la acción colectiva no representa un hecho dado o sencillo de lograr, sino que se trata de un proceso demandante cuya construcción enfrenta distintos retos (dilemas) y tiene costos de consideración (Cárdenas, 2009; Ostrom, 2012; Pottete, Jansen & Ostrom; 2012; Merino; 2014).
En un sentido amplio, la categoría de bienes comunes ("commons") se refiere a bienes compartidos (Ostrom, 2010); designa a bienes, recursos o sistemas naturales, pero enfatiza el papel de la comunidad y la cooperación (MacCay, 2015; Van Laerhoven and Berge, 2011; Meinzen-Dick and Hess, 2007). En torno a los bienes comunes las comunidades emprenden prácticas de cooperación y reciprocidad, desarrollan confianza, generan identidades colectivas, construyen acuerdos, normas y reglas -instituciones en el sentido de Ostrom-5 que sostienen la gobernanza de los bienes. El concepto de "bienes comunes" incluye y rebasa la clasificación de los regímenes de propiedad que reconoce a la propiedad privada, colectiva y pública (Stern, et.al. 2001; Lynch 2006). Bienes de propiedad colectiva, pero también de propiedad pública (gubernamental) e incluso de propiedad privada6 pueden constituir "bienes comunes". Por otra parte, dentro del universo de los "bienes comunes" pueden también incluirse los tipos de bienes que Ostrom definió a partir de las condiciones de exclusión y sustractabilidad (subtractibility), como bienes privados, bienes club, bienes públicos y bienes de uso común (Ostrom 1991, 2005).7 Bienes públicos de "uso común" e incluso bienes privados pueden ser "bienes comunes" siempre que un grupo posea o reclame derechos sobre ellos y participe en su uso, gestión o incluso creación como en los casos de algunos nuevos bienes comunes de conocimiento (la web, el software libre, o las "wikis") (Schackelford, en prensa).
Los bienes "de uso común" (common pool resources) son bienes comunes, puesto que las dificultades de exclusión tienden a favorecer el uso compartido, mientras que el nivel alto de sustractabilidad/ rivalidad en el uso demanda el desarrollo de medidas que permitan su sustentabilidad por parte de los distintos usuarios y grupos de interés. Incluso bienes de tipo privado, en algunas condiciones pueden ser "bienes comunes"; es el caso del dinero que se posee colectivamente y se maneja de acuerdo a normas aceptadas por los socios, como sucede en las cooperativas de crédito y ahorro.
La investigación de Ostrom y de la extensa producción académica generada bajo su influencia, ha buscado elucidar los factores que permiten que en algunos casos la acción colectiva en torno a distintos "bienes" se genere y mantenga, mientras que en otros falle o esté ausente dando pie al deterioro o destrucción de los bienes. Uno de los hallazgos centrales es que el sostén de la acción colectiva y de los bienes comunes se basa en la existencia de derechos y responsabilidades colectivas y en la presencia de acuerdos y reglas adecuadas a las condiciones de los bienes y de las comunidades, y consideradas como legítimas por los actores involucrados en la gestión de los bienes. Entre los factores de mayor incidencia en las "fallas" de la acción colectiva y las "tragedias de los bienes comunes" consecuentes destacan: la ausencia de comunicación y rendición de cuentas entre los participantes en iniciativas de cooperación; la falta de conocimiento y confianza entre ellos; la carencia de reglas legítimas y coherentes con las condiciones en que la interacción tiene lugar y la presencia de élites que abusan del bien común (Ostrom, 1991, 2001, 2003, 2009; Cárdenas, 2005).
Los bienes definidos por Ostrom como públicos son bienes comunes puesto que su acceso -en gran medida abierto- permite que amplios grupos sociales se beneficien de ellos. La paz, la seguridad, la información, la luz solar, los servicios ecosistémicos, el conocimiento y el capital social8 han sido tradicionalmente definidos como bienes públicos, asumiéndose generalmente que se trata de bienes que difícilmente se erosionan o agotan, y que el Estado es siempre garante suficiente y adecuado para su provisión. Cabe sin embargo considerar las dificultades de provisión que muchos de estos "bienes" enfrentan y las posibilidades de su erosión, agotamiento o destrucción a partir de distintos procesos como el "cercado", el mal uso, la falta de provisión y el abandono.
Una de las aportaciones centrales y más conocidas del marco analítico de Ostrom son los "principios" o condiciones asociadas a la fortaleza de los sistemas de acuerdos/reglas. Estos "principios" que se desarrollaron a partir del análisis empírico de sistemas de reglas aplicadas a bienes de uso común, han sido validados a través de más de dos décadas de investigación en torno a diversos sistemas de recursos naturales en distintas regiones del mundo. Cox et.al. se refieren a la existencia de límites funcionales del sistema recursos y de las comunidades de usuarios; de márgenes de autonomía relevantes de las comunidades de usuarios para formular reglas sobre el uso/ provisión de los bienes; la anidación institucional; la congruencia de las reglas con las condiciones sociales y de los sistemas de bienes; la participación de los afectados por las reglas en su definición; el monitoreo del cumplimiento de las reglas y de las condiciones de las reglas y las capacidades de las comunidades de resolución de conflictos. Una tarea pendiente es la de la validación/adecuación mediante investigación empírica de estos principios para la solidez de las reglas relacionadas con los bienes públicos; sin embargo, a partir de la experiencia de investigación mencionada consideramos que los cuatro últimos principios (congruencia, participación, monitoreo y resolución de conflictos) son también importantes para la viabilidad de las reglas y acuerdos relacionados con los bienes públicos vistos como bienes comunes.
Gran parte del esfuerzo teórico del Análisis Institucional se ha abocado a la comprensión de las "tragedias de los bienes comunes" entendidas como fallas atribuibles a la sobre-explotación de los recursos por parte de los grupos usuarios incapaces de restringir su cosecha. Hasta ahora, las iniciativas de comprensión de las "tragedias de los bienes públicos" relacionadas con diversos procesos que redundan en "fallas de provisión" (producción o creación), han sido las más limitadas. Una propuesta interesante es la de "anti-commons" (Heller, 2008), que sostiene que "demasiados derechos de propiedad (privada)", en el caso de los bienes comunes de conocimiento,9 paralizan la innovación, amenazando el proceso mismo de generación de estos recursos, que como la paz y la seguridad son bienes de interés público, cuya productividad y relevancia dependen en gran medida de que se mantengan en el "dominio público".10
Desde distintas perspectivas, la paz y la seguridad se conciben como bienes públicos. En primer término, por tratarse de condiciones fundamentales para la vida social, son condiciones básicas de interés público. Son también entendidos como bienes públicos a partir de la asunción de que su presencia y permanencia son responsabilidad exclusiva del Estado. Se consideran incluso bienes públicos emblemáticos, cuya provisión justifica en gran medida la propia existencia del Estado que se asume como detentor exclusivo de la violencia legítima (Weber, 1919). Como hemos mencionado, desde la perspectiva del análisis institucional se califican como "bienes públicos" de baja sustractabilidad y difícil exclusión; más aún la exclusión del "acceso" a condiciones de paz y la seguridad carece de sentido, a la vez que su deterioro no es resultado del acceso o "uso", sino del "desuso". Puesto que los bienes públicos enfrentan sistemáticamente problemas de provisión, cabe considerar que la falta de acceso a condiciones de seguridad en un determinado sitio genera desvaloración del espacio y pérdida de compromiso para colaborar con la provisión en la mejora de sus condiciones.
La concepción de la seguridad y la paz como bienes comunes no niega el interés público en torno a su existencia y preservación. Tampoco desconoce la responsabilidad del Estado y la necesidad de su intervención en la reconstrucción y provisión de estas condiciones. Concebimos a la paz y a la seguridad, a la vez, como bienes fundamentales, públicos y comunes que implican la necesidad de co-producción y co-gestión Estado-sociedad. Esta propuesta supone la problematización de la actuación del Estado en función de sus relaciones con la sociedad y con comunidades particulares, y de las demandas que plantean la provisión de la paz y la seguridad en contextos y escalas diversos. Concebimos la construcción y reconstrucción de la paz y seguridad social como una creación, con dimensiones fuertemente colectivas y comunitarias, de un amplia gama de bienes comunes "anidados": bienes comunes de "acceso común" y de tipo público de distintas escalas, cuya preservación plantea retos de apropiación y provisión particulares que no pueden resolverse mediante panaceas (Ostrom, 2009b) o fórmulas generalizantes, o mediante una gestión basada en la concentración de capacidades. Sostenemos que esta concepción permite avanzar en el análisis y en la construcción de insumos para la acción social y política, al hacer énfasis en los esquemas y escalas de acción colectiva y gobernanza necesarios para responder a retos y dilemas complejos.
III. La resolución, reconstrucción y reconciliación como tareas de reconstrucción de comunidades y bienes comunes
En el México contemporáneo, la violencia tiene expresiones claras y contundentes en los distintos "espacios" en que, según la propuesta de Galtung, se expresan la violencia y sus impactos. La violencia estructural manifiesta en las dimensiones personales y sociales se refiere a una inequidad profunda y creciente, que se traduce en oportunidades y derechos desiguales y en condiciones de pobreza extendidas. Concebir la paz social y la seguridad en su carácter multidimensional y como bienes comunes implica asumir en primer término que su construcción estable tiene un carácter necesariamente incluyente. Las tareas de diagnóstico y agenda requieren un tratamiento local y participativo, incorporando la comprensión colectiva de las formas en que las condiciones de violencia local influyen en otras escalas y se articulan a ellas. El empoderamiento de las comunidades y sociedades locales y el desarrollo de sistemas de gobernanza policéntricos son aspectos políticos fundamentales de este proceso.
En la tabla que presentamos a continuación retomamos el esquema de Galtung sobre los "espacios" de expresión de la violencia, incorporando las dimensiones de violencia estructural, violencia cultural y violencia directa que se desarrollan en cada uno de ellos. Hemos incluído temas que consideramos como "violencia política" dentro de la dimensión estructural de la violencia, en la medida en que contribuyen considerablemente a las acciones de violencia directa y a la reproducción del orden violento en su conjunto.11
Las acciones y políticas de resolución, reconstrucción y reconciliación tienen que ver con la conclusión de las acciones de violencia directa, estructural y cultural en los ámbitos de la sociedad, las personas, la naturaleza y el tiempo; la reparación y reconstrucción se refieren a la atención de los impactos de la violencia en sus distintas dimensiones y ámbitos. Estas acciones implican la defensa, manejo sostenido, restauración y gobernanza participativa de distintos bienes tanto de "uso común" como de tipo público de distintas escalas. Las mismas involucran a diversas comunidades y escalas de gobierno. El diagnóstico de las acciones e impactos de la violencia, fundamental para el desarrollo de agendas de construcción de la paz en distintas escalas, rebasa con mucho el alcance de este trabajo; no obstante consideramos pertinente proponer algunas consideraciones generales sobre la violencia estructural y cultural en México.
En el análisis de la violencia estructural y sus impactos destaca en primer término el papel de la inequidad y la pobreza. En la comprensión de la inequidad en la génesis de la violencia, resulta sumamente relevante la visión de Richard Wilkinson y Picket (2009) sobre la la inequidad como un "mal público" cuya reducción debe asumirse como prioridad de los gobiernos y las agencias de desarrollo. Este análisis muestra con claridad la estrecha relación presente entre los niveles de desigualdad entre los países de la OCDE12 y la intensidad de los problemas públicos-privados como los embarazos de adolescentes, la obesidad, las adicciones, los homicidios y la dureza de las sanciones penales. Este análisis revela también la relación entre los niveles de desigualdad y la presencia de "bienes públicos" como la confianza y la disposición a colaborar con iniciativas promotoras de la sustentabilidad y la filantropía. En la comprensión de las relaciones entre la pobreza y la violencia resulta útil la concepción de la pobreza como falta de capacidades y derechos, inspirada por Amartya Sen (200), quien considera la pobreza como falta de capacidad de producir o de realizar el propio potencial productivo. Ser pobre implica imposibilidad de alcanzar un mínimo de realización vital por verse privado de las capacidades, posibilidades, y derechos básicos para hacerlo. No sólo la pobreza económica, sino la privación de la libertad política y los derechos civiles empobrecen la la vida humana.
Si bien México se considera como un país con un nivel de desarrollo humano "medio-alto" (a partir del ingeso promedio), el nivel de inequidad es sumamente alto13 y 53.3 millones de personas (46% de la población) viven en condiciones de pobreza y 9.5% en extrema pobreza. 55% de los adolescentes mexicanos son pobres. 14.5% de los nacimientos en México son de madres cuyas edades están entre 15 y 19 años. (Esquivel, 2015). México es la 14 economía mundial, pero está entre los 25 países más desiguales del mundo; entre 1995 y 201514 el PIB de México creció sólo en una cuarta parte, mientras la fortuna de los 16 mexicanos más ricos se multiplicó por cinco, de modo que en 2015, 1% de los mexicanos concentraban 21% del total del ingreso nacional.
La construcción de la paz es viable en la medida en que la resolución de las fuentes de la violencia y la reparación de sus impactos se convierte en política y estrategia social. Si en la génesis de la violencia la apropiación abusiva de grupos de poder de bienes públicos y comunitarios tiene un papel preponderante, revertir las condiciones de violencia y sus impactos no puede basarse en la reproducción de la desigualdad y la exclusión. La conciencia de la inequidad como un mal público y como condición generadora de violencia, y el desarrollo de políticas y estrategias que la aborden de esta manera, implican profundos cambios políticos y culturales que deben ser resultado de una decidida política de Estado. No obstante, es claro que la viabilidad de esta política exige la recuperación del espacio público y del mismo Estado por parte de la sociedad civil consciente de las dinámicas de la violencia.
Revertir los impactos de la violencia en los espacios de la naturaleza y la cultura implica la defensa, el buen manejo, la restauración creación de bienes locales que son a menudo bienes comunes resultado de la acción colectiva comunitaria, lo que resulta imposible en casos de abuso del bien común y ausencia de confinaza. Al menos desde el inicio de "la modernidad" muchos bienes comunes, naturales y culturales (p.e. bosques, minerales y agua en el subsuelo, cuerpos de agua; creaciones culturales definidas como patrimonio cultural de los países) han sido objeto de disputa entre las sociedades locales y los Estados centrales, que han buscado imponer al uso y manejo de estos bienes la racionalidad e intereses de las élites, identificadas con el "interés nacional", en contextos generalemente carentes de rendición de cuentas y en general de prácticas democráticas.15 El control y apropiación burocráticos de estos bienes a menudo han conducido a su degradación o destrucción; mientras que la gestión de comunidades auto-organizadas, "más allá de los mercados y los estados", puede realizar aportaciones importantes a la creación, uso sustentable y gobernanza de este tipo de bienes.16
La destrucción de la paz y seguridad en términos nacionales (incluso internacionales) amplios, es resultado de la conjunción de procesos múltiples y diversos de deterioro de bienes (de uso común, públicos y privados) de distintas escalas y naturaleza. La identificación y reflexión sobre estos procesos por parte de comunidades, grupos sociales y organizaciones como base de la política pública, resultan imprescindibles para el éxito de los esfuerzos por revertir la violencia y construir la paz entendida no como ausencia de conflictos, sino como capacidad de asumirlos y de búsqueda de su solución. La construcción de la paz como bien común y la conciencia sobre las relaciones entre violencia estructural, cultural y directa; la consideración de la inequidad y pobreza como "males públicos"; y el respeto a la autonomía, visión y capacidad de decisión de los actores en escalas locales, son elementos centrales de una cultura de la paz necesaria para que cambios en distintos ámbitos tengan lugar. En estos procesos el empoderamiento y la participación de los afectados por la violencia resulta fundamental.
Contra las propuestas y apuestas políticas por esquemas de gobiernos fuertemente centralizados, concentradores de capacidades, recursos y derechos, proponemos que la construcción de la paz y la seguridad basada en el reconocimiento y búsqueda de reparación de las diversas expresiones de la violencia, requiere esquemas de gobernanza policéntrica entendida como "un sistema social con múltiples centros de decisión con prerrogativas limitadas y autónomas que opera bajo un conjunto general de reglas" (Polanyi, 1944; Ostrom, 2009). Se trata de un tipo de sistema en el que existe la posibilidad de aportaciones individuales y colectivas, donde el esquema de autoridad posibilita no sólo la existencia de opiniones múltiples y diferentes, sino también de su traducción en prácticas diversas. Los sistemas policéntricos, lejos de favorecer el caos en el ejercicio de autoridad, permiten y favorecen la creatividad social, necesaria para la construcción de la paz y la seguridad. Algilica y Torko (2012) definen la policentridad como un marco institucional y cultural no jerárquico que hace posible la coexistencia de múltiples centros de decisión con valores y objetivos diversos17. Este tipo de sistemas de gobernanza posibilita la creatividad y participación social y posee mayor flexibilidad y capacidad de responder a demandas complejas.
Conclusiones
Durante la década pasada, la violencia e inseguridad en México alcanzaron niveles sin precedentes en la memoria de las generaciones contemporáneas. No sólo la acción del Estado se ha visto ampliamente rebasada por la capacidad de fuertes grupos del "crimen organizado", sino que algunos funcionarios e instituciones gubernamentales se han involucrado en la protección del crimen o han participado incluso en actividades criminales, conduciendo en distintas entidades a procesos de grave ruptura del tejido social y del pacto supuesto entre el Estado y la Sociedad.
La política gubernamental de lucha contra el crimen se ha orientado básicamente en función de un enfoque "objetivo-causal" que busca reprimir las acciones de violencia directa dejando de lado dimensiones fundamentales, como la necesidad de una profunda reforma del sistema de procuración de justicia y el imperativo de atacar las causas estructurales de la violencia. Por otra parte, la política de seguridad -priísta y panista en su momento- apuesta a un esquema de ejercicio de poder fuertemente centralizado y concentrador de recursos, de capacidad de decisión y de ejercicio de la fuerza. Este centralismo exacerbado permite al Estado ejercer continuamente acciones de violencia contra la sociedad. Destaca en este sentido el creciente control, por parte del gobierno federal y de las élites, de la información y de la interpretación de la violencia, que se ha expresado "violentamente" en acciones de política como la represión a la periodista Carmen Aristegui18, o la manipulación de la información en torno a la captura del capo Joaquín Guzmán (alias el "Chapo"). Los resultados de la aplicación de estas políticas han sido el dramático incremento de la violencia y el fortalecimiento de las estructuras, de la cultura y de las prácticas que la generan.
Distintos actores sociales han respondido a la crisis de violencia implementando medidas que implican la "privatización" de la seguridad (cercado de calles, guardias privadas), o bien "vendiendo" seguridad a partir de la imposición del temor o recurriendo a extorsiones y cobros de derecho de piso; es decir, generando en uno u otro caso nuevos y a menudo graves "males públicos". Por otra parte, en algunas de las regiones más afectadas por la crisis de violencia como los estados de Michoacán y Guerrero, han surgido iniciativas locales-comunitarias de autodefensa, que en algunos casos han logrado restablecer condiciones de seguridad local. No obstante, estas experiencias no han logrado rebasar los ámbitos locales y a menudo han sido objeto de represión gubernamental y de penetración por parte de los grupos criminales. Por último, hasta hoy las movilizaciones sociales amplias contra la violencia en México tampoco han logrado transformarse en acción ciudadana permanente ni dotarse de una agenda que convoque a sectores amplios del país.
La investigación y reflexiones en torno a la violencia que se han generado hasta ahora apuntan a la necesidad de manejar enfoques multidisciplinarios, sistémicos y atentos a la complejidad de los procesos, tanto en el diagnóstico de los eventos y dinámicas de violencia, como en las políticas y acciones civiles comprometidas con la construcción de la paz. El enfoque estructural-interdisciplinario representa un avance en el reconocimiento del carácter integral y complejo de la violencia, destacando el papel de la inequidad y la pobreza en las dinámicas de la violencia. La perspectiva de la complejidad avanza en el esclarecimiento de los vínculos entre lo individual y social, a la a vez que alerta contra el riesgo que conlleva la aceptación de la violencia (victimización) en la reproducción de las propias condiciones de violencia. Consideramos que la propuesta de Johan Galtung permite articular las aportaciones de las dos últimas perspectivas, aportando elementos para avanzar hacia diagnósticos y agendas que a la vez busquen relacionar en los distintos casos las acciones de violencia directa en los ámbitos de la sociedad, las personas, la naturaleza y el tiempo, con condiciones particulares de violencia estructural y cultural; e indaguen en torno a las articulaciones de las acciones de violencia en los distintos ámbitos.19
Resolver las dinámicas de violencia y reconstruir-reparar sus impactos, implica la creación y defensa tanto de bienes públicos como de bienes de "uso común", ambos bienes comunes en tanto se trata de bienes compartidos cuya presencia y permanencia demandan acción colectiva. Este trabajo propone que la teoría de la acción colectiva y los bienes comunes propuesta por E. Ostrom ofrece un marco a partir del cual es posible plantear y abordar cuestionamientos sobre la escala, orientación, temas y objetivos de gobernanza necesarios para abordar la resolución y reparación de los hechos y dinámicas de violencia en distintos ámbitos y escalas.
La resolución y reparación de la violencia estructural, de atentados contra la vida y los bienes de las personas, son tareas en las que la acción del Estado es indudablemente necesaria. Sin embargo, la calidad de la democracia y la gobernanza, las escalas de gobierno adecuadas para abordar las distintas problemáticas y las relaciones entre las acción pública en distintas escalas son temas que requieren resolverse para el éxito de las políticas públicas que buscan la contención de la violencia y la construcción de la paz. Por otra parte, la participación comunitaria y social en general resulta imprescindible para la defensa, restauración y creación de distintos bienes relacionados con la construcción de la paz. Más aún, la reforma del Estado, central para la resolución de los procesos de violencia en distintos ámbitos, es fundamentalmente resultado de movimientos sociales cívicos y de un seguimiento ciudadano en los distintos momentos de los ciclos de las políticas públicas.