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Culturales

On-line version ISSN 2448-539XPrint version ISSN 1870-1191

Culturales vol.5 n.1 Mexicali Jan./Jun. 2017

 

Artículos

Infanticidio y disciplina popular en el sistema judicial de Sonora, México entre 1855 y 1929

Infanticide and popular discipline in Sonora, Mexico’s judicial system between 1855 and 1929

Laura Shelton* 

*Franklin and Marshall College. lshelton@fandm.edu


Resumen:

El artículo explora por qué las comunidades locales en el estado de Sonora utilizaron la judicatura estatal en nuevas maneras para disciplinar a mujeres acusadas de infanticidio, aborto provocado y abandono infantil durante el porfiriato. Analiza los procesos penales contra mujeres para descubrir los cambios en los sistemas de género y proponer que éstos contribuyeron al aumento de la vigilancia de la conducta sexual de las mujeres por las identidades masculinas de la época. Los juicios por infanticidio dieron pie a los discursos de inferioridad étnica, económica y de género hacia las mujeres, especialmente con las jóvenes que ocultaban sus embarazos. Concluye que los agentes estatales no se unificaron en su tratamiento de la delincuencia femenina, pero la presión popular desempeñó un papel represivo en la expansión del poder del Estado para imponer el orden moral y asegurar un espacio para la vergüenza pública de la sexualidad femenina.

Palabras clave: infanticidio; estudios de género; Sonora; construcción de un orden social

Abstract:

The objective of this article is to explore why local communities began to use their judiciary in new ways to discipline women accused of infanticide, abortion, and infant abandonment during the Porfiriato. This work uses gender analysis of criminal trials to uncover changes in the local gender order and to argue that disruptions in masculine identities contributed to increased policing of women’s sexual conduct and efforts to use the State to maintain a traditional moral order during a period of rapid change. Infanticide trials provided a space for discourses of ethnic, economic and gender inferiority towards women, especially young single women who hid their pregnancies. This study finds that State agents were not unified in their treatment of female criminality, but popular pressure still played a role in expanding the reach of State power to impose moral order and provide a platform for public shaming of female sexuality.

Keywords: infanticide; gender studies; Sonora; construction of social order

Introducción

A partir de la década de 1860, los procesos de infanticidio comenzaron a aparecer en los juzgados de Sonora con más frecuencia. Entre 1855 y 1929, los juzgados del estado trataron 63 procesos de infanticidio, aborto y abandono; 41% de estos procesos se produjo entre 1895 y 1905, una cantidad considerable teniendo en cuenta que, en esta misma región, tales casos eran escasos antes de 1880. En los expedientes de los archivos judiciales de Sonora correspondientes entre 1780 y 1850, no hemos encontrado, hasta ahora, documentación alguna sobre ningún proceso de infanticidio. Durante la década de 1890, una oculta realidad de violencia privada se convierte en preocupación pública en el tribunal de justicia.

Los estudios académicos que giran en torno a la delincuencia femenina, en particular los relacionados con delitos sexuales que se cometieron a finales del siglo XIX, tendieron a preponderar el papel de criminólogos y funcionarios estatales, equiparándolos como regidores del orden moral, así como promotores de políticas favorables a la natalidad y vigilancia de la sexualidad femenina, todo ello conllevado a mantener un orden social en un periodo que se modernizaba rápidamente. Un gran número de trabajos al respecto se han centrado en urbes como la Ciudad de México y Caracas, donde gozaban de más influencia las ideas y prácticas de expertos en justicia y auxiliares en justicia penal (Buffington, 2000; Díaz, 2001; Núñez, 2008). En las investigaciones que muestran los puntos de vista que tienen sobre la delincuencia femenina las autoridades estatales y criminólogos como Carlos Roumagnac, han quedado poco estudiadas las comunidades locales de las regiones más remotas de México, tal es el caso de Sonora.

Este trabajo explora lo complicado de las relaciones que se dan entre las comunidades locales como agentes activos en las denuncias de las mujeres sospechosas de haber cometido infanticidio y los jueces, quienes, por lo general, fueron reacios a castigar a las mujeres sin una clara evidencia.

El aumento en los procesos de infanticidio en Sonora durante el final del siglo XIX refleja, en gran medida, la influencia de los esfuerzos populares entre los vecinos y familiares para avergonzar públicamente a las mujeres que intentaron ocultar sus embarazos. Mediante el análisis que inicia estos procesos, se hace evidente, con mayor frecuencia, que los vecinos y amigos de la familia se presentaron ante las autoridades judiciales locales para informar del hallazgo del cadáver de un bebé o para compartir información sobre el comportamiento sospechoso de una joven mujer posiblemente embarazada.

Esta no es sólo la historia donde los funcionarios estatales imponen nuevas normas de conducta en las mujeres de la localidad; más bien es una historia donde los vecinos se imponen nuevas normas de conducta entre sí. Estos casos sugieren, incluso, que si los denunciantes conocían las investigaciones de criminólogos y expertos legales, se apoyaban en ello para poder construir los discursos delictivos, ligando así la conducta sexual femenina y la maternidad hacia un orden de conveniencia social y moral.

Debido a que las personas que denunciaban a las mujeres en los tribunales, a menudo, eran vecinos varones, es necesario considerar el contexto de género más ampliamente dentro de los contextos. Dado el momento en que las identidades y las prácticas masculinas rurales se encontraban bajo la amenaza de una rápida evolución, la denuncia pública en contra de las mujeres por infanticidio y la revelación de su mala conducta sexual resultaron procedimientos para garantizar la autoridad masculina dentro de la comunidad, independientemente del resultado final de los procesos. Como Ana María Alonso (1995) ha argumentado en el caso de Chihuahua rural, el desplazamiento político y económico de los hombres rurales marcó una transformación de las identidades masculinas a finales del siglo XIX.

En última instancia, estos casos demuestran que los proyectos de construcción del Estado durante el porfiriato en México -un periodo asociado con la centralización y consolidación del poder del Estado-, con frecuencia provenían de la presión popular desde abajo. Más bien, como Elsie Rockwell (1994) ha argumentado en su estudio de la educación pública que algunos programas sociales que se establecieron para someter a las mujeres a escrutinio público en relación con el sexo ilícito pudieron haber influido y promovido la participación del Estado en los asuntos locales. Estos casos abrieron un espacio para que los ciudadanos expresaran sus ansiedades sobre la maternidad secreta y las muertes infantiles, y en el proceso legitimaban una nueva intervención del poder judicial en la vigilancia de la sexualidad femenina y la conducta de las mujeres como madres. Como los estudios de Kristin Ruggiero (1992), Martin J. Wiener (2007) y María del Carmen Baerga-Santini (2009) han demostrado que los procesos de infanticidio proporcionan el momento para disciplinar a las mujeres, tanto por su supuesta promiscuidad sexual y por haber cometido un asesinato. Para algunos de estos estudiosos, el pensamiento de Michel Foucault (1995) sobre las instituciones médicas y judiciales como instrumentos de castigo se ha convertido comprensiblemente en un marco convincente para estudiar el infanticidio como fenómeno histórico y social.1

Sin embargo, el aumento en los procesos de infanticidio en Sonora, México, entre 1895 y 1905, pone de relieve otro aspecto del pensamiento de Foucault: la capacidad de los miembros de la comunidad local para utilizar los instrumentos del Estado para disciplinarse entre sí, de modo que se reafirmaban jerarquías y divisiones basadas en género, etnia, clase social y edad. Por otro lado, también refleja un regreso a las nociones tradicionales de la conducta sexual de la mujer. Estos casos demuestran que las herramientas de la disciplina y los esfuerzos para mantener el statu quo recaían en las manos de los vecinos y de la comunidad local, así como en las manos de agentes poderosos del Estado. Durante este periodo de rápidos cambios económicos y culturales, el denunciar a las mujeres jóvenes por cometer el infanticidio reafirmaba un orden social de género que unía la vergüenza pública con la conducta sexual femenina ilícita, en especial entre las mujeres de un nivel socioeconómico bajo. Independientemente del resultado, un juicio de infanticidio socavaba la reputación de honor sexual de la mujer (Caulfied, Chambers y Putnam, 2005; Lipsett- Rivera y Johnson, 1998; Stern, 1997; Twinam, 1999). Estas acciones daban poder a los testigos así como al Estado cuando los notarios judiciales transformaban el chisme y los rumores en testimonio público oficial.2 ¿Por qué preocupaba a los vecinos la maternidad y conducta sexual de las mujeres de bajo estatus en ese momento? ¿Los informantes, la mayoría hombres de menor estatus que trabajaban como jornaleros y labradores, compartían las mismas preocupaciones sobre el honor y modernización como los criminólogos de la Ciudad de México? En este ensayo se propone que las corrientes culturales que influyeron en los hombres para exponer la conducta sexual de la mujer en los tribunales judiciales estuvieron relacionadas, en parte, con los desplazamientos asociados por el ritmo acelerado de la nueva vida a nivel local de ese entonces y a los cambios que socavan la masculinidad tradicional, fundamentalmente los referentes a la posesión de la tierra, la autonomía política y su posición como cabeza en las redes familiares. Estos casos reflejan la manera en que los hombres de estatus bajo reafirmaron su masculinidad e impusieron un orden moral y sexual sobre las mujeres en sus comunidades justo en el momento en que el papel del hombre estaba en un proceso de cambio social.

Fuente: Archivo General del Poder Judicial del Estado de Sonora, Fondo Juzgado Penal

Figura 1 Tipos de casos lo largo del tiempo 

El contexto

A finales del siglo XIX, los sonorenses vivieron un tiempo de cambio económico y cultural dramático. Estos años representan un momento crucial en la historia de Sonora, en el que este territorio pasó a ser una zona fronteriza dinámica e influyente (Tinker Salas, 1997). En este periodo, nuevos pueblos mineros crecieron, especialmente en los centros de cobre como Cananea, en el norte del estado, a la vez que las nuevas redes ferroviarias conectaron la región por primera vez con Estados Unidos y con el centro de México. Muchos de estos cambios se debieron a la afluencia de capital extranjero, pero los sonorenses estuvieron también involucrados en el desarrollo regional. Miembros notables de la región alentaron estas inversiones mientras los habitantes de áreas rurales se mudaban a nuevos puestos de trabajo en la minería y el transporte (Meyer, 1989).

La población del estado aumentó más del doble entre 1878 y 1910. De acuerdo con la Secretaría de Fomento, la población de Sonora era de 110 837 en 1878, en tanto que el Censo General de Población de 1910 fue de 265 383 habitantes (Cuevas, 1989).

Estas rápidas transformaciones sociales, económicas y políticas tuvieron un profundo efecto en las identidades y roles de género dentro de las familias sonorenses. La masculinidad en Sonora basó su larga tradición en la propiedad de la tierra a pequeña escala, vinculada con la ganadería y la agricultura. Y disfrutó, asimismo, de una autonomía municipal en comunidades regionales. Mientras Sonora tenía familias poderosas, su influencia fue fragmentada; no había una sola familia de la élite como en el caso de los Terrazas-Creel en Chihuahua o los Garza y Sada de Nuevo León. Durante el porfiriato (1876-1910), la afluencia de capital extranjero y la consiguiente expansión de la minería, la urbanización en comunidades como Guaymas y Hermosillo, y la construcción de ferrocarriles proporcionaron nuevas oportunidades y estimularon la movilidad para algunos, pero también desplazaron a otros grupos sociales. Pequeños ganaderos y agricultores, en particular, no podían permitirse el lujo de participar en los mercados comerciales de la tierra, y algunos sufrieron intimidación de los vecinos más poderosos, sobre todo en áreas de crecimiento rápido como Hermosillo. Mientras tanto, las fuerzas policiacas de la región y funcionarios judiciales trataron de hacer cumplir las leyes contra la vagancia en los pequeños pueblos y en las ciudades, persiguiendo a hombres sin buenos empleos. Los hombres indígenas enfrentaron el escrutinio más cercano. La autonomía de los hombres que trabajaron en las minas y en los ferrocarriles se encontraba comprometida, con horarios de trabajo muy controlados y bajos salarios; las campañas contra la vagancia y la violencia nuevamente se dirigieron hacia los que intentaron organizar sindicatos. Periódicos de todo el estado hicieron un llamado de restricción de consumo de alcohol entre mineros y otros trabajadores de sexo masculino. Los municipios optaron como medida cerrar las cantinas, por ser los lugares en donde la clase trabajadora masculina podría socializar, y se percibían como una amenaza para la vida familiar estable, además de espacios subversivos para la organización de la resistencia obrera. En Guaymas, El Tráfico (1899) publicó una lista de personas detenidas por embriaguez pública con el fin de avergonzar a los acusados y para prevenir la embriaguez pública (Tinker Salas, 1997, p. 251). Desde la perspectiva de los trabajadores varones que tenían bajos recursos y pocas salidas para socializar con los compañeros de trabajo que estuvieran fuera de la mirada vigilante de los patrones, tales medidas de vigilancia para evitar la embriaguez pública probablemente fueron percibidas como una intromisión en la vida social masculina.

Además de la vigilancia en el trabajo y el control del tiempo libre de los hombres, los hombres de la clase trabajadora también veían cómo sus hijas, hermanas y esposas aumentaban la fuerza laboral en el servicio doméstico, como lavanderas, trabajadoras al cuidado de niños y prostitutas, especialmente en los centros urbanos del estado. En conjunto, el estatus masculino de los trabajadores agrícolas y obreros se iba erosionando, ya que perdía el control de sus tierras y del gobierno local, y también perdía el control sobre el tiempo y movimiento de las mujeres y los niños dentro de sus familias.

Si bien las condiciones de trabajo y las expectativas de la disciplina masculina cambiaron drásticamente, otros aspectos de la vida familiar se mantuvieron constantes, incluyendo las altas tasas de mortalidad entre los niños pequeños menores de cinco años. En los periódicos, estas condiciones difíciles fueron atribuidas más a la "mala conducta" de los padres, al alcoholismo y a la negligencia, en lugar de tomar en cuenta las condiciones económicas y sociales de la vida y de trabajo (Tinker Salas, 1997).

Las tasas de mortalidad entre los niños pequeños se mantuvieron altas, según puede deducirse de los datos censales disponibles. Entre los nacimientos legítimos en 1895, Sonora reportó 1 717 nacimientos y 1 247 defunciones, incluyendo a los niños desde el nacimiento hasta los 5 años. En 1905, de 4 756 nacimientos legítimos, hubo 2 543 muertes en el grupo de niños menores de un año (Secretaría de Economía, 1956). Sólo podemos especular sobre el número de muertes de niños ilegítimos, ya que éstos no aparecen en los datos estadísticos oficiales. Fueron varios los factores que contribuyeron a la mortalidad entre infantes y niños: la fiebre amarilla, la tuberculosis, la disentería, la diarrea y la pleuresía. Al considerar la gran cantidad de enfermedades comunes entre los niños sanos, no sorprendería si la presencia de estas enfermedades hubiera contribuido a enmascarar el infanticidio en algunas ocasiones.

Durante este periodo, hubo un cambio en la configuración de los hogares al tiempo que la población crecía y se mudaba de ranchos y granjas hacia los centros urbanos emergentes. Debemos tener en cuenta la posibilidad de que más mujeres optaban por el infanticidio y el abandono en respuesta a nuevas presiones económicas, sociales y culturales al quedar aisladas de sus redes tradicionales de apoyo. Algunos de los casos sugieren un deterioro en los antiguos sistemas de circulación de niños y “adopción informal”, por lo que era más difícil ocultar el nacimiento de un hijo ilegítimo.

Sonora era una región sin tradición de conventos, casas de depósito y otras instituciones dedicadas a la protección de la infancia, por lo que las mujeres que no podían cuidar de un bebé o que deseaban ocultar un nacimiento ilegítimo buscaban el apoyo de sus familiares o de los vecinos más ricos, incluso recurrían a los extranjeros para que adoptaran a los niños como dependientes del hogar. Ya sea que se les llamara sobrinos, hijos, criados o nietos, estos pequeños contribuían a la reproducción económica, social y cultural de las familias -en su mayoría rurales- de las localidades de Sonora.

Un análisis elaborado por Cynthia Radding (1997) sobre los censos en comunidades como Oposura, sugiere la presencia de hijos ilegítimos entre las grandes familias extendidas durante el periodo colonial. Sobre todo, esta historiadora encontró que la adopción informal ocurría especialmente cuando los niños estaban en edad de trabajar. La circulación de niños cruzaba líneas étnicas e incluía tanto familias indígenas como españolas. Radding plantea que estas prácticas crearon lazos sociales entre las familias de diversas identidades étnicas. Los casos civiles del siglo XIX en Sonora sobre la tutela de los niños también sugieren que tales acuerdos ocultaban la ilegitimidad. En otros casos, datos censales así como registros judiciales de la época republicana temprana también indican la existencia y la tolerancia de la ilegitimidad, sobre todo cuando la pareja se comportaba de la forma que se esperaba de un matrimonio (Shelton, 2010). En definitiva, los registros del censo, los testamentos y las causas judiciales penales y civiles revelan que muchos niños crecieron fuera de la tutela de sus padres biológicos. Los niños fueron intercambiados entre los familiares no inmediatos e incluso entre personas no relacionadas por la biología o el compadrazgo. Los huérfanos y los hijos ilegítimos eran más propensos a pasar de un lugar a otro, viviendo con familiares, amigos o incluso desconocidos. En las regiones fronterizas de Latinoamérica como Sonora, esta práctica estaba más asociada con la guerra y la incursión entre las comunidades indígenas y españolas o mestizas (Brooks, 2002; Mateo, 1996; Socolow, 1992). Es evidente, sin embargo, que algunas madres optaron por enviar a sus hijos ilegítimos a vivir con otras familias y no cometer el infanticidio en tiempos de paz.

Así que la pregunta es: ¿Cometieron las mujeres o no infanticidio antes de 1850, o la sociedad no persiguió los casos de infanticidio hasta después de 1850? La evidencia sugiere que incluso aunque algunas mujeres circulaban hijos no deseados entre extraños y parientes, otras madres, sin duda, cometieron el infanticidio antes de la década de 1850. La mayor parte de la investigación sobre el infanticidio en las zonas fronterizas se ha centrado en las misiones coloniales, y no en las comunidades mestizas que fueron el foco de los tribunales penales estatales de finales del siglo XIX (Cramaussel, 1990; Jackson, 1994). Según Sherburne Cook (1976), las mujeres indígenas practicaban el infanticidio y el aborto en las misiones en respuesta a la desorientación cultural y física, la desnutrición y la represión social. Eran los sacerdotes y no los jueces que trabajaban para el Estado los que castigaban a las mujeres con el uso de azotes y otras humillaciones públicas, tales como obligar a las mujeres que no tenían hijos a que aparecieran en frente de la iglesia de la misión con muñecos infantiles hechos de madera como una representación de los niños que supuestamente mataron o abortaron. Estos casos de infanticidio entre las madres indígenas ocurrieron en un contexto social y cultural muy diferente de los que involucran a criadas, sirvientes domésticas mestizas, e "hijas de familia" durante el final del siglo XIX. Las mujeres jóvenes que aparecen en este estudio provienen de diversos orígenes étnicos y vivieron en comunidades multiétnicas bajo la autoridad de los jueces estatales, y no de sacerdotes.

El hecho es que hubo mujeres que, sin duda, cometieron el infanticidio en Sonora durante el periodo colonial, pero las actitudes oficiales hacia la práctica fueron cambiando durante el final del siglo XIX, cuando las redes de circulación informal de los niños en las comunidades mestizas fueron a su vez cambiando. Las obras de Elisa Speckman Guerra (1997) y Nora Jaffary (2012) sobre infanticidios en el sur de México durante la época colonial y el siglo XIX también pueden ofrecer algunas respuestas tentativas. Estas investigadoras encontraron que, en casos excepcionales, las autoridades sólo trataron casos de infanticidio hasta la segunda mitad del siglo XIX, tal como ocurrió en Sonora. De acuerdo con Jaffary, esto no significa necesariamente que hubo un cambio repentino de comportamiento en las mujeres, sino que se produjo un cambio en los puntos de vista oficiales sobre el infanticidio. Jaffary argumenta que el silencio oficial sobre el infanticidio en el poder judicial pone de manifiesto que sin importar el contenido en los códigos penales coloniales y republicanos, las decisiones de arrestar, investigar y sancionar un delito suponen un cambio cultural en la interpretación de la ley, y no necesariamente un cambio en la propia ley.

Los procesos de infanticidio de Sonora tienen que ver con la composición cambiante de las familias a finales del siglo XIX y principios del XX, así como las ideas más amplias acerca de lo que constituía la modernidad en el Estado porfiriano. El tamaño de la familia y las configuraciones familiares estaban cambiando en Sonora durante este período, ya que los hogares pasaron de arreglos multigeneracionales a familias más pequeñas y "modernas", de tal manera que a las mujeres probablemente se les hacía más difícil ocultar un bebé no deseado en comparación con generaciones anteriores. Las empleadas domésticas, que era aún más probable que se separaran de la comunidad y la familia debido a la migración en una economía regional que cambiaba rápidamente, encontraron sus opciones limitadas. Además de la composición de la familia, sin embargo, la modernidad se puso de manifiesto en el cambio de los códigos de derecho y la aparición de nuevas preocupaciones judiciales. El aumento de la denuncia, en combinación con la nueva legislación nacional que establecía la disminución de la severidad del castigo por cometer el infanticidio, sugiere una nueva voluntad de hacer de la prevención de la precención del infanticidio una prioridad dentro de la comunidad.

Los cambios en la estructura y composición de la familia, la migración y el desplazamiento económico contribuyeron para que las mujeres fueran madres y educadoras de la próxima generación de ciudadanos, y esto se hizo evidente en las páginas editoriales de los periódicos locales. Especialmente durante la década de 1890, la misma década del aumento en los procesos de infanticidio, los periódicos de Sonora publicaron artículos que lamentaban la embriaguez y la prostitución, y se decía cómo la mala conducta de las mujeres dañaba el tejido social y moral de las comunidades, lo que llevaba al abandono infantil y la delincuencia (Granillo y Granillo, 1897). Algunas editoriales promueven, entonces, políticas específicas, tales como la educación pública para las mujeres, con la intención de mejorar la vida de los niños dentro de las familias y la nación (La Razón Social, 1897), mientras que otras se centraron más en la degradación moral y sexual de las mujeres durante un periodo de incertidumbre y rápidos cambios sociales (Gaceta de Cananea, 1908; El Estado de Sonora, 1897). Las campañas de moralidad y artículos de prensa alentaban a una mayor vigilancia de las mujeres jóvenes, así como de su comportamiento sexual, y mostraron su preocupación por el abandono infantil. Para los residentes que no podían leer o comprar periódicos locales, cabía la posibilidad de que vecinos y amigos leyeran los artículos en voz alta y, de esta manera, compartir las noticias por las redes sociales informales. La mayoría de casos de infanticidio y abandono infantil se equiparan con lo sucedido a Celsa Martínez, de Arivechi, Sonora, en 1896. Fue a través de los testimonios de varios vecinos que se encontraban atentos al cuerpo de un bebé abandonado, hijo de Martínez, de quien varias personas sospechaban como el autor de un embarazo secreto. Algunos testigos reconocieron que la ropa interior en que el bebé fue envuelto pertenecía a la madre de Martínez. Las llamadas de la prensa para la restauración del orden moral, en combinación con la vigilancia de los vecinos y familiares en los pueblos y barrios urbanos en torno a la conducta sexual de las jóvenes mujeres solteras, lograron que la maternidad secreta y los partos ocultos fueran difíciles de realizarse.

El infanticidio en la ley y en la práctica

Un cambio importante encontrado de la época colonial a la republicana es la ley que regula el infanticidio. México había heredado leyes muy severas contra el infanticidio desde la época colonial, aunque es claro que las autoridades muy esporádicamente ejecutaron esas leyes.3 De acuerdo con el Diccionario Escriche -un texto jurídico definitorio para los jueces de Sonora-, el infanticidio se definía como “la matanza de un niño, ya sea en el útero o después de su nacimiento” (Escriche, 1837). Esta definición podría incluir un aborto voluntario, la inducción intencional de un parto prematuro, o el uso de la violencia mortal contra un niño recién nacido, el cual era castigado con la muerte. Esta definición, basada en códigos de las leyes coloniales, nos indica que el concepto de infanticidio había sido codificado mucho antes de que los funcionarios llevaran a las mujeres a juicio por estas causas en Sonora.

Las leyes coloniales para el infanticidio y el aborto permanecieron como leyes locales durante la era republicana, pero a mediados del siglo XIX, criminólogos, políticos y otros reformadores abogaron por nuevas leyes sobre delitos que implicaban específicamente a las mujeres, incluida la prostitución y el infanticidio. Como ha argumentado el historiador Robert Buffington (2000), este tipo de reformas reflejan la modernización mediante la promoción de la igualdad ante la ley y el poner fin a los privilegios corporativos, pero, al mismo tiempo, se reproducen las convenciones patriarcales tradicionales. En el caso específico del infanticidio, el Código Penal nacional de 1871, por ejemplo, redujo el castigo del infanticidio de una ofensa capital de cuatro a ocho años de prisión para todas las mujeres, dependiendo de las circunstancias del crimen; además, permitió a los jueces mostrar indulgencia con las mujeres que cometieron infanticidio o abandono para proteger su honor.4 En la práctica, la indulgencia hacia las mujeres que cometían delitos con el fin de proteger su honor, se daba cuando la inculpada podía mantener la apariencia de pureza sexual, un lujo que ninguna criada o trabajadora podía permitirse. A lo largo del porfiriato, los tribunales no necesariamente favorecían a las mujeres de nivel inferior que habían tratado de ocultar sus embarazos para proteger su honor, aunque los tribunales demostraban un cierto grado de tolerancia hacia las acciones violentas de las mujeres, en función de las razones que éstas daban para explicar o negar sus acciones.

Los procesos de infanticidio en Sonora presentan enigmas que otros estudiosos como Nora Jaffary (2012), Elizabeth Rodríguez Raygoza (2004) y Elisa Speckman Guerra (1997) también han encontrado en la Ciudad de México y Guadalajara. Por un lado, en el contexto internacional y nacional durante la mitad del siglo XIX, en forma reveladora, criminólogos y expertos médicos identifican a la delincuencia femenina como una amenaza para proyectos pronatalistas en la construcción de la nación. El criminólogo médico francés Auguste Tardieu, por ejemplo, argumentó que los abortos intencionales entre las mujeres eran comunes y requerían sanciones más severas. En esencia, defendió la ley para penalizar las capacidades reproductivas femeninas. Sus numerosos trabajos giran en torno al tema de distinguir abortos involuntarios de abortos intencionales e infanticidio, incluyendo su publicación de 1868, Estudio médico-legal sobre el infanticidio, el cual pasó a ser incorporado en el Código Penal de 1871 y en obras clásicas de la criminalidad médica de México , así como el Compendio de medicina legal de 1877.

En la década de 1870, los procesos de infanticidio se incrementaron en la Ciudad de México y en los estados de Jalisco, Oaxaca y Sonora. Por otra parte, los jueces locales se mantenían reacios a castigar con todo el peso de la ley a estas mujeres acusadas. En Jalisco, por ejemplo, menos de la mitad de los casos dieron lugar a un castigo, por lo general debido a una defensa basada en el honor o convenientemente a la falta de evidencia. Un patrón similar se presentaba en Sonora: la falta de pruebas fue la razón más común por la cual las mujeres sonorenses no recibieron castigo. En el mismo plano de importancia que los agentes del Estado, policías o jueces, los cuales iniciaban las investigaciones sobre sospecha de infanticidio, estuvieron, en su mayoría, los vecinos varones que descubrieron los cuerpos por los chismes de la comunidad para ayudar a los tribunales a encontrar a las sospechosas.

Las contradicciones entre las llamadas renovadas para criminalizar el infanticidio durante el siglo XIX, la relativa falta de castigo de la delincuencia por parte de los jueces locales, y el deseo de las comunidades locales para denunciar a las mujeres ante el Estado, merecen de más investigación. Hay que considerar la posibilidad de que en las personas, más que los discursos nacionales sobre la delincuencia femenina, pudieron haber influido las comunidades locales que denunciaban a las mujeres sospechosas de infanticidio. Los motivos que tuvieron los jueces locales y la mayoría de los vecinos varones también tienen sus raíces en la experiencia y la práctica judicial regional.

En cuanto a las condiciones regionales de Sonora, nos encontramos con un poder judicial que se expandió con el crecimiento de la población durante el siglo XIX. Aunque se necesita investigar más sobre el sistema judicial de Sonora, la evidencia disponible sugiere que los jueces locales llevaron, en gran medida, casos relacionados con la rebelión indígena, delitos contra la propiedad -como robos y hurtos- y violencia entre los hombres, más que con delincuencia femenina; de hecho, las rebeliones yaqui y mayo de 1890 se tradujeron en campañas militares bien documentadas, pero también aumentaron los juicios penales en el sistema penitenciario de Sonora (Tinker Salas, 1997, pp. 178-183). La urbanización, el aumento de la movilidad gracias a los ferrocarriles, y el malestar que provocó la falta de trabajo fueron factores subyacentes en la preocupación de los sistemas judiciales locales en los casos de asalto, robo, conspiración, vagancia y robo (Meyer, 1989, pp. 4-7). Además de los problemas derivados de la rebelión, robo y asalto en una sociedad que se modernizaba rápidamente, los jueces consideraron también una vena importante en la jurisprudencia hispana -la cual hacía hincapié en el empirismo y el debido proceso- el prescindir los casos de infanticidio. A menos que se tuviera una prueba concluyente de que una madre había causado intencionalmente la muerte de un bebé, se absolvía a la sospechosa (Arnold, 2002, p. 95).

El tema que ha recibido menos atención en los estudios del infanticidio es el del papel que jugaron las comunidades locales al informar de un presunto delito y al denunciar a las mujeres. Si las mujeres habían practicado el infanticidio durante mucho tiempo - como los estudios coloniales lo sugieren-, entonces ¿por qué los vecinos conforman parte del Estado para juzgar estas cuestiones particularmente en este momento? Los hombres tenían más probabilidades de encontrar los cuerpos infantiles en el campo y en los corrales para el ganado, y eran más propensos a llamar la atención de las autoridades con estas muertes sospechosas. Esto pudo haber sido una cuestión de circunstancia, dado que los hombres habitualmente trabajaban en el campo, y por su condición de género, eran más propensos a presentar las quejas en los tribunales. Pero también está claro que podrían haber optado por hacer caso omiso de los cuerpos infantiles en lugar de reportar el crimen a las autoridades. Además, la mayoría de estos hombres estaban dispuestos a compartir los nombres de las mujeres sospechosas de infanticidio, con base en sus propias observaciones de comportamiento inusual y a partir de rumores. Asimismo, se especulaba abiertamente sobre la conducta sexual de las mujeres que reportaban a las autoridades. Al compartir presuntamente el conocimiento de supuestas irregularidades sexuales de una joven mujer, se avergonzaba a la mujer y a su familia, sin importar si un juez la encontraba o no culpable. Hacer una denuncia ante un juez sobre sexo ilícito se consideraba un acto de disciplina y una afirmación de la autoridad masculina en un momento en que la masculinidad de los hombres sonorenses estaba bajo amenaza.

Los procesos

Los motivos de las madres dependían en parte de su estatus social, el cual estaba vinculado con su identidad étnica. Varias de las mujeres acusadas de infanticidio eran criadas. En un proceso de 1863, por ejemplo, la partera Ignacia Contreras identificó a Refugio Castillo, una criada joven de la comunidad ganadera de Altar, como la madre de un niño abandonado y muerto. Como he podido advertir, su historia comienza de manera similar a otros casos de infanticidio encontrados en los archivos judiciales de Sonora.

Una mañana temprano, el amo de Castillo, Félix Rodríguez, se encontró con una pequeña tumba en el patio interior de la casa que contenía el cadáver de un bebé recién nacido.5 Cuando reportó su descubrimiento al juez local, Rodríguez dijo no conocer la identidad de la madre, pero sospechaba que podía ser alguna de “sus criadas”. A los pocos días, el juez identificó a Castillo como la madre del niño muerto sobre la base de los exámenes físicos que realizó la partera, Ignacia Contreras.

Es importante señalar que fue el propio amo de Castillo, Félix Rodríguez, quien llamó la atención de las autoridades por la muerte de un recién nacido. Es decir, llegamos a conocer el caso de Refugio Castillo gracias a la denuncia de su amo Rodríguez, y así hemos podido saber que ella vivía bajo la atenta vigilancia de un patriarca local.

La migración, la guerra y las elevadas tasas de mortalidad obligaban a los sonorenses a reconstituir sus hogares y sus familias en una diversidad de formas; de estos esfuerzos resultaron algunas personas, como Refugio Castillo, en un estado servil que las situaban a veces como vecinos, otras como parientes lejanos, y en ocasiones, como completos extraños. Ante la agitación demográfica, política y económica de la época, las nociones de parentesco en Sonora durante el siglo XIX eran flexibles.

En los casos de las criadas, uno sólo puede especular sobre cuántas de ellas quedaron embarazadas como consecuencia de violación a manos de sus amos. En el caso particular de Castillo, sabemos que ella no era la única sirvienta en la casa de los Rodríguez, porque cuando éste presentó su denuncia inicial, informó al juez que el niño muerto pertenecía a una de “sus criadas”, pero no sabía a cuál de ellas.

También cabe señalar que en toda Europa, Estados Unidos y América Latina, las jóvenes empleadas domésticas como Refugio Castillo, fueron a menudo acusadas de infanticidio; este alto porcentaje refleja la carencia de vínculos familiares y la vulnerabilidad de su estatus en varias culturas. Casi todas las acusadas en estos casos eran solteras, como Castillo. La mayoría eran jóvenes y sus edades oscilaban entre los 16 y los 24 años. Mientras que algunas de ellas tenían cómplices, muchas habían pasado sus embarazos de manera aislada. Sus circunstancias nos llevan a plantear preguntas acerca de cuánto sabían sobre la reproducción, el embarazo y el parto.

Las mujeres jóvenes como Carlota Chacón, de la localidad de Santo Tomás, en el distrito de Sahuaripa, fueron representadas en los juicios analizados como ignorantes, víctimas de sus propias pasiones. En 1900, Chacón fue acusada de abandonar a un bebé que murió una hora después del parto. En la defensa sobresalía su extrema angustia y confusión en el momento del alumbramiento, y se le describía como “una chica pobre, humilde, y sumamente ignorante”.6 Según Chacón, en los momentos posteriores a dar a luz, ella puso al niño afuera de su casa, sin darse cuenta de lo que había hecho. Probablemente, el énfasis en la ignorancia y en los orígenes humildes de la acusada eran una estrategia defensiva, la cual resulta legítima y verosímil teniendo en cuenta cuánto sabían las mujeres jóvenes de ese periodo sobre asuntos como el sexo, la reproducción y el parto. Ciertamente es posible que Chacón tuviera poca claridad acerca de cómo había resultado embarazada y lo que estaba ocurriendo en su cuerpo cuando empezó el parto.

Fuente: Archivo General del Poder Judicial del Estado de Sonora, Fondo Juzgado Penal

Figura 2 Estado civil 

En otro caso -éste, de abandono infantil-, los testigos y las parteras especularon si Marta Martínez, una mujer soltera de 26 años de edad, de la Hacienda de Pavipa, cerca de Moctezuma, sabía o no que estaba embarazada antes de dar a luz a una niña. Para alarma de su tía, “Martínez había desembarazado sola sin que nadie la asistiera... pero si no avisa, es como ‘las apachas’, hace sus cosas sin que uno lo sepa”.7 La asociación de Martínez con la condición racial de ser una apache, miembro de un grupo indígena con el que los sonorenses tenían una larga historia amarga y conflictiva, la marcó como sujeto que estaba fuera de la “práctica civilizada”. Ella no había podido recurrir a una partera o a una mujer de la familia para que la ayudara a ocultar su embarazo y parto. Su defensa legal, sobre la base de las observaciones de las parteras llamadas para examinar a Martínez por parte del tribunal, atribuyó sus acciones a la ignorancia sobre su embarazo y parto.

La pobreza y el aislamiento social caracterizaban la vida de muchas mujeres que se encontraban involucradas en procesos de infanticidio. Las sirvientas provenían por lo general de los pueblos más pequeños y encontraban trabajo en las comunidades más grandes, como Hermosillo y Álamos. Pocos miembros de las familias llegaban a testificar en los juicios, lo que sugiere el aislamiento de sus lugares de origen. Por ejemplo, en un caso de 1902 en contra de Severa López, de 20 años de edad y sirvienta en la ciudad de Hermosillo, ella declaró en la segunda entrevista que era originaria de la localidad de Magdalena, situada aproximadamente a 200 kilómetros de la capital del estado.8 Incluso cuando las sirvientas vivían cerca de sus familias, con frecuencia daban a luz en secreto, y rara vez buscaban la ayuda de otros agentes o miembros de la familia.

Los testimonios de los amos y amas sugieren que el nacimiento ilegítimo de hijos de sirvientas tenía efectos negativos para toda la unidad doméstica. A menudo, las amas afirmaban que interrogaban a sus sirvientas o criadas cuando se sospechaba de un embarazo, y que éstas negaban encontrarse en esta condición. En 1899, cerca de Huatabampo, en el sur de Sonora, la señora María Quiñones de Ajón envió a su sirvienta a la casa de su padre cuando dio señales de los primeros síntomas del parto. Ajón expresó su frustración porque la sirvienta, Juana Mendoza, había negado durante meses estar embarazada. Dio a luz a su hijo en el camino a casa de sus padres y enterró al recién nacido en la arena, diciendo que había nacido muerto.9

Si comparamos la situación de Refugio Castillo y otras criadas en Sonora, con sirvientas domésticas de países como Alemania o Argentina durante los siglos XIX y XX, descubrimos que el contexto histórico de la servidumbre varía mucho de una cultura a otra. La historiadora Regina Schulte (1989) descubrió que las jóvenes sirvientes alemanas pasaban de casa en casa cada año más o menos con el fin de aprender nuevas habilidades domésticas. En Argentina, la historiadora Kristin Ruggiero (1992) encontró que la mayoría de las mujeres en Buenos Aries acusadas de infanticidio habían nacido en el extranjero y tenían pocos vínculos familiares y de amistad en Argentina. También encontró que tanto las madres como los funcionarios de la corte adoptaron la noción de locura en su defensa.

Por el contrario, en el caso del noroeste de México, las jóvenes como Refugio Castillo, que fueron llamadas “criadas” y no empleadas domésticas, en su mayoría eran mujeres indígenas que habían sido secuestradas, o bien “adoptadas” en los hogares no indígenas de Sonora. Las “criadas” podían vivir una existencia ambivalente como sirvientas e hijas adoptivas, pero seguían siendo marginadas y vulnerables debido a su origen étnico. La identidad étnica y la situación económica de las acusadas influían en la forma en que los funcionarios judiciales trataban el crimen que habían cometido y el modo en que los discursos de estos mismos funcionarios eran utilizados para hablar de infanticidio.

La cuestión de la protección de la honra fue discutida en los juzgados sólo en aquellos procesos en los que las mujeres acusadas provenían de “familias respetables”, es decir, cuando eran hijas de familias notables. En cambio, para criadas como Refugio Castillo o Juana Mendoza, los jueces nunca tomaron en cuenta la posibilidad de que ellas hubieran cometido infanticidio para proteger su honor. Tanto la costumbre como la ley permiten reconocer la complejidad de las relaciones entre amos, sirvientes y criadas, que se manifiesta en los procesos de infanticidio.

Volviendo a la década de 1830, la legislatura de Sonora otorgaba a los amos un tremendo poder sobre la movilidad y la conducta de los sirvientes. Una ley de 1843 permitía que los amos tuvieran autoridad moral y religiosa sobre los sirvientes domésticos en particular, además de controlar sus movimientos físicos y sus asuntos legales. Los amos eran una “figura paterna” a los ojos de la ley. Los sirvientes eran tratados como menores de edad ante los tribunales, por lo que la idea de que una relación ilícita podía reflejar negativamente en toda la unidad doméstica, estaba enraizada en el tejido jurídico y cultural de Sonora.

En otro caso ocurrido en 1867 que implica a una criada yaqui llamada Andrea Luna, el notario de la corte describe el intento de Luna para cometer el infanticidio en el hogar de sus amas como un “asunto muy privado”, lo que sugiere que el conocimiento público del evento traería escándalo tanto a la criada como a sus amas, dos hermanas viudas miembros de una de las familias notables de la ciudad de Hermosillo.10 La falta de un hombre como cabeza de familia parecía intensificar la vergüenza de desorden moral y sexual en el caso de Andrea Luna. Así, mientras que algunos amos voluntariamente acusaron a sus sirvientas como sospechosas de infanticidio, especialmente hacia el final del siglo XIX, otros temían que la ilegitimidad y un posible infanticidio pudieran manchar la reputación del resto de la familia. Por ley, los amos estaban legalmente autorizados a impartir un castigo físico para “corregir” e “instruir” a sus empleados domésticos, reforzando los valores de las criadas como niñas dependientes de la figura paterna.

Las referencias a la etnicidad en testimonios de infanticidio eran marcadores de servidumbre y de inferioridad. En el caso que involucra a Andrea Luna, por ejemplo, los funcionarios judiciales fueron cuidadosos al describir la apariencia física de Luna en su primera reunión, a pesar de que dicha descripción no era una parte rutinaria del proceso judicial. Además de comentar que la acusada parecía enferma, el notario escribió que la encontró descansando sobre un petate, cubierta con un sarape de colores, y que tenía la piel trigueña; por lo tanto, la descripción ofrece un comentario claro sobre su origen étnico, que abarca el color de su piel y sus pertenencias.

Durante su testimonio, Luna se identificó a sí misma como una criada yaqui. A lo largo del juicio fue sujeta a una severa serie de preguntas y de frecuentes referencias en relación con su condición de indígena. Dado su intento de abandonar a su bebé recién nacido en la basura fuera de la casa de su ama, el juez llegó a la conclusión de que no sólo fue resultado de la vergüenza, sino también de su ignorancia debido a su origen étnico.11 Si bien en este caso los funcionarios judiciales hicieron manifiesta una conexión entre la condición étnica y la ignorancia y criminalidad, en todos los demás casos en que las acusadas eran indígenas, la condición étnica ocupó un lugar destacado en los registros de la corte. Algunas mujeres indígenas como Trinidad Valencia, de 16 años de edad, proveniente de un rancho cercano a Pitiquito, escaparon antes de que concluyera el juicio, ya que la posibilidad de recibir un juicio justo era muy poco probable.12

La cuestión de quién sabía sobre el embarazo y cuándo se había dado a conocer era importante para el juez y el fiscal, y se trataba, obviamente, del ámbito en el que las parteras trabajaban. Como miembros de la comunidad, la información que podían proporcionar era fundamental, sobre todo porque se encontraban entre las primeras personas en reportar la sospecha de delito. El papel de las parteras como testigos y vigilantes de la conducta sexual, así como su experiencia para detectar signos de embarazo y la repetición de rumores sobre el posible estado de gravidez de alguna mujer, eran poderosas herramientas para dar forma a un relato sobre la conducta y el carácter de las mujeres acusadas. En estos casos, parteras y médicos eran utilizados en el papel de "testigo experto" para el poder judicial, y su conocimiento sobre los cuerpos femeninos e infantiles se aceptaba y a menudo determinaba la resolución final de la culpabilidad o inocencia de las mujeres acusadas de infanticidio.

Sabemos poco acerca de cómo se veían a sí mismos y su trabajo o sobre lo que otros pensaban acerca de las mujeres que asistieron a los nacimientos en sus comunidades. Entre los empadronadores locales, la obstetricia fue una de las pocas profesiones reconocidas para las mujeres durante el siglo XIX, así como la cocina, lavado de ropa, la limpieza, la tutoría y la prostitución. Mientras que las parteras eran agentes del Estado en su papel como testigos expertos, también eran miembros de las comunidades en las que trabajaban. Poseían un conocimiento íntimo que circuló entre familiares, amigos, vecinos y funcionarios sobre la maternidad secreta y amoríos. Su tendencia a apoyar las historias de las mujeres acusadas en estos procesos probablemente provenía de su profundo conocimiento de las mujeres a las que se les pidió inspeccionar la evidencia de un nacimiento en secreto (Shelton, 2013, p. 12). Por el contrario, cuando los médicos varones vinieron a sustituir a las parteras a principios del siglo XX, el foco de la investigación paso a los cuerpos de los bebés y no al cuerpo de las madres sospechosas de llevar a cabo un parto en forma secreta. Los magistrados que tenían evidencia de daño a los bebés podían procesar, entonces, a las madres acusadas. La inspección de los cuerpos de las madres en busca de evidencia de un nacimiento secreto se mantuvo en gran medida en el ámbito del trabajo de las parteras.

Independientemente de si los médicos o parteras sirvieron como testigos expertos, los jueces de Sonora estaban interesados en la recopilación de información acerca del “conocimiento público” de estos asuntos y de la reputación de “buena conducta” de la mujer acusada en el curso de la investigación. Los procesos daban oportunidad a los testigos más humildes de participar en un sistema de control social y en la producción de la vergüenza pública de las acusadas. El caso de Francisca Ramírez, por ejemplo, muestra que las personas podían tener motivos deshonestos al asistir a un tribunal como testigos para informar del comportamiento y el carácter de una joven. Los testimonios tenían, entre otros, el efecto de revelar la conducta sexual de las acusadas y de sus relaciones románticas, arruinando su reputación de honor sexual, incluso cuando eran declaradas inocentes de haber cometido un delito.

Cuando los residentes descubrieron un feto de aproximadamente seis meses a término en un corral cerca de Hermosillo, asumieron que alguien había practicado un aborto intencional. Los tribunales señalaron a Ramírez como sospechosa después de que varios vecinos testificaron que ellos creían que escondía un embarazo no deseado, después de haber terminado mal un noviazgo con un tal Ángel Cruz. Entre los testigos estaba la señora Durán, madre de Ángel Cruz, quien en su testimonio habló abiertamente sobre el dudoso honor sexual de la joven, aludiendo a que ella creía que Ramírez había quedado embarazada de su hijo. También le dijo al juez que Ángel Cruz había ofrecido casarse con Francisca, pero ella había rechazado su oferta, una razón por la cual la familia probablemente se sentía avergonzada del muchacho.13 Es factible imaginar que el testimonio de Durán hubiera sido hecho en venganza por el rechazo público de su hijo. En otros aspectos, el juicio de Ramírez también revela la doble moral sexual en los procesos de infanticidio. Durán no arriesgó nada al revelar la conducta sexual de su hijo. De hecho, la mayoría de los procesos transcurrieron en medio de un completo silencio respecto de la identificación y la conducta de los padres varones, un tema que merece una reflexión más allá del alcance del proyecto actual. Esto refuerza al Estado y a la sociedad del momento como profundamente arraigada en el patriarcado.

La mayoría de los procesos no permiten observar el hilo de la venganza, evidente en el juicio contra Ramírez, pero los relatos de los testigos muestran el alto nivel de control que los vecinos ejercían entre ellos mismos, en las pequeñas comunidades sonorenses. Por ejemplo, en 1898, en el pueblo de Tepache, cerca de Moctezuma, los vecinos ayudaron rápidamente a las autoridades al señalar a Ángela Ramírez cuando un bebé fue descubierto en una tumba poco profunda en una milpa, ya que “era de conocimiento público que Ramírez dio a luz a un infante”.14 En el pueblo de Santa Ana, en 1900, un vecino explicó que vio a un hombre joven, Manuel Barceló, enterrar a un pequeño bulto justo antes del amanecer en una milpa cerca de su casa. En los testimonios, varios vecinos dijeron que todos sabían que Reynalda, la hermana de Barceló, estaba embarazada, y algunos sugirieron que había sido engañada y seducida por una falsa promesa de matrimonio.15 Los testigos, entonces, estaban familiarizados con la historia sexual de Reynalda Barceló, así como con los detalles de sus relaciones románticas.

Las autoridades usaban los rumores para iniciar procesos judiciales mucho tiempo después de ocurrido un crimen. En 1894, Micaela Andrade, de 18 años de edad, confesó a algunas de sus amigas que ella y su madre, doña Salomé Paredes, habían asfixiado a un bebé hacía un año y lo habían enterrado en el patio para “ocultar su deshonra de los ojos de la familia”. Paredes contradijo el testimonio de su hija y afirmó que el bebé había nacido muerto. Ellas finalmente fueron declaradas inocentes del infanticidio debido a la falta de pruebas, pero se ordenó que el cadáver fuera inhumado en el panteón público.16 Estaba claro, sin embargo, que la confesión de Micaela sobre su parto a unas amigas comenzó una cadena de rumores entre las mujeres jóvenes que fueron a compartir la historia con algunas de sus madres. Fue precisamente la madre de una de las amigas de Micaela quien reportó el infanticidio a las autoridades. ¿Por qué una vecina, la madre de un amigo cercano, compartiría esta historia con los tribunales? Tal vez el miedo de guardar un secreto a las autoridades tuvo un papel importante, pero los testigos en este caso y en otros hacen referencia a la pretensión de mantener un estado de “buena conducta”. De esta manera se deduce que los testimonios de vecinos y allegados claramente podían destruir la reputación de buena conducta sexual de una familia.

Al mirar más de cerca el momento y el lugar de algunos intentos de infanticidio, vale la pena señalar que ciertos casos se agruparon en torno a comunidades específicasdentro de un corto periodo. Es probable, por lo tanto, que el descubrimiento de noticias acerca de un presunto infanticidio estimularan una vigilancia más estrecha de la conducta sexual de otras mujeres en busca de signos de embarazos, partos clandestinos e intentos de infanticidio. En el transcurso de aproximadamente seis meses, por ejemplo, cuatros procesos de infanticidio ocurrieron en Altar entre el 20 de junio de 1903 y el 2 de enero de 1904.17

En 1894, el municipio de Altar sólo tenía 2 697 habitantes, y todo el distrito tenía poco más de 13 000 habitantes (Velasco, 1889). Dado el pequeño tamaño de la población en la primera década del siglo XX, es razonable suponer que los residentes eran muy conscientes de estos casos, y se examinaron en conjunto. De hecho, los funcionarios hicieron referencias a los otros casos en algunos de sus escritos judiciales. En el primer juicio contra la viuda Carmen Bojórquez, de 25 años de edad, algunos funcionarios de los tribunales utilizaron las sospechas de varios vecinos, todos ellos hombres, para encontrar a Bojórquez para ser interrogada cuando los residentes descubrieron un feto abandonado cerca de la escuela de la ciudad.18 Menos de dos meses después, otro hombre residente denunció a María Luz Bojórquez, de 16 años de edad, ante las autoridades, no porque él hubiera descubierto un cuerpo como ocurrió en la mayoría de los casos, sino porque se había dado cuenta de que Bojórquez había estado embarazada durante el verano, hasta que de repente vio que estaba más delgada, pero sin ningún bebé. Una investigación formal reveló que Borjórquez y su madre, Petronila Pino, habían enterrado en secreto un bebé nacido prematuramente que había muerto poco después del parto, y el tribunal condenó tanto a Pino como a Bojórquez por entierro clandestino. El informe del vecino, en este caso, sugiere que por lo menos algunos residentes en Altar estaban ejerciendo una vigilancia considerable sobre las mujeres embarazadas después del primer caso de infanticidio.19

El juez, específicamente en el tercer caso de Altar, menciona el juicio contra Bojórquez y Pino que se había producido sólo unos meses antes, lo que sugiere que las preocupaciones sobre el infanticidio y los enterramientos clandestinos se habían convertido en un asunto de interés tanto para la comunidad como para los tribunales. A diferencia de los casos anteriores, sin embargo, el tercer juicio involucró a una una pareja casada de un estatus social más elevado, un ingeniero de 43 años de edad, Diego Moreno, y su esposa, Aurelia Salazar, quien declaró la muerte de un bebé a finales de octubre/principios de noviembre. Según el juez Augosto Zeus, Moreno enterró al infante en su jardín y nunca informó de la muerte del bebé a las autoridades civiles. El escrito inicial de Zeus deja claro que este juicio fue parte de un proyecto más amplio en la construcción del estado, en el que se hacía patente a los ciudadanos la necesidad de informar a las autoridades civiles de las muertes de los recién nacidos en la localidad.20

Esta nueva preocupación por dar enterramientos “adecuados” e informar a los registros civiles influyó en la trayectoria de varios casos de entierro clandestinos desde principios de la década de 1880. Por ejemplo, una mujer joven yaqui llamada Juliana Buitime, de Guaymas, fue llevada a juicio en 1881 porque ella y su marido no habían informado a las autoridades sobre la muerte de su hijo nacido prematuramente y se habían olvidado de enterrarlo en el cementerio local, un hecho considerado de mal presagio para tener un parto saludable en el futuro.21 Del mismo modo, en el año 1897, en el pueblo de Tepache, el labrador Isabel Jiménez fue acusado de enterrar clandestinamente un bebé nacido muerto por su esposa Sara Romera. Un vecino de sexo masculino que trabajaba como partero en la comunidad, testificó que asistió a Sara Romero cuando tuvo un aborto involuntario tardío. Cuando se le preguntó por qué él y Jiménez no fueron a las autoridades o contactaron al Registro Civil sobre el asunto, alegaron que no sabían que tenían que informar de un aborto involuntario, pero aseguraron al juez que realizaron un bautismo antes del entierro. En este tipo de casos, los funcionarios estaban más preocupados por tratar de regular el entierro de mortinatos, lo que refleja la preocupación por parte del Estado por regular los enterramientos, lo que tiene raíces en la época borbónica.22

En el caso de 1903, a cargo de Diego Moreno, el juez Zeus también pareció ver en este juicio una importante demostración del poder del tribunal para decretar la igualdad de todos ante la ley, señalando que si bien Bojórquez y Pino eran gente de “bajo estatus y humilde”, Moreno y Salazar eran ciudadanos prominentes. No queda más que preguntarse por qué el juez Zeus creía que el ejercicio de la justicia era necesario en este momento: respuesta a la presión popular desde abajo, que si Bojórquez y Pino fueron condenados por el entierro clandestino, entonces por qué no Moreno. Los tribunales locales encontraron a Moreno culpable de entierro clandestino, pero apelaron la decisión ante el Tribunal Supremo del Estado para que se anulara su pena, con el argumento de que había reportado la muerte de su hijo a las autoridades locales, a pesar de que el entierro no se produjo en un lugar aprobado. Aunque la sentencia fue anulada, el informe judicial sugiere que los tribunales locales estaban ejerciendo una demostración pública del poder del Estado con estos casos, incluso por encima de las élites regionales. Por otra parte, las transcripciones de la corte indican que los jueces eran muy conscientes de los casos de infanticidio anteriores y de entierros clandestinos producidos en fechas recientes en las comunidades cercanas. Claramente, el infanticidio estaba en la mente de los residentes locales y de las autoridades judiciales.23

Sólo unas pocas semanas más tarde, otro caso llegó a la atención de las autoridades en la ciudad de El Plomo, cerca de Altar. Al igual que el caso que involucra a Pino y Bojórquez, este proceso se inició con los rumores de que había ocurrido un infanticidio. Se trataba de una mujer soltera de 22 años de edad, llamada Ramona Pérez, y su amante de 44 años de edad, Fernando Zepeda, además de tres de los hermanos de Ramona Pérez. Al entrevistar a la primera testigo, el hermano menor de Pérez, Manuel, el juez comenzó su línea de preguntas diciendo: "Se sabe públicamente que su hermana estaba embarazada, y que dio a luz en la segunda noche del mes en curso”.24 Los rumores de un embarazo y un parto secreto, entonces, eran motivo suficiente para iniciar un juicio por infanticidio sin evidencia de una tumba o el cuerpo de un bebé. El amante de Ramona, Fernando Zepeda, más tarde admitió que había asistido a Pérez durante el nacimiento de su bebé, que efectivamente lo habían tratado de mantener en secreto para proteger el honor de Pérez, pero que el bebé había nacido muerto, algo que no sabía que necesitaban informar a las autoridades. Aunque los funcionarios judiciales nunca pidieron a Zepeda y Pérez revelar la ubicación del entierro y no tuvieron la evidencia física necesaria para condenar a Zepeda, Pérez y sus hermanos de infanticidio, este caso proporcionó un espacio para una difusión pública de las prácticas sexuales ilícitas de un joven y una mujer soltera, y la posterior destrucción de su reputación pública.

Durante este periodo, otras comunidades experimentaron una agrupación similar de infanticidio y los procesos de entierro clandestinos.25 Juntos sugieren que la noticia de un infanticidio resultó en una mayor conciencia de la sexualidad ilícita y la maternidad secreta dentro de una comunidad, así como el hecho probable de que la vigilancia hiciera más difícil para las mujeres y sus familias ocultar un infanticidio, un entierro clandestino, o un caso de abandono.

Las mujeres solteras y jóvenes, tal vez con la esperanza de mejorar su propia condición socioeconómica a través de una reputación honorable, parecían especialmente vulnerables a los chismes durante esta época de cambios marcada por la migración y los nuevos tipos de movilidad económica y física gracias a los ferrocarriles y el empleo en las nuevas industrias. En última instancia, estos procesos se centraron mucho más en la conducta sexual de las mujeres que en la protección de los niños. Las declaraciones de los jueces y de los fiscales sugieren que los agentes del Estado no estaban preocupados por asegurar el bienestar de los futuros ciudadanos, ni estaban tratando de conectar la reproducción y la maternidad con la modernidad ni el progreso de la nación, al menos no todavía. Los vecinos eran agentes de estos procesos tanto como el Estado, y encontraron su legitimación ante el mismo al actuar como testigos; a la vez, al hacerlo legitimaban el papel estatal de avergonzar públicamente a las mujeres y de honrar la “buena conducta”.

En general, los vecinos, familiares y amigos fueron menos tolerantes con las mujeres jóvenes sospechosas de infanticidio. Las parteras y médicos de sexo masculino, sin embargo, tuvieron un papel más ambivalente como agentes del Estado, ya que a menudo estaban dispuestos a dar a las mujeres acusadas el beneficio de la duda sobre la base de sus declaraciones. Sus testimonios desempeñaban un rol vital en la exoneración de la mayoría de las mujeres acusadas de infanticidio. Uno de estos casos, poco común, fue el de una mujer casada llamada Isabel Jiménez, de la localidad de Tepache. Una partera, Ladislao Salsido, insistió en que Jiménez tuvo un parto prematuro y de ninguna manera era responsable de la muerte de su recién nacido.26 En el caso de 1898 que implica a la joven Ángela Ramírez, también de Tepache, dos parteras, Dolores Madrid de Duarte y Josefa Savecha de Enríquez, estaban convencidas de que Ramírez había dado a luz recientemente, refiriéndose a la forma en que se sospechaba su embarazo en toda la comunidad, pero también se mantuvieron firmes en que el infante de Ramírez había nacido muerto. Sus testimonios finalmente impidieron que Ramírez fuera castigada por cometer infanticidio.27

En el caso de Refugio Castillo, la partera Ignacia Contreras desempeñó un papel fundamental. La tarea de Contreras consistió en examinar el cuerpo del niño muerto y obtener información de los miembros de la familia del amo Félix Rodríguez con el único objetivo de descubrir la identidad de la madre. También se llevó a cabo un examen físico de Castillo para determinar si la joven había dado a luz. Esta función, obviamente, hizo a las parteras poderosos agentes en sus comunidades, ya que reunían información de las vidas de sus vecinos y estaban muy bien informadas sobre los secretos más íntimos del pueblo. Su conocimiento de las relaciones de la comunidad, de las rivalidades y la dependencia de las mujeres en su experiencia médica significaba que tenían el respeto -y tal vez el temor- de los vecinos y los jueces. El testimonio de Ignacia Contreras determinó en gran medida el eventual perdón de Castillo, y sugiere que ella jugó un papel importante en la investigación y la confirmación de la misma como la madre.

Contreras llegó a la conclusión de que el bebé había nacido muerto, pues poseía defectos graves de nacimiento en la cabeza y el pecho. También se enteró de que Castillo había dado a luz en secreto, temiendo el castigo de su amo al descubrir su embarazo. La descripción detallada de Contreras del cuerpo del bebé hizo que el juez dudara de que Castillo hubiera cometido un asesinato.28

En el examen físico que Contreras hizo a Castillo también quedó claro que la joven criada había dado a luz a otros dos niños, los cuales murieron antes de cumplir un año de edad. Si se toman en cuenta las tasas de mortalidad entre los niños en el Sonora del siglo XIX, la muerte de tres niños no sugiere necesariamente un crimen, y ninguno de los involucrados en el caso insinuó esta posibilidad. Es más probable que antes de la década de 1850 fuera más fácil para las mujeres ocultar la muerte de un niño bajo la premisa de alguna enfermedad. Ya sabemos que las tasas de mortalidad en Sonora fueron muy altas durante la época colonial y la republicana temprana (Medina, 1995). Sin embargo, la decisión final también podría sugerir una indulgencia continua hacia el infanticidio bajo ciertas condiciones, tales como dificultades económicas, la violación o el honor. Este patrón de indulgencia hacia algunas mujeres acusadas de infanticidio sigue siendo un enigma si consideramos que en el plano nacional, criminólogos estaban identificando el infanticidio y el aborto intencional como una amenaza para el bienestar del país. Asimismo, es importante recordar que las condiciones locales en la periferia norte de México fueron muy diferentes, donde los jueces perciben rebelión indígena, la agitación laboral y los crímenes violentos entre los hombres con mayor alarma de la delincuencia femenina. Sin embargo, el aumento en los procesos de infanticidio durante los años 1880 y 1890 sugiere que el infanticidio hizo preocupar a los miembros de las comunidades locales, en particular a los hombres rurales que vieron sus propias identidades masculinas bajo amenaza. Incluso si las mujeres se encontraron inocentes de cometer el infanticidio, su misma denuncia ante los tribunales sirvió como una forma de disciplina.

Conclusiones

En cualquier caso, la clemencia de los jueces no protegía a las mujeres de la vergüenza pública durante un proceso de infanticidio. Como argumenta Kristin Ruggiero (1992), estos procesos servían para disciplinar a las mujeres que transgredían en su conducta sexual, pero en el caso de Sonora, esto se extendía a miembros de la comunidad que reportaron crímenes y ofrecieron testimonios que destruían la honra de las mujeres acusadas.

Los procesos de infanticidio en el siglo XIX en Sonora revelan el peso de los chismes y la vigilancia para el orden de la práctica sexual y el reconocimiento de “buena conducta”. Aunque el Estado no emitió sentencias rigurosas en la mayoría de los procesos de infanticidio, a través de éstos legitimó un tipo de disciplinamiento al proporcionar espacios para la humillación pública.

Los procesos de infanticidio de Sonora reflejan, en su mayoría, que el chisme era un mecanismo para agraviar a “la otra” y socavar a las mujeres que intentaban reclamar su honor (Tebbutt, 1995). Deberemos mirar estas pruebas como parte de un cuestionamiento más amplio sobre quién afirma honor y quién lo define, y observar estos casos en relación con los procesos de rapto y estupro, como, por ejemplo, el trabajo de Sueann Caulfied (2000) sobre el honor en Río de Janeiro. Se necesita más investigación para desenredar las intersecciones entre las demandas populares a la “buena conducta”, el papel de la corte al negar estas afirmaciones, los proyectos de modernización de finales del siglo y el posicionamiento de la sexualidad femenina en estos procesos.

Los procesos de infanticidio en Sonora demuestran que la iniciativa de denunciar a las mujeres para ocultar las transgresiones sexuales, embarazos no deseados y las muertes infantiles, vinieron del seno de la comunidad, y principalmente por el Estado. Al llevar estos casos a los tribunales, los ciudadanos de la localidad participaron fortaleciendo la función del Estado en la práctica de la moral pública y la disciplina de la sexualidad femenina, incluso si los tribunales eran reacios a castigar a las mujeres sin suficientes evidencias de haber cometido el infanticidio.

Si bien es importante, como investigadores, atender los discursos nacionales más competentes que tratan sobre la delincuencia femenina y el apoyo a la natalidad, también lo es examinar el entorno de la localidad que facultaba a los hombres -en su mayoría rurales- para denunciar a las mujeres sospechosas de haber cometido infanticidio. Y es que la preocupación por reglamentar la sexualidad y la reproducción femenina -teniendo en sus raíces parcialmente la acelerada modernización- alteraba las identidades masculinas rurales y producía una angustia local al hacer evidentes la moral pública y la conducta sexual femeninas en los periódicos estatales. La denuncia que se hacía generalmente de mujeres de menor estatus ante el Estado por cometer infanticidio, reafirmaba la autoridad masculina dentro de las comunidades locales, mientras el Estado, con su actuar, debilitaba esas mismas identidades y las prácticas masculinas rurales.

Agradecimientos

Agradezco a los editores de esta revista, a Flor Díaz, Sofía Ruiz-Alfaro, Guadalupe Liceaga, Morgan Gray, Ana Isabel Grijalva, Stephanie McNulty, y a los evaluadores anónimos, por sus útiles comentarios y sugerencias.

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1El porfiriato se refiere a los años de la presidencia de Porfirio Díaz entre 1876 y 1910. La historiografía sobre la construcción del Estado durante el porfiriato es extensa, especialmente en lo que se refiere a la criminalidad, la policía, la salud pública y el bienestar (Blum, 2010; Buffington, 2000; Garza, 2008; Overmyer-Velázquez, 2006; Piccato, 2001; Rivera-Garza, 2001; Speckman, 2011).

2Las personas se acercaban a los tribunales del Estado en lugar de los tribunales eclesiásticos con estos casos, lo que refleja varias décadas de creciente influencia por parte de los tribunales seculares en una amplia gama de delitos contra la moral, una tendencia evidente en toda la región (Caulfield, 2000; Hunefeldt, 1999).

3Teniendo en cuenta los debates contemporáneos sobre la influencia de la Iglesia católica en la condenación de las mujeres por el aborto provocado, es comprensible esperar que la Iglesia sea vocal en su condena de la mujer en el pasado. Sin embargo, en los procesos examinados en este trabajo y en estudios coloniales de infanticidio, funcionarios de la Iglesia fueron notablemente silenciosos (Jaffary, 2012). 268

4El artículo 581 del Código Penal de 1871 define el infanticidio como causa intencionalmente de la muerte de un bebé dentro de las 72 horas de su nacimiento (Hernández López, 2000).

5“Criminal instruida á Refugio Castillo por delito de infanticidio”, 1863, AGPJ, FJP, Altar, tomo 701. (Nota del editor: debido a la naturaleza de los documentos consultados y a la fecha en que éstos fueron elaborados, se transcriben tal cual).

6“Criminal contra Carlota Chacón por infanticidio”, 1900, AGPJ, FJP, Hermosillo/Sahuaripa, tomo 1014.

7“Causa criminal instruida de oficio contra la mujer Marta Martínez por el delito de exposición y abandono de infante”, 1897, AGPJ, FJP, Hermosillo/Villa de Moctezuma, tomo 959.

8“Criminal contra Severa Lopez por el delito de infanticidio”, 1902, AGPJ, FJP, Hermosillo, tomo 701.

9“Criminal contra Juana Mendoza por infanticidio”, 1899, AGPJ, FJP, Álamos, tomo 2130.

10“En Hermosillo, ahora que serán las cinco de la tarde... que ha sabido de una manera muy privada que anoche, en la casa de Doña Sacramento viuda del finado Don Ignacio López, se ha cometido el delito de conato de infanticidio por una de las criadas de la mencionada casa”. En “Contra Andrea Luna por conatos de infanticidio”, 1867, AGPJ, FJP, Hermosillo, tomo 715.

11“[...] tomandose en consideración el temor y la vergüenza que naturalmente debia de tener, asi como su ignorancia por pertenecer a la Tribu Yaqui”. En “Contra Andrea Luna por conatos de infanticidio”, 1867, AGPJ, FJP, Hermosillo, tomo 715.

12“Infanticidio. Trinidad Valencia”, 1918, AGPJ, FJP, Caborca, tomo 2462.

13“Causa criminal instruida de oficio contra Ignacio Ramirez, Gregorio Urquijo y Francisca Ramirez por presuntos responsables del delito de infanticidio”, 1897, AGPJ, FJP, Hermosillo, tomo 962.

14“Por la voz publica supos qe la Ramírez era quien dio a luz la criatura...”, En “Causa criminal de oficio contra las mujeres Barbara Tapia de Ramírez y Angela Ramírez por los delitos de infanticidio e inhumación clandestina de un cadaver humano”, 1898, AGPJ, FJP, Hermosillo, tomo 983.

15“Segun lo que se dice en el publico y segun que el, la madre de esa niña es Reynalda Barcelo”. En “Criminal contra Reynalda y Manuel de Jesus Barcelo por delito de infanticidio”, 1900, AGPJ, FJP, Sahuaripa, tomo 1014.

16“Contra Dona Salome Paredes y Micaela Andrade por infanticidio y inhumacion clandenstino”, 1894, AGPJ, FJP, Ures, tomo 2579.

17“Inhumación clandestine contra Carmen Viuda de Bojorquez”, 20 de junio, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/Altar/El Tiro, tomo 2446; “Infanticidio, Luz Bojorquez”, 17 de agosto, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/Altar, tomo 2446; “Inhumación clandestine contra Diego C. Moreno”, 2 de diciembre, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/Altar, tomo 2446; “Infanticidio contra Ramona Peréz,” 2 de enero, 1904, AGPJ, FJP, Caborca/El Plomo, tomo 2447.

18“Inhumación clandestine contra Carmen Viuda de Bojorquez”, 20 de junio, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/El Tiro, tomo 2446.

19“Infanticidio, Luz Bojorquez”, 17 de agosto, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/Altar, tomo 2446. Los registros de la corte no indican si Luz y Carmen Bojórquez Viuda de Bojórquez estaban relacionadas de alguna manera.

20“Conocido es el celo del funcionario que escucha; y no sea dicho más que por Honor de la Justicia, para que así como fueron castigadas los casos de las mujerers Bojorquez y Pino de los minerales ‘El Firo y La Cuchilla,’ por infanticidio y inhumación clandestina, personas de baja y humilde posición social, lo sea el de los referido Morena y Sra. Salazar, que ante la ley habrá igualidad, supesto estas dos últimas personas son de alta posición social en Altar”. “Inhumación clandestine contra Diego C. Moreno”, 2 de diciembre, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/Altar, tomo 2446, f. 7.

21“Averiguación sobre la causa de la muerte de una criatura que se encontró insepultada,” 1881, AGPJ, FJP, Guaymas, tomo 1849.

22“Averiguación sumaria practicada de oficio en esclarecimiento de la inhumación clandestina de un infante verificada en san.... Por Isabel Jimenez”, 1897, AGPJ, FJP, Hermosillo/Moctezuma, tomo 964.

23“Inhumación clandestine contra Diego C. Moreno”, 2 de diciembre, 1903, AGPJ, FJP, Caborca/Altar, tomo 2446.

24“Siendo público y notorio que su hermana Ramona ha desembarazado la misma noche del dos del actual”. “Infanticidio, Ramona Perez”, 2 de enero, 1904, AGPJ, FJP, Caborca/Altar/El Plomo, tomo 2447, fs. 6-7.

25Véase “Criminal contra Carlota Chacón por infanticidio”, 26 junio 1900, AGPJ, FJP, Hermosillo/Distrito de Sahuaripa, tomo 1014; “Criminal contra Reynalda y Manuel de Jesus Barcelo por delito de infanticidio”, 5 de agosto 1900, AGPJ, FJP, Hermosillo/Distrito de Sahuaripa/Santa Ana, tomo 1014; “Criminal contra Rosa Paredes por infanticidio”, 1 septiembre 1900, AGPJ, FJP, Hermosillo/Distrito de Sahuaripa, tomo 1015.

26“Averiguación sumaria practicada de oficio en esclarecimiento de la inhumación clandestina de un infante... por Isabel Jimenez”, 1897, AGPJ, FJP, Hermosillo/Tepache, tomo 964.

27“Causa criminal de oficio contra las mujeres Barbara Tapia de Ramires y Angela Ramirez por los delitos de infanticidio e inhumación clandestina de un cadaver humano”, 1898, AGPJ, FJP, Hermosillo/Tepache, tomo 983.

28“Criminal instruida á Refugio Castillo por delito de infanticidio”, 1863, AGPJ, FJP, Altar, tomo 701.

Recibido: 13 de Junio de 2016; Aprobado: 20 de Septiembre de 2016

Laura Marie Shelton. Estadounidense. Doctora en Historia de América Latina por la Universidad de Arizona, y Beca Fulbright; cursó estudios de posgrado en Temple University; Licenciada en Psicología y Alemán por el Colegio de McPherson. Actualmente es profesora de Historia en Franklin and Marshall College en Pennsylvania, Estados Unidos. Su investigación se centra en estudios de género, en particular, enfocados en la obstetricia y partería en regiones provinciales de México durante los siglos XIX y principios del XX. Su trabajo For tranquility and order: Family and community on Mexico's northern frontier, 1800-1850 (University of Arizona, 2010) explora cómo las familias del siglo XIX en el noroeste de México utilizaron el sistema judicial local para expresar sus quejas, ayudar a sus parientes, y presentar sus asuntos personales y financieros ante el Estado. Como resultado de dicho proceso, estos ganaderos, viudas, artesanos, comerciantes, madres, padres y sus hijos participaron decisivamente como sujetos en la construcción de un nuevo orden republicano. Sus publicaciones más recientes son: Shelton, L. M. (2014). Death and dying in the Sonoran borderlands, 1790-1870. New Mexico Historical Review; y Shelton, L. M. (2013). Los indígenas y el imaginario social sobre los indígenas en los procesos de estupro y violación en el juzgado penal de Sonora, 1821-1870. En J. M. Medina Bustos y E. Padilla Calderón, Indios, españoles y mestizos en zonas de frontera, siglos XVII-XX. Hermosillo, México: El Colegio de Sonora/El Colegio de Michoacán.

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