1. Introducción
Las grandes teorías morales que han dominado la filosofía moral durante la modernidad señalan que una característica básica de los juicios morales es la imparcialidad (Wolf, 1992: 243). “Imparcialidad” es un término que se entiende de muchas maneras, pero, en general, se puede decir que durante la modernidad juzgar de manera imparcial equivale a juzgar como cuando se está distanciado, cuando la razón se abstrae de las particularidades y circunstancias que constituyen una situación determinada, cuando se considera que “todas las personas son moralmente iguales, y (…) al decidir qué hacer debemos tratar a todos como igualmente importantes” (Rachels, 2006: 282). Se requiere que el juicio no implique posiciones previas ni condicionamiento alguno, “la balanza de la justicia debería calcular exclusivamente el peso de lo proporcionado por las partes, pues la introducción de cualquier otro factor desequilibraría la neutralidad de la medición” (Fernández-Viagas, 2015: 1). Las situaciones concretas son vistas, como dice Nagel, “desde el punto de vista de ningún lugar” (1986). El razonador imparcial, por tanto, es desapasionado y se abstrae tanto de los interés, compromisos, deseos y sentimientos de los demás agentes racionales, así como también de sí mismo (Darwall, 1983).
Pues bien, comúnmente se entiende que el término imparcialidad está estrechamente vinculado con el modo de entender la moralidad. La imparcialidad capta tres percepciones morales fundamentales: a) que la moralidad es objetiva, en el sentido de no ser una cuestión de sentimientos subjetivos u opiniones, b) que la moralidad es general o que las demandas morales se aplican y obligan a todos, y c) que la moralidad es igualitaria o que desde el punto de vista de la moralidad cada persona importa tanto como otra, y nadie más que ella. Estas ideas se refieren, como señala Carrasco (2015), a diferentes aspectos de la moralidad. La primera está relacionada con su capacidad de respuesta a las razones y su necesidad de justificación. La segunda es un requisito formal para las demandas morales, y, la tercera, apunta a un aspecto esencial de su contenido. Estas características se complementan entre sí y dan una idea bastante completa de lo que normalmente se entiende por moralidad (cfr. 2015: 667-8).
Sin embargo, la comprensión de la imparcialidad moral puede llevar a conclusiones que pueden parecer injustificadas y contraintuitivas como, por ejemplo, concebir que alguien pueda juzgar cada acción desde un punto de vista neutral, prescindiendo completamente de sí mismo.2 La común caracterización que se hace del sujeto imparcial corre el riesgo de caracterizar, más bien, a un sujeto impersonal e insensible. Si bien es cierto que la imparcialidad tiene un papel importante en la conducta moral, mas, pareciera ser que no está del todo claro que la imparcialidad agote todas las exigencias de la moralidad. Hoy en día se acusa a la imparcialidad moral de reprimir las diferencias, ser excesivamente exigente, psicológicamente insostenible, inviable e incompatible con la integridad humana (en la medida en que socava las relaciones personales), etc. Supóngase que un hombre ve a dos personas ahogándose -como reza el famoso ejemplo de Bernard Williams- y sólo puede salvar a una de ellas. Una de las personas es su esposa y la otra es un desconocido. Dada la relación que existe entre ellos, se esperaría que el hombre salve a su esposa. Sin embargo, si el hombre actúa de manera «extremadamente racional» puede que salvar a su esposa no sea la mejor opción.3
La noción de particularidad [particularity] ha sido uno de los intentos teóricos por subsanar los problemas de la imparcialidad moral en las teorías morales dominantes de la modernidad. Ejemplos paradigmáticos de estas éticas son las bien estudiadas ética kantiana y utilitarista. Respecto a los enfoques kantiano y utilitarista de la ética, Lawrence A. Blum señala: “Las dos concepciones identifican la moralidad con una perspectiva imparcial, impersonal, objetiva y universal. Ambos enfoques implican una «ubicuidad de la imparcialidad»: que nuestras obligaciones y proyectos derivan su legitimidad solamente por referencia a esta perspectiva imparcial” (Blum, 1986: 344). Estas teorías morales, basadas en un tipo de razonamiento abstracto y formal, han sido las teorías dominantes desde la modernidad hasta nuestros días. Ambas teorías morales apelan a la perspectiva imparcial como criterio fundamental de la moralidad, imparcialidad que en ninguno de los casos toma en cuenta al individuo concreto.4
Si bien es cierto que existen diferencias entre ambas teorías morales, dado que se esconden detrás de ellas intuiciones muy distintas, Kant y Bentham -fundadores de las dos tradiciones éticas modernas- abordan la misma pregunta filosófica: ¿cuál es el principio de la moralidad? La respuesta para ambas teorías es que se rigen por un principio supremo: el imperativo categórico y el principio de la mayor felicidad, respectivamente (cfr. Timmermann, 2014: 239).5 Así, la ética kantiana y utilitarista comparten que son éticas de principios y éticas imparciales.6
En general, como señala Guillermo Lariguet, la expresión “particularismo” ha pretendido cobijar las más diversas corrientes de la filosofía práctica. Algunos ejemplos de éticas que se han emparentado en alguna medida con el particularismo son la “ética situacionista” que sostiene que lo que importa en ética es la atención a una casuística, antes que la aplicación de principios generales; la ética del cuidado; la ética de la alteridad (Lévinas) y las llamadas “éticas de la virtud” (éticas que enfatizan lo particular pero que no reniegan de las generalizaciones morales) (Lariguet, 2010: 3-4). Corrientemente, el término particularismo moral suele asociarse al trabajo de Jonathan Dancy (1993; 2004); sin embargo, otros autores han identificado otro tipo de particularismo que difiere parcialmente del primero. El primero señala que no existen principios morales que puedan aplicarse indiscriminadamente a ciertas situaciones tipo para conocer el modo correcto de responder a ellas, este tipo de particularismo lo llamaré “particularismo puro”. El segundo particularismo, detectado por autores como Lawrence Blum y Stephen Darwall, es aquél que señala que, en el nivel psicológicamente más profundo de la vida moral y de su expresión filosófica, existen nociones de virtud, una preocupación moral parcialista y que, para juzgar la acción correcta, debe tomarse en cuenta la identidad particular del agente moral y su relación con los otros actores relevantes de la situación (cfr. Blum, 2000: 206). Este tipo de particularismo lo llamaré “particularismo híbrido”.7
Estos dos tipos de particularismos se oponen a las éticas imparcialistas. En el particularismo puro suele entenderse que el agente responde a la particularidad de la situación sin depender (explícita o implícitamente) de ningún principio general ni universal. En este caso se distinguiría de las éticas de principios o imparcialistas. En el otro tipo de particularismo se excluye el enfoque meramente universalista o incluso general de la situación (i.e., qué es lo que cualquiera haría) (cfr. Blum, 2000: 208). También se opone al imparcialismo, en la medida en que, en este último, la justificación moral debe prescindir de las relaciones personales del juez con el agente. Este último tipo de particularismo se enfoca en la virtud, la parcialidad y en el agente y el tipo de relación que tenga el agente con los otros, es decir, en tanto padre, hermano, amigo, etc.El particularismo puro se enfoca, en cambio, ya no en el sujeto sino, más bien, en el objeto del juicio (i.e., la situación llena de contingencias).
Lo que está en cuestión en el particularismo híbrido es “cómo sopesar las demandas y consideraciones de los amigos, familiares, vecinos, conciudadanos con las de aquellos con los que no tenemos ningún tipo de vínculo” (Darwall, 2010: 152). El agente de las éticas imparcialistas se abstrae de las particularidades y circunstancias que constituyen una situación determinada y su juicio no está influido por las relaciones personales (i.e., no favorece a alguien por ser su padre, su hermano, su cónyuge, etc.). Sin embargo, como se mencionó anteriormente, la comprensión moderna de la imparcialidad moral lleva a conclusiones que pueden parecer injustificadas y contraintuitivas. Considerar elementos como la parcialidad, la particularidad y la no-universalidad en el terreno moral es visto por algunos autores como necesario y exigible.8 Esto ha originado en los últimos cuarenta años una disputa entre los llamados “imparcialistas”, donde están los defensores de la ética kantiana y utilitarista, y los llamados “parcialistas”, defensores del particularismo híbrido. Este tipo de particularismo se asocia con los escritos en torno al amor de Iris Murdoch (1970), al altruismo de Lawrence Blum (1980), a las investigaciones acerca de “un pensamiento de más” [one thought too many] de Bernard Williams (1981) y a los estudios en torno al precepto de cuidado en el desarrollo moral de Carol Gilligan (1982).
El particularismo puro propone que la ética no debiese regirse por principios morales. La idea comúnmente aceptada en filosofía moral, preponderante en la modernidad, es que los principios morales y las reglas prácticas determinan qué está bien o mal hacer (v.gr., “es malo mentir”, “es bueno cuidar de los demás”, etc.). Razonar en términos morales pareciera ser que es equivalente a razonar en términos universalistas, es decir, concebir que existen principios y que deben seguirse o aplicarse por todos los agentes en casos semejantes. Por tanto, “Si un agente decide ‘X’ en la circunstancia ‘C1’, tiene necesariamente que decidir también ‘X’ en un caso ‘C2’ que guarde las mismas características relevantes contenidas en ‘C1’” (Hare, 1964, Cap. 2 citado por González, 2015: 122-3). Así, “una persona que usa una expresión de tipo moral o práctica como ‘x es bueno, valioso o debido’ se compromete con una regla universal y justifica su juicio con respecto a un objeto, hecho o acción, en función de la regla invocada” (Bouvier, 2012: 38). El particularismo puro, por otro lado, considera que una postura así es negligente y falsa porque no toma en cuenta el valor de las características relevantes aportadas por cada caso concreto. Los contenidos adquieren distinta relevancia moral dependiendo de las circunstancias del contexto. El debate en torno al particularismo puro deja a un lado la discusión del valor moral de la parcialidad y apunta, más bien, a que las soluciones morales son condicionales, es decir, una solución puede ser adecuada hoy y errada mañana. En efecto, el debate acerca de este tipo de particularismo se enmarca en la disputa entre “universalistas” y “particularistas”. El particularismo puro está asociado principalmente al trabajo de Jonathan Dancy (1993, 2004); y a las investigaciones de Hooker y Little (2000); McKeever y Ridge (2005, 2006); Lance y Little (2006), entre otros.
En síntesis, el particularismo híbrido se opone a la imparcialidad en cuanto la identidad del agente moral es siempre concreta para juzgar acerca de la moralidad de la acción, la parcialidad y la virtud poseen valor moral. Por su parte, el particularismo puro establece que los juicios morales dependerán siempre de la circunstancia, por lo que al menos se opone a la imparcialidad propia de las éticas de principios.
2. Particularismo puro: la propuesta de Jonathan Dancy
Jonathan Dancy (1946-) es uno de los principales responsables del debate en torno al particularismo moral -particularismo que llamo aquí puro- (véase Dancy 1993, 2004). De acuerdo con Dancy los particularistas apelan a que la vida moral es demasiado compleja como para ser gobernada por herramientas tan crudas como los principios morales (cfr. Luque, 2013: 20). Dancy en Ethics Without Principles (2004) critica la concepción atomista de las razones morales del universalismo moral. La concepción atomista sostiene que toda situación puede describirse en términos de una combinación de elementos atómicos, es decir, independientes. Un principio moral puede señalar como propiedades relevantes p, q, y r. Pero, supóngase que se encuentren solamente las propiedades p y r. De acuerdo con el universalismo moral, que se encuentren las propiedades p y r bastaría para seguir el principio moral. Dancy, en tanto, sostiene que “aquello que es una razón a favor de una determinada respuesta en un caso puede no serlo en absoluto en otro, o puede incluso ser una razón contra esa respuesta” (Dancy, 2004: 7); esto es lo que denomina holismo en la teoría de las razones. Dancy arguye que la posibilidad del pensamiento moral y del juicio no depende en ningún sentido de proveer un conjunto adecuado de principios morales.9 De acuerdo con Dancy, el juicio moral es un intento de discernir qué acción es correcta por los rasgos que posee, o por los rasgos de la situación, o por ambos (cfr. Dancy, 2015: 32). No se trata de afirmar que la experiencia moral no tenga importancia. Claramente es útil haber reconocido en el pasado qué es relevante en un caso concreto pues esto ayudará a discernir en los casos futuros. En efecto, tal como señala Dancy, la combinación entre educación moral y experiencia moral proporcionan importantes herramientas para juzgar moralmente.
Dancy dice que la alta complejidad del mundo práctico hace imposible que se codifique mediante enunciados con la estructura de un principio general. Por tanto, un enunciado con la estructura de un principio general no es suficiente para conocer qué hacer en un caso concreto. Tales enunciados pueden cumplir solamente la función de un recordatorio del mundo práctico. Hay una cierta codificación de aquello que se conoce en el mundo práctico, sin embargo, las reglas o principios morales iluminan, no obligan (cfr. Dancy, 1993: 67-70). Así, “comprender la situación tiene que ver más con examinar el caso y ver qué elementos destacan y lo configuran valorativamente que con realizar silogismos” (Dancy, 1993).
En lugar de principios que guíen la acción, Dancy distingue entre factores “posibilitadores” y “favorecedores”. Los posibilitadores son un conjunto de factores que dan la oportunidad de que otros factores funcionen como razones para la acción. Por ejemplo, si X le promete a su vecina anciana Z pintar su casa el fin de semana que tiene libre, los hechos tales como que X sea su vecino, que ella misma no pueda pintar su casa, que él tenga libre el fin de semana, etc., cuentan entre los factores que posibilitan que el vecino X cumpla con su promesa a su vecina Z. Un favorecedor es lo que favorece la existencia de una razón para la acción. Siguiendo este ejemplo, la promesa es lo que favorece la existencia de una razón para la acción y no los hechos que la posibilitan. Dancy da el siguiente ejemplo de razonamiento práctico:10
He prometido hacer Y (favorecedor).
Mi promesa no fue realizada bajo coacción (posibilitador).
Puedo hacer Y (o soy capaz de hacer Y).
No hay razón determinante para no hacerlo.
Tengo una razón para hacerlo y lo hago.
El favorecedor (o el conjunto de ellos) puede ser intensificado o atenuado. La fuerza de la promesa, en este caso, puede ser intensificada si, por ejemplo, la anciana necesita ayuda para pintar su casa y yo soy el único que puede ayudar y puede ser atenuada si, por ejemplo, la anciana está en problemas debido a su propia torpeza. Por tanto, encontramos una subclase de favorecedores denominados intensificadores [intensifier] y atenuadores [atenuator], que muestran que el favorecedor no equivale a un principio (“hay que cumplir la promesa”) que debe seguirse de la misma manera bajo cualquier circunstancia.
En términos generales, entonces, el particularismo puro defiende que no hay principios morales. Por tanto, si el particularismo está en lo correcto, “el pensamiento moral no consiste en la aplicación de principios morales y la persona moral perfecta no debe concebirse como una persona de principios” (Dancy, 2013). Así, el particularismo moral de corte puro es una concepción filosófica que afirma que “en el dominio práctico las grandes construcciones teóricas, generalistas, universalistas y abstractas son falibles porque todo o casi todo depende de las circunstancias concretas del caso particular” (Luque, 2015: 11). Las reglas, por tanto, son concebidas como generalizaciones falibles, ya que la respuesta correcta a la situación práctica dependerá siempre del caso particular.11 En efecto, el particularismo rechaza que la generalidad de las reglas conlleve necesariamente a algo valioso. El particularismo muestra que cuando decidimos cuestiones relacionadas al ámbito práctico no hay normas o principios que puedan guiarnos.12
El particularismo responde al reconocimiento de los límites de nuestro conocimiento, como señala Bouvier “nuestro acceso al mundo moral es necesariamente parcial y algunas veces verdadero” (Bouvier en Luque, 2015: 202). Se asume a partir de esta postura, por consiguiente, que no se conocen todos los casos y sus combinaciones posibles. También se asume que “aquello que se considera posible depende del conocimiento, que el conocimiento es limitado, y que se puede descubrir una nueva propiedad o caso posible en donde cambia el modo en que se comporta una propiedad que, hasta el momento, se asumía conocida de manera ‘completa’” (Bouvier en Luque, 2015: 204).13
2.1. Universalismo o generalismo moral
Lo contrario al particularismo puro es lo que se conoce como universalismo moral (también llamado generalismo moral). El universalismo moral se encuentra estrechamente vinculado con el modo estándar de concebir la filosofía moral en nuestros días, es decir, con el modo de concebir las éticas morales dominantes de la modernidad. El universalismo moral puede formularse como se sigue: “Aquello que cuenta como bueno, valioso, correcto o debido en una situación, debe contar como tal en cualquier otra relevantemente similar” (Bouvier, 2012: 37). Como se ve, su conexión con la idea de “imparcialidad” (o siempre igual sin importar las consecuencias) es muy clara.
El generalismo o la “tesis universalista” constituye, de acuerdo con Bouvier, una tesis metaética o conceptual porque resulta independiente del criterio que se posea acerca de qué cuenta como valioso, bueno o correcto.14 Por tanto, es una tesis que no toma en cuenta la relación entre lo bueno y lo correcto, de forma que puede ser tan compatible con una tesis de ética normativa teleológica como con una deontologicista (cfr. Bouvier, 2012: 37). De acuerdo con Bouvier la noción de universalismo se desprenden dos tesis, la tesis ontológica y la tesis conceptual. La primera hace referencia a que existen reglas o principios. La segunda, en cambio, afirma que un enunciado se encuentra justificado si y sólo si es una consecuencia lógica de una regla o principio, de modo que se refiere a que deben seguirse o aplicarse tales principios o reglas (cfr. Bouvier, 2012: 18).
Los principios, de acuerdo con los defensores de las éticas de principios, sirven para ampliar nuestras creencias u operar con ellas. Así, “los principios, en conjunción con ciertas creencias sobre el mundo físico, podrían ayudar a obtener (o garantizar) la posesión de una creencia práctica determinada. Servirían (…) para expandir nuestras creencias o conocimientos” (Bouvier, 2012: 62). Además, los principios generales cumplen con una función explicativa de la acción. Si alguien cree en un cierto principio y realiza una determinada acción, el principio serviría para hacer explicable la acción o juicio determinado. Por otro lado, pareciera ser que es una ventaja por parte de las éticas de principios sostener la validez de principios morales ya que estos cuentan como guía para la conducta.
Pues bien, el debate actual entre los defensores del particularismo y los defensores del generalismo es bastante problemático porque existen muchas ideas sobre qué es el particularismo, lo que provoca que estas se confundan unas con otras. Como señala Redondo, “el universalismo y el particularismo discrepan sobre el alcance y la fuente de la relevancia de las razones. Según el universalismo, la relevancia de las razones es invariable, y, en este sentido universal (…) [S]egún el particularismo, la existencia de razones es siempre relativa a un caso concreto, no a normas universales” (Redondo en Luque, 2015: 61). Así, desde el enfoque universalista o generalista se podría criticar que el enfoque particularista es incapaz de suministrar una guía para el comportamiento.
La confusión de ideas ha provocado que algunos defensores del universalismo moral sostengan que el particularismo puede acomodarse dentro del universalismo y que otros defensores señalen que el particularismo es completamente falso. Las ideas que los universalistas tildarían de falsas son las que se subscriben en el particularismo fuerte (i.e., no acepta ningún tipo de principio), mientras que las ideas que pueden ser compatibles con el universalismo son las que subscribirían quienes adhieren a un al particularismo débil (i.e., acepta algún tipo de principio) (cfr. Lariguet, 2010: 5)
Un ejemplo de particularismo débil es el que sostienen David McNaughton y Piers Rawling (2000), quienes no rechazan la existencia de ciertos principios morales que guían y justifican el razonamiento moral. Se dice que este particularismo moral es “débil” porque, de acuerdo con Lariguet: “i) se enfatiza en la importancia de lo particular y la percepción del agente de las características propias del mismo, pero ii) no se abjura de la posibilidad de obtener ciertas generalizaciones morales que sean guías útiles para el razonamiento moral” (cfr. Lariguet, 2010: 5).
Por otro lado, las ideas de Dancy son un ejemplo del particularismo fuerte. La expresión “fuerte” puede indicar: “i) o bien una repulsa absoluta al hecho de que sean posibles conceptualmente principios de forma lógica general (…); ii) o bien que aun si uno pudiera formular principios así, tal formulación resultaría vacua pues no cumpliría -no podría hacerlo- función alguna en el razonamiento práctico aplicado a casos “particulares”” (Lariguet, 2010: 5-6).
2.2. Particularismo puro, relativismo moral y pendiente resbaladiza
La idea de que, exista un vínculo entre ser un buen agente y los principios morales es, de acuerdo con este particularismo, una equivocación. Los defensores del particularismo puro sostienen que algunas acciones son buenas en ciertas ocasiones y, esas mismas acciones, pueden ser malas en otras. En efecto, de acuerdo con el particularismo puro no hay principios que digan en qué ocasiones tales acciones son buenas o malas. La moralidad para los defensores de este particularismo, por tanto, depende del contexto concreto del caso. Así, lo que puede ser hoy una solución razonable puede no serlo mañana. Esto no es así en la ética kantiana, por ejemplo. La obligación de no mentir no permite elegir entre el deber de decir la verdad y mentir porque siempre se debe decir la verdad, aunque ocasione malas consecuencias.15 En el caso del utilitarismo, en tanto, se sopesan las consecuencias de la acción de mentir, y la de no mentir en esta situación, y el agente obligatoriamente debe optar por la acción que promueva o produzca la mayor felicidad para el mayor número de personas.16 Por consiguiente, ni en la ética kantiana ni en la ética utilitarista puede haber conflicto real entre deberes morales (i.e., acciones que generen la misma cantidad de bien). Ambas teorías se rigen por principios. Para Kant no hay que mentir, y ese es un principio que sobrepasa cualquier razón que se pueda dar para mentir; y en el utilitarismo se debe elegir la acción que presente mejores consecuencias. Ambas teorías cuentan con una guía para resolver los “aparentes” conflictos morales.
Imaginemos que hemos encontrado a un hombre que colocó una bomba que acabará con toda ciudad (Greenspan, 1995). No quiere decir dónde está la bomba. Los policías creen que la solución es torturarlo. Como señala Lariguet (2011), si suponemos que es verdad que ha puesto una bomba y que hablará si es torturado:
¿Qué hacer? Si la teoría moral tiene como absoluta la prohibición de torturar la respuesta es clara. Que perezcan los miles de la ciudad (vamos a suponer que desalojar a toda la ciudad es imposible debido a las restricciones del tiempo) y que se salve el que ha puesto las bombas. A ciertos filósofos esta salida les podría parecer aceptable desde un punto de vista deontologista. Otros autores, utilitaristas, podrían sostener, en cambio, que torturar es un «mal menor» justificado por «circunstancias extraordinarias» como esta (Lariguet, 2011: 174).
Sin embargo, un aspecto que se critica a la prescindencia de principios, es que las teorías morales que operan sin un sistema de principios morales, como el particularismo, corren el riesgo de caer: i) en lo que se conoce como relativismo moral, y ii) en la pendiente resbaladiza.17 El relativismo moral supone que “la solución moral es relativa a contextos muy concretos (personales, sociales, culturales, históricos, etc.) y estos no tienen necesariamente correspondencia con consensos fundamentales apriorísticos o de rangos trascendentales” (Lariguet, 2010: 169); además, “desafía nuestra creencia común en la objetividad y en la universalidad de las verdades morales. De hecho, nos dice que no existen verdades universales en ética; sólo hay los diversos códigos culturales” (Rachels, 2006: 41-3). El problema del relativismo moral es que puede ocurrir que factores o valores importantes sean dejados a un lado porque no se tiene una guía fija para la acción como sí la tienen las teorías morales de corte universalista. La ética kantiana, por ejemplo, admite que existen ciertos valores morales inmutables, se puede inferir una “lista” de valores que no se pueden transar (v.gr. prohibición de la tortura); los relativistas morales, en cambio, consideran que estos valores son relativos a la cultura o al contexto particular del caso concreto. El relativista moral está en contra de seguir principios morales de manera universal. Una de las tensiones que crearía el relativismo moral es que podría producirse una eventual “relajación” -señala Lariguet- admitiendo como “excepciones justificadas” (2011: 174), por ejemplo, torturar a niños. Es decir, caer en una pendiente resbaladiza. En el particularismo puro, al guiarse solamente por el contexto particular de la situación, se puede argumentar que se puede fácilmente pasar de un estadio A a un estadio B. Lo que se está diciendo, en suma, “es que a los seres humanos que estén en A se les hará difícil no hacer B, a los seres humanos que estén en B se les hará difícil no hacer C (...)” (Álvarez, 2013: 89) y así sucesivamente deslizándose por la pendiente resbaladiza hasta llegar a una consecuencia no deseada.
Sin embargo, el argumento de la pendiente resbaladiza es incompleto y falaz.18 Esto porque las consecuencias se dan por ciertas y a veces no son probables. La idea general del argumento señala que hay que evitar determinadas acciones pues, una vez dado el primer paso, se desencadenará un proceso difícil de controlar. Lo que viene serán situaciones indeseables, trágicas, desastrosas. El problema con el argumento de la pendiente resbaladiza es que sin evidencias y sin datos que respalden las temibles consecuencias, los temores y prejuicios pasan a ocupar el lugar de las razones.
No obstante, la pendiente resbaladiza es influyente y no conviene ignorarla en los procesos de deliberación. Es valiosa, “pues da lugar a algunas preguntas sobre lo correcto, lo que se debe hacer en circunstancias arriesgadas, cuáles son las prioridades, los fines de la acción y otros aspectos de similar importancia” (López de la Vieja, 2010: 48).19
Las éticas de principios, al proclamar principios fuertes (i.e., sin excepciones), no admiten la posibilidad de pendientes resbaladizas. El particularismo puro, en cambio, al no propugnar principios de ningún tipo, da espacio para que sus contrincantes argumenten con la pendiente resbaladiza, es decir, que se enfaticen los peligros y desastres que vendrían si no se toma en consideración los principios o si estos se desgastasen.20 Así, “la pendiente deslegitima las excepciones y cualquier práctica que a la larga debilite los principios generales” (López de la Vieja, 2010: 48).
Respecto al ejemplo del hombre que coloca una bomba en la ciudad, si se admite que, dados los elementos relevantes de esta situación en concreto se puede hacer una excepción y torturarlo, los contrincantes del particularismo puro pueden argumentar que se puede caer por la pendiente resbaladiza (i.e., que eventualmente por permitir torturar a A se termine torturando a B).
3. Particularismo híbrido
En los años setenta surgió otro tipo de particularismo, distinto del divulgado por Dancy, que como señala Stephen Darwall, ha sido asociado a la idea de “un pensamiento de sobra” [one thought too many], al altruismo de Lawrence Blum y a los escritos sobre las éticas del amor y del cuidado (cfr. Darwall, 2013: 91).21 Esto es lo que he llamado particularismo híbrido.
Este particularismo no se centra en la tarea de guiar la acción prescindiendo de principios morales (como Dancy con su distinción entre posibilitadores/facilitadores y la relación entre factores presentes y ausentes relevantes para la decisión) sino, más bien, responder a personas particulares en situaciones concretas. Por ejemplo, según este particularismo existen virtudes irreductiblemente particularistas como la generosidad y la compasión. Estas virtudes, que son necesarias para el carácter moral del agente, son particularistas cuando el agente no se guía por un principio moral sino, más bien, actúa motivado por quién es esa persona con la que se es generoso/compasivo, en definitiva, cómo se relaciona con la persona con la que interactúa.22
Este tipo de particularismo alberga la noción de parcialidad moral.23 Comúnmente se entiende la noción de parcialidad en la esfera moral cuando el agente da prioridad a aquellas personas con las cuales tienen algún tipo de relación (familiar, de amistad, etc.). En el Oxford English Dictionary el término “parcialidad” aparece con varias acepciones. La primera definición es “falta de rectitud o favoritismo indebido de una de las partes en un debate, disputa, etc.; sesgo [bias], prejuicio”. Otra definición es “preferencia o disposición favorable hacia una persona o cosa en particular; predilección; afecto particular [particular affection]”. La primera definición tiene una clara connotación moral; la segunda, en cambio, es solo descriptiva.24 Samuel Scheffler afirma que para alguien que no esté familiarizado con los debates sobre filosofía moral del último cuarto de siglo, estas definiciones bastarían para responder si la parcialidad y la moralidad (rectitud, imparcialidad) son compatibles entre sí (cfr. Scheffler, 2010: 99). Si por parcialidad entendemos “sesgo o prejuicio” entonces moralidad y parcialidad no lo serían. Pero si entendemos una “preferencia o afecto por una persona en particular”, entonces moralidad (libre de prejuicios o sesgos, rectitud) y parcialidad podrían ser compatibles. Siguiendo entonces estas definiciones, podría existir una parcialidad moralmente justificada -aunque no toda parcialidad lo sea. Esta sería la parcialidad que debemos a algunas personas particulares a causa de la relación que tienen con nosotros. Es decir, habría contextos en los que no debemos tratar a todos por igual, contextos en que no sólo es permitida, sino que es obligatoria la parcialidad.
3.1. Tres aproximaciones críticas al particularismo moral híbrido
Lawrence Blum en “Against Deriving Particularity” (2000) ha identificado tres maneras en que, desde el imparcialismo, se desacredita la realidad del fenómeno particularista, reinterpretándolo de tal modo que, al final, la perspectiva moral imparcialista sea la única verdaderamente legítima. Estas maneras son llamadas:
(1) la aproximación desdeñosa [dismissive approach],
(2) la aproximación derivada [derivation approach], y
(3) la aproximación de validación [validation approach].
La aproximación desdeñosa presupone una marcada distinción entre los valores morales y no-morales, y niega un valor moral al fenómeno particularista, sin negar que quizá posea otro tipo de valor. Por ejemplo, actos de amor, compasión, generosidad o lealtad familiar pueden ser vistos como buenos, pero no moralmente buenos (cfr. Blum, 2000: 207).
Sin embargo, en general, los adherentes contemporáneos a la tradición imparcialista no subscriben la aproximación desdeñosa ya que no niegan la significancia moral de los fenómenos particularistas. Antes bien, reconocen su significancia moral, pero ven estos fenómenos teniendo menos valor o ser una derivación de los principios universales. Es decir, reducen el fenómeno particularista a través de lo que se conoce como la aproximación derivada. Por tanto, de acuerdo con los que defienden la aproximación derivada, la particularidad puede ser vista como inconsistente con la imparcialidad en algún nivel, pero si se mira con profundidad, la particularidad es realmente una forma de imparcialidad (ídem).25 Según Blum, para que exista una derivación, se deben satisfacer dos condiciones: i) debe existir una particularidad genuina (no una particularidad aparente) en el nivel de la moralidad vivida [lived morality] (i .e., la motivación real del agente moral, sus disposiciones y entendimiento de sus propias acciones), ii) debe intentar explicar la moralidad vivida en términos de nociones imparciales. La imparcialidad debe ser ofrecida como explicación del carácter y valor de la particularidad. Un ejemplo de la aproximación derivada es cuando un agente parece estar actuando con genuina particularidad, sin embargo, si ese agente escudriña sus motivos en profundidad, se vería obligado a reconocer que está operando realmente a partir de algún principio moral.26
Finalmente, la aproximación de validación está de acuerdo con la aproximación derivada con el valor moral de los fenómenos particularistas, pero, a diferencia de esta, no ve estos fenómenos como derivables de nociones imparcialistas. La fuente psicológica de los fenómenos particularistas no reside -para ellos- en la imparcialidad. Así, el valor moral del fenómeno particularista no se deriva -o no se deriva completamente- del valor moral de la imparcialidad. Lo que hace que la aproximación de validación desacredite la particularidad es que afirma que el valor moral de la particularidad requiere legitimidad, validación, o autorización de la imparcialidad (ídem.). De acuerdo con esta aproximación, la compasión y la generosidad pueden ser virtudes, y no forman parte del carácter imparcialista; sin embargo, para tener valor moral esas virtudes (o las instancias particulares de ellas) deben pasar el “test de la permisibilidad”, un test en que el carácter está determinado por la imparcialidad. En efecto, para los defensores de esta aproximación, comprometerse a nociones imparcialistas constituye una condición necesaria para la legitimidad de la particularidad.
No obstante, la aproximación de validación no desacredita del todo al particularismo. Blum señala que esta aproximación reconoce que la imparcialidad no puede explicar el valor moral de algunos fenómenos morales. Por tanto, esta aproximación deja abierta la posibilidad de que lo que es de significación moral en nuestras vidas proviene de fuentes distintas de la imparcialidad. Esta aproximación pone en tela de juicio la afirmación de que la imparcialidad sería más importante que las nociones de particularidad o parcialidad.27
El enfoque kantiano y utilitarista de la ética, como se señaló anteriormente, señala que “nuestras obligaciones y proyectos derivan su legitimidad solamente por referencia a esta perspectiva imparcial” (Blum, 1986: 344). Por tanto, me referiré a la aproximación derivada de las éticas imparcialistas.
i) Aproximación derivada de las éticas imparcialistas: ética kantiana
A pesar de que hay autores que afirman que la imparcialidad de la ética kantiana requiere que ignoremos, en la medida en que sería irrelevante moralmente, las relaciones personales (i.e., que alguien es mi amigo, mi padre, etc.), la ética kantiana, aunque es imparcial no requiere que tratemos a todos de la misma manera ni que tengamos la misma consideración con todos.28 Esta consideración especial para algunos (i.e., parcialidad) que se puede dar en la ética kantiana es derivable de la noción de imparcialidad.
Kant sostiene en la Metafísica de las costumbres que el agente puede tener un trato especial con sus cercanos (v.gr. MdS, 06 281). La imparcialidad en Kant requiere que reconozcamos que todos los individuos son moralmente importantes y que no podemos descartar grupos de personas simplemente porque no tienen una relación personal con nosotros (cfr. Bramer, 2010: 137). No obstante, aun cuando el agente elija cuidar más al propio hijo que al hijo del vecino, esta acción tiene valor moral en la medida en que es un deber (v.gr., el deber de cuidar a los propios hijos). Por tanto, el agente realmente opera siguiendo un principio. El fin último del trato especial dado por el agente, como señala Virginia Held (2006) y Esperanza Guisán (1998), sólo es el medio para convertir en sí misma la imparcialidad en el fin y sentido de todo nuestro actuar moral. Así:
Kant una vez más, en su intento de favorecer los intereses y deseos informados e imparciales como candidatos favoritos para desarrollar individuos moralmente maduros erró en el blanco convirtiendo al adjetivo en sustantivo, pasando indebidamente de la prescripción de que debemos desear de acuerdo con la imparcialidad, o fomentar deseos imparciales, a la totalmente distinta y distorsionada aseveración de que debemos buscar o desear la imparcialidad (o universalidad) por sí misma, aun cuando de ello no se derivase ningún beneficio personal o colectivo (Guisán, 1998: 190).
Los actos considerados como “parciales” en la ética kantiana realmente son actos imparciales. Como señala Marcia Baron (1991) sería un error considerar que hay circunstancias en las cuales se debe ser imparcial (v.gr., cuando se es jurado en un concurso o un tribunal, etc.) y circunstancias especiales en los cuales se admite ser parcial (i.e., cuando existe una relación personal). Baron divide la imparcialidad en dos niveles y, aunque la imparcialidad se utiliza para determinar nuestros principios morales a un nivel superior, esto no nos obligaría a omitir la parcialidad en el nivel inferior de las acciones individuales. Así, en una teoría moral imparcial como la kantiana todavía se podría realizar acciones que beneficien a amigos y familiares, y estas acciones estarían enmarcadas y justificadas por la imparcialidad en un nivel superior. Por ejemplo, cuando Baron señala que “todo padre debe cuidar a su hijo antes que al hijo del vecino” se puede, en el nivel particular de la acción, verse como una norma que favorece la parcialidad. Sin embargo, en un nivel superior el nivel de la teoría normativa, esta norma se justifica imparcialmente y se aplica imparcialmente (todos los padres están obligados a lo mismo).
Además, Baron considera que es necesaria la imparcialidad incluso para mantener una relación personal. Baron ejemplifica esto señalando que estaría mal dar un regalo al nieto favorito y nada a su hermano pequeño (1991: 837). Así, las exigencias de la imparcialidad podrían ser contextuales, con una considerable reflexión y sensibilidad. Aun cuando existirían diferencias entre conocidos y desconocidos, deben operar finalmente principios, en este caso, los de respeto y autonomía.
ii) Aproximación derivada de las éticas imparcialistas: ética utilitarista
La ética utilitarista es también una ética imparcial. La naturaleza del utilitarismo obliga a cada agente a ser imparcial mediante el imperativo de la maximización que obliga de manera explícita que cada uno cuente como uno y nadie más que uno. Esto quiere decir que el agente descarte cualquier juicio que beneficie a unos pocos. La moralidad en John Stuart Mill requiere imparcialidad con respecto a todas las acciones de una persona u omisiones que pueda afectar a los demás y a sí mismo. Así, el principio de imparcialidad es condición necesaria de la utilidad, ya que deriva la exigencia de que todos sean tratados como uno y nadie más que uno.29 El criterio utilitarista exige que se tenga en cuenta la felicidad de todos. No es justo, de acuerdo con Mill, ser parcial, i.e., “mostrar favoritismo o preferencia respecto a una persona en detrimento de otra en cuestiones en las que el favoritismo y la preferencia no tienen propiamente cabida” (Mill, 2014: 133). La imparcialidad según Mill “es obligatoria en cuestiones relativas a los derechos, pero está incluida en las obligaciones más generales de dar a cada uno lo que es debido” (Mill, 2014: 133).
No obstante, Mill minimizará el énfasis de la imparcialidad en el criterio utilitarista al decir que “se admite que el favoritismo y la preferencia no son siempre censurables y, ciertamente, los casos en que son condenados son más bien la excepción que la regla” (Mill, 2014: 133).30
Pues bien, siguiendo una línea similar a lo propuesto por Mill, Frank Jackson (1991) señala que somos incapaces de conocer cómo beneficiar a todo el mundo. Así, el utilitarismo es compatible con la idea de que el agente puede dar lugar especial a “la familia, los amigos, los colegas, los proyectos elegidos, etc.” (Jackson, 1991: 461) dentro del utilitarismo. Esto porque el agente sólo conoce un sector de la realidad, sector que es más cercano, por tanto, lo más eficiente para maximizar la utilidad es que pondere mayormente estos intereses a la hora de tomar decisiones. Jackson señala que, en el utilitarismo, por tanto, el agente debe centrarse en el grupo pequeño que conoce porque “nuestras opiniones están mejor fundadas en relación con la gente que conocemos más” (1991: 475). Desde el utilitarismo se pueden ponderar los intereses de los cercanos (y no los de “todos”); esto porque se conoce mejor a los conocidos. De acuerdo con Jackson esto sería actuar de forma parcial pero justificado imparcialmente. Es decir, la parcialidad sería “derivada”.
4. Conclusión
La universalidad de los principios morales que rigen a las éticas kantiana y utilitarista, teorías morales que han sido las dominantes desde la modernidad hasta nuestros días, implica necesariamente que las deliberaciones de estos agentes sean imparciales.31 El requisito de la imparcialidad en la moral, no obstante, ha sido fuertemente cuestionado en las últimas décadas (v.gr., se le acusa a la imparcialidad moral de reprimir las diferencias, ser excesivamente exigente, psicológicamente insostenible, etc., además que la común caracterización del sujeto imparcial corresponde a un sujeto impersonal e insensible). El particularismo moral, en tanto, ha presentado razones para ser una teoría ética alternativa a los paradigmas éticos dominantes de la modernidad.
Según lo que aquí he propuesto, podemos distinguir dos tipos de particularismo (y no sólo un tipo de particularismo como suele entenderse comúnmente): el particularismo puro y el particularismo híbrido. Los defensores del particularismo puro sostienen que los principios serían, en el mejor de los casos, muletas que una persona moralmente sensible no requeriría y, de hecho, el uso de tales muletas podría incluso conducirnos a cometer un error moral (cfr. Dancy, 2013). Por tanto, utilizar principios generales en el ámbito moral no sería adecuado. Por otro lado, el particularismo híbrido subraya que para decidir cuál es la acción correcta para una persona determinada en una situación concreta, es imprescindible tomar en cuenta la identidad particular del agente, la noción de virtud y la importancia de la parcialidad en la moral. Así, en este tipo de particularismo el juicio del agente moral se ve influido por quién es el otro y cuál es el tipo de relación que tienen. Este último tipo de particularismo subyace en las investigaciones en filosofía moral que rescatan elementos “olvidados” de las éticas dominantes de la modernidad, como lo son, por ejemplo, las nociones de amor y cuidado. Estas éticas, asociadas a la tradición femenina, son las éticas del amor y el cuidado. Sus críticas apuntan a que las éticas utilitarista y kantiana son éticas que no se enfocan en individuos particulares pues, en estas éticas, los individuos son meros “contenedores”, sea de placer o de experiencias beneficiosas, por una parte; o de razón, agencia racional o autonomía, en la otra (cfr. Darwall, 2010: 152).
El particularismo moral excluye la imparcialidad como un factor relevante en las deliberaciones del agente. El valor del particularismo en ética reside en que la acción correcta es la que no sigue un principio universal determinado válido en todo tiempo y lugar y, por tanto, destaca la diferencia entre las personas, enfatizando lo particular de cada agente, volviendo así el juicio completo. De acuerdo con el particularismo moral, en el nivel más profundo de la vida moral la respuesta debe ser particularista. Esto porque, de hecho, existe una gran diferencia entre los individuos que distinguen distintos factores morales en las situaciones que viven y los que no lo logran. Por consiguiente, el particularismo moral presenta razones para ser una ética viable y alternativa a las teorías morales dominantes de la modernidad.