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Frontera norte

On-line version ISSN 2594-0260Print version ISSN 0187-7372

Frontera norte vol.19 n.38 México Jul./Dec. 2007

 

Artículos

 

La frontera en la comunidad imaginada del siglo XIX

 

Enrique Rajchenberg S.*, Catherine Héau-Lambert**

 

* Profesor-investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección electrónica: enriquer@economia.unam.mx.

** Profesora-investigadora de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la UNAM. Dirección electrónica: catherineheau@prodigy.net.mx.

 

Fecha de recepción: 6 de abril de 2006.
Fecha de aceptación: 6 de noviembre de 2006.

 

Resumen

Los estudios recientes sobre el proceso histórico de construcción de la identidad nacional no han insistido suficientemente en una dimensión: la de la representación social del territorio. El artículo explora esta problemática en el México del siglo XIX, procurando demostrar cómo la reducción del ámbito territorial de la patria —vale decir, del sentimiento de pertenencia al altiplano— excluyó casi enteramente al inmenso norte de las representaciones sociales mediante su estigamatización simbólica, contrastando así con el centro del país, espacio densamente poblado de geosímbolos y fuente privilegiada de la memoria histórica.

Palabras clave: representaciones sociales, identidad nacional, frontera, septentrión mexicano, territorio.

 

Abstract

The recent studies that focused on the historical process of national identity's construction m Mexico have not emphasized enough one approach: the social representation of territory. This paper explores this topic in the XlXth century Mexico intending to demonstrate how the sense of belonging and the attachment to motherland reduce the imagined nation to the limits of the central lands, the ancient Mesoamerica, excluding of the national social representations the vast north through symbolic stigmatization contrasting with the core (centre) of the country full of geosymbols and posed as a privileged source for historical memory.

Keywords: social representations, national identity, frontier, northern Mexico, territory.

 

Entre la patria y la nación

En la historia del México independiente, el personaje que no admite controversia, por encima incluso de todos los héroes patrios, es Benito Juárez. No obstante, no puede dejar de llamar la atención el contenido del Tratado McLane-Ocampo de 1859, que cedía una serie de prerrogativas comerciales y militares a Estados Unidos desde Matamoros hasta Mazatlán y a través del istmo de Tehuantepec,1 creando así fronteras interiores. La paradoja histórica del tratado consiste evidentemente en que la figura que simboliza la defensa de la integridad nacional fuera simultáneamente quien signara tal documento. Las justificaciones exculpatorias y, por lo tanto, no académicas, insisten en la coyuntura político-militar, o sea, la imprescindible derrota de los conservadores, que condujo a los liberales a acordar concesiones a Estados Unidos a cambio del reconocimiento oficial del gobierno de Juárez como único gobierno legítimo de la república. En versiones más broncíneas de la historia, se dibuja a un Juárez acosado por Melchor Ocampo, devenido así en intrigante y responsable del tratado que lleva su nombre y en vendepatria. En suma, se trata de un punto ciego en la historia de México del siglo XIX, tema del que es preferible hablar poco porque hace tambalear pedestales de hombres heroicos.2

Nuestro afán no es el de un revisionismo de la hagiografía juarista; tampoco el de proceder a la reconstrucción de los hechos que condujeron a la firma del tratado y menos aún reelaborar la filigrana de la historia político-diplomática. Nos situamos en un terreno totalmente diferente a la controversia entre la historia oficial y sus adversarios. El ámbito en el que ubicamos esta cuestión es el de las representaciones sociales del territorio considerado. Nos apoyamos en la siguiente definición de territorio:

[...] el espacio apropiado, ocupado y dominado por un grupo social en vista de asegurar su reproducción y satisfacer sus necesidades vitales, que son a la vez materiales y simbólicas. Esa apropiación puede ser de carácter utilitario y/o simbólico-expresivo. Aunque en ciertos casos ambas dimensiones pueden separarse, generalmente son indisociables y van siempre rajchenberg-héau/la frontera en la comunidad imaginada del siglo XIX juntas. Por eso el territorio comporta simultáneamente una dimensión material y una dimensión cultural. Es la resonancia de la tierra en el hombre, y es a la vez tierra y símbolo, tierra y rito. La apropiación del espacio, sobre todo cuando predomina la dimensión cultural, puede engendrar un sentimiento de pertenencia que adquiere la forma de una relación de esencia afectiva, e incluso amorosa, con el territorio. En este caso el territorio se convierte en un espacio de identidad o, si se prefiere, de identificación, y puede definirse como "una unidad de arraigo constitutiva de identidad" (Giménez y Héau, 2006:3).

Cuando se aplica esta definición del territorio como apropiación utilitaria y simbólica del espacio nacional, se asocia de inmediato con la identidad nacional como ambos lados de una misma medalla: un territorio instrumentalmente utilizado que se acompaña de una representación simbólica y afectiva. El territorio es a la vez vivido materialmente y representado en forma de "imaginarios, representaciones y esquemas cognitivos, almacenados en la memoria y frecuentemente cargados de emotividad" (Giménez y Héau, 2006:11) que conforman la patria. Actualmente uno tiende a pensar que el territorio nacional coincide con la representación de la patria; sin embargo, no siempre ocurrió así y la tesis que sustentaremos consiste en que el septentrión mexicano no fue incorporado a las representaciones territoriales de la nación a lo largo de los años formativos del Estado e incluso posteriormente. Al contrario, fue nombrado como desierto, simbolizado con un cactus y cargado con leyendas acerca de la ferocidad irrefrenable de su población indígena. La fuerza de estas representaciones dejó sus huellas en el imaginario colectivo con tinta indeleble. En septiembre de 2005, al inaugurar un festival cultural, el gobernador de Chihuahua declaró que uno de los objetivos del encuentro era el de "cambiar la imagen de bárbaros del norte que tienen los chihuahuenses" ("Baeza inaugura...", 2005). El mandatario se refería a uno de los modos despectivos con que el centro del país designó, a lo largo de varios siglos, a los habitantes del norte mexicano y que, a pesar de su "acercamiento" al altiplano desde la construcción de los ferrocarriles porfirianos, se mantuvo inalterado. Al iniciarse el siglo XXI, el estereotipo, persistente estigmatizador del norte, continúa. De manera evidente, la barbarie de unos es la contraparte de la civilización de otros, que califican las geografías, a sus moradores y su hábitat. Se trata de la ya clásica oposición de factura sarmientina, civilización o barbarie, múltiples veces comentada y criticada por su matriz racista y evolucionista.

Desde nuestro punto de vista, más allá de la polémica sobre el patriotismo inmaculado o no de Juárez, para éste, pero también para el conjunto de las elites del siglo XIX, el norte no era la patria y, por lo tanto, el otorgamiento de concesiones a los estadunidenses no entrañaba un desgarramiento de ésta aunque mutilara la nación creando fronteras interiores.3 Al contrario, la patria se preservaba si se realizaban esas concesiones. En otras palabras, la patria se situaba en otro lugar. Esta concepción espacialmente "restringida" de la patria no fue exclusivamente acuñada por ideólogos, políticos, gobernantes, etcétera, del siglo XIX, sino que pertenece a representaciones más antiguas que serán muy brevemente mencionadas en este texto. Huelga decir entonces que el reclamo generalmente originado en el "bando" conservador por una supuesta mancha en el impoluto historial juarista resulta irrelevante por su anacronismo: consiste en atribuir al siglo XIX la concepción de la patria del siglo XX.

 

Representación territorial y comunidad imaginada: ¿caben las fronteras en la familia nacional?

A pesar de la imagen fija que durante mucho tiempo los geógrafos e historiadores nos proporcionaron del territorio, hoy resulta paradigmática la afirmación de su historicidad. Esta perspectiva epistemológica contraría evidentemente la naturalización del territorio que toda ideología nacionalista y su repertorio de dispositivos simbólicos (himnos, mapas escolares, leyendas, etcétera) intentan consensuar.

La revisión y análisis crítico de las historias oficiales que naturalizaron la nación mediante el recurso de la invención de una tradición que supuestamente se remonta a tiempos inmemoriales puso de manifiesto la multiplicidad de mecanismos empleados para generar el sentimiento de pertenencia a una misma familia y, por lo tanto, a una relación de fraternidad. Así, fueron "descubiertos" el papel de los padres de la patria, la celebración de un pasado indígena glorioso y de los ancestros comunes. El supuesto hallazgo de documentos literarios antiguos que darían fe de una lírica nacional previa a la fundación del Estado, de cantos y tradiciones remotos, etcétera, fueron investigado como partes del andamiaje de la constitución relativamente reciente de la nación y de la identidad nacional.4

El territorio no es un dato; es una construcción sociohistórica, objeto de representaciones sociales. El origen de la teoría de las representaciones sociales nos remite a Emilio Durkheim, pero ha sido reconceptualizada por la escuela de psicología social de Serge Moscovici. Para Denise Jodelet (1989:36) "[...] constituyen una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, que tiene una intencionalidad práctica y contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social". Por su parte, Jean-Claude Abric (1994:19) las define como un "[...] conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado". Además precisa:

No existe una realidad objetiva a priori; toda realidad es representada, es decir, apropiada por el grupo, reconstruida en su sistema cognitivo, integrada a su sistema de valores, dependiendo de su historia y del contexto ideológico que lo envuelve. Y esta realidad apropiada y estructurada constituye para el individuo y el grupo la realidad misma (pp., 12-13).

Estas representaciones constituyen una ocupación mental —también se habla de fronteras mentales— de un espacio que queda, por consiguiente, simbolizado y, en la misma medida, se le atribuye un sentido que promueve la afectividad de un grupo social. Porque, como toda representación social, la representación del territorio no es inocua ni irrelevante. Por el contrario, tiene su eficacia propia, ya que opera como guía potencial de las prácticas y las decisiones territoriales. La cartografía escolar es ilustrativa de la asimilación de un contorno hecho de límites internacionales con la nacionalidad y la identidad nacional (Romero, 2004).5 Ésta, como lo ha demostrado Benedict Anderson, se conforma a partir del establecimiento de una comunidad imaginada6 que instituye, por lo tanto, relaciones horizontales de fraternidad con una filiación común (los hijos de la patria) ahí donde en realidad hay relaciones de poder organizadas desde el Estado. En otras palabras, la identidad nacional es un parentesco imaginado cuyos vínculos tienen un asiento territorial específico: "El territorio es esa parcela de espacio que arraiga en una misma identidad y une a aquellos que comparten el mismo sentimiento" (Bonnemaison, 2000:131).7 El territorio queda entonces investido de una fuerza simbólica capaz de unificar sentidos en torno al espacio habitado y económicamente ocupado.

No obstante, la simbolización no es homogénea: ciertos territorios son hermanados, otros son excluidos o escasamente emparentados. Entre todos, hay uno privilegiado. Es el espacio-sagrado, el "corazón" de la nación, la "cuna" de la patria, tierra de los ancestros; en suma, el epítome de la nacionalidad. En él hay una densidad simbólica que contrasta con el relativo páramo de significados de otros. Desempeña, en este sentido, el papel de una metonimia territorial mediante la cual ese territorio simboliza toda la nación. En términos más estrictos, la patria se condensa ahí. Los geógrafos refieren la región focal —germinal area, en su acepción inglesa— para designar el lugar desde donde se simboliza el territorio nacional en su conjunto y que permite entender por qué en un lugar determinado se deposita el "genuino" espíritu de la nación.8 ¿Hasta dónde llega la región focal a simbolizar el territorio en su conjunto? Del alcance de esta operación depende que ciertas regiones sean hermanadas y otras permanezcan como hermanastras o de plano excluidas de la construcción identitaria. Precisamente, este problema se plantea con los espacios fronterizos.9

La frontera, ha señalado Daniel Nordman, es un lugar peligroso.10 Es donde los enemigos se enfrentan, se hallan frente a frente. La frontera es como los espejos laterales de los automóviles: los objetos parecen estar más lejos de lo que están en realidad. Por ello, Jean-Christophe Gay la compara con un instrumento óptico que la hace parecer distante (Gay, 1995:81). Peligrosa pero distante, el miedo que provoca depende de su acercamiento al corazón de la patria. La frontera es móvil y de dimensiones variables: encoge el perímetro de la identidad y de las representaciones territoriales de la familia nacional. En otras palabras, ahí donde acaba la patria empieza la frontera, espacio habitado por fuerzas difíciles de domesticar y en el cual nadie quiere adentrarse demasiado. La frontera puede, sin embargo, no suscitar miedo, como en la construcción mítica del frontierman, sino al contrario: la voluntad de trascenderla, puesto que todo lo que se halla fuera del territorio propio debe ser ordenado y civilizado. Esta misión, bajo el sullivaniano nombre de destino manifiesto, justifica evidentemente el expansionismo estadunidense.11

¿Qué es la frontera en la representación territorial mexicana del siglo XIX? Es el desierto, una inmensa superficie sin límites precisos por lo menos hasta 1848. Su designación como desierto acota el sentimiento de pertenencia, máxime cuando desierto significa lugar vacío, baldío. ¿Cómo se puede expresar afectividad hacia la nada?

 

Geosímbolos y paisajes: la escritura del territorio

El norte de México, el desierto, se constituye en el otro de la civilización, en su imagen invertida. Si el territorio, como ya hemos dicho, es constructor de identidad, delimita la diferencia y cuando simultáneamente se entreteje con un proyecto de dominio, define la otredad o, mejor aún, convierte la diferencia en otredad. Entonces, la representación territorial, fundamento de la identidad nacional, es al mismo tiempo proceso de construcción del otro; es un othering. En términos espaciales, ello significa la oposición entre aquí y otra parte.12 Para este efecto, es necesario "colocar" marcadores espaciales,13 es decir, geosímbolos de la patria que tienen la pretensión de volverse "iconos de nacionalidad" (Moritz, 2003:356).

También la literatura crea geografías; son lo que Mike Crang llama paisajes literarios; es decir, los espacios pueden ser afectados por libros populares así como "el espacio es usado en los libros para crear un paisaje textual" (Crang, 1998:9).

El repertorio de geosímbolos ilustra cuál es el espacio-identidad que se está privilegiando. En México, son los volcanes que circundan a la ciudad capital —el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl— o, un poco más hacia el sureste, el pico de Orizaba, que anunciaba al viajero desembarcado de Veracruz su pronta llegada al corazón de la patria. En "Mégico. Poesía descriptiva", obra poética de 1846, los paisajes literarios contrastados del centro y del norte son elocuentes:

El Popocatépetl y el Orizaba
El suelo oprimen con su mole inmensa,
Y están envueltos entre nube densa
Sus cúspides de hielos y de lava
[...]
En el desierto grave y silencioso
Entre sus melancólicas palmeras
Se deslizan las víboras ligeras,
O estánse quietas en falaz reposo

Cien años después, en una encendida retórica acerca de la patria y de encendido título, se reafirman los trazos del mismo paisaje: "El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl son para el pueblo los símbolos más vivos de la Patria: mudos testigos de la historia, significan la fortaleza invulnerable del espíritu mexicano" (Dirección de Acción Social, 1943).

Díaz Covarrubias escribe en su poesía "Himno nacional" (1859:70) acerca de la gesta de Hidalgo e inicia su verso aludiendo a la situación previa al grito de Dolores:

Un silencio de muerte reinaba
En el suelo de Anáhuac florido,
Y tan solo de doliente gemido
Se escuchaba de angustia y pesar.

El Anáhuac resulta ser una metonimia de la Nueva España o de México, que también pueden ser referidos como el país azteca:

A la lid se lanzaron valientes
Del Azteca los hijos llorosos

Del septentrión, contrastantemente, no se escoge ningún geosímbolo que pueda convertirse en referente identitario nacional: la historia de la nación parece divorciada de esa mitad de la superficie del país, que incluso parece no tener historia.14 La forja de México no tendría relación con él.

Los ámbitos donde se manifiesta claramente esta disparidad son la literatura y los libros de texto escolares. En la prosa del siglo XIX15 no encontramos una sola novela que eligiera el septentrión como escenario argumental. Cuando éste aparece, es siempre como desierto inhóspito, habitado por indios indómitos y del que sólo hay referencias negativas. Así, por ejemplo, en El monedero, cuando un vicario decide marchar hacia las misiones de la Tarahumara, se despide de un amigo haciendo votos para reencontrarse "[...] si los bárbaros no tienen ántes la ocurrencia de quitarme la cabellera" (Pizarro, 1861:154). Igualmente, en El cruáfjo de plata, el protagonista, que vive en el altiplano central, había estado, en sus años jóvenes, en los presidios del norte "[...] peleando valerosamente con los bárbaros que hacían sus frecuentes excursiones en las provincias del Norte de la Nueva España" (anónimo, 1901:329).16

Los escasos libros de texto para escolares reiteran la misma imagen negativa del norte mexicano. Se describe como "estéril por falta de humedad" (Ackermann, 1827:54) o como "desiertos y establecimientos de tribus desconocidas" (Roa Bárcena, 1986:23). Otro autor de libros para estudiantes explicaba que mientras las "[...] tribus ú hordas no tienen habitaciones fijas, viven de la caza y de la pesca y se abrigan en tiendas portátiles", los hombres civilizados forman "[...] naciones y pueblos, gobernados por un solo jefe ó monarca, que es rey ó emperador" (Ariza y Huerta, 1869:27).

Es sintomático que cuando Lorenzo Boturini (1999) publica en 1746 su Historia general de la América septentrional, en la que recopila testimonios sobre la Nueva España prehispánica, su estudio se limite al altiplano mexicano de habla náhuatl aun cuando ya existieran las villas de Albuquerque (1660), Monclova (1680), Linares (1716) y San Antonio (1718). Este ejemplo nos lleva a interrogarnos sobre los mecanismos que presiden la elaboración de nuestra memoria social, tanto la memoria histórica como la colectiva.

La memoria histórica es una reconstrucción del pasado forjada por intelectuales especializados en función de intereses presentes. Por ello existen varias memorias de una misma época o, incluso, de un mismo evento, según el enfoque del grupo portador. En ella abreva la identidad nacional, ya que se trata de proporcionar una versión elogiosa del pasado para fortalecer una identidad positiva. Es así como, en el contexto de la lucha entre criollos y españoles, la idea de una patria fuertemente centralizada, preexistente a la conquista, asume no solamente un gran valor retórico sino que moviliza los espíritus hacia la conformación de una identidad nacional propia. Es bien sabido que se glorifica al indio muerto para mejor explotar al indio vivo, pero operando una selección entre todas las memorias disponibles. Entre todos los antepasados posibles, los criollos escogen a los aztecas, por su fuerte control social y territorial sobre las demás etnias, para de esta manera instaurar una continuidad entre el presente centralizador y el pasado imperial azteca.

En 1826 se publica la novela anónima Xicoténcatl, un héroe de Tlaxcala que se unió a Cuauhtémoc contra Cortés, mientras que su propio padre era fiel aliado del conquistador. Esta novela nos resulta particularmente interesante porque instituye como héroe fundacional a un "senador de la República de Tlaxcala". Vale decir que México ya era república antes de la conquista, y la revolución de independencia sólo restablece el orden político original o "natural":

Su gobierno era una república confederada; el poder soberano residía en un Congreso o Senado, compuesto de miembros elegidos uno por cada partido de los que contenía la república. El poder ejecutivo, y al parecer también el judicial, residían en los jefes o caciques de los partidos o distritos, los que, no obstante, estaban subordinados al Congreso. [...] Se quiere que una antigua tradición conservase la memoria de los tiempos remotos en que Tlaxcala fuera gobernada por un solo y poderoso cacique o rey, pero que el pueblo se sublevó contra los excesos de su autoridad y, después de haber recobrado su soberanía, se constituyó en república (anónimo, 1826).

En esta novela se reivindica la filiación india de la república, pero de los indios establecidos en naciones y repúblicas que lograron restablecer la soberanía popular en contra de los excesos de la autoridad de un rey: "El congreso oyó la voz pública de la patria en este discurso del respetable Xicoténcatl" (anónimo, 1826). Por ende, la primera república mexicana es heredera directa de los tlaxcaltecas, mientras los indios vagos y errantes del norte ponen en peligro esta ascendencia gloriosa.

La memoria histórica favorece a un grupo social sobre otros hasta incluso promover su exclusión de la historia, gracias al olvido al que los condena. Así, los aztecas borraron la memoria otomí del valle de México cuando fundaron Tenochtitlan. Los criollos, a su vez, retoman la historia azteca para transformar esta historia regional en una historia nacional, borrando de un plumazo las otras memorias.17 El norte fue la principal víctima de este mecanismo de erradicación de sus diversas memorias como castigo por su larga resistencia a la conquista y para evitar, preventivamente, todo anhelo de reestructuración de una identidad chichimeca. El castigo fue no sólo su destrucción física sino también su aniquilación simbólica, negándole toda identidad propia, salvo bajo el término genérico despreciativo y altamente negativo de salvajes o bárbaros. De hecho, el septentrión se halla ausente de la historia nacional salvo como refugio, traición y asesinato de los próceres de la independencia.

Paralelamente a esta memoria histórica oficial, corren otras memorias menos elaboradas, menos institucionalizadas, pero igualmente construidas. Se trata de las diversas memorias colectivas que pueden concurrir a la memoria oficial como simple trama cronológica pero dándole un contenido diferente, cuando no contrario, ya que es la historia vivida y basada en experiencias próximas de distintos grupos que realizan "otra" lectura de los acontecimientos en función de su identidad pasada y presente para proyectarse sobre un futuro que pueda cambiar la correlación de fuerzas vigente. Así es como la memoria de los grupos subordinados y socialmente dominados puede resurgir del olvido en que los ha hundido la memoria histórica regional o nacional. Ambas memorias reconstruyen su pasado de manera selectiva para otorgarle una significación presente, creando un abanico de símbolos.

No debe extrañar entonces el sentimiento que acompañó a José María Sánchez (1939), quien tuvo que partir a Texas para informar del estado de los presidios. Fue apuntando sus impresiones del viaje en un diario que dejó de lado la austeridad de la escritura, común en los oficiales, y dio rienda suelta a la transcripción de sus emociones. Fue arrimándose, en aquella larga marcha, a los confines septentrionales del país. A medida que se aproximaba a su destino, se iban multiplicando las advertencias sobre "[...] los peligros que íbamos a correr por estos países en virtud de la abundancia de indios bárbaros" (p. 9). La vivacidad de los relatos ha de haber sido influyente en el estado de ánimo de la tropa porque a los soldados "[...] a cada paso se les figuraba que se les aparecían los indios y los asaban o se los comían vivos" (p. 10). El autor asegura no tener miedo, a pesar de haber oído que los comanches, al capturar a sus enemigos "[...] los queman a fuego lento y en varios días, a otros les van cortando pedazos de carne poco a poco" (p. 34), pero cuando se encuentra a alrededor de 100 kilómetros de Laredo y prosigue su marcha hacia el norte, "[...] volví el rostro a México para dar un adiós tal vez a las personas que allá quedaban y merecían mis afectos y ternura" (p. 15). El autor sintió que más allá de Monterrey ya no era México, su patria, su familia real e imaginada, sino que estaba ingresando en otro país. El testimonio de Sánchez es de los más sinceros en esta confesión de que el lejano norte no era México, pero no es el único. De hecho, para muchos de los contemporáneos de Sánchez e incluso para no pocos de los que vivieron mucho tiempo después de él, México se acaba antes de Monterrey o Laredo. México, la patria, está simbólicamente delimitada y definida.

Los paisajes textuales que hemos citado antropomorfizan el territorio. El altiplano es el centro, no en un sentido físico-geográfico, sino en uno metafórico-biológico, que sucesivamente será el "cerebro y corazón de la patria", como mucho tiempo después lo referirá Pastor Rouaix (1929). El problema radica en que las demás regiones no se mencionan ni como órganos o extremidades auxiliares de este cuerpo. Si las emociones patrióticas se concentran en su corazón y sus habitantes son sus únicos protagonistas, entonces ¿qué lugar ocupan los márgenes territoriales y sus habitantes en la comunidad imaginada?

 

Los parentescos imaginados: hijos legítimos e hijos entenados de la patria

Si la nación es una comunidad imaginada, construida a imagen y semejanza de una familia, el vínculo que permite fraternizar o, en el léxico antropomórfico del siglo XIX, la sangre común a todos sus miembros es la tradición histórica inventada (Hobsbawm), de la que dan fe los geosímbolos. Pero, como lo acabamos de comprobar, en la memoria histórica no figuran los septentrionales. ¿Son acaso miembros de la familia nacional?

La novela que hemos citado, El monedero, de Nicolás Pizarro (1861), es ejemplar. un joven de ascendencia india adoptado por un artesano alemán ha logrado hacerse de una cuantiosa fortuna gracias al hallazgo de oro en California. Refugiado en la ciudad de México tras la ocupación de la costa oeste por los estadunidenses, camina un día hacia el Ajusco. Al llegar a San Miguel Xicalco, se pone a cubierto de la lluvia en una vivienda indígena:

Aquellos indios eran sus hermanos, acaso el anciano era su padre, cuya agonía había venido á presenciar guiado por la Providencia. ¿Qué había hecho en favor de aquella raza degradada por una sociedad injusta? ¿Cuáles eran los esfuerzos que había impendido por pequeños que fuesen, en bien de esos infelices mejicanos [...] (p. 49).

Fernando, el protagonista, tendrá la oportunidad de redimirse pues fundará la colonia agrícola-fabril Nueva Filadelfia, donde los indios trabajarán bajo un severo orden reglamentario. Se recordará que su amigo parte al norte atemorizado por la posibilidad de ser asesinado por los "bárbaros". O sea, el indio pobre que admite en su casa al afortunado protagonista puede ser considerado hermano y, por lo tanto, mejicano, pero los indios del norte, bárbaros por definición en el sentido común de la época, ésos no pueden compartir nacionalidad y menos aún sangre fraterna.

En síntesis, si bien no hay duda de que la región focal mexicana tiene por sede el altiplano central, demuestra poca capacidad para integrar el espacio físico norteño en la producción de un imaginario nacional y directamente excluye a los habitantes indios septentrionales, e incluso a los criollos y mestizos, si no es que, como veremos más adelante, concibe su exterminio.

A medida que va transcurriendo el siglo, los indios del norte se van dibujando como genuinos enemigos; es decir, son los que se sitúan en el otro lado de la frontera y constituyen el contrafrente de ésta. En el informe presentado por Juan Nepomuceno Almonte (1987) acerca de Texas en 1834 —esto es, antes de la independencia texana—, ciertamente se recomienda "una campaña contra los indios bárbaros" para que "queden escarmentados" (p. 14), pero cuando ante la hipotética pregunta de quiénes podrían ser los beneficiarios del fomento a la colonización, si los "indios amigos del Norte" o los "americanos", el hijo de Morelos no duda en contestar: "los indios" (p. 12). En cambio, unos años después, cuando se presentó la misma disyuntiva, El correo de Chihuahua expresó su alarma por la eventualidad de que a los indios se les repartieran tierras: no dejaban de ser bárbaros y si de colonización se trataba, había que empezar por los mexicanos y los europeos.

Se perfila gradualmente una estrategia y una concepción diferente: la del exterminio de una población imposible de incorporar a la nación.18 Gráfica y literariamente, la figura del indio se esboza con los rasgos que confiere la bestialidad. El periódico El siglo XIX publica en 1850 un poema titulado "El salvaje", acompañado por un dibujo en el que un indio con plumas y taparrabos profiere gritos desde un peñasco. Los versos hablan de la "árida tierra" donde el indio, "cubierto el labio de rabiosa espuma", secuestró y violó a "una joven bella/Vestida de albo y virginal ropaje".

Todo distancia al indio del norte de los mexicanos e incluso de los indios del centro, quienes, para ser distinguidos a pesar de ser "hermanados" por el criterio étnico, son denominados indios agricultores y, por tanto, de paz. La pertenencia a la patria, consecuentemente, está mediada por la sedentariedad. El nomadismo de los grupos norteños no compatibiliza con la condición misma de la civilización y del patriotismo: éste sólo puede brotar de quien se dedica a "las labores campestres".19

 

El septentrión mexicano: el espacio imaginario y el espacio real

Durante buena parte del siglo XIX, las elites del altiplano central delinearon los marcos identitarios de la nación y los confinaron a un espacio imaginario que no iba más allá del estado de Zacatecas. Los brazos de la patria se extendían hasta ahí porque en ese lugar iniciaba la frontera, es decir, el enfrentamiento con los diferentes construidos como otros. Para ellas, defender la patria significaba proteger ese espacio inspirador de geosímbolos, de una lírica que se escenificaba en ese mismo lugar y de una memoria histórica cuyo teatro era siempre el altiplano.

No fueron las elites decimonónicas sino herederas de una concepción de más larga data,20 que se profundizó después de la independencia. El nacimiento de la nación mexicana coincidió con un añejo déficit de la ocupación real del territorio. David Weber ha destacado el desinterés de los españoles en esa porción de sus posesiones coloniales americanas: no hallaron riquezas mineras comparables a las de Guanajuato o Zacatecas; tampoco indios agrícolas y sedentarios susceptibles de ser convertidos en fuerza de trabajo explotada (Weber, 1976:22-23). Las soluciones halladas para la sumisión de los indígenas en el centro y sur del país se revelaron completamente ineficaces en el norte, donde por diversas razones, entre otras, ecológicas, las sociedades mutaban su lugar de residencia periódicamente.21 Las alianzas con caciques resultaron imposibles porque la configuración política de los grupos era diferente. En suma, la política de control de la población indígena mediante congregaciones de tributarios se enfrentó a una barrera infranqueable.

La estrategia de las dos instituciones de la colonización septentrional, presidios y misiones, se modificó a lo largo de la colonia. Los militares presidiales, ora combatieron a los indígenas, ora procuraron mantener relaciones de convivencia pacífica que incluían el comercio y el aprovisionamiento de alimentos.

Cuando, a fines del siglo XVIII, la corona se percató de que sus posesiones septentrionales en la Nueva España eran terriblemente vulnerables al avance de los estadunidenses, franceses y, por último, los rusos, comisionó a oficiales para rendir informes del estado que guardaban los confines del imperio español en América. El balance de esas visitas fue lamentable: los presidios apenas sobrevivían en un ambiente inhóspito caracterizado por una fauna nociva, aguas insalubres e indios de una crueldad aterradora. Por ello, decía un comisionado que esas tierras no valían ni el situado remitido anualmente por el rey de España para el mantenimiento de los presidios (de Lafora, 1939).22

La guerra de independencia no hizo sino reforzar la precariedad de los presidios y misiones, receptores de sínodos, porque a la dificultad de hacer llegar el dinero por vías de comunicación asediadas por los insurgentes se sumó su utilización para sufragar prioritariamente al ejército realista (Ortega, 2001). En suma, la lapidaria expresión del marqués de Rubí acerca del grado de colonización del septentrión sintetiza la situación prevaleciente: "Hoy [lo] ocupamos imaginariamente".23 ¿Podía ocuparse de manera real? Esa tarea fue concebida por los políticos de la etapa independiente, quienes incubaron la idea de la colonización varias veces, todas fracasadas o riesgosas, como lo demostraría prontamente el caso texano. Volvieron a enviar comisionados del ejército para verificar el estado de los presidios y descubrieron un abandono peor que el registrado medio siglo antes por los oficiales de la corona española. El vasto norte era parte del territorio heredado de la época colonial y, por lo tanto, constituía apenas el espacio formal donde se ejercía la soberanía del nuevo Estado.

La escasa participación política y financiera en los albores de la república relegaba al septentrión en la lejanía de la patria:

Zonas tan distantes del centro como las Californias eran independientes en todos los sentidos y estaban abandonadas a sus propios recursos para que implantaran la política nacional como les pareciera mejor. Otras zonas fronterizas como Chihuahua y Sonora en el norte, estaban también en gran medida escindidas del control central y dependían de sus propios medios cuando se trataba, por ejemplo, de defenderse contra las constantes incursiones hostiles de indios nómadas o "bárbaros", como se les llamaba. En los asuntos políticos, militares y económicos, tales zonas eran en gran medida autónomas, y aunque en apariencia aceptaban el concepto de unidad nacional, permanecían al margen de los asuntos nacionales y poco o nada contribuían a la tributación o la conscripción militar (Costeloe, 2000:26).

En su carácter de proveedores de minerales, su comercio corría el riesgo de caer en manos de contrabandistas o salteadores de caminos. Por su parte, Bulnes advierte que "[...] no es posible la comunicación comercial entre Texas y los mercados interiores de la República más que por mar" (Bulnes, 1991:186). Y describe el camino comercial de San Luis Potosí a San Felipe Austin como un desierto siempre sometido a los ataques de los indios: "Inmensos desiertos dominados por indios guerreros y por contrabandistas numerosos, audaces e irresistibles" (p. 188).

Era la tierra de nadie que los políticos apodaron "desierto". Las noticias que aparecían en los periódicos capitalinos hablaban de guerras contra los indios, resaltando así la violencia en que se veía envuelta la población. Sin embargo, para sus habitantes, la realidad era otra: eran rancheros que cultivaban con empeño sus tierras fértiles; comerciaban sus productos agrícolas a lo largo del río Bravo, desde Santa Fe hasta Matamoros, que era el tercer puerto más importante de la costa oriental de México.24 Eran los descendientes de los "[...] mexicanos que llegaron al antiguo norte como conquistadores, permanecieron en él como colonos y a menudo la necesidad los obligó a trabajar su propia tierra y criar su propio ganado" (Weber, 1976:23). En 1842, Francisco García Conde, gobernador y comandante militar de Chihuahua, escribe: "Saben que estos países abundan en todos los elementos de prosperidad; que el comercio, la minería, la ganadería y la agricultura, tomarían aquí un incremento prodigioso" (en Chávez, 2004:413). Medio siglo después, estas palabras resultaron proféticas.

De hecho, "[...] la sociedad serrana era fundamentalmente campesina, por cuanto estaba cimentada en agricultores rurales de clase baja, que producían tanto cultivos de subsistencia como de mercado y controlaban, aunque no necesariamente poseyeran, los medios de producción" (Knight, 1996, i:143). El auge de la minería y las haciendas llegaría a fines de siglo con una nueva ola de colonización; a saber, la del ferrocarril.

Las condiciones de vida forjadas en la lucha contra bandidos e indios y su escasa comunicación con el centro propiciaron un tejido social basado en fuertes lazos de solidaridad entre comunidades y un estilo de vida muy diferente al del altiplano, donde el modo señorial de las elites terratenientes, descrito por el barón Humboldt y por Fanny Calderón de la Barca, contrastaba con la dureza de los propietarios septentrionales. Éstos también eran bárbaros a los ojos de aquéllos. En las luchas cotidianas por hacer suyo este territorio, se establecieron estrechos vínculos y lealtades perdurables. La identidad regional resultó tan fuerte que los norteños llegaron a sentirse diferentes de los "mexicanos". Se crearon vínculos de persona a persona —como en el corrido de Jefe de jefes, cantado por Los Tigres del Norte—, que los etnólogos denominan primordiales (Geertz, 1963:110), distintos de los lazos cívicos.

En el ámbito político nacional, el septentrión también ocupaba un papel minoritario: un sólo diputado para Chihuahua, otro para Coahuila y Texas, también un sólo puesto de elección popular para Nuevo León y la misma pobre representación para Tamaulipas. De Sonora y Sinaloa, las Californias y Nuevo México no se tiene registro.

Estos desencuentros entre norte y centro propiciaron también la aparición de un abismo afectivo entre ambas poblaciones: "El gobernador de origen mexicano José Figueroa observaba en 1833 que los californianos miraban a los mexicanos con la misma animosidad con que los mexicanos miraban a los españoles" (Weber, 1987:115).25

Indudablemente, la ocupación real del septentrión, que fue incompleta y trunca, determinó su territorialización imaginaria, mas ésta no es reductible mecánicamente a la primera. De otra manera, no se entendería por qué el imaginario descrito prosiguió a lo largo del siguiente siglo y medio. A pesar de las recomendaciones de Ignacio Altamirano (2002), durante el porfiriato, de cantar a los indios comanches y apaches en honor a su osadía y coraje cuando éstos ya habían sido vencidos, las historias del salvajismo septentrional siguieron repitiéndose26 y, como vimos, hace pocos meses, un gobernador aludió a la famosa expresión "los bárbaros del norte".

La perdurabilidad de las representaciones sociales que hemos venido describiendo se encuentra magníficamente ejemplificada en José Vasconcelos, uno de los intelectuales más prominentes de la primera mitad del siglo XX. Al escribir sus memorias, entre 1935 y 1939, confronta de manera permanente el norte y el sur de México. Cuando se refiere a Roberto, un personaje de la revolución de 1910 en el estado de Sonora, dice de él: "[...] sólo porque siendo del Sur tenía cultura mediana se había improvisado dirigente en tierra de ciegos" (Vasconcelos, 1982:512). Más lapidariamente aún, afirma que "[...] quien haya recorrido la sierra de Puebla, la meseta de Oaxaca, ya no digo el Bajío y Jalisco, comprenderá en seguida la impresión del mexicano del interior cuando avanza hacia el Norte. Todo es barbarie. [Entre la ciudad de México y Nueva York] hay una extensa no man's land del espíritu, un desierto de las almas" (p. 554).

 

Conclusiones

Regresemos a nuestro planteamiento inicial: la controversia historiográfica sobre el significado del Tratado McLane-Ocampo. Como lo anticipamos, no fue nuestra intención desentrañar los resortes de la decisión que condujeron al gobierno juarista a conceder a Estados unidos prerrogativas tan amplias en el norte y el sur de México, que de haberse signado el documento por el Congreso estadunidense, hubieran llevado más temprano que tarde a la pérdida de esas porciones del país.

Nuestra perspectiva teórica consiste en desplazar la interrogación a un ámbito que implica la articulación de campos disciplinales diversos, aunque contiguos, como son la geografía cultural, la sociología y la historia. De la primera privilegiamos los desarrollos recientes en la concepción del territorio y de su función en la construcción de la identidad nacional. De la segunda nos resulta primordial la categoría de representaciones sociales y la definición andersoniana de la nación. Intentamos, pues, conjuntar ambos aportes en el concepto de representaciones sociales territoriales que procuramos aprehender en su historicidad.

En suma, como se recordará, nuestro propósito es demostrar la "estrechez" de la representación territorial, vehiculada a través de distintos soportes en las elites mexicanas del siglo XIX y de los límites, por lo tanto, del sentimiento de pertenencia a la nación. Ahí donde comienza la frontera, se va diluyendo y prácticamente desaparece el lazo afectivo con la familia nacional. Puede decirse, por más paradójico que parezca, que el individuo que defiende un "pedazo" del país, si ahí se localiza su "corazón", su "alma", etcétera, es justamente denominado patriota. La frontera, espacio de geometría variable, existe para eso precisamente, para salvaguardar el corazón, pero no es esencial en la definición de la patria.27 Sus moradores no comparten modos de vida e instituciones políticas con los habitantes de la patria propiamente dicha: son bárbaros porque no poseen lo que hace a la civilización.

¿Qué hay de particular en México con respecto a otros países de América Latina poscolonial? En cierto sentido, México comparte muchos aspectos del mismo proceso histórico. La Patagonia argentina fue, durante largo tiempo, ese espacio peligroso y distante que representó el septentrión novohispano y luego mexicano. La colonización española de América no fue, de ninguna manera, territorialmente homogénea. Por razones de enconada resistencia indígena, de desinterés económico o de debilidad militar, fue dejando espacios en blanco que colonizaron el imaginario y nutrieron representaciones territoriales de "otro país, otro mundo". La tesis de Bolton acerca de una colonización hispana desde Buenos Aires hasta el río Grande —es decir, hasta el lugar en que el parcelamiento historiográfico estadunidense devino en Spanish Border lands distinto del American West, para fracasar más al norte del río en ese intento— puede no ser incorrecta solamente porque asume una frontera política como lindero intelectual (Jiménez, 2006:456), sino también porque omite los "desiertos de las almas" que pueblan parte de los países del continente y no exclusivamente a México.

Es casi al llegar el final del siglo XIX cuando, al calor de la integración más estrecha de las economías latinoamericanas al mercado mundial, las elites centrales se lanzan a la conquista de los desiertos con el objeto de incorporarlos a la dinámica agrominera de exportación. No obstante, la exclusión de estos "desiertos" perdurará —por lo menos en México— en el imaginario colectivo hasta nuestros días, aun cuando las elites norteñas hayan desencadenado una revolución y, posteriormente, se hayan sucedido en la silla presidencial e impulsado el mayor desarrollo económico nacional.

De manera evidente, hay una gran diferencia entre México y los demás países latinoamericanos. El septentrión no es sólo un lugar de enfrentamiento con indios indómitos sino también de difícil convivencia y de casi permanente conflicto con Estados unidos y su originario ímpetu expansionista revigorizado hasta nuestros días. Ésta es una dimensión del problema que los otros países no conocieron. En efecto, el modo de apropiación, el estatuto territorial, la organización y la partición final de los territorios del gran norte por medio de una frontera en el siglo XIX, fue el resultado de una confrontación prolongada entre representaciones divergentes y contrapuestas: la de los españoles en la época colonial, prolongada por la de los políticos liberales del México independiente en el siglo XIX; la de los colonos angloamericanos y europeos que ocuparon el suroeste de los Estados Unidos en el mismo siglo; y, en medio, la de los pueblos originarios de esa vasta región. Naturalmente, la representación que se impuso a la postre y llegó a prevalecer con todas sus consecuencias geopolíticas fue la de los grupos dominantes en detrimento de la visión indígena, que nunca fue reconocida.

Pero tampoco estos países, con excepción de Perú, fueron asiento de un régimen imperial tan poderoso como el mexica. Buenos Aires no fue el centro del dominio prehispánico de las llanuras pampeanas; tampoco Río de Janeiro ni Santiago. La fuerza de esta capa geológico-histórica gravita, hasta la actualidad, en el imaginario colectivo sobre la amplitud de la patria. No obstante, asistimos tal vez a un cambio que no viene de la mano de las ideologías dominantes, sino acompasando los flujos migratorios masivos desde el final de la centuria pasada. La cultura de la frontera desciende: Los Tigres del Norte se oyen con gran deleite hasta las comunidades de Chiapas. Incluso la convicción compartida por muchos de que el sur y oeste de Estados unidos son parte de México es sintomática.28 Si esta visión sedimentara, ello querría decir que cuando la soberanía nacional se está volviendo más endeble, la patria alcanza su clímax e incluso rebasa a aquélla.

 

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Notas

1 No nos ocuparemos, en este trabajo, de esta última región. La hemos abordado en Rajchenberg y Héau (2002, 2003).

2 En un encendido texto de Carlos Monsiváis, leído emblemáticamente en Guelatao, pueblo natal de Benito Juárez, durante la campaña de Andrés Manuel López Obrador, se pasa revista a los momentos constitutivos de la heroicidad del presidente oaxaqueño, pero no se hace ni siquiera una alusión al famoso tratado.

3 A diferencia de Miguel Bartolomé, quien se refiere a ellas como el lugar de "[...] una conflictiva relación entre los frentes expansivos y las poblaciones nativas" (Bartolomé, 2006:278. Las cursivas son nuestras), el registro histórico de estas fronteras en el septentrión nos parece dibujar una trayectoria mucho más zigzagueante que la de una linealidad expansiva. Desde los inicios de la vida independiente hasta por lo menos la década de los ochenta del siglo XIX, las fronteras se contraen, no se expanden.

4 Véase a Anne-Marie Thiesse (2001).

5 De manera más extrema, el mapa puede ser desprendido de toda referencia geográfica (de su ubicación en el planeta, de los nombres de los países vecinos, etcétera) y ser dibujado como silueta. Es el mapa-logotipo (Anderson, 1993:245).

6 Conviene citar extensamente las dos partes de la definición andersoniana de la nación: "Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión" (Anderson, 1993:23). Por otro lado, "[...] se imagina como comunidad porque [...] la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal" (Anderson, 1993:25).

7 En otro texto, el mismo autor destaca aún más la función eficaz del territorio: "El territorio es un constructor de identidad, tal vez el más eficaz de todos" (Bonnemaison y Cambrézy, 1996:14).

8 "Una persona está ligada a su 'patria' debido a que allí se encuentra la residencia de su espíritu" (Elkin en Claval, 1999:178). "La tierra se convierte en 'patria' y el paisaje, en una matriz de arraigamiento sumergida en el tiempo mítico de los orígenes" (Bonnemaison en Claval, 1999:178).

9 Resulta tal vez innecesario insistir en la distinción entre fronteras y límites. Éstos conciernen al resultado de tratados internacionales y gozan de cierta fijeza en el tiempo, aunque, por supuesto, no son inmutables. No es sino en la época moderna cuando fronteras y límites se utilizan indistintamente y también cuando la frontera deviene en línea fronteriza. También es cuando los rasgos atribuidos a las fronteras, los cuales definiremos a continuación, se desplazan a los límites fronterizos (cfr. Ciudad Juárez y Nuevo Laredo).

10 "La palabra permite dibujar una geografía del peligro y de la obsesión" (Nordman, 1998:56). "Mundo violento, peligroso y masculino, las franjas pioneras escapan la mayor parte de las veces incluso en nuestros días a la autoridad política" (Gay, 1995:87). Véanse también Obregón (2003:758) y Bartolomé (2006:286).

11 En esta matriz se inscribe la tesis de Frederick Jackson Turner sobre la frontera como fundamento de la identidad del pueblo estadunidense (Ghorra-Gobin, 1994; Torres, 2004).

12 Schwach, 1998:13. Hemos traducido del texto original en francés las palabras ici y ailleurs.

13 "El geosímbolo es un marcador espacial, un signo en el espacio que refleja y forja una identidad [... ] Los geosímbolos marcan el territorio con símbolos que arraigan las iconologías en los espacios-lugares. Delimitan el territorio, lo animan, le confieren sentido y lo estructuran" (Bonnemaison, 2000:55).

14 El septentrión mexicano era tierra de numerosos grupos indios, en su mayoría nómadas trashumantes, que establecían con su territorio fuertes vínculos sagrados con sitios ceremoniales y geosímbolos tales como la montaña sagrada de Acoma (Nuevo México), el pedregal sagrado de El Malpaís, Casas Grandes (Chihuahua), El Pinacate (Sonora), el cerro de las Trincheras (Sonora), el desierto de San Luis Potosí, mientras que los españoles se apropiaron del "gran Norte", más allá de las minas, como territorio de pastizales para sus rebaños. Los colonos pastores, al contrario de los nómadas indígenas, no tenían ningún interés en establecer vínculos vitales de carácter simbólico entre sus comunidades y los lugares donde asentaban sus campamentos.

15 Para la investigación de la literatura mexicana del siglo XIX nos hemos guiado por González Peña (1998) y Jiménez Rueda (1996).

16 Aunque este texto fue publicado a inicios del siglo XX, la edición es una compilación de novelas de la centuria anterior.

17 El mismo Juárez invocó este pasado indígena reducido a los aztecas: "Nosotros heredamos la nacionalidad indígena de los aztecas, y en correspondencia con ese legado no reconocemos soberanos, ni jueces ni árbitros extranjeros" (citado por Florescano, 2006).

18 Véase Quijada, 2003.

19 Lapatria es la tierra (1945), documento citado más arriba, está fechado 100 años después del período que estudiamos, pero por esa misma razón resulta relevante. Vehicula los mismos argumentos que sus antecesores de un siglo atrás: "[... ] En la psicología del pueblo mexicano, el espíritu sedentario y el culto de los antepasados [son] signos característicos de la vida nacional".

20 Al referirse al extenso norte, el gobernador de Nueva Vizcaya lo denominaba en 1602 "otro suelo, otro cielo y otro mundo" (citado en Jiménez, 2006:263). Menos tajante pero igualmente perceptivo de la dicotomía en el seno del virreinato novohispano, un juez septentrional distinguía, hacia fines del siglo xviii, el "país interno" del "país externo" (Jiménez, 2006:257).

21 Según Roger Cribb (2004:20 y ss.), el nomadismo indígena se diferenciaría de la trashumancia pastoral de los españoles porque: 1) los indígenas se desplazan en vista de la adquisición y consumo de alimentos, mientras que los pastores colonizadores se preocupan por la producción de alimentos y recursos para sus rebaños; 2) el sistema territorial de los indios abarca los lugares donde existe la disponibilidad de recursos en vista del consumo, mientras que los pastores no toman en cuenta la disponibilidad regional de microrrecursos, salvo los recursos básicos como leña y agua; 3) mientras los indios se mueven variando constantemente su estrategia de adquisición para explotar una amplia variedad de recursos (plantas y especies animales preferidas) en diferentes lugares y en diferentes estaciones, los pastores nómadas se mueven con el propósito de explotar un solo recurso básico —pastura para sus rebaños— en diferentes estaciones; 4) para los indios, las actividades de procuración y consumo de alimentos están estrechamente asociadas en términos espaciales y temporales —es decir, se consume en el mismo lugar o cerca del lugar donde se han encontrado los alimentos sin preocuparse por almacenar los excedentes como reserva para el futuro—, en tanto que para los pastores nómadas las actividades de la producción y el consumo son continuas y, en gran medida, independientes entre sí (Giménez y Héau, 2006:5).

22 Sin metales preciosos y sin indios mansos, "[...] las colonias del norte eran marginales y prescindibles" (Weber, 2000:255).

23 Velázquez (1974:166). David Weber (2000:292) señala que "[...] las nuevas fronteras imperiales creadas en 1763 sólo existían, en gran parte, en la imaginación europea".

24 "A finales de 1820, la plata en barras, el plomo, la lana y el cuero, así como el sebo de Monterrey, Saltillo y San Luis Potosí, pasaban por Matamoros, si bien la plaza constituía el 90% o más del valor de las exportaciones. Para 1830, Matamoros, con una población de 7 000 habitantes, era la principal ciudad de la frontera norte de México y la tercera en comercio entre todos los puertos mexicanos del Golfo" (Montejano, 1991:28).

25 La sorprendente observación del gobernador José Figueroa puede entenderse dentro de la constelación ideológica del saqueo de las riquezas locales por la metrópoli, fuera ésta Madrid o México, ya que "[...] uno de los problemas que desde antaño arrastraba la región de Sonora era la falta crónica de metálico para las transacciones. Por causa del emporio comercial asentado en la ciudad de México, el numerario salía de la región sin haber circulado suficientemente para beneficio de la población local" (Covarrubias, 2000:450). Si bien los mexicanos del altiplano y del norte debían ser hermanos, estamos ante el caso de hermanos enemigos, vale decir, Caín y Abel.

26 A mediados de los años veinte del siglo pasado, contaban, entre otras historias de horror de antaño, que los indios del norte, puesto que comían carne de caballo, cuando los equinos los olían, hasta ellos "[...] tiemblan y huyen relinchando de terror' (Historia de México. La revolución de independencia y México independiente, Toro, 1961:422). Pero lo más sorprendente es que este libro se siguiera reeditando y que en 1961 estuviera ya en su decimosexta reimpresión.

27 En un contexto diferente y con protagonistas clasistas disímiles con respecto a los liberales del siglo XIX en México, puede ser útil referir el análisis acerca de la pérdida boliviana de su salida al mar tras la guerra del Pacífico: "Los hombres de la clase estatal boliviana vivieron esta pérdida como algo no neurálgico, como diciendo que conservando lo principal no se trataba sino de una mengua accesoria [...], perderlo por tanto era como no perder nada" (Zavaleta M., 1985:31). Otro caso es el registrado a finales del siglo pasado con el tramposamente llamado vacío amazónico por la clase política brasileña (véase Bartolomé, 2006:294).

28 En el Foro Social Mundial en Caracas, un asistente, quien se había naturalizado estadunidense, dijo: "Vivo en el México ocupado, en California, Estados Unidos".

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