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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.30 n.86 Ciudad de México Sep./Dec. 2015

 

Artículos

 

Ciudadanización y desciudadanización de los adultos mayores. El proceso electoral de 2012

 

Citizenization and De-citizenization in Older Adults. The Elections of 2012

 

Alejandro Klein* y Marcela Ávila-Eggleton**

 

* Profesor-investigador en la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guanajuato, campus León. Correo electrónico: <alejandroklein@hotmail.com>.

** Profesora-investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Querétaro. Correo electrónico: <marcela.avilaeggleton@uaq.mx>.

 

Fecha de recepción: 07/12/14.
Fecha de aceptación: 28/07/15.

 

Resumen

La falta de derechos sociales y el estado de desigualdad que vive la población envejecida en México no ha desincentivado su participación electoral. Este trabajo, de corte descriptivo, busca mostrar que a pesar de la situación de desvalimiento en que viven los adultos mayores, su influencia política, producto de la participación electoral, es importante, especialmente si se considera que la población mexicana está envejeciendo. Esta investigación evidencia la necesidad de estudios que ayuden a explicar la especificidad del comportamiento electoral de los adultos mayores.

Palabras clave: ciudadanía, desigualdad, envejecimiento poblacional, participación política.

 

Abstract

Mexico's older citizens lack social rights and suffer from inequality, but this has not discouraged their electoral participation. International studies have shown that older adults are one of the age groups that votes the most. This article seeks to show that despite the neglect in which senior citizens live, their political influence is important, due to their electoral participation, particularly if we take into account that the country's population is aging. This research shows the need for studies that would help explain the electoral behavior of this group of the population.

Key words: citizenship, inequality, aging, population, political participation.

 

Introducción: el envejecimiento poblacional

La población en México sufrió importantes transformaciones a lo largo del siglo XX; una de las más destacadas ha sido la llamada "transición demográfica", producto del descenso de la mortalidad a partir de los años treinta y el de la fecundidad en los años setenta. Como resultado de estos cambios la población se ha incrementado, la estructura por edad de la población se ha modificado y la cantidad relativa de adultos mayores ha aumentado; esto es: en México, la población está envejeciendo (CONAPO, 2013).

Puesto en cifras, en 2010 residían en México poco más de diez millones1 de adultos mayores (INEGI, 2011a; CONAPO, 2013).2 Entre 1990 y 2010 su número pasó de cinco a diez millones, presentándose un incremento porcentual, respecto al total de la población de 2.8; esto es, se transitó del 6.2 al nueve por ciento de la población total (INEGI, 2011b). La esperanza promedio de vida al nacer en México cambió de 36 años en 1950 a 74 años en el año 2000; el Consejo Nacional de Población (CONAPO) estima que, para 2050, llegue a los ochenta años, cifra similar a la proyectada para los países desarrollados.3 Estos datos indican claramente que México ha entrado en lo que se denomina "envejecimiento poblacional". Conviene indicar que, a diferencia de los países desarrollados, en los no desarrollados el proceso de envejecimiento poblacional se da con mayor velocidad y diversas variables que hacen difícil la adaptación de la sociedad a este proceso. Ello provoca que a problemas sociales ya crónicos se añadan otros nuevos (Ham, 1999), ante a los cuales el Estado se ve urgido a planificar y efectivizar políticas públicas pertinentes.

La gradual transformación de la estructura etaria de la población altera, entonces, tanto las demandas sociales como el potencial para generar condiciones de bienestar. Los datos disponibles muestran que en algunas entidades federativas de muy avanzada transición demográfica, como el Estado de México y el Distrito Federal, el envejecimiento de la población es ya un tema prioritario. En otras, si bien aún no es un fenómeno predominante, resulta fundamental que las instituciones comiencen a preparar la infraestructura de servicios propia de una población envejecida (Ham, 1999). En un país con estas características, las políticas públicas en materia de población y desarrollo deberían modificar cada vez más su énfasis en función de los niveles y tendencias demográficas (Villagómez, 2009).

De acuerdo con proyecciones del CONAPO (2013), para 2020 la población de adultos mayores alcanzará su tasa máxima de crecimiento (4.2%), con catorce millones de individuos; 12.1 por ciento de la población. A partir de ese año, el ritmo de crecimiento demográfico comenzaría a disminuir hasta alcanzar un crecimiento negativo (-1.58%) en 2050, cuando se prevé que habrá cerca de 34 millones de adultos mayores que representarán el 27.7 por ciento de la población total (Villagómez, 2009).

Pero el tema no es sólo cuantitativo. Implica profundas modificaciones cualitativas de todo tipo, que suponen transformaciones —no sólo en el plano sociocultural, sino también económico y productivo— que apenas comenzamos a esbozar:

Estos cambios tenderán a socavar la lógica de funcionamiento de muchas de nuestras instituciones y los actores sociales presionarán para que se modifiquen esos arreglos, de modo que reflejen más fielmente las nuevas pautas de demandas y necesidades. En el ámbito económico, la población activa deberá mantener, a través de mecanismos diversos de transferencia de recursos, a un número creciente de adultos mayores dependientes y suministrarles los satisfactores básicos para que tengan una vida digna. En la industria se necesitarán menos fábricas de pañales, de juguetes y de ropa para niños y más unidades fabriles orientadas a atender las necesidades domésticas, nutricionales y de movilidad de los adultos mayores. En los servicios se requerirán menos guarderías, menos maestros y escuelas de educación básica, y menos establecimientos obstétricos y pediátricos, y seguramente más geriatras y especialistas en la atención de enfermedades crónico-degenerativas, más casas-habitación y servicios de recreación para ancianos (Tuirán, 1999: 18).

La estructura de este trabajo intenta poner de manifiesto cuáles son las aportaciones de la investigación politológica acerca de la participación electoral en el México contemporáneo y hasta qué punto las mismas pueden enriquecer la comprensión del comportamiento electoral de los adultos mayores. Para ello se examinan las razones que han llevado a la disminución de la participación electoral de la población en general, mientras que se percibe una tendencia al incremento de la que corresponde a este grupo etario. Esbozado el contexto, se sugiere —utilizando datos sociológicos y estadísticos, entre otros— una precisión del lugar tradicional que ha recibido el adulto mayor en la sociedad mexicana y se desarrollan sus implicaciones en términos de ciudadanía. En tercer lugar, se pasa revista al estado del arte en la investigación social y cultural que profundiza sobre las condiciones sociales y económicas que excluyen y denigran al adulto mayor, teniendo en cuenta que este proceso se acompaña de factores vinculados al imaginario social que ubica a la vejez como una condición deficitaria y extremadamente frágil. En cuarto lugar, se esbozan los problemas politológicos vinculados con la ciudadanía y el progresivo aprendizaje y apoderamiento de la misma en los adultos mayores, teniendo en cuenta la "sociedad del envejecimiento", y se presenta una síntesis de los resultados obtenidos hasta el momento en la bibliografía especializada. Finalmente, se extraen algunas conclusiones generales y se propone la interrogante, retomando la hipótesis principal sobre cuál será el comportamiento electoral de esta franja etaria, proponiendo por el momento a la misma como de tipo ambiguo, en un vaivén que puede oscilar entre lo emancipatorio y lo manipulador; pudiendo ser tal comportamiento, además, homogéneo o circunstancial.

 

Comportamiento electoral y realidad social de la sociedad envejecida

Los estudios de comportamiento electoral dan cuenta de que los adultos mayores constituyen uno de los segmentos que más participan electoralmente. Esta situación de progresiva ciudadanización se contrapone a factores sociales, culturales y políticos que han mantenido a los miembros de este grupo en estado crónico de desciudadanización. El análisis de esta contradicción evidente, de sus consecuencias políticas y sociales, es el objetivo del presente trabajo.

Si bien se requiere investigación tanto cualitativa como cuantitativa sobre el comportamiento electoral de este segmento de población, con el fin de poder explicar algunas de las tendencias que se observan en los últimos años en términos de participación, nuestra trabajo pretende hacer un diagnóstico de la situación, de modo que se mantiene en el marco de los estudios descriptivos.

El desarrollo de la sociología ha logrado arribar a la construcción de modelos explicativos del comportamiento electoral, a partir de la revisión de una gran cantidad de estudios descriptivos. Ello en virtud de que en el conjunto de las ciencias sociales la comparación de múltiples casos ocupa el papel que la experimentación tiene en las ciencias naturales. La elaboración de rigurosos estudios de esta índole y la posibilidad de hacer comparaciones entre ellos se ha convertido en la fuente privilegiada para la elaboración teórica que hoy ofrece explicaciones diversas a las preguntas clave de la sociología del comportamiento electoral.

Este trabajo se enfoca en un segmento poblacional no estudiado desde la perspectiva de la sociología del comportamiento electoral en México. Por ese motivo pretende ofrecer un análisis descriptivo que siente las bases para el desarrollo de otras investigaciones que, por la vía de la comparación, permitan construir hipótesis y, al probarlas, sirvan también de base para el desarrollo de aportaciones teóricas que ayuden a entender la especificidad del comportamiento electoral de los adultos mayores. Evidentemente, esas construcciones teóricas deben inscribirse en el debate analítico respecto del funcionamiento y transformaciones de la democracia en tanto forma de gobierno.

Una de las principales exigencias que se hacen a las democracias contemporáneas se centra en las formas de interacción entre instituciones y ciudadanos: las instituciones de un proceso político democrático deben orientarse a satisfacer las demandas de la ciudadanía, al tiempo que los ciudadanos deben adoptar actitudes y comportamientos que fortalezcan a dichas instituciones. Una de las vías hacia donde se han canalizado estas exigencias es el comportamiento electoral, que como conducta que vincula al ciudadano con el Estado a través del voto (Peschard, 2000) muestra diversas facetas de la interacción entre ambas instancias. Las tres tradiciones para el estudio del comportamiento electoral —sociología, psicología y economía política—, si bien confrontadas en términos teóricos y metodológicos, convergen en el estudio de la política electoral y coinciden en el énfasis que hacen en el votante individual y en la capacidad que tienen los ciudadanos de funcionar en democracia.

Uno de los temas que más desafíos ha presentado para los estudiosos de la materia ha sido el de la participación en procesos electorales. La diversidad de perspectivas teóricas y la evidencia empírica en la que se sustentan dan cuenta de los efectos diferenciados de los mecanismos causales, así como de la existencia de una estrecha relación entre instituciones y contextos, la cual se manifiesta, al menos, de dos maneras: en primer lugar, las instituciones inciden en el comportamiento electoral, y las preferencias, actitudes y comportamientos de los individuos se reflejan en el establecimiento y funcionamiento de dichas instituciones; en segundo, los ciudadanos están expuestos a contextos variables, de modo que tanto la estructura social como el entorno político resultan relevantes para explicar la participación (Cox, 1999; Anderson, 2007).

Los cambios en la estructura demográfica impactan en el comportamiento electoral. La participación en las votaciones ha registrado una tendencia a la baja desde principios de los años noventa (Blais, 2007), misma que —con las particularidades generadas por el proceso de transición democrática— se vio reflejada en México a partir de 1994. Diversos estudios (Buendía, 2000; Buendía y Somuano, 2003; Holzner, 2007; Morales et al., 2011) documentan la caída en la participación argumentando una serie de factores de orden técnico, institucional, socioeconómico, político y del sistema de partidos.

El descenso en la concurrencia electoral a escala federal llegó a su punto más bajo en la elección intermedia de 2003, e inició una recuperación a partir del proceso federal de 2009, la cual se sostuvo en 2012. Este último registró un incremento en la participación de 4.98 por ciento con relación a 2006, ubicándose tan sólo 0.5 por ciento por debajo de la consignada en 2000; empero, los incentivos para votar en 2012 no eran los mismos que doce años antes, como tampoco lo eran la legislación electoral ni los votantes.

Blais (2007) completa las tres respuestas a "¿por qué la gente no vota?" propuestas por Verba, Scholzman y Brady (1995), añadiendo una cuarta: los ciudadanos no participan porque no pueden, porque no quieren, porque nadie se los ha pedido o porque no importa. Los electores tienen que contar con los recursos materiales, cognitivos y con la oportunidad de emitir su voto; deben estar interesados en el estado del funcionamiento del todo o de una parte del sistema político y considerar que el sufragio es una herramienta útil para modificar o reforzar dicho sistema; deben sentir que los partidos o los candidatos se han acercado a ellos, ya sea directamente, a través de su equipo, o a través de una campaña exitosa que apele a sus intereses; y, de acuerdo con la teoría economicista de la acción política, los ciudadanos votarán sólo cuando consideren que su participación importa, que haría la diferencia entre el triunfo y la derrota del candidato de su preferencia en un escenario de competencia libre.

Una revisión preliminar de las distintas variables explicativas que se han propuesto para resolver las preguntas que rodean a la participación política parte de la falta de consenso, producto de la ausencia de modelos teóricos sólidos; a pesar de ello, algunas de las variables que han mostrado tener mayor poder explicativo son las socioeconómicas, políticas e institucionales (Geys, 2006).

Who votes? (Wolfinger y Rosenstone, 1980) —uno de los trabajos más importantes para explicar el impacto de las características socioeconómicas en la participación en los comicios de Estados Unidos— sostiene que, después de la educación, la edad es la variable más asociada con la participación. Sus autores demuestran que la propensión a votar se incrementa sustancialmente conforme la edad aumenta; la tasa de crecimiento llega a su máximo alrededor de los 55 años, pero la participación se sigue acrecentando hasta llegar a los ochenta.

En un estudio comparado sobre quiénes votan, utilizando los datos de la encuesta del Comparative Study of Electoral Systems (CSES) aplicada en nueve países —Australia, Gran Bretaña, República Checa, Israel, Polonia, Rumania, España, Taiwan y Estados Unidos— Blais (2000) prueba que las determinantes socioeconómicas para la participación son la educación y la edad. La brecha entre los menos y los más educados, así como entre los más jóvenes y los más viejos equivale a veinte puntos porcentuales: 22 para la educación y veinte para la edad.

Diversos estudios (ife, 2013; Morales et al., 2011; Buendía y Somuano, 2003; Salazar y Temkin, 2007) han documentado, para el caso mexicano, que el sector de población entre cuarenta y 79 años es el que participa más en los procesos electorales. En tal sentido, Ham indica cómo el envejecimiento poblacional incrementa "la participación absoluta y porcentual de las personas en edad avanzada" (Ham, 1999: 44).

Cabe entonces preguntarse: ¿por qué los adultos y, en particular, los mayores, tienen mayor probabilidad de votar? Existen diversas respuestas según los diferentes enfoques sobre comportamiento electoral. Desde una aproximación sociológica, la solución se centra en que suelen ser segmentos de población más integrados en la sociedad, que expresan su sentido de pertenencia (Blais, 2000). Desde el enfoque racional, la edad es una determinante porque los costos de información son menores —especialmente el de aprendizaje—; los adultos mayores le dan mayor importancia al desempeño de las instituciones y son más adversos al riesgo. Si matizamos la perspectiva de Downs (1957) (en torno a que un votante racional acudirá a las urnas sólo en tanto los beneficios de votar sean menores que los costos, lo cual lleva a la paradoja de votar)4 en el sentido propuesto por Riker y Ordeshook (1968), donde votar es racional en tanto existan "otros" beneficios derivados de hacerlo, los adultos, en especial los mayores, participan más ante el riesgo de que una democracia sea insostenible si no lo hacen. Bajo ese supuesto, los electores percibirían un beneficio al cumplir con un deber moral. Empero, a pesar de lo deseable de la participación, su costo resulta muy alto ya que implicaría que es producto de cálculos individuales que nada tienen que ver con elegir a representantes y/o gobernantes; es decir, sus causas en el juego democrático excluyen el presupuesto central de toda democracia representativa (Geys, 2006).

Sin embargo, y a pesar de las cifras ofrecidas, los datos sociales y culturales muestran una realidad que contrasta con este aparente poder político de los adultos mayores, producto de un peso cada vez mayor dentro del segmento de población que elige a los representantes y gobernantes y que, como resultado de ello, tendría mayores posibilidades de incidir en la toma de decisiones en materia de políticas públicas.

Datos censales de 2010 indican que en el país hay 28.2 millones de hogares y en uno de cada cuatro (26.1%) cohabita, al menos, una persona de sesenta años o más (INEGI, 2011a y 2012a).5 En este contexto, es frecuente que los adultos mayores vivan —voluntariamente o no— con alguno de sus hijos, lo que constituye, en la mayoría de los casos, una estrategia de supervivencia y bienestar, sobre todo, en las etapas más avanzadas del envejecimiento.6

Por otro lado, como se ha señalado (Ham, 1999), la presencia de la familia obedece igualmente a un reclamo de que la misma se "ocupe" de funciones que se supone corresponden al Estado, esperándose que solucione lo que éste y la sociedad no pueden remediar. Lo que en realidad sucede, de acuerdo con los datos presentados, es que no sólo la familia es incapaz de resolver lo que se ha de solventar a nivel estatal, sino que, generalmente, se encuentra sometida a exigencias que la fragilizan y hacen aumentar su ambivalencia ante el adulto mayor.

Los adultos mayores saludables brindan a los hijos apoyo cuidando a familiares durante varios años, ayuda que se prolonga después de que los hijos han dejado el hogar paterno; por ejemplo, los abuelos se encargan de una parte del cuidado de los nietos (Saraceno, 2008). Cuando los adultos mayores padecen malas condiciones de salud, el cuidado de los padres recae en los hijos y, en especial, en las hijas. No obstante, también existe la posibilidad de que la cohabitación no sólo se refiera a la dependencia de los padres con respecto a los hijos, sino también a la situación contraria: la dependencia de los hijos adultos en relación con los padres (Hakkert y Guzmán, 2004). Este fenómeno tiene repercusiones especialmente graves cuando las personas mayores experimentan cotidianamente la pobreza (Salgado y Wong, 2003).

Otro factor que conviene tener en cuenta en la situación social de los adultos mayores es la emigración crónica que sufren varios estados de México, lo cual incide en que, junto a los problemas ya señalados, el adulto mayor deba ocupar roles de cuidado, protección y atención hacia sus nietos. La necesidad de que los abuelos cuiden a los pequeños para que los padres puedan migrar tiene relación con el amplio porcentaje de hogares llamados dona, donde conviven hasta tres generaciones pero faltan algunos o todos los miembros de una de ellas —la de los migrantes—; este tipo de hogar representa el 40.7 por ciento de los que habita la población envejecida en un estado típicamente migrante, como por ejemplo Guanajuato (Montes de Oca, 2004; Montes de Oca, Molina y Ávalos, 2009; Triano Enríquez, 2006). Dicha situación se asocia con la práctica común, por parte de las parejas migrantes mexicanas, de dejar a sus hijos con sus propias madres y padres, lo que provoca situaciones complejas que tienen un impacto en la calidad de vida de los adultos mayores (Montes de Oca, 2009).

Otra realidad refiere a que uno de cada siete hogares (14.5%) donde hay al menos un adulto mayor es unipersonal, lo que en términos de población representa 10.7 por ciento de las personas con sesenta años y más. En este tipo de hogares las mujeres tienen una mayor presencia, la cual se hace aún más predominante conforme avanza la edad: 56.3 por ciento de las personas que viven solas en la etapa de vejez (sesenta a 64 años) son mujeres, y la proporción aumenta a 62.3 por ciento en quienes transitan por una vejez avanzada (ochenta años y más). Vivir solos representa importantes retos y limitaciones para los adultos mayores, ya que, por su edad, se incrementa la incidencia de enfermedades degenerativas o discapacidades físicas que necesitan del apoyo de familiares y amigos (INEGI, 2010).

A diferencia de lo que ocurre en sociedades donde el sistema de pensiones está muy extendido, en México los adultos mayores no siempre pueden ayudar económicamente a los hijos, ya que pocos disponen de pensiones o capital acumulado. En 2001, sólo el 18 por ciento de los adultos mayores que había trabajado en algún momento de su vida recibía pensión; la baja cifra puede deberse, en parte, a la alta frecuencia de la informalidad en el mercado laboral (Rabell y Murillo, 2013). Por otro lado, en México "cerca del cincuenta por ciento de la población mexicana con 65 años o más no tiene derecho a sistemas de salud" (Mancinas y Garay, 2013: 396).

Aunado a ello, cuando las personas llegan a la edad de la jubilación y empiezan a vivir la pérdida de la pareja, de amigos y de parientes de su mismo grupo etario, las redes generalmente se contraen; en consecuencia, las redes familiares son cambiantes y no siempre proveen recursos (Rabell y Murillo, 2013). Se trata de un déficit de la dimensión afectiva de la solidaridad (Bengtson y Roberts, 1991), ya que casi una quinta parte de esta población declara no tener ninguna persona cercana fuera de su hogar (Rabel y Murillo, 2013; Guzmán, Huenchuan y Montes de Oca, 2003).

Es necesario destacar, además, que los adultos mayores sufren procesos de discriminación diversos. Según los "Resultados sobre personas adultas mayores" de la Encuesta Nacional de Discriminación en México (CONAPRED, 2010), el 27.9 por ciento de quienes tienen más de sesenta años han sentido alguna vez que sus derechos no han sido respetados por su edad; 40.3 por ciento describe como sus problemas principales los económicos; 37.3 por ciento la enfermedad, el acceso a servicios de salud y a medicamentos; y 25.9 por ciento las dificultades laborales.

Sin embargo, el conflicto central radica en la relación entre la edad y las condiciones de pobreza o vulnerabilidad. De acuerdo con datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval, 2012) el 43.2 por ciento de la población de sesenta años y más se encontraba en ese año en condiciones de pobreza multidimensional, y siete de cada diez adultos mayores (72%) padecían vulnerabilidad social, lo cual implica presentar, por lo menos, alguna de las siguientes carencias: rezago educativo, falta de acceso a los servicios de salud, falta de acceso a la seguridad social, deficiencias en la calidad y los espacios de la vivienda o en los servicios básicos de la misma y falta de acceso a la alimentación.

Desglosando estos datos, uno de cada dos adultos mayores (49.4%) es vulnerable porque su ingreso es inferior o igual a la línea de bienestar; esta proporción se compone con 43.2 por ciento de adultos mayores que también son vulnerables por carencias sociales y 6.2 que soló es vulnerable por ingresos. Destaca el que únicamente 21.8 por ciento de los adultos mayores sean considerados "no pobres multidimensionales ni vulnerables por ingresos o por carencias sociales y de ingresos" (Coneval, 2012: 14).

Con base en la intensidad y profundidad del fenómeno, el Coneval (2012) estimó que diez por ciento de los adultos de sesenta y más años se encontraba en pobreza multidimensional extrema; es decir, pertenecía a hogares donde aun utilizando todo su ingreso en la compra de alimentos no se puede adquirir lo indispensable para tener una nutrición adecuada y que presentan, al menos, tres carencias sociales de las seis incluidas en el índice de privación social. En síntesis: ocho de cada diez adultos mayores presenta algún tipo de vulnerabilidad, ya sea en sus derechos sociales, en su ingreso o en ambos.

Esta situación se hace evidente en sus condiciones de vida. El 17.7 por ciento reside en viviendas con un hacinamiento mayor a 2.5 personas por cuarto; 3.4 por ciento habita viviendas con piso de tierra; 1.8 por ciento lo hace en una vivienda con techos de lámina de cartón o desechos; y 1.4 por ciento en casas con muros de embarro o bajareque; de carrizo, bambú o palma; de lámina de cartón, metálica o asbesto; o material de desecho (INEGI, 2012).7

Resumiendo lo anterior, cabe afirmar que la situación social y económica de los adultos mayores es cruelmente la inversa de lo que se podría plantear como propia de un envejecimiento socialmente cuidado y atendido (Ham, 1999).

 

Paradigma de desvalimiento

Además de condiciones sociales y económicas que excluyen y denigran al adulto mayor, es necesario tener en cuenta que este proceso se acompaña con factores vinculados al imaginario social, los cuales ubican a la vejez como una condición deficitaria y extremadamente frágil.

Al ser la persona tan vulnerable y carente, las políticas públicas o sociales se conciben, básicamente, para cubrir este déficit (Hakkert y Guzmán, 2004; Montes de Oca, 2004; Huenchuan, 2004). En contraste con la imagen de una adultez capaz de autonomía, vigor y redituable productivamente, el anciano aparece caracterizado socialmente por ser improductivo e inútil. Incapaz de autonomía, de tomar decisiones y de sustentarse, está sujeto a un proceso de regresión infantilizante que lo desciudadaniza irreversiblemente. Pierde, desde este imaginario social, no sólo su condición física y mental, sino también su dignidad social y estética, lo que lo transforma en un ser pobre y desagradable. Su destino es entonces estar solo, en la calle o en un asilo público, en situación de ruina, soledad y abandono (Katz, 1996 y 2000). En este contexto, se visualiza al adulto mayor como excluido de su estatus de ciudadanía.

A pesar del interés que los diferentes actores políticos prestan al argumento en torno a que una ciudadanía revalorada —y en consecuencia fortalecida— es parte de la solución de casi todos los problemas de las sociedades contemporáneas, lo cierto es que, históricamente, el concepto ha estado asociado con ciertos privilegios de pertenencia a una comunidad política. Aunque no es posible desvincularlo de la participación política —en la concepción más general, es decir, no exclusivamente electoral— que caracteriza a las democracias representativas, parece que, a pesar de la expansión del sufragio y de los derechos políticos, sigue siendo privilegio de unos pocos. Desde la perspectiva contemporánea, la ciudadanía:

[...] es una condición de equidad cívica. Consiste en la pertenencia a una comunidad política donde todos los ciudadanos pueden determinar los términos de la cooperación social sobre bases de equidad. Este estatus no sólo asegura equidad de derechos para el disfrute de los bienes colectivos proporcionados por la asociación política, sino equidad en las obligaciones para promover y sostenerlos —incluyendo el bien de la ciudadanía democrática en sí mismo (Bellamy, 2008: 17).8

La consolidación de la ciudadanía hace que se efectivice "una gradual y creciente valorización de las prerrogativas y de los derechos de la persona" (Vasconcelos, 1988: 82). Como es sabido, Marshall (1965 y 1969; Marshall y Bottomore, 1998) distingue tres elementos dentro de este concepto: derechos civiles, políticos y sociales, que según el autor son progresivos e históricos. Los civiles surgieron en siglo xviii; los políticos en el xix; y los sociales en el XX. Las ideas de Marshall expresan el consenso extendido de que los derechos sociales implican una práctica justa y razonable.

Esta posición es criticable como una visión funcionalista que enfoca el cambio de una sociedad preindustrial a otra industrial dentro de una perspectiva evolucionista. En muchos países europeos varios de estos progresos recién ocurrieron en los últimos cincuenta años y, frecuentemente, en un orden inverso. Aun en Inglaterra la evidencia histórica habla de un "modelo de flujo y reflujo", más que de un esquema lineal (Kymlicka y Wayne, 1996: 5-8). Por otro lado, es necesario recalcar los aspectos claramente utópicos e ingenuos de esta concepción, en el sentido de una marcha irreversible de la ciudadanía desarrollando los aspectos de mayor riqueza social.

Por otra parte, Coutinho enfatiza que los derechos de la ciudadanía son esencialmente sociales, resaltando la importancia de la "'expectativa' de poder recibirlos" (Coutinho, 2000: 53). Tal expectativa se relaciona con el cumplimento de una "promesa" emancipatoria (Klein, 2006 y 2013).

Los datos antes expuestos parecen indicar que el progresivo ejercicio de la ciudadanía política de la sociedad envejecida mexicana está seriamente desfasado con respecto a diversos derechos sociales y culturales. En tal sentido, surgen como hechos significativos el no poder garantizar a los ciudadanos una educación básica, un mínimo de seguridad económica y ciertos servicios sociales imprescindibles (Dahrendorf, 1997). Los derechos sociales que Marshall menciona (Marshall y Bottomore, 1998; Marshall, 1965 y 1969) se transforman, desde esta realidad, en privilegios de clase de los cuales está excluida una amplia franja de la población (Freijeiro, 2008).

Marshall insiste en que los derechos sociales son un elemento esencial para completar la ciudadanía, la que relaciona con el logro de la civilización y "conforme a los estándares predominantes en la sociedad" (Marshall y Bottomore, 1998: 52). Si el papel del Estado consiste en velar y sostener los derechos descritos podría decirse, a partir de los datos presentados, que el Estado mexicano se ha mostrado incompetente en desarrollarlos. Los derechos civiles y sociales están difuminados, y los sociales se han deslegitimado o vuelto descartables.

El panorama anterior muestra que el Estado mexicano no ha sido capaz de garantizar los derechos sociales de los adultos mayores, al tiempo que el peso electoral de este segmento de población se incrementa. El Estado precisa que los miembros de este grupo voten; sin embargo, cabe cuestionar si lo hacen como ciudadanos o como votantes desprovistos de cualquier derecho de ciudadanía política.

Aunque el término ha sido muy usado (Bauman, 1999), nos preguntamos si la ciudadanía mexicana, y la latinoamericana en general, no ha pasado de ser sólida a inestable, en función de la irregularidad crónica de los derechos ciudadanos, que "se expanden o repliegan en diferentes momentos históricos" (Pilotti, 2000: 30). Tales ciclos, con momentos de suspensión y congelamiento de los diferentes derechos, hacen difícil aplicar al caso mexicano la diferencia entre ciudadanía formal y sustantiva de Bottomore.9 Una y otra probablemente no se pueden sostener por sí mismas de manera independiente. La ajenidad de sentirse parte del gobierno del Estado-nación como ciudadanía política, se acompaña de la de poder reclamar derechos civiles y sociales que se vuelven esquivos o se postergan inalcanzablemente. Esta situación se acompaña de enormes diferencias sociales que anulan las posibilidades de reciprocidad, sin la cual se fragilizan las políticas de bienestar (Freijeiro, 2008).

Debe tomarse en cuenta que el debate sobre ciudadanía se ha ampliado y enriquecido desde las ideas de Marshall. Uno de los puntos que se destacan cada vez más es la necesidad de dejar de hablar de "ciudadanía" en abstracto, subrayando su carácter contextual e histórico dentro de una lucha permanente vinculada al poder, buscando definir cuáles son los problemas sociales en común y cómo serán abordados (Jelin, 1993), incluyendo a los de tipo ecológico (Van Steenbergen, 1994).

Por un lado, existen tendencias pesimistas como las de Bobbio (1985), autor que indica las limitaciones en la capacidad de elección y en el ejercicio pleno de los derechos de ciudadanía política, la exclusión de sectores de la población, el empobrecimiento de la esfera pública y la homogeneidad cada vez más patente de las ofertas políticas. Por otro, se destaca una visión más optimista, como la de Habermas (1994), quien revigoriza una visión de ciudadanía activa donde la perspectiva política se enriquece con una permanente capacidad transformadora y renovadora.

La cuestión de la globalización tampoco está ausente del debate e insiste en el surgimiento de nuevas formas de ciudadanía basadas en la transterritorialidad y el multilingüismo (García, 1995), lo que implica un redimensionamiento de los lugares y tácticas de poder (Held, 1991).

La globalización es así entendida no sólo como un conjunto de tácticas de consumo, sino como nuevas formas de intercambio y solidaridad ciudadana (McPherson, 1981); se acompaña de la apertura de derechos y afirma los aspectos de libertad y voluntad de participación, lográndose diferenciar lo político de lo estatal y del Estado nación (Touraine, 1995). Al mismo tiempo, la globalización es estudiada en tanto efecto que genera uniformidad y, simultáneamente, capacidad de tolerancia a la diferencia (García, 1995). Esta perspectiva se amplía con la noción de ciudadanía extensa, donde el otro ya no es un antagonista irreconocible, sino en intercambio político y social (Calderón, Hopenhayn y Ottone, 1996).

Otra postura entiende que la posmodernidad política implica la necesidad de la reconstrucción de los Estados, tanto a escala local como nacional, y de integración regional, sin que se deba de pasar necesariamente por la llamada globalización. Esta perspectiva de ciudadanía se acompaña con un reforzamiento de las comunidades locales, relegitimando los Estados nacion y sus democracias, redefiniendo las formas de representación ciudadana y la necesaria reestructuración de la sociedad civil (Garreton, 2005).

Este panorama de cambios sociales y políticos se debe complementar con el debate acerca de la consolidación y transformación de las formas democráticas de gobierno, del papel renovado del sujeto en tanto ciudadano y de cómo se van gestando y redistribuyendo el crecimiento y el desarrollo económico.

En el caso de México, el Estado no sólo no asume sus obligaciones, sino que no las reconoce como tales ni como parte de su identidad. Además, no sostiene ni legitima al ciudadano en tanto que interlocutor válido. Son el mercado y la familia las instituciones en las que el Estado mexicano delega la necesidad de cuidar y proteger a un adulto mayor, al cual se estereotipa simultáneamente —según ya señalamos— desde el paradigma de la decrepitud y el deterioro. Es lo que Crouch (2003) ha denominado la "comercialización de la ciudadanía", lo que puede ser tomado también como situación de supervivencia desde las condiciones del mercado (Dahrendorf, 1997). De esta manera, se hacen presentes aspectos de un proceso de desciudadanización que se agudiza, obviamente, entre los grupos sociales más pobres y desprotegidos, por lo que el adulto mayor pierde marcos de referencia identitarios y de integración social, con extrema dificultad para que emerjan referentes sociales sustitutos.

 

Adultos mayores: la ausencia de un proyecto de ciudadanía social vs. un segmento con creciente influencia política

La exposición anterior parece indicar que el previsible ejercicio de la ciudadanía política de los adultos mayores en México está seriamente desfasado con respecto a diversos derechos sociales y culturales.

Muchos investigadores polemizan sobre si Marshall se refería a verdaderos derechos o a deberes del Estado "cuyo cumplimiento depende de la disponibilidad de recursos para la distribución de bienestar" (Freijeiro, 2008: 162). Sin embargo, no parece una cuestión resuelta ni en su caso ni en el de otros autores, pues se trata en definitiva de cómo y dónde poner una línea divisoria entre, por un lado, derechos civiles y políticos y derechos sociales, y por otro, de sostener que el conjunto de derechos difícilmente se puede distinguir y desagregar entre sí. Quizá la cuestión clave sea ofrecer continuidad a aquello que transforma a una sociedad en un espacio legítimo para proteger y cuidar de sus integrantes (Marshall y Bottomore, 1998).

Para Marshall (1965 y 1969) el Estado recauda y distribuye recursos entre sus ciudadanos, que son consumidores con relación a los derechos sociales y no actores, como lo son con relación a los derechos políticos. Si la apreciación del autor es correcta, hay dos sujetos que deben crearse: el ciudadano y el consumidor convencido —y demandante— de sus derechos. Para ello, es preciso que este último pueda legitimarse como sujeto de necesidades válidas, frente a las cuales se siente con derecho a reclamar.

En el caso mexicano consideramos que el sujeto de necesidad está desvalorizado y deslegitimado. El Estado no cree pertinente encargarse de derechos sociales, aunque aprecia —y requiere, ya que es un mecanismo fundamental de legitimación del régimen político— que sus ciudadanos voten (considerando por supuesto que hay un porcentaje importante de sufragantes entre los adultos mayores), pero no desde un lugar de ciudadanía, en tanto ejercicio pleno de derechos políticos en una democracia representativa; no como actores, en los términos de Marshall, sino desde una concepción de democracia elitista donde los procedimientos —elecciones limpias, periódicas y competitivas— permiten a los individuos, reducidos a una masa generalmente manipulable e incapaz de discriminar entre políticas, elegir una opción del mismo modo que se elige un producto en el mercado (Shumpeter, 1983); esto es: el Estado concibe a los ciudadanos como emisores de votos desprovistos de cualquier derecho de ciudadanía política más allá de lo procedimental.

De acuerdo con el modelo elitista, la racionalidad del ciudadano se modifica por completo partiendo de su escepticismo en torno a que "el pueblo" sea capaz de expresar una opinión racional y a que velará porque la misma sea puesta en práctica por los representantes que elige. Así, "el método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo" (Shumpeter, 1983: 343). La propuesta de este autor parte de que los consumidores —investidos como ciudadanos no participan en la selección de las políticas, quedan fuera de la discusión pública y sólo intervienen en tanto que eligen, a través del voto, a quienes tomarán las decisiones. Bajo este modelo, se establece una relación entre el representante y el representado basada en las teorías de la autorización, donde se concibe al primero como alguien que ha sido electo y por ende, autorizado para actuar, mientras que los segundos son responsables de las consecuencias de dichas acciones, como si las hubieran tomado ellos mismos (Pitkin, 1967). Esto es: para el enfoque elitista la representación es un proceso donde los representados tienen el poder de elegir a sus representantes, pero no de participar en la toma de decisiones. Formalmente, se trata de individuos sin derechos pero con obligaciones. Los representantes, dentro de su ámbito de competencia, toman las decisiones dejando a los ciudadanos sujetos a las mismas; estos últimos fungen más como clientes que como sujetos activos. Ahora bien, cuand se participa al margen "de los compromisos mutuos y recíprocos [...] que se dan entre los ciudadanos" (Maestre, 2000: 166), los incentivos para la cooperación al interior de la comunidad política no sólo no resultan suficientes sino que se vuelven irrelevantes, aun a pesar de que los esquemas de no cooperación conducen a equilibrios subóptimos.

De este modo, el ciudadano queda inmerso en una forma de contrato social en la que puede haber democracia sin participación y donde la participación implica una nueva forma de exclusión social (Klein y Ávila-Eggleton, 2011). Si, en términos de Arendt, los individuos se convierten en ciudadanos sólo al integrarse en el espacio público, reducir la política al ámbito del Estado implica, de facto, "la expulsión de los individuos de la esfera pública política" (Maestre, 2000: 166).

Esta reducción de la democracia y, por ende, del ciudadano, tiene sin duda un impacto en la participación electoral. Como se señala en la primera parte del texto, los votantes mayores tienen más vínculos con la sociedad, pero cabe preguntarse si tales relaciones no se establecen como un mecanismo de supervivencia ante un Estado que es, en el mejor de los casos, omiso. Desde otro enfoque: si para que votar sea una acción racional el ciudadano debe obtener beneficios tangibles derivados de la democracia, ¿cuáles otorga a este sujeto de necesidad, desvalorizado y deslegitimado, un Estado que no es capaz de garantizar sus derechos sociales?

Hemos comentado anteriormente que es el mercado, pero principalmente la familia, la institución en la que el Estado mexicano delega la necesidad de cuidar y proteger al adulto mayor, estereotipado simultáneamente desde el paradigma de la decrepitud y el deterioro. Crouch (2003) ha denominado a este fenómeno la "comercialización de la ciudadanía", lo que puede ser tomado también como situación de supervivencia desde las condiciones del mercado (Dahrendorf, 1997).

Sin embargo, las proyecciones demográficas y las tendencias electorales de los últimos años en México dan cuenta de que, en el corto plazo, la capacidad política del adulto mayor ya no podrá ser ignorada, lo que de una u otra manera hará que la percepción que el Estado tiene del mismo se modifique. Para 2020 alrededor de 12.1 por ciento de la población mexicana tendrá más de sesenta años. En el proceso electoral federal de 2012 el segmento de población con más alta participación fue el de sesenta a 69 años, con 73.84 por ciento, 11.76 puntos por arriba de la media nacional (62.08%); seguido por el de cincuenta a 59 años con una participación de 72.24 por ciento; y, en tercer lugar, el grupo de setenta a 79, con 69.48 por ciento (IFE, 2013). Las cifras hablan por sí mismas: no puede ignorarse la importancia que este grupo etario representa en términos electorales; el que los mexicanos de entre sesenta y 69 años sean los que más participan implica una exigencia del reconocimiento de sus derechos de ciudadanía y la satisfacción de demandas concretas. Los adultos mayores votan por mantener la democracia pero, también, para expresar su inconformidad y exigir respuestas a sus representantes.

En este contexto, un escenario probable será que el Estado comience a dar pasos hacia el reconocimiento y el otorgamiento de derechos sociales y civiles. En otras palabras: tendrá que asumir la ambigüedad del adulto mayor, que de actor político destituido de su condición civil y social, se transforma por efectos del envejecimiento poblacional en actor indiscutible de decisiones y orientaciones políticas. Una perspectiva optimista es que esta ambigüedad podría generar condiciones para beneficiar su ciudadanía social (Kymlicka y Norman, 1997). Es viable que el envejecimiento poblacional posibilite que los adultos mayores se transformen en un grupo de poder avalado y legitimado por el Estado; en tal sentido, un actor impredecible en la escena política, capaz de hacer reconocer sus intereses comunes (Mouffe, 1999).

Por otro lado, si la idea de Marshall de que en una democracia los miembros de la comunidad comparten diferentes concepciones sociales es correcta (Barbalet, 1988), cabe preguntarse si la entrada de la sociedad del envejecimiento al terreno electoral permitirá conservar concepciones colectivas compartidas sobre justicia, representación y política o si, por lo contrario, prevalecerá la fragmentación o la polisemia en el escenario político mexicano. Todo dependerá, quizá, de hasta qué punto el adulto mayor mantenga o fracture las formas tradicionales de representación y ciudadanía política.

Lo que se puede afirmar es que la sociedad del envejecimiento augura, casi seguramente, una agenda social y política que requerirá de cambios y nuevas perspectivas. Por lo pronto, es necesario tener en cuenta que el alto número de adultos mayores votantes en las elecciones de 2012 no revela una excepción ni una sorpresa, sino una tendencia que se acentuará en las siguientes décadas, cuando las personas de entre sesenta y ochenta años tendrán un peso decisivo en el rumbo político del país.

 

Consideraciones finales

Investigaciones futuras revelarán la tendencia y el tipo de voto que tendrá este grupo etario, cada vez más decisivo políticamente. Una posibilidad es que actúe como cliente del Estado, obediente al poder administrativo (Habermas, 2001). Otra será propugnar por una libertad de agenda (Sen, 1988) que incluya reivindicaciones varias y preocupaciones que la sociedad ha de resolver en el mismo tenor que los problemas ecológicos, las minorías étnicas y las varias desigualdades sociales, entre otros temas. Siguiendo a Rosales (1998), cabe preguntarse cuál será su capacidad de autonomía y presión política; o en otra perspectiva: si existirá un vaivén de tipo ambiguo entre el poder de emancipación y el efecto de manipulación, y si será homogéneo o circunstancial.

La pobre conciencia ciudadana del adulto mayor respecto de su capacidad de incidencia y cambio hacen suponer que probablemente llevará un tiempo hasta que este grupo etario deje de ser vulnerable. Por lo pronto, parece estar convencido de que su facultad de decisión se remite sólo a lo específicamente electoral, y mantiene la falsa creencia de que el ejercicio del voto agota la complejidad del proceso democrático, de la cuestión de la libertad individual y de la problemática de la justicia social (Held, 1991).

Habría que considerar, además, que es probable que los adultos mayores en México no voten sólo a partir de una ecuación de utilidad esperada (Downs, 1957), sino porque hayan encontrado esos otros beneficios derivados de votar en la búsqueda de constituirse como sujetos políticos, derecho que les ha sido escatimado y negado durante décadas.

Habría que plantearse igualmente cómo los procesos migratorios refuerzan estas dinámicas de una forma que era hasta hace poco tiempo impredecible. Según se indicó, parte del fenómeno migratorio es posible por la permanencia de los miembros más viejos cuidando a —o quizás siendo cuidados por— los más jóvenes. Dado el tipo de migración que se realiza y la edad de los migrantes, es factible que mientras una segunda generación emigra, una primera —de abuelos— y una tercera —de nietos— permanezca en el país. Ello implica una remodelación de las formas de transmisión generacional, tanto como una situación de ambigüedad en un doble sentido. Por un lado, teniendo en cuenta la estructura familiar, los mayores ocupan el doble de rol de abuelos y padres de los más pequeños. Por otro, se refuerzan tanto las identidades tradicionales de sacrificio y entrega como otras, que implican probablemente mayor capacidad de autonomía y proactividad. Dicho proceso —vincular e identitario— no puede sino incidir en un redimensionamiento fundamental del envejecimiento, no siempre previsto por la literatura académica.

Junto a estos factores políticos, migratorios, sociales y políticos es fundamental, asimismo, tener en cuenta que existe un cambio progresivo en el imaginario social que ya no estereotipa necesariamente al adulto mayor en un papel infantilizante y decrépito. En este sentido, creemos que una señal positiva de reciudadanización del adulto mayor se relaciona con la gradual consolidación de un nuevo modelo de la vejez que apunta a la calidad de vida. Se va imponiendo así la visión del adulto mayor como un sujeto lleno de potencialidades, más allá o en contra del proceso de envejecimiento. Ya no se trata del déficit y de la pérdida, sino de la oportunidad y de la capacidad de autonomía. Mientras que desde el paradigma de la vulnerabilidad el anciano está exiliado de lo social, desde la calidad de vida se le reubica como "adulto mayor" o de "tercera edad" en el centro de la esfera social y ciudadana (Ham, 2003; Arias, 2009; Bryant, Corbett y Kutner, 2001; cidec, 2009; Guzmán, Huenchuan y Montes de Oca, 2003; WHO, 2002).

Se puede concebir así al adulto mayor como una persona productiva, con plenas capacidades mentales, emocionales y corporales. Aquí interesan los procesos a través de los que puede llegar a ser y mantenerse autónomo, uno de los cuales es el ejercicio de sus derechos ciudadanos. Las políticas sociales no se enfocan, de esta manera, al desvalimiento o la vulnerabilidad, sino a fortalecer el empoderamiento y la ciudadanía. Ya no se habla de riesgo, sino de oportunidad; se cambia el pesimismo por el optimismo y se pasa de una perspectiva psicologista del envejecimiento a una sociologista de redes, grupos.

La pregunta entonces no es sólo qué hará con su poder de voto, sino qué le significarán los cambios identitarios y subjetivos de la ciudadanía política. La literatura consultada da por sentado de modo implícito que este sujeto político existe y se sostiene desde una ya larga tradición participativa y democrática en Europa y otros países. En el caso mexicano, atravesado por diferentes factores asociados con la transición demográfica y la historia peculiar del país, este sujeto político se está construyendo de forma paulatina y retrasada, lo que no deja de plantear un amplio abanico de conflictos, interrogantes y desigualdades.

 

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Notas

1 El dato exacto es diez millones 55 mil 379 adultos mayores.

2 En México, el artículo 3° de la Ley de los Derechos de las Personas Adultas Mayores establece que se consideran así aquellas personas con sesenta años de edad o más. Es importante señalar que, en otros países, el criterio para delimitar este grupo de edad son sesenta y cinco años y más e, incluso, setenta y más.

3 Para el primer quinquenio del siglo XXI (2000-2004) la esperanza de vida promedio al nacer en los países en desarrollo era de 63.4 años y se proyectaba que llegara a 73.1 hacia el 2050; para los países desarrollados, la esperanza de vida promedio al nacer era de 76 y se proyecta que alcance los 81 hacia mediados del siglo (CONAPO, 2004).

4 Desde la perspectiva de Downs (1957), un votante racional acudirá a las urnas sólo en tanto la balanza de pagos le reporte más beneficios que costos, ya que la decisión de votar está mediada por la probabilidad de afectar el resultado, los beneficios de que el candidato o partido deseado gane, el valor que se le da individual o colectivamente a la democracia y los costos de votar. En la medida en que aumenten las primeras tres categorías y la cuarta disminuya, será más probable que los ciudadanos voten. Este postulado lleva a lo que se conoce como la "paradoja de votar" —o de no hacerlo— ya que, bajo este supuesto, en el mundo real nunca sería racional acudir a las urnas.

5 La mayor parte de los adultos mayores forma parte de un hogar familiar: 43.4 por ciento cohabita en un hogar nuclear y 44.5 por ciento forma parte de un hogar ampliado y compuesto. La estructura de parentesco en los hogares nucleares indica que dos de cada tres (64.2%) son jefes del hogar, mientras que 34.6 por ciento son cónyuges; sólo 1.2 por ciento son hija(o). En tanto que en los hogares ampliados y compuestos la configuración del parentesco cambia y surgen otras figuras asociadas con las personas en edad avanzada, como es el caso de los abuelos o de la suegra(o), entre otros (INEGI, 2011a).

6 Uno de cada dos adultos mayores (51.7%) que cohabita en un hogar ampliado o compuesto es considerado como jefe del hogar; 18.9 por cierto es cónyuge del jefe; 13.5 por cierto es madre o padre del jefe; 6.1 por cierto son suegra(o); 9.1 por ciento tiene otro parentesco; y 0.7 por ciento no tiene lazos sanguíneos con el jefe del hogar (INEGI, 2010).

7 Aunada a ello, la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) (INEGI, 2012b) muestra que el 20.7 por ciento de los adultos mayores habita en viviendas donde el combustible para cocinar es carbón o leña, siendo esta la más común de las carencias por servicios básicos en sus viviendas; nueve por ciento no cuenta con drenaje conectado a la red pública o a una fosa séptica; 8.5 por ciento no cuenta con agua entubada dentro de la vivienda o dentro del terreno; y dada la cobertura casi universal de viviendas con servicios de electricidad, sólo el 0.9 por ciento no cuenta con electricidad.

8 La traducción es nuestra. En el original "Citizenship is a condition of civic equality. It consists of membership of a political comunity where all citizens can determine the terms of social cooperation on an equal basis. This status not only secures equal rights to the enojoyment of the collective godos provided by the political association but also involves equal duties to promote and sustain them -including the good of democratic citizenship itself".

9 Según Bottomore, la ciudadanía formal es el conjunto de derechos civiles, políticos y sociales que el ordenamiento jurídico de un país confiere a quienes han nacido en él o consiguen su nacionalidad; la ciudadanía sustantiva es la práctica efectiva, real, de los derechos que el ordenamiento jurídico otorga a los ciudadanos por ser miembros de pleno derecho de esa comunidad (Marshall y Bottomore, 1998).

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