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Diánoia

Print version ISSN 0185-2450

Diánoia vol.67 n.88 Ciudad de México May. 2022  Epub Nov 21, 2022

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2022.88.1832 

Artículos

Identidad personal, cualidad moral y conscientia en Leibniz

Personal Identity, Moral Quality and Conscientia in Leibniz

Roberto Casales García1 

1 Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, México. Correo electrónico: roberto.casales@upaep.mx


Resumen

En este trabajo distingo tres niveles constitutivos de la identidad en Leibniz -el lógico-ontológico, el orgánico-funcional y el personal- con la intención de esclarecer tanto su carácter fundamentalmente práctico como el papel que desempeña la conscientia en su constitución. Mientras que el primer nivel se refiere a la naturaleza individual de las mónadas y a su completud, el segundo nos remite a la unidad orgánico-funcional que posibilita el alma en relación con el tipo de percepciones y apetitos que posee y a la posibilidad de tener una conciencia fenoménica del mundo: en efecto, la unidad orgánica del viviente depende de que exista una mónada dominante o alma que subordine la función específica de cada uno de los órganos que constituyen su máquina. Por último, en el caso de los espíritus, Leibniz sostiene que poseen un tipo de conscientia de carácter reflexivo, el cual les permite dar cuenta no sólo de sus percepciones más destacadas, sino también de su ser y de su obrar.

Palabras clave: reflexión; apercepción; completud; máquinas naturales

Abstract

In this work, three constitutive levels of personal identity in Leibniz are distinguished -the logical -ontological, the organic-functional, and the personal- in order to clarify both its fundamentally practical nature and the role that conscientia plays in its constitution. While the first level concerns the monads’ individual nature and their completeness, the second refers to the organic-functional unity that the soul makes possible in living beings in relation to the type of perceptions and appetites it possesses and the possibility of having a phenomenal consciousness of the world: the organic unity of the living being, in effect, depends on the existence of a dominant monad or soul that subordinates the specific function of each of the organs that make up its machine. Finally, in the case of spirits, Leibniz maintains that they possess a type of conscientia of a reflective nature which allows them to account for their most prominent perceptions and as well as for their being and their actions.

Keywords: reflection; apperception; completeness; machines of nature

1. Introducción

Uno de los puntos medulares para comprender el desarrollo leibniziano de la noción de “identidad personal”, y en particular de la dimensión práctica que adopta en su obra de madurez, radica en analizar los distintos elementos lógicos, metafísicos y epistemológicos que se entrelazan sistemáticamente con esta noción.1 La noción de Leibniz de “identidad personal” presupone al menos tres niveles constitutivos que, al relacionarse de manera íntima, sustentan una teoría más robusta de la identidad que responde de forma directa a las objeciones de Locke en contra de una teoría sustantiva de la misma. Mientras que, para Locke, la unidad de la sustancia no es “lo que comprende toda clase de identidad” (Ensayo, II, XXVII, § 7), sino la determinación espacio-temporal de cada cosa en la existencia (Ensayo, II, XXVII, § 1), Leibniz sostiene que la clave para hablar tanto de la identidad como de la diversidad radica en un “principio interno de distinción” (NE II, 27, § 1, p. 263; GP V, 213), a saber, aquella unidad sustancial propia de las mónadas.

Así, aunque ambos autores concuerdan en que la identidad personal tiene que ver con la forma en la que el sujeto es consciente de sí, para el filósofo de Hannover esta conciencia reflexiva o conscientia,2 como la suele denominar, descansa en la identidad ontológica o real que hace del yo un determinado individuo en cuanto que, como sostiene en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain, “de acuerdo con el orden de las cosas, la identidad aparente a la persona misma, que se siente igual a sí misma, supone la identidad real en cada próximo paso acompañado de reflexión o de sentimiento del yo: pues una percepción íntima e inmediata no puede engañar naturalmente” (NE II, 27, § 10, p. 270; GP V, 218-219). Esto último también implica que ni la identidad personal ni la mera continuidad psicológica del individuo dependen por completo de la memoria, al menos en el mismo sentido en el que lo entiende Locke (Ensayo, II, XXVII, §§ 16-19), sino en un vínculo medio de conscientia que establece la relación entre la identidad personal y la real u ontológica (NE II, 27, § 10, p. 270; GP V, 219).3

Un análisis detallado de este vínculo medio de conscientia, que por razones de espacio dejo para otra investigación, nos remite a hablar de la naturaleza perceptual y apetitiva de las mónadas, en cuanto que es indispensable para comprender su naturaleza individual. Al emprender este análisis nos encontramos, por ende, con la taxonomía leibniziana de las mónadas, la cual nos lleva a distinguir entre las mónadas que sólo gozan de percepción y apetición, y aquellas que, al gozar de una mayor claridad y distinción, se elevan al plano de la sensación (Monadologie § 19; OFC II, p. 330; GP, VI, 610). Así, esta distinción nos conduce a formular un segundo nivel constitutivo de la identidad en la medida en que sienta las bases para hablar de la unidad orgánico-funcional de los vivientes: aquí la identidad se da en virtud del alma, la cual se entiende como forma sustancial (véase, por ejemplo, Communicata ex disputationibus cum Fardella, OFC II, p. 221; AA VI, 4B, 1670). En efecto, las almas poseen la peculiaridad de subordinar a otras mónadas, dotando al viviente de una estructura teleológica interna en virtud de la cual cada órgano, a pesar de tener una función específica, se articula y organiza en un todo unitario.4

A diferencia de las mónadas desnudas, cuyas percepciones y apetitos se encuentran en un estado de perpetuo aturdimiento, las almas poseen la cualidad de elevar algunas de sus percepciones al grado de la sensación, la memoria y, en algunos casos, la apercepción. Esta última constituye en particular un tipo de conciencia fenoménica, la cual les permite a algunos animales dar cuenta de sus impresiones sensibles más destacadas,5 como ocurre en el caso del jabalí que Leibniz menciona en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain:

Nos damos cuenta de muchas cosas en nosotros y fuera de nosotros que en principio no entendemos; pero cuando llegamos a tener ideas distintas, mediante el poder de reflexionar y de deducir verdades necesarias, entonces las entendemos. En este sentido las bestias no tienen entendimiento, aunque posean la facultad de apercibirse de las impresiones más destacables y distinguidas, al modo en que el jabalí advierte a una persona que le grita, y va derecho hacia dicha persona, aunque hasta entonces no había tenido de ella más que una percepción pura, pero confusa, como de todos los demás objetos que caían en su campo visual y cuyos rayos hieren su cristalino. (NE II, 21, § 5, 197; GP VI, 159)

Para Leibniz, la conciencia fenoménica que poseen las almas es, en efecto, indispensable no sólo para comprender la relación entre las impresiones sensibles que se captan a través de los órganos sensoriales del viviente y sus respectivas representaciones perceptuales, sino también para hablar de un tipo de identidad orgánico-sensorial que va más allá de la mera identidad ontológica. Sin embargo, este segundo nivel constitutivo de la identidad se distingue de la identidad personal en la medida en que ésta última presupone que el individuo, además de lo anterior, es capaz de tener actos reflexivos de conscientia que le permitan autoatribuirse su acción y, por ende, concebirse como agente moral.6 Con esto en mente, este trabajo busca analizar qué elementos de su propuesta filosófica constituyen cada uno de estos tres niveles constitutivos de la identidad con el fin de comprender cómo se articulan en la relación entre la conscientia y la identidad personal.

2. Identidad lógico-ontológica

El primer nivel constitutivo de la identidad nos remite tanto a la naturaleza individual de las mónadas, i.e., a su unidad sustancial, como a ciertos elementos de carácter lógico-epistemológico tales como su principio de la identidad de los indiscernibles y su teoría de la percepción. De acuerdo con su primera caracterización, las mónadas son “átomos de sustancia7 o “unidades reales” “absolutamente carentes de partes, que son las fuentes de las acciones y los primeros principios absolutos de la composición de las cosas y como los últimos elementos del análisis de las sustancias” (Système nouveau de la nature et de la communication des substances, OFC II, 245; GP IV, 482). Cada mónada, en palabras del hannoveriano, constituye una “sustancia verdaderamente una, única, sujeto primitivo de la vida y de la acción, dotada siempre de percepción y de apetición, que encierra en sí siempre, junto con lo que es, la tendencia a lo que será [en consecuencia siempre subsistente] para representar a cualquier otra cosa que exista en el futuro” (Double infinité chez Pascal et monade, OFC II, 275; Grua 554). Por lo tanto, las mónadas leibnizianas son entidades completas y dinámicas, cuya identidad se funda en su naturaleza individual.

¿Qué significa, sin embargo, que las mónadas sean sustancias simples que constituyen los “verdaderos átomos de la naturaleza” (Monadologie, § 3; OFC II, 328; GP, VI, 607)? ¿En qué sentido se dice que las mónadas son entidades completas, capaces de encerrar dentro de sí tanto su ser actual y pasado como la tendencia a lo que serán? Uno de los puntos clave para responder a estas interrogantes se encuentra en la noción leibniziana de completud, una noción de herencia suareciana que aparece en la obra de Leibniz desde su juventud, concretamente en su Disputatio Metaphysica de Principio Individui de 1663, donde el hannoveriano, además de rechazar la materia signata del aquinate y la haecceitas de Duns Escoto, sostiene que “todo individuo se individúa por toda su entidad” (Disputatio, OFC II, 4; AA VI, 1, 11). De ahí que las mónadas deban poseer “una noción tan acabada que sea suficiente para comprenderla y para hacer deducir de ella todos los predicados del sujeto al que esta noción es atribuida” (Discours de métaphysique, § 8, OFC II, 169; AA VI, 4B, 1540; véase también la Carta a Arnauld del 14 de julio de 1686, OFC XIV, 47, Finster 112).

Cuando hablamos de la individualidad en términos de completud, i.e., de su notio completa, nos referimos fundamentalmente a tres cosas: por un lado, a una completud lógico-veritativa, la cual se comprende en virtud de la teoría leibniziana de la verdad; por otro lado, a una completud dinámica, a través de la cual se conciben las mónadas como principios de acción y, por ende, como espontáneas; y, por último, a una completud existencial-expresiva, en virtud de la cual se concibe la individualidad de las mónadas en relación con su naturaleza expresiva, i.e., como “espejo vivo y perpetuo del universo” (Monadologie, § 56; OFC II, 336; GP VI, 616). Dado el primer sentido de completud, se dice que las mónadas son entidades completas, de naturaleza individual, en la medida en que, en palabras de Leibniz,

toda predicación verdadera tiene algún fundamento en la naturaleza de las cosas, y cuando una proposición no es idéntica, es decir, cuando el predicado no está comprendido de modo expreso en el sujeto, es preciso que esté comprendido virtualmente, y esto es lo que los filósofos llaman inesse. Así, es preciso que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de suerte que quien entendiese perfectamente la noción del sujeto juzgaría también que el predicado le pertenece. (Discours de métaphysique, § 8, OFC II, 168-169; AA VI, 4B, 1540)

En este sentido, la notio completa de una sustancia individual es “tal que a partir de ella se puede dar razón de todos los predicados del mismo sujeto al que puede atribuirse tal noción, entonces esa noción será la de la Sustancia individual, y viceversa” (Principium scientiae humanae, OFC II, 207; AA VI, 4A, 672). De acuerdo con esta connotación lógico-veritativa de la completud, sólo podemos decir que la atribución de un predicado P a un sujeto S es verdadera cuando la noción de P está incluida en la noción de S (De natura veritatis, contingentiae et indifferentiae atque de libertate et praedeterminatione, OFC II, 151; AA VI, 4B, 1515). Esto implica que la entidad completa, en opinión de Sánchez Rodríguez y Villanueva Fernández 2012 (p. 240), “no sólo posibilita que una cosa sea la que es, sino principalmente que una cosa sea la que únicamente ella es, de tal modo que, al menos en las cosas creadas, la esencia no se distingue realmente de la existencia”.

Puesto que todos los predicados que se le pueden atribuir a una sustancia pueden deducirse de su noción, de modo que cada mónada posee una notio completa que lo identifica como tal o cual individuo, se sigue que la noción de cada sustancia simple “contiene siempre trazos de lo que siempre ha sido y marcas de lo que siempre será” (Remarques sur la lettre de M. Arnauld, OFC XIV, 37; Finster 84). Esta consecuencia nos remite al segundo sentido de completud, el cual alude tanto a una continuidad temporal de las sustancias como a su naturaleza dinámica. Por un lado, la continuidad temporal garantiza la subsistencia de las mónadas en el tiempo, donde su pasado, presente y futuro mantienen una unidad. El sujeto del cambio, a pesar de todas las modificaciones que experimenta a lo largo del tiempo, conserva su individualidad en todo momento en cuanto que, como se afirma en el § 22 de su Monadologie, “así como todo estado presente de una sustancia simple es una consecuencia natural de su estado precedente, así también el presente está grávido del porvenir” (OFC II, 331; GP VI, 610).

Por otro lado, esta comprensión holística del individuo no sólo considera la totalidad de predicados pasados, presentes y futuros que se le pueden atribuir, sino también su naturaleza dinámica, i.e., la serie completa de modificaciones que surgen en su interior. Dado que “una sustancia no puede existir sin acción” (NE, Prefacio, 41; GP V, 46), como sostiene Leibniz en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain, se sigue que la notio completa de cada individuo “contiene todos sus fenómenos, de manera que nada podría sucederle que no le nazca de su propio fondo” (Carta a Arnauld fechada entre el 28 de noviembre y el 8 de diciembre de 1686, OFC XIV, 78; Finster 192). Para Leibniz, en efecto, toda mónada es una unidad primitiva de la acción que, según sus Principes de la nature et de la grâce fondés en raison,

no puede distinguirse de otra más que por las cualidades y acciones internas, las cuales no pueden ser sino sus percepciones (es decir, las representaciones en lo simple de lo compuesto o de lo que está fuera) y sus apeticiones (es decir, sus tendencias de una percepción a otra), que son los principios del cambio. Pues la simplicidad de la sustancia no obsta a la multiplicidad de las modificaciones que deben encontrarse juntas en esta misma sustancia simple y deben consistir en la variedad de las relaciones con las cosas que están fuera. Es como en un centro o punto, en el que, por simple que sea, se encuentra una infinidad de ángulos formados por las líneas que en él concurren. (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, § 2, OFC II, 344; Robinet I, 29)

Esto último nos permite sacar en limpio dos cosas: por un lado, que “todo lo que acontece en el alma y en cada sustancia es algo que se sigue de su noción y, por tanto, la idea misma o esencia del alma comporta que todas sus apariencias o percepciones deban surgirle (sponte) de su propia naturaleza” (Discours de métaphysique, § XXXIII, OFC II, 199; AA VI, 4B, 1582); por otro lado, que las mónadas son centros o puntos metafísicos cuya naturaleza individual envuelve tanto la serie completa de sus percepciones presentes, pasadas y futuras, como aquella tendencia o ley de la serie que garantiza su unidad sustancial (Essais de Theodicée, III, § 291, OFC X, 297; GP VI, 289). Mientras que lo primero implica que las mónadas “tienen en sí mismas cierta perfección (ἔχουσι τὸ ἐντελες) y una suficiencia (αὐτάρκεια) que las convierte en fuente de sus acciones internas y, por así decirlo, en autómatas incorpóreos” (Monadologie, § 18, OFC II, 330; GP VI, 609-610); lo segundo sienta las bases para articular su teoría de la percepción con su notio completa, y ésta con su noción de identidad personal.

Si tenemos ambas caracterizaciones en mente, descubrimos que tanto la noción de espontaneidad como la notio completa involucran un tercer sentido de completud a través del cual se hace referencia a la naturaleza expresiva8 de las mónadas y, en consecuencia, a su ser composible. En conformidad con este tercer sentido de completud, se dice que “toda sustancia es como un mundo entero y como un espejo de Dios o bien de todo el universo, que cada una expresa a su manera, de modo análogo a como una misma ciudad es diversamente representada según las diferentes situaciones de quien las contempla” (Discours de métaphysique, § 9, OFC II, 170; AA VI, 4B, 1542; véase también la Carta al Landgrave Ernst de febrero de 1686, OFC XIV, 4; Finster 4). De manera que las mónadas, más que entidades aisladas y carentes de relaciones, constituyen entidades relacionales cuya noción individual presupone su interconexión con la serie completa de individuos que componen el mundo (Primae veritates, Gredos 110; Couturat 521).

Si bien es cierto que en su Monadologie Leibniz afirma que “las mónadas no tienen en absoluto ventanas por las que pueda entrar o salir algo” (§ 7, OFC II, 328; GP VI, 607), caracterización que se corresponde con su noción de espontaneidad, también es cierto que esta espontaneidad o autosuficiencia sólo es posible en la medida en que las mónadas posean una naturaleza relacional o expresiva (Casales 2015, p. 210). Por esta razón podemos afirmar que cada mónada “es cosa en sí a fuerza de ser para Otro” (Duque 1995, p. 299). A partir de estos tres sentidos de completud se sigue, por último, que “en la naturaleza no se puedan dar dos cosas singulares que difieran sólo en número” (Rovira 103; AA VI, 4B, 1645), tal y como sostiene en sus Principia logico-metaphysica de 1689, lo cual no sólo significa que “no hay dos individuos indiscernibles”, sino también que “proponer dos cosas indiscernibles es proponer la misma cosa bajo dos nombres” (Cuarto escrito de Leibniz a Clarke fechado el 2 de junio de 1716, OFC XVIII, 248; Klopp XI, 104-105). Si al comparar las cualidades específicas de dos individuos encontramos que todo lo que se puede predicar de uno se puede predicar en la misma medida del otro, debemos concluir que ambos son indiscernibles y que, por lo tanto, no estamos ante dos individuos distintos, sino ante uno solo, al cual le llamamos de dos formas distintas. Esto significa, en efecto, que sólo hay individuación bajo el supuesto de que cada uno es discernible del otro, tal y como señala el filósofo en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain:

El principio de individuación equivale en los individuos al principio de distinción que acabo de mencionar. Si dos individuos fuesen perfectamente semejantes, iguales, y, en una palabra, indistinguibles por sí mismos, no habría principio de individuación; me atrevo a decir incluso que entonces no habría distinción individual, o individuos diferentes, en ese supuesto. Por eso es que la noción de los átomos es quimérica, y surge tan sólo de las incompletas concepciones humanas. Pues si hubiera átomos, es decir, cuerpos perfectamente duros y perfectamente inalterables, o incapaces de cambio interno, y que no pudiesen diferir entre sí más que en el tamaño y en la figura, es evidente que, al ser posible que tuviesen la misma figura y tamaño, en ese caso serían también indistinguibles en sí, y no podrían ser distinguidos más que en función de denominaciones exteriores sin fundamento interno, lo que va contra los principales principios de la razón. Mas la verdad consiste en que todo cuerpo es alterable e incluso está actualmente alterado siempre, de manera que difiere de otro en sí mismo. Recuerdo que una gran princesa de espíritu sublime, dijo un día paseándose por su jardín que no creía que existiesen dos hojas totalmente similares. Un sabio gentilhombre, que era de la comitiva, pensó que sería fácil encontrarlas; pero, aunque buscó mucho, se pudo convencer por sus propios ojos que siempre resultaba posible encontrar alguna diferencia. Mediante estas consideraciones, tan poco apreciadas hoy en día, se ve hasta qué punto la filosofía está alejada de las nociones naturales, y cómo se ha distanciado de los grandes principios de la metafísica verdadera. (NE II, 27, § 3, 264; GP V, 214)

Sin embargo, estas cualidades aluden no sólo a cualidades puramente externas de las cosas, sino también, como señala Rodríguez-Pereyra 2012 (pp. 145-147), a cualidades intrínsecas, como ocurre cuando distinguimos dos objetos en virtud de sus relaciones con otras entidades. De ahí que, como sostiene en el § 9 de su Monadologie, “nunca se dan en la naturaleza dos seres que sean perfectamente iguales el uno al otro, y en los que no sea posible hallar una diferencia interna o fundada en una denominación intrínseca” (OFC II, 329; GP VI, 608). Más allá de si éste es un principio necesario o contingente, uno de los temas centrales en las discusiones contemporáneas al respecto (véanse, por ejemplo, Jorati 2017; Ruiz-Gómez 2017 y Rodríguez-Pereyra 2014), queda claro que el principio de la identidad de los indiscernibles desempeña un papel fundamental para articular este primer nivel constitutivo de la identidad, tema que, sin embargo, reservo para un estudio posterior.

3. Identidad orgánico-sensorial

Mientras que la identidad ontológica o real de las mónadas consiste en su naturaleza individual, “cuya realidad reside en la armonía de los percipientes consigo mismos (según tiempos diversos) y con los demás percipientes” (Carta a De Volder del 30 de junio de 1704, OFC XVIB, 1225; GP II, 270), tal como se aprecia en su correspondencia con De Volder, el segundo nivel constitutivo de la identidad presupone la estructura orgánico-sensorial del viviente y, por lo tanto, la capacidad del alma para que tal o cual máquina se conserve siempre como la misma, ya que, como se observa en un escrito a Foucher anterior a 1695, “si los animales no son simples máquinas, cabe creer que su generación, así como su corrupción aparente, no son más que simples transformaciones de un mismo animal” (Leibniz a Foucher, OFC VIII, 406; GP I, 391). Me refiero, en principio, a la unidad constitutiva del viviente que hace que la totalidad de los órganos que componen el cuerpo se articulen en relación con la naturaleza perceptual y apetitiva de su mónada dominante o alma, como se aprecia en la caracterización que ofrece el hannoveriano de la sensación tanto en el § 25 de su Monadologie, como en el § 4 de sus Principes de la nature et de la grâce fondés en raison:

Vemos también que la naturaleza ha dado percepciones destacadas a los animales, por el cuidado que ha puesto en dotarlos de órganos que reúnen varios rayos de luz o muchas ondulaciones del aire, para que por esa reunión sean más eficaces. Algo similar ocurre con el olor, con el gusto y con el tacto, y quizá también con otros muchos sentidos que nos son desconocidos. (Monadologie, § 25, OFC II, 331; GP VI, 611)

Y:

Cada mónada, con un cuerpo particular, forma una sustancia viva. Así, no sólo hay vida por doquier, unida a los miembros u órganos, sino que también hay una infinidad de grados en las mónadas, al dominar más o menos unas sobre las otras. Pero cuando la mónada tiene órganos tan ajustados que mediante ellos hay relieve y distinción en las impresiones que reciben y, por consiguiente, en las percepciones que las representan (como, por ejemplo, cuando, mediante la figura de los humores de los ojos, se concentran los rayos de la luz y actúan con más fuerza), puede llegarse hasta el sentimiento, es decir, hasta una percepción acompañada de memoria; o sea, una percepción de la que durante largo tiempo perdura un cierto eco para dejarse oír ocasionalmente; y a ese viviente se le llama animal, así como a su mónada se le llama alma. (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, § 4, OFC II, 345; Robinet I, 33-35)

Mientras que en el primer pasaje la sensación se caracteriza en función de la relación entre las percepciones más destacadas de un viviente y la estructura orgánica de los órganos sensoriales a través de los cuales es posible obtener impresiones sensibles con mayor fuerza y eficacia, en el segundo Leibniz nos habla de dos cosas. En primer lugar, de la relación de subordinación que hay entre los distintos tipos de mónadas que componen al viviente, a partir de la cual se concibe al alma como una mónada central o dominante que garantiza el vínculo sustancial (Carta a De Volder del 20 de junio de 1703, OFC XVI B, 1200; GP II, 252). En segundo lugar, de la correlación entre el relieve y la distinción de las impresiones sensibles, y la claridad y la distinción de las percepciones que las representan, cuya fuerza las hace susceptibles de ser almacenadas en la memoria de modo que el percipiente pueda reproducirlas de manera ocasional. En ambos casos se presupone una armonía establecida entre el cuerpo y el alma en virtud de la cual la fuerza o relieve de mis impresiones sensibles se corresponde con la claridad y distinción de sus correspondientes representaciones mentales (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, § 3, OFC II, 345; Robinet I, 33).

Para que las percepciones puedan elevarse al plano de la sensación y de la memoria, que es lo que distingue a las almas de las mónadas simples, es necesario que no todas las percepciones de esa mónada dominante sean confusas, sino que algunas de éstas posean la suficiente fuerza mental o relieve como para captar la atención del viviente y, en consecuencia, sean apercibidas sensiblemente (Barth 2011a, p. 40). Sin embargo, hay que considerar que un mayor grado de distinción en nuestra percepción, si bien basta para que ésta se eleve al grado de la sensación (Specimen inventorum admirandis naturae generalis arcanis, AA VI, 4B, 1625), no es condición suficiente para que sea apercibida, como sostiene Jorgensen 2009 (p. 242) en una primera aproximación al problema de la apercepción. En mi opinión, eso significa que, para que una sensación sea apercibida, es necesario que la sensación cumpla con dos condiciones más: por un lado, que posea la distinción indispensable para generar una disposición habitual, cosa que sólo es posible por mediación de cierto tipo de memoria reproductiva y, por otro lado, que esa disposición sea capaz de atrapar nuestra atención.

Respecto a la memoria observamos que nuestro filósofo distingue tres tipos de memoria: una memoria virtual u ontológica que garantiza la continuidad del flujo de percepciones del percipiente en cuanto que en ésta se conservan los trazos o huellas de nuestras percepciones pasadas,9 la reminiscencia, cuya función consiste en “reproducir” aquellas sensaciones previas (NE I, 1, § 5, 74; GP V, 73) sin que el objeto vuelva a estar presente (NE II, 19, § 1, 183; GP V, 147), y el recuerdo o souvenir, mediante el cual el sujeto de la acción no sólo repara en la existencia del objeto externo de nuestra sensación, sino también en su propio ser y obrar (Discours de métaphysique, § 34, OFC II, 200; AA VI, 4B, 1584). A pesar de que el primer tipo de memoria establece un nexo con el primer nivel constitutivo de la identidad y que sin este tipo de memoria las almas y los espíritus no podrían revivir sus recuerdos, como se aprecia en la correspondencia con Arnauld (Carta a Arnauld del 14 de julio de 1686, OFC XIV, 62; Finster 150), está claro que ésta, al presentarse en toda mónada en general sin importar si sus percepciones son totalmente confusas o si se elevan al grado de la sensación, no se relaciona con la apercepción sensible o conciencia fenoménica y, por lo tanto, tampoco con este segundo tipo de identidad.

Algo distinto ocurre con el recuerdo o souvenir, ya que este tipo de memoria presupone que el sujeto sea capaz de reflexionar, lo que Leibniz reserva para el caso específico de los espíritus. Así, puesto que el hannoveriano reconoce que los animales no humanos también gozan de apercepción sensible, al mismo tiempo que les niega la capacidad de reflexionar, rehusándoles con ello la capacidad de recordar, se sigue que el tipo de memoria que asocia de manera prioritaria con la sensación es la reminiscencia porque ésta permite al sujeto repetir la sensación “con su contenido intencional original, sin que el objeto intencional esté presente” (Jorgensen 2011, p. 897). En consecuencia, para que una sensación sea apercibida es necesario que posea la fuerza mental suficiente como para producir “de golpe el efecto de un hábito prolongado o de muchas percepciones medianas reiteradas” (Monadologie, § 27, OFC II, 331; GP VI, 611), de modo que el alma pueda reparar en su contenido.

Dado este hábito, la reminiscencia, entendida como un tipo de memoria reproductiva, “proporciona a las almas una especie de consecución que imita a la razón” (Monadologie, § 26, OFC II, 331; GP VI, 611) en la medida en que permite establecer una conexión entre los fenómenos percibidos más destacados, tal y como se observa en el § 65 de los Essais de Theodicée (OFC X, pp. 80-81; GP VI, 87; véase también Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, § 5, OFC II, 346; Robinet I, 39). No obstante, esto último sólo es posible cuando la sensación se acompaña de cierto tipo de atención que, en cuanto apetito o tendencia cognitiva (Barth 2014, p. 348), permite al viviente reparar en el contenido de sus percepciones. En este sentido, la atención se introduce como una tercera condición de la apercepción sensible o fenoménica, la cual concuerda con la caracterización de la sensación en un breve opúsculo de 1710, según el cual “la sensación es la percepción que encierra algo de distinto y va unida con la atención y la memoria” (Materia in se sumta seu nuda…, Methodus Vitae I, 135; GP VII, 330).

En concordancia con esta última caracterización, se sigue que sólo podemos hablar de sensación y de apercepción sensible cuando el percipiente, además de percepciones distintas y de reminiscencia, tiene la capacidad de atender, sea voluntaria o involuntariamente, sus sensaciones, pues, en palabras de Leibniz, “siempre hay objetos que llaman la atención de nuestra vista o de nuestro oído, y por lo tanto afectan también a nuestra alma, sin que nos demos cuenta, porque nuestra atención está absorta en otros objetos, y ello es así hasta que el objeto sea capaz de atraerse su atención, redoblando su actividad o por cualquier otro medio” (NE II, 1, § 14, 119; GP V, 105). Pero, ¿en qué sentido se relacionan el alma, la sensación y este tipo de conciencia fenoménica con el tema de la identidad? Y si es que se relacionan, ¿qué tipo de identidad presuponen?

Si bien es cierto que nuestro autor sostiene que “toda sustancia tiene dentro de sí cierta operación” (De mundo praesenti, OFC II, 143; AA VI, 4B, 1507), en el § 15 de su Discours de métaphysique sostiene que “la acción de una sustancia finita sobre otra únicamente consiste en el aumento del grado de su expresión, unido a la disminución de la expresión de la otra, en la medida en que Dios las obliga a acomodarse entre sí” (OFC II, 178; AA VI, 4B, 1553). Esto es fundamental para entender el tipo de vínculo que mantiene el alma con las demás sustancias que constituyen su cuerpo porque, en cuanto mónada, el alma tiene mayor capacidad de acción gracias a que tiene algunas percepciones distintas que se elevan al grado de la sensación, pues, como se sostiene en la Monadologie, “atribuimos acción a la mónada en tanto que tiene percepciones distintas, y pasión en tanto que las tiene confusas” (§ 49, OFC II, 335; GP VI, 615). Algo semejante se observa en el § 66 de la Primera Parte de los Essais de Theodicée, donde se especifica que “cada (sustancia) tiene que obrar sobre la otra en la medida de su perfección” (OFC X, 134; GP VI, 139). A partir de esto se infiere que cuanta mayor perfección posee un alma mayor capacidad de acción tiene, de modo que su capacidad para influir en las demás también es mayor, pues “una criatura es más perfecta que otra cuando se encuentra en ella lo que sirve para dar razón a priori de lo que acontece en la otra; por eso decimos que actúa sobre la otra” (Monadologie, § 50, OFC II, 335; GP VI, 615).

Esto mismo se puede decir respecto de las almas que, además de tener percepciones suficientemente distintas poseen la capacidad de apercibir algunas de sus sensaciones más destacadas, como ocurre en el caso del jabalí mencionado antes. Cuanto mayor sea su capacidad de apercibir algunas de sus percepciones más destacadas, mayor capacidad de acción e influjo tendrá el alma del viviente, y logrará un dominio mayor sobre cada uno de los órganos que componen su máquina. Esto último cobra mayor fuerza cuando hablamos de la indestructibilidad de las almas, según la cual el viviente tiene un carácter subsistente con la que la generación y la corrupción del viviente se entienden sólo como cierto tipo de “desenvolvimiento o envolvimiento, aumentos o disminuciones de animales ya formados y siempre subsistentes en vida, aunque con diferentes grados de sensibilidad” (Système nouveau pour expliquer la nature des substances et leur communication entre elles, aussi bien que l’union de l’ame avec le corps, OFC II, 235; GP IV, 474; véase también Essais de Theodicée, I, § 90, OFC X, 150; GP VI, 152).

La consecuencia de esto último es, según el § 77 de su Monadologie, “que no sólo el alma (espejo de un universo indestructible) es indestructible, sino también que el animal mismo, aunque su máquina a menudo perezca en parte y pierda o adquiera despojos orgánicos” (OFC II, 339; GP VI, 620), y que, por lo tanto, “no hay metempsícosis, sino metamorfosis”, en la que “los animales cambian, toman y dejan sólo partes, lo cual ocurre poco a poco y por pequeñas partículas insensibles, pero continuamente, en la nutrición; y de un solo golpe, de manera notable, aunque raramente, en la concepción y en la muerte, que les hace adquirir o perder mucho de una vez” (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, § 6, OFC II, 347; Robinet I, 45). Esto último significa que, aunque el animal se envuelva, comprima y concentre al morir, adquiriendo un estado de perpetuo aturdimiento en el que su alma no puede distinguir ninguna de sus percepciones (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, § 12, OFC II, 349; Robinet I, 53), pues se trata sólo de una muerte aparente, “su forma sustancial continúa existiendo y garantiza la identidad y unidad del cuerpo orgánico” (Roinila 2016, p. 249).

4. Identidad personal y conscientia

El tipo de conciencia fenoménica o apercepción sensible que se descubre al analizar la identidad orgánico-sensorial del viviente alcanza un grado mayor de complejidad en el caso de los espíritus, cuya naturaleza reflexiva y racional les permite no sólo dar cuenta del contenido de sus percepciones, sino también de sí mismos como percipientes. Los espíritus, en efecto, además de apercepción sensible gozan de conciencia reflexiva o conscientia, entendida como “la reflexión sobre una acción, o la memoria de una acción que reconocemos como nuestra” que “incluye la verdadera sustancia misma, o sea, al yo” (Table de Définitions, Methodus Vitae III, 70; Couturat 495). Según esta primera definición, la conscientia es el acto reflexivo o recuerdo (souvenir) que acompaña a algunas acciones internas de los espíritus (NE 272; GP V, 220-221; véase también Jorgensen 2011, p. 901 y ss.), a partir de lo cual les es posible conocer su ser y su obrar, en cuanto que:

el alma inteligente, conociendo lo que es ella, y pudiendo decir ese YO, que dice mucho, no sólo permanece y subsiste en sentido metafísico mucho más que las demás cosas, sino que además permanece la misma en sentido moral y constituye el mismo personaje. Es el recuerdo y el conocimiento de ese yo lo que la hace susceptible de castigo y recompensa. (Discours de métaphysique, § 34, OFC II, 200; AA VI, 4B, 1584)

Mientras que la apercepción sensible es un acto de primer orden que acompaña a ciertas sensaciones, la conscientia es un acto reflexivo de segundo orden que acompaña sólo a algunas de las sensaciones apercibidas. Así, para Leibniz los espíritus no tienen conscientia de todas sus acciones, lo cual se demuestra de la siguiente forma: si los espíritus fueran conscientes de todos sus actos, eso implicaría que, para cada reflexión, habría a su vez otra reflexión, de manera que caeríamos en una regresión al infinito que impediría el progreso hacia nuevos pensamientos (Barth 2011b, p. 223; véase también GP VI, 600).10 A pesar de esto, los espíritus “siempre son conscientes de sus pensamientos de forma tal que, si alguien nos dirige, o si nosotros mismos nos dirigimos hacia nuestros pensamientos precedentes, sabríamos que los tuvimos” (Reflexio, AA VI, 4B, 1471; la traducción es mía). Ya sea que la reflexión sea motivada por una causa externa o por una causa interna (Barth 2011b, pp. 226-227), los actos reflexivos de la conscientia son indispensables para hablar de nuestra identidad personal porque ésta nos permite atender aquello que hay en nuestro interior.

Como acto reflexivo de la memoria, la conscientia consiste en la atención que prestamos a lo que hay en nosotros, incluidas las ideas innatas (Kulstad 1981, pp. 33-34); de modo que, así como “somos, por así decirlo, innatos a nosotros mismos”, asimismo “las ideas y las verdades nos son innatas, en tanto inclinaciones, disposiciones, hábitos o virtualidades naturales” (NE, Prefacio, 40; GP V, 45). Todo esto implica que los espíritus no sólo atienden el contenido específico de sus actos perceptuales como en el caso de la conciencia fenoménica, sino que también son capaces de autoatribuirse la causalidad de esos actos. A partir de esto se siguen dos cosas: por un lado, que algunas de sus acciones internas, además de ser espontáneas, son libres y, por ende, intencionales; por otro lado, que los espíritus, en cuanto que son sujetos de la acción, pueden concebirse como agentes morales (Barth 2011b, p. 229; véase también Jorgensen 2011, p. 902). En palabras de Leibniz, a través de la conscientia “no sólo me represento mi acción, sino que también pienso que es mía o que soy yo quien hace o ha hecho esta acción” (Carta a Burnett del 2 de agosto de 1704, GP III, 299; la traducción es mía. Véase también Monadologie, § 30, OFC II, p. 332; GP VI, 612).

Dado que sólo las sustancias racionales poseen este tipo de actos reflexivos de la conscientia, se sigue que sólo los espíritus pueden imputarse la causalidad de sus actos, lo cual es indispensable no sólo para asumirse como agentes morales, sino también para conformar, en virtud de esa agencia, su identidad personal. A diferencia de las meras almas, cuya causalidad se orienta de acuerdo con sus instintos y sus asociaciones empíricas (NE II, 33, § 18, 312; GP V, 252), los espíritus son capaces de orientar libremente sus acciones y, por ello, de determinarse a actuar en conformidad con su razón, eligiendo aquello que, tras una deliberación, se les presenta como el mayor bien aparente (De libertate a necessitate in eligendo, OFC II, 135; AA VI, 4B, 1450). De ahí que, en opinión de Salas 2009 (p. 54), sólo los espíritus sean capaces de concebir su propia existencia “como una serie de actos emergentes que responden a una decisión del agente”. Gracias a esto podemos hacer justicia al carácter práctico que Leibniz asocia de manera constante con su noción de identidad personal, como se aprecia en el § 89 de sus Essais de Theodicée cuando el filósofo distingue entre la inmortalidad de los espíritus y la indestructibilidad de las demás mónadas:

Sennert y Sperling no se han atrevido a admitir la subsistencia y la indestructibilidad de las almas de las bestias o de otras formas primitivas, aunque las reconozcan como indivisibles e inmateriales. Pero es que ellos confunden la indestructibilidad con la inmortalidad, por la que se entiende que en el hombre no sólo subsiste el alma sino también la personalidad; o sea, al decir que el alma del hombre es inmortal, se hace subsistir lo que hace que sea la misma persona, la cual guarda sus cualidades morales, al conservar la conscientia o el sentimiento reflexivo interno de lo que ella es, y esto la hace capaz de castigo y recompensa. (OFC X, 148; GP VI, 151)

A pesar de que las mónadas simples y las almas poseen una identidad propia, tal como se sugirió al hablar de los dos niveles anteriores de la identidad, sólo los espíritus se encuentran, por poseer este tipo de conscientia o sentimiento reflexivo, en un tercer nivel de la identidad, el cual depende por completo de su cualidad moral. En efecto, para Leibniz la cualidad moral es la “cualidad por la que un hombre difiere de otro” (Persona. Paraphrasis ad Vallam, OFC II, 107; AA VI, 4C, 2540), tal como sostiene en su paráfrasis de Lorenzo Valla. De ahí que, de acuerdo con nuestro autor, “un solo espíritu vale por todo un mundo, pues no sólo lo expresa, sino que también lo conoce y se gobierna a sí mismo a la manera de Dios” (Discours de métaphysique, § 36, OFC II, 202; AA VI, 4B, 1586), en cuanto que este último ha “ordenado todo de modo que los espíritus no solamente puedan vivir siempre, lo cual es imposible que deje de suceder, sino que también conserven siempre su cualidad moral, a fin de que su ciudad no pierda ninguna persona, lo mismo que el mundo no pierde ninguna sustancia” (Discours de métaphysique, § 36, OFC II, 202; AA VI, 4B, 1587).

Curiosamente, la noción de cualidad moral es una de las pocas nociones que Leibniz conserva desde su juventud, aunque pocas veces le dedica tiempo para definirla o estudiarla. Así, en su Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae de 1667, uno de sus primeros escritos de jurisprudencia, sostiene que las causas de la cualidad moral son “la naturaleza y la acción. La naturaleza es causa de libertad, de facultad, y de la correspondiente obligación de no impedir nada al otro. La acción es la causa de potestad en la persona que actúa, para hacer algo en sí misma o para padecer por sus cosas; y entraña posesión, injusticia o pacto” (AA VI, 1, 303). La cualidad moral del individuo y, por lo tanto, su identidad personal, o al menos lo que se entiende por ésta en un sentido práctico, dependen justo de la relación entre la naturaleza racional y reflexiva de los espíritus y su potestad o potentia agendi para actuar intencionalmente (Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae, AA VI, 1, 301).

5. Conclusiones

Aun a riesgo de caer en simplificaciones, la serie de temas y detalles que surgen en relación con lo que de manera usual se conoce como “el problema de la identidad personal” pueden reducirse razonablemente, según Alejandro Vigo 1993 (p. 271), a dos tipos de cuestiones fundamentales: por un lado, a todas aquellas que “apuntan a las notas constitutivas esenciales -tanto descriptivas como normativas- de las entidades denominadas personas y a las condiciones de posibilidad de su identidad en el tiempo”; por otro, a todas las cuestiones de (re)identificación que “apuntan, en cambio, al establecimiento de los criterios básicos para distinguir individuos de la clase de las personas de otros individuos de la misma clase, y para reidentificar individuos como las mismas personas en contextos de aparición diferentes, separados temporalmente” (Vigo 1993, p. 272). Aunque ambas cuestiones se relacionan entre sí de diversos modos, es importante tomar en cuenta esta distinción metodológica, ya que, como señala el mismo autor, “según se oriente básicamente en uno u otro tipo de cuestiones, muy diferente podrá ser el diseño y contenido de una teoría de la identidad personal” (Vigo 1993, p. 272).

En mi opinión, muchos de los que han abordado esta problemática (por ejemplo, Schefler 1976; Vailati 1985 o Wilson 1999) se han centrado sólo en el segundo tipo de cuestiones, que son las que Leibniz aborda de forma más acusada en sus Nouveaux essais sur l’entendement humain. Sin embargo, en el caso específico de esta investigación la distinción entre los tres niveles constitutivos de la identidad en Leibniz responde de forma fundamental al primer tipo de cuestiones. Gracias a ello podemos no sólo distinguir la identidad personal de cualquier otro tipo de identidad, sino también hacer énfasis en su carácter prioritariamente práctico, así como también subrayar el papel que desempeña tanto la naturaleza racional y reflexiva de los espíritus en la constitución de su identidad personal. De la misma forma, y a modo de conclusión, la distinción entre estos tres niveles constitutivos de la identidad nos permite establecer la continuidad entre la identidad personal y los dos niveles constitutivos previos, sin la cual es muy difícil comprender qué entiende Leibniz por ese vínculo medio de conscientia que garantiza la relación entre la cualidad moral del agente y su identidad ontológica o real.

Lo anterior se debe a que la identidad personal, además de suponer el carácter reflexivo y práctico específico de los espíritus, supone también todo lo que se ha mencionado sobre el segundo nivel constitutivo de la identidad, y éste, a su vez, todo lo que se encuentre en el primero, aunque esto no vale en el sentido inverso: las simples mónadas sólo gozan de una identidad ontológica y real, mas no de una orgánico-sensorial, mientras que los vivientes poseen esa estructura orgánico-funcio​nal, mas no una identidad personal (lo cual implicaría decir que son agentes morales). En este sentido, sólo los espíritus poseen una cualidad moral y, por lo tanto, una identidad práctico-personal: las teorías que se centran sólo en el segundo tipo de cuestiones tienden por ello a olvidar esto por completo (o a lo sumo lo mencionan como algo secundario y no como lo constitutivo de la identidad personal).

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1 En este sentido, el presente trabajo de investigación se reconoce deudor de lo que Sánchez Rodríguez y Villanueva Fernández 2011 desarrollaron a este respecto al estudiar la correspondencia de Leibniz con Arnauld. En opinión de ambos autores, “la unidad de mis diversos estados en el espacio-tiempo sólo puede ser asegurada si suponemos que existe una «misma sustancia individual» (fundamento metafísico), que ofrezca una razón a priori por la que pueda decirse verdaderamente que nosotros permanecemos en nuestros diversos estados y atributos (fundamento gnoseológico-trascendental), es decir, que tales estados y atributos pueden ser considerados como predicados que inhieren en un mismo sujeto (fundamento lógico)” (p. 16). Sin embargo, al situar esta primera aproximación en el marco de la filosofía de Leibniz de 1686 se deja de lado la caracterización práctica que la noción de identidad personal adopta en su obra de madurez, y en la cual el hannoveriano asocia esta noción con la cualidad moral del individuo.

2Utilizo el término conscientia no sólo para respetar el término de Leibniz, sino también para enfatizar la distinción que él mismo traza entre la mera apercepción sensible, que Barth 2014 caracteriza como conciencia fenoménica, y la conciencia reflexiva que es propia de los espíritus. Tal y como pretendo demostrar a lo largo del texto, mientras que la primera se asocia con el segundo nivel constitutivo de la identidad como algo que distingue el alma de cierto tipo de vivientes, la conscientia se presenta como un rasgo fundamental de los espíritus que no sólo pueden dar cuenta de algunas de sus percepciones, sino también de su propio ser y obrar.

3Algunos de los estudios especializados sobre esta temática encuentran dificultades serias al momento de establecer la relación entre la identidad personal y la real u ontológica, ya sea porque sostienen que el hannoveriano no da argumentos convincentes para oponerse a una continuidad psicológica fundada en la memoria, como sostiene Scheffler 1976 (pp. 224-225), o ya sea porque señalan una aparente inconsistencia al identificar la sustancia espiritual con la persona y sostener, de manera simultánea, la posibilidad de alterar esta última preservando la misma identidad personal, tal y como afirma Wilson 1999 (pp. 135-138). Sin embargo, estas dificultades se pueden matizar si consideramos la distinción entre cada uno de estos niveles constitutivos de la identidad y concebimos la identidad ontológica o real como algo que subyace en la identidad personal y no como algo que es equivalente. Una postura semejante es la que se encuentra en Vailati 1985 (p. 43).

4El alma para Leibniz, tal y como he señalado en otro texto (Casales 2018b, pp. 468-469), al articular la pluralidad de sustancias que entran en el compuesto dota de unidad al viviente. Se trata, pues, de un principio de unidad que garantiza que, incluso cuando el cuerpo del viviente sufre cambios, “envolvimientos y disminuciones” (Monadologie, § 73; OFC II, 339; GP VI, 619), el organismo se conserva: “una máquina natural sigue siendo máquina hasta en sus mínimas partes, y todavía más, sigue siendo siempre esa misma máquina que ha sido, transformándose únicamente por los diferentes pliegues que adopta, unas veces extendida, otras replegada y como concentrada cuando creemos que ha desaparecido” (Système nouveau de la nature et de la communication des substances, OFC II, 244-245; GP IV, 482).

5A diferencia de lo que sostienen autores como McRae 1978 (p. 30), Beleval 1976 (p. 143) y Näert 1961 (p. 37), a saber, que la apercepción es exclusiva de los espíritus, con lo que identifican apercepción y conscientia, en el presente trabajo, además de señalar la diferencia entre ambos tipos de conciencia, defenderé que, si bien es cierto que no poseen actos reflexivos y, en consecuencia, una conscientia de su ser y de su obrar, los animales son capaces de apercibir algunas de sus sensaciones más destacadas, como también defienden autores como Barth 2014 (p. 346) y Kulstad 1981 (pp. 33 y ss.).

6Tal como sugerí en otro lado (Casales 2018a), la capacidad para autoatribuirse la causalidad de nuestros actos es condición de posibilidad para hablar de intencionalidad y, en consecuencia, para articular una concepción de la agencia moral. Esto mismo, que vale para cualquier teoría de la acción, se ve también en el caso del hannoveriano.

7A pesar de que Leibniz se opone al atomismo de Pierre Gassendi, cabe señalar, junto con Blank 2011 (p. 116), que el atomismo no es del todo ajeno a su metafísica, como se aprecia en su correspondencia con De Volder, en específico cuando define las sustancias simples como “άτομον αύτοπληρούν, átomo completo por sí mismo o que se completa a sí mismo. De esto se sigue que es un átomo vital o átomo que tiene έντελέχεια. Átomo es lo mismo que verdaderamente uno” (Carta a De Volder del 6 de junio de 1701, OFC XVI B, 1163; GP II, 224).

8Cabe señalar que la teoría leibniziana de la expresión no se reduce a su aplicación a la ontología monadológica, como podemos observar en los estudios de Valérie Debuiche sobre los orígenes matemáticos de este término (véanse Debuiche 2009 y Debuiche 2013) o en la reconstrucción que hace Echeverría de su teoría del conocimiento (véanse Echeverría 1996 y Echeverría 2000).

9Aunque este primer tipo de memoria se refiere fundamentalmente al primer nivel constitutivo de la identidad, también podemos decir que es fundamental para hablar de la identidad personal en la medida en que es condición de posibilidad para que exista un vínculo medio de conscientia. Tal como Leibniz sugiere en los Nouveaux essais sur l’entendement humain , que no recuerde nada de lo que hice mientras estaba en la cuna no significa que no sea la misma persona (NE II, 27, § 9, 270; GP V, 219), ya que, por un lado, la incapacidad para recordar no implica que el individuo se pierda por las huellas o los trazos de la totalidad de sus percepciones, de modo que, por otro lado, “la identidad real y personal se encuentra de hecho con la máxima seguridad, mediante la reflexión actual e inmediata”, ya sea mediante el recuerdo de estos intervalos, o “por el testimonio coincidente de los demás” (NE II, 27, § 9, 271; GP V, 220). Aunque para la identidad personal no es necesario tener conciencia plena o el recuerdo explícito de la totalidad de nuestras percepciones, algo que para Leibniz se antoja un tanto imposible, la memoria virtual u ontológica nos permite conservar los recuerdos fundamentales para restablecer la conciencia de nuestra identidad moral.

10Tal como señala Marques 2020 (p. 147), Leibniz, al sostener que existen estados mentales que no necesitan ser conscientes para ser una representación, va más allá del cartesianismo al admitir también que, incluso en los espíritus que gozan de reflexión y autoconsciencia, encontramos percepciones que nunca podrán ser apercibidas.

Recibido: 09 de Octubre de 2020; Revisado: 04 de Mayo de 2021; Aprobado: 27 de Julio de 2021

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