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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.55  Ciudad de México abr. 2018  Epub 20-Nov-2020

https://doi.org/10.22201/cieg.01889478p.2018.55.02 

Artículos

Feminismos latinoamericanos: deseo, cuerpo y biopolítica de lo materno*

Latin American Feminisms: desire, body and biopolitics of the maternal

Feminismos latino-americanos: desejo, corpo e biopolítica do materno

Carol Arcos Herrera** 

**Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile, Santiago, Chile


Resumen:

En el siguiente artículo realizo una lectura genealógica de los feminismos latinoamericanos, a partir de tres territorios conceptuales: el deseo, el cuerpo y lo que llamo biopolítica de lo materno, que me permiten indagar en uno de los grandes nudos gravitacionales para estos feminismos: la/s maternidad/es. Ensayo aquí un asunto controversial que sitúa, desde diferentes discursos y prácticas, el malestar y la insolencia feminista ante los interdictos patriarcales desde el siglo XIX hasta la actualidad. Esto mediante la elección de ciertos momentos, a modo de escenas de simbolización, que me parecen claves para comprender las particularidades de los feminismos en la región.

Palabras clave: Historia de las mujeres; Feminismos latinoamericanos; Maternidad/es; Deseo; Cuerpo; Biopolítica

Abstract:

In this article, I will provide a genealogical interpretation of Latin American feminisms, based on three conceptual territories: desire, the body and what I call the biopolitics of the maternal, which allows me to explore one of the great gravitational nodes for these types of feminism: maternity/ies. Here I discuss a controversial issue that uses various discourses and practices to pinpoint the feminist discomfort and insolence that have arisen in response to the patriarchal restraints from the 19th century to the present. This is achieved through the choice of certain moments, as symbolizing scenes, which I regard as crucial to understanding the particularities of the feminisms in the region.

Key words: History of women; Latin American feminisms; Maternity/ies; Desire; Body; Biopolitics

Resumo:

Neste artigo faço uma leitura genealógica dos feminismos latino-americanos desde três territórios conceituais: o desejo, o corpo e o que eu chamo de biopolítica do materno, o que me permite investigar um dos grandes nós gravitacionais para tais feminismos: a/s maternidade/s. Tento aqui uma discussão controversial que situa, desde diferentes discursos e práticas, o desconforto e a insolência feminista diante das interdições patriarcais do século XIX até o presente. Isso, através da escolha de certos momentos como cenas simbolizadoras fundamentais para entender as particularidades dos feminismos na região.

Palavras-chave: História das mulheres; Feminismos latino-americanos; Maternidade/es; Desejo; Corpo; Biopolítica

Introducción

Escribo este ensayo en un momento de importante rearticulación de los feminismos en América Latina, y en otras regiones del mundo.1 Parto de la consideración de que, en el centro de las demandas, los debates y las performaces feministas se halla la cuestión de la vida como política del cuerpo, en un sentido más bien biopolítico, como explicaré más adelante. Este problema no es nuevo para el feminismo, ya que desde sus comienzos en el siglo XIX las dinámicas de la vida y el nacimiento han tramado un campo de disputa por el poder/saber/desear/hacer de las mujeres.

Desde el punto de vista de su metodología, este trabajo realiza una lectura genealógica de los feminismos latinoamericanos mediante el entrecruzamiento de tres territorios conceptuales: el deseo, el cuerpo y la biopolítica. Estos me sirven para pensar en las intervenciones que en los circuitos de dominación han agenciado las mujeres feministas en diferentes momentos históricos, alterando el carácter de lo simbolizable.

Comienzo con el problema de la maternidad mariano-aurática del tiempo republicano, cuando las mujeres entran en los discursos nacionalistas decimonónicos; no todas, claro está, sino principalmente aquellas pertenecientes a la élite criolla, como madres cívicas y cuidadoras garantes de la nuda vida de la Patria-patriarcal.2 Más adelante cierro con la escena de los feminismos de la década de 1990 a la actualidad, cuyo marco de activismo-reflexión modula la cuestión de la vida desde sentidos materiales, sexuales, raciales y geopolíticos, alimentando un nuevo ciclo de demanda despatriarcalizadora y anticolonial.

Los tres territorios conceptuales que traman una gramática respecto de las mujeres y el feminismo en la región provienen, evidentemente, de diferentes enfoques teóricos. Estos en su espesura me permiten pensar e historizar los conflictos y deseos de los feminismos regionales acerca de lo que llamo biopolítica de lo materno.

En primer lugar, cuando hablo de deseo estoy pensando en la articulación entre psicoanálisis y feminismo. El psicoanálisis me interesa desde el punto de vista de una teoría de la cultura y técnica de lectura, en su conexión con la crítica feminista que me permite indagar no solo en el complejo parental o la pregunta edípica -cuestión a la que me he referido en otros trabajos-, sino también en las fuerzas pulsionales de las mujeres feministas en contienda con los imperativos patriarcales del orden simbólico.

En el marco de una política sobre la vida, me interesa seguir la trayectoria del deseo -como falta constitutiva de la subjetividad- en las diferentes retóricas del cuerpo que los feminismos latinoamericanos ensayan en un proceso de desidentificación con la pasión maternal. Frente al mandato superyoico de la cultura respecto de las mujeres -vale decir, la maternidad-, los feminismos presentifican una escisión deseante en la rebeldía que portan y provocan mutaciones efectivas de diverso carácter en las políticas nacionales y regionales.

Como he defendido en otros trabajos, la instalación moderna del concepto de maternidad a lo largo del siglo XIX, y su cristalización a fines del mismo, deviene a través de una lógica biopolítica que en nombre de la vida -su afirmación, conservación y proliferación (Michel Foucault, 2001)- estatiza y nacionaliza lo materno como una forma de regulación y racionalización de la procreación “en favor de la patria”, por una parte, y por otra de ontologización de lo femenino como cuerpo individual y cuerpo político. Esta trama histórica la denomino biopolítica de lo materno, pues considero que la tópica simbólica y material que semantiza el cuerpo de las mujeres está en el centro del problema de la vida y el nacimiento bajo el republicanismo. Las madres del Estado tienen la labor -el trabajo- de parir y cuidar el nacimiento de la nación. Por su parte, el Estado tiene la atribución de administrar la vida de las mujeres mediante mecanismos globales que reubican sus cuerpos en procesos biológicos de conjunto, pues son ellas quienes favorecen la fecundidad y equilibrio de la población. En suma, cuando hablo de biopolítica de lo materno me estoy refiriendo a que el fenómeno del nacimiento -no solo concebido como el hecho de parir, sino también de la pertenencia a una comunidad de sentido nacional- está íntimamente imbricado con la maternidad como experiencia moderna de las mujeres. Lo femenino y lo maternal mantienen relaciones lógicas complejas y no son del todo indisociables; sin embargo, el lazo de obligatoriedad patriarcal y la idea de subjetividad femenina biologizante que sostiene, por una parte, y la naturalización que conlleva y no permite comprender la maternidad como un trabajo en la compleja red de relaciones sociales y económicas, por otra, son los problemas que estoy discutiendo a partir de la noción de biopolítica de lo materno.

Rastrear las dinámicas del deseo feminista en el umbral biopolítico de la maternidad, como trabajo reproductivo, sustenta el argumento de pensar, por ejemplo, en las escritoras del siglo XIX como una primera escena de simbolización rebelde. Al despejar de ella sus significados más regresivos o más obsecuentes con el patriarcado, es posible advertir un conjunto de discursos alternativos que varían los signos de lo decible e imaginable respecto de las mujeres y su sexualidad. Asimismo, esta dinámica biopolítica escenifica uno de los nudos gravitacionales que exhibe el campo de disputa feminista con mayor claridad. Volveré más adelante sobre este idea de inspiración foucaultiana de biopolítica de lo materno.

Desde la teoría crítica feminista, otra cuestión que aparece como central en esta discusión es el concepto de cuerpo en relación con la maternidad, al entenderla como trabajo, como trabajo materno.

Cuando hablo de trabajo materno estoy pensando en la discusión que se ha venido dando desde la teoría feminista marxista (principalmente, considero en este ámbito los trabajos de Silvia Federici) y la economía feminista a partir de la década de 1990 (con autoras como Amaia Pérez Orozco, Esther Velásquez, Valeria Esquivel, entre otras). Estas perspectivas heterodoxas respecto de los análisis económicos tradicionales, centrados grosso modo en las lógicas del mercado y la reproducción del capital, han contribuido a actualizar el debate acerca del nudo producción/reproducción, o capital/ vida, ya presente en el feminismo de la década de 1970, pues recoge las premisas acerca del trabajo doméstico y conceptos analíticos específicos de aquel feminismo (como por ejemplo, la división sexual del trabajo), para además agregar otros nuevos, como la organización social del cuidado y el trabajo de cuidado. Algunos de los asuntos centrales de estos enfoques se refieren al modo en que las sociedades resuelven la reproducción cotidiana de la vida con el fin de resaltar el trabajo afectivo-reproductivo, con la necesidad concomitante de incorporar la variable de género a la reflexión económica para analizar la diferente posición que ocupan hombres y mujeres como agentes económicos y sujetos de políticas económicas. Todo lo cual complejiza las relaciones al interior de los hogares y su nexo con la ganancia y la acumulación de capital.

La mirada más sugerente respecto de lo que llamo aquí trabajo materno viene de mi lectura de Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (2004), donde Silvia Federici propone reconocer la esfera de la reproducción como fuente de creación de valor y explotación mediante el entrelazamiento de tres conceptos medulares: acumulación originaria, cuerpo y mujeres, para recoger y criticar aportes de Marx, Foucault y la teoría crítica feminista. La autora enfatiza que un mismo dispositivo de control actuaría tanto respecto de las mujeres (problema que Federici rastrea en la cacería de brujas de los siglos XVI y XVII) como de la división colonialista y racista del trabajo a nivel mundial para capturar la fuerza vital como trabajo muerto en el proceso de acumulación primitiva. Quiero poner el acento en lo que ella llama mecanización del cuerpo de las mujeres y su transformación paulatina, y ya reconocible en sus contornos en el siglo XIX, en una máquina de producción de nuevos trabajadores, en trabajo materno como trabajo muerto, en el sentido marxista del término. Para efectos de este ensayo, la política del cuerpo que lo exhibe fuera del espacio de reclusión de lo privado tiene que ver con la dinámica tanatopolítica como paradoja propia del poder regulador de la vida -vale decir, biopolítico-; por lo tanto, el cuerpo de las mujeres no solo es reproductor de mano de obra para el capital, sino que también alienta un dispositivo de sexualidad que en América Latina está profundamente entramado al proceso mismo de conformación de los Estados-nación.

Es el cuerpo, como terreno de subordinación y resistencia, el que delinea las trayectorias del deseo feminista; un cuerpo que entiendo como un devenir, nunca como algo biológicamente dado. Por su parte, me parece acertada la perspectiva de Federici y de la crítica feminista a la noción de cuerpo foucaultiana tan diseminada, esto es: “[e]l cuerpo como algo constituido puramente por prácticas discursivas, y de que está más interesado en describir cómo se despliega el poder que en identificar su fuente” (Federici, 2015, p. 27). Federici recuerda que la teoría de Michel Foucault, sobre todo en su Historia de la sexualidad (1978), solo puede mantenerse haciendo grandes omisiones si consideramos la historia de la acumulación originaria. La principal omisión es la caza de brujas, violencia productiva para el desarrollo capitalista que no tiene ningún lugar en el argumento de Foucault sobre el disciplinamiento del cuerpo, cuyo eje de análisis está en la puesta en discurso del sexo, maniobra que además tiene en su base la confesión pastoral.

El cuerpo se sitúa en el foco de los debates feministas sobre la vida, es allí donde me interesa rastrear su significancia en tanto cuerpo materno. Este cuerpo materno incardina una dinámica doble. Por una parte, pone en movimiento pulsiones reprimidas y rebasa el orden simbólico, se vuelve una fuente de transgresión y, por otra, expresa los interdictos patriarcales más fuertes en torno a la domesticidad de las mujeres. El cuerpo deviene en deseo y represión y, por lo tanto, en lugar de disputa cultural y política.

Me interesa el nudo político-feminista que liga cuerpo y maternidad, pues se trata de un problema central para la comprensión tanto de la articulación de los discursos hegemónicos sobre las mujeres en la modernidad (madre cívica, mujer doméstica, ángel en el hogar, toda una red significante de biopolítica), como de la reflexión feminista en tanto política del cuerpo, del cuerpo deseante.

Es más, considero necesario situar la maternidad como un eje central del feminismo regional que lo diferencia del feminismo metropolitano (europeo y estadounidense). Desde las primeras manifestaciones feministas, la maternidad es una matriz simbólica fundante que instala a las mujeres como sujetos de controversia política: desde el siglo XIX mediante el reclamo de emancipación mental de las mujeres por parte de varias escritoras, pasando por la emergencia de la primera ola, cuando a partir de 1890 el feminismo se articula desde miradas anarquistas y socialistas, para decantarse alrededor de 1920-1930, en un discurso de derechos que levanta la propuesta sufragista y, por último, en la escena de los feminismos contemporáneos.

Primera escena: biopolítica de lo materno y autorías femeninas3

Esta primera escena está atravesada por el lugar prominente que ocupa el proceso de hegemonía ideológica y estatal del liberalismo, racionalidad que institucionaliza y homogeniza la maternidad como la experiencia de género y sexualidad de las mujeres por antonomasia. El liberalismo relocaliza la maternidad en una función productiva para el nuevo orden social y político republicano, a través del arranque y la paulatina preeminencia de una ideología de la domesticidad y del sistema de valores burgueses que relega a las mujeres al ámbito de lo privado, terreno de lo afectivo, del cuidado y mantenimiento de la vida. El trabajo materno, desde este despliegue, preservaría, nutriría y educaría para la vida social en la nueva nación que se busca conformar. Según mi perspectiva, este elogio de la figura de la madre tiene que ver con el proyecto modernizador y la política civilizatoria de codificación de los cuerpos que el discurso liberal pone en funcionamiento en la ideación de una comunidad nacional orquestada biopolíticamente.

La ideología moderna de las esferas separadas trajo consigo una domesticación de la cultura que expresó un sentido productivo del espacio privado, en cuyo marco la familia sentimental o romántica se erige como el núcleo y cimiento del nuevo modelo social que traería el progreso y la civilización. El devenir de esta familia moderna implica no solo un complejo parental que funciona como receptáculo de una lógica afectiva y sexual, sino también un espacio de división del trabajo entre los cónyuges y un cambio en la comprensión del poder. Los dominios simbólicos y materiales de la mujer doméstica y el hombre económico se comportan como las posiciones subjetivas que por excelencia cobran un sentido nutricio para el Estado. En ese marco, el contrato matrimonial, anterior al contrato social cuya idea está en la base de la soberanía nacional-liberal,4 fija la reciprocidad de los sentimientos y deseos carnales en un orden heteronormativo vivido en los márgenes de un domus patricéntrico. El hogar como nudo borromeo de la cultura nacional asegura la transmisión de un patrimonio regulado por la ley del padre y el Estado. En definitiva, el domus ahora de cariz burgués relega a las mujeres a una zona liminar respecto de los derechos cívicos, al instalar el terreno de lo afectivo como un espacio despojado de la institucionalidad ciudadana y sus derechos de igualdad.

Si pensamos en la instancia de la letra y su circulación en el siglo XIX, son principalmente las mujeres de la élite criolla quienes son interpeladas por este tipo de discurso público y quienes se sienten más seducidas por la importante posición social que deben y pueden ocupar. El deseo de la madre, regulado por la ley del pater familias y el Estado, impone a las mujeres ciertas costumbres arregladas como muestra de una maternidad civilizada: ser castas antes del matrimonio, ser virtuosas y por ello rechazar el lujo, aprender a administrar la economía doméstica, ser solícitas y sumisas con sus maridos y, en el ámbito público, ejercer la caridad con los más vulnerables.

Sin embargo, no todas las mujeres de la élite en América Latina asumen este mandato sin prerrogativas; muchas de ellas, mediante la escritura de novelas, ensayos o poesía, y la publicación en medios impresos, no solo inscriben un discurso emancipatorio -sobre todo a partir de la década del 1870- sino que también disputan su entrada en la cultura como autoras. Este ejercicio de la palabra se presenta como un hito fundamental en la historia de las mujeres y el feminismo de la región.5 Un grupo verdaderamente significativo de escritoras latinoamericanas comienzan a demandar educación para las mujeres bajo el rótulo inaugural de la emancipación. Destacan nombres como los de Martina Barros y Lucrecia Undurraga en Chile, Juana Manso y Juana Manuela Gorriti en Argentina, Clorinda Matto y Carolina Freire en Perú, Presciliana Duarte de Almeida e Inés Sabino en Brasil, Adela Zamudio en Bolivia, entre muchas, muchas más. Estas autoras ajustan cuentas con el deseo de familia y maternidad hegemónico y ensayan nuevas arenas de simbolización.6

Tal como lo ha advertido Mary Louise Pratt, el desplazamiento de las mujeres de la fraternidad nacional expresa una zona más de disputa cultural dentro de las heterogéneas tensiones que hacen vacilar la ya muy lejana idea andersoniana acerca de un cuerpo nacional idéntico a sí mismo, que tiene la facultad de congregar a sus miembros a imaginarse como vinculados por lazos horizontales y fraternales.7 Aunque estoy de acuerdo con este análisis de Pratt, respecto del lugar diferencial y subalterno de las mujeres en el republicanismo, creo que la cuestión política y cívica no termina de explicar el modo en que las mujeres participan de la comunidad falocrática. Hay que agregar -pensando en que el discurso maternal que se amplía a lo largo del XIX es fundamentalmente el patricio o criollo- que las mujeres, como grupo también diferenciado, ponen en escena las complejas relaciones raciales y clasistas en el sentido mismo de la comunidad nacional. Entonces, por otra vía, añado que las mujeres de las naciones latinoamericanas participan de la idea de comunidad, claramente sin certificados de ciudadanía, pero sí desde un hecho cardinal para el siglo XIX: la paulatina inscripción de lo que yo llamo una biopolítica de lo materno.

Me ha interesado inscribir el problema de la maternidad en el territorio biopolítico (Foucault, Agamben, Esposito, Mbembe, Preciado, entre otros y otras), pues considero capital la significación que cobra el cuerpo materno como cuerpo colectivo en nombre de una política sobre la vida en América Latina, a partir del siglo XIX.8 El deseo de las mujeres se verá regulado por la ley del padre y el Estado, y estructurado en la cultura y la sociedad republicana a través del discurso materno-patriarcal. Esta discursividad acerca del cuerpo de las mujeres no se trata de una economía libidinal matricéntrica o múltiple, porque el proceso de sexuación y constitución de la subjetividad femenina está organizado mediante un poder reductor y uniformador, en torno a la reproducción heterosexual que opera como mecanismo inmunizador frente a lo que se concibe en la época como el desborde sexual tanático femenino.

En este contexto, cobra sentido la rearticulación de los signos enlazados de nación y nacimiento para comprender mejor, por una parte, el lugar que ocupa el cuerpo materno como cuerpo femenino colectivo que el Estado liberal busca administrar y regular, y, por otra, la puesta en abismo que las feministas idean ya sea para entrar en el juego de las dinámicas propias del marco liberal o en rebeldía frente a él, con el fin de dislocar dicho mandato.

Como formula Roberto Esposito, el término nación deriva del vocablo latino natio y para que llegara a estabilizarse su significado moderno transcurrió un largo proceso en que no varió del todo su relación etimológica con el concepto de nacimiento (Esposito, 2006, p. 272). Aquello que marcaría este pasaje sería el desarrollo de los estados territoriales; según Esposito, “para adquirir un significado político, el fenómeno biológico, en sí impolítico, del nacimiento, debe inscribirse en una órbita estatal unificada por el poder soberano” (2006, p. 273). La nación definiría el cuerpo en que todos los nacimientos se conectan, una unidad parental que se extiende hasta los límites territoriales del Estado y que expresa una fuerza mortífera para inmunizarse. Este mecanismo inmunitario presupondrá la existencia de un mal o peligro que se debe enfrentar, fundamentalmente para el caso latinoamericano, en relación con la población indígena y afrodescendiente, con el fin de proteger la vida colectiva de la nación. Retomo aquí nuevamente a Esposito, para quien “la inmunidad no es una categoría que se pueda separar de la de comunidad, de la que más bien constituye la modalidad invertida y en consecuencia no eliminable, como lo prueba fácticamente la circunstancia de que no existe comunidad desprovista de alguna clase de aparato inmunitario” (2009, p. 28). El foco semántico de este dispositivo de inmunidad que se expresaría en los estados territoriales modernos, y que yo acojo para pensar en América Latina, es la diferencia respecto de la condición ajena; se trata de la protección de la vida propia combatiendo aquello que la niega o la pone en peligro. En esa dirección, agrego que el régimen de sentido de la comunidad posee elementos diferenciales o que se sancionan como ajenos, pero que se incluyen como parte de ese cuerpo en sí mismo aunque sea de forma desigual (por ejemplo, las mujeres de la oligarquía); sin embargo, el mecanismo de inmunidad lo entiendo en el terreno de una radicalidad diferencial que vincula lo excluido con un cuerpo abyecto contra el que se traza una política de muerte.9

En la enseñanza de Foucault, lo biopolítico tiene que ver con la consideración de la vida por parte del poder, vale decir, la presencia de una cierta tendencia a la estatización de lo biológico, momento que él ubica en el siglo XIX. Recordemos que es también en este siglo cuando, para Foucault, se desarrolla una multiplicidad de discursos acerca del sexo que articulan lo que él denomina el dispositivo de la sexualidad en la modernidad.10 La sexualidad va a estar justamente en la encrucijada entre el cuerpo y la población, dos modalidades de poder que dan cuenta del tránsito desde una tecnología disciplinaria del cuerpo individual hacia una tecnología reguladora de la vida misma. Foucault está pensando en un nuevo cuerpo, un cuerpo múltiple que define como población. Es sobre ella que se ejerce el biopoder gubernamental, ya no soberano, para regular y administrar la vida. En suma, la biopolítica se refiere al poder de hacer vivir o dejar morir.

Sin embargo, el surgimiento de este biopoder para Foucault también inscribió el racismo en los mecanismos del Estado moderno y, por lo tanto, la función de muerte como paradoja fundante de la biopolítica. En ese marco, varios han sido los debates actuales en torno a la biopolítica, pero esta vez opto por el razonamiento de Esposito, para quien lo particular de lo biopolítico en la modernidad tiene que ver con la paradoja entre biopolítica y tanatopolítica, vale decir, “la vida se defiende y desarrolla mediante una creciente ampliación del recinto de la muerte” (Esposito, 2006, p. 175). Insisto en que es un biopoder de este tipo, es decir, paradójicamente tanático, el que se expresa en el contexto de una gubernamentalidad moderna respecto del cuerpo materno a lo largo del siglo XIX en América Latina.

Esta economía bio/tanatopolítica está íntimamente imbricada, a mi modo de ver, con el lugar de la maternidad y la sexualidad de las mujeres en las repúblicas latinoamericanas. Me gustaría nombrar solo dos ejemplos sobre esta paradoja para que se logre seguir mi argumento respecto del cuerpo de las mujeres como cuerpo materno y, de ese modo, la escisión que porta la disidencia feminista del primer grupo de escritoras latinoamericanas.

En Chile, durante el proceso de chilenización del norte del país en el periodo posterior a la guerra del Pacífico (1879-1883), la ampliación simbólica del ejercicio de la maternidad se dio de la mano de la idea pública de caridad cristiana. Las mujeres patricias, durante y después de la guerra, desde diferentes ciudades de Chile, se dedicaron a la caridad mediante la creación de instituciones de beneficencia destinadas a ayudar a las familias de los soldados, a los “rotos en armas” y sus huérfanos.11 Entre las mujeres más recordadas en esta labor está Juana Ross Edwards, esposa y sobrina de Agustín Edwards Ossandón, importante empresario chileno, a quien se le llamó la “madre inmensa” por iniciar, “usando las donaciones de su esposo […], una ininterrumpida compra de sitios y construcción de dispensarios, casas de huérfanos y hospitales en la zona de Valparaíso y en otras regiones” (Salazar y Pinto, 2002, p. 132). Operaba allí una biopolítica de lo materno que giraba en torno a la madre cristiana como valor universal del quehacer social de las mujeres de la clase alta.

Estoy de acuerdo con los historiadores chilenos Gabriel Salazar y Julio Pinto cuando señalan que esta agencia de maternidad social -que ellos llaman erróneamente “feminismo de maternidad social”- se constituye en la paradoja del capital mercantil que ellas poseían y consumían como caridad, vale decir, “en el desamparo en que vivían los hombres, mujeres y niños explotados por ese capital” (2002, p. 136). Es más, esa maternidad social de la élite, en su articulación mariano-católica, conserva una fuerza tanática como paradoja fundamental del trabajo del cuidado que emprende. En otras palabras, este trabajo aparece como trabajo muerto en la medida en que el cuerpo materno como cuerpo colectivo está al servicio del capital nacional y transnacional, al sustentar en su base una fuerza productiva de violencia.

El mecanismo de inmunidad también se expresa en las medidas puestas en marcha en la región por la llamada ciencia sanitaria a finales del siglo XIX. Prueba de ello es la gran circulación de discursos en torno a la prostitución femenina y las medidas profilácticas contra la sífilis y las enfermedades de transmisión sexual o venéreas, como se acostumbraba decir en la época. El cuerpo social de las prostitutas se administraba no solo para inmunizar a la población masculina activa económicamente, sino también para cuidar la familia como aro nutricio del Estado. Su reglamentación y control se veía como una tarea urgente. En Colombia, por ejemplo, en 1886 se crea la Junta Central de Higiene, en cuyo marco los médicos dispusieron una serie de reglamentaciones que anclaban su labor sanitaria en un esfuerzo social y moral, una reingeniería médica de la sociedad que veía en la prostitución los males mayores para la salud nacional. Según Diana Obregón (2002, p. 175), en Colombia el alcoholismo, la tuberculosis y la sífilis eran la tríada de los flagelos sociales identificados por la ciencia médica de corte eugenésico y todos aparecían vinculados con la prostitución. Las prostitutas asomaban como el cuerpo abyecto de la femineidad materna al alero de la familia; cuerpo necesario para que dicha formación femenina hegemónica surja y tenga sentido, en la medida en que hace colapsar sus significados. Son muchos los debates que se dan en la época y también muchas las novelas publicadas a comienzos del siglo XX que tematizan y polemizan acerca de la tolerancia de la prostitución, pero es posible distinguir como punto de confluencia de dichas textualidades que la libido masculina se naturalizaba como irreprimible y tendiente al vicio; por consiguiente, la prostitución se toleraba y normalizaba, porque se entendía como un defecto social necesario para el resguardo de la virtud familiar.12

Inmunidad y comunidad nacional, entonces, están superpuestas en el proceso de defensa superlativa de la maternidad y la familia en el contexto de una política sobre la vida. Frente a esta operación biopolítica del cuerpo de las mujeres como cuerpo materno, las escritoras latinoamericanas pugnan con los sentidos anquilosados y ensayan las primeras mutaciones simbólicas respecto de su sexualidad.

En esta primera escena de los feminismos latinoamericanos, la emergencia de la figura de la autora en los circuitos de la cultura letrada se presenta como un momento clave para la articulación de discursos desestabilizadores del mandato materno-patriarcal. Estos discursos resignifican el trabajo materno como trabajo vivo y paradójicamente instalan la maternidad como una ocupación emancipadora. En términos generales, este ciclo que he denominado autorías femeninas fundacionales (Arcos, 2016), en un sentido genealógico, da cuenta de la inscripción paradójica de las escritoras respecto de los poderes enunciativos e interpretativos hegemónicos. Ellas utilizan ciertas estrategias retóricas y discursivas para posicionarse como sujetos de discurso y también políticamente desde el domus -como espacio privilegiado de gestión femenina en la nueva lógica liberal que se institucionaliza- hacia una participación en la sociedad civil como madres del Estado. El listado de escritoras en América Latina de 1840 a 1890 es realmente numeroso. Solo por nombrar a aquellas que escriben en Brasil y Chile, dos países que me interesa trabajar en la segunda escena, es posible distinguir este territorio precursor para el feminismo. Escritoras chilenas como Mercedes Marín, Rosario Orrego, Quiteria Varas, Lucrecia Undurraga, Hortensia Bustamante, Victoria Cueto, Delfina Hidalgo, Martina Barros y Celeste Lassabe; y brasileñas como Juana Manso, Narcisa Amalia, Presciliana Duarte de Almeida, Maria Benedita Câmara Bormann, Júlia Lopes de Almeida, Anália Franco, Josefina Álvares de Azevedo e Inês Sabino, desde mi perspectiva, presentificaban la autoría como una forma particular de subjetividad moderna en las mujeres, la que se caracteriza por un modo de figuración que se establece desde un “entre lugar” respecto de la cultura escrita e impresa en el siglo XIX.

Segunda escena: emergencia del feminismo

Es entonces posible rastrear los inicios del feminismo en el devenir de esta noción de autoría femenina y sus efectos de sentido cuando comienza a madurar la demanda de emancipación por parte de las escritoras, fundamentalmente a partir de 1870 en adelante. Sin embargo, el feminismo como proyecto mancomunado de liberación acontece a finales del siglo XIX y comienzos del XX, principalmente, y en la mayoría de los países latinoamericanos, desde la experiencia de proletarización de las mujeres trabajadoras. Las ideas anarquistas tienen un amplia circulación y en torno de ellas se articulan los primeros colectivos feministas. En este territorio, la anarquista catalana Belén de Sárraga (1874-1951) se posiciona como figura faro a través de una serie de viajes que emprende por toda América Latina propugnando el feminismo y el anticlericalismo.

Este primer feminismo pone en cuestión la experiencia ampliada de la familia patriarcal o patricéntrica de cariz patricio y codifica variaciones emergentes del cronotropo del padre. Ahora bien, la idea de la familia romántica no era del todo una vivencia cotidiana para las mujeres del “bajo pueblo”, quienes muchas veces debían levantar una familia monoparental y vivir la experiencia del “huacherío” de sus hijos como marca de la infamia. No obstante, la carencia del concepto familiar hegemónico posibilita que estas mujeres ensayen vías de liberación y desarrollo social, cultural y económico mediante el trabajo productivo y la participación en agrupaciones sindicales, mutualistas y específicamente feministas. A la vez, cuestionan la división sexual del trabajo afectivo y del cuidado al interior del matrimonio y el sacramentado hogar mariano de la oligarquía.

Este ciclo feminista, desde mi perspectiva, da una vuelta de tuerca importante a la idea que venía trabajando de biopolítica de lo materno en los márgenes de una comunidad falocrática. La nacionalización e institucionalización de la maternidad se pone en duda para ensayar formas diferentes de femineidad y articulaciones alternativas a la familia moderna a través de una nueva noción política que se suma a la agenda anarquista y socialista. El ideario de este feminismo inicial aboga por el reconocimiento de la capacidad intelectual y laboral de la mujer y su derecho a participar de la vida cívica y política de los países de la región, todo lo cual se asumiría en la necesaria organización de las mujeres en contra de la desigualdad “entre los sexos” y a favor de la lucha de clases.

Como he argumentado, uno de los grandes nudos gravitacionales de los discursos que ponen en circulación las escritoras del siglo XIX tiene relación con la maternidad, trama simbólica y material que funciona paradójicamente en una política del cuerpo que, por una parte, orquesta disciplinamiento y domesticación del trabajo y la vida de las mujeres y, por otra, permite un territorio de resistencia que disloca dicho ideal de dominio del cuerpo forjado por el liberalismo en alianza con la ciencia y la técnica como soporte de las sensibilidades modernas (Musachi, 2012, p. 15). Es en los márgenes y disputas con la ideología liberal donde las escritoras construyen un sentido para pulsiones y conflictos que las mujeres en América Latina hasta ese entonces no habían simbolizado conscientemente.

Esta segunda escena que indago también está cruzada por la escritura y la maternidad, pero ahora en el marco de un nuevo desarrollo del capitalismo mundial y neocolonial que da inicio en la región al proceso de modernización finisecular. Se trata de la escena de los feminismos ya como proyecto común con demandas que ocupan un sitio en el campo de la ciudadanía y los contratos sociales y sexuales.

Me interesa enfatizar las trayectorias de resistencia que se expresan a través de y en disputa con la noción de trabajo materno en dos cuadros principales. Por una parte, la pronta -respecto del resto de América Latina- demanda del derecho al voto en Brasil a través de Josefina Álvares de Azevedo, y por otra, la novedad del feminismo anarquista hacia el cambio del siglo en Chile, fundamentalmente mediante la figura de Carmela Jeria.

Josefina Álvares de Azevedo fundó en 1888, en Sao Paulo, el periódico A Familia, jornal literário, dedicado à educação de mãe de familia (1888-1898). Este funciona como un impreso de religación feminista liberal en el momento en que la república se está inaugurando en Brasil, pues en la empresa Josefina Álvares cuenta con un grupo de colaboradoras significativo no solo cuantitativamente, sino que también aglutina a las autoras más consolidadas del periodo, entre ellas: Anália Franco, María Zalma Rolim, Carmen Freire (Batoneza de Mamanguape), Adelia Barros, Mariana da Silveira, Paulina A. da Silva, Alzira Rodrigues, Presciliana Duarte de Almeida, Adelina Lópes Vieira, Júlia Lopes de Almeida e Inês Sabino, quien es su más cercana coejecutora. No obstante, ninguna de ellas es tan enfática y desobediente como su editora frente a las prohibiciones civiles y legales sobre las mujeres que supeditan sus deseos a la maternidad.

Desde el primer número, Josefina marca el tono de su publicación, razón por la que es denostada en varias oportunidades por sus colegas, sobre todo paulistas, y que le acarrea el desprecio de las lectoras:

Hasta hoy los hombres creen en el falso principio de nuestra inferioridad. Pero nosotras no somos inferiores a ellos, porque somos sus semejantes, aun cuando tengamos un sexo distinto. Tenemos según nuestra naturaleza funciones especiales, como ellos por la misma razón las tienen. Pero eso no es razón de inferioridad [...] Por tanto, en todo debemos competir con los hombres, en el gobierno de la familia, como en la dirección del Estado. Somos víctimas de un error (Álvares, 1888, p. 1) .13

Este periódico semanal comienza a publicarse en Sao Paulo para luego hacerlo en Río de Janeiro. Hasta 1891 es propiedad exclusiva de Josefina, pero luego de esa fecha pasa a serlo de la recién fundada Companhia Imprensa Familiar, lo cual da cuenta del carácter moderno del medio.

El discurso democrático que porta el sueño republicano de una ciudadanía moderna, ya desprovista de las ataduras monárquicas, alienta un deseo de igualdad y autonomía para las mujeres. Esta bisagra, abierta en el momento en que se está debatiendo la nueva constitución, Josefina la aprovecha para levantar una campaña nacional por el derecho al voto de las mujeres; emprende una serie de viajes a diferentes puntos del norte del país: Bahía, Pernambuco, Ceará y Pará. Dicha demanda, que con respecto al resto de la región es pronta, franquea una arena de simbolización insolente y novedosa. También exige una ley de divorcio y matrimonio civil.14

La mirada feminista de Josefina sigue la tradición ilustrada y liberal. Sus ideas angulares son la autonomía, la igualdad y la solidaridad, esta última en relación con la voluntad de instaurar pactos entre mujeres para el logro mancomunado de la igualdad social. Leo en sus textos el deseo de llevar adelante el programa de Mary Wollstonecraft que las brasileñas ya conocían desde la traducción libre de Nísia Floresta en 1832, de Dereitos das mulheres e injustiça dos homens, texto inaugural del feminismo brasileño; podríamos decir que el anhelo que se busca llevar adelante es el de Nísia. Sin embargo, es otro el discurso que se posiciona con fuerza en la producción de Álvares: se trata de la circulación de las ideas que John Stuart Mill alienta en La esclavitud de la mujer (1869), tan caro opúsculo para la fundación de los movimientos feministas en Estados Unidos y varios países de Europa. Este autor defendía el derecho inalienable de las mujeres a la libertad política y auguraba que si no llegaba a concretarse en la Inglaterra victoriana, la civilización y el progreso estarían condenados. Ahora bien, al igual que Stuart Mill, quien considera el derecho a voto para las mujeres de la clase media, Josefina Álvares está pensando en la emancipación de las mujeres de su clase e incluso pasa por alto la influencia decisiva que tuvo el abolicionismo en el ambiente de secularización general que se debatía en Brasil.

Uno de los textos teatrales más reputados de Álvares en el periodo -“O voto feminino, comedia en un acto”- se llevó a escena en uno de los teatros más populares de fines de siglo y luego se publicó a modo de folletín en A familia. La obra cuenta la historia de una familia en que los personajes femeninos -Ignez (madre) y Esmeralda (hija)- arman una “conspiración de las faldas” para instalar en la casa y fuera de ella el debate sobre el derecho al sufragio, cuando efectivamente se estaba dando en la Asamblea Constituyente en Brasil (Giordano, 2012, p. 97). La esperanza de la emancipación en esta obra está puesta en la joven Esmeralda, quien cierra la trama augurando que, aun cuando no logran en ese momento el derecho a voto en el congreso, todavía hay instancias donde apelar por las mujeres. Esmeralda signa el ideal de la mujer moderna; ella quiere prepararse para la vida política y ser diputada de la nación, además de proponer a su marido una relación igualitaria. En este texto, como en varios ensayos, Álvares desmaternaliza el discurso respecto a las mujeres y entiende que el trabajo del cuidado en el hogar debe ser una responsabilidad del complejo parental y no solo de las mujeres. No obstante, en su discurso las mujeres encarnan el superyó de la época, porque en ellas está inscrita la moralidad y afectividad de las naciones y, por lo tanto, se consideran superiores a los hombres en el ejercicio de la política y lo político. Es decir -en sus palabras-, tendrían el poder y la capacidad de cultivar el trabajo materno como trabajo vivo en beneficio de la sociedad. Sin embargo, yo señalaría que es en beneficio de la estructura de clase de la que se sienten garantes y buscan modificar solo en los aspectos que no disloquen los pactos económicos y sociales que les dan sustento.

Algo bien distinto a este último aspecto ocurre en el otro cuadro que quiero comentar y se instala en los albores de la organización obrera en Chile a comienzos del siglo XX. Carmela Jeria Gómez, obrera tipógrafa y activista del primer anarquismo y feminismo chileno, nace en Valparaíso y trabaja en la Litografía Gillet en esa misma ciudad hasta que es despedida por su actividad sindical. Es la fundadora de La Alborada, el primer periódico feminista obrero, de tiraje bimensual, que se publica desde 1905 hasta 1907, primero en el puerto y luego en Santiago.

Carmela Jeria presentifica un lenguaje insolente no solo contra el patriarcado, sino también contra el capitalismo. Desde el primer número del periódico, el tono de su discurso instala un deseo deslenguado de emancipación:

Nace a la vida periodística La Alborada, con el único y exclusivo objeto de defender a la clase proletaria y más en particular a las vejadas trabajadoras. […]Creemos que la mujer debe despertar al clarín de los grandes movimientos para compartir con sus hermanos las tareas que traerán la felicidad a las generaciones venideras. […] Debe, pues, la mujer tomar parte en la cruenta lucha entre el capital y el trabajo e intelectualmente debe de ocupar un puesto, defendiendo por medio de la pluma a los desheredados de la fortuna, a los huérfanos de la instrucción contra las tiranías de los burguesotes sin conciencia (Jeria, 1905, p. 1).

Este primer feminismo chileno, desde mi perspectiva, da un giro a la biopolítica de lo materno. En este feminismo de Jeria leo una acumulación simbólica vital en el pleno proceso violento de consolidación del Estado-nación chileno. Se experimentan nuevas vías para el trabajo materno mediante una política liberadora y emancipadora que discute con las dinámicas del vuelco capitalista en la región. Jeria está revalorizando el cuerpo femenino como un territorio de resistencia frente a los dictados del trabajo asalariado y el patriarcado. Su noción de trabajo materno cuestiona, por una parte, la obediencia de la función reproductiva de las mujeres a los ciclos de la reproducción de la fuerza de trabajo y, por otro, el mantenimiento obligatorio del cuidado de los hijos y la familia. En definitiva, la mecanización del cuerpo de las mujeres de la que habla Federici.

Estas feministas del cambio de siglo y sus trayectorias de deseo de escritura ponen en jaque el lazo patriarcal asociado a la maternidad republicana, desde un deseo por inscribir estas cuestiones en las dinámicas familiares, estatales y también, por qué no, transnacionales. Dan cuenta de dos escenas anteriores a la eclosión del feminismo sufragista ya como movimiento político liberal más visible. Ensayan una arena simbólica en que las diferentes retóricas del cuerpo revelan una desindentificación con la pasión maternal, además de construir una escisión en la relación imperativa entre la posición de sujeto deseante y el lugar que la cultura destina a las mujeres, esto es, el de ser madres.

Tercera escena: las sufragistas

Cuando América Latina comienza a vivir una segunda ola modernizadora a comienzos del siglo XX, especialmente en países con un fuerte impulso industrializador, como Argentina, Uruguay, Chile y Brasil, se perfilan nuevas tensiones al interior de los proyectos republicanos nacionales. Entre ellas se encuentra la situación de exclusión de la vida política, de la res pública y la incapacidad civil de las mujeres que, sancionadas constitucionalmente, se convierten en los conflictos frente a los cuales se levanta el movimiento feminista.

Esta tercera escena corresponde al periodo de la demanda sufragista a través de la que se canaliza la lucha por la ciudadanía como derecho de las mujeres. Entre 1910 y 1920 en casi todos los países latinoamericanos eclosiona un feminismo de fuerte influencia liberal y laica, agenciado por clases medias y altas. Mujeres que han tenido acceso a estudios universitarios, así como también al mundo del trabajo asalariado, promueven la articulación de un discurso de derechos en los principales centros urbanos.15 Estos movimientos perderán la radicalidad que caracteriza a los feminismos anarquistas y socialistas, para configurar lo que se ha llamado en Brasil, por ejemplo, “feminismo bien comportado”, es decir, un feminismo de damas respetables que negocian dentro de los límites del liberalismo. Organizaciones emblemáticas de este momento son la Asociación Panamericana para el Progreso de la Mujer en Uruguay -fundada por la uruguaya Celia Paladino, la chilena Amanda Labarca y la brasileña Flora de Oliveira en 1922-, el Partido Cívico Femenino -fundado en Chile en 1919 y que publica unos de los medios sufragistas más distintivos del periodo, Acción Femenina-, el Consejo Nacional de Mujeres -creado en 1916 en Uruguay gracias a la labor de Paulina Luisi (por lo demás una convencida médica eugenésica), y que tenía por objetivo fundar la Alianza Uruguaya por el Sufragio-, y el Frente Único Pro Derechos de la Mujer, sociedad que logra dominancia en 1935 sobre las múltiples agrupaciones feministas que existen en México en la década de 1920.16

El discurso maternalista se vuelve hegemónico después de la Segunda Guerra Mundial en la lucha por alcanzar la ciudadanía, sobre todo en aquellos países en que el voto todavía se negaba a las mujeres. Así, por ejemplo, en México el igualitarismo cede su lugar a la reivindicación de una ciudadanía específica de las mujeres, vale decir, una proyección en la sociedad de sus cualidades o capacidades maternas: ellas eran quienes podían lograr el efecto moralizador tan caro a la política. Hermila Galindo, una de las figuras más relevantes para la discusión sobre el sufragismo en México en una primera fase, publica el semanario La Mujer Moderna (1915-1919) y en 1916 colabora en la organización de los Congresos Feministas de Yucatán, que reunieron a profesoras de primaria en torno a la búsqueda de reformas en la legislación civil en el periodo posrevolucionario. Si bien el discurso de Galindo aboga por el igualitarismo, también sustenta el derecho al sufragio en la idea de la responsabilidad social de las mujeres como madres: “las mujeres necesitan el derecho al voto por las mismas razones que los hombres […] es decir, para defender sus intereses particulares, los intereses de sus hijos, los intereses de la patria y de la humanidad, a la que miran de un modo bastante distinto que los hombres” (cit. en Cano, 2006, p. 540).

En esta lectura de los feminismos latinoamericanos, la cuestión de la maternidad opera en el devenir de una lógica biopolítica, es decir, en la comprensión de una nueva racionalidad centrada en la cuestión de la vida, su conservación, desarrollo y administración, un poder que calcula la vida en términos técnicos de población, salud e interés nacional. Con base en esta racionalidad, el cuerpo y sexualidad de las mujeres se ontologiza a favor de la procreación de la patria. Ello recrudece sobre todo hacia fines del siglo en América Latina, mediante los discursos eugenésicos e higienistas.

Si en el siglo XIX un buen orden sexual aseguraba un buen orden social sancionado en la familia, con los primeros movimientos feministas del siglo XX esta gramática cambia. El ingreso moderado de las mujeres en la polis altera ciertos sentidos sexuales y de género; sin embargo, hay que advertir que todavía en el estrecho margen del decir liberal, las feministas no simbolizan -es decir, no ponen en palabras- la paradoja tanatopolítica (Esposito) del racismo y el colonialismo interno de los países latinoamericanos. Creo que esta es la gran novedad y radicalidad de los feminismos de 1980 en adelante, periplo en el que, por lo menos, distingo dos fases diferenciadas a las que me referiré más adelante.

El reformismo político es la ideología que acompaña estos cambios a comienzos de la década de 1920. Recordemos que el discurso de integración (y también el de mestizaje), bajo la idea de que la sociedad es un espacio que se puede transformar desde un sentido de justicia social y con apoyo del Estado, alimenta un reformismo que se puede describir desde dos ejes estructurantes: por una parte, la incorporación de ciertas demandas sociales y derechos de organización (sindicatos, leyes sociales) y, por otra, una nueva concepción política que busca transformar al trabajador en ciudadano al integrarlo desde una nueva noción de identidad nacional desconflictuada.17 En este marco, las mujeres son llamadas a participar en su calidad de madres del Estado, matriz simbólica ya orquestada durante el siglo XIX, pero que ahora cobra nuevos significados en el escenario de una institucionalización de la maternidad que implica su medicalización y administración estatal. Sobre este aspecto es ilustrativa la hospitalización del parto y el incentivo de la natalidad que se da por estos años. Bajo la égida del eugenismo, por ejemplo, un libro muy difundido en la época fue el de la chilena Amanda Grossi, Eugenesia y su legislación (1941), cuya defensa de la unidad de maternidad en los hospitales públicos se asentaba en las condiciones de control y garantía de la vida para las gestantes y los recién nacidos. No obstante, lo más importante para la autora era llevar un catastro público de la herencia racial para la prosperidad sana de la nación.

En México, luego del fallido intento de reforma durante el gobierno de Cárdenas a finales de la década de 1930, el discurso sufragista se vuelca hacia un pronunciamiento muy maternalista y deja en un rol secundario la noción de los derechos individuales. Según advierte Gabriela Cano: “ahora la ciudadanía política de las mujeres se apoya en la exaltación de los papeles de madre y esposa y de las cualidades de abnegación y delicadeza atribuidas a la feminidad”. Estas ideas permean las aspiraciones del sufragio municipal y universal, que se obtienen en 1947 y 1953 respectivamente. Desde esta óptica, las mujeres traerían a la política la capacidad maternal de la abnegación y moralizarían las relaciones públicas. Vale decir, el dispositivo de la maternidad como política del cuerpo de las mujeres en las naciones del nuevo siglo actúa como nudo o andamiaje que el feminismo sufragista utiliza para la consecución del voto femenino (2006, p. 546).18

Es bastante singular lo que ocurre en esta tercera escena feminista respecto del cuerpo materno, ya que en la misma medida que las mujeres desean participar en la arena pública nutren esa demanda, haciendo uso del interdicto patriarcal más fuerte en torno a la domesticidad de las mujeres. Las sufragistas van dejando fuera del foco de su lucha la noción de derechos individuales o su subjetividad como trabajadoras asalariadas. En la retórica del cuerpo colectivo de las mujeres, las sufragistas se identifican con la pasión maternal, a diferencia de sus compañeras anarquistas de finales de siglo, quienes no solo se posicionaban como trabajadoras y en contra del capital, sino que también entendían muy tempranamente la maternidad como un trabajo. Las feministas obreras habían desarrollado saberes y prácticas que reubicaban el trabajo materno en un terreno emancipatorio. Esta simbolización del trabajo materno como espacio de disputa cultural y política es abandonada por el sufragismo, cuestión que le permite negociar con la agenda reformista de los estados liberales latinoamericanos. Sin duda, una negociación absolutamente necesaria, pero que deja una agenda feminista irresuelta por varios años, hasta la rearticulación del movimiento de mujeres y el feminismo de la resistencia política.

Cuarta escena: del feminismo de la resistencia a la descolonización de los feminismos

En el clásico libro de la politóloga feminista Julieta Kirkwood (2010) se señala un largo periodo de “silencio feminista” entre la obtención del derecho al sufragio (que en Chile ocurre a nivel municipal en 1931 y en 1949 a nivel universal) y la rearticulación del movimiento feminista de la mano del movimiento global de mujeres de la resistencia política al autoritarismo de la dictadura militar (1973-1989).19 En esta nueva escena, el feminismo adquiere la fuerza de un movimiento político y también teórico, diversificándose en sus coyunturas y demandas, no solo en Chile, por supuesto. De hecho, este argumento de Kirkwood, junto a gran parte de su obra, ya es pieza fundamental de la memoria histórica de los feminismos regionales. Este “silencio feminista” tiene vigencia desde finales de la década de 1940 hasta la emergencia de lo que se ha llamado neofeminismo -como lo conceptualiza Nelly Richard (1989, p. 63)- o más ampliamente como feminismo de la segunda ola. Aquí me adscribo a la idea de pensar esta fase del feminismo desde el concepto de resistencia política en el marco general de las dictaduras militares y cívico-militares que vive la región a partir de la década de 1960 y con especial intensidad de 1970.20

El feminismo se reactiva a nivel continental a finales de la década de 1970 y logra el impulso de un movimiento político regional. Entonces se celebran los primeros encuentros feministas de América Latina y El Caribe, y el Decenio de las Mujeres de Naciones Unidas es un mercado de discusión sustancial para la diversidad de feminismos. No obstante, una de las características que singulariza este nuevo momento tiene que ver con la articulación de conocimiento teórico feminista y la inauguración de conceptos como patriarcado y género que vienen a desentrañar el anquilosado espectro del eterno maternal.

Distingo en esta escena dos fases: la primera se entronca al proceso de lucha por la democracia y expresa su ejercicio político hasta la década de 1990, y la segunda comienza a pronunciarse a finales de la misma década, pero con mayor notoriedad en el nuevo milenio.

Respecto de los feminismos de la resistencia, quiero destacar muy brevemente que la función mortuoria de la gubernamentalidad moderna, vuelta hipérbole en el terrorismo de Estado, es pensada por las feministas en este nuevo ciclo de lucha a través de una retórica política de los cuerpos que se pregunta por las vidas que importan o que merecen morir en los sistemas simbólicos y materiales de dominación. Es la vida la que está siendo atacada por las dictaduras y será el movimiento social de mujeres el que irrumpa, en este escenario, como fuerza opositora y de resistencia frente al totalitarismo.

Ante el debilitamiento y desaparición de los actores políticos tradicionales y la represión y tortura desatada por las dictaduras, las mujeres fueron las primeras en organizarse y protestar contra las desapariciones y encarcelamientos masivos (las Madres de Plaza de Mayo en Argentina y la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos en Chile son casos representativos) y en hacer frente a la crisis económica. Es en la trama general de este movimiento global de mujeres que se reanuda el activismo feminista, cuyo programa estratégico contempla tanto la vuelta a la democracia como la radicalidad de la demanda por el derecho al aborto y al divorcio. Considero fundamental que las feministas latinoamericanas planteen esta pregunta en pleno proceso de la financiarización descarnada de la vida que el neoliberalismo comienza a poner en juego, lo que no hace más que demostrar que lo personal es político. El activismo político y el despliegue de toda una gramática teórica feminista buscan romper con el orden de poderes hegemónicos políticos y económicos, y además desregular los cierres homológicos y patriarcales de representación y constitución de subjetividades sobre la base de la heterosexualidad obligatoria.

En Chile, un colectivo clave fue el Círculo de Estudios de la Mujer -una de cuyas fundadoras fue la propia Julieta Kirkwood-, que se consolidó como la primera agrupación declaradamente feminista. Un pequeño grupo de mujeres, principalmente profesionales vinculadas a corrientes políticas de izquierda, comienzan a reunirse en 1977 bajo el nombre de Asociación de la Unidad de las Mujeres (ASUMA). No obstante, dado el contexto represivo del periodo, deben buscar un alero institucional para dar apertura a su agenda, y lo encuentran en la Academia de Humanismo Cristiano, dependiente del Arzobispado de Chile. En 1979 la agrupación acoge el nombre de Círculo de Estudios de la Mujer y un año después comienza a publicar el Boletín del Círculo de Estudios de la Mujer.

Mediante este Boletín se hace frente a la dictadura y se va configurando la demanda de “Democracia en el país y en la casa” como un mapa político que interroga las relaciones personales. “Lo personal es político” es otra de las consignas que puntean la simbolización de esta escena. Este medio es publicado hasta 1983, año en que la agrupación es expulsada de la Academia de Humanismo Cristiano por profundizar en temáticas como el divorcio y el aborto.21 La crítica a la división capitalista y patriarcal de los espacios público y privado pone en evidencia una serie de metáforas que vienen a manifestar el trabajo de los cuidados como zona política cardinal en la recuperación democrática. Julieta Kirkwood, en el quinto número del Boletín, escribía: “¿Y quién atendería la isla? Somos responsables de hacerla grata, acogedora, cálido reposo de guerreros. ¿Cómo podrían vivir los reyes sus existencias regias y nuestros Arieles desmadejar pensamientos en una isla desordenada, sucia, con las camas sin hacer?” (1980, p. 5). Se interroga sobre lo privado -con gran influencia del pensamiento francés contemporáneo (De Beauvoir, Sartre, Foucault son los más citados)- para comprenderlo como un espacio de lucha de poder, con el fin de desmontar los códigos de estructuración material y simbólica de los sentidos sociales y subjetivos.

Luego de los procesos de recuperación democrática, en la década de 1990 no solo asistimos a la institucionalización del feminismo en la academia o en los Estados a través de secretarías o ministerios de la mujer, sino también a su “oenegización” de nuevo cuño, contra la que se levanta tan enérgicamente, por ejemplo, la feminista boliviana María Galindo, al denominar a quienes participan en estos espacios como “tecnócratas de género”.22 El feminismo de resistencia paulatinamente se va normalizando e institucionalizando, proceso que, por una parte, es un logro del mismo movimiento, vale decir, la teoría crítica feminista y de género toma la universidad y legitima sus saberes en un proceso arduo de disputa académica; sin embargo, por otra parte, lo debilita en cuanto tal, pues se desdibuja como movimiento político propiamente. Nelly Richard, al analizar el caso chileno, es bien clara en este sentido:

La produccion de conocimientos generados por los movimientos de mujeres se fue asi circunscribiendo y regionalizando en las ONGs y/o en los programas academicos de Estudios de Genero, mientras la voz feminista perdia cada vez más intensidad en el escenario de los discursos públicos. Esta redelimitacion normalizadora le hizo perder al tema de la mujer el impulso contestatario y la dinámica agitativa que habían identificado al feminismo durante los tiempos de la recuperacion democrática, dejando atrás lo que lo había caracterizado (Richard, 2001, p. 231).

No obstante, uno de los grandes aportes a la configuración de una teoría crítica feminista vendrá de espacios académicos durante la década del 1990. La crítica cultural, de la que la misma Richard es la exponente más representativa, es la forma que adoptan los estudios culturales latinoamericanos en su versión más política y el marco en que se desarrolla el pensamiento feminista más radical. Todo lo que, por supuesto, recuerda el empuje de la fundación británica de los estudios culturales (Stuart Hall, Edward P. Thompson y Raymond Williams).23 En la medida en que se desplazan las fronteras disciplinares y los saberes canónicos, se amplía la categoría, por ejemplo, de texto a diversas prácticas sociales y artefactos culturales, y se politiza el conocimiento al atentar contra la ficción de su autonomía o trascendentalidad.

Si en Chile las organizaciones no gubernamentales de mujeres irían debilitándose hasta desaparecer en la década de 1990, en países como Bolivia, donde las condiciones económicas todavía consienten la financiación de organismos internacionales en “temas de género” ocurre otra cosa, por lo menos hasta la llegada del MAS (Movimiento al Socialismo) al gobierno en 2006. María Galindo aboga por la autonomía feminista y señala en un texto revelador: “nosotras no consideramos que las ONG como ONG -es decir, en tanto instituciones- ni la tecnocracia de género sean partes constitutivas del movimiento. Puede haber mujeres feministas trabajando en estas instituciones, pero poco a poco la tendencia institucionalizadora y tecnocrática las está destruyendo” (2005, p. 58).

El debate en torno a la autonomía feminista es un nudo que encontramos en el feminismo ochentero, pero que de los noventa en adelante se posiciona como el espacio necesario para idear y practicar el feminismo como fuerza despatriarcalizadora, anticapitalista, antirracista y anticolonial, y también una agencia crítica contra la heterosexualidad obligatoria. Todo esto nos habla de una nueva fase, en la que sobresale la experiencia del colectivo feminista boliviano Mujeres Creando, el feminismo comunitario indígena de Julieta Paredes y el de Las Cómplices, integrado por chilenas y mexicanas.

En la diversidad de estos feminismos se trama el deseo de lo que podemos llamar un pachakuti feminista -en el sentido de algunas de las ideas de la socióloga, activista y feminista aymara Silvia Rivera Cusicanqui-, como horizonte político de expectativas hacia donde debe dirigirse la lucha antipatriarcal y anticolonial. El tejido simbólico en torno a la biopolítica de lo materno se compone, sobre todo en Bolivia, desde las diferencias de género, clase, raza y espacio geopolítico, lo que inaugura un pensamiento feminista creativo y provocador que pone en jaque la posibilidad de estados neoliberales o “posneoliberales” con perspectiva de género. Este último asunto en Bolivia es prolífico y conflictivo, pues las feministas critican el gobierno de Evo Morales en lo que respecta a las demandas de despatriarcalización que ellas han levantado. Dicha agenda se propone como condición sine qua non para que la política descolonizadora que el Estado ha puesto en marcha anude lo Real (en sentido lacaniano). Aquí me gustaría detenerme justamente en el contexto boliviano, pues creo que expresa el devenir del feminismo latinoamericano más sugerente de esta última fase.

La noción de descolonización tiene una larga y variada trayectoria en la teoría crítica latinoamericana en general y en el feminismo en particular, pero en Bolivia cobra especial interés debido al propio proceso político y estatal que vive desde la última década. En ese marco, el feminismo comunitario es central para pensar en la articulación entre las nociones y experiencias del patriarcado y el colonialismo interno. María Galindo y Julieta Paredes fundan en 1992 la agrupación Mujeres Creando, una de las más activas y rebeldes hoy por hoy, aun cuando actualmente Paredes ya no participa de este espacio. Gracias a las discusiones en el campo abierto llevadas a cabo por esta organización es que, por ejemplo, Julieta Paredes ha situado su noción de entronque patriarcal para significar el entrecruzamiento del patriarcado indígena con las formas más severas del patriarcado católico colonialista y occidental. Por su parte, María Galindo ha modelado su idea de que sin despatriarcalización no hay descolonización posible.

Una categoría vital para el feminismo boliviano es la de colonialismo interno. Esta recoge, por supuesto, los aportes del mexicano Pablo González Casanova desde la teoría de la dependencia, en tanto desenvolvimiento histórico de la continuidad colonial en los estados nacionales latinoamericanos. Ahora bien, ese cuerpo de ideas también se fue dotando de una nueva voz en virtud de las discusiones al interior del Taller de Historia Oral Andina, fundado por Silvia Rivera Cusicanqui y otros jóvenes sociólogos aymaras, y además entre la intelectualidad indígena y dirigentes campesinos del movimiento katarista-indianista de las décadas de 1970 y 1980. Asimismo, esta noción discute con otras aún más en boga en circuitos académicos, como los del giro decolonial o de la colonialidad del poder.24

La figura principal de este proyecto teórico-político es justamente Silvia Rivera Cusicanqui, quien desde su mirada ch’ixi (concepto pensado por la autora para dar cuenta de una comunión problematizada entre múltiples diferencias culturales, un en medio de la contradicción) interroga el colonialismo interno como troquel fundante de la sociedad boliviana y latinoamericana. El horizonte colonial es para ella de larga duración y cruza la ideología hegemónica de la homogeneidad cultural y la violencia racial, sexual y de clase en la constitución de los estados latinoamericanos. Parte capital de la lógica tanatopolítica que opera en este colonialismo y sus relaciones de dominación es el patriarcado. Respecto de este, Rivera Cusicanqui no olvida cuestionar las versiones idealistas acerca de las relaciones de género-sexo al interior de la sociedad andina histórica y contemporánea.

El problema del patriarcado aparece, en un segundo momento de la producción teórica de Rivera Cusicanqui, muy ligado al periodo en que ella está ponderando lo que será su (in)disciplina: la sociología de la imagen. Ella misma señala: “el tema de las mujeres y el método de la sociología de la imagen comienzan ya a plantearse a fines de los años noventa, pero será recién en la década siguiente que estas preocupaciones se tornarán centrales para mi práctica docente y de investigación” (Rivera, 2010b, p. 26). Su mirada feminista se ubica al costado del movimiento feminista histórico, se podría decir desde una postura ch´ixi, dado que para ella la mujeridad -concepto que define el proceso de subjetivación femenina- se construye también colonizada en la cadena q´ara/misti/chola/india. Esta heterogeneidad cultural y social se encubre violentamente en el lenguaje público republicano, en que las luchas feministas han dado la batalla, tras la ficción de la ciudadanía. Para la autora, la política liberal de la ciudadanía ha constreñido la querella feminista, pues el derecho a la palabra y a la res pública han hecho perder el derecho a una subjetividad simbólica y materialmente diferenciada. Ello convertiría al feminismo en una pieza más del juego occidental y colonialista.

En el pensamiento de Rivera Cusicanqui es posible leer una retórica del cuerpo materno como el espacio donde se liberan las pugnas del colonialismo interno, se incardina la hegemonía del horizonte colonial y el mestizaje se fragua como fantasía de integración. De ese modo, el trabajo materno está cruzado por el fantasma -en sentido psicoanalítico- de la violación primera, de la Conquista que sostiene los ciclos de acumulación originaria en la región, no solo del capitalismo, sino también y principalmente del colonialismo.

Fuera de escena

En esta lectura sobre los feminismos latinoamericanos, la función materna de las mujeres en la cultura, comprendida como trabajo y marco simbólico en que se enfrentan los deseos feministas, es nuclear para pensar históricamente en la significativa dimensión que cobra la cuestión de la vida como política del cuerpo. Vale decir, la matriz simbólica de lo que llamo biopolítica de lo materno, cuya fisiología revisamos desde el republicanismo del siglo XIX, apunta el escenario frente al que los feminismos presentifican la escisión deseante respecto del mandato superyoico de la maternidad.

El cuerpo materno como terreno de subordinación y resistencia pronuncia las escenas de simbolización que hemos abordado, en cuyo seno el deseo cuestiona la unidad del sujeto y cualquier proceso de subjetivación unitario y definitivo. El devenir del feminismo latinoamericano trama una red de sentido rebelde a través de la cual la posición de sujeto deseante se bifurca respecto del lugar de lo materno-patriarcal. En ese contexto, el objetivo de este artículo ha sido describir una hermenéutica feminista que desde el trabajo materno y la pregunta por la vida sugiriera pensar históricamente la maternidad como un asunto de especial interés para los feminismos latinoamericanos.

El peso que en América Latina tiene la biopolítica de lo materno explica, entre otras razones, la permanente saturación de los discursos provida en la lucha que hoy damos, en diferentes naciones de la región, por el derecho legítimo al aborto o en contra de los códigos misóginos que perpetúan el feminicidio. Se trata de una biopolítica cruzada por las dinámicas del capital transnacional, que requiere nuevos ciclos de acumulación originaria o quema de brujas, como señala la feminista italiana Silvia Federici (2015).

Referencias

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* Este trabajo se inscribe en el desarrollo del proyecto de investigación Fondecyt Nº 11140328: “Maternidad y nación en Chile: reversos liberales en la cultura impresa del siglo XIX”, del que soy investigadora responsable.

1Además de los movimientos feministas que modulan su agencia en América Latina, no puedo dejar de mencionar brevemente las marchas de las mujeres, principalmente en Washington, contra el nombramiento de Donald Trump como presidente de Estados Unidos en enero de 2017. Este feminismo pone en escena una formación interseccional —conceptualización que el feminismo negro de la década de 1970 nos legó— que me parece sumamente relevante para comprender el triunfo de la supremacía blanca en ese país y la violencia misógina y clasista que la cruza. Estas manifestaciones abogaron por los derechos de las mujeres y de la disidencia LGBT, los derechos civiles y educacionales, además de construir un frente ecologista, antirracista y antiimperialista.

2En el sentido que propone Giorgio Agamben en Homo sacer (1998) respecto al debate en torno a la categoría de biopolítica de Michel Foucault. Para Agamben, el ingreso de la zoé (hecho de vivir) en la esfera de la polis marca la politización de la nuda vida, es decir, el momento en que la vida natural comienza a ser calculada por el poder estatal que se transforma en biopolítica. A diferencia de Foucault, para quien la biopolítica está entramada en el proceso de gubernamentalidad moderna, para Agamben la producción del cuerpo biopolítico es el aporte original del poder soberano y, por lo tanto, anterior a la modernidad: “Al situar la vida biológica en el centro de sus cálculos, el Estado moderno no hace, en consecuencia, otra cosa que volver a sacar a la luz el vínculo secreto que une el poder con la nuda vida […], reanudando así el más inmemorial de los arcana imperii” (16). Cuando me refiero a esta nuda vida respecto de las mujeres y su función materna, en la cultura en América Latina, estoy pensando en el robustecimiento de la vida, como vida desnuda o el hecho de nacer, en los márgenes de la polis falocrática republicana.

3El razonamiento que sigo en este acápite aparece en Arcos (en prensa).

4Recuerdo en esto a Carole Pateman (1995), en el sentido de que la desigualdad de género es producto de la organización patriarcal de la modernidad y su pacto de soberanía popular. La idea es que el contrato social, heredado de la Ilustración, tiene en su base un contrato sexual invisibilizado que subalterniza la vida de las mujeres en la modernidad.

5 Para ampliar este eje del análisis, revisar Arcos, 2016. Ahí defino la autoría como una de las formas en que las mujeres comienzan a construir subjetividades modernas mediante una concreción pública que revela trayectorias paradojales respecto del campo de escritura en que se sitúan.

6Al respecto es sugerente la crítica que encontramos en la novela Alberto, el jugador (1860) de Rosario Orrego, sobre el caso chileno, en que además de cuestionar la ludopatía como forma de neurosis social de la clase dirigente y posicionar a las madres y la familia como el aro nutricio del buen ciudadano, la narradora arriesga una diatriba murmurante acerca del cuerpo de las mujeres.

7Me refiero a Pratt (1993), quien debate en torno a la heterogeneidad cultural en América Latina, partiendo de la premisa de Benedict Anderson sobre la nación moderna como comunidad imaginada con lazos fraternos y horizontales.

8Solo por repasar los debates más conocidos sobre la biopolítica, podemos nombrar: el umbral entre zoé y bíos en las discusiones de Esposito y Agamben; la comprensión de lo biopolítico como un proceso anterior a la gubernamentalidad moderna y más bien como aporte original del poder soberano en Agamben; la fuerza mortífera del racismo (necropolítica) en las relaciones coloniales de poder en Mbembe; las dimensiones biopolíticas en la colonialidad del poder en Castro-Goméz; la biopolítica del género y la irrupción de nuevos modelos de corporeidad, en el trabajo de Paul Preciado, para entender la categoría de género no solo como un efecto performativo, en el sentido que propone Judith Butler, sino sobre todo como un proceso de apropiación prostético.

9Entiendo lo abyecto en el sentido que le da Julia Kristeva, una categoría que constituye el ámbito de lo que hay que separar y mantener a distancia para que el sentido y el sujeto tengan lugar (Kristeva, 2000, p. 8). El dispositivo de inmunidad en el siglo XIX se exterioriza muy claramente en el racismo galopante de los discursos acerca del binomio civilización/barbarie o en el de la frenología, para hacerlo también más tarde en la orquesta eugenésica e higienista. El mismo Foucault argumentaba que el biopoder inscribió el racismo en los mecanismos del Estado moderno, estableciendo el corte entre lo que debe morir y lo que debe vivir. Alrededor de las guerras fronterizas y capitalistas del siglo XIX y el establecimiento del Estado territorial moderno en América Latina, el sentido inmunitario de la nación construirá al otro como elemento patógeno que se debe exterminar para mantener el cuerpo sano de la nación.

10Lo que trata de situar Foucault (2009) bajo la noción de dispositivo de sexualidad es una red heterogénea de discursos y prácticas que tienen una posición estratégica dominante a partir del siglo XVIII, pero fundamentalmente en el XIX.

11El discurso bélico-racista, extendido durante los años de conflicto, sostiene la incorporación simbólica de la figura del roto chileno como soldado de una raza homogénea y superior. La idea de una raza chilena unificada y potente se sustentaba en la tesis nacionalista de que los chilenos eran herederos, por una parte, de la fuerza brava araucana que les concedía mayor virilidad y, por otro, del legado genético hispanogodo que los diferenciaba de sus vecinos como hombres blancos civilizados. Este imaginario de blancura y civilidad acoge al roto durante los años de la guerra y lo construye como ícono y héroe nacional. No obstante, esta figura, como biotipo identitario del siglo XIX asociado al mestizaje y al pueblo indeseable, había sintetizado la representación que la élite chilena tenía acerca de mundo popular y la pobreza pues, desde antes de la guerra del Pacífico, el roto había sido concebido como un sujeto abyecto desplazado del proyecto de modernidad liberal, porque retrataba a una raza mestiza, irredenta y recesiva imposible de ser partícipe del proceso de civilización nacional. Ahora, en cambio, el roto devenido soldado aseguraba en la guerra, como custodio de la nación, la perpetuidad de una sola raza y un Estado.

12Un libro que da cuenta muy bien de la textualización del prostíbulo y la figura de la prostituta en América Latina es el de Cánovas, 2003.

13Traducción libre.

14Este último se consigue en 1890.

15Un estudio fundamental acerca de los inicios del feminismo para el caso del Cono Sur está en Lavrin, 2005.

16Si bien el frente no tuvo en su agenda en un principio la demanda por el sufragio, prontamente se vuelve su eje unificador durante la propuesta de reforma constitucional presentada por el presidente Lázaro Cárdenas al Congreso de la Unión en 1937.

17Los gobiernos del Cono Sur, en este sentido, son demostrativos del reformismo estatal; pienso en los mandatos de José Batlle y Ordoñez en Uruguay (1903-1907/1911-1915), de Hipólito Yrigoyen en Argentina (1916-1922/1928-1930) y Arturo Alessandri Palma en Chile (1920-1925/1932-1938), por ejemplo.

18Mención aparte merece la obtención del voto en Argentina en 1947 de la mano del peronismo y la figura carismática de Evita. El sufragio femenino había estado en el programa que llevó a Juan D. Perón al gobierno en 1946, pero gran parte del movimiento sufragista rechazó el modo de alcanzarlo, acusando a la presidencia de manipulación y de falta de democracia. En todo caso, este hecho da cuenta de la difícil relación entre el feminismo histórico argentino y el peronismo. Este último pudo convocar mucho más a las mujeres obreras y a las empleadas en una diversidad de servicios, dada su agenda de redistribución social.

19Desde el campo de la literatura, sin embargo, dicho silencio feminista no se expresa tan fuertemente como en la ausencia de un proyecto mancomunado al que se refiere Kirkwood. Por ejemplo, en Chile la escritora Mercedes Valdivieso publica en 1961 la novela La brecha, cuyo asunto central gira en torno al divorcio, pero además se aventura en temas considerados escandalosos para la época como el aborto. De hecho, esta novela ha sido considerada como la primera novela feminista latinoamericana.

20Estoy pensando principalmente en el resurgimiento feminista en el contexto inmediato de las dictaduras militares del Cono Sur, es decir, las de Augusto Pinochet en Chile (1973-1989), Jorge Rafael Videla en Argentina (1976-1983) y Juan María Bordaberry en Uruguay (1973-1985).

21Luego de esta censura, el círculo se fracciona en dos organizaciones: el Centro de Estudios de la Mujer (cem), que adoptaría las tareas de investigación y estudio feminista, y la Casa de la Mujer La Morada, que se encargaría de la organización y formación del movimiento feminista mediante talleres, charlas y activismo político. Más tarde, desde este colectivo surgirá el movimiento feminista.

22La proliferación de programas y centros universitarios responde a una ganancia importantísima del movimiento feminista de la resistencia, aun cuando podemos hablar de su normalización y, por lo tanto, de su ruptura con la calle como espacio de rebeldía y lucha política.

23Importantes fenómenos de religación intelectual son las revistas de crítica cultural Punto de Vista de Beatriz Sarlo en Argentina y Revista de Crítica Cultural de Nelly Richard en Chile.

24Considero que el giro decolonial propuesto por académicos como Walter Mignolo despolitiza el legado del que pretenden hacerse parte, sobre todo de su más cercano referente, Aníbal Quijano. Este autor conecta la situación colonial con su continuidad en la colonialidad del poder, argumentando que su matriz fundante se expresa en tres prácticas que serán constantes en los procesos coloniales posteriores: la raza, el capitalismo y el eurocentrismo (Quijano, 1992). Su propuesta se estructura con base en elementos epistemológicos y materiales, y son estos últimos, es decir, los procesos materiales, los que quedan fuera de la reflexión decolonial y me parece que esto debilita su espesura transformadora y su recepción por los movimientos sociales en América Latina. María Lugones, por su parte, propone desde el feminismo decolonial la idea de colonialidad de género, asentada en la raza, el género y la sexualidad como categorías constitutivas de la episteme moderna, lo que me parece altamente importante para volver a politizar el legado de Quijano. Respecto de Walter Mignolo, son conocidas las críticas de Silvia Rivera Cusicanqui a sus planteamientos: “Los Mignolo y compañía han construido un pequeño imperio dentro del imperio, recuperando estratégicamente los aportes de la escuela de los estudios de subalternidad de la India y de múltiples vertientes latinoamericanas de reflexión crítica sobre la colonización y descolonización” (2010a, p. 58).

Recibido: 21 de Abril de 2017; Aprobado: 07 de Diciembre de 2017

Correo electrónico: arcosce@gmail.com

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