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Revista de historia de América

On-line version ISSN 2663-371X

Rev. hist. Am.  n.165 Cuidad de México May./Aug. 2023  Epub Feb 27, 2024

https://doi.org/10.35424/rha.165.2023.3763 

Artículos

Cuba y la memoria napoleónica: Antommarchi, reliquias, Julio Lobo y un museo

Cuba and the Napoleonic memory: Antommarchi, relics, Julio Lobo and a museum

Lizandra Carvajal García* 
http://orcid.org/0000-0001-5519-9334

*Doctoranda del Programa de Doctorado en Historia y Estudios Contemporáneos de la Universitat Jaume I, Castellón, España. Correo electrónico: lcarvaja@uji.es.


Resumen

El espacio memorial se levanta como un terreno de legitimación simbólica de los recuerdos e imágenes del pasado con una vocación presentista, que busca modular las representaciones del tiempo vivido. Los usos políticos del pasado no constituyen una novedad y la memoria colectiva lleva siglos regulando los recuerdos de las comunidades gracias a la puesta en escena de diferentes marcos o, en palabras de Nora, espacios de la memoria. Este trabajo intenta acercarse a los mecanismos de reproducción memoriales, para explicar por qué Cuba se ha convertido en depositaria de una memoria napoleónica y a su vez en difusora de la leyenda dorada del Gran Corso. De la mano de un coleccionismo, operado a diferentes escalas, hasta la panteonización de una imagen legendaria con la creación de un museo público, el texto también pretende explicar los factores que han propiciado la reproducción del mito napoleónico en aguas caribeñas. La investigación apuesta por una diversidad de fuentes que abarcan desde las últimas aproximaciones teóricas a la temática hasta fuentes de archivo, expedientes de piezas de colecciones museales, prensa de la época y soportes audiovisuales. La complejidad de un fenómeno como la memoria y en especial, la napoleónica, hace necesario este enfoque interdisciplinario que aúna esfuerzos desde la historia, la sociología, las artes y el coleccionismo, para comprender el germen y la plenitud de un fenómeno que hunde sus raíces en el siglo XIX.

Palabras clave: memoria; marcos sociales de la memoria; mito napoleónico; coleccionismo

Abstract

The memorial space emerges as a terrain of symbolic legitimization of memories and images of the past with a presentist vocation, which seeks to modulate the representations of the time lived. The political uses of the past are not a novelty and collective memory has regulated the memories of communities for centuries thanks to the performance of different frameworks or, in Nora's words, memory spaces. This paper attempts to approach the mechanisms of memorial reproduction, in order to explain why Cuba has become the repository of a Napoleonic memory and at the same time the disseminator of the golden legend of the Great Corsican. From collectionism, operated at different scales, to the pantheonization of a legendary image with the creation of a public museum, the text also aims to explain the factors that have encouraged the reproduction of the Napoleonic myth in Caribbean waters. The research relies on a diversity of sources ranging from the latest theoretical approaches to the subject to archival sources, files of pieces from museum collections, press of the time and audiovisual media. The complexity of a phenomenon such as memory and, in particular, Napoleonic memory, makes this interdisciplinary approach necessary, combining efforts from history, sociology, the arts and collectionism, to understand the origin and the plenitude of a phenomenon that has its roots in the nineteenth century.

Key words: memory; social frameworks of memory; Napoleonic myth; collectionism

Introducción

Durante las últimas décadas, el espacio memorial ha vivido un inusitado frenesí de trabajos y propuestas teórico-metodológicas que buscan develar sus mecanismos de funcionamiento y legitimación. Diferentes denominaciones han surgido para intentar nombrar esa mirada que selecciona, acota y regula los recuerdos del tiempo vivido de un grupo o de una comunidad. Marcos sociales de la memoria, mitos y leyendas son solo algunas de las categorías que rodean el ámbito memorial y entre las que se entretejen relaciones de dependencia mutua.

La reflexión que propone el presente texto se articula bajo estas premisas y busca centrarse en un caso icónico del imaginario francés, que ha sobrepasado las fronteras galas hasta llegar al Caribe: el mito napoleónico y su reproducción en Cuba. De esta forma, el texto persigue identificar las diferentes etapas y lugares en torno a los cuales se ha operado la construcción de una memoria napoleónica en el territorio. También se propone evaluar la funcionalidad de cada uno de los marcos sociales de la memoria napoleónica presentes en la isla, con el fin de establecer los mecanismos de reproducción de esta memoria y los principales hacedores de la construcción mítica en el país.

Para ello, el texto propone un breve acercamiento teórico a algunas de las principales cuestiones vinculadas con la memoria y el tiempo vivido, los marcos sociales de la memoria y los procesos de mitificación. Todo ello con el fin de explicar la relación que se establece entre la modulación intencionada de un recuerdo y su instrumentalización política, en este caso enfocado en el mito napoleónico y sus subsiguientes manifestaciones y mutaciones. En un segundo momento se abordan, desde el punto de vista práctico, los presupuestos previamente trabajados, pero focalizados en deconstruir cómo Cuba se ha convertido en depositaria de una memoria napoleónica, a partir de la confluencia de diferentes factores de índole contextual y casual. Para ello se trabajarán los diferentes marcos de la memoria que hacen su entrada en la isla en el siglo XIX hasta la creación de espacios napoleónicos durante el siglo xx y la actualidad.

Las fuentes utilizadas durante el ejercicio de investigación y preparación de esta reflexión han sido diversas, siempre con el objetivo de buscar enfoques complementarios. En este sentido se han utilizado fuentes archivísticas localizadas en fondos disponibles en instituciones cubanas, españolas y francesas, así como fuentes hemerográficas a partir de publicaciones de la época en Cuba, España, Estados Unidos y Francia. También ha resultado de gran utilidad la consulta de los expedientes de piezas museales disponibles en las diferentes instituciones museísticas vinculadas a la epopeya napoleónica en la isla. Igualmente se han utilizado fuentes bibliográficas para el desarrollo de cuestiones teóricas y de índole contextual.

Bajo este enfoque, el texto también se propone argumentar, a partir de la reproducción intencionada de la epopeya napoleónica en Francia y su posterior reproducción en Cuba, un fenómeno vinculado a los usos políticos del pasado, que Pollack ha logrado definir magistralmente:

La memoria es así guardada y solidificada en las piedras: las pirámides, los vestigios arqueológicos, las catedrales medievales, los grandes teatros, las óperas de la época burguesa del siglo XIX y, actualmente, los edificios de los grandes bancos. Cuando vemos esos puntos de referencia de una época lejana, frecuentemente los integramos en nuestros propios sentimientos de filiación y origen, de modo que ciertos elementos son integrados en un fondo cultural común a toda la humanidad.1

La memoria y los términos que evocan el pasado: usos y problemáticas actuales…

“Memoria”, “usos del pasado”, ya sean políticos, públicos y sociales según los autores, “políticas de la memoria” o “políticas del pasado”, son muchos los términos que evocan esta presencia contemporánea del pasado en estrecha relación con la política y el tiempo presente.2

Dada la naturaleza diversa de los actores, es posible observar oscilaciones en la articulación de estos términos referidos al tiempo vivido. Según Lavabre y Tartakowsky, esta variación es naturalmente la evolución de la palabra “memoria”, anteriormente asociada con la memoria y la transmisión, y hoy marcada por la construcción y reescritura del pasado, especialmente desde el punto de vista político.3

Para Marie Claire Lavabre, los usos contemporáneos de la noción de memoria han conservado la esencia de las primeras concepciones de Halbwachs, que consideraban que los usos políticos del pasado “no son otra cosa que la voluntad política de organizar las representaciones del mismo, expresando la ‘memoria colectiva’, como la memoria del grupo como grupo, es decir, de la Nación, de tal o cual partido, asociación o institución”.4

Además, Mink y Neumayer también lo definen como “las diferentes formas en que los actores políticos y sociales perciben y se relacionan con ciertos acontecimientos históricos, de acuerdo con las identidades que construyen, los intereses que defienden y las estrategias que establecen para definir, mantener o mejorar su posición social”.5

Es difícil hablar de una definición definitiva e inequívoca de “memorial”, un problema que está vinculado con la polisemia de la categoría de acción de la “memoria”. En este sentido, es posible observar que el surgimiento de esta noción en las ciencias sociales, a finales de la década de los setenta, no se ha visto acompañado de ninguna definición estabilizada. Según Lavabre y Gensburguer la “escritura de la historia finalizada o novela nacional, conmemoraciones o monumentos, usos públicos o políticos del pasado, museos o archivos, recuerdos de experiencias vividas o transmitidas: se dice que todas las formas de la presencia del pasado, aparte de la historia como pretende, en su principio, el conocimiento y la inteligibilidad del pasado, pertenecen a la ‘memoria’”.6

Los estudios sobre la “memoria” en las ciencias sociales han experimentado un verdadero “auge” desde la década de los ochenta, con un aumento de la producción tanto en los temas abordados como en los enfoques metodológicos. Sin embargo, esta evolución alberga el desarrollo simultáneo de distintas miradas. Por un lado, la memoria es aprehendida a través de sus “usos políticos”,7una comprensión que permite captar la instrumentalización del pasado en diferentes ámbitos de la sociedad, pero también denunciar los “abusos” del ejercicio de la memoria. Por otro lado, esta noción también se atribuye a testigos y víctimas, en el caso de recuerdos traumáticos, como una manifestación inconsciente de una identidad con experiencia vivida o evocada, en una interpretación más individualizada del fenómeno, pero con repercusiones colectivas significativas.8

Al analizar el vocabulario político-mediático vinculado a la memoria, tal y como se ha desarrollado desde la década de los ochenta, es posible observar la confusión entre memoria y usos públicos o políticos del pasado como representaciones compartidas por la mayoría. Muchas de las investigaciones en ciencias sociales, dependiendo de la disciplina en la que se lleven a cabo, favorecen una u otra de estas definiciones “cuando no luchan por distinguir entre el vocabulario de la observación y el vocabulario de la acción política”.9

Según Hartog:

es necesario entonces distinguir entre usos del pasado y usos de la historia, porque hoy nos encontramos en un momento en el que "el pasado" se ha convertido en el término más genérico. Hablamos mucho más de los usos del pasado que de los usos de la historia, del mismo modo que hablamos mucho más de memoria que de historia, y estas dos nociones -memoria y pasado- caminan, si se me permite decirlo, de la mano.10

La historia como disciplina se queda en la comprensión del ejercicio razonado y científico de interpretar el pasado, mientras que la memoria y el pasado son terminologías también impregnadas de sentido histórico pero que operan en el rango emocional y que se nutren de memorias particulares o simbólicas, sensibles a la censura y a la manipulación, con un carácter múltiple, colectivo, plural e individualizador.11Entre estas categorías existe una relación dialéctica en la que se niegan y complementan12 a pesar de las importantes diferencias que existen entre ellas.

Hartog también señala que asistimos a un momento de intensificación de los usos públicos o políticos del pasado, situación que está relacionada con el importante lugar que ocupa la memoria, en nuestras sociedades, desde la década de los ochenta. Este “momento de la memoria”, como lo denomina Lavabre,13 se ha caracterizado por una inflación de publicaciones, investigaciones y reflexiones metodológicas. Desde el punto de vista público, este movimiento puede entenderse a través de las “políticas conmemorativas” gestionadas, en primer lugar, por las autoridades políticas. Tras la revalorización del fenómeno conmemorativo y la canonización simbólica del “deber de memoria”, se observa una multiplicación de los lugares de memoria y una intensificación de las reivindicaciones conmemorativas de los distintos grupos, ya sean mayoritarios o minoritarios.14

Resulta ingenuo pensar que el uso político de la narrativa histórica constituya una novedad. Según Levi, “el carácter de ciencia cívica de la historia la convierte, por definición, en una actividad política”,15 en la que, sean cuales sean los temas abordados, no parece disociable de la dimensión cívica que acompaña a la definición de las identidades, ya sean propias o ajenas.

Así, las narrativas históricas siempre han producido cosmovisiones con huellas políticas, cuyo uso, conscientes o inconscientes, son inexorables.16

Los historiadores no son los únicos depositarios del pasado; los poderes políticos, las instituciones e incluso los individuos tienen la tentación recurrente de movilizar los recursos argumentativos y simbólicos del tiempo vivido para diversos fines. En este contexto, los actores se vuelven múltiples, con una diversidad de escalas geográficas susceptibles de ser movilizadas (local, regional, nacional y cada vez más supranacional).17

Entre ellos se observa una competencia y el espacio conmemorativo se convierte en un campo de batalla donde el pasado es un estandarte a menudo evocado con fines políticos. Asociaciones, fuerzas políticas, autoridades locales y regionales forman parte de este juego de reapropiación del orden conmemorativo. Así tenemos las grandes oleadas de conmemoraciones que han venido a sintonizar la vida pública, en una mezcla de memorias (olvidadas, recuperadas, provocadas) y agendas políticas; así como las leyes memoriales, otro excelente modulador estatal y político de la reescritura del pasado en la contemporaneidad, en el que intervienen el ámbito de la justicia y el gobierno.18

Los marcos sociales de la memoria, mitos y representaciones...

La representación gráfica más común de la memoria es la de un baúl donde todo se almacena y se utiliza cada vez que es necesario; sin embargo, la realidad es más compleja. Los recuerdos sociales necesitan de una reactivación periódica para alejar la amenaza permanente del olvido. Es necesario nutrirlos y asegurar su supervivencia a través de los marcos sociales de la memoria colectiva; quienes se convierten en sus receptáculos y transmisores por excelencia.

Según Halbwachs,

nos preguntamos ¿cómo podemos localizar los recuerdos? Y nos respondemos: con la ayuda de puntos de referencia que siempre tenemos con nosotros ya que es suficiente mirar a nuestro alrededor, pensar en los otros y situar los marcos sociales para encontrarlos.19

Para el sociólogo francés, estas estructuras les permiten a los hombres fijar y recuperar sus recuerdos y constituyen los instrumentos que utiliza la memoria para reconstruir una imagen del pasado, acorde con las necesidades e intereses de las épocas y los grupos dominantes en dichas sociedades.

Pierre Nora denomina estas estructuras con el apelativo de “lugares de la memoria”, con una significación similar a la enunciada por Halbwachs. En palabras del propio autor:

Los lugares de memoria son, en primer lugar, restos. (…) Museos, archivos, cementerios y colecciones, fiestas, aniversarios, tratados, causas judiciales, monumentos, santuarios, asociaciones, son los testimonios de otra edad, ilusiones de eternidad. (…) Los lugares de memoria nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, que hay que crear archivos, que hay que mantener los aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres, levantar actas, porque estas operaciones no son naturales. (…) Sin vigilancia conmemorativa, la historia los barrería rápidamente. Son los bastiones sobre los cuales se sostienen.20

Estos lugares de la memoria sistematizan y concretan recuerdos compartidos por una comunidad y favorecen la conformación de una identidad colectiva, remitiéndola a un pasado común. “Dichos marcos sociales aseguran la fijeza y coherencia de los recuerdos en ellos inscritos, y regulan de manera sistemática el empleo que de ellos hacemos. Así mismo, los marcos le proporcionan estabilidad y persistencia a la memoria”.21

La memoria colectiva se construye cuando se transforman en símbolos determinadas fechas, personajes, lugares, conmemoraciones, hechos y fenómenos históricos. Esta conversión simbólica se hace posible en la medida que se sobredimensionan y modifican los elementos antes mencionados. La memoria no es una entidad permanente, generalmente se reactiva cuando uno de sus marcos aparece. Según Halbwachs, entre los marcos sociales de la memoria se pueden distinguir los marcos temporales, los marcos espaciales y el lenguaje.

Los marcos temporales comprenden las fechas de festividades, las conmemoraciones, los nacimientos, defunciones. Es decir, todo lo que funciona como punto de referencia temporal para encontrar e invocar determinados recuerdos. Las fechas y períodos que son considerados socialmente como significativos siempre tienen consigo un recuerdo construido.

Lo mismo ocurre con los marcos espaciales. En estos se incluyen las construcciones, los lugares, los monumentos, los objetos donde los grupos humanos depositan su memoria y su quehacer. Estos marcos son más estables y duraderos, porque son tangibles y al perdurar mantienen la memoria viva por más tiempo. Una edificación o monumento significa para sus hacedores la permanencia de sus recuerdos, incluso si son destruidos siempre podrá decirse que estuvieron erigidos en determinados lugares, ya que el emplazamiento es lo último que se borra. Para Halbwachs, la sola imagen del espacio, en razón de su estabilidad proyecta la ilusión de no cambiar en el tiempo y la posibilidad de encontrar al pasado dentro del presente, “(…) únicamente el espacio es lo bastante estable para poder durar sin envejecer ni perder ninguno de sus elementos”.22

El lenguaje es otro de los marcos en los que se sostiene la memoria. Ella depende de las palabras para materializarse, para ser contada y evocada. Cada palabra, se acompaña de un recuerdo, de un significado que permite la descripción y transmisión de imágenes e ideas, dentro de los miembros de una sociedad.

Estos marcos no poseen un significado por sí mismos, lo adquieren porque el grupo se los otorga y es capaz de reconocerlos, en el espacio simbólico. “Para Halbwachs "los marcos de los que hablamos y que nos permiten reconstruir nuestros recuerdos, luego de que hayan desaparecido, no son puramente individuales; ellos son comunes a los hombres de un mismo grupo.23

Un recuerdo se hace más fuerte en tanto, una mayor cantidad de marcos lo evoquen y rescaten constantemente del olvido.

En la contemporaneidad no solo el lenguaje, las fechas y los espacios se convierten en los garantes de la memoria. Con la renovación científico-técnica, el desarrollo de las comunicaciones y de los medios audiovisuales, surgen otros soportes igualmente poderosos: el cine, la televisión y las potencialidades de Internet, donde se funden y mezclan todos los posibles marcos de la memoria. Todo ello demuestra la importancia del poder mediático en la actualidad, no solo como creador de opiniones, sino también como modulador de la memoria social, por su capacidad de producir y construir imágenes. Cada uno de sus productos, que presenta una referencia al pasado, posee una alta carga subjetiva que intenta presentar una versión particular de los acontecimientos.

Por lo tanto, la memoria colectiva se erige como una entidad productora y reproductora de un pasado, a partir de su capacidad para moldear los recuerdos sociales de forma intencionada, a través de la reactivación de determinados marcos sociales, por los grupos que componen esa comunidad. Teniendo en cuenta las características de la sociedad contemporánea, su impacto depende de la capacidad política, económica y mediática, de los grupos interesados en la reactivación sistemática de un determinado recuerdo y, en conjunto, de una memoria positiva o negativa, para la colectividad. A decir de Todorov, “la memoria, como tal, es forzosamente una selección: algunos rasgos del suceso serán conservados, otros inmediata o progresivamente marginados, y luego olvidados”.24 No obstante, existen márgenes de independencia, donde actúan las contramemorias o memorias subalternas, que de alcanzar un estatus político de primer orden comienzan a reactivar los recuerdos que legitiman su posición, en una relación presente-pasado que nunca desaparece.

Los mitos constituyen entidades que navegan dentro de los anchos márgenes de la memoria colectiva y perviven en ella. Joël Candau define magistralmente esta relación cuando expresa:

Los mitos, las leyendas, las creencias, las diferentes religiones son construcciones de las memorias colectivas. Así, a través del mito los miembros de una comunidad dada buscan traspasar una imagen de su pasado de acuerdo con su propia representación de lo que son (…). El contenido del mito es objeto de una regulación de la memoria colectiva que depende, como el recuerdo individual, del contexto social y de lo que se pone en juego en el momento de la narración.25

El mito -más allá de todo lo que pueda significar- es una narración, un discurso y un mensaje. A través de la escritura toma forma y abandona el ámbito de la oralidad; se hace cuerpo y verbo en el relato. Opera en el marco del lenguaje -lo que facilita su trasmisión- como una versión de la realidad, en la que se plasman normas y valores de los grupos sociales que lo sostienen. En él prima la imaginación y debido a su permanencia en el tiempo, esa versión llega a asumirse como una copia de la realidad, o la realidad misma.

El mito no constituye una explicación que satisface un interés científico. Su función es la de reforzar las pautas de cohesión social. Se convierte en una especie de codificación del orden tradicional de las instituciones y de los estándares que rigen la conducta de una sociedad determinada. Su misión es eliminar el caos y procurar una imagen del universo que dote de significación a la realidad existente y, por lo tanto, legitime el statu quo del escenario desde donde se le invoque. Según Gilbert Durand cada época se plantea sus propias interrogantes y busca esas respuestas en determinadas figuras míticas.26

La existencia de los mitos solo es posible dentro de los márgenes de la memoria colectiva; en ella se conservan los recuerdos de las épocas transcurridas. La memoria individual, que funciona como otro nivel de la primera, se convierte en transmisora de los relatos míticos, que le llegan a través de los marcos de la memoria social. El círculo se cierra: memoria y mito forman un conjunto que necesita de todos sus componentes para sobrevivir.

Para Sudhir Hazareesingh en tanto, “representación imaginaria del pasado o de un pasado imaginario, el mito es un recuerdo histórico que ejerce una fascinación duradera sobre la consciencia colectiva”.27

Sin embargo, la relación no es unidireccional. El mito ejerce su influencia sobre la sociedad y la condiciona en torno a determinadas ideas y presupuestos, pero esta sociedad también incide en el mito, define sus márgenes, lo acota y ajusta para adaptarlo a las necesidades de un presente histórico, que también determina su permanencia en el tiempo.

El mito se organiza en una sucesión de imágenes que forman parte de un sistema. Las mismas, agrupadas en series y estructuradas en asociaciones permanentes, se convierten en los elementos constructivos del relato al que pertenecen y dan vida. A través de una dinámica propia estas se encadenan, se preguntan, se responden, nacen y se confunden unas con otras, gracias a un juego complejo de asociaciones, que recibe la influencia del contexto que las contiene.28

Existen muchos personajes históricos que han sido mitificados: Carlomagno, Juana de Arco, Napoleón, el Che. Estos sujetos históricos tuvieron una fuerte impronta en la memoria colectiva de sus pueblos y su recuerdo fue sometido a un proceso de mitificación, rectorado en muchas ocasiones por los círculos de poder, impulsados por claros intereses políticos. Sus imágenes terminaron por desfigurarse dentro de la memoria social, al añadírseles toda una serie de elementos legendarios e incluso reconocérseles algunas cualidades sobrenaturales.

Un mito nunca surge de la nada, responde a un interés específico de legitimación o de significación. Tampoco constituyen entidades con formas de transmisión autónomas, para que permanezcan “vivos” en una sociedad es necesario que sean recreados y reactivados constantemente. Como nos refiere Piqueras, “(…) alcanzaron y alcanzan difusión gracias a acciones intencionadas al servicio de proyectos de identidad cohesionada”.29

Su gestación y difusión es conscientemente favorecida por las instancias que controlan el ejercicio del poder. En la mayoría de los casos, el mito es discurso de fundación que reenvía a un tiempo anterior y sagrado, y ofrece un modelo de comportamiento humano.

Cuba y el mito napoleónico ¿una realidad tangible o una realidad imaginada?

Bajo esta amalgama de condiciones y de condicionantes, se ha desarrollado la memoria napoleónica, cuyo escenario por excelencia ha sido el Hexágono francés, en una relación que nació en el siglo XIX y que ha continuado cultivándose hasta la actualidad. Esta memoria se ha nutrido del mito napoleónico y de las diferentes representaciones imaginadas del devenir del personaje: la leyenda dorada o la leyenda negra. Un mito para arraigarse en la memoria de una colectividad debe ser simple y tener posibilidades de asumir diferentes vertientes. El mito napoleónico ha cumplido con estas premisas; ha sido muy versátil y ha logrado acoger las imágenes más diversas y contradictorias. Se ha erigido como un mito positivo o negativo en dependencia de quienes lo han reanimado y del momento histórico en que ha sido evocado. Ambas versiones, aunque contrapuestas, se integran en el universo mítico y memorial napoleónico que ha logrado franquear las fronteras geográficas y lingüísticas, para asentarse en el Caribe con una fortaleza inexcusable. Mito literario y fundamentalmente político, la imagen idealizada del Gran Corso ha recorrido azarosa casi todos los confines del planeta.

En el siglo XIX se forjó el retrato del héroe aguerrido, del monarca magnánimo, liberal y republicano, símbolo de orden y de gloria, el mártir que sucumbía en Santa Elena cual Prometeo encadenado; mientras sus detractores dibujaban la imagen del “ogro” de Córcega para oponerse a la idealización de la figura. En este período fueron erigidas estatuas alegóricas; se acuñaron conmemoraciones relativas a los integrantes de su familia y al propio Napoleón; se celebró el regreso de sus restos a Francia y su tumba en Los Inválidos se convirtió en un lugar de culto a la leyenda; se multiplicó la difusión de objetos simbólicos relativos a la figura tales como tabaqueras, retratos y estampas; se le dedicaron obras de teatro; incluso, el movimiento literario más grande del momento, el Romanticismo, se volcó en su adoración. El II Imperio llegó como una confirmación de que la memoria napoleónica había calado en la sociedad francesa. El sobrino, Luis Napoleón Bonaparte, a la usanza del tío, volvía a protagonizar la hazaña de salvar a la nación desesperada, en otra reedición de una construcción mítica recurrente en la historia política francesa: el salvador o el hombre providencial.

Los usos políticos del pasado se formulan en momentos privilegiados: fundación y comienzo de la institucionalización por un lado, crisis y mutación por otro, pues como Marc Bloch había subrayado, una de las funciones de la memoria era permitir el cambio, al brindar la seguridad de la continuidad,30 una condición que Napoleón III supo aprovechar con gran destreza para llegar al poder. Según Hartog y Revel, “todo discurso histórico es susceptible de usos políticos, tanto si ello se debe a su autor como a sus destinatarios, o si debe atribuirse a la relación particular que éstos mantienen con aquél”.31En este caso, esta relación se hizo evidente en el proceso de mitificación, aupado por el propio Napoleón Bonaparte y las posteriores reactivaciones del mito, con fines e interpretaciones diversas, de acuerdo con el presente histórico que le invocaba. Desde los relatos originales; crónicas de fundación y de ruptura; relatos de legitimación en relación con una época ejemplar, narraciones apologéticas, pero también los espacios en blanco de la narración, que buscan intentar olvidar momentos específicos del pasado; la mirada sobre el tiempo vivido contiene una intencionalidad, imposible de borrar.

La caída del II Imperio, en 1870, condenó el sueño dinástico de los napoleónicos y creó cierta animosidad hacia los bonapartistas. Sin embargo, en poco tiempo, esta situación comenzó a cambiar. En 1880, cuando se produjo en Francia un despertar del nacionalismo, el contexto político del país resultó favorable para el retorno de la admiración por Napoleón. Se hablaba de Sedán, solo para pensar en el desquite, en la revancha sobre Prusia y en la reconquista de los territorios de Alsacia-Lorena. En ese mismo sentido, la expansión colonial que, desde 1881, oponía los intereses franceses a los de la Gran Bretaña, produjo un despertar de la vieja anglofobia que recurría al recuerdo de la lucha sostenida por el Gran Corso contra Inglaterra.

En este contexto, el pasado mitificado fue invocado para justificar las representaciones sociales del presente.32 Esto no significó que el tiempo vivido fuera instrumentalizado en su totalidad, pero sí implicó que se le pudiera evocar, a través de una puesta en escena que, basada también en la empatía, la afectividad y la emoción, tenía efectos en el presente y formaba parte de una política memorial a largo y corto plazo según la fórmula braudeliana del tiempo histórico.33

La leyenda dorada del Emperador volvió a ser reavivada y el siglo xx impuso nuevas condiciones y retos para su reproducción. En esta ocasión la respuesta vino de la mano de las asociaciones napoleónicas, los sitios y museos napoleónicos, la extensa producción bibliográfica sobre la figura y el período, así como el apasionante mundo del coleccionismo. Todos ellos pasaron a convertirse en marcos de la memoria napoleónica que se adaptaron a los cambios experimentados por la sociedad contemporánea y transformaron sus modos de memorización.

Durante el período, comenzó a desarrollarse un coleccionismo napoleónico, en principio más reservado e íntimo, pero que luego fue conquistando espacios y abriéndose camino hasta alcanzar el escenario público y las mejores casas de subastas occidentales. Así hizo su entrada en el siglo xx, el mito napoleónico y, ayudado por esta práctica, continuó ampliando sus horizontes hasta llegar a Cuba.

En la actualidad, la Mayor de las Antillas se ha convertido en un referente indiscutible y visita casi obligada para los amantes de la epopeya napoleónica. Dispersos en su geografía nacional, se pueden encontrar varios espacios que salvaguardan la memoria y el mito napoleónico: un museo y una biblioteca dedicados exclusivamente a la figura, varias mascarillas mortuorias dispersas en el Occidente y el Oriente de la Isla, así como la tumba de quien fuera el último médico de cabecera del Gran Corso. ¿Cómo se ha operado tal conjunción de marcos de la memoria allende el Atlántico y en un espacio aparentemente lejano de la influencia del Hexágono?

Para dar respuesta a esta interrogante hay que analizar factores de índole contextual y otros de índole casual, cuya interacción permitió que, desde el siglo XIX, las primeras reliquias napoleónicas hicieran su entrada en el país. En este sentido, resulta esencial remontarse al momento en que la isla acogió una próspera comunidad gala que, poco a poco se asentó e integró en el territorio nacional. Entre 1791 y 1804 Cuba recibió una cuantiosa inmigración francesa, proveniente de Saint Domingue, que llegó en oleadas sucesivas, producto de las turbulencias revolucionarias y libertarias que sacudían el vecino territorio.

Los principales asentamientos de población francesa se localizaron en la Región Oriental, fundamentalmente en Santiago de Cuba. Sin embargo, un número no despreciable decidió probar suerte en el Occidente de la isla, en los territorios de Pinar del Río, La Habana, Matanzas y Cienfuegos. A la isla llegaron hacendados y colonos blancos, con sus dotaciones de esclavos, y aportaron tanto capitales como un saber técnico que favoreció el desarrollo y el aumento de la productividad de los cultivos de azúcar y café. De igual forma, imprimieron hábitos y costumbres francesas en las comunidades en las que se asentaron; una influencia que se hizo notar en la arquitectura, el mobiliario, las artes decorativas, la moda, el pensamiento, la culinaria y el lenguaje.34

El primer contacto con la estela del Gran Corso, se produjo entre 1803 y 1804, cuando los restos de las tropas napoleónicas, enviadas para recuperar el territorio de Saint- Domingue, se presentaron en aguas cubanas, en busca de refugio luego de haber sido derrotadas por los independentistas haitianos. Los miembros del contingente permanecieron en Santiago de Cuba (específicamente en Cayo Smith, actualmente Cayo Granma), Camagüey y muy pocos llegaron al Occidente. La llegada de estos efectivos vencidos y enfermos puso en un aprieto al gobierno colonial de la isla, no solo por el mal ejemplo que representaba un ejército metropolitano maltrecho, sino porque implicaba un aumento de las tensiones con las colonias británicas y la propia corona inglesa. Luego de varias maniobras, finalmente el Capitán General de la isla, el Marqués de Someruelos, logró forzar la salida de las tropas francesas en 1804.35

Un segundo momento, llegó con la invasión napoleónica en España (1808- 1814) que provocó en Cuba el surgimiento de una oleada de francofobia que abarcó desde 1808 hasta 1809 y condicionó tanto la expulsión de ciudadanos franceses como la negación de las posibilidades de asentamiento para otros. Estas medidas no afectaron por igual a la población gala residente en la isla. Muchos de los grandes propietarios franceses lograron sortearlas exitosamente, gracias a sus conexiones con los acaudalados hacendados cubanos, sus conocimientos e inversiones en la industria del azúcar y del café. De esta forma, durante la primera mitad del siglo XIX, en la Región Oriental creció una próspera colonia francesa que aumentaba tanto, por las uniones matrimoniales con los residentes originarios, como por el intercambio económico y demográfico que se efectuaba desde el Hexágono.

Bajo esta coyuntura, en 1830 llegó a Santiago de Cuba Antonio Benjamín Antommarchi Chaigneau, primo hermano de Francisco Antommarchi, quien fuera el último médico de Napoleón Bonaparte en Santa Elena. Relacionados con el ilustre galeno, el Oriente del país no solo albergaba a su primo Antonio, que se dedicó al cultivo del café en el barrio de Santiago del Prado (villa del Cobre) y fue dueño de cafetal San Antonio.36 También se encontraba su tía, Madame Catalina Chaigneau, propietaria de una academia para jovencitas en Santiago de Cuba.37 No es de extrañar entonces que, en los momentos de penurias y de éxodo forzado, el médico corso decidiera viajar a la isla para reunirse con su familia.

Francisco Antommarchi llegó a la Habana a mediados de 1837, proveniente de México, luego de un largo periplo que incluyó Polonia, Italia, Francia y Estados Unidos. Presumiblemente trajo consigo varias reliquias napoleónicas que, según el imaginario popular, legó a personas cercanas en Puerto Príncipe y Santiago de Cuba. En la capital fue recibido por el capitán General de la Isla, Miguel Tacón quien le confirió cartas de presentación para diferentes personalidades y una misiva de recomendación dirigida al Brigadier General don Juan de Crisóstomo de Moya y Morejón, Gobernador de Santiago de Cuba.38

Desde La Habana, emprendió su viaje al Oriente del país, en busca de un espacio más cálido y nutrido por una comunidad francesa próspera y, en muchos casos, también emigrada como él. Durante la travesía decidió permanecer por algunos meses, en Puerto Príncipe, Camagüey. Allí se alojó en la residencia del escribano de Cámara, don Ignacio Escoto, a quién presumiblemente entregó un pequeño mechón de cabellos de Napoleón y un fragmento del paño mortuorio del ilustre personaje.39

En la propia ciudad agramontina, llevó a cabo un estudio de las propiedades curativas de las aguas del río Camugiro40 y varias intervenciones oftalmológicas. Finalmente, Francisco Antommarchi fue recibido por el Gobernador de Santiago de Cuba y se alojó en su residencia personal en la Calle Rastro. El propio Brigadier General puso a su disposición un ala del convento de San Francisco para que pudiera ejercer como médico, en beneficio de la ciudad.41

Antommarchi, abrió la primera casa de salud en Santiago de Cuba, establecida en las calles Gallo y Toro. De igual forma se convirtió en pionero en la cirugía oftalmológica en la isla al realizar varias operaciones de cataratas exitosas, entre las que se cuentan la que le practicó a la Marquesa de las Delicias del Tempú. De esta forma, poco a poco se fue labrando una gran reputación y se ganó la simpatía de los residentes que ya conocían sus conexiones con el Gran Corso. Es importante establecer que, en el caso cubano, la admiración hacia los principios de 1789 y su encarnación en Napoleón Bonaparte, no era exclusiva de la colonia francesa, pues las divisas revolucionarias se habían extendido por todo el continente hasta llegar a la isla. Sin embargo, no resulta menos cierto que, en los espacios de mayor presencia gala, este fervor se vivía con especial intensidad.

En abril de 1838, el que fuera el último médico de Napoleón Bonaparte, murió víctima de una epidemia de fiebre amarilla que asolaba a Santiago de Cuba y que, él mismo, se ufanaba en combatir y estudiar. Sus restos mortales fueron enterrados en la bóveda de los Marqueses de las Delicias del Tempú, en el Cementerio de Santa Ana, donde permanecieron hasta que fueron trasladados hacia el cementerio de Santa Ifigenia, donde actualmente reposan.42 Al visitar el icónico cementerio santiaguero, se puede apreciar una lápida que distingue el lugar de descanso del personaje y sus aportes para con la ciudad que le acogió en sus últimos momentos.

De esta breve estancia, no solo se recogen las reliquias anteriormente mencionadas, sino que también se tienen noticias de la presencia de varias mascarillas, tipología Antommarchi43 en la isla. Se cree que como muestra de gratitud, obsequió a la familia Portuondo Bravo y Portuondo Moya dos mascarillas mortuorias de Napoleón. Una de estas mascarillas fue donada por Aurelio Portuondo y Barceló al Museo Nacional en 1957.44 De la segunda mascarilla, se conoce que pasó a manos de la familia del General José Lacret Morlot que intentó ponerla en venta en 1913.45 Sin embargo, según comenta Julio Lobo, todavía en fecha de 1957, dicha pieza continuaba en poder de la citada familia.46

Desde estos momentos comienzan a reunirse en Cuba, ya fuera traídas por el médico de Napoleón o a través de compras en subastas europeas, varias mascarillas mortuorias tipología Antommarchi, hasta llegar a reunir en el archipiélago la insólita cantidad de 4 mascarillas mortuorias del Emperador francés. En la actualidad, todas estas piezas se encuentran en instituciones museales de la isla, espacios por excelencia del mundo memorial. Dos, en bronce y en yeso, pueden ser admiradas en el Museo Napoleónico de La Habana, una tercera pertenece a la colección del Museo Municipal de Cárdenas “Oscar María de Rojas” y la cuarta se encuentra en el Museo Municipal Emilio Bacardí Moreau de Santiago de Cuba. Dos de ellas fueron adquiridas a través de compras en el extranjero efectuadas por Elvira Cape Lombard, esposa del reputado Emilio Bacardí Moreau, y por el magnate azucarero Julio Lobo Olavarría.47

En la actualidad, resulta complejo vincular, desde el punto de vista documental, estas piezas con la visita de Antommarchi, pero ello no impide que muchos logren establecer paralelismos entre la estancia del galeno y la presencia de tan elevado número de mascarillas en la isla. Con independencia de su origen, la existencia de estas piezas, de reconocido valor y significado para los seguidores de la epopeya napoleónica, ya constituye un espacio para la reactivación del mito en el espacio caribeño, que se une a la existencia de la tumba del afamado médico, en el Oriente del país. La memoria napoleónica se reactiva con cada visita a las instituciones museales que contienen piezas vinculadas con la figura, ya que estas, aún sometidas al proceso de museización, conservan su condición de marcos espaciales de la memoria.

Julio Lobo: una colección, un museo…

Esta conjunción de elementos podría resultar de por sí interesantes y habrían bastado para que la Isla lograra ocupar un espacio dentro de los hacedores de la memoria napoleónica. Sin embargo, el colofón de estas casualidades históricas se produjo gracias a la labor de Julio Lobo Olavarría, quién fuera uno de los grandes coleccionistas napoleónicos en Latinoamérica durante la primera mitad del siglo xx, que logró reunir en Cuba una de las colecciones más importantes, dedicadas a la figura.

El fenómeno del coleccionismo napoleónico se extendió paulatinamente por Europa y el mundo. Practicado en sus inicios por los sobrevivientes de la epopeya imperial y sus familiares, se mantuvo a lo largo del siglo XIX hasta alcanzar su máxima expresión durante los siglos xx y xxi, con casas de subastas y coleccionistas especializados en el tema. Fueron los nuevos adeptos al Emperador, los que no vivieron el esplendor del Imperio, pero quedaron fascinados con las imágenes gloriosas de la época, moduladas como construcciones intencionadas dentro de la leyenda dorada, los que asumieron el relevo y desarrollaron el mundo del coleccionismo napoleónico. Esta evolución determinó la existencia, en Cuba, de un coleccionista de arte quién, imbuido con la leyenda del Águila, logró reunir una de las colecciones más completas consagrada a la figura de Napoleón.

Julio Lobo fue reconocido como el mayor propietario de centrales azucareros del país, dueño de la Corporación Aeronáutica Antillana S. A. y de la Naviera Cubana del Atlántico S. A. Dirigió la National Bonded Warehouses Company -que contaba con almacenes de azúcar en veintiún centrales y un puerto de embarque- y la Compañía General de Seguros La Unión Azucarera. Además, fue propietario de la Corporación Inalámbrica Cubana S. A. que operaba servicios de radiocomunicaciones telegráficas y telefónicas, así como, presidente y principal accionista del Banco Financiero.48

Este magnate del mundo de los negocios tuvo un papel activo como coleccionista de arte en la isla y era especialmente conocido por su colección napoleónica que abarcaba varias manifestaciones: pintura, mobiliario, artes decorativas, grabados, esculturas, armas, vestuario, entre otras. Movido por apetencias que se hundían en su sensibilidad y psicología individual, el hacendado encontraba en dicha labor, un espacio lúdico en el que se entretejían relaciones de complicidad y conocimiento. Evidentemente, esta afición contaba con el respaldo económico de la gran fortuna familiar y, a la vez, funcionaba como una especie de inversión de capital en bienes muebles con un alto valor simbólico, cuya apreciación en el mercado se incrementaba con el paso del tiempo (Figura 1 y Figura 2).

Fuente: Dalla Bona, Luke, The Collection of the Museo Napoleónico).

Figura 1 Disposición de la colección napoleónica de Julio Lobo en su residencia personal (autor desconocido). 

Fuente: Dalla Bona, Luke, The Collection of the Museo Napoleónico).

Figura 2 Disposición de la colección napoleónica de Julio Lobo en su residencia personal (autor desconocido). 

Su afición napoleónica fue reconocida por los contemporáneos como “complejo napoleónico”, entendida como una identificación intelectual y afectiva con Napoleón Bonaparte, que muchos conectaban con su forma de llevar a cabo los negocios y su vida privada. Lobo comenzó a cultivar el culto a la figura cuando, siendo niño, su padre le regaló, un autógrafo y un libro sobre el personaje; desde este momento, comenzó su inmersión en el mundo del coleccionismo napoleónico.49 Incluso, siendo un adolescente llegó a obtener medalla de bronce en un concurso escolar de ensayos dedicados a la obra del Gran Corso50 (Figura 3).

Fuente: imágenes de archivo del Museo Napoleónico de la Habana)

Figura 3 Julio Lobo Olavarría mostrando algunas piezas de su colección napoleónica (autor desconocido). 

En la primera mitad del siglo xx, llegó a ser considerado como uno de los coleccionistas más activos y sofisticados del país. Continuamente, sus piezas fueron motivos de noticias en la prensa nacional y extranjera,51 entre las que sobresalían las relativas a su colección napoleónica. Para la década de 1950, Lobo fue identificado como el propietario de la colección napoleónica más amplia, fuera de Francia52 que, según varios reportes de la época llegaba a alcanzar hasta 200,000 documentos y 15,000 libros.53

Más que al guerrero, Lobo admiraba al hombre de orden, de método, de visión, de grandes concepciones, amante del arte y de la ciencia, de la literatura y de las artes, poseedor de una capacidad de trabajo extraordinaria; el hombre que, desde su punto de vista, había estabilizado a Francia luego de las convulsiones provocadas por los eventos de la Revolución Francesa.54 Seducido por el Emperador francés, Lobo se erigió en uno de los más fervientes defensores del mito napoleónico en Cuba. Para él, “Napoleón fue uno de esos fenómenos de la naturaleza que solamente se producen cada dos o tres mil años (…). Fue un gran hombre. Su proyección en la Historia va en aumento con la perspectiva de los años”.55 El magnate azucarero logró reunir su colección de arte a través de compras efectuadas en casas de subastas radicadas en Estados Unidos y Europa, entre las que se pueden mencionar a Parke-Bernet, Sotheby´s, Christie´s, Drouot, Charpentier y Georges Petit.56 Para llevar a cabo estas labores, poseía vínculos con varios marchantes internacionales, historiadores del arte y restauradores de la época, como por ejemplo: el inglés John Forrest Hayward y el español Jerónimo Seisdedos López.57 También adquirió ciertas obras y reliquias a través de descendientes de familias de la época y de otros particulares. Para llevar a cabo estas operaciones, contaba con un equipo especializado en rastrear las piezas que le interesaban y que, luego de comunicar los resultados de las pesquisas, procedían a la adquisición de la misma.

Fundamentalmente, Lobo estaba interesado en adquirir objetos vinculados directamente con Napoleón y su familia, a los que se sumaban piezas relacionados con la época, como: mobiliario, armamento, artes decorativas, pinturas, esculturas, grabados, libros, documentos, vestuario, piezas de numismática. Entre las principales piezas de la colección, se encontraba un catalejo, un bicornio, un juego de pistolas, una sobrecama, un reloj de bolsillo, un mechón de cabellos, un cepillo dental y un molar que pertenecieron a Napoleón I.58 También, poseía otros souvenirs de la familia imperial, entre los que se encontraban un juego de campana y plato de la vajilla de Eugenio de Beauharnais, una cajita de polvos y colorete de Hortensia de Beauharnais, un portafolio de la emperatriz María Luisa de Austria, una lámpara araña proveniente de Malmaison,59 una butaca giratoria que presuntamente perteneció a Jerónimo Bonaparte, una cómoda de la princesa Mathilde Bonaparte y un escritorio de viaje del emperador Napoleón III,60 entre otros.

El magnate vivía rodeado por las piezas de su colección, en una especie de culto que impregnaba su vida personal y emulaba con las contemporáneas tendencias del coleccionismo napoleónico. Su propia hija, María Luisa, testimoniaba cómo la afición de su padre formaba parte de la vida familiar al referir que:

(…) las paredes se hallan cubiertas de documentos napoleónicos. La gente tropieza con sillas que pertenecieron a Josefina, o se queda asustada ante una mascarilla de Napoleón. En una vitrina de mi cuarto hay un diente sacado de la propia quijada de este. En la pared se ve una carta del Emperador a Josefina.61

Durante los primeros años, Lobo mantuvo su colección alejada de la mirada de extraños, siendo solo conocida por sus allegados. Sin embargo, a partir de la década de 1950, se opera un cambio y la colección comienza paulatinamente a ser presentada en público, especialmente en espacios dedicados a la promoción de las artes en el país.62 No resulta casual que esta apertura coincida con la creación del Patronato de Bellas Artes y Museos Nacionales,63 en el cual Lobo participaba como vocal y que disparó las acciones de mecenazgo cultural de los grandes coleccionistas de la época.

La colección reunida por Julio Lobo, permitió el encuentro en Cuba de las pinceladas de Antoine-Jean Gros, el barón Gérard, Jean Baptiste Regnault, Andrea Appiani, Robert Lefèvre e Hippolyte Bellangé, por solo citar algunos exponentes del Neoclásico y del Romanticismo francés. De igual forma, la exquisitez e imponencia del estilo Imperio llegaron a la isla a través de los mueblistas Jacob y de expertos artesanos, como Pierre Philippe Thomire, Martin Guillaume Biennais y Jean Baptiste Claude Odiot, a los que se sumaron piezas de Antonio Canova, Antoine-Denis Chaudet y Joseph Chinard. Porcelana estilo Sèvres y piezas originales de la manufactura, porcelana Vieux Paris, relojería movimiento Paris, condecoraciones de la legión de honor, cascos, armaduras, armas y uniformes de los regimientos de la Grande Armée,64 todo este arsenal viajó hasta la isla y comenzó a crear un espacio para la reactivación de la memoria napoleónica.

Por otro lado, la afición (para algunos, la obsesión) de Lobo también posibilitó el nacimiento de una de las grandes joyas de la bibliofilia cubana: una colección especializada que fue bautizada por su propietario como Biblioteca Napoleónica. Correspondencia, compilaciones de prensa decimonónica, memorias, diarios, documentos originales y facsimilares, todos fueron recopilados con el fin de sumergirse en los detalles de una época que apasionaban a su creador.

Al principio, el magnate adquiría las piezas y las almacenaba sin orden o catalogación alguna. Sin embargo, en los años de 1950, decidió organizar la colección y comenzar a construir una verdadera biblioteca. Estas labores se iniciaron en 1954, bajo la dirección de María Teresa Freyre de Andrade, quien era una de las bibliotecarias más reconocidas de la época. Junto a ella colaboraron Audrey Mancebo, Ana María Bru, Miriam Tous, Kety Quijano, Cecilia Goitizolo, Graciela Cancio, Martha Souza y Matilde Aisenstein.65

Inicialmente, los documentos que entraban a la biblioteca se catalogaban y clasificaban por el Sistema de Clasificación Decimal Dewey, siguiendo los estándares internacionales. Sin embargo, Lobo no se encontraba satisfecho con esta metodología y decidió crear un sistema de clasificación único para su colección. Esta empresa estuvo a cargo de Josy Muller, Conservador Adjunto de los Museos de Arte e Historia de Bélgica y especialista en las cuestiones napoleónicas,66 quien recibió la ayuda de Audrey Mancebo. Finalmente, se concibió un sistema alfanumérico, con letras mayúsculas para las clases principales y números romanos para las subclases, que estaba organizado por épocas y que satisfacía los deseos del magnate. Figura 4.

Fuente: Dalla Bona, Luke, The Collection of the Museo Napoleónico.

Figura 4 Sección de la Biblioteca Napoleónica en la residencia de Julio Lobo (autor desconocido). 

En 1958 fue editado el primer tomo del catálogo de la Biblioteca Napoleónica que contaba con 2,321 registros de 1,356 autores, recogidos en un índice de autores anexo al final de la obra.67 En varias ocasiones, la prensa de la época68 refirió la existencia del Museo Julio Lobo y de una de sus secciones constituida en biblioteca, que contaba con personal capacitado.

Interesado en mantener la unidad de su colección luego de su muerte, preocupación frecuente para muchos coleccionistas69 y también motivado por del escándalo generado por la adquisición de parte de la colección Oscar Benjamín Cintas por una galería en New York,70Lobo comenzó a valorar la posibilidad de crear un museo con el objetivo de depositar sus colecciones. Para ello había previsto construir una réplica del Castillo de Malmaison, que serviría de sede a la referida institución, en uno de sus centrales localizado en las proximidades de La Habana. Se trataba de un museo privado, casi familiar71 bajo el cuidado de la Fundación Lobo Olavarría72 que sería la encargada de su administración.73

El hacendado proyectaba esta iniciativa como una contribución a la gestión patrimonial en la Isla, que para entonces comenzaba a dar sus primeros pasos con la creación del Patronato de Bellas Artes y Museos Nacionales y la reapertura del Museo Nacional en 1955, con apoyo y subvención estatal. Lobo comentaba que:

(…) yo he tenido el gusto en dejarle al Museo Julio Lobo, perfectamente organizado y estructurado legalmente, todo lo que poseo en cuanto a obras de arte, documentos históricos, reliquias, etc., ya que, en definitiva, nada de esto me puedo llevar para el otro lado, y me siento con gran responsabilidad para con mi país.74

En los primeros momentos de la Revolución cubana, Lobo decidió permanecer en la Isla y continuar con la gestión de sus negocios y propiedades.75 Incluso, asumió la dirección del Patronato de Bellas Artes y Museos Nacionales,76ante la salida del país por parte de sus principales figuras. Sin embargo, en 1960 finalmente decidió abandonar el territorio y trasladarse hacia los Estados Unidos. Para ese entonces, muchas de las obras de su colección se encontraban en calidad de préstamos y depósitos en las galerías del Museo Nacional. Tras intentar depositar su patrimonio como fondos de dicha institución, en consonancia con sus aspiraciones de fundar un museo que incrementara los activos de la misma y mantuviera unida la colección, sus propiedades fueron nacionalizadas por el gobierno revolucionario y sus piezas trasladadas hacia el recinto museal. Gracias a la intervención de Natalia Bolívar, este patrimonio dio vida al Museo Napoleónico de La Habana que abrió sus puertas el 2 de diciembre de 1961.77

Independientemente de las disquisiciones jurídicas, entre el depósito o la nacionalización de sus bienes, así como, los juicios de valor en torno a las intenciones del propietario con respecto a su colección, lo cierto es que este afán coleccionista posibilitó el nacimiento de una de las instituciones museales más importantes de La Habana y la primera en Latinoamérica, enfocada en la temática napoleónica. Desde este momento, se inició un proceso de socialización de la colección sin precedentes, que empezó a asumir los fines didácticos y educativos, e incluso, normativos, que se atribuyen a las actividades de las instituciones museales.

Los museos constituyen lugares por excelencia de la memoria colectiva, depositarios de marcos espaciales y evocadores de marcos temporales. Potencialmente tienen la capacidad de influir en la modulación de los recuerdos y cuentan con un arsenal museológico y museográfico para mostrar la imagen deseada, a partir de la inmersión en una época determinada. Una capacidad que abarca el espacio de lo tangible, de hacer realidad las representaciones de lo vivido y de modular los recuerdos sobre tiempos pasados.

El Museo Napoleónico de la Habana no escapa a esta particularidad y actualmente viene a completar el ciclo de espacios napoleónicos que pueden ser recorridos en la isla, como una evocación de los lugares de la memoria que ha proclamado Pierre Nora y que describen una constelación de coincidencias que abarcan casi toda la geografía nacional. La colección ha continuado creciendo con otras aportaciones y adquisiciones a particulares. Actualmente también exhibe el ultimo reloj de bolsillo utilizado por Napoleón Bonaparte en Santa Elena78 y una muestra de la vajilla obsequiada por Napoleón, a su hermano Jerónimo, como regalo de bodas79 (Figura 5).

Fuente: fotografía: Lizandra Carvajal.

Figura 5 Salas del Museo Napoleónico de la Habana. 

La institución museal desarrolla innumerables actividades por visibilizar y difundir el valor de la colección que alberga y de la figura a la que está consagrada. Exposiciones temporales, conferencias, talleres culturales y comunitarios, visitas dirigidas a grupos de estudiantes de diferentes niveles de enseñanza, proyección de películas y documentales, muchas veces al unísono de conmemoraciones vinculadas a la epopeya napoleónica, constituyen solo una muestra, de la reactivación de la memoria napoleónica que lleva a cabo la institución.

En este esfuerzo, los medios de comunicación nacionales desempeñan un papel de espejo en el frenesí por rememorar el pasado, al hacerse eco de las diferentes actividades programadas y realizadas, amplificando el alcance de los marcos invocados, a nivel regional e, incluso, nacional. Para los medios de comunicación, conmemorar significa ofrecer la oportunidad de escenificar testimonios y permitir la "comunicación" de recuerdos fragmentados, de ahí los recurrentes encuentros televisivos entre los "portavoces" de la memoria y los profesionales de la historia",80 que se orquestan con motivo de las acciones de rememoración.

El Museo Napoleónico de la Habana no cumple con el mismo cometido edificante que otras instituciones museales cubanas vinculadas directamente con la gesta nacional, por el hecho de estar dedicado a una figura y a una época que solo interactuaron tangencialmente con el devenir del país. Si bien es cierto que los principios libertarios de 1789 viajaron hasta la isla, muchas veces de la mano de emigrados franceses o incluso de sus vástagos que cursaron estudios en el Hexágono, y de esta forma, sirvieron de inspiración para las gestas independentistas decimonónicas. Sin embargo no es posible establecer un impacto directo en la epopeya nacional de la figura del Gran Corso. Esto es uno de los elementos que añade mayor singularidad al hecho de disponer de una institución museística de esta magnitud en Cuba.

Aun cuando no tribute directamente a la construcción del discurso nacional, el Museo Napoleónico de la Habana cumple con una función cultural y política, que obliga a interrogarse nuevamente sobre los “usos políticos del pasado”. En este sentido, la institución se une al concierto de una serie de instituciones y actividades que testimonian el interés por mantener y reforzar las relaciones culturales con el espacio francófono (con repercusiones evidentemente diplomáticas), tanto desde el estado cubano, como desde la política francesa.

Bajo esta mirada, la institución museal habanera se imbrica en el gran paladín de la política cultural francesa hacia América Latina, protagonizado por el movimiento de la francofonía. El museo coexiste en Cuba con varias sedes de la Alianza Francesa81 distribuidas entre La Habana y Santiago de Cuba, con la Casa Víctor Hugo,82 la organización anual del Festival de Cine Francés en Cuba (con 23 años de antigüedad), considerado uno de los más grandes fuera de Francia y la también celebración del Mes de la Francofonía en Cuba.83 A ello se le ha sumado, la recepción de visitas de figuras políticas de alto nivel vinculadas con el gobierno francés y el espacio diplomático galo, así como, su elección como sede de la ceremonia donde el Dr. Eusebio Leal Spengler recibió la Orden Nacional de la Legión de Honor de la República Francesa, en el grado de Comendador.

La institución habanera, se levanta cada mañana como fiel defensora de la leyenda dorada del Gran Corso. Todo el montaje de la exposición invita a la admiración por un hombre y una época, quizás lejanos en el tiempo, pero asibles bajo el recorrido experto de los especialistas de la colección. La propuesta museográfica, que ha marcado el centro desde sus inicios, aún conserva el espíritu de su principal creador y se decanta por la reactivación de la memoria napoleónica en su versión idílica y gloriosa.

Cada visita, cada interacción con las piezas vuelve a activar los complejos mecanismos de transmisión de la memoria y la estela de Bonaparte, ya no es solo del Hexágono, también se ha hecho caribeña. Así en un giro, al más puro estilo carpenteriano, lo “real maravilloso” que nutre estas islas, las ha convertido en asidero del mito napoleónico, un fenómeno que hunde sus raíces en los usos políticos del pasado y que continúa reproduciéndose allende el Atlántico. Mascarillas mortuorias dispersas a lo largo de la geografía nacional, el lugar de reposo de su último médico de cabecera, una colección, un museo; causalidad y casualidad, las dos variantes que posibilitaron la conjunción de estos marcos memoriales en la isla y han convertido a Cuba en un baluarte de la memoria del Emperador.

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1 Pollak, “Memoria, olvido y silencio”.

2Gensburguer y Lefranc, À quoi servent les politiques de mémoire?, pp. 7-16; Lavabre, “Usages et mésusages de la notion de mémoire”, pp. 48-57.

3 Lavabre y Tartakowsky, “Introduction ”, pp. 185-195.

4 Lavabre, “Usages et mésusages de la notion de mémoire” pp. 48-57.

5 Mink y Neumayer, “Introduction”, pp. 1-20.

6 Lavabre y Gensburguer, “Introduction“, pp. 9-17.

7Hartog y Revel, “Note de conjoncture historiographique”, pp. 13-24.

8 Gensburguer, “Mémoire et bricolage. La cérémonie de remise de médaille de «Juste parmi les Nations» “, pp. 433-440.

9 Lavabre y Gensburguer, “Introduction D’une «mémoire» européenne à l’européanisation de la «mémoire»“, pp. 9-17.

10Tassel, “Les usages publics du passé en temps de présentisme. Entretien avec François Hartog“, pp. 11-17.

11Nora, “Entre Memoria e Historia: La problemática de los lugares”.

12Piqueras, “La memoria y la historia”, pp. 41-70.

13 Lavabre, “Usages du passé, usages de la mémoire”, pp. 480-493.

14Tassel, “Les usages publics du passé en temps de présentisme. Entretien avec François Hartog“, pp. 11-17.

15 Levi, “Le passé lontain sur l´usage politique de l´Histoire“, pp. 25-37.

16Ibídem

17 García, “Introduction”, pp. 9-21; De Cock, Offenstadt y Wahnich, “Comment Nicolas Sarkozy ecrit l'histoire de France”, pp. 9-25.

18Hartog y Revel, “Note de conjoncture historiographique”, pp. 13-24.

19 Halbwachs, Les cadres sociaux de la mémoire, p. 201.

20 Nora, “Entre Memoria e Historia: La problemática de los lugares”.

21 Mendoza García, “La forma narrativa de la memoria colectiva”.

22 Halbwachs, “Fragmentos de La Memoria colectiva”.

23Halbwachs, Les cadres sociaux de la mémoire, p. 98.

24 Todorov, Los abusos de la memoria, p. 13.

25 Candau, “Memorias y amnesias colectivas”.

26 Herrero Cecilia, “El mito como intertexto: La reescritura de los mitos en las obras literarias”.

27 Hazareesingh, “Les mythes de la citoyenneté”, p. 51.

28 Girardet, Mythes et mythologies politiques, p. 17.

29Piqueras, “La memoria y la historia”, p. 50.

30Lavabre y Tartakowsky. “Introduction“, pp. 185-195.

31Hartog y Revel, “Note de conjoncture historiographique”, pp. 13-24.

32Lavabre. “Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria”.

33 Tassel, “Les usages publics du passé en temps de présentisme. Entretien avec François Hartog“, pp. 11-17.

34 Morales Tejeda, El signo francés de Santiago de Cuba, pp. 22- 92; Álvarez Estévez, Huellas francesas en el Occidente de Cuba, pp. 27-31.

35 Vázquez Cienfuegos, “Someruelos y el fin del ejército francés en Cuba”, pp. 90-94.

36“El Dr. Francisco Antommarchi: sus últimos días en Cuba”, Bohemia, La Habana, 7 de febrero 1961.

37El último enigma del médico de Napoleón”, Juventud Rebelde, La Habana, 29 de enero de 2017.

38 Faivre D´Arcier, Tras las huellas de Napoleón en Santiago de Cuba, p. 68.

39“El Dr. Francisco Antommarchi: sus últimos días en Cuba”, Bohemia, La Habana, 7 de febrero 1961.

40“Descripción hecha por el Dr. Francisco Antommarchi sobre las aguas termales del río de Camugiro”, Puerto Príncipe, 1837, Cabildo, Legajo 16, No. 10.

41Faivre D´Arcier, Tras las huellas de Napoleón en Santiago de Cuba, p. 128.

42Lobo, La mascarilla de Napoleón Bonaparte, p. 9.

43En el caso de estas mascarillas mortuorias, fueron encargadas por el Dr. Francisco Antommarchi a la Suscripción Richard et Quesnel de París, en el año 1833. Se trató de una edición limitada tomada del molde que realizó el galeno en Santa Elena y que tenía como objetivo ser entregada a familiares y amigos que no estuvieron en los momentos finales del Emperador. Se realizaron ejemplares en yeso y en bronce que se distinguían por la presencia del sello de la Suscripción en la parte frontal inferior y la firma del médico en uno de los costados de la pieza.

44 Lobo, La mascarilla de Napoleón Bonaparte, p. 3.

45Fornet, “Libros, lecturas y el nexo imperial”.

46Lobo, La mascarilla de Napoleón Bonaparte, p. 10.

47Inventarios, Museo Napoleónico de La Habana, La Habana, 1960.

48 Jiménez, Los propietarios de Cuba 1958, pp. 322-329.

49Rathbone, The Sugar King of Havana, p. 67; “Julio Lobo y Olavarría, un gran hombre de empresa”, Información, La Habana, 24 de febrero de 1959.

50“Winners in the Sun´s Napoleon contest show skills in building essays”, The Sun, New York, 7 de Junio de 1914.

51Laguna Enrique, El Museo Nacional de Bellas Artes de la Habana, p. 514; Rodríguez y Rivera. “La biblioteca de Julio Lobo: una aproximación a su colección napoleónica”; “Don Julio Lobo “el Rey del Azúcar” posee una de las colecciones artístico- históricas más importantes del mundo”, ABC, Madrid, 5 de junio de 1958.

52“Don Julio Lobo “el Rey del Azúcar” posee una de las colecciones artístico- históricas más importantes del mundo”, ABC, Madrid, 5 de junio de 1958.

53“Julio Lobo y Olavarría, un gran hombre de empresa”, Información, La Habana, 24 de febrero de 1959; Rathbone, The Sugar King of Havana, p. 154.

54“Don Julio Lobo “el Rey del Azúcar” posee una de las colecciones artístico- históricas más importantes del mundo”, ABC, Madrid, 5 de junio de 1958.

55Lobo, La mascarilla de Napoleón Bonaparte, p. 3.

56Inventarios, Museo Napoleónico de La Habana, La Habana, 1960.

57 Laguna Enrique, El Museo Nacional de Bellas Artes de la Habana, p. 515.

58Inventarios, Museo Napoleónico de La Habana, La Habana, 1960.

59Residencia personal de la emperatriz Josefina, ubicada en la ciudad de Rueil-Malmaison, a unos doce kilómetros de París.

60Inventarios, Museo Napoleónico de La Habana, La Habana, 1960.

61 Lincoln, “Julio Lobo, Colossus of Sugar”, p. 184.

63El Patronato de Bellas Artes y Museos Nacionales quedó formalmente constituido por la Ley-decreto 1606, en el año 1954. Se trataba de un organismo cubano autónomo y de interés público, que —dotado de personalidad jurídica— se proponía promover, cuidar y mejorar el patrimonio artístico, histórico y arqueológico del país.

64Inventarios, Museo Napoleónico de La Habana, La Habana, 1960.

65 Rodríguez y Rivera. “La biblioteca de Julio Lobo: una aproximación a su colección napoleónica”.

66Rodríguez y Rivera. “La biblioteca de Julio Lobo: una aproximación a su colección napoleónica”; Rathbone, The Sugar King of Havana, p. 155.

67 Museo Julio Lobo, Bibliografía sobre la Revolución Francesa, el Consulado y el Imperio, pp. 1- 161.

68“Julio Lobo y Olavarría, un gran hombre de empresa”, Información, La Habana, 24 de febrero de 1959; “Catalogan la bibliografía que, sobre la Revolución Francesa, el Consulado y el Imperio posee Julio Lobo en La Habana”, Avance, La Habana, 18 de diciembre de 1958.

69 Arias Serrano, “Filantropía o especulación. Las motivaciones del coleccionista de arte de mediados del siglo xix a finales del xx”, pp. 10-29.

70“Las pequeñas causas: el Museo Julio Lobo”, Diario de la Marina, La Habana, 22 de enero de 1958.

72La Fundación Lobo- Olavarría se constituyó con el importe de la herencia dejada por sus padres a Julio Lobo, conjuntamente con fondos del propio personaje. Regida por una junta de patronos, se ocupaba de ayudar al sostenimiento de diversas obras caritativas, filantrópicas y culturales en sus centrales azucareros y fuera de ellos.

73Las pequeñas causas: el Museo Julio Lobo”, Diario de la Marina, La Habana, 22 de enero de 1958. “Julio Lobo y Olavarría, un gran hombre de empresa”, Información, La Habana, 24 de febrero de 1959.

74“Don Julio Lobo “el Rey del Azúcar” posee una de las colecciones artístico- históricas más importantes del mundo”, ABC, Madrid, 5 de junio de 1958.

75 Ely, “Los Lobo cubanos: mito y realidad de sus peregrinaciones por Europa y el mundo nuevo”, pp. 68-69.

76 Laguna Enrique, El Museo Nacional de Bellas Artes de la Habana, p. 518.

77 Pérez y Lavastida, Museo Napoleónico, p. 5; “Abrió sus puertas el Museo Napoleónico”, Bohemia, La Habana, 17 de diciembre de 1961.

78Obsequio de los herederos del Dr. Antommarchi a Raúl Castro y Vilma Espín, como regalo de bodas en 1959.

79Patrimonio de la familia Imperial, fueron donados a la institución por la princesa Napoleón Alix de Foresta, con motivo de la reapertura de la institución en 2011, luego de su restauración integral.

80 Crivello y Offenstadt, “Introduction”, pp. 191-202.

81En Cuba, la primera Alianza Francesa se creó en 1883 al mismo tiempo que la sede de París y fue reconocida oficialmente en 1951. Desde entonces ha mantenido sus actividades de forma ininterrumpida.

82Institución única de su tipo en América Latina, que mantiene una labor a favor de la memoria y la promoción del legado de Víctor Hugo, de la cultura francesa y de los pueblos francófonos.

83Inicialmente era conocido como Jornada de la Francofonía pero con el paso de los años ha transitado desde Semana de la Francofonía hasta Mes de la Francofonía, como un indicativo de la dimensión de la influencia de la política cultural gala en el territorio cubano y de la buena salud de las relaciones diplomáticas entre las dos naciones.

Recibido: 15 de Marzo de 2023; Revisado: 19 de Abril de 2023; Aprobado: 10 de Mayo de 2023

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