Introducción
¿Por qué es relevante estudiar la sexualidad, la reproducción y el embarazo adolescente desde una perspectiva que incorpore al género (y otras desigualdades sociales relevantes) en una sociedad como la mexicana? ¿Qué “problemas” en estos ámbitos y en la población adolescente son o no dignos de atención?, ¿qué aspectos de estos temas quedan visibilizados o invisibilizados en las agendas políticas y de investigación? ¿Cómo desafía (o no) la investigación social en sexualidad y reproducción las creencias prevalecientes sobre la adolescencia, la sexualidad, la reproducción y el género? ¿Qué dice todo ello sobre nuestra sociedad? ¿Cómo se articulan estas temáticas, su abordaje social, con las agendas conservadoras? Estos cuestionamientos nos ubican en el centro de los debates sobre la construcción de los objetos de estudio dentro de las ciencias sociales y obligan a visibilizar el carácter no neutral de los procesos de producción de conocimientos y de discursos que estas ciencias generan (Harding, 2002; Sosa-Sánchez, 2008), evidenciando su carácter problemático, contingente y político (Cherrington y Breheny, 2005; Furstenberg, 2007).1 Todo esto implica reconocer, siguiendo a Fernández (2009), que en las sociedades contemporáneas los discursos científicos y profesionales son importantes productores de significaciones sobre la realidad social e influyen sobre los discursos que circulan en las sociedades donde se generan.
El tipo de conocimiento que se produce está condicionado por lo que socialmente pensamos que son los “problemas” relevantes (en un momento y contextos dados) lo que, a su vez, repercute sobre el tipo de preguntas que pueden ser planteadas al respecto. Esto es especialmente relevante cuando se aborda el estudio de la sexualidad y la reproducción en la población adolescente, dada su situación políticamente minoritaria y la heterogeneidad que queda englobada bajo la categoría “adolescentes”.2
El presente ensayo tiene dos objetivos centrales. El primero es presentar una reflexión que contribuya a desnaturalizar el carácter problemático predominante en México sobre las sexualidades adolescentes y sobre el “problema” del embarazo adolescente, evidenciando su carácter no neutral y socialmente construido (Furstenberg, 2007; Stern, 1997). Para esto, se propone una lectura de los mismos desde los conceptos de pánico moral y sexual.
El segundo objetivo de este ejercicio (asumiendo una perspectiva epistemológica constructivista) es identificar a algunos de los portavoces del pánico moral y sexual en México, evidenciando los procesos colectivos e intereses implicados cuando se atribuye (como ocurre con el embarazo adolescente y frecuentemente con las sexualidades adolescentes) a un determinado fenómeno social un carácter problemático (Heilborn, 1998; Szasz, 2012). Parto del reconocimiento de que acordar a un fenómeno un carácter problemático condiciona las imágenes globales y las respuestas políticas ante el mismo (Wheatherley, 1987; Stern, 2012 y 1997), y posibilita, por parte de distintos actores e instituciones sociales (el Estado, la familia, los medios de comunicación, etcétera) (Fassin y Memmi, 2004; Viveros, 2006) una particular gestión sociopolítica de la sexualidad y del gobierno de los cuerpos en el espacio (material y simbólico). Considero pues pertinente retomar a autores como Heilborn (1998) y Stern (2012), quienes subrayan la importancia de debatir sobre la desnaturalización del problema del embarazo adolescente (y de las sexualidades adolescentes) para visibilizar factores de este fenómeno que lo trascienden, con la finalidad de realizar intervenciones y políticas públicas que mejoren las condiciones de vida y el bienestar de la población adolescente, fortaleciendo sus derechos sexuales y reproductivos, su sexualidad y su autonomía sexual.
La sexualidad y la reproducción como problemas políticos: los regímenes de sexualidad y reproducción
A efectos de este ensayo, parto de enfatizar, siguiendo a diversos autores (Foucault, 1978; Rubin, 1989; Vance, 2010; Weeks, 1998), la importancia de historizar y evidenciar los complejos procesos de construcción social asociados a la sexualidad y que pueden implicar (como veremos posteriormente) a la reproducción (sobre todo desde la perspectiva de la bio-política y el sexo) (Deutscher, 2012; Piscitelli, Gregori y Carrara, 2013).3 Reconozco así que el sexo y la sexualidad tienen que ser problematizados dentro de los regímenes políticos de heteronormatividad4 y reproducción vigentes en cada sociedad (Bozon, 2012; Foucault, 1978; Gamson y Moon, 2004; Jackson, 2006; Rubin, 1989; Vance, 2010). Asumo que ninguna actividad o práctica sexual y reproductiva puede ser comprendida sociológicamente si se le separa de las condiciones políticas y sociales en que tiene lugar.
Parto pues de considerar que la sexualidad y la reproducción están inmersas en las mismas relaciones de poder que gobiernan el ordenamiento jerárquico global de las sociedades (a partir de diferentes condicionantes sociales y políticas) que configuran quién tiene el derecho de hacer qué a quién (en el ámbito de la sexualidad), y quién y bajo qué condiciones sociales puede y debe reproducirse, según el lugar que ocupa en la estructura social, lo cual repite o subvierte (según sea el caso) los esquemas prevalecientes de dominación y subordinación en un momento y lugar dados (Córdova, 2003; Rubin, 1989). Así, la sexualidad y la reproducción constituyen ámbitos donde se expresan diversas desigualdades sociales (de género, de generación, étnico-raciales, de clase social, etcétera, muchas de ellas estructurales) y relaciones de poder que repercuten sobre la organización social de las mismas, así como sobre la política sexual y los regímenes de sexualidad y reproducción prevalecientes (Deutscher, 2012; Millet, 1995; Rubin, 1989; Viveros, 2006).5 Subrayar el carácter político del sexo, la sexualidad y la reproducción implica visibilizar el modo en que, en distintos momentos históricos, los movimientos políticos y sociales colocan la sexualidad y la reproducción en sus discursos, teorías y acciones, fomentando la hegemonía de un determinado sistema sexual (Corrêa y Parker, 2004; Deutscher, 2012; Rubin, 1989; Vance, 2010).6 Ello impacta sobre las legislaciones, las regulaciones corporales (Fassin y Memmi, 2004) y la gestión pública relativa a estos ámbitos, gestión en la que intervienen diversas instituciones sociales (médicas, educativas, religiosas, etcétera), así como los medios de comunicación (Irvine, 2006; Piscitelli et al., 2013; Rubin, 1989) y la opinión pública (Rubin, 1989; Vance, 2010). De este modo, el sistema sexual (que no es una estructura omnipotente ni monolítica, dado que continuamente se producen batallas sobre las definiciones, valoraciones, privilegios y costes de la conducta sexual) tiende a cristalizarse en leyes, prácticas sociales e ideologías sobre la sexualidad que influirán en el modo en que es percibida socialmente, configurando la política sexual asociada a un tipo específico de moralidad, basada en una sexualidad ideal,7 y en un sistema de estratificación sexual, acorde con dicho ideal, desde donde los actos sexuales son evaluados a partir de un sistema jerárquico de valor (hetero) sexual altamente generizado (Piscitelli et al., 2013; Rubin, 1989; Vance, 2010).8
Adicionalmente, es importante subrayar que en Occidente la historia de la sexualidad (sobre todo, pero no exclusivamente la femenina) ha estado históricamente vinculada al peligro (Rubin, 1989; Vance, 2010; Walkowitz, 1992) y ha implicado (según el momento histórico) diferentes definiciones sociales hegemónicas de quiénes son socialmente construidos y percibidos como sujetos “legítimos” de sexualidad e incluso de reproducción (Chase y Rogers, 2001; Deutscher, 2012; Furstenberg, 2003, 2007). Estas definiciones están permeadas por diferentes jerarquías (Chase y Rogers, 2001; Rubin, 1989), desigualdades sociales y ejes de diferenciación social. En México son particularmente relevantes las desigualdades socioeconómicas y las asimetrías de género (Szasz, 2012) que expresan la cultura política (Furstenberg, 2007), las estrategias de bio-poder (Deutscher, 2012; Foucault, 1978) y las visiones de mundo dominantes (en reproducción y sexualidad), las cuales deben de ser tomadas en cuenta en los análisis sobre estas temáticas.9
Paralelamente, asumo que la definición de los sujetos legítimos de sexualidad y reproducción, especialmente cuando se trata de población adolescente, expresa el adultocentrismo y los pánicos morales y sexuales dominantes (Irvine, 2006; Rubin, 1989; Vance, 2010; Viveros, 2006).10 Estos pánicos dirigen la atención hacia determinados riesgos y/o problemáticas cuyo proceso de construcción y selección no es nunca neutral (Adazsko, 2006; Furstenberg, 2007; Herdt, 2009; Rubin, 1989).11 Esto tiene importantes repercusiones sobre las políticas públicas, legislaciones, intervenciones, agendas de investigación, y sobre los imaginarios y amenazas socialmente percibidas en torno a los fenómenos implicados (Geronimus, 1997; Irvine, 2006).
Paralelamente, asumir -siguiendo a Foucault (1978)- que la sexualidad y el sexo (y la reproducción) son objetos de importantes tecnologías biopolíticas y dispositivos de regulación (y producción) de subjetividades, conocimientos, relaciones sociales y relaciones de poder (Fernández, 2009) nos permite reconocer que estos ámbitos constituyen vehículos centrales donde se expresan preocupaciones y ansiedades sociales relacionadas con la decadencia moral y con el orden social (Bozon, 2012; Piscitelli et al., 2013; Rubin, 1989) que se expresan en el despliegue de pánicos morales y sexuales (Herdt, 2009; Irvine, 2006), los cuales son, como veremos en la siguiente sección, diseminados por determinados portavoces (instituciones y actores sociales) a través de los medios de comunicación masiva (mass media) e Internet (Herdt, 2009; Piscitelli et al., 2013; Raupp, 2013; Thompson, 2005). Por ejemplo, en México, entre los portavoces del pánico moral y sexual se encuentra la Unión Nacional de Padres de Familia (UNPF), que se constituye como un actor y grupo de presión importante en lo que se refiere a los contenidos en materia de educación sexual en las escuelas (principalmente públicas).12 Otro portavoz fundamental de estos pánicos, y con gran peso político en estos ámbitos, lo constituye la jerarquía católica que, junto con sectores ultraconservadores, participa activamente en los debates en torno a asuntos como la diversidad de familias, el aborto y la educación sexual; es evidente que estos grupos han “reforzado su discurso político y depurado sus estrategias para avanzar en sus demandas” (Aldaz, Melgar, Lerner y Mejía, 2013).13 La iglesia en México desempeña un papel central en la construcción de un modelo de familia ahistórico y (en conjunción con grupos conservadores) en los intentos por reformar el artículo 24 constitucional con la finalidad de desmantelar el Estado laico e imponer sus concepciones morales e impulsar su agenda en ámbitos que conciernen a la moral sexual (Aldaz et al., 2013).14 Lo cual me lleva a afirmar, con Aldaz et al. (2013), que la jerarquía católica constituye en México un actor político fundamental en los debates sobre sexualidad, educación sexual y género (por mencionar algunos ámbitos). Subrayo así que el pánico sexual tiende a ser diseminado en las sociedades contemporáneas por diversas instituciones y actores sociales enrre las cuales juegan un rol central los medios de comunicación masiva (mass media) y el internet (Herdt, 2009; Piscitelli et al., 2013; Raupp, 2013; Thompson, 2005).
Sexualidad, pánico moral y sexual y embarazo adolescente
En este ensayo proponemos reflexionar sobre la desnaturalización del problema del embarazo adolescente (en su articulación con la sexualidad) utilizando los conceptos de pánico moral (Herdt, 2009; Piscitelli et al., 2013; Thompson, 2005) y de pánico sexual (Irvine, 2006; Rubin, 1989). Inicialmente, el concepto de pánico moral surgió en la sociología británica para dar cuenta de las preocupaciones públicas relativas a las prácticas y consumos de las subculturas juveniles en las décadas de 1950 a 1970, a partir de las teorías de la desviación y los modos en que ciertas conductas e individuos son definidos fuera de patrones normativos socialmente consensuados (Thompson, 2005). El concepto de pánico moral propuesto por Stanley Cohen (desde la sociología de la desviación social) permite comprender cómo la exageración de determinados discursos, preocupaciones y problemas sociales se instala en la opinión pública y en las agendas políticas. Un pánico moral tiene lugar cuando una “condición, episodio, persona o grupo de personas emerge y es definido como una amenaza a los valores e intereses sociales” (Cohen, 2011, p. vii). Lo que define el pánico (moral) es el nivel en que las expresiones sociales y personales sobre un fenómeno determinado son desproporcionadas. Por su parte, el pánico sexual es una subcategoría del pánico moral (Herdt, 2009); el concepto fue acuñado por Carole Vance (a partir del concepto de pánico moral) y busca dar cuenta de y analizar los controles sociales, conflictos y controversias públicas en torno a los asuntos de índole sexual en una sociedad, enfatizando el análisis de las ansiedades que generan (al estar relacionados con el orden social y la decadencia moral).15 Tanto el pánico moral como el sexual están estrechamente vinculados con percepciones de seguridad y riesgo (Herdt, 2009) y su despliegue produce narrativas colectivas, guiones culturales y emocionales que canalizan miedos y enojos sobre el otro diferenciado. Esto provoca diversas reacciones políticas, desata cruzadas morales (de corto y largo plazo) y justifica el despliegue de diversos controles sociales que frecuentemente permean las legislaciones sexuales y políticas públicas en diferentes contextos y momentos históricos (Corrêa y Parker, 2004; Irvine, 2006; Rubin, 1989).
Desde la perspectiva del pánico sexual, se asume que los valores y conductas sexuales constituyen instrumentos que desplazan diversas ansiedades sociales al terreno de la sexualidad y de la reproducción (Rubin, 1989). A la vez, si bien en el despliegue del pánico sexual la población objeto del mismo es la que más lo padece, es preciso subrayar que los cambios sociales y legales que suscita afectan legislaciones y políticas que pueden alcanzar a la población en general. De tal suerte, si bien ciertas poblaciones son el objeto privilegiado del actual sistema sexual (como las y los adolescentes, las personas de la tercera edad, las personas con orientaciones sexuales no heterosexuales, etcétera), el estigma dirigido a ciertas minorías políticas sirve de esqueleto a un sistema que afecta a toda la gente (Rubin, 1989). Así, aunque el pánico sexual desata temores que se relacionan con actividades/conductas sexuales de determinadas poblaciones minoritarias (Herdt, 2009; Piscitelli et al., 2013; Rubin, 1989; Thompson, 2005), su despliegue se asocia con movimientos neoconservadores y fundamentalismos religiosos que buscan socavar reivindicaciones amplias en materia de sexualidad y/o asociados con los derechos sexuales y reproductivos (Herdt, 2009). En este sentido, es preciso señalar que los pánicos sexuales y morales en las sociedades contemporáneas constituyen mecanismos privilegiados de control social a través de los cuales se expresa la violencia estructural y se reproducen desigualdades sociales y prácticas de discriminación y de exclusión social (Herdt, 2009).
Pánico sexual y población adolescente
El despliegue de pánicos morales y sexuales adquiere expresiones y connotaciones específicas en lo referente a la sexualidad y a la reproducción cuando tiene lugar en la adolescencia16 debido a la situación políticamente minoritaria de esta población frente al resto de la sociedad y dado que estos mecanismos constituyen ejes centrales en torno a los cuales ha girado el control social sobre esta población (Menkes y Sosa-Sánchez, 2013).17
Por otra parte, si bien reconozco que a través del tiempo, tanto la percepción y los significados sobre la adolescencia como las regulaciones de la sexualidad y la reproducción dirigidas a este grupo poblacional han sufrido transformaciones, puede afirmarse que en México (como en otros países) persisten diversos controles sociales y discursos médico-pedagógicos donde el énfasis aún está puesto en el control de la sexualidad de las y los adolescentes y no en el reforzamiento de su calidad de vida y en la garantía de sus derechos en sexualidad y en salud sexual y reproductiva (Adaszko, 2005; Fernández, 2009; Juárez, 2009; Menkes y Sosa-Sánchez, 2013, 2016; Viveros, 2006). Por ejemplo, puede afirmarse, siguiendo a Stern (1997) que la preocupación en diferentes sectores de la sociedad por el embarazo adolescente en México se originó en la década de 1980 y se ha enmarcado a grandes rasgos en cuatro argumentos: 1) el incremento en números absolutos de la población de entre 15 y 19 años de edad, 2) el rezago en el descenso de la fecundidad de las mujeres adolescentes con respecto a otros grupos de edad, 3) el incremento en el acceso a servicios de salud de la población de escasos recursos, aunado a la creciente medicalización del embarazo (lo que ha visibilizado la fecundidad adolescente en este grupo de población), y 4) la ocurrencia de embarazos adolescentes en contextos en los que se supone no deberían tener lugar, es decir, entre las clases sociales más favorecidas (Stern, 1997). Respecto, a la atención acordada actualmente al embarazo adolescente cabe precisar que las tasas específicas de embarazo en México descendieron de manera importante desde la década de 1980: en 1982 la tasa era de 119 embarazos por cada mil mujeres entre 15 y 19 años de edad (Secretaría de Salud, 1987), mientras que según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID), la tasa específica de fecundidad (TEF) adolescente en 2009 se ubicaba en 69.2, en 77.0 en 2014 y en 70.6 en 2018 (INEGI, 2018). Este incremento en la última década sin duda generó una preocupación central sobre el fenómeno que no alcanzó a evidenciar los contextos sociales y culturales marcados por la pobreza, la baja escolaridad y una educación sexual deficiente que, en articulación con importantes desigualdades de género, posibilitan la ocurrencia del embarazo durante la adolescencia.
A la vez, pese a que principalmente desde la década de 1990 ha sido señalado como un reto fundamental el reconocimiento de las diferentes dimensiones y necesidades (en servicios de salud, educativas, de información, etcétera) que la sexualidad adolescente plantea y el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de esta población (Menkes y Sosa-Sánchez, 2013) e incluso esto se planteó en (entre otras iniciativas) la Estrategia nacional para la prevención de embarazos en adolescentes (ENAPEA) en 2015, puede afirmarse que existe una fuerte resistencia a reconocer a los y las adolescentes como sujetos sexuales (Juárez, 2009; Mielnecki, 2012). Esto repercute en el cuestionamiento y negación de las necesidades específicas que esta población plantea en materia de sexualidad y salud sexual y reproductiva (Juárez, 2009; Menkes y Sosa-Sánchez, 2013; Mielnecki, 2012; Sosa-Sánchez, 2005), lo cual está relacionado con los imaginarios y el modo en que socialmente se percibe y construye la adolescencia principalmente con base en el criterio de la edad. Esta construcción tiende a encuadrar a los y las adolescentes en una concepción del mundo totalizadora y homogeneizante donde les son asignados roles y espacios sociales y simbólicos determinados (Feixa, 1996) favoreciendo su subordinación política. Esto contribuye a dificultar su acceso a métodos anticonceptivos, servicios educativos y de salud sexual y reproductiva e, incluso, información que refleje las necesidades y dudas concretas que esta población requiere en materia de sexualidad y prevención de embarazos, supeditando dicha información y la circulación de la misma, a partir de lo que otros grupos definan conveniente para ellos (Juárez, 2009). Esto impacta, por ejemplo la calidad de la información en materia de sexualidad que se les brinda, así como su acceso a métodos anticonceptivos. Al respecto, diversos autores han señalado la importante demanda insatisfecha de anticonceptivos en la población adolescente (Allen, Villalobos, Hernández, Suárez, de la Vara, de Castro, y Scchiavon, 2013; Villalobos, de Castro, Rojas, Allen, 2017).18 Por ejemplo, si bien el uso de métodos anticonceptivos de las adolescentes sexualmente activas pasó de 54.6% en 2009 a 59% en 2014 y a 64.3% en 2018, la demanda insatisfecha de anticonceptivos en esta población sigue siendo alta. Según estimaciones provenientes de la ENADID (2018), las necesidades insatisfechas de métodos anticonceptivos siguen siendo mucho mayores en la población adolescente en comparación con las de todas las mujeres unidas en edad fértil. Así, mientras que en 2018 se estima que 10.8% de las mujeres unidas de 15 a 49 años tuvo una demanda insatisfecha de métodos de control natal, el porcentaje correspondiente para las adolescentes unidas de 15 a 19 años fue de 28.2% (INEGI, 2018). Estos datos adquieren un sentido particular si se visibiliza que en la construcción social hegemónica y moderna de la población adolescente, se le describe como objeto pasivo de diversos procesos de protección-represión, y la figura jurídica que históricamente la ha caracterizado es la de tutelaje (Feixa, 1996; Fernández, 2009), lo que contribuye a dificultar su reconocimiento pleno como sujetos y colectividades de derechos, y a naturalizar el trato desigual y la subordinación política de la que esta población es objeto, la cual invisibiliza la diversidad que engloba esta categoría así como sus diferentes inscripciones sociales.19 A la vez, es preciso señalar que la invisibilización de los diversos dispositivos de desigualación (Fernández, 2009) a que es sometida esta población, así como de sus diferentes inscripciones sociales (de clase social, género, afiliación étnico racial, etcétera), repercute sobre la política pública limitando su efectividad y colocando a las y los adolescentes en una situación de mayor vulnerabilidad social dado que los procesos de minorización social y política (Coimbra, 1999) crean condiciones para la expropiación de bienes y derechos materiales, ciudadanos, simbólicos y/o eróticos (Fernández, 2009). Esta minorización igualmente se expresa en al menos tres cuestiones: primero, la percepción y construcción (siempre socio histórica) de la reproducción temprana (y del embarazo adolescente) como problema está estrechamente relacionada con un cambio en la percepción de las edades y de las expectativas sociales asociadas a las mismas (Adaszko, 2005; Furstenberg, 2003 y 2007; Heilborn, 1998; Stern, 2012 y 1997).20 La segunda cuestión se refiere a la existencia y continuidad de lo que Rubin (1989) denomina la “histeria erótica” que pone en el centro la protección sexual de los menores de edad y produce, en muchas ocasiones, leyes y políticas frecuentemente de corte conservador y represivas que alteran las regulaciones de la conducta sexual, estrechan las fronteras de las conductas sexuales aceptables y frecuentemente suprimen libertades civiles y derechos en los ámbitos de la sexualidad y la reproducción (Irvine, 2006; Rubin, 1989; Viveros, 2006).21 La tercera cuestión se refiere al despliegue, en sociedades como la mexicana, no solo de regulaciones y jerarquías sexuales22 que reflejan el carácter adultocéntrico23 de la sexualidad y de la reproducción, sino también en la definición, en un momento histórico dado, de quiénes son sujetos legítimos de sexualidad y reproducción y quiénes quedan fuera de esta norma.24 Todo esto dificulta las interacciones entre esta población y los profesionales de la salud y contribuye a la existencia de preconceptos como “sexualidad precoz” que están en el núcleo de los tabús que en materia de sexualidad obstaculizan la construcción colectiva de una cultura de derechos en sexualidad (Menkes y Sosa-Sánchez, 2016; Raupp, 2013) como parte fundamental de la cultura general, de una cultura de derechos y de ciudadanía que contribuya al desmantelamiento de las desigualdades sociales que dificultan la existencia de proyectos alternativos a la conyugalidad y a la maternidad/paternidad en esta población.25 Así, es preciso enfatizar que, pese a que, en las últimas décadas, las evidencias empíricas en México han sido contundentes en corroborar los vínculos entre la pobreza, las desigualdades estructurales y la ocurrencia del embarazo adolescente (Menkes y Sosa-Sánchez, 2016; Menkes y Suárez, 2003; Stern, 1997 y 2012). Así, las cifras reafirman la intrínseca relación directa que existe entre las tasas de embarazo adolescente y el estrato socioeconómico al que pertenecen las adolescentes que se embarazan. Al respecto, según datos de la ENADID 2018, las tasas específicas trienales de embarazo del estrato bajo de las adolescentes fue de 104 embarazos por cada mil mujeres, en contraste con las del estrado medio/medio alto, que fue de 44 por cada mil.
Sin embargo, es preciso señalar que, tanto en el despliegue de los pánicos morales y sexuales como en las políticas públicas sobre este fenómeno lo que tiende a escandalizar y a ser percibido como una amenaza frente al orden social es, explícitamente, el embarazo adolescente en sí mismo (e implícitamente, el ejercicio de la sexualidad adolescente) y no las desigualdades sociales y los procesos de fragilización social, subjetiva y política que lo tornan posible y que lo dotan de sentido (Fernández, 2009; Stern, 1997). Como sugiere Adaszko (2005), esto no solo no refleja la realidad de los grupos sociales en los que tiene lugar el embarazo adolescente, sino que conlleva un efecto secundario que permite culpabilizar y/o victimizar a los grupos socialmente más desfavorecidos (que es en los que este fenómeno tiende a concentrarse) sin proporcionar soluciones realistas a los procesos de exclusión y marginación a que estas poblaciones se enfrentan (Adazsko, 2005; Fernández, 2009; Furstenberg, 2007 y 2003).
Lo hasta aquí expuesto destaca la necesidad de desarrollar enfoques políticos que visibilicen las condiciones materiales de reproducción de los diferentes grupos sociales y las condiciones estructurales (y proyectos de vida acordes a estas condiciones) donde el embarazo adolescente tiene lugar. Esto torna necesario invertir la lógica de análisis de los discursos dominantes que conceptualizan el embarazo en la adolescencia como causa o generador de pobreza, ya que las evidencias empíricas en México (Menkes y Suárez, 2003; Menkes, Suárez, Núñez y González, 2006; Stern, 2012 y 1997) sugieren que el embarazo en la adolescencia es un indicador, un resultado de exclusión y desigualdades estructurales generalmente previas a este evento las cuales lo enmarcan y lo dotan de inteligibilidad, y no necesariamente -como tiende a presentarse en los discursos hegemónicos (y en el despliegue de los pánicos morales y sexuales)- la causa de la pobreza que frecuentemente le precede (Adaszko, 2005; Furstenberg, 2003, 2007; Stern, 2007, 2008) y/o de la pérdida de valores y el libertinaje sexual de las y los adolescentes (El Tribuno, 2016; Pacheco, 2011).26
Todo ello nos obliga a realizar una reflexión colectiva que permita visibilizar y problematizar que, pese a lo que tienden a afirmar los discursos sociales hegemónicos (y entre ellos los científicos), el embarazo adolescente per se no es siempre lo que pone en riesgo a las adolescentes. Más bien, siguiendo a Fernández (2009), podemos afirmar que la vulnerabilidad y los riesgos que tradicionalmente se asocian con el embarazo adolescente en los discursos sociales dominantes son producidos por el desamparo político y social (frecuentemente previos al embarazo) que experimentan muchas adolescentes en México (en contextos similares) y que este desamparo es uno de los nodos centrales que genera estrategias de fragilización social, subjetiva y corporal que son organizadas socialmente y que deben ser combatidas social, colectiva y políticamente.
A modo de reflexión final
¿No será que muchos de los problemas que llevan al embarazo adolescente y a los que este conduce -y, repito, no niego que sean problemas reales- se derivan de la manera como hemos valorado la sexualidad premarital y, particularmente, sancionado la sexualidad adolescente? (Stern, 1997, p. 142).
Como hemos visto a lo largo de este ensayo, consideramos pertinente, siguiendo a Szasz (2012), subrayar que las investigaciones relativas a la sexualidad y el embarazo adolescente que pasan por alto las diferentes relaciones de desigualdad social y estructural (de género, de clase social, de afiliación étnico racial, etcétera) posibilitan la producción de construcciones discursivas e imágenes de realidad que desde la aparente “neutralidad” del conocimiento científico legitiman formas de control y dominación social, así como discursos sociales que producen y despliegan pánicos morales y sexuales. Esto, lejos de fomentar abordajes sociales, políticos e intervenciones para hacer frente a los fenómenos sociales que son percibidos como “amenazantes” tiende a incrementar la fragilización de los grupos sociales que los experimentan y, en muchas ocasiones, contribuyen a restringir o a privar a la población objetivo de diferentes derechos (Szasz, 2012). En este ensayo partimos de asumir que en los abordajes y discursos socialmente producidos sobre sexualidad y embarazo adolescente se expresan no solo intereses de investigación y de política pública, los cuales tampoco son ahistóricos ni neutrales; más bien, frecuentemente expresan los regímenes de sexualidad y reproducción vigentes en la sociedad mexicana, así como diversas desigualdades sociales (de género, de generación étnico-raciales, de clase social, etcétera) prevalecientes en la misma y ponen de relieve las creencias y prejuicios dominantes en materia de sexualidad y reproducción.
Difícilmente se puede incidir en las prácticas y trayectorias sexuales y reproductivas de los y las adolescentes sin transformar las estructuras de desigualdad social (tomando en cuenta su interacción e intersección) que sin duda condicionan la ocurrencia, el significado y los resultados de las prácticas y vivencias en sexualidad y reproducción (Adaszko, 2005).
Esta discusión nos obliga a visibilizar que el “problema” del embarazo adolescente y las políticas públicas que tienen por objeto al mismo y a la sexualidad en esta población se vinculan con las maneras en que socialmente se piensa no solo sobre la adolescencia, la sexualidad y la reproducción, sino también sobre las relaciones sexuales prematrimoniales, es decir, sobre quien, en qué momento y bajo qué circunstancias debe o no tener relaciones sexuales o convertirse en madre/padre, lo cual está igualmente permeado por ideologías e imaginarios sexistas, adultocéntricos, hetero-normativos, clasistas y racistas, y mobiliza la emergencia/continuidad de pánicos morales y sexuales como mecanismos de control social y político en estos ámbitos (Herdt, 2009). Esto podría (al menos en parte) explicar por qué si bien los discursos de las instituciones políticas, médicas y escolares (por mencionar algunas) indican que el embarazo en la adolescencia debería de prevenirse, estas instituciones no han sido capaces de articular estrategias efectivas para que las y los adolescentes que desean postergar la maternidad/paternidad e invertir en proyectos de vida que no se centren en la maternidad/paternidad o en la conyugalidad cuenten con los recursos (cognitivos, materiales y simbólicos) para hacerlo. Esto implica reconocer que la sociedad y el Estado tienen deudas pendientes con la población adolescente, especialmente con quienes pertenecen a contextos socialmente desfavorecidos para el ejercicio efectivo de derechos no solo sexuales y reproductivos, sino también en sexualidad, así como sociales y humanos más fundamentales: trabajo, educación, salud, vivienda, etcétera.
Esto, siguiendo a Stern (1997), no significa negar que el embarazo en la adolescencia puede conducir a circunstancias que profundicen la situación muchas veces de precariedad social que lo enmarca y que deben de ser atendidas y enfrentadas política y colectivamente. Sin embargo, enfatizo, siguiendo a Stern y a otros/as autores/as (Adaszko, 2005; Furtsenberg, 2007 y 2003; Heilborn, 1998) la necesidad de elaborar colectivamente una reflexión más profunda y crítica acerca de la verdadera naturaleza del mismo, sus causas, consecuencias y significados, al igual que sobre la manera en que se lo investiga y se actúa social y políticamente al respecto.
Finalmente, es preciso señalar que, ante los pánicos morales y sexuales que se erigen en el México contemporáneo y que tienen como objeto la sexualidad y el embarazo adolescentes, es preciso retomar a Gayle Rubin (1989), quien planteaba desde hace ya varias décadas la necesidad de comprometernos social, ética y políticamente con una teoría y práctica radical sobre el sexo y la sexualidad que identifique, describa, explique y denuncie todas las formas de injusticia erótica y opresión sexual (y reproductiva), y fortalezca una visión integral no jerarquizada de la sexualidad que forme parte de los derechos humanos y que se vincule a la lucha impostergable por la equidad de género y la justicia social.