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Debate feminista

On-line version ISSN 2594-066XPrint version ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.60  Ciudad de México Jul./Dec. 2020  Epub Nov 27, 2020

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2020.60.03 

Artículos

Hacia una nueva metafísica del género*

Towards a New Gender Metaphysics

Para uma nova metafísica do gênero

Siobhan Guerrero Mc Manus** 
http://orcid.org/0000-0002-3882-6217

**Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México. Correo electrónico: siobhanfgm@gmail.com.


Resumen

El presente texto elabora una propuesta novedosa en torno a qué es el género. Para ello, realiza una crítica a diversos modelos metafísicos en torno a este que han ido ganando influencia al interior de la filosofía feminista anglosajona. De manera sucinta, se evalúan estos modelos a la luz de dos controversias que hoy atraviesan los feminismos: A) ¿debe el feminismo ser abolicionista de género?, y B) ¿reifica la identidad de género los roles de género? La hipótesis de este texto consiste en señalar que los sesgos funcionalistas de los modelos criticados los llevan a prejuzgar estas cuestiones, ignorando en el proceso otros aspectos asociados al género. Para evitar esta desafortunada consecuencia, este texto concluye retomando elementos de diversas filosofías feministas que permiten una concepción más compleja del género.

Palabras clave: Género; Metafísica; Funcionalismo; Imagen corporal; Deseo

Abstract

This text posits a novel proposal about what gender is. To this end, it criticizes various metaphysical models on the issue that have been gaining influence within Anglo-Saxon feminist philosophy. In short, these models are evaluated in light of two controversies feminisms are undergoing today: a) should feminism be gender abolitionist? and b) does gender identity reify gender roles? The hypothesis of this text is to point out that the functionalist biases of the models being criticized lead them to prejudge these issues, ignoring other aspects associated with gender in the process. To prevent this unfortunate consequence, this text concludes by taking up elements of various feminist philosophies that permit a more complex conception of gender.

Keywords: Gender; Metaphysics; Functionalism; Body image; Desire

Resumo

Este trabalho apresenta uma nova proposta sobre o que é gênero. Parte de uma critica de vários modelos metafísicos em torno ao gênero que vão ganhando influência dentro da filosofia feminista anglo-saxônica. Sucintamente, esses modelos são avaliados à luz de duas controvérsias pelas quais os feminismos estão passando hoje: a) deve o feminismo ser abolicionista de gênero? b) a identidade de gênero reifica os papéis de gênero? A hipótese aqui é que os vieses funcionalistas dos modelos criticados os levam a prejudicar essas questões, ignorando outros aspectos associados ao gênero no processo. Para evitar essa consequência infeliz, este texto conclui retomando elementos de várias filosofias feministas que permitem uma concepção mais complexa do gênero.

Palavras-chave: Gênero; Metafísica; Funcionalismo; Imagem corporal; Desejo

Introducción: controversias metafísicas en torno al género

Este texto tiene como objetivo central elaborar una ontología en torno al género que sea heurísticamente fecunda, empíricamente robusta, capaz de unificar diversos fenómenos sociales relacionados con dicho concepto y, finalmente, consistente con la historia de los estudios de género. Para alcanzar dicho objetivo el presente texto pasa revista a diversas concepciones en torno al género que se han ido articulando al interior de la nueva metafísica de género desarrollada sobre todo en la filosofía anglosajona y el así llamado feminismo analítico (por su uso de las herramientas elaboradas en dicha tradición filosófica).

Lo que motiva la búsqueda de una nueva caracterización ontológica en torno al género es precisamente la pregunta de si existen múltiples feminismos o solamente uno; pregunta que en cualquier caso no es nueva. Dicha interrogante nos ha acompañado al menos desde la década de 1970 y su relevancia consiste en poner en evidencia el carácter hermenéutico que, en tanto tradición de pensamiento, posee el feminismo. Así, dicha tradición podría pensarse como un conjunto de interpretaciones encontradas sobre sí misma, sobre su historia, sobre sus demandas fundamentales y sobre sus diagnósticos acerca de las causas de la opresión de las mujeres y otros sujetos feminizados (Guerrero Mc Manus, 2019).1 Estas interpretaciones arrojan diversas respuestas en torno a quiénes son los sujetos políticos del feminismo, cuáles son las estrategias políticas a seguir y los horizontes políticos a alcanzar.

Como espero sea claro, la existencia de múltiples respuestas, muchas veces de carácter antagónico, suele dar lugar a una serie de controversias en las cuales lo que está en pugna es una batería de conceptos como: i) qué es ser mujer -y, por consiguiente, hombre-, ii) qué es el género, iii) en qué consiste la diferencia sexual y, desde luego, iv) cuál sería un horizonte de justicia a alcanzar. Este artículo sostiene que dichas controversias no son únicamente de carácter político o epistémico, sino que emanan de posturas diferentes en el ámbito de la metafísica.

Estas controversias no serían, por tanto, meros desacuerdos semánticos, sino que son disputas acerca de lo que conforma el mundo social, acerca de lo que lo constituye, acerca de cómo opera y cómo podría operar de formas más equitativas, de allí que las califique de controversias metafísicas.2 Y de allí que para comprenderlas a cabalidad considere que es menester atender a la metafísica del género.

En tanto controversias,3 dichos desacuerdos implican la existencia de posiciones encontradas que se sustentan en recuentos hermenéuticos en tensión. Dichos recuentos caracterizan cada uno de estos conceptos de formas diferentes y dan lugar a posiciones más o menos antagónicas. La manera en la cual se resuelvan estas controversias implicará no solo una nueva lectura del mundo social, sino que posibilitará o imposibilitará ciertas posiciones de sujeto, acotará ciertas estrategias de lucha mientras potencia otras y, en general, inaugurará un conjunto de hechos sociales y políticos que alterarán fundamentalmente los horizontes de justicia a alcanzar.

Por su carácter metafísico, estas controversias no pueden resolverse trivialmente, pues lo que está en juego son diversas concepciones del mundo (social) que no pueden evaluarse por métodos exclusivamente empíricos. Estas concepciones subyacen tanto a las intuiciones morales y políticas de los diversos feminismos como a sus estrategias de comprensión del mundo; constituyen lo que en la filosofía anglosajona y el feminismo analítico ha venido a denominarse ontología social. Desde luego, mi objetivo en este texto no consiste en declararlas irresolubles, sino en clarificar exactamente qué es lo que está en juego. Mi apuesta es que, a nivel meta-metafísico,4 sea posible elegir aquellas posiciones cuyas ontologías permitan reconciliar el máximo número de demandas atendiendo igualmente al bienestar del máximo número de sujetos, empezando desde luego por su viabilidad en tanto sujetos.

De manera concreta, este texto tiene en mente las siguientes dos controversias:

  • A) la controversia acerca de si el feminismo debe ser abolicionista de género o si, por el contrario, el género como categoría posee elementos no opresivos que pueden y deben ser rescatados incluso si nuestro horizonte de justicia implica el cese de la opresión sexista;

  • B) la controversia acerca de si la identidad de género y, por consiguiente, los sujetos trans construyen su subjetividad al reificar roles de género opresivos.

Sin embargo, a pesar de que el objetivo del texto consiste primeramente en el intento de articular una ontología de género que satisfaga una serie de condiciones, considero fundamental hacer una revisión acerca de las variadas concepciones ya existentes al interior de este nuevo campo filosófico. Ello para detectar posibles errores que han conducido a respuestas insatisfactorias e injustas. La apuesta es, por tanto, que al elaborar una ontología social mucho más sofisticada podamos también, al menos parcialmente, entender y resolver las controversias presentadas.5

Aclaro, eso sí, que estas controversias no serían las únicas importantes y que habría por lo menos dos que también estarían jugando un papel, aunque en el presente texto, por razones de espacio, serán mencionadas solo de manera tangencial. Estas son:

  • C) la controversia acerca de cuáles son las diferencias entre el género como categoría propia de la metafísica social y otras tantas como la raza, la clase social y la discapacidad. Asociada a esta controversia se encuentra la interrogante de por qué el género admite tránsitos a través de mecanismos de identificación, mientras que otras categorías no los admiten; y, finalmente,

  • D) la controversia acerca de si conceptos como hombre y mujer son radicalmente históricos -es decir, son propios de una ontología histórica- o si están anclados o son reductibles a ontologías naturales.

Estas cuatro controversias, sin ánimos de ser exhaustiva, son elementos centrales del paisaje actual dentro del cual diversos feminismos se desarrollan y articulan mientras intentan posicionarse de una u otra forma. Como espero quede claro, las respuestas son múltiples; de ahí que haya múltiples feminismos que defienden tesis parcialmente irreconciliables con las de otros feminismos.

Como ya he dicho, mis objetivos en este texto consisten, por un lado, en mostrar cómo diversas posturas metafísicas conducen a diversas apuestas éticas y políticas y, por otro, en dar una respuesta que permita hacer ver las virtudes de aproximaciones concretas que logran conciliar los intereses del mayor número de sujetos. Metodológicamente, no intentaré llevar a cabo una suerte de arqueología de los presupuestos metafísicos de las posturas hoy existentes en el feminismo mexicano o latinoamericano, sino que me concentraré en diversas apuestas formuladas al interior del feminismo filosófico -básicamente anglosajón- con la firme intención de mostrar sus consecuencias políticas.

Así, avanzaré como hipótesis de lectura que gran parte del tono agonístico que caracteriza a estas posiciones es el resultado de un excesivo funcionalismo en la mayoría de los recuentos en torno a la metafísica del género. Dicho funcionalismo parecería ser responsable del imperativo abolicionista en A) y de la posición transexcluyente en B). Estaría también involucrado en la controversia en torno a la idea misma de transracialidad, dada la forma en que se responde a C) y, finalmente, aunque da una respuesta de carácter histórico para D), deja sin abordar cuestiones como la historicidad misma del sexo y la consecuencia metafísica de este hecho.

Si mi hipótesis es correcta, un criterio meta-metafísico para solucionar este impasse consistirá en desentrañar qué otros elementos, además de los funcionales, están presentes en la categoría de género. Ello hará posible reconciliar esfuerzos abolicionistas dirigidos a los elementos funcionales, al tiempo que se reconoce que los otros elementos están regidos por dinámicas mucho más complejas.

El texto se divide así en una sección que presenta diversos recuentos en torno a la metafísica del género. Sigue una crítica por el excesivo énfasis funcionalista de algunas de estas posturas, tras lo cual se lleva a cabo un breve recuento de aproximaciones metafísicas no funcionalistas que permiten una comprensión más fina de la categoría de género. Concluyo con una reflexión de cierre.

Diversas concepciones metafísicas en torno al género

En este apartado presentaré con detenimiento cinco modelos metafísicos en torno al género y mencionaré muy brevemente un sexto. Estos modelos no exhiben ninguna suerte de progresión en su articulación y mi objetivo es ilustrar a través de su descripción el estado del arte en esta disciplina filosófica.

Uniesencialismo

En un recuento elaborado por una de las filósofas que más han trabajado la metafísica del género, la estadounidense Charlotte Witt, esta autora ha sostenido que la mejor forma de comprender qué es el género es considerarlo como una uniesencia, es decir, como una esencia unificadora propia de cada persona (Witt, 2011a, 2011b). Aquí vale la pena enfatizar que Witt no está sosteniendo que el género pueda entenderse como la esencia de una clase de individuos y, por tanto, que ella no estaría postulando que haya una esencia de lo que es ser hombre o ser mujer.

Esta aclaración es importante porque Witt considera que el grueso de la filosofía feminista ha criticado el pensamiento esencialista, pero lo ha hecho acerca de un esencialismo de clases o de identidades. Así, la crítica al esencialismo de clases implicaría la doble tarea de rechazar la tesis de que los atributos tradicionalmente asociados con lo masculino o con lo femenino son, por un lado, la consecuencia causal de cierto atributo esencial (quizás la biología), mientras que, por otro lado, se rechaza de igual manera que exista un rasgo o conjunto de rasgos que sean colectivamente suficientes e individualmente necesarios para que alguien se considere hombre o mujer.

Su postura no sería una defensa de estas ideas, sino la afirmación de que el género es, para cada persona, un mega rol social que unifica todos los imperativos asociados con los múltiples roles sociales que ocupa un sujeto. En sus palabras:

Podemos concebir el género de un individuo como si este proveyera un principio normativo que unifica todos los roles sociales de ese individuo en un momento dado o a través del tiempo. Un rol social es en sí mismo un conjunto de normas que se adjudican a cierta posición social; por ejemplo, un individuo que es madre (posición social) debe cuidar a sus hijos (norma o rol social) […] nuestro género provee un principio de unidad normativa para nuestras vidas en tanto individuos sociales y, por lo tanto, nuestro género nos es uniesencial (Witt, 2011b, p. 12).6

El imperativo de unidad presupuesto por este modelo emanaría del hecho de que cada persona es un organismo concreto y, en tanto tal, está espaciotemporalmente circunscrito. Por ende, su actuar debe coordinar los diversos imperativos que se le presentan para mantener la coherencia e integridad necesarias para seguir siendo viable en tanto un organismo. Por otro lado, los diversos imperativos en tensión surgen del hecho de que, si bien cada persona es un organismo, también es cierto que cada persona es un individuo social que ocupa múltiples posiciones sociales/múltiples roles y, por ello, se ve normado por diversas realidades.

Esta tensión entre el imperativo de actuar de manera unificada y de atender a los diversos mandatos sociales requiere de una solución que, en opinión de Witt, proviene de un mega rol social como el género. Este nos constituiría como personas integradas e íntegras e, incluso, sería condición de posibilidad para realizarnos como personas. Aquí es menester recordar que la tradición filosófica poskantiana ha señalado que una persona posee tres atributos: i) distancia reflexiva, es decir, la capacidad de mirarnos desde la posición de un tercero, ii) autonomía, es decir, que no nos gobierne la contingencia o el contexto, sino la norma racional y, iii) eficacia, lo que implica comprender las consecuencias de nuestras acciones para actuar o no en función de nuestros fines y normas.

Ser una persona, es decir, un sujeto autónomo, eficaz y reflexivo requiere ser un sujeto unificado que posee estándares normativos integrados y relativamente constantes a través de todos los contextos sociales en que estamos presentes (Korsgaard, 2009). Por ello mismo es que Witt considera que un error de la tradición filosófica ha sido pasar por alto la centralidad de mega roles sociales como el género, ya que estos darían lugar a una unidad normativa que emanaría de una autocomprensión integrada y en función de una suerte de identidad social maestra que organiza a todas las otras.

Witt señala asimismo que solo el género, pero no la raza -u otras categorías-, podría desempeñar este papel pues la generización de todo rol social es mucho más profunda y extensa que su racialización; de ahí que el género sea, para esta autora, mucho más estructurante de la integridad y coherencia del individuo que categorías como raza o clase, pues dicha generización resultaría de la división sexual del trabajo de cuidado de los hijos, misma que daría pie a la división sexual del trabajo en general y, posteriormente, a la división sexual de la vida social.

Quisiera detenerme en este punto. Witt hace un recuento del género que, si bien atiende a cuestiones filosóficas propias del individuo qua persona, se centra sobre todo en cuestiones vinculadas a la organización social de la vida. Su noción de género es así clara y abiertamente funcionalista y se basa en cómo se va gestando una división sexual del trabajo de cuidado como motor estructurante de la generización. Sin embargo, esta es una explicación histórica de cómo se gestó el género, pero no es -y no pretende serlo- una justificación de tal división. Su punto es que dicha división existe y demanda que el sujeto asuma una posición unificada donde todos los roles se organicen en función del mega rol social llamado género.

Witt postula que es necesario un imperativo de unidad y que, hoy por hoy, el género es lo que mejor atiende a este imperativo. Empero, esta división sexual de la vida social carece de justificación y cabría preguntarse si no es ella misma algo que deberíamos reinventar o cuestionar, y no simplemente dar por sentado; una norma social como la que esta autora describe, al carecer de justificación, se exhibe sobre todo como una norma irracionalmente limitativa y, por consiguiente, opresiva.

Lecturas analíticas de la teoría queer

En el recuento anterior poco se dijo del sexo en el recuento metafísico del género, salvo el hecho de que la diferencia fisiológica entre cuerpos sería el motor de la división sexual del trabajo y, finalmente, de la vida social. Sin embargo, no todos los recuentos metafísicos en torno al género toman el sexo como un fundamento incuestionable. Quizás en la actualidad el enfoque más influyente dentro de los estudios de género que sostiene una postura de este tipo es el asociado a Judith Butler (2011b) y su recuento performativo. La filósofa Ásta Sveinsdóttir (2011) ha intentado traducir dicho recuento a un modelo explícitamente metafísico, empleando un lenguaje que en cierto sentido es ajeno a la propia teoría queer, pero que pretende generar un diálogo con el resto de los recuentos metafísicos hoy disponibles y que suelen estar mucho más influidos por la filosofía analítica anglosajona.

En el presente texto nos enfocaremos exclusivamente en la lectura que lleva a cabo dicha filósofa y dejaremos de lado cualquier intento por reconstruir la metafísica de género en un lenguaje más cercano al empleado por la propia Butler.7 Para Butler, nos dice Sveinsdóttir, habría que romper con la tesis de la estabilidad metafísica del sexo que caracterizó a la segunda ola del feminismo, la cual sostiene el carácter natural, transhistórico y, por ende, metafísicamente estable del sexo, que sería un invariante entre las diversas culturas. Por el contrario, el género sería su codificación cultural y sensible a los devenires históricos. Así, el sexo sería el correlato natural, mientras el género sería el correlato cultural.

Sostener esta visión implica desatender cómo las fronteras entre los sexos están generizadas, están ya penetradas por la lógica de género. De allí que el sexo no sea tanto un hecho, sino un ideal postulado desde cierta concepción generizada del cuerpo o, en palabras de Sveinsdóttir:

Asociada a la afirmación de que la categoría de sexo es un ideal regulativo viene la reflexión de qué es lo que está presupuesto en el hecho de afirmar que alguien es de cierto sexo. Para los seguidores de Simone de Beauvoir, decir que S [un Sujeto] es de sexo femenino consiste en afirmar un hecho, describir cómo es (una parte del) mundo. No así para Butler. Quizás podamos retener la idea de que algo se afirma en su punto de vista, pero solo si permitimos cierta ambigüedad en la palabra “afirmación”, un sentido a la vez descriptivo y prescriptivo. Afirmar en el sentido prescriptivo que S es de sexo femenino es llevar a cabo cierto acto de habla, el cual expresa el compromiso -ya sea personal o comunitario- de que S es de sexo femenino y debe ser considerado como tal (Sveinsdóttir, 2011, p. 53).

Para Sveinsdóttir, la reconstrucción de la postura butleriana implica una ruptura fuerte con el feminismo de la segunda ola precisamente porque la herencia austiniana/derrideana de Butler -por la vía de la noción de acto de habla- se traduce en una constitución mucho más profunda no ya de la realidad social, sino de aquello que se postula como una ontología natural.

Por ello es que esta filósofa considera a Butler, en cierto sentido, una filósofa neokantiana y no tanto una constructivista social radical que apelaría únicamente al lenguaje: el cuerpo biológico sería colocado en la posición de lo nouménico, lo postulado pero incognoscible en sí mismo, aquello que cuando busca aprehenderse termina transmutado en un fenómeno parcialmente constituido por las categorías mismas del sujeto.

Esto implicaría que, por un lado, haya una historicidad fuerte no únicamente del género, sino también del sexo en tanto que este último también existiría en el ámbito de los fenómenos; estaríamos así ante una ontología histórica del sexo y del género y no simplemente ante una epistemología histórica del sexo y una ontología histórica del género. Por otro lado, las categorías sexuales vendrían a figurar como ideales regulativos que organizarían la vida social, psíquica y material de tal suerte que el sexo sería fundamentalmente normativo y no fáctico. Curiosamente, estas normas operarían de forma implícita o encubierta ya que al aparecer como hechos naturales ocultarían su carácter de construcción y contingencia. El género vendría a comprenderse como un rol que se juega dentro de las normas impuestas por el sexo como ideal; implicaría un tratamiento diferenciado entre los sujetos y una conducta igualmente diferente de su parte. En palabras de esta autora:

la analogía kantiana nos ayuda a situar la posición de Butler dentro del paisaje ontológico entre de Beauvoir y un constructivista lingüístico radical. Recordemos que la relación en el recuento de Butler es entre el sexo y el género. En vez de que el sexo sea una categoría natural y el género sea el significado social del sexo, el sexo sería en realidad una categoría generizada postulada por nosotros y afirmada como natural de tal forma que nos ayuda a perpetuar de forma muy eficiente el juego del género. Las categorías de género, por el contrario, son roles o ideales constitutivos del juego de género mismo (Sveinsdóttir, 2011, p. 57).

La reconstrucción elaborada por Sveinsdóttir construye al género como contingente, injustificado y, por ello mismo, limitativo y opresivo. Más todavía, si bien Butler reconoce las dimensiones fenomenológicas y deseantes del sujeto al menos desde Bodies that Matter y no podría ser acusada de un excesivo énfasis sociológico, en sus formulaciones más tempranas (Butler, 2011a), cuando sigue a Esther Newton en su concepción del género como un guion, le abre la puerta a cierto funcionalismo en el cual el género es de alguna manera una norma sobre cómo desempeñarse, y dicho desempeño es, al menos en parte, un desempeño funcional. Ya en recuentos posteriores, influida por la citacionalidad e inscripcionalidad derrideana, el acto de habla no tendría por qué circunscribirse a dimensiones funcionales, pero sin duda las incluye cuando declara que un sujeto es una mujer y, por tanto, debe ser tratado como tal.

Como espero que pueda verse, este recuento metafísico es diametralmente opuesto al de Witt ya que enfatiza la coproducción entre sexo y género de formas no causales. No obstante, para la propia Sveinsdóttir el recuento butleriano termina por desmaterializar al cuerpo sexuado ya sea al arrojarlo al ámbito nouménico o al reducirlo a un juego entre normas e ideales. De allí que ella elabore su propio recuento al que nombra como conferalismo.

Conferalismo

La idea central de esta propuesta es que la pertenencia a la categoría de hombre o mujer -masculino o femenino- implica conferir o adscribir la propiedad social de ser hombre o mujer -o de la propiedad anatomofisiológica de ser macho o hembra- sobre criterios histórica y contextualmente cambiantes. Este acto de conferir propiedades puede requerir no únicamente que se satisfagan ciertas propiedades subyacentes, sino también que no haya contradicción con otras propiedades que debieran estar ausentes:

Puede que haya contextos en los cuales para figurar como mujer (o de otro género) alguien necesite no solamente ser percibida como poseedora de cierta propiedad central que está siendo rastreada en ese contexto, por ejemplo, la percepción de que se puede ocupar cierto rol en la reproducción, sino que además sería menester no transgredir el presupuesto de que se poseen las otras propiedades tradicionalmente asociadas con dicho género (rol social, expresión de género apropiada, orientación sexual, etc.) […] En ciertos contextos, ser transgénero contará como un género separado; en otros, simplemente generará complicaciones para la estructura de género de ese contexto y problematizará las expectativas de coextensión de las propiedades de género tradicionalmente asociadas entre sí. En ciertos contextos, ser percibido/a como perteneciente a cierto sexo puede ser una propiedad fundamental; en otros contextos, puede ser altamente irrelevante (Sveinsdóttir, 2011, p. 61).

En general, el modelo conferalista atenderá a los siguientes cinco elementos presentes en cada contexto:

Propiedad: ser mujer, ser hombre.

Quién: las autoridades legales que habrán de asignar el sexo basándose en la opinión experta de doctores, otro tipo de personal médico, así como los padres.

Qué: el registro del sexo en documentos oficiales sobre la base del testimonio de progenitores, médicos y otros. El juicio médico (y de otros) acerca de cuál rol sexual es el más adecuado dadas ciertas características biológicas.

Cuándo: al nacer (en recién nacidos); después de una cirugía y tratamiento hormonal (en individuos mayores).

Rastreo: el objetivo es rastrear el mayor número posible de características sexo-estereotípicas y llevar a cabo cirugías en caso de que dichas intervenciones logren aproximar las características físicas al estereotipo masculino o femenino (Sveinsdóttir, 2011, p. 65).

Nótese que una ventaja del conferalismo es que los criterios y las condiciones, así como los sujetos autorizados, pueden cambiar radicalmente a través de la historia. Se trata de un modelo general de cómo se adscriben propiedades sociales o “naturales” que no pretende explicar cómo se engendraron dichas propiedades. Paradójicamente esto, que sería su principal ventaja, es también su principal limitación, ya que, por un lado, uno de los puntos fuertes del conferalismo es que se concentra en cómo se adscriben propiedades que dictan la pertenencia a una clase; estos criterios pueden cambiar y de hecho cambian a través de diversos contextos y admitirían de esta manera criterios funcionales y no funcionales.

Pero, por otro lado, este modelo no da cuenta de cómo surgen dichas propiedades o, para el caso, no especifica de qué exactamente se está hablando cuando son adscritas. Asimismo, este modelo funcionaría igualmente bien para la adscripción de propiedades como la raza o la etnia, lo que demuestra que es más bien un modelo general de la metafísica de un conjunto de entidades e identidades sociales.

Sea como fuere, el conferalismo ofrece un modelo tan general que permite entender las guerras culturales ya descritas y en las cuales estaríamos ante choques de criterios de adscripción diversos; por ejemplo, el conferalismo puede operar con base en criterios como la autoadscripción o un presupuesto biologicista fuerte; estos criterios producen adscripciones diferentes y reconocer que ambos son instancias concretas del conferalismo quizás nos permita entender con mayor fineza el papel que juega la metafísica en diversos conflictos sociales.

Finalmente, otra ventaja de este modelo es que permite entender que no solo el género se confiere sino que también el sexo es conferido bajo lógicas que demandan el rastreo de atributos físicos específicos que se interpretan a la luz de estándares concretos. En este último caso queda además bastante claro que los criterios pueden operar de forma encubierta para el grueso de una población y aparecer simplemente como parte de lo “naturalmente” dado.

Constitución social

Otra de las grandes filósofas al interior del campo de la metafísica social del género es la estadounidense Sally Haslanger. El suyo es quizás uno de los recuentos más influyentes a la hora de pensar las semejanzas entre el género y otras ontologías sociales, como la raza. Rebecca Tuvel (2017; véase también Guerrero Mc Manus, 2019a), la tristemente célebre filósofa que se dio a conocer por afirmar que una reforma a la “gramática” de la raza podía hacer posible la transracialidad, tomaba como base al modelo originalmente articulado por Haslanger.

Para Tuvel, tanto la raza como el género podían pensarse como ontologías funcionalistas y conferalistas -muy en la línea de Haslanger (2000, 2003, 2011)- que diferían solo en lo que respecta al rol de la autoadscripción. En el género este criterio suele ser fundamental, mas no así en la raza. Si la raza, sostenía Tuvel, le diera más preponderancia a la autoadscripción, entonces la transracialidad sería posible.

Más allá de que esta afirmación ignore las trayectorias históricas de ambas categorías, constituye un claro ejemplo de los riesgos de hacer modelos tan generales como el conferalismo, que igual pueden aplicarse a una u otra ontología social sin mayor distinción acerca de sus orígenes y políticas. En cualquier caso, el modelo de Haslanger es una suerte de síntesis de intuiciones funcionalistas y conferalistas y, si bien pretende ser un enfoque sensible a contextos sociales diversos con estándares cambiantes, parece suponer que en cada contexto el género va a conferirse de acuerdo con atributos que marcan roles funcionales. Esta aseveración paradójicamente desestima el rol de la autoadscripción y le da mucho más peso al reconocimiento social en función de cómo se lee un cuerpo de acuerdo con ciertos marcadores de desempeño.

En cualquier caso, el mejor ejemplo de la naturaleza híbrida de este modelo lo encontramos en la forma en que caracteriza el término mujer. Sobre esto dice:

S es una mujer syssdf [léase, “si y solo si y a modo de definición”] S es sistemáticamente colocada en una posición subordinada bajo alguna dimensión (económica, política, legal, social, etc.) y S está “marcada” como un blanco para este tratamiento por la vía de atributos corporales observados o imaginados y que presuntamente son evidencia de un rol femenino en la reproducción (Haslanger, 2000, p. 39, cursivas en el original).

En la cita anterior el elemento conferalista es claro, pero viene asociado con la tesis de que no solo se confiere un género, sino que ello implica un rol funcional en la reproducción -así sea de forma imaginaria- que tiene además tintes necesariamente opresivos, pues implica la subordinación. De allí que para Haslanger:

  • S [un sujeto] es una mujer syss [si y solo si]

  • i) S es regularmente, y en su mayor parte, observada o imaginada como si tuviera ciertos atributos corporales que se presumen evidencia de un rol femenino en la reproducción;

  • ii) que S tenga estos atributos marca a S dentro de la ideología dominante de la sociedad de S como alguien que debe ocupar cierta clase de posiciones sociales que son, de facto, subordinadas (y, de esta forma, se motiva y justifica que S ocupe tal posición); y

  • ii) el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) juegue un rol en la sistemática subordinación de S, i.e., bajo alguna dimensión, la posición social de S es opresiva y el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) juegue un papel en esa dimensión de subordinación (Haslanger, 2000, p. 42, cursivas en el original).

Como espero que pueda verse, incluso dada la intención de Haslanger de defender enfoques contextualistas, su modelo termina por ser funcionalista en cada contexto y parece presuponer que en cada contexto habrá un juicio negativo acompañando a la categoría de mujer.

Covariación rasgo/norma

Finalmente, el último recuento que presento fue articulado por la filósofa Mari Mikkola. Su modelo es el único que explícitamente se posiciona en contra del abolicionismo, pues considera que este suele asumir que toda norma de género es en sí opresiva, algo que en opinión de esta filósofa casi nunca se argumenta a detalle. Además, ella aduce que un recuento metafísico en torno al género tiene que atender a ciertas intuiciones del sentido común, por ejemplo, que no hay nada intrínsecamente negativo en ser mujer (u hombre) y que, por tanto, proyectos como el de Haslanger realizan una caracterización del género que es ajena a la experiencia cotidiana de muchas personas. De hecho, Mikkola (2011) sostiene que una postura abolicionista debe defenderse explícitamente y no ser una consecuencia de cómo hemos definido qué es ser hombre o ser mujer.

Su modelo, al que denomina re-evaluativo, considera que es posible combatir la opresión asociada al género sin abolirlo. En sus palabras:

Contrastemos estas estrategias abolicionistas con (lo que aquí llamaré) una estrategia “reevaluativa”. Ambas tienen el mismo punto de inicio: el feminismo busca erradicar la opresión que las mujeres, qua mujeres, confrontan. Pero sus formas de alcanzar este objetivo difieren, lo que modifica las consecuencias de ambas estrategias. Los recuentos abolicionistas toman el hecho mismo de ser mujer como algo que por definición está vinculado a la opresión, así que no es posible ser mujer y no estar (en algún sentido) oprimida. Los recuentos re-evaluativos no consideran que ser mujer sea opresivo per se. En cambio, reconocen que nuestras circunstancias sociales crean ambientes en los cuales las mujeres son vistas y tratadas en formas que las afectan negativamente, quizás al asociar ciertos rasgos con las mujeres y emplear esta asociación para justificar un tratamiento que las pone en desventaja (Mikkola, 2011, p. 74).

Ahora bien, este modelo no pretender emprender una reforma metafísica tan profunda como la teoría queer y, de facto, busca hacerle justicia a las intuiciones de la segunda ola del feminismo y, en especial, a la idea de que hay categorías ontológicamente objetivas -es decir, existen más allá de si las reconocemos- y categorías ontológicamente subjetivas -es decir, adquieren realidad mediante actos performativos-; cuando hablamos del sistema sexo/género, estamos intentando recuperar la idea de que hay partes del mismo que son objetivas en dicho sentido y otras más que son subjetivas también bajo esta lógica.

Cuadro 1: Recuento de los modelos metafísicos en torno al género discutidos en el texto 

Uniesencialismo
(Charlote Witt)
El género como esencia unificadora o megarol social. Constitutivo de la persona en tanto entidad autónoma e integrada.
Teoría queer
(Ásta Sveinsdóttir)
El sexo como ideal regulativo que evoca criterios ya generizados. El cuerpo sexuado es colocado en una posición nouménica.
Conferalismo
(Ásta Sveinsdóttir)
Ser hombre o ser mujer requiere satisfacer ciertos criterios de adscripción que rastrean propiedades subyacentes. Estos criterios son histórica y contextualmente variables.
Constitución social
(Sally Haslanger)
Enfoque híbrido que concibe el género como un rol social que se desempeña y al que le vienen asociados marcadores que permiten conferir a ciertos cuerpos el atributo de ser hombres o mujeres.
Raza y género
(Rebecca Tuvel)
La raza y el género se conciben de acuerdo con lógicas tanto funcionalistas como conferalistas. La diferencia es que la autoadscripción importa mucho más en el género que en la raza.
Covariación rasgo/norma
(Mari Mikkola)
Recuento no abolicionista que busca hacerle justicia a la intuición de que hay algo ontológicamente objetivo -los rasgos- y algo ontológicamente subjetivo -las normas- cuando se habla de género.

Sin embargo, la oposición entre sexo y género no recupera correctamente esta intuición. De ahí que esta autora proponga distinguir entre rasgos ontológicamente objetivos y normas ontológicamente subjetivas. Para ella, lo opresivo es que haya ciertas formas de emparejar rasgos con normas. No es, en este sentido, un análisis propiamente dicho de qué es ser hombre o qué es ser mujer sino de la opresión de género; es decir, ella considera que es posible hacer un análisis metafísico de lo que esta opresión es, sin que ello demande una caracterización de lo que es ser hombre o mujer. En sus palabras:

Quiero enfatizar que mi afirmación no es que el encontrarse asociado a un par específico de rasgo/norma sea definitorio del ser mujer u hombre. Solo estoy ofreciendo una forma de a) conceptualizar el hecho de que tales pares estén asociados a los hombres y las mujeres y, b) conceptualizar esto en una forma que reconoce el rol crucial que juegan ciertas actividades sociales humanas en producir las formas en que somos en tanto hombres o mujeres. De ahí que mi modelo sostenga que el cambio social puede afectar significativamente a aquellos individuos que llamamos “mujeres y “hombres” sin implicar que ello conlleve su eliminación. Se comprende así que el punto focal del cambio social es la relación de covarianza entre el rasgo descriptivo y la norma evaluativa, lo que deja la existencia de hombres y mujeres ontológicamente intacta (Mikkola, 2011; p. 80).

En cualquier caso, uno de los puntos ciegos de este recuento es que no nos dice qué es el género y por qué sería posible que siguiésemos hablando de hombres y de mujeres incluso si toda covariación actual rasgo/norma hubiera sido abolida. En qué sentido, podríamos preguntarnos, es que seguiríamos hablando de hombres y mujeres sin caer en un biologicismo que implicaría el abandono de la idea de que hay elementos del género que son ontológicamente subjetivos.

Metafísica y funcionalismo

En esta sección quisiera recuperar las cuatro controversias mencionadas en la introducción para defender la hipótesis de lectura ya avanzada anteriormente y la cual sostenía que los sesgos funcionalistas de algunos de los modelos revisados prejuzgan lo que estaría debatiéndose en dichas controversias de tal suerte que implícitamente favorecen posiciones sin que se haya argumentado en favor de estas.

Empero, antes de emprender este ejercicio quisiera traer a cuenta una observación que Connell y Pearse (2018) han hecho recientemente cuando señalan que algunas de las primeras caracterizaciones al interior de la sociología caían presa de una visión puramente funcional. Estas autoras ponen el ejemplo de cómo la sociología estructural-funcionalista llegó a definir lo que hoy llamamos género en términos de roles funcionales, admitiendo únicamente dos: el rol expresivo y el rol instrumental, nociones que a la postre se traducirían en el rol de la cuidadora y el rol del proveedor. Pareciera, en este sentido, que ha habido cierto efecto fundador, para tomar un término de la biología evolutiva, con el cual las posiciones mejor representadas en el origen de un debate han venido a volverse hegemónicas sin ser por ello las mejores.

Un análisis de los enfoques anteriormente revisados permiten ver que los modelos de corte claramente funcional son el uniesencialista y el de constitución social. La interpretación de la teoría queer aquí ofrecida tendría un dejo de funcionalismo, mientras que el conferalismo y el modelo de covariación no tienen en sí mismos tintes funcionales y de hecho tienen como principal falla su excesiva generalidad.

En cualquier caso, el elemento central de las tesis funcionalistas es que el género se puede caracterizar exhaustivamente en términos de los roles o funciones sociales que desempeñan los individuos y que obedecen a cómo se ha llevado a cabo cierta división sexual del trabajo y la vida social. La intuición central es que en sociedades complejas las tareas se dividen con el afán de tener individuos especializados en ciertos quehaceres, lo que parecería dar lugar a un desempeño colectivo más eficiente.

Este funcionalismo exhibiría dos dimensiones.8 Por un lado, una sincrónica en la cual ciertas tareas se correlacionan con otras de tal forma que el género implicaría la covariación de ciertos roles. Por ejemplo, el cuidado de los niños y ancianos está asociado con la preparación de los alimentos mientras que el fungir como proveedor está asociado con ser una figura de autoridad. Por otro lado, habría una dimensión diacrónica en la cual las tareas se asignan a ciertos individuos de una clase porque históricamente son estos individuos los que siempre han desempeñado dichas tareas; de aquí suele extraerse una suerte de corolario normativo, ya que la historia suele leerse en términos no únicamente de lo que ha sido sino de lo que deber ser.

Este sistema normativo es opresivo por las siguientes razones. Primero, carece de justificación ya que no se aducen buenas razones en favor de este ordenamiento. Aquí cabe aclarar que el concepto de justificación se opone al de racionalización, ya que la primera implica la existencia de buenas razones mientras que la segunda implica la existencia de argumentos derrotables o falaces. Los biologicismos, por ejemplo, ofrecen racionalizaciones, pero no justificaciones, pues incluso si aceptáramos que esta división tuvo sentido hace cien mil años, es claro que hoy estaríamos ante lo que en evolución se considera un anacronismo ecológico, es decir, algo que fue útil en el pasado pero que hoy ya no lo es.

Segundo, en tanto sistema normativo exhibe un carácter vinculante y limitativo que el individuo no puede desatender so pena de penalizaciones o castigos cuyo objetivo consistiría precisamente en recolocar a dicho individuo bajo el alcance normativo de dicho sistema. Tercero y relacionado, este carácter vinculante es radicalmente heterónomo, pues está impuesto desde fuera y no puede ser cuestionado, lo que exhibe además su carácter dogmático.

Finalmente, cuarto, los criterios para colocarnos dentro de uno u otro dominio normativo se basan precisamente en invocar un supuesto orden natural que a la vez moviliza un imaginario de naturaleza humana y una reconstrucción histórica de lo que los hombres y mujeres supuestamente han sido siempre en nuestras familias, culturas y naciones. Así, la diacronía se usa para justificar el presente.

De esta manera, el recuento funcionalista del género con su pretensión de exhaustividad implica que este ordenamiento debiera ser rechazado, combatido y, de ser posible, eliminado -prejuzgando así la controversia A-; esto, sin embargo prejuzga también la controversia B pues parecería dar lugar a la tesis de que, al definir lo que es un hombre o una mujer en términos plenamente funcionales, la única forma en la cual podría concebirse la identidad de género es al reificar estas posiciones indeseables y volverlas identidad, lo que daría lugar a un sesgo en favor de la postura transexcluyente.

En el caso del recuento constitucional de Haslanger, esta reducción del género a lo meramente funcional es justamente lo que abre la puerta para que Tuvel equipare raza y género como sistemas esencialmente idénticos cuya única diferencia consistiría en el tipo de propiedades de base que se usan para conferir posiciones sociales. Esto oscurece las diferencias entre ambas categorías y sus dinámicas asociadas y genera un aplanamiento ontológico de las categorías propias de la metafísica social. Un error semejante, aunque no por motivos funcionalistas, lo comete el propio conferalismo -y quizás el modelo de covariación- pues da cuenta de dinámicas muy generales y presentes en diversas ontologías sociales sin siquiera preguntarse cuál es el elemento específico del género.

Por último, si bien estos recuentos no cancelan una comprensión histórica del género, parecen tener una limitación importante: a diferencia de la teoría queer, son incapaces de dar cabida a una lectura histórica del sexo, lo que genera la idea de que esta categoría tendría un papel transhistórico a la hora de nombrar un conjunto de sujetos presentes en todo tiempo y cultura. Ello oculta la pretensión de universalidad de las ciencias biológicas y reduce las categorías de cada cultura a la simbolización de un invariante; proyecta así los imaginarios de la ciencia occidental como fundamento metafísico último del sexo. En mi opinión, esto no nos permite comprender la profundidad del reto que implica un pensamiento genuinamente multicultural.

En cualquier caso, al llegar a este punto podemos recuperar la preocupación de Mikkola y preguntarnos: i) si hay algo más allá de lo funcional cuando hablamos de género, ii) si ese algo está exento del carácter opresivo aquí descrito, iii) si, al remover la opresión, quedan elementos que podamos reconocer como propios del género. Más todavía, iv) preguntarnos si es posible elaborar una metafísica del género que dé cuenta de su especificidad y permita diferenciarlo de categorías como raza o clase. Y, finalmente, v) esbozar un modelo radicalmente histórico del sexo y del género que no los desmaterialice o los reduzca a meros efectos de discurso sobre un cuerpo nouménico; preguntarnos también en qué sentido coexisten la historicidad fuerte con la pretensión de que en diversas culturas hay sistemas de género que, si bien son distintos, son reconocibles justamente como sistemas de género.

Hacia una nueva metafísica del género

Estas preocupaciones pueden comenzar a abordarse si nos alejamos de la bibliografía más ortodoxa de la propia metafísica del género y atendemos a algunas de las sugerencias realizadas por autores como Brian Massumi (2002). Este filósofo ha criticado de manera muy acertada diversas tradiciones filosóficas, incluyendo el marxismo, el contractualismo y ciertas acepciones de la interseccionalidad, por ofrecer recuentos metafísicos demasiado generales que conciben las ontologías sociales o bien como instancias de un único modelo general -p. ej., el contrato social- o bien como elaboraciones refractarias de un único mecanismo considerado genuino -p. ej., la lucha de clases-, o bien aplanan todas las ontologías sociales como si fueran simples dimensiones homomórficas gobernadas por dinámicas prácticamente idénticas -algo que suele pasar si el sujeto se concibe posicional o vectorialmente como ocupando diversos valores en distintas dimensiones sociales a la manera de un sistema de coordenadas- (sobre esto último véase también Guerrero, 2019b).

Para Massumi, además de recuperar la especificidad de cada entidad social en su proceso de ensamblaje/agenciamiento, toda apuesta que busque comprender la emergencia de lo social debe necesariamente incluir los afectos en tanto productores de subjetividad, la materialidad del cuerpo sin que esta se lea en términos deterministas o mecanicistas y, a modo de consecuencia, debe rechazar de forma absoluta la idea del sujeto como entidad preformada o preexistente respecto a lo social.

Y es que, en efecto, en especial las concepciones contractualistas han sido presa de esta idea de que el sujeto preexiste y en colectivo y de manera hobbesiana da origen al mundo social; sin embargo, una versión atenuada de la misma tesis la encontramos en las apuestas metafísicas que conciben el género como un predicado o una propiedad que se le confiere a un sujeto que parecería preexistir al acto mismo de predicación, lo cual pasa por alto, como alguna vez dijera Butler, que el género justamente no es un predicado del sujeto ya que de facto lo constituye; esta aseveración, he sugerido anteriormente (Mc Manus, 2012), puede leerse como heredera de cierta impronta heideggeriana que concibe los atributos identitarios como modos de existencia -(o existenciarios), es decir, formas en las cuales un sujeto se comprende a sí mismo y articula su mundo y su horizonte de posibilidades- y no ya como propiedades observables y objetivables de un cuerpo u objeto.

Podríamos, en este sentido, tomar la anterior reflexión y suponer que cualquier recuento metafísico del género debiera concentrarse no únicamente en sus dimensiones funcionales, sino también en las lógicas del deseo que lo atraviesan, en las dinámicas de simbolización que lo estructuran, en la forma en la cual se hace presente en la materialidad/materialización del cuerpo y, finalmente, en cómo es que juega un papel en el proceso de génesis de un sujeto tanto individual como colectivo.

Lo anterior desde luego no implica que no existan aspectos de suyo problemáticos en todos estos otros elementos. Desde luego que los hay y el feminismo ha señalado por largo tiempo que el deseo y la simbolización, para tomarlos como ejemplos, están ellos mismos atravesados por dinámicas que han sido y siguen siendo problematizadas pues constituyen a través de mecanismos no funcionales una dinámica asimétrica e injusta para las mujeres (y otros sujetos feminizados) (e.g. Dworkin, 1981). El punto de señalar esto radica en que, si bien el abolicionismo parece una estrategia fundamental cuando hablamos de las dimensiones funcionales del género, no queda para nada claro que esto sea así cuando hablamos de simbolización y deseo, lo cual, desde luego, no implica dejarlos sin intervención o crítica.

Desde mi punto de vista, una metafísica del género que se enriquezca de 1) los desarrollos al interior del giro afectivo (Massumi, 2002; Braidotti, 2015), 2) la fenomenología feminista y queer y su problematización de la diferencia sexual (Grosz, 1994; Poe, 2011; Weiss, 2013), 3) el nuevo materialismo feminista (Barad, 2007) y, finalmente, 4) de algunos aspectos que de la propia teoría queer se han retomado para comprender la construcción interdiscursiva, intermaterial e interafectiva del sujeto (Guerrero, 2018; Pons, 2019), podría dar lugar a un recuento que ni prejuzgue las controversias anteriores ni tampoco nos lleve a un falso dilema meta-metafísico en el cual tengamos que sacrificar a ciertos sujetos para hacerle justicia a otros.

La controversia en torno al abolicionismo podría reformularse como una familia de controversias en las cuales habría senderos abolicionistas para los aspectos funcionales así como senderos reformistas para cuestiones como la simbolización y el deseo. Esto permitiría, como sugería Mikkola, mantener las categorías de género, pero no sus dinámicas opresivas, lo que acarrearía una solución a la controversia B, pues podría afirmarse que las identidades de género atienden a estos otros elementos no funcionales y dan lugar a diversas trayectorias existenciales igualmente valiosas, pero no por ello indistintas en cómo estructuran la vida de un sujeto.

Lo anterior también nos proveería de una solución a la controversia C, pues podríamos señalar que un elemento fundamental en el género es el de las dinámicas del deseo que lo atraviesan, mismas que exhiben una clara dehiscencia respecto al cuerpo biológico, pero inauguran posiciones diferenciadas desde las cuales se desea al otro y se estructura al Yo, algo que no parece ser el caso para la raza.

Finalmente, respecto a d, se podría afirmar la historicidad fuerte del género y del sexo, pero de una forma pocas veces vista. Por un lado, podríamos reconocer que cada cultura (o subcultura) lleva a cabo una construcción de la diferencia sexual que es tanto semántica como axiológicamente inconmensurable -lo que se entiende por hombre o mujer cambia y los valores asignados a cada categoría también-, mientras que, por otro lado, habría entre las diversas simbolizaciones una cierta homología, ya que cada simbolización se coproduce con un proceso biológico común a la especie y que, si bien no nos está epistémicamente dado ni en sus límites ni en su significación, sí nos permite reconocer una suerte de referente común a todas estas muy diversas simbolizaciones.

Reflexión final

Quizás, confrontadas con la pregunta de qué es una mujer o un hombre y, para responderla sin incurrir en biologicismos que reduzcan el género al sexo o a funcionalismos que lo acoten al rol de género, lo más adecuado sería avanzar la siguiente respuesta.

Ser hombre o ser mujer (o ser no binarie) implica ocupar una posición dentro de una ontología social estructurada por la simbolización de la diferencia sexual -el hecho anatómico hipostasiado a símbolo- y cuya construcción social suele estar encubierta; de allí que se presente y se viva como algo natural y dado. Esta ontología social, cual habitus bourdieano, está estructurada y es estructurante. Estructura, por ejemplo, nuestra orientación fenomenológica al mundo y al propio cuerpo. Y está conformada, de facto, por elementos funcionales, como los roles de género, pero también por posiciones estructurales codificadas en, por ejemplo, los códigos jurídicos. Asimismo, la constituyen los diversos relatos que en un momento dado circulan al interior de una sociedad y que no solo configuran posiciones estructurales ocupables, sino también narrativas de vida que sirven para la confección del Yo, de la autocomprensión.9

Estas posiciones no son meramente lingüísticas y, como lo he señalado anteriormente (Guerrero, 2018), están constituidas por la interdiscursividad de nuestros relatos de vida, y por la intermaterialidad e interafectividad con la cual retomamos guiones afectivos, imaginarios corporales y formas de corporeización disponibles en nuestro contexto. Parafraseando a Danielle Poe (2011), quien sigue a Irigaray, la diferencia sexual evocaría una naturaleza cultivada -atravesada por la cultura- que se vive como una naturaleza primaria, pero que se construye y se aprende a habitar a lo largo de una trayectoria de vida en la cual confluyen afectos, relatos y materialidades que inauguran ciertas posiciones de sujeto desde las cuales puede construirse un horizonte de vida.

Dentro de la metafísica social esta apuesta es novedosa, pero encuentra antecedentes importantes en modelos en torno al género desarrollados por autoras ya muy conocidas. Por ejemplo, cuando Connell y Pearse (2018) sugieren que el género se compone de cuatro elementos -relaciones de poder, catexis (afectos), división sexual del trabajo y simbolizaciones y normas- avanzan una ontología social implícita dentro de un recuento epistemológico acerca del género que explícitamente consideran incompatible con recuentos radicalmente abolicionistas por motivos muy semejantes a los señalados aquí.

Algo semejante ocurre con la propuesta de Joan Scott (2007) quien ya había realizado observaciones semejantes a las aquí presentadas, tanto en la parte crítica como en la parte propositiva. Esta autora sostuvo que la enorme mayoría de los trabajos feministas ofrecían recuentos extremadamente funcionalistas del género o, cuando intentaban articularse con corrientes marxistas, terminaban por evocar visiones que no eran capaces de enunciar las dinámicas propias del género. Ella misma había llamado la atención acerca de la importancia de los elementos psíquicos y simbólicos del género, reconociendo en el psicoanálisis un aliado incipiente que desafortunadamente solía caer en narrativas transhistóricas. En ese sentido, el presente trabajo coincide con lo afirmado por Scott hace ya más de treinta años.

Sin embargo, ni el texto de Connell y Pearse ni el de Scott se centraban en la pregunta metafísica. Esta pregunta, como espero se haya hecho ver, es de sí interesante y sus consecuencias no solo afectan el ámbito de la explicación, sino también la política y la ética que desde los feminismos se enarbolan. La apuesta del presente texto es retomar diversos elementos trabajados en distintas áreas de las humanidades y ciencias sociales para ofrecer una caracterización más compleja de qué es el género.

Por ende, puedo concluir con el convencimiento de que este texto ha logrado defender sus dos objetivos. Por un lado, ha evidenciado que en las controversias mencionadas los sesgos funcionalistas prejuzgan las discusiones en detrimento tanto de ciertas subjetividades como de una comprensión radicalmente histórica del propio género; asimismo, se ha defendido en qué sentido es posible un historicismo fuerte que no se comprometa con la estabilidad metafísica del sexo, pero tampoco conlleve una escisión radical de la materialidad del cuerpo ni pierda el carácter homólogo que existe entre diversos ordenamientos de género que, si bien son diversos, pretenden referirse a “lo mismo”. Por otro lado, ha ofrecido una salida a esta disyuntiva entre 1) abolir excluyendo o 2) incluir racionalizando al esbozar una metafísica que rebase los ámbitos funcionalistas y permita reconciliar la necesidad de abolir las dinámicas opresivas y limitativas sin que ello implique la anulación de ciertas subjetividades o de la diferencia sexual misma, algo que en cualquier caso quizá no sea posible.

De facto, todos estos elementos están hoy atravesados por dinámicas opresivas, pero la solución abolicionista no se aplicaría a todos ellos. Abolir la diferencia simbólica no es necesario si esta deja de estar jerarquizada y deja de implicar mandatos heterónomos e injustificados; la diferencia, en sí misma, sería éticamente neutra. Los afectos, innegablemente asociados con esta diferencia, son después de todo el asiento de formas de desear radicalmente corporeizadas, pues se desea al otro en su corporeidad y desde nuestra corporeidad. El combate a la heteronormatividad nos ha enseñado que es la pluralización y dignificación de diversas formas de desear lo que nos acerca a la justicia, y no el sometimiento de la diferencia ante el infierno de lo mismo.

La lección es por tanto clara y consiste en señalar que hay ocasiones donde los horizontes de justicia se alcanzan aboliendo diferencias, y en otros más al reconocerlas y dignificarlas. Entre lo primero y lo segundo el elemento diferenciador consiste en si la diferencia sería en sí misma limitativa y opresiva o simplemente una forma distinta de articular una trayectoria de vida.

Referencias

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* La autora agradece al proyecto PAPIIT in400318 “Ecología queer y filosofía ambiental. Articulaciones conceptuales entre naturaleza y naturaleza humana”. Asimismo, agradece la invitación del Seminario de Investigadores del Instituto de Investigaciones Filosóficas en donde pudo presentar una versión preliminar de este trabajo.

1Una de las revisoras del presente texto ha señalado correctamente que el/los feminismo(s) no se volvió/eron conscientes de esta dimensión hermenéutica sino hasta bien entrada la segunda ola, en la década de 1970. Parecería, por tanto, que caracterizar al feminismo en estos términos falsea su historia. Sin embargo, la tesis que se avanza en este texto no implica la autoconciencia de esta dimensión hermenéutica, solo implica que como tradición —incluso antes de la segunda ola— había ya interpretaciones diversas de la historia y de los objetivos del feminismo, interpretaciones no totalmente conmensurables y mucho menos consistentes entre sí. Por ejemplo, Marlene LeGates (2001) hace ver cómo incluso a mediados del siglo XIX existían ya profundas diferencias entre el feminismo francés, más orientado hacia las mujeres trabajadoras, y el feminismo estadounidense, dirigido por sufragistas con posiciones sociales un tanto más acomodadas. LeGates agrega que, si miramos con mayor atención, habrá incluso diferencias al interior de cada uno de esos feminismos. Es este carácter histórico heterogéneo el que se avanza en el presente texto y no la tesis mucho más fuerte de que hubiera una conciencia en torno a dichas diferencias.

2El término metafísica designa una de las grandes ramas de la filosofía. Se diferencia de la epistemología pues su objetivo no es dar cuenta de qué es el conocimiento, cómo es posible obtenerlo si esto fuese el caso y cuál es la mejor forma de justificarlo. En oposición a esto, la metafísica tiene como objeto el estudio del ser; más concretamente, la pregunta de qué es lo que hay y por qué es así y no de otra manera. Una metafísica del género tiene por tanto como objetivo comprender qué es el género, cuáles son sus atributos y cómo es posible que exista. Para más información sobre metafísica véase van Inwagen y Sullivan, 2018.

3Uso el término controversia en el sentido que le da Latour (1987).

4El término meta-metafísica se refiere a una subdivisión de la propia metafísica cuya labor consiste en averiguar si las controversias de corte metafísico son resolubles y, si así lo fueran, cómo. Básicamente, dada la labor de la metafísica como una disciplina que indaga acerca de las condiciones de existencia y posibilidad de aquello que existe, parecería que no habría evidencia empírica que pudiera dirimir un debate metafísico porque estaríamos ante controversias en las que los datos empíricos se toman como fundamento para elaborar una propuesta de qué nos revelan, qué objetos y fenómenos hay detrás de estos y cómo es que esto es posible. A la luz de esta aparente irresolubilidad de las controversias metafísicas es que surge la meta-metafísica como una disciplina que busca inquirir si en efecto dichos debates no pueden ser dirimidos y son simplemente choques cosmológicos. En el presente texto se avanza como un posible criterio para dirimir las controversias metafísicas la idea de que una ontología social es preferible sobre otra cuando esta: i) da cuenta de mejor forma de los diversos fenómenos observados, y ii) proporciona una forma de comprender el mundo que maximiza las aspiraciones de justicia de aquellas personas que son parte del dominio analizado. Para una revisión más detallada de lo que es la meta-metafísica véase Chalmers, Manley y Wasserman, 2009.

5Hay pocas posibilidades de que una controversia política se resuelva al desanudar las tensiones conceptuales que la acompañan. Usualmente, las controversias tienen más facetas y pueden subsistir incluso si se ha ofrecido un recuento teórico que las resuelva.

6Todas las traducciones son de S. G. M.

7Aunque evidenciar esto en el presente texto resulta imposible por cuestiones de espacio, mi impresión es que la lectura de Sveinsdóttir recupera solo algunos de los elementos del modelo butleriano e ignora aspectos fundamentales, como los que se refieren a los mecanismos psíquicos del poder.

8En la bibliografía filosófica sobre explicación funcional se suele diferenciar los enfoques diacrónicos de los sincrónicos (Millikan, 1989). En mi opinión, en muchos de estos recuentos coexisten ambos elementos.

9Esta aseveración no la hago trivialmente; la avanzo a modo de compromiso con las así llamadas concepciones narrativas del Yo que hoy en día se discuten en varios campos de la filosofía. Sobre este debate véase, p. ej., Zahavi, 2017.

Recibido: 11 de Abril de 2019; Aprobado: 20 de Agosto de 2019; Publicado: 15 de Junio de 2020

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