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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

On-line version ISSN 2448-8488Print version ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.26 n.76 Ciudad de México Sep./Dec. 2019  Epub Oct 02, 2020

 

Diversas temáticas desde las disciplinas antropológicas

La etnografía en tiempos de violencia

Ethnography in times of violence

Florence Rosemberg1  * 

1Escuela Nacional de Antropología e Historia, México.


RESUMEN

Los tiempos de violencia surcan hoy las vidas de muchos mexicanos, algunos la experimentan directamente, otros como espectadores del horror de la muerte, desapariciones y de las otras muchas violencias que traspasan los diferentes paisajes de la vida en México. El presente artículo tiene dos objetivos primordiales: el primero, presentar varias miradas de algunos destacados antropólogos que se han cuestionado desde distintos ángulos el porqué de la violencia; y, el segundo, analizar, mostrar, explicar las dificultades que se pueden presentar al hacer el trabajo de campo en tiempos, espacios y geografías de violencia, así como visibilizar la necesidad del cuidado emocional de los antropólogos al enfrentarse, vivir y escribir sus etnografías.

PALABRAS CLAVE: Violencia; ética; etnografía; trabajo de campo; emociones

ABSTRACT

The current prevalence of violence affects the lives of many Mexicans, some experiencing it directly, others only as spectators of the horror of death, disappearances and the many other forms of violence that intervene in the different landscapes of life throughout Mexico. This article has two primary objectives: the first, to present a range of views from some prominent anthropologists who have questioned the reasons for violence from different angles; the second is to analyze, illustrate and explain the difficulties that can occur when doing field work in times, spaces and geographies where violence is prevelant, as well as promoting the need for the emotional care of anthropologists when facing, living and writing their ethnographies.

KEYWORDS: Violence; ethics; ethnography; field work; emotions

El miedo es el árbitro del poder: invisible, indeterminado y silencioso.

Linda Green, Living in a state of fear, 1995

El objetivo de este artículo apela a la reflexión sobre un tema tan ampliamente discutido y sustancial como es la violencia para insertarse en el análisis de algunos de los exponentes más destacados en el campo de la literatura de la antropología quienes han abordado el tema de la violencia desde sus diferentes puntos de vista, y de esta manera, poder colocar en el panorama de la discusión las dificultades, obstáculos y problemáticas a las que nos enfrentamos quienes investigamos y hacemos etnografía en el México de hoy y en el que se viven de manera constante distintos tipos de violencias que corroen el tejido social.

No obstante, para cerrar el análisis de esta problemática se hace hincapié en el rescate de un nuevo ámbito en el que se logren encontrar otras posibilidades y nuevas oportunidades para investigar y elaborar diversas etnografías.

Para enmarcar esta propuesta, veamos un poco de historia de la antropología de la violencia, es decir, qué han escrito y pensado algunos colegas acerca de la violencia y la guerra a lo largo de poco más de un siglo desde el surgimiento de la disciplina antropológica [Rosemberg 2013].

La antropología surge a finales del siglo XIX, cuando el mundo de la ciencia y el saber se hallaban fragmentadas entre las disciplinas que hoy conocemos. A la vieja pregunta ¿qué es el hombre?, se le fueron agregando otras: ¿cómo es que ha evolucionado a pesar de las vicisitudes encontradas a lo largo de la historia de homo?, ¿qué es la cultura?, ¿qué significan los restos físicos de homo y sus descendientes?, ¿cómo los ordenamos en la escala evolutiva?, ¿somos la cereza del pastel o el fin de la evolución?, ¿qué motivos tuvieron los humanos para la construcción y en ocasiones abandono de muchas ciudades? Y, finalmente, ¿es acaso la historia de nuestra especie la historia de la violencia?

Desde los inicios de este nuevo saber, la preocupación por el “salvaje, primitivo, bárbaro”, ya apuntaba a una visión que traducía una mirada violenta y, en la práctica: “algunos les observan con soberbia y niegan a ese Otro, que es, asimismo, víctima de la violenta colonización occidental y de la ´paz blanca`”; como bien decía Robert Jaulin en 1970. El lente antropológico nació con la mirada turbia del Otro, porque durante muchos años esta disciplina fue utilizada para justificar el colonialismo, la violencia, la conquista y la dominación. Muchas voces se levantaron en contra de esa antropología justificadora: años después, la literatura antropológica sigue denunciado los viejos y nuevos genocidios y etnocidios. Es pues, que la antropología nace polémica y aún continúa en el debate.

Algunas veces la pregunta es: ¿por qué la violencia no ha sido un tema “natural” para los antropólogos? Una posible respuesta es porque hay un problema de raíz en nuestra cultura: el no nombrar, el velar las cosas, el esconder, el mistificar.

Veamos algunas propuestas que explican la diferencia entre violencia y agresión:

La agresividad representa la capacidad de respuesta del organismo para defenderse de los peligros potenciales procedentes del exterior. Desde esta perspectiva, la agresividad es una respuesta adaptativa y forma parte de las estrategias de afrontamiento de que disponen los seres humanos y los animales no humanos. En cambio, la violencia, por el contrario, tiene un carácter destructivo sobre las personas y los objetos y supone una profunda problemática social. La violencia se apoya en los mecanismos neurobiológicos de la respuesta agresiva. Todas las personas son agresivas, pero no tienen, afortunadamente, por qué ser necesariamente violentas, podemos decir que en general la violencia busca hacer daño [Echeburúa 1994: 33].

Tenemos otro ejemplo, en palabras de Xabier Lizárraga, la agresividad, junto con la inquisitividad, la sexualidad y la territorialidad, es un imperativo comportamental necesario para la vida y reproducción de todas las especies, no así la violencia que busca dañar, destruir, negar [Lizárraga 2019].

BREVE HISTORIA DE LA ANTROPOLOGÍA DE LA VIOLENCIA

Muchas de las disciplinas vinculadas con la antropología se han ocupado del tema de la violencia (particularmente, la etnología, antropología social, la antropología física y la arqueología). En este estudio se pretende explorar brevemente qué es lo que ha dicho la antropología, como la disciplina que mira al hombre para poder explicarlo, comprenderlo e interpretarlo en sus comportamientos, pensamientos, sentimientos y acciones. Al hurgar en los orígenes de quiénes en la antropología se habían preocupado acerca del fenómeno de la violencia, se encontraron respuestas sugerentes, entre las que se logró rescatar algo que parecería ser obvio: que el marco teórico permea, construye y, a veces, desoye lo que a menudo está a la vista; en otras palabras, muchos etnólogos y antropólogos, de una u otra manera se preocuparon, y lo siguen haciendo, por el problema de la violencia, aunque no se presente de manera explícita en los trabajos de algunos de ellos.

Bronislaw Malinowski criticó las formas y el efecto del colonialismo: “[…] el deber del antropólogo es ser justo y un intérprete veraz de los nativos, registrar que los europeos exterminaron a todos los isleños; que han expropiado la mayor parte del patrimonio de las razas salvajes; e introdujeron la esclavitud de una especial forma cruel y perniciosa” [Malinowski 1976: 3-4 apud James 1973]. Asimismo, este estudioso siempre mantuvo una postura anticolonialista y crítica, argumentó apasionadamente en contra del antropólogo que adoptaba una disposición de carácter neutral y que actuaba como simple observador objetivo, únicamente como observador de la historia de la violencia colonial y el sufrimiento de las personas y las culturas. Estas incursiones teóricas fueron criticadas por sus colegas y calificadas por sus detractores como desviaciones irresponsables de “un anciano”; sin embargo, cabe aclarar que Malinowski murió cuando sólo tenía 58 años.

En su lugar, seguía proliferando la idea de la “antropología de los salvajes”, para los antropólogos de su época, porque era políticamente correcto no involucrarse con las poblaciones estudiadas.

En su célebre y poco conocido artículo titulado: “Un análisis antropológico de la guerra” [1941], Malinowski será el primero en abrir a la discusión y mostrar esta problemática en el escenario antropológico. Aquí un fragmento:

La antropología ha hecho más daño que bien, al introducir la confusión con mensajes optimistas del pasado primitivo, pintando a los ancestros de la humanidad, viviendo en una edad de oro de perpetua paz. Y aún es más confusa la enseñanza de aquellos que sostienen que la guerra es una herencia esencial del hombre. Un destino psicológico o biológico del que nunca se podrá liberar [Malinowski y Richter 1941: 120].

Por su parte, Margaret Mead [1982 (1940) ] postulaba que la guerra no era producto de una fatalidad biológica, sino una invención del hombre, un fenómeno múltiple representado en diferentes culturas. Muchas realidades definen la construcción cultural de la guerra, aunque hay una realidad política, económica y militar: la guerra es una forma de vida para soldados, comandantes, oficiales y también un negocio de la industria armamentista. De igual manera comentaba que había pueblos en los que todavía a comienzos del siglo XX aún no la conocían, y ponía como ejemplo a los esquimales, quienes fueron el modelo más notable, pero también se refería a los lepchas de Sikkim, en India; “en ambos grupos se carecía de la idea de la guerra, aunque ésta es tan esencial para realizarla como el alfabeto o el silabario lo es para escribir. La idea de la guerra, de cómo un grupo se organiza contra otro, para mutilar, herir y matar estuvo ausente”. Y “sin esa idea las pasiones podrían estallar, pero no habría guerra” [Mead 1982: 17].

La violencia tiene diferentes rostros y el más evidente, el más explicado y observado es el de la guerra, pero la violencia no se agota con la guerra. Algunos antropólogos describimos la violencia y nos preocupamos también por desentrañarla y tomar acciones en su contra.

Ashley Montagu [1985: 23] se preguntaba: ¿por qué está el mundo tan lleno de violencia y agresividad?, ¿por qué son tan frecuentes la hostilidad y la crueldad entre los hombres?, ¿por qué se amenazan entre sí las naciones con el exterminio nuclear?, ¿por qué aumenta la delincuencia prácticamente en todas partes y cuál puede ser la respuesta? La más cómoda es, desde luego, afirmar que el hombre es un ser imperfecto, nacido en pecado y violento por naturaleza. Además, esta explicación -decía el autor- es muy satisfactoria para casi todo el mundo, porque quien nace así, predestinado, no puede culpársele por su forma de comportarse. En otras palabras, Montagu sostiene que la característica más destacada de la especie humana es su educabilidad, por el hecho de que todo lo que sabe y hace como ser humano ha de aprenderlo de otros seres humanos, y que no va a ser la violencia, sino la cooperación la que va a constituir las condiciones estrictamente necesarias para la supervivencia del grupo. Los individuos violentos no hubieran prosperado en sociedades pequeñas de cazadores recolectores.

A su vez, Jonathan Haas [1994] plantea que hay evidencia de que la guerra fue poco importante antes de 10 000 años y sostiene que la guerra endémica fue más la excepción que la regla hasta la aparición de las sociedades conformadas como Estado entre el 4000 y el 2000 a.C., en los primeros centros urbanos.

En un estudio clásico acerca de la violencia colectiva y organizada, Eric Wolf, comienza relatando cómo Robert Ardrey en su libro El imperativo territorial (1946), delineó la imagen, que desgraciadamente aún hoy persiste, de que el homo sapiens es: “[…] un mono asesino, sediento de sangre y hambriento de carne; permanentemente proclive a asesinar a sus prójimos en defensa de su ‘terruño’, de su territorio” [Ardrey 1946 apud Wolf 2002 [1987]: 39]. Desde esta mirada hobbesiana, es decir, “el hombre es el lobo del hombre”, el hombre es violento por naturaleza, tiene instintos asesinos; y de acuerdo con esta perspectiva, hacer la guerra es lo que lo define. Wolf afirma que, en efecto, hay una biología de la violencia, empero, los mensajes que liberan, inhiben o dirigen totalmente el comportamiento humano, no están biológicamente implantados, son culturalmente aprendidos en el curso de la interacción y la comunicación humanas.

Napoleón Chagnon es uno de los antropólogos más polémicos del siglo XX, ya que desde una postura sociobiológica, dibuja un escenario terriblemente violento: plantea que la venganza de sangre es una de las causas más comunes de la violencia y de la guerra en las sociedades tribales. La teoría de la violencia tribal muestra cómo el homicidio, la venganza, las obligaciones de parentesco y la guerra están unidas a las variables reproductivas. Chagnon ha sido criticado por haber reafirmado la hipótesis de la naturaleza humana violenta, diseñada por la evolución para la maximización del éxito reproductivo, todo ello con escasa evidencia empírica [Rosemberg 2013].

Otra perspectiva similar de la violencia es la del antropólogo Michael Ghiglieri quien asegura que el ser humano es un fenómeno biológico, no un ser por completo maleable como piensan los científicos sociales y que gran parte de nuestro comportamiento está influido por la genética; sin embargo, sólo en ocasiones, el ambiente puede influir en el comportamiento humano. También piensa que los varones están diseñados biológicamente para actividades más agresivas y físicamente demandantes, y expresa que son más violentos debido a la testosterona que producen, por lo tanto, son más violentos que las mujeres y esto es consecuencia de la biología: esa información, dice, se encuentra en nuestro ADN. La violencia constituye conductas diseñadas evolutivamente como estrategias reproductivas, tanto de los hombres como de las mujeres. La especie humana surgió, como toda vida, de orígenes violentos. Sostiene que la violación en masa es una victoria reproductiva y no es, en modo alguno, exclusiva de los seres humanos. Finalmente, considera que junto con la violación y el asesinato, la guerra es también una estrategia masculina de reproducción [Ghiglieri 1999: 95].

Para Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois: “La antropología todavía continúa su implacable y ahistórica persecución de lo exótico, con una precisión literaria y filosófica, documentando los sistemas simbólicos, estructuras de parentesco y documentando los remanentes salvajes en el vacío de las ficciones etnográficas presentes” [Scheper-Hughes y Bourgois 2004: 6].

Muchas etnografías clásicas nunca reportaron la violencia, porque no era materia ni de observación, y menos de su análisis y explicación. Por lo tanto, la contribución de la antropología a la comprensión de todos los tipos de violencia, violación y abuso sexual, todo tipo de homicidios, infanticidios, feminicidios, regicidios, homofobias, violencia de género en la pareja y violencia doméstica, entre otros, hasta el terrorismo político del Estado, el racismo, la xenofobia, las guerras sucias, los etnocidios y los genocidios en gran escala, son extremadamente limitados.

La historia de la complicidad de la antropología, con o sin intención, es visible; sirva como ejemplo, cuando algunos antropólogos culturales y físicos proveyeron de herramientas conceptuales que ayudaron a perpetrar el holocausto judío o también para justificar el apartheid sudafricano. El colmo fue la reificación del último indio yahi llamado Ishi, como un espectáculo público vivo en el Museo de Antropología de la Universidad de California y la preservación de su cerebro como objeto de curiosidad científica.

Otro caso de violencia fue la exhibición del cuerpo desnudo de Saartjie Baartman, también llamada “La Venus Hotentote” de la etnia khoikhoi en Sudáfrica, vendida en 1810 y mostrándola en los circos de Europa occidental. Fue preservada hasta 1976 como “curiosidad sexual”, en el Museo del Hombre en París, finalmente, el 2 de agosto del 2002, sus restos fueron enterrados en Hankey, Sudáfrica después de una larga lucha de los nativos para su repatriación [Scheper-Hughes y Bourgois 2004: 8].

Nancy Scheper-Hughes es una de las antropólogas que más ha escrito y teorizado sobre la violencia. Si uno observa sus trabajos, todos versan, de una u otra forma, acerca de ésta. Ha descrito la vida de las madres y los niños en las favelas de Brasil, mostrando cómo el llanto de estas madres para expresar su dolor, ha ido desapareciendo de sus rostros, cuando mueren sus hijos antes de los cinco años debido a la desnutrición, falta de higiene y de medicamentos; en otras palabras, por ser víctimas de “el azote de la pobreza”. Posteriormente va a documentar el crecimiento del “turismo de trasplante” y el tráfico global de cuerpos, deseos y necesidades humanas. El trasplante de órganos tiene lugar, hoy en día, en un espacio trasnacional en el que circulan cirujanos, pacientes, donantes, vendedores e intermediarios que siguen los nuevos caminos del capital y de la tecnología. Actualmente es fundadora y directora de Organs Watch (Vigilancia de Órganos), en la Universidad de Berkeley.1

Al observar y estudiar las diferentes formas de miseria y sufrimiento social crónico, se logra advertir que, entre más frecuentes y ubicuas son las imágenes de la violencia, el sufrimiento, la pobreza y la muerte, más invisible se vuelve, de tal manera, que la gente tiene la enorme capacidad de absorber este horror, y seguir adelante en sus vidas.

Muchas son las explicaciones acerca de por qué se infringe y se daña al otro, y de igual modo, existen ríos de literatura para poder entender los mecanismos que provocan la perpetración de masacres, en contra de los demás. Otra mirada de la violencia, es la de Alexander Hinton quien es director del Centro para el Estudio del Genocidio y Derechos Humanos, y en uno de sus artículos analiza las razones por las cuales la gente mató en el genocidio de Camboya, en el que se calcula que dos millones de personas fueron asesinadas bajo el régimen del Khmer Rojo [Laban Hinton 2004: 159].

Mediante el testimonio de la experiencia de la guerra vivida por la antropóloga Carolyn Nordstrom [1997] en Mozambique y en Sri Lanka, podemos saber que lo que allí encontró, además de una violencia inaudita, fue creatividad y hasta esperanza. Se interesó en explorar las diferencias y similitudes en las respuestas regionales a la violencia sociopolítica y aquéllas que son características de la guerra compartidas en los distintos ámbitos de la geografía y la cultura en el mundo contemporáneo. También observó que los civiles heridos, mutilados, lisiados, aterrorizados y asesinados, y el efecto devastador que deja a su paso en los individuos el terror de la guerra, en las sociedades y las culturas en el frente, fueron compartidos por ambas naciones. Relata que en 1988 viajó a Mozambique y Sri Lanka para hacer investigación y en el camino de Mozambique a Sri Lanka, decidió parar en Somalia “como un respiro etnográfico” entre dos zonas de guerra. Al llegar, la guerra civil estalló: “Cuando volví a casa, presencié tres guerras en un año. Fui testigo de amigos asesinados, extraños masacrados y pueblos arrasados” [Nordstrom 1997: XVII]. Finalmente, sostiene que escribir sobre las experiencias de violencia de personas de carne y hueso, es más difícil que hacerlo sobre la violencia per se. La violencia no puede separarse de la acción, la violencia política es ejercida a alguien por alguien.

El primer antropólogo que realizó en México investigaciones importantes sobre este tema fue, sin duda, Santiago Genovés quien durante gran parte de su vida se preocupó por develar la cuestión de la violencia. Expedición a la violencia [1993], es un libro que vino a constituirse en una ampliación de la declaración sobre la violencia, la cual fue adoptada por la UNESCO y por más de 100 sociedades científicas del mundo [Genovés 1993: 288].

Otro antropólogo e iniciador en México de la Antropología del Comportamiento, es Xabier Lizarraga quien sostiene:

  1. Que la violencia sólo es pensable en términos de relaciones: de la relación que guardan el agente [ejecutor] y la víctima [receptor] con la contextualidad, y la relación diferencial que guardan las características del contexto con uno y otro, y

  2. Que ninguna violencia deja de ser social y, en la medida en que en el orden social nos adiestramos y domamos [domesticamos] unos a otros, toda violencia, por más extendida que esté y por más tumultuaria que resulte, necesariamente tiene tintes de doméstica: toda violencia es social y doméstica [Lizarraga 2001: 56 y 58].

No puede faltar el trabajo de Elena Azaola, quien desde sus inicios como antropóloga en los años setenta, se ha dedicado a desentrañar la violencia con temas tales como cárceles, maltrato, abuso sexual a menores, prostitución infantil, policía, derechos humanos, instituciones tutelares, la trata de personas, y un largo etcétera. En uno de sus artículos, en 2012, plantea tres argumentos para explicar los actuales niveles de violencia que vivimos en México: 1) la existencia de formas de violencia que han habido tiempo atrás, sin vínculos con las actividades de grupos de delincuencia organizada, toleradas e incluso ignoradas, cuyos efectos, sumados a otros factores coyunturales, han contribuido al actual escalamiento de la violencia; 2) el debilitamiento y la descomposición de las instituciones de seguridad y procuración de justicia; 3) la insuficiencia de las políticas sociales y económicas para reducir las desigualdades y promover la inclusión de amplios sectores, así como una mayor y mejor articulación e integración de estas políticas en torno a fines comunes con las políticas de seguridad [Azaola 2012: 13].

En este artículo mi propuesta para analizar y comprender el fenómeno de la violencia es ésta que atraviesa los tres ejes y un núcleo, es decir, que para comprender-aprehender la violencia, es imprescindible no perder de vista que toda violencia está en-relación-interacción con varios ejes de su estructura-organización, todos ellos entrelazados en una trama compleja [véase la figura].

Fuente: Rosemberg, 2013.

Figura 1 La Violencia y su Organización  

Así, se considera que es necesario distinguir entre la elaboración de etnografías acerca de la violencia y las etnografías en tiempos de violencia. Es claro que ambas están íntimamente vinculadas porque, por ejemplo, el antropólogo puede no ser testigo en el momento del suceso violento y explicar desde los relatos de las víctimas y documentar esas experiencias; otros como Nordstrom y muchos otros colegas, presenciaron y vivieron la guerra y el terror junto con esas poblaciones. En México hay muchos ejemplos de antropólogos que han observado-denunciado las injusticias y las diferentes formas de dominación-explotación en las comunidades, regiones o ciudades en las que han trabajado. También están aquellas mujeres antropólogas violadas por hombres en los lugares donde llegaron a hacer su trabajo de campo y que han callado por la vergüenza que ello les produce y también por la ineficiencia de la justicia en México. Hombres y mujeres antropólogos/as a lo largo de la historia de esta disciplina han vivido algún tipo de violencia, sea de manera directa o indirecta.

MÉXICO EN EL SIGLO XXI. VIOLENCIA Y ETNOGRAFÍA: ¿NUEVA PREOCUPACIÓN?

México es el país de la desigualdad.

Acaso en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de fortunas, civilización, cultivo de la tierra y población.

Alexander von Humboldt,

Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, 1811.

A continuación se presentan algunas reflexiones acerca de lo que llamamos violencia sistémica, que produce y reproduce las consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político, que acarrea múltiples efectos en toda la sociedad y divergen según sea la región, el país y la cultura; la violencia sistémica que es también escenario donde surgen, se encuentran y se reproducen las violencias todas; en otras palabras, se trata del escenario mundial del neoliberalismo y de la globalización, de la que México es parte activa.

La violencia sistémica es resultado y reproducción del deterioro de las necesidades humanas fundamentales o de la vida humana, y está normalizada por las instituciones estables. Porque parece ser tan común nuestra forma de entender el mundo que la violencia sistémica acaba por presentarse como un ente casi invisible. El acceso desigual a los recursos, al poder político, a la educación, a la salud y la cuestión legal son sólo algunos ejemplos, la idea de ésta se vincula muy estrechamente con la injusticia social y los mecanismos sociales de opresión [Rosemberg 2014].

Hablar de violencia sistémica, es ubicarse en otro nivel que el de la violencia directa, inmediata. Cuando las poblaciones se encuentran privadas de los recursos elementales para vivir y el acceso es restringido, o incluso no lo tienen, como son los alimentos, la salud y la educación, sin duda es una violencia menos aparente que la directa pero cuyos efectos en cadena son terriblemente destructivos, por lo que encontramos también que resulta confusa la frontera entre política y criminalidad.

Así, la violencia directa causa horror, pero su brutalidad normalmente recibe nuestra atención: nos damos cuenta de su existencia, y a menudo respondemos a ella, no obstante, la violencia sistémica, es casi siempre invisible, se halla incrustada en las estructuras sociales en todas partes, normalizada por las instituciones estables y la experiencia regular, y se produce cuando las personas se encuentran en desventaja debido a las condiciones económicas, jurídicas, políticas y tradiciones culturales.

La violencia que hemos vivido y presenciado en México estos últimos años se resume dolorosamente así: la guerra de Calderón contra el crimen organizado dejó 100 000 muertos, 10 000 niños huérfanos y cerca de 30 000 desaparecidos y “150 mil 992 ejecutados: la herencia de Peña” [Aristegui Noticias ¿2018?].2

Esos son los datos duros con los que contamos y ¿quiénes son las víctimas?, ¿quiénes son sus familias y amigos?, ¿cómo se llamaban?, ¿cómo eran?, las preguntas son muchas, a quienes nos interesa la problemática de la violencia, buscamos darles nombre a las víctimas, pero también sacar de las sombras a los victimarios. Los antropólogos que estudiamos y trabajamos en y con la violencia no somos ni jueces ni parte, somos estudiosos de realidades que siempre duelen, podemos identificarnos más con un grupo particular que con otro, no obstante, su comprensión total es necesaria: debemos entender tanto a la víctima como al perpetrador, ambos en situaciones y contextos variopintos.

Así, el antropólogo cuando escribe, documenta fielmente lo que la gente narra, el etnógrafo escucha las historias de aquellos que han visto, olido, tocado, sentido, interpretado y pensado la violencia. No hacerlo, es un acto de indiferencia y de hostilidad. Es bien sabido que esto es difícil, escuchar horas y horas relatos de sufrimiento toca en nuestras vidas, escribirlo y registrarlo es un arduo trabajo donde el recuerdo de esas experiencias narradas regresan constantemente a la memoria.

LA PERSONA DETRÁS DEL ANTROPÓLOGO: PELIGROS Y CUIDADOS

Para hablar de los peligros que hay detrás de cualquier antropólogo en la ejecución de su labor cotidiana y como resultado de la violencia, recuerdo una anécdota de mi propia experiencia cuando por primera vez me enfrenté a la violencia en el ejercicio de mi profesión como antropóloga en una ciudad perdida de la Ciudad de México, en los años 1979-1981, periodo en el que se suscitaban peleas entre bandas delictivas de ciertos barrios. Yo tuve la experiencia de presenciar el enfrentamiento entre algunos de estos grupos, cuando la hoy mítica banda de los panchitos,3 llegaba a aventar bombas molotov en contra de la banda de la ciudad perdida en la que yo trabajaba, con el simple argumento de que estaban en su contra. La ingenuidad deliciosa que experimenté mientras estuve ahí me hace comprender hoy los peligros a los que me enfrenté, y lo afortunada que fui al haberlos librado cuando me gané la confianza de los habitantes, lo cual me permitió participar y trabajar sin el menor peligro. Esa vivencia me hizo pensar, en que los jóvenes estudiantes arriesgan sin miedo lo que viene, con ingenuidad y con confianza; y me hizo mirar también los peligros que por su corta experiencia los coloca en riesgos que a veces son positivos, pero que a menudo pueden devenir en vivencias dolorosas.

Los antropólogos que se dedican también a la docencia en este México violento tenemos, hoy más que nunca, la responsabilidad de formar nuevos antropólogos, a los cuales debemos enseñarles a cuidarse, ellos, quienes a su vez, se tienen que arriesgar y deben saber que hoy no se puede hacer etnografía sin tener en cuenta lo que está sucediendo en nuestro país y los riesgos a los que se pueden enfrentar en el campo de esta disciplina.

Vivir en situaciones de violencia a menudo nos obliga a utilizar estrategias que desafían la ética convencional de nuestra disciplina, reconfiguran las relaciones entre antropólogos e informantes, y obligan a la innovación en el proceso de negociación de intercambio de datos bajo circunstancias riesgosas [Pettigrew, Shneidermann y Harper 2004]. En otras palabras, necesitamos también construir e inventar estrategias prácticas para hacer frente a las amenazas a la seguridad y el bienestar, tanto de los antropólogos como de los sujetos que están amenazados o viven situaciones de violencia.

Aunque algunos antropólogos han escrito cuidadosamente acerca de sus experiencias en/con los conflictos en el campo, poco se habla de cómo la realidad de la violencia vivida afecta la teoría antropológica, su método, su ética y su escritura. A medida que se sigue investigando en regiones cada vez más hostiles y peligrosas, la posibilidad real de nuestra propia victimización representa un reto no sólo para los aspectos prácticos de la seguridad personal, sino también para los métodos etnográficos y la ética4 que utilizamos para comprender las culturas en las que se ven minadas por el malestar, la inestabilidad y el miedo. En México, sobre todo, en relación con la pobreza, ese flagelo ubicuo.

También es necesario poseer estrategias actualizadas que aborden las preocupaciones de los antropólogos que realizan investigaciones en campos peligrosos, aquellos sitios donde las relaciones sociales y las realidades culturales se modifican críticamente por la penetración del miedo, el terror, la amenaza de la fuerza, o la aplicación regular de la violencia y donde los enfoques, métodos, y la ética de trabajo de campo antropológico son, a veces, insuficientes, irrelevantes, inaplicables, imprudentes o simplemente ingenuos.

Los etnógrafos en campos peligrosos son extremadamente vulnerables a robos, asaltos, violaciones, asesinatos, secuestros, arrestos en el campo, o a encontrarse en medio de guerras o disturbios, y haber presenciado momentos de conflicto entre facciones u hostilidades agudas en un grupo o comunidad. El problema, entonces, no sólo es determinar cómo los antropólogos están en peligro en el campo de trabajo, sino, más bien, qué se puede hacer para minimizar los riesgos; tal vez, igual de importante sea: ¿cómo deben las propias experiencias del antropólogo y las reacciones de otros ante la violencia integrarlos en nuestras etnografías sin ponerlos en riesgo?

Si se trabaja en campos peligrosos, hay que empezar con un cambio fundamental en la forma, que la metodología no sea rígida para la investigación, más bien hay que plantearla con mayor apertura y con una práctica maleable, es decir, debe depender de un nivel de flexibilidad de investigación por parte del etnógrafo, quien no siempre puede esperar trabajar en condiciones de seguridad. Así, la etnografía se reduce a una especie de cálculo que involucra tres variables dependientes: a) el tipo de información que se busca, b) cómo se adquirió y c) cuáles son los riesgos para el antropólogo.

Es común, muy seductor y erróneo, partir de dos supuestos en el trabajo de campo en contextos de violencia: uno, que la fórmula para evaluar el riesgo en la adquisición de datos es una herramienta neutral y objetiva de la investigación y, dos, que es posible extraer datos alterados de un medio social contaminado por la violencia [Kovats-Bernat 2002: 211].

Acerca de la flexibilidad en el campo se tiene el ejemplo del antropólogo Allen Feldman [1991:12] quien trabajó en Irlanda del Norte en los años álgidos del conflicto, lo que le llevó a abandonar las nociones clásicas de la observación participante, evitando la residencia en las cercanías de sus informantes y sin habitar con ellos porque podría haber sido visto como cómplice de los rebeldes por la policía y el ejército. Tomó otras precauciones metodológicas, como la utilización de espacios neutros para las entrevistas, restringiendo su movilidad entre espacios de confrontación con la policía y el ejército. Otro ejemplo, para un caso mexicano, muestra cómo Cecilia Barrientos [2014] para investigar acerca del miedo y la militarización en la guerra contra el narcotráfico en Tampico, Tamaulipas, una de las ciudades más peligrosas de México y del mundo, se fue a trabajar como mesera para así poder recopilar datos. Por lo anterior, sabemos que el trabajo en los campos peligrosos implica una capacidad de negociación cotidiana en un espectro de encuentros sociales con una serie diversa de individuos, algunos de los cuales pueden ser de ayuda y otros pueden ser peligrosos.

Otro factor importante de protección es que hay que aprender a escuchar los buenos consejos y recomendaciones de la población local para decidir qué conversaciones y silencios son importantes, cuál información es peligrosa para sus vidas e integridad física, qué preguntas son riesgosas para no hacerlas y cuáles son los patrones de comportamiento importantes a seguir para la protección de todos. Para enfatizar lo anterior, cito a Roland Barthes: “Escuchar la voz inaugura la relación con el Otro: la voz por la cual reconocemos a los otros nos indica su forma de ser, su alegría o su dolor, su condición; lleva una imagen de su cuerpo […]” [Barthes 1985: 255]. Porque acompañar a personas ajenas que comparten su mundo personal de sufrimiento, supervivencia, coraje y confusión y observar las lágrimas de luto, sus iras por la traición y sus temores, es un verdadero privilegio para un antropólogo. Así, contar una historia a veces sirve para evocar la memoria de los muertos y desaparecidos y reafirmar las tradiciones de los sobrevivientes que la violencia ha destruido.

En consecuencia, aquellos con los que trabajamos en campos y en situaciones peligrosas tienen derecho a negociar por igual con los etnógrafos sobre temas acerca de la exposición o no de los datos en las etnografías. El reconocimiento de este derecho por la antropología es parte integral del continuo proyecto de la descolonización de la disciplina, que sabemos que muchos ya lo practican.

Sabemos también que una cuestión recurrente en la elaboración de etnografías en campos peligrosos es la dificultad de los antropólogos para considerar su propio papel como actores en el drama de la violencia. Por ello, surge la pregunta: ¿debe incluir el antropólogo sus sentimientos, emociones íntimas, sus opiniones y respuestas a la violencia y el terror cuando dicha información podría arrojar luz sobre las circunstancias en las que fue adquirida?, esto lleva indefectiblemente al terreno de la ética. Como etnógrafos es necesario divorciarnos del histórico supuesto de la inmunidad y siempre hay que recordar que no hay una antropología pasteurizada en la que se sale del campo igual que como se entró, siempre nos llevamos y dejamos algo nuestro ahí donde estuvimos.

El trabajo de campo etnográfico es el medio principal para la comprensión de la violencia y el terror en un grupo, localidad o situación dada. Es importante saber que la cultura no está compuesta de unidades compartimentadas separables entre sí y, por lo tanto, donde la violencia forma parte de las relaciones sociales, es imposible comprender y manejar datos y considerarlos “puros”. La violencia también es cultura, y hay que continuar con la tarea etnográfica de desmitificar y des-naturalizarla, es necesario teorizarla y analizarla junto a otros fenómenos sociales. En esto radica la oportunidad para que la etnografía de la violencia y en tiempos violentos influya significativamente en el curso de la teoría antropológica para así continuar demostrando que la violencia no es separable del parentesco, del mercado, el sexo-género, la lengua, la política, las emociones, los cuerpos y del mundo. Aquí vemos la importancia de considerar los temores y ansiedades del antropólogo; asimismo, el etnógrafo necesita demostrar cómo la violencia lo modifica a él mismo y a su vez cómo se modifican sus propias relaciones con quienes se vincula en el campo y también cómo cambian las relaciones dentro de la comunidad local o el grupo con el que se esté trabajando.

La representación en las salidas al campo, debe considerar las voces del poder impuesto, el poder negociado y la violencia sufrida por los sujetos. Vistas de manera aislada, cada voz cuenta una historia diferente, aunque todas sean componentes sustanciales de la historia completa. Por lo tanto, el concepto de la realidad en el trabajo de campo ayuda a negociar con las dificultades del determinismo de la gran teoría y con la indeterminación, incertidumbre y complejidad del campo mismo, en los que están presentes el poder, la lucha y la violencia como acto y como experiencia.

Por lo anterior, la pregunta es: ¿qué es la etnografía?, en principio quien la elabora debe ser capaz de captar no sólo el sitio, sino también el olor, el sentir, los sabores y el movimiento de una localidad, documentar la vida de un pueblo o grupo que comparte un espacio común en el que sus vidas están entrelazadas. Debe captar al menos una visión fugaz de los sueños que la gente lleva con ellos y que los transportan a lugares distantes del mundo y de la mente; del imaginario creativo por medio del cual las personas dan sustancia a sus pensamientos y vidas. Necesita entender por qué un soldado o un sicario aprieta el gatillo contra un ser humano y no otro; también mostrar cómo la gente sufre los estragos de la violencia y del duelo y cómo todavía tiene fuerzas para resistir; debe ser capaz también de mostrar las realidades del poder del Estado, los grupos criminales y la sociedad mexicana con sus víctimas que siempre aparecen como un número y colocarlas en el escenario sin ponerlas en riesgo.

La etnografía lleva sujetos y comunidades que sufren a aquellos que no han estado allí. Pero también saca de las sombras e ilumina no sólo esos lugares y gente, sino también hace visibles las razones del poder y las ganancias que generan esas violencias. “La etnografía le da sustancia y lugar simplemente porque se preocupa, día a día de la existencia humana” [Nordstrom 2004: 15].

La antropología se desarrolló como una disciplina arraigada en el trabajo de campo, y como tal, dice nombres y mapea lugares, pero la guerra y la violencia cambian esta ecuación. El conocimiento local es crucial para la comprensión, sin embargo, citar a informantes locales puede significar una sentencia de muerte para ellos. Cuando se trata de masacres, violaciones a los derechos humanos, la corrupción masiva y la especulación mundial, incluso situar y proporcionar datos en un lugar “localizable” puede ser peligroso. La responsabilidad académica y ética descansa en la protección de las fuentes y no en su revelación, aunque a veces es necesario nombrar a las víctimas; por supuesto, siempre con su consentimiento.

El trabajo de campo, como nos dicen Nordstrom y Robben, requiere de dos posturas: la óntica de la violencia, es decir, la experiencia vivida de la violencia y la epistemología de la violencia, o las formas de conocer y reflexionar sobre la misma violencia. La experiencia y la interpretación son inseparables de los perpetradores, las víctimas y los etnógrafos por igual. La antropología en este nivel implica una serie de responsabilidades más allá de la etnografía tradicional: “hay responsabilidades para la seguridad en el campo de trabajo, para la seguridad de nuestros informantes, y para las teorías que ayudan a forjar actitudes hacia la realidad de la violencia” [Nordstrom y Robben 1996: 4].

Hay que tener muy claro que le podemos dar voz a las víctimas de la violencia, pero nunca podremos restaurar sus vidas, esto también es parte de la implicación emocional y compromiso al estar escribiendo la etnografía en la que se vuelve a plasmar el dolor de los demás, parafraseando a Susan Sontag, [2004] y a la vez, el nuestro propio.

Los etnógrafos de la violencia, y en realidad, en general, todos quienes investigan y escriben, deben entender su propia posición y su papel en el mundo social que están estudiando y reconocer que ellos, como sujetos, con sus propias experiencias de vida, sus historias personales y las percepciones que tienen del mundo, dan forma a gran parte de todo el proceso de investigación. Ser reflexivo también implica explorar la práctica emocional de hacer la investigación, esto es particularmente cierto cuando se hace investigación de la violencia y en situaciones o espacios violentos, porque hablar de violencia es equivalente a hacer de la emoción y el sentimiento en los informantes y en el propio investigador [Pickering 2001]. Por tanto, ambas, la reflexividad y las emociones deben ser instrumentos analíticos.

Ser testigo de la violencia a menudo puede producir pesadillas, insomnio, agotamiento, depresión, frustración, ira, culpa y disgusto, todos estos sentimientos y emociones son parte de la experiencia de la investigación. A veces somos incapaces de compartir nuestras emociones con los demás, porque “ellos no entienden, porque ellos no estuvieron allí”. Para hacer frente a la “emotividad de la violencia” y la carga física en el cuerpo, varios investigadores discuten la necesidad de tomar distancia del ámbito de la investigación [Diphoorn 2011: 15], cuando ésta nos rebasa.

El tema de la emoción se ha excluido sistemáticamente en la mayoría del trabajo académico de muchas de las investigaciones que exploran la violencia y dejan de lado la subjetividad, quedándose con las distinciones tradicionales que fomentan la división entre la razón y la emoción, lo que permite sugerir que hay serias consecuencias teóricas y epistemológicas por ignorar los muchos papeles que desempeñan las emociones en nuestras investigaciones, en la escritura de las etnografías y en nuestra vida misma, por lo tanto, la emotividad es fundamental para comprender la experiencia de la investigación de la violencia. Ni siquiera Platón, ni Spinoza, ni Hume, habrían negado que hay interconexiones entre la razón y las pasiones; tampoco los estoicos, los marxistas, los fenomenólogos, o los pragmáticos, representarían la búsqueda del conocimiento como desinteresada, desconectada de las preocupaciones cotidianas, emocionales y sensibles.

Esto nos lleva a preguntarnos, ¿debemos preocuparnos por la subjetividad de los etnógrafos?, parece que sí. Quienes trabajamos con y en situaciones o localidades violentas debemos tener interlocutores entre colegas o alumnos para expresarles nuestras emociones, sentires, críticas y reflexiones en torno a la violencia vivida. Esto puede ayudar más de lo que imaginamos, es un trabajo emocional.

Habrá que pensar la violencia también desde una antropología de las emociones y tener claro que si estudiar la violencia no es simplemente para entender las razones del sistema que la engendra y reproduce, sino también para comprender cómo son experimentadas y sentidas en los sujetos con quienes entablamos relaciones. Es menester analizar la emotividad en lugar de simplemente describirla; en otras palabras, no hay que silenciar la emotividad en la investigación de la violencia, tal silenciamiento puede tener consecuencias teóricas y epistemológicas importantes. La emotividad puede ser una manera crítica para promover, sostener y desafiar las formas para conocer las experiencias de las mujeres y los hombres frente al poder y la violencia. Si bien estas relaciones a menudo pueden ser incómodas o preocupantes también sugieren que la emotividad puede ser una manera crítica de conocimiento. La emotividad puede ayudar a problematizar la falta de adecuación entre la experiencia vivida y las interpretaciones aceptadas de esa experiencia.

REFLEXIONES FINALES

La violencia en México, sigue viva, 2019 ha sido uno de los años más sangrientos con más de 30 000 muertos, no obstante, la violencia no es un enigma ni un misterio, es perfectamente comprensible y explicable, tiene profundas raíces en los sujetos, sociedades y culturas que la viven y la practican, en ese sentido es transhistórica, ha traspasado los tiempos y los diversos sistemas y organizaciones socieconómicas y políticas, sin embargo, no tiene su origen y tampoco se desarrolló en todas las sociedades, hay sociedades que no conocen la guerra, hay otras que viven para ella, hay sociedades que asesinan esporádicamente y otras que la furia las acompaña [Rosemberg 2014].

Los antropólogos sabemos muy bien que la violencia no es natural, no viene en nuestros genes ni es parte de nuestra cultura mexicana; que la investigación no puede ser ni neutra ni totalmente objetiva e, incluso, que hacer etnografía en tiempos de violencia es arriesgado y, en ocasiones, para los poderosos hacer investigación de corte antropológico, en particular en situaciones conflictivas y de violencia, pueden mirarse como un atentado contra el statu quo.

Antropólogos con experiencia y los que están en formación vivimos en tiempos nublados, como diría Octavio Paz, la imagen del mundo inmóvil, organizado, perfecto y funcionando se acabó. Hoy, tenemos que recuperar viejas técnicas antropológicas e inventar nuevas formas de llegar a la gente que con mucha razón se ha vuelto desconfiada y, a la vez, son tan vulnerables como los antropólogos que andamos por los mismos caminos de quienes nos permiten participar y convivir con ellos.

Hablar de violencia sin aterrizarla, sin nombrar, es otra forma de reproducirla, hoy en México se viven múltiples duelos, miles de muertos, miles de desaparecidos, miles de heridos en el alma y el cuerpo, todavía hay muchos pendientes que aún quedan sin resolver, por ello, y dadas las circunstancias de tanta violencia en la que vivimos, necesitamos continuar escribiendo etnografías llamando a la justicia y en contra de la represión; en otras palabras, escribir etnografías de indignación.

Como pudimos observar a lo largo de estas páginas, las etnografías en tiempos violentos no dejan de escribirse, la adversidad y el horror inspiran nuevas estrategias, diversas maneras de acercarse a esas otredades, por lo que cabe apuntar que, la violencia en nuestro país no impedirá la capacidad de acudir al campo de estudio, que seamos creativos y críticos con lo que está pasando en el México desangrado y herido de hoy.

Ante esta realidad, se están escribiendo etnografías reflexivas, creativas e innovadoras.

Un connotado psicoanalista francés, Octave Mannoni escribió:

Necesitamos de los etnólogos para comprender y para modificar nuestra actitud de occidentales […] Ellos son los especialistas de las diferencias, incluso de todas las diferencias, porque las diferencias culturales más marcadas no son sino algo así como la ampliación explicativa de las otras. Ellos son los encargados de contarnos historias verdaderas que demuestran que se podría cambiar la vida [Mannoni 1971: 2352 apud Dibie 1999: 109].

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2Véase <https://aristeguinoticias.com/wp-content/uploads/2018/12/4-2.jpg>. Consultado el 20 de enero de 2019.

3En los años ochenta, las peleas de los panchitos contra otras bandas eran con armas simples como puntas, varillas, chacos, navajas, cadenas, botellas rotas, cinturones de asiento de coche y, en casos extremos, bombas molotov. Su código de honor era sencillo: sí golpear, no matar, no violar [Flores 2014].

Recibido: 30 de Julio de 2019; Aprobado: 12 de Noviembre de 2019

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