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El trimestre económico

On-line version ISSN 2448-718XPrint version ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.89 n.356 Ciudad de México Oct./Dec. 2022  Epub Jan 30, 2023

https://doi.org/10.20430/ete.v89i356.1663 

Clásicos de la economía

Marx, Marshall y Keynes: tres criterios sobre el capitalismo*

Marx, Marshall and Keynes. Three views of capitalism

Joan Robinson1


Resumen

En este ensayo Joan Robinson reflexiona acerca de las teorías económicas de tres de los economistas más paradigmáticos: Karl Marx, Alfred Marshall y J. M. Keynes. Realiza un análisis comparativo sobre sus ideas respecto del capitalismo en cuanto al capital, la ocupación, la distribución del ingreso, el ahorro, etc. Finalmente, resalta la importancia de separar la ideología de la ciencia al estudiar la ciencia económica en general.

Palabras clave: Marx; Marshall; Keynes; capitalismo; socialismo

Clasificación JEL: B24; B31; P10

Abstract

In this essay, Joan Robinson reflects on the economic theories of three of the most paradigmatic economists: Karl Marx, Alfred Marshall, and J. M. Keynes. She performs a comparative analysis of their ideas regarding capitalism, in terms of capital, employment, income distribution, savings, and more. Finally, she highlights the importance of separating ideology from science when studying economic science in general.

Keywords: Marx; Marshall; Keynes; capitalism; socialism

JEL codes: B24; B31; P10

Estos tres nombres están asociados con tres actitudes hacia el sistema capitalista. Marx representa el socialismo revolucionario; Marshall, la defensa condescendiente del capitalismo, y Keynes, la defensa desencantada del capitalismo. Marx trata de entender el sistema con objeto de precipitar su caída. Marshall trata de hacerlo aceptable mostrándolo bajo una luz agradable. Keynes trata de encontrar en qué aspectos ha estado equivocado, con objeto de aconsejar los medios que lo salven de destruirse a sí mismo.

Resumir en unas cuantas palabras toda la compleja estructura de ideas significa necesariamente falsificar, por exceso de simplificación, pero en la medida en que reconozcamos el peligro puede ser legítimo dejar sentado, en una forma cruda, el contraste esencial entre las teorías económicas que sirven de base a estos tres puntos de vista.

El argumento central del esquema de Marx, como lo encontramos en el volumen 1 de El capital, es que en el capitalismo los salarios reales de los trabajadores tienden a mantenerse permanentemente en un nivel bajo, en tanto que los capitalistas reciben como beneficio el excedente del producto sobre los salarios. Los capitalistas, sostiene, no están muy interesados en un nivel de vida lujoso para sí mismos. Bajo la presión de la competencia y la codicia de ganancias cada vez mayores, invierten el excedente en capital cada vez mayor y luchan entre sí para elevar la productividad de sus propios trabajadores, de tal modo que el producto total va siempre en aumento. A largo plazo es más probable que el nivel de los salarios reales baje y no que suba. La participación de las utilidades en el producto total es cada vez mayor a medida que la productividad aumenta, hasta que las contradicciones internas del sistema hacen que explote y una revolución socialista hace surgir un nuevo sistema.

Los puntos de vista de Marshall sobre los salarios, los beneficios y la acumulación no pueden verse tan claramente, en parte porque concentra su atención en los detalles de los precios relativos, las fortunas de las empresas individuales, así como la oferta y la demanda de mercancías particulares, en tanto que deja completamente confuso el contorno dentro del cual encajan estos detalles. Y en parte porque todo su sistema se basa en un conflicto no resuelto. Lo medular del análisis lógico en los Principios es puramente estático -se aplica a una economía en la que la acumulación ha llegado a su fin-, mientras que los problemas que discute están relacionados con una economía en la que la riqueza crece a medida que pasa el tiempo. Desde este punto de vista, hay una tasa normal de utilidad que representa el precio de oferta del capital, pero nunca queda claro si éste es el precio de oferta de cierta cantidad de capital -la tasa de ganancia a la que no hay crecimiento ni declinación en el stock total de capital- o si es el precio de oferta de cierta tasa de acumulación de capital. La ganancia es la recompensa de la espera, esto es, de privarse del consumo presente con objeto de gozar de una riqueza futura, pero nunca queda claro si la espera significa mantener un stock de capital y abstenerse de consumirlo, o si significa ahorrar e incrementar el capital. Parece significar algunas veces lo primero, otras veces lo segundo y otras ambas cosas, aunque Marshall es cuidadosamente consciente de que no son lo mismo. Esta vaguedad hace que sea imposible describir su sistema en una forma clara. Pero establece definitivamente que la espera es un factor de la producción y que los costos reales de producción están compuestos de esfuerzos y sacrificios -esfuerzos de los trabajadores y sacrificios de los capitalistas-. Los esfuerzos son recompensados por salarios y los sacrificios, por utilidades. Tomando el espíritu del argumento que se aplica a una economía en crecimiento más que a la estricta lógica requerida por una economía estática, los capitalistas invierten y acumulan, porque la ganancia es suficiente para compensar el sacrificio del consumo presente. Esto origina el crecimiento de la riqueza total; los trabajadores comparten el beneficio, porque los salarios se elevan al mismo tiempo que la productividad, en tanto que el precio de oferta del capital permanece más o menos constante.

Keynes establece una distinción tajante entre los dos aspectos de la acumulación: el ahorro, que significa abstenerse del consumo, y la inversión, que significa un aumento del stock del capital productivo. Los capitalistas de Marx automáticamente ahorran porque quieren invertir, a manera de adquirir más medios de producción con objeto de emplear más mano de obra y ganar mayores beneficios. Los capitalistas de Marshall automáticamente invierten porque quieren ahorrar, es decir, poseer mayor riqueza.

Keynes señala que en una economía capitalista desarrollada no están automáticamente relacionados ambos lados de la acumulación. El ahorro significa gastar menos en consumo y hacer más estrecho el mercado para los productos, de tal manera que se reduce la redituabilidad de la inversión. Inversión significa emplear mano de obra para producir bienes que no están disponibles para el consumo y así aumentar la demanda en relación con la oferta. Ambos lados del proceso de acumulación no están ligados en forma tal que se mantenga la armonía; por el contrario, la propia naturaleza de la empresa privada origina que tengan una tendencia crónica a estar desengranados. En determinado tiempo la economía está tratando de invertir más de lo que puede; la demanda de mano de obra para el consumo y la inversión, tomada en su conjunto, excede la oferta disponible y aparece la inflación. Pero esto es raro, excepto en tiempos de guerra. Normalmente prevalece la situación opuesta: la inversión es menor de lo que podría ser fácilmente y la riqueza potencial se desperdicia en la desocupación.

Cada punto de vista lleva el sello del periodo en que fue concebido. Marx expresó sus ideas durante la tremenda pobreza de la década de 1840. Marshall vio el florecimiento del capitalismo en la época de paz y prosperidad de la década de 1860. Keynes tuvo que encontrar una explicación para la mórbida condición de “pobreza en medio de la abundancia” en el periodo comprendido entre las dos guerras. Pero cada uno de ellos tiene importancia para otros periodos, porque en la medida en que cada teoría es válida, arroja luz sobre las características esenciales del sistema capitalista que siempre han estado presentes y aún tienen que considerarse.

Cada uno, todavía más, está ligado a una actitud política particular hacia el sistema económico, lo que es muy importante para los problemas que confrontamos hoy en día.

Marx sostuvo que el capitalismo está confinado a desarrollarse en tal forma que origine su propia destrucción, y urgió a los trabajadores a organizarse para apresurar su caída. Marshall argumentó que, a pesar de algunos defectos, es un sistema que promueve el bien de todos. Keynes muestra que tiene defectos profundamente arraigados que, sin embargo, pueden ser remediados. Marx está haciendo propaganda contra el sistema; Marshall lo defiende, y Keynes lo critica con objeto de mejorarlo.

Las doctrinas económicas siempre nos llegan en forma de propaganda. Esto va ligado a la propia naturaleza del tema, y pretender que no es así en nombre de la “ciencia pura” es rehusarse en forma anticientífica a aceptar los hechos.

El elemento de propaganda es inherente al tema, porque está relacionado con la política. No tendría interés de no ser así. Si ustedes quieren un tema que valga la pena estudiar por su atracción intrínseca sin ningún objetivo hacia las consecuencias, no habrían asistido a una conferencia sobre economía. Estarían, digamos, estudiando matemáticas o el comportamiento de los pájaros.

La una vez ortodoxa teoría del laissez-faire evadió el resultado, al intentar demostrar que no hay ningún problema cuando se eligen las políticas. Déjese que cada quien persiga su propio interés y la libre competencia asegurará el máximo beneficio para todos. Esto obviamente no puede aplicarse dondequiera que sea necesaria una organización general -el sistema bancario, los ferrocarriles, el tesoro nacional-. Pero aun donde es técnicamente posible conducir el sistema sobre la base de “lógrese lo que se pueda”, hay cierta inconsistencia en la raíz misma del argumento. Al perseguir el propio interés, los individuos encuentran que es ventajoso hacer combinaciones y estar de acuerdo, en vez de competir. Los monopolios, los sindicatos y los partidos políticos surgen del verdadero proceso de la competencia e impiden su efectividad como mecanismo para asegurar el bien general. El individualismo puro, ilimitado, no es un sistema practicable, y la coherencia de una economía depende de la aceptación de las limitaciones que tiene. Debe haber un código de reglas de juego, ya sean establecidas por la ley o logradas mediante el consentimiento común. Ninguna serie de reglas de juego puede asegurar una perfecta armonía de intereses entre todos los grupos de la sociedad, y cualquier serie de reglas será defendida por aquellos a quienes favorece y atacada por aquellos que se ajustan mejor otras reglas.

La teoría económica, en su aspecto científico, está interesada en mostrar cómo funciona una serie particular de reglas, pero al hacerlo puede no servir si no logra que aparezcan bajo una luz favorable o desfavorable respecto de la gente que entra en el juego. Aun si un escritor puede adiestrarse a sí mismo en una separación perfecta, está todavía haciendo propaganda, porque sus lectores tienen puntos de vista interesados. Tomemos por ejemplo un argumento puramente analítico, como que el patrón oro asegura estabilidad de cambios, siempre que las tasas de salarios monetarios sean flexibles. Esto significa que no funcionará bien donde los sindicatos sean fuertes e impidan que los salarios bajen cuando la conservación de la tasa de cambio requiere que bajen. Ésta es una afirmación puramente científica, y no hay mucho lugar para estar en desacuerdo con ella, considerada como una descripción de la forma en que funciona el sistema. Pero para algunos lectores aparecerá como una propaganda fuerte contra los sindicatos, para otros como una fuerte propaganda contra el patrón oro.

Este elemento de propaganda entra prácticamente en los detalles más severamente técnicos del tema. No puede dejar de estar presente cuando es el amplio resultado del funcionamiento del sistema en su conjunto lo que está a discusión.

Cada uno de nuestros tres economistas está interesado en describir las reglas del juego capitalista y, en consecuencia, en criticarlas o defenderlas. Marx muestra que las reglas son desfavorables para los trabajadores, y que por esa sola razón no serán toleradas mucho tiempo. Marshall argumenta que las normas están arregladas de tal manera que producen el mayor crecimiento posible de la riqueza, y que todas las clases se benefician al compartirla. Keynes muestra que las reglas necesitan reformarse a fin de asegurar que la riqueza continúe creciendo.

La descripción y la evaluación no pueden separarse, y pretender que no estamos interesados en la evaluación es engañarnos.

Marx tiene un concepto completamente claro acerca de este propósito. Está del lado de los trabajadores y presenta el argumento contra el capitalismo, con objeto de alentar a los trabajadores a derrocarlo.

Marshall no estuvo de manera abierta y clara en un lado u otro en el choque de los intereses entre los trabajadores y los capitalistas. Su posición es más bien en el sentido de que, si cada uno acepta el sistema y no hace alboroto sobre ello, se beneficiarán ambos.

En relación con los intereses parciales. Casi todos ellos cambian su carácter y se vuelven cada vez más plásticos; pero el cambio principal es la asimilación del entrenamiento, y consecuentemente de la capacidad de las clases trabajadoras, generalmente hacia aquellos de los que están bien. La ampliación de la educación está borrando rápidamente estas distinciones de la mente y el carácter entre los diferentes estratos sociales, que han prevalecido en casi todos los países densamente poblados durante varios miles de años; pero fueron en gran medida los resultados artificiales de la ventaja acumulativa de que una pequeña predominancia inicial en la fuerza dio a las secciones más afortunadas de cada nación.

Estamos efectivamente acercándonos rápidamente a condiciones que no tienen precedente cercano en el pasado, pero son quizá realmente más naturales que aquellas que están suplantando: condiciones bajo las cuales las relaciones entre los diversos estratos industriales de una nación civilizada se basan en la razón, más bien que en la tradición. Sin duda, mucha de la fuerza radica todavía en el viejo argumento de que cuando la riqueza se aplica a poner a la naturaleza al servicio del hombre, en gran medida, la mayor parte del beneficio agregado que resulta de ello es cosechada por los que han acumulado por su cuenta muy poco o nada. Sin duda es una verdad, ahora como siempre, que la principal obra del progreso la hace un grupo reducido de hombres, cuya facultad para el trabajo puede probarse solamente por su trabajo: ningún otro medio de seleccionarlos correctamente ha sido aconsejado hasta ahora. Sin duda también aquellos que, aun con menos iniciativa, sin embargo están haciendo un trabajo importante que implica una alta tensión mental, tienen una razonable pretensión a cierta generosidad en sus condiciones de vida. Pero, por todo eso, se está volviendo claro que éste y cualquier otro país occidental pueden ahora hacer mayores sacrificios de riqueza material con el propósito de elevar la calidad de la vida para toda la población [Marshall, 1919: 4-5 ].

Keynes está en contra del desperdicio, la estupidez y la pobreza innecesaria. No está tan interesado en quién obtiene el beneficio de la producción incrementada, como en asegurarse de que éste se realice. Considera deseable una mayor igualdad de ingreso, pero esta actitud es “moderadamente conservadora” (Keynes, 1943: 362), y sostiene que, si solamente el capitalismo pudiera hacerse funcionar eficientemente, sería la mejor alternativa.

El peso de la propaganda de Marx radica en que el capitalismo es pernicioso y debe destruirse; la de Marshall, en que es beneficioso y debe conservarse; la de Keynes, en que podía haber sido más o menos tolerable si la gente tuviera sentido común.

Cada uno de ellos trata de justificar un particular punto de vista del sistema y de esa manera le está haciendo propaganda. Pero cada uno tiene la suficiente confianza en su propio punto de vista para creer que la verdad lo justificará, y cada uno trata de dar un enfoque genuinamente científico a los problemas económicos. Ellos no pueden remediar ser propagandistas, pero son científicos también. Para aprender de ellos, primero tenemos que ver hacia dónde se dirigen. Luego podemos hacer uso de sus conceptos como científicos, mientras nos reservamos el derecho de tener nuestra propia opinión sobre cuestiones de política.

I. Ideas e ideología

Debemos admitir que toda doctrina económica que no sea formalismo trivial contiene juicios políticos. Pero es de lo más ingenuo elegir las doctrinas que queremos aceptar por su contenido político. Es tonto rechazar el análisis porque no estamos de acuerdo con el juicio político del economista que lo sustenta. Desgraciadamente, este enfoque de la economía es el que prevalece de manera más común. La escuela ortodoxa ha sido inconsistente en gran medida al rehusarse a estudiar a Marx. Porque no les gusta su criterio político, se ocupan de su doctrina económica sólo para señalar algunos errores en ella, esperando refutarlo en algunos puntos para hacer inofensivas sus doctrinas políticas.

Así, la discusión sobre Marx se ha limitado principalmente a la crítica de la teoría del valor trabajo. Ésta constituye un título general empleado para abarcar un número de aspectos de la doctrina marxista. Un elemento de esta teoría es lo que determina los precios relativos de las mercancías en el equilibrio a largo plazo. Los economistas ortodoxos pueden mostrar fácilmente que el punto de vista de que los precios son proporcionales al tiempo de trabajo requerido para producirlos no es una teoría adecuada de los precios relativos. Primero, como el propio Marx señala, la proporción de capital a trabajo difiere en las distintas líneas de producción. La tasa de beneficio tiende a la igualdad en diferentes líneas de inversión. En consecuencia, el excedente del valor de venta del producto sobre el costo de los salarios tiene que ser mayor donde hay más capital por hombre. Esto impide que los precios sean estrictamente proporcionales al costo del trabajo. En segundo lugar, cuando se trata de recursos naturales con oferta fija que no pueden producirse por el trabajo, no tienen valor, en el sentido marxista, y sus precios se derivan de la demanda de sus productos. En tercer lugar, la escala de producción puede afectar los costos, de tal manera que la demanda tiene una influencia sobre los costos. La teoría de Marshall es muy elaborada en estos puntos; tanto, en realidad, como para cubrir completamente el hecho obvio de que la teoría del valor trabajo es una buena aproximación a una teoría de los precios y una base indispensable para todas las elaboraciones y las calificaciones que Marshall construye sobre ella.

Concentrándose en la cuestión de los precios relativos, los economistas ortodoxos tuvieron éxito en llevar el argumento a una esfera en la que podían encontrar cierto número de puntos superficiales contra los marxistas. No estaban interesados en lo más mínimo en aprender de Marx o en investigar cuál era la importancia de estos puntos para el tema principal.

En esto fueron ayudados ampliamente por los marxistas, quienes en lugar de contestar a todos los intrincados argumentos en contra de la teoría de los precios: “¿y qué?”, permitieron que se les llevara a una serie de sofismas en un esfuerzo por defender a Marx aun cuando no era defendible.

Bajo el polvo de toda esta controversia acerca de cosas innecesarias, las partes más valiosas de la teoría de Marx se perdieron de vista por ambas partes.

Para citar un ejemplo, el esquema para expandir la reproducción proporciona un enfoque muy simple y completamente indispensable al problema de ahorro e inversión, y al del equilibrio entre la producción de bienes de capital y la demanda de bienes de consumo. Fue redescubierto y formó la base para el tratamiento del problema de Keynes por Kalecki, y nuevamente inventado por Harrod y Domar, como la base para la teoría del desarrollo a largo plazo. Fue también vuelto a inventar independientemente en este país, por el profesor Mahalanobis, quien lo ha puesto de moda más que ningún marxista, como un instrumento para el análisis de los problemas de desarrollo.

Si Marx hubiera sido estudiado como economista serio, en vez de ser tratado, por una parte, como un oráculo infalible, y, por la otra, como blanco de epigramas baratos, nos habríamos ahorrado gran cantidad de tiempo.

Los marxistas han sido tan malos como los economistas ortodoxos al rehusarse a aprender de aquellos con cuyos puntos de vista no están de acuerdo. Sintiéndose a la defensiva, consideran una especie de traición admitir cualquier punto sostenido por los críticos de Marx e insisten en defenderlo en todos los detalles, de tal manera que ni siquiera conceden a Marshall que la teoría del valor trabajo sea una cruda estimación de la determinación de los precios relativos que requiere ser reformada y elaborada en ciertos aspectos.

Esta inflexibilidad es particularmente marcada en su reacción a Keynes. Puesto que rechazan la idea de que el capitalismo puede ser rescatado de las crisis por medio de medidas económicas llevadas a cabo por los gobiernos, niegan el argumento lógico de Keynes. Señalan que Keynes es objeto de una ilusión cuando apela al gobierno como si fuera un benévolo árbitro imparcial en el que puede confiarse a fin de que haga lo mejor para todos, si solamente se le puede hacer entender cómo lo haga. Sostienen que el Estado es el órgano de los capitalistas y que, en consecuencia, es inútil considerar que puede llevar a cabo políticas para impedir la desocupación en beneficio de los trabajadores.

Hay gran fuerza en la primera parte del argumento, pero la segunda es un non sequitur. A los capitalistas no les gusta tener crisis. La desocupación va acompañada de pérdidas. Y actualmente tienen una poderosa razón para que no les guste la desocupación en sí misma, porque suministra peligrosas balas a sus enemigos políticos. Al impedir la desocupación, los gobiernos estarían haciendo por los capitalistas algo que éstos quieren que se haga, pero que no pueden hacer por sí mismos.

Marx en su época tuvo una visión más profunda y sutil del funcionamiento del sistema que sus sucesores modernos. Al discutir la limitación legal de la jornada de trabajo, mostró cómo cada capitalista tenía interés en impedir la legislación que limitara su fuerza para explotar a sus trabajadores. Sin embargo, colectivamente esto favorecía sus intereses, porque la excesiva explotación arruina la fuerza de trabajo de la cual dependen todos ellos. Así, bajo la apariencia de resistir la demanda de legislación obrera hecha por los trabajadores y los humanitarios, los capitalistas permitían que se llevara a cabo.

En la misma forma, en virtud de que alegan en contra de las políticas keynesianas como una interferencia ilegítima en las funciones propias de la empresa privada, de hecho descansan en ella para salvarlas de ellos mismos.

La tontería de rechazar el análisis económico por las doctrinas políticas con las cuales está asociado se muestra por el hecho de que el aspecto del capitalismo que cada uno de los grandes economistas ilumina proporciona la base para conclusiones políticas opuestas a las suyas.

La mejor defensa del capitalismo como sistema económico puede hacerse sobre la base del análisis de Marx. Esto fue realizado por Schumpeter y recientemente llevado más adelante por su discípulo, el profesor Galbraith (1952). Ambos hacen una defensa tenaz, abierta e inteligente de las reglas de juego del capitalismo, que es mucho más eficaz que la suave y sofística defensa especial de la escuela ortodoxa.

Marx hace hincapié en la forma en que las reglas de juego del capitalismo nutren la acumulación y el progreso técnico. Sus capitalistas no están interesados en una vida de lujo. Explotan el trabajo con objeto de acumular, e incrementan la productividad con objeto de tener una mayor plusvalía para invertir. “La productividad del trabajo se hace madurar como si estuviera en un invernadero.” Impiden que los trabajadores reciban participación alguna en la producción incrementada, porque si éstos consumieran más, entonces habría menos acumulación y el crecimiento de la riqueza total se vería impedido.

Esto da una explicación de la función de explotación. Explica, incidentalmente, por qué en una economía socialista en vías de rápido desarrollo el nivel de vida se eleva primero muy lentamente, y la razón por la cual es necesario, cuando el beneficio privado no crea un margen entre los salarios y los precios, crearlo mediante impuestos, con objeto de suministrar los fondos para la acumulación.

Cuando Keynes describía el florecimiento capitalista del mundo anterior a 1914, antes de preocuparse por el problema de la desocupación, estableció un análisis que es esencialmente igual al de Marx.

Europa estaba organizada social y económicamente a manera de asegurar la acumulación máxima de capital. Puesto que había cierto mejoramiento continuo en las condiciones de vida diaria de la masa de la población, la sociedad estaba formada de tal modo que arrojaba una gran parte del ingreso incrementado al control de la clase con menos probabilidades de consumo. Los nuevos ricos del siglo xix no estaban acostumbrados a los grandes gastos, y preferían el poder que les daba la inversión, a los placeres del consumo inmediato. De hecho, era precisamente la desigualdad de la distribución de la riqueza lo que hizo posible esas vastas acumulaciones de riqueza fija y de mejoras del capital, lo que distinguió a esa época de todas las demás. Ahí radica, de hecho, la principal justificación del sistema capitalista. Si el rico hubiera gastado su nueva riqueza en sus propios goces, el mundo hace mucho tiempo que habría encontrado intolerable tal régimen. Pero, como las abejas, ahorraron y acumularon, no menos para ventaja de toda la comunidad, porque ellos mismos tenían objetivos más estrechos en perspectiva.

Las inmensas acumulaciones de capital fijo que, para beneficio de la humanidad, se formaron durante el medio siglo anterior a la guerra, nunca podrían haberse producido en una sociedad donde la riqueza estuviera dividida equitativamente. Los ferrocarriles que esa época construyó, como un monumento a la posteridad, fueron, no menos que las pirámides de Egipto, la obra del trabajo que no era libre de consumir en el disfrute inmediato, el equivalente total de sus esfuerzos.

Así este notable sistema dependía para su crecimiento de una doble fanfarronada o charlatanería. Por una parte, las clases trabajadoras aceptaron -por ignorancia o falta de fuerza, o porque eran obligadas, persuadidas o lisonjeadas por la costumbre, el acuerdo, la autoridad y el orden bien establecido de la sociedad- una situación en la que muy poco de lo que se producía podían llamar suyo, lo que ellos, la naturaleza y los capitalistas estaban cooperando para producir. Y, por otra parte, las clases capitalistas podían llamar suya la mejor parte del pastel y teóricamente eran libres para consumirla, con la condición tácita de que consumieran muy poco en la práctica. El deber de “ahorrar” se convirtió en los nueve décimos de la virtud, y el crecimiento del pastel, el objeto de la verdadera religión. Crecieron alrededor del no consumo del pastel todos aquellos instintos del puritanismo que en otras épocas se ha retirado del mundo y ha descuidado las artes de la producción así como las del gozo. Y así aumentó el pastel; pero no se veía claro con qué objeto. Los individuos eran exhortados no tanto a abstenerse como a diferir y a cultivar los placeres de la seguridad. El ahorro era para la vejez o para los hijos; pero esto fue sólo en teoría. La virtud del pastel consistía en que nunca habría de consumirse, por ellos ni por sus hijos.

Al escribir así no es que necesariamente subestime las prácticas de esa generación. En los rincones inconscientes de su ser, la sociedad sabía lo que era. El pastel era realmente muy pequeño en proporción a los apetitos del consumo, y ninguno, si hubiera de ser compartido por todos, estaría mejor al cortarlo. La sociedad estaba trabajando no para los pequeños placeres del día sino para la seguridad futura y el mejoramiento de la raza -de hecho para el progreso- [Keynes, 1919: 18-21].

No hay desacuerdo aquí con el análisis de Marx, aunque el propósito del argumento es explicar por qué el capitalismo sobrevivió, más que mostrar por qué debía haber sido destruido.

Con objeto de establecer el argumento en contra del capitalismo, es necesario volver al argumento de Marshall. Es verdad que en general desea la ganancia con el propósito de acumulación, pero ésa no es toda la verdad. La ganancia es también la base para el consumo de los capitalistas. Tienen que ser “recompensados por la espera” y no ahorrarán, ni siquiera conservarán la riqueza acumulada en el pasado, a menos que gocen hasta cierto punto de un alto nivel de vida para sí mismos. Que la sociedad pague el ahorro permitiendo una gran desigualdad en el consumo es un método muy caro de lograr el propósito que se persigue. Sería mucho más económico desposeer a los capitalistas, poner la riqueza anteriormente acumulada en la caja de ahorros de la sociedad donde nadie la puede alcanzar para consumir la propiedad “en gratificación inmediata” a expensas del futuro, y decidir que la tasa de acumulación se lleve a cabo con vistas al desarrollo de la economía en su conjunto más bien que de acuerdo con los caprichos de los individuos.

El análisis de Marshall puede emplearse para mostrar por qué es necesario el socialismo. De acuerdo con el propio argumento de Marshall, se obtiene un beneficio real más grande de un ingreso dado si se distribuye equitativamente, que si algunos individuos disfrutan de tal nivel de vida que el ahorro no representa esfuerzo para ellos, en tanto que otros luchan para sobrevivir. Si el objeto de la producción es procurar el bienestar de los seres humanos, resulta muy poco económico que los frutos de una tasa dada de producción estén desigualmente distribuidos. Pero si los ingresos se distribuyen equitativamente, no habría suficiente ahorro para el desarrollo. Con objeto de estar en capacidad de tener una distribución del ingreso más económica, es necesario que el ahorro sea colectivo, y, si el ahorro se hace colectivamente, el capital debe poseerse colectivamente.

Si los capitalistas vivieran enteramente de conformidad con la descripción que hace Marx e invirtieran realmente todo el excedente, no habría necesidad del socialismo. Es el aspecto del beneficio como fuente de riqueza privada, en el que Marshall hace hincapié, lo que proporciona el argumento más fuerte para el socialismo, y el aspecto de beneficio como fuente de acumulación, en el que Marx hace hincapié, lo que proporciona el argumento más fuerte para el capitalismo.

El análisis de Keynes también proporciona un argumento para las conclusiones políticas propuestas. Muestra, primero, que hay una tendencia natural en una economía capitalista avanzada hacia el estancamiento crónico, con desocupación permanente, y que es, por su propia naturaleza, muy inestable. Arguye que es necesario cierto grado de interferencia con el sistema de empresa privada pura para mantener el funcionamiento eficiente. En particular, los gobiernos deben emprender una suficiente proporción de inversión a fin de suplir la omisión de los capitalistas privados de mantener la inversión de manera continua en un nivel conveniente. Pero en la medida en que gran parte de la inversión se deje en manos privadas, es necesario que la interferencia no lleve a un estado de cosas en el que la sección privada invierta menos, simplemente porque los gobiernos están invirtiendo más. Una alta tasa de acumulación necesariamente conduce a una disminución en la rentabilidad de la inversión posterior. De aquí se sigue que, para mantener el nivel de la demanda de mano de obra, es más efectiva la inversión ruinosa que la inversión útil. “Dos pirámides, dos misas de réquiem, son dos veces mejores que una; pero no sucede lo mismo con dos ferrocarriles de Londres a York” (Keynes, 1943: 131).

El día en que la abundancia de capital interfiera con la de producción puede aplazarse en la medida en que los millonarios encuentren satisfacción en edificar poderosas mansiones para encerrarse en ellas mientras vivan y pirámides para albergarse después de muertos, o, arrepintiéndose de sus pecados, levanten catedrales y funden monasterios o misiones extranjeras. “Abrir hoyos en el suelo”, pagando con ahorros, no aumentará solamente la ocupación, sino el dividendo nacional real de bienes y servicios útiles [Keynes, 1943: 212].

El propio objetivo de Keynes era ilustrar las paradojas del capitalismo y pedir un control racional de la inversión, pero el efecto de su argumento es explicar por qué el capitalismo poderoso goza de prosperidad cuando los gobiernos están invirtiendo en armamentos. En vez de ser una ruinosa carga sobre una economía altamente desarrollada, el aparente desperdicio económico de armamentos es realmente un método para mantener la prosperidad. Se entiende de aquí que, si no hubiera necesidad de armamentos, sería necesario realizar inversiones útiles y así apoderarse de la fuerza y la independencia de los capitalistas. Los capitalistas, por lo tanto, prefieren una situación en la que los armamentos sí parecen necesarios. Este remedio, la mayoría de nosotros está de acuerdo, es aún peor que la enfermedad, y con base en el razonamiento de Keynes puede argumentarse que el capitalismo no se salvará de la tendencia a la desocupación por ningún otro medio.

El análisis de Marx del capitalismo muestra sus puntos fuertes, aunque su propósito era atacarlo. El argumento de Marshall inadvertidamente muestra lo ruinoso del capitalismo, aunque lo que él quería era recomendarlo. Keynes, al mostrar la necesidad de remedios para los efectos del capitalismo, también muestra cuán peligrosos pueden ser estos remedios.

Para aprender de los economistas considerados científicos, es necesario separar lo que es válido al describir el sistema de la propaganda que hacen, manifiesta o inconscientemente, de su propia ideología respectiva. La mejor forma de separar las ideas científicas de la ideología es ponerla de cabeza y ver cómo miran hacia arriba las ideas. Si se apartan de la ideología, no tienen validez propia. Si aún tienen sentido como descripción de la realidad, entonces hay algo que se puede aprender de ellas, nos guste la ideología o no.

II. Las grandes contradicciones

Es tonto rehusarse a aprender de las ideas de un economista con cuya ideología no estamos de acuerdo. Es igualmente tonto apoyarse en las teorías de alguien cuya ideología aprobamos.

Una teoría económica en el mejor de los casos es solamente una hipótesis. No nos dice cuál es el caso. Sugiere una posible explicación de algún fenómeno y no puede aceptarse como correcta hasta que ha sido probada por los hechos. Lo que deben hacer los discípulos de un economista es propagar su doctrina, pero demostrar su hipótesis. Si resulta que los hechos no se ajustan a la hipótesis, ésta debe ser rechazada. No tiene objeto elegir una hipótesis por el color del economista que la lleva adelante y luego rechazar los hechos que no están de acuerdo con ella.

La hipótesis de Marx, en la forma simple de su teoría que elaboró y publicó en el volumen 1 de El capital, es que, de todas maneras, con excepciones y calificaciones, es de esperarse que en el capitalismo los salarios reales permanecerán más o menos constantes. Tiene dos argumentos para este punto de vista. Uno es puramente metafísico. Todo se cambia por su valor, es decir, por el producto de una cantidad de tiempo de trabajo igual al que se requiere para producirlo.

El valor de la fuerza de trabajo se determina, como el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la producción, incluyendo, por lo tanto, la reproducción de este artículo específico. Considerada como valor, la fuerza de trabajo no representa más que una determinada cantidad de trabajo social medio materializada en ella. La fuerza de trabajo sólo existe como actitud del ser viviente. Su producción presupone, por lo tanto, la existencia de éste. Y, partiendo del supuesto de la existencia del individuo, la producción de la fuerza de trabajo consiste en la reproducción o conservación de aquél. Ahora bien, para su conservación, el ser viviente necesita una cierta suma de medios de vida. Por lo tanto, el tiempo de trabajo necesario para producir la fuerza de trabajo viene a reducirse al tiempo de trabajo necesario para la producción de estos medios de vida, o, lo que es lo mismo, el valor de la fuerza de trabajo es el valor de los medios de vida necesarios para asegurar la existencia de su poseedor. Sin embargo, la fuerza de trabajo sólo se realiza ejercitándose, y sólo se ejercita trabajando. Al ejercitarse, al trabajar, se desgasta una determinada cantidad de músculos, de nervios, de cerebro humano, etc., que es necesario reponer. Al intensificarse el desgaste, tiene que intensificarse también, forzosamente, el ingreso. Después de haber trabajado hoy, el propietario de la fuerza de trabajo tiene que volver a repetir mañana el mismo proceso, en idénticas condiciones de fuerza y salud. Por lo tanto, la suma de víveres y medios de vida habrá de ser por fuerza suficiente para mantener al individuo trabajador en su estado normal de vida y de trabajo. Las necesidades naturales, el alimento, el vestido, la calefacción, la vivienda, etc., varían con arreglo a las condiciones del clima y a las demás condiciones naturales de cada país. Además, el volumen de las llamadas necesidades naturales, así como el modo de satisfacerlas, son de suyo un producto histórico que depende, por tanto, en gran parte, del nivel de cultura de un país y sobre todo, entre otras cosas, de las condiciones, los hábitos y las exigencias con que se haya formado la clase de los obreros libres. A diferencia de las otras mercancías, la valoración de la fuerza de trabajo encierra, pues, un elemento histórico moral. Sin embargo, en un país y en una época determinados la suma media de los medios de vida necesarios constituye un factor fijo [Marx, 1959: 124].

Éste es un enfoque metafísico al problema de la determinación de los salarios. Cuando preguntamos ¿por qué cree usted que la fuerza de trabajo se cambia por su valor?, contesta: todo lo que se cambia, se cambia por su valor.

Pero también da una contestación analítica. Los trabajadores son débiles y están desorganizados. Los patrones pueden bajar los salarios tanto como lo deseen, sujetos solamente a la necesidad técnica de mantener la fuerza de trabajo. Así, los salarios se fijan en el nivel de subsistencia convencional. Cuando el exceso de demanda de trabajo tiende a elevarlos debido a la acumulación rápida, o cuando los sindicatos se enfrentan a los patrones con fuerza de contratación igual a la de ellos y les exigen concesiones, el sistema reacciona en tal forma que hace bajar los salarios nuevamente. Primero, el simple hecho de que los salarios sean más altos significa que hay menos acumulación. Cuando la población está creciendo, una disminución en la acumulación origina que la demanda de trabajo se retrase respecto de la oferta. En segundo lugar, para superar la amenaza de escasez de fuerza de trabajo humana, se hacen inventos que permitan ahorrarla, la producción por capital aumenta y una cantidad dada de capital emplea menos trabajo. La desocupación consecuente mina el poder de contratación de los trabajadores. Así, la tasa de salario real nunca puede mantenerse durante mucho tiempo muy por encima del nivel en el que fue establecida en un principio cuando se formó la clase de trabajadores libres, esto es, cuando el capitalismo pasó de la producción campesina y artesana.

Ahora, por todos los conceptos, esta hipótesis no ha podido ser verificada. De hecho en las economías capitalistas desarrolladas el nivel de salarios se ha elevado. El alza en la productividad ha sido suficiente para permitir tanto la acumulación como un alza en el nivel de vida de los trabajadores.

Lenin trató de explicar esto, y otros marxistas posteriores suministran un gran acopio de contestaciones cuando se les refuta este punto. El alza en los salarios, dicen, se aplica solamente a los países imperialistas. Las ganancias se han mantenido por la explotación colonial, y los capitalistas pueden en consecuencia favorecer a los trabajadores domésticos al darles mejores salarios. Son “esclavos de palacio” consentidos que tienen participación en la explotación de los trabajadores coloniales.

Este argumento huele a alegato especial, un intento a forzar los hechos para que se ajusten a la hipótesis a la luz de éstos. El argumento de que la alta tasa de ganancias obtenida de la explotación del trabajo con bajos salarios en las colonias eleva los salarios domésticos no parece muy plausible. Los capitalistas esperan obtener más o menos la misma tasa de ganancia dondequiera que inviertan y, si las ganancias en el exterior son altas, invierten menos en su país. La demanda de trabajo en el interior, por lo tanto, se reduce, no se aumenta, por la existencia de trabajo barato en el exterior.

No hay duda de que el trabajo doméstico en los países imperialistas se ha beneficiado con la explotación colonial, pero por un mecanismo diferente. Los bajos salarios de las colonias han ayudado a hacer que las materias primas sean baratas y así han hecho favorables los términos del comercio para las naciones industriales. Sin duda, también se deriva alguna ventaja para los trabajadores de la riqueza de los capitalistas, que han hecho su fortuna en el extranjero mediante su capacidad impositiva, caridad y la demanda de servicios. Pero sería absurdo suponer que más de una pequeña fracción del alza en el nivel de vida de los trabajadores industriales, especialmente en los Estados Unidos, puede deberse a esta causa. Los salarios han subido por la gran productividad técnica del capitalismo y porque el sistema funciona de tal manera que mantiene la participación de éstos más o menos constante en el total de la producción creciente.

Elevar los salarios reales requiere una modificación importante de la tesis central de la teoría de Marx. Ha resultado que no ocurre que la miseria creciente conduzca a los trabajadores a la rebelión. Los capitalistas han tenido éxito en atraérselos al darles una participación en el producto que el capitalismo origina.

Aún más, los trabajadores quedan saturados de ideología capitalista y ven la vida en términos de valores capitalistas. Han desarrollado un estado mental en el que no quieren que se alteren las reglas del juego. Es muy notable actualmente que el marxismo florece mejor en países donde el capitalismo tiene menos éxito.

El propio Marx se dio cuenta de que esto estaba sucediendo durante su vida.

El movimiento del proletariado inglés en su antigua forma tradicional cartista debe perecer completamente antes de que pueda desarrollarse en una nueva forma, capaz de vivir. Y, sin embargo, no se puede prever cuál será su nueva forma. Para el resto me parece que (la nueva política) realmente está limitada por el hecho de que el proletariado inglés se está volviendo más y más burgués, de tal manera que éste, que es el país más burgués entre todas las naciones aparentemente, está aspirando últimamente a la posición de una burguesía aristocrática y a un proletariado burgués así como a una burguesía [Marx y Engels, 1936: 115].

Esto es aún más cierto en los Estados Unidos actualmente de lo que fue en la Inglaterra de la década de 1860.

Marx nunca pudo completar su gran plan. Los dos últimos volúmenes de El capital son recopilaciones de sus notas, que no están completamente elaboradas y en cierta medida son confusas e inconsistentes. A menudo se ha sugerido que la razón por la cual Marx se detuvo fue porque no pudo encontrar el camino mediante la contradicción entre su hipótesis y los hechos que lo rodeaban.

La contradicción es mucho más sorprendente actualmente. Ahora es claro que la transición revolucionaria al socialismo no se produce en las naciones capitalistas avanzadas, sino en las más atrasadas. Es fácil decir, siendo sabio después del acontecimiento, que es natural esperar “que se rompa el eslabón más débil de la cadena”. Pero hay mucho más que eso. La experiencia corriente sugiere que el socialismo no es una etapa más allá del capitalismo, sino un sustituto de éste, un medio por el cual las naciones que no participaron en la Revolución industrial pueden imitar sus ejecuciones técnicas; un medio para lograr la acumulación rápida con una serie diferente de reglas del juego. Esto hace necesaria una reconsideración drástica de la hipótesis central de Marx. Hay mucho por aprender del análisis que él hace del capitalismo, pero si simplemente lo engullimos entero, estamos expuestos a perdernos.

Acerca de la cuestión del nivel de vida, la teoría de Marshall resiste la prueba de la experiencia mejor que la de Marx. Pero la de Marshall también contiene un defecto fatal. La desocupación en el periodo entre las dos guerras reveló la hendidura en su sistema, en la que Keynes penetró para explotarla.

Marshall, al igual que Marx, no completó los tres grandes volúmenes que proyectó.1 Como Marx, vio la parte débil de su propia teoría. Todo su argumento depende del efecto benéfico de la acumulación. Pero abstenerse del consumo presente con objeto de ahorrar no es lo mismo que incrementar el stock de capital. Marshall estaba consciente del defecto en su sistema y anticipó la exposición del mismo hecha por Keynes.

Pero, aunque los hombres tienen la capacidad de comprar, no pueden elegir usarla. Porque cuando la confianza ha sido minada por fallas, el capital no puede obtenerse para empezar nuevas empresas o ampliar las antiguas. Los proyectos para nuevos ferrocarriles no encuentran eco, los barcos quedan ociosos y no hay pedidos para nuevos barcos. Escasamente hay demanda para el trabajo de los marinos y no mucha para el trabajo para la construcción y el comercio de maquinaria. En una palabra, hay poca ocupación del mercado que forma el capital fijo. Aquellos cuya habilidad y capital se han especializado en estas ramas ganan poco, y consecuentemente compran poco del producto de otras ramas. Otras ramas, al encontrar un mercado pobre para sus productos, producen menos, ganan menos y en consecuencia compran menos; la disminución de la demanda de sus artículos los hace demandar menos de otras ramas. Así se extiende la desorganización comercial; la desorganización de una rama arroja a las otras fuera del engranaje, y éstas reaccionan sobre aquélla e incrementan su desorganización.

La principal causa del mal es un deseo de confianza. La mayor parte podría removerse casi en un instante si volviera la confianza, tocara todas las industrias con su varita mágica y las hiciera continuar su producción y su demanda de los productos de otras. Si todas las industrias que producen bienes para el consumo directo convinieran en seguir trabajando y comprar los bienes recíprocamente como en tiempos ordinarios, se abastecerían recíprocamente con el medio de ganar una tasa moderada de beneficios y de salarios. Las industrias que fabrican bienes de capital fijo podían tener que esperar un poco más, pero también lograrían ocupación cuando la confianza hubiera revivido en la medida en que los que tenían capital para invertir hubieran decidido cómo invertirlo. La confianza al crecer hubiera originado a su vez que continuara creciendo; el crédito daría mayores medios de compra, y así los precios se recuperarían. Los que estuvieran ya en la industria alcanzarían buenas ganancias, se iniciarían buenas empresas, los viejos negocios se ampliarían, y pronto habría una buena demanda aun para el trabajo de los que fabricaran bienes de capital fijo. Desde luego no hay un convenio formal entre las diferentes industrias para empezar a trabajar otra vez toda la jornada, y en esa forma constituir un mercado para los productos de las demás. Pero la restauración de la industria origina mediante el crecimiento gradual y a menudo simultáneo la confianza entre muchas industrias diversas; empieza tan pronto como los industriales piensan que los precios no continuarán bajando; y con una restauración de la industria suben los precios [Marshall, 1949: 591-592].

Aquí está el germen de la teoría que responde a la crisis y al estancamiento crónico con la que Keynes desacreditó a Marshall. Tal vez Marshall, como Marx, se sintió frustrado al ver la contradicción en su teoría y no ser capaz de encontrar salida.

La insuficiencia de la doctrina de Keynes no radica en una inconsistencia en la teoría, sino en su corto alcance. Keynes discute el problema de la desocupación de una economía desarrollada donde ya hay en existencia capacidad productiva y todo lo que se necesita es un mercado lucrativo para su producto potencial. Trata de encontrar un remedio para las enfermedades que acechan a las naciones ricas. Su argumento arroja muy poca luz directa sobre los problemas de un país que sufre falta de capacidad productiva o sobre la clase de desocupación (a la que se refiere Marx) que surge de tener muy poco capital para ofrecer trabajo a toda la mano de obra disponible. No tiene ningún objeto aplicar las recetas de Keynes en situaciones a las que no se ajustan. Donde la falta de capacidad productiva es el problema, simplemente generar demanda sólo conduce a la inflación, y el gasto por sí mismo -construir pirámides en lugar de ferrocarriles- obviamente no es lo que requiere la situación.

En resumen, ninguna teoría económica nos da contestaciones hechas. Cualquiera que sigamos ciegamente nos extraviará. Para hacer buen uso de una teoría económica, debemos primero separar las relaciones de los elementos de propaganda y científicos contenidos en ella, luego, mediante la comprobación con la experiencia, ver en qué medida parece convincente el elemento científico, y finalmente combinarlo nuevamente con nuestros propios puntos de vista políticos. El propósito de estudiar economías no es adquirir una serie de contestaciones hechas a cuestiones económicas, sino aprender cómo evitar ser defraudados por los economistas.

Referencias bibliográficas

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Keynes, J. M. (1919). Economic Consequences of the Peace. Londres: Macmillan. [ Links ]

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Marx, K. (1959). El capital. I. Crítica de la economía política (2ª ed.). México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Marx, K., y Engels, F. (1936). Karl Marx and Frederick Engels: Selected Correspondence. Londres: Lawrence & Wishart. [ Links ]

1 Efectivamente, publicó Moneda, crédito y comercio, pero es un pálido fantasma de lo que pensó originalmente que fuera el tercer volumen de los Principios.

*Este artículo fue originalmente una ponencia presentada en la Delhi School of Economics en 1955 (publicado en Occasional Papers, núm. 9). La versión en español se publicó en Joan Robinson (1959). Ensayos de economía poskeynesiana (pp. 331-351; trad. de Domingo Alberto Rangel y Martha Chávez D.). México: Fondo de Cultura Económica.

2Joan Robinson (1903-1983), economista inglesa de la escuela poskeynesiana.

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