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El trimestre económico

On-line version ISSN 2448-718XPrint version ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.88 n.351 Ciudad de México Jul./Sep. 2021  Epub Dec 06, 2021

https://doi.org/10.20430/ete.v88i351.1239 

Artículos

América Latina y la maldición de los recursos: el debate en la larga duración*

Latin America and the resource curse: The debate in the long run

Rafael Domínguez Martín** 

** Rafael Domínguez Martín, Cátedra de Cooperación Internacional y con Iberoamérica (Coiba), Departamento de Economía de la Universidad de Cantabria, España (correo electrónico: domingur@unican.es).


Resumen

El objetivo de este artículo es analizar el debate sobre la maldición de los recursos o la paradoja de la abundancia (la idea de que la dependencia y la abundancia de recursos naturales son un obstáculo para el desarrollo), con el foco puesto en América Latina desde una perspectiva de larga duración. Para ello, se recurre al metaanálisis interpretativo de conceptos de tres cuerpos diferentes de la literatura: 1) la relación entre recursos naturales y desarrollo en la historia del pensamiento económico; 2) la teoría del crecimiento basado en productos básicos -o de la industrialización por diversificación-, y 3) el debate sobre la maldición de los recursos con énfasis en los trabajos seminales latinoamericanos o sobre América Latina. La conclusión del trabajo es doble: las instituciones, entendidas como restricciones de economía política nacional e internacional, han impedido hasta ahora que en América Latina se reproduzca el círculo virtuoso de la industrialización por diversificación a partir de la exportación de productos básicos, y los diseños institucionales son una condición que puede y debe ser modificada por la agencia colectiva del Estado con el fin de que la gobernanza soberana sobre los recursos naturales cumpla sus fines de transformación distributiva y productiva, y sea posible escapar así de la trampa de la especialización empobrecedora.

Palabras clave: maldición de los recursos; paradoja de la abundancia; teoría de la base de exportación; instituciones; desarrollo económico

Clasificación JEL: B15; N56; O43; O44; Q32; Q33

Abstract

The objective of this article is to analyze the resource curse or paradox of plenty debate (the idea that dependence and abundance of natural resources are an obstacle to development), with a focus on Latin America from a long-run perspective. For this purpose, an interpretive meta-analysis of concepts from three different bodies of literature is used: 1) the relationship between natural resources and development in the history of economic thought; 2) the staple theory of growth, or of industrialization by diversification, and 3) the debate on the resource curse with emphasis on seminal Latin American works or the Latin American region. The conclusion of the work is twofold: the institutions, understood as national and international political economy restrictions, have so far prevented Latin America from reproducing the virtuous circle of industrialization by diversification from the export of basic products, and institutional designs are a condition that can and should be modified by the collective agency of the state so that sovereign governance over natural resources fulfills its purposes of distributive and productive transformation, and thus escape the impoverishing specialization trap.

Keywords: Resource curse; paradox of plenty; staple theory; institutions; economic development

JEL codes: B15; N56; O43; O44; Q32; Q33

Introducción

En este artículo se analiza el debate sobre la maldición de los recursos o la paradoja de la abundancia (la idea de que la dependencia y la abundancia de recursos naturales son un obstáculo para el desarrollo), con el foco puesto en América Latina desde una perspectiva de larga duración. El trabajo parte de una hipótesis principal y otra subordinada. La hipótesis principal, de raíz neoschumpeteriana, es que la abundancia de recursos naturales es susceptible de generar un proceso de industrialización endógeno y, por lo tanto, puede ser una palanca de desarrollo si se dan ciertas condiciones de carácter institucional. Ahora bien, a contracorriente del neoinstitucionalismo y su visión exógena de las Global Standar Institutions (GSI) (Chang, 2011: 474),1 las instituciones deben ser entendidas “en relación con las características específicas de la estructura productiva de un país y su historia económica y social” (Mancini y Paz, 2016: 611).2 Además, las instituciones no sólo son restricciones al comportamiento de los agentes, sino que, mediante las organizaciones que permiten la articulación de la acción colectiva, como el Estado, tienen además la función de expandir la demanda a través de políticas activas para la generación y la distribución del ingreso (García-Quero y López Castellano, 2016; Vernengo y Pérez Caldentey, 2017). Finalmente, aunque las instituciones son endógenas (dependen de las características específicas de la estructura productiva y de distribución de riqueza e ingresos de los diferentes países) (Orihuela, 2018), también es preciso tener en cuenta la restricción institucional que imponen los regímenes internacionales de comercio, inversión y transferencia tecnológica sobre las políticas industriales (Vernengo, 2018).

Por lo tanto, las condiciones institucionales de las que habla la hipótesis principal se refieren a la distribución de las rentas originadas por los recursos y el uso de las mismas para propiciar políticas de diversificación industrial a cargo de un Estado desarrollista que ejerza la gobernanza como materialización de la calidad de las instituciones, pero no sólo en su aspecto procedimental, sino también en sus legitimidades de input y output. Precisamente, la hipótesis subordinada es que la coyuntura de los precios de los productos primarios influyó en el diseño institucional de la gobernanza sobre los recursos, el cual, como variable intermedia, tuvo también un impacto significativo en el desarrollo y la orientación de la literatura sobre la relación entre recursos naturales y desarrollo.

Ese concepto de gobernanza, que enlaza las hipótesis principal y subordinada, requiere algunas precisiones previas de carácter histórico y teórico que remiten a la tradición de economía política institucional, libre de adherencias neoclásicas (Sunkel, 1989; García-Quero y López Castellano, 2016). El análisis histórico permite comprobar que la identificación de la calidad institucional con la buena gobernanza, como solución al problema de la maldición de los recursos, partió de una visión sumamente simplificadora del concepto de instituciones (Dietsche, 2018), y estuvo muy sesgada contra el Estado desarrollista (Kitthananan, 2008) en favor de un Estado mínimo (Pamplona y Cacciamali, 2017). En los estudios que el Banco Mundial comisionó a fines de la década de los ochenta sobre el tema de la buena gobernanza para los países en desarrollo de África Subsahariana, la conclusión fue que ésta debía sostenerse en dos legitimidades: de input (legitimidad democrática) y de output (que se les proporcione una vida digna y la participación plena a todos los ciudadanos, así como la promoción del crecimiento con cambio estructural) (Mkandawire, 2007). No obstante, el banco hizo caso omiso de estas recomendaciones y prefirió sujetarse a la legitimidad de proceso, al partir de la teoría de la elección racional, que considera que los Estados son entes predatorios, y de la teoría del agente-principal, que se centra en la manipulación de los incentivos de la nueva gestión pública (new public management) para la lucha contra la corrupción. El resultado fue la narrativa de la transparencia y la rendición de cuentas a cargo de un Estado minimalista, completamente alejado de la asociación originaria del concepto de gobernanza con el Estado desarrollista (Mkandawire, 2007), varios de cuyos componentes principales (las islas de excelencia y la autonomía enraizada) estarían presentes incluso en la influyente definición que dio más tarde Francis Fukuyama centrada en la legitimidad de output.3

Frente al énfasis en la legitimidad de proceso del concepto neoliberal de gobernanza (la buena gobernanza, según el Banco Mundial), en este artículo se recupera la noción original del término a partir de la literatura crítica sobre el nacionalismo de los recursos derivada del análisis histórico: el supuesto de que la nacionalización de los recursos con controles ambientales cuidadosamente establecidos es la mejor alternativa para los países en desarrollo (Dore, 1994). De este entendimiento se derivan dos elementos que apoyan la visión neoschumpeteriana en el debate sobre la maldición de los recursos. En primer lugar, que la legitimidad de input en la gobernanza de los recursos naturales reside en el Estado, el cual, como su dueño, tiene la potestad constitucional indiscutible de percibir ingresos públicos por extraerlos, venderlos y transformarlos (Pryke, 2017). En segundo lugar, que la calidad de la gobernanza se debe medir no sólo con el propósito de prevenir y resolver conflictos o dilemas, o por la técnica de diseño de incentivos para mejorar la transparencia, sino también por la cantidad y la calidad de los bienes, los servicios y las infraestructuras públicas que proporcionan las políticas públicas, esto es, la legitimidad de output, que también reside en el Estado y las funciones del gasto público (de los ingresos provenientes de las rentas de los recursos naturales) en cuanto a su eficacia para la reducción de la pobreza y la desigualdad, y para lograr la diversificación productiva (el cambio estructural) mediante una política industrial y de encadenamientos de las actividades nacionales intensivas en recursos naturales, orientadas a crear y consolidar ventajas comparativas dinámicas (Andersen et al., 2015; Childs, 2016; Pamplona y Cacciamali, 2017; Savoia y Sen, 2020).

A partir de estas premisas, el trabajo recurre al metaanálisis interpretativo de conceptos de tres cuerpos diferentes de la literatura -que tradicionalmente han permanecido incomunicados entre sí-, con un enfoque interdisciplinar y de larga duración: 1) la relación entre recursos naturales y desarrollo en la historia del pensamiento económico; 2) la teoría del crecimiento basado en productos básicos (staple theory of growth), que es una teoría de la industrialización por diversificación, y 3) el debate sobre la maldición de los recursos con énfasis en los trabajos seminales latinoamericanos o sobre América Latina. La metodología del artículo combina el método histórico estructural con los enfoques de reconstrucción histórica y racional practicados en la historia del pensamiento económico.

La estructura del artículo la conforman tres secciones. En la sección I se analizan los antecedentes de la paradoja de la abundancia, la cual se remonta a los siglos XVI-XVIII y situó a América Latina en el centro del debate de lo que más tarde se conocería como la maldición de los recursos. En la sección II se estudia el impacto del estructuralismo latinoamericano en el giro pesimista sufrido por la staple theory of growth, que preparó la tesis de la maldición. Finalmente, la sección III aborda la centralidad de América Latina en la construcción de dicha tesis a principios de la década de los noventa, la cual debe entenderse como discurso de acompañamiento de las reformas neoliberales del sector de las industrias extractivas propiciadas por el Banco Mundial. El trabajo cierra con sendas consideraciones finales sobre la evolución hasta nuestros días del debate, circunscrito al marco interpretativo de la economía política institucional, y sobre los desafíos ambientales que problematizan la conversión de la maldición en bendición.

I. En los orígenes, todo el mundo era América

Desde la parábola del Rey Midas de la teoría del valor de Aristóteles, causó cierta perplejidad que poseer una buena dotación de recursos minerales (especialmente minas de oro y plata) condujera a la pobreza: como dijo el filósofo griego, “extraña es esta riqueza en cuya abundancia se muere de hambre”. Los escolásticos y los arbitristas españoles de los siglos XVI y XVII, quienes descubrieron la teoría cuantitativa del dinero y lo que más tarde se conocería como síndrome holandés -aunque originalmente fue ibérico-, vieron en la minería de oro y plata americana no una verdadera riqueza, sino la ruina de las manufacturas. De ahí que los mercantilistas ingleses, siguiendo a los italianos Giovanni Botero y Antonio Serra, pensaran que el nervio de una economía no residía en sus reservas de metales preciosos sino en su industria (Reinert, 2016; Wolloch, 2017).

Desde el siglo XVII hasta mediados del XIX, el principal recurso natural fue la tierra. John Locke, quien sintetizó la cosmología bíblica y la revolución científica en el mandato antropocéntrico de dominar la naturaleza, justificó la desposesión colonial de los indios americanos en razón de que no hacían un uso adecuado (esto es, agrícola) de sus recursos naturales abundantes. Para Locke, “en los orígenes todo el mundo era América, y más de lo que América es ahora” (Locke, 1690/2017: secc. 49). La justificación de la propiedad privada con base en el derecho a los frutos del propio trabajo a medida que la tierra se volvía escasa sirvió para justificar la captura de los abundantes recursos del Nuevo Mundo que todavía estaban sin explotar. Desde la Conquista, la ley del valor capitalista y su acumulación por desposesión o apropiación desató una incesante carrera destructiva de la naturaleza y el trabajo en las fronteras de las mercancías, de las que la frontera azucarera y, sobre todo, la minera fueron las más importantes (Moore, 2013a y 2013b).

En el siglo XVIII, siguiendo a Richard Cantillon, que había identificado la tierra como la fuente y la materia de las que se extraía la riqueza en forma de productos agrícolas, forestales y minerales, Adam Smith señaló que España y Portugal, las naciones que poseían las minas de oro y plata, eran “quizás los países más pobres de Europa” (Smith, 1776/2007: 191). Esta visión, copiada de la explicación completa de Cantillon sobre la enfermedad ibérica, no era más que una variante del determinismo ambiental, una doctrina compartida por Montesquieu, David Hume, James Steuart y luego Thomas R. Malthus según la cual la abundancia de recursos naturales inducía a un menor esfuerzo laboral de la población, como ya habían anticipado Botero y Serra en el siglo XVI. Por eso, Montesquieu y Hume, igual que Cantillon y Smith, asociaron el descubrimiento de las minas americanas de metales preciosos con la decadencia de España, mientras John Stuart Mill, quien también compartió el determinismo ambiental de sus predecesores, identificó una asociación histórica negativa entre riquezas naturales y rendimiento económico, aunque mediada por el debilitamiento de la calidad de las instituciones (Wolloch, 2017).

A contracorriente de esta tradición, Alexander von Humboldt, que viajó entre 1799 y 1804 por los territorios actuales de Venezuela, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba y México, criticó la tesis de la maldición de los recursos por ser una gran simplificación. Para México, resaltó los enlaces de demanda final de la minería y atribuyó el menor crecimiento de la Nueva España, en comparación con los Estados Unidos, a la desigualdad en la distribución de la propiedad de los recursos naturales (tierra y minerales), no a su abundancia (Boianovsky, 2013). Para el ilustrado alemán, las instituciones eran endógenas y, a la vez, producto de la historia colonial, así que no resultaría nada fácil cambiarlas en el futuro.

La visión más compleja de Humboldt sobre la relación entre recursos naturales y desarrollo tuvo un precedente fundamental en América: el Informe sobre las manufacturas de Alexander Hamilton, secretario del Tesoro de los nuevos Estados Unidos entre 1789 y 1795. Hamilton (1791) exploró las posibilidades de “diversificación de la industria” a partir de las producciones agrícolas y, sobre todo, de las abundantes reservas de hierro, cobre, plomo, carbón y madera en lo que se puede considerar un adelanto de la staple theory of growth. En efecto, para Hamilton dicha diversificación era “conducente a un aumento del ingreso y del capital” en un país que contaba “con una dotación infinita de recursos todavía por ser desarrollada”. Hamilton fue también uno de los primeros economistas que repararon en el problema del intercambio desigual, y lo hizo en un diálogo crítico intertextual con Smith.

El filósofo escocés había propuesto una teoría de la salida del excedente (vent for surplus), como la denominó más tarde John Stuart Mill (Williams, 1929), basada en las ventajas absolutas del comercio exterior a partir de los recursos naturales, y complementaria de la concepción de las ganancias dinámicas del comercio o la teoría de la productividad del comercio (Myint, 1958 y 1987). La primera teoría enfatizaba el papel del comercio exterior para ampliar el mercado mediante la exportación de la “parte excedente” del producto de la tierra (y del trabajo) “para la que no existe demanda en el país”, y traer “de vuelta a cambio de ella otra cosa para la que sí hay demanda”; la segunda se basaba en las ventajas de la división del trabajo conducentes a rendimientos crecientes derivados de abrir un mercado más amplio para cualquier parte del producto del trabajo que pudiera exceder el consumo del país, lo que induciría, según la visión optimista de Smith, “a mejorar sus capacidades productivas y a expandir su producto anual al máximo, y de esta manera a incrementar el ingreso y la riqueza reales” (Smith, 1776/2007: 447). El supuesto para que funcionaran ambas teorías era la existencia de una capacidad productiva que, en ausencia de comercio internacional, permanecería subutilizada, por lo que el intercambio exterior podía ser el mayor motor del desarrollo y no implicaría ninguna clase de sacrificios sobre el consumo interno (Myint, 1987). Este punto es clave porque, como recuerda Myint (1958: 321), Smith habló de un “excedente sobre las necesidades domésticas y no de un excedente de exportaciones sobre importaciones”. Para Smith, la especialización de América del Norte en la exportación de productos primarios y de Gran Bretaña en manufacturas era hasta cierto punto el resultado natural de la diferente dotación de factores entre ambos territorios, de ahí que recomendara la relajación del pacto colonial sólo de forma gradual, pues, en definitiva, éste era beneficioso también para los americanos gracias a la magia de los rendimientos crecientes (y la consiguiente reducción de costos) que ese mercado activaba para la industria inglesa.

Una vez que las Trece Colonias se independizaron, Hamilton no aceptó ninguno de los argumentos de Smith. La premisa sobre el intercambio desigual del planteamiento hamiltoniano se basa en la hipótesis de que “el comercio de un país que es a la vez manufacturero y agrícola será más lucrativo y próspero que el de un país que es meramente agrícola”. Para Hamilton, “las importaciones de suministros manufacturados parecen invariablemente drenar a las personas meramente agrícolas de su riqueza”, y al comparar “la situación de los países fabricantes de Europa […] con la de los países que sólo cultivan”, la disparidad resultaba sorprendente, siendo la principal causa de esa disimilitud “el estado comparativo de las manufacturas”. En consecuencia, Hamilton abogó por apoyar las manufacturas mediante una verdadera política industrial (que recogía muchas de las excepciones al libre comercio defendidas por Smith para Inglaterra),4 además de otra serie de medidas que la antigua metrópoli y varios países europeos habían implementado con anterioridad para fomentar su industria y que, por lo tanto, se podían justificar en términos de “reciprocidad de ventajas” y “justicia distributiva”: aranceles proteccionistas, prohibición de importaciones (o aranceles equivalentes a dicha prohibición), subvenciones e incentivos a la exportación, exenciones arancelarias y desgravaciones para la importación de productos intermedios, apoyo estatal a la innovación en maquinaria y política de patentes para la defensa de monopolios tecnológicos, inspecciones y control públicos de la calidad industrial, y facilidades financieras y de transporte (Hamilton, 1791). Cabe señalar que todo el planteamiento de Hamilton estaba dominado por consideraciones político-financieras (los aranceles como fuente de ingresos para respaldar la emisión de deuda pública, fortalecer el Estado federal y expandir el sistema financiero) y sólo en menor medida por la creencia en los beneficios del proteccionismo (Vernengo, 2007).

Dicha creencia, basada en la aplicación de aranceles graduales y transitorios, fue establecida más tarde por Friedrich List. Con base en Hamilton y la escuela del sistema estadunidense de economía política nacional, List observó que si para las naciones menos desarrolladas (las que permanecen en “estado de barbarie”) había un “enorme beneficio del comercio libre y sin restricciones”, para las de desarrollo intermedio, “con los avances que hacen por sí mismas en el cultivo y en la industria”, ese sistema de comercio debía verse “con un ojo menos favorable” hasta el extremo de “considerarlo perjudicial y como un obstáculo a su futuro progreso” (List, 1841/1909: 13).

Como Hamilton y Humboldt, Marx no aceptó la idea de Malthus y Ricardo sobre la escasez debida a la limitación física de los recursos naturales y la ley de los rendimientos decrecientes. A pesar de su teoría pura del valor del trabajo, Marx consideró que la naturaleza era también una fuente de valores de uso: el proceso de trabajo transformaba (metabolizaba) la naturaleza para satisfacer las necesidades humanas (Harris-White, 2012). En ese sentido, el aumento de los precios de las materias primas era fruto de la producción artificial de la escasez derivada del capital como relación social de producción. Pero, a la vez, puesto que “la tasa de beneficio es inversamente proporcional al valor de las materias primas” (Marx, 1894/1986: 113), el capital, con su lógica del valor de cambio (del descuento futuro), conducía a una explotación irracional de los recursos naturales (tratados como si fueran inagotables), de modo que era necesario producir incesantemente naturaleza barata en términos de vida humana y no humana: la mercantilización de la naturaleza era la condición para la proletarización de los trabajadores, su separación de los medios de producción (Walker y Moore, 2019). Para Marx, sólo la nacionalización respectiva de la tierra (la reforma agraria) y de los recursos del subsuelo, a los que consideró el “alfa y el omega” de la futura revolución socialista, aseguraría una gestión racional de las riquezas naturales -véase Perelman (1979: 85)-.

Esa postura en favor de la nacionalización la compartieron los georgistas estadunidenses y Léon Walras en Europa. De acuerdo con el análisis de Henry George, la tierra, como fuente de toda la riqueza, debía convertirse en un bien común a partir de un impuesto confiscatorio sobre la renta de ese recurso acaparado en manos privadas (Erreygers, 2017). Por su parte, Walras se hizo eco de esas opiniones al escribir que “la tierra por derecho natural pertenece al Estado”, hasta el punto de reclamar su nacionalización, así como la de los recursos naturales, con el fin de evitar la creación de monopolios -véase Cirilo (1980: 299)-. Para Walras, “la tierra y la renta deberían ser objeto de propiedad colectiva y los ingresos de la tierra deberían convertirse en ingresos del Estado” (Cirilo, 1984: 57).

La primera teoría sobre los efectos dañinos de la especialización en productos intensivos en recursos naturales se debe al economista estadunidense Frank D. Graham (1923), quien se anticipó en una generación a Raúl Prebisch y Hans Singer, los fundadores de la versión estructuralista de la maldición de los recursos (Ros, 2013; Andersen et al., 2015; Pamplona y Cacciamali, 2017). A la pregunta de “por qué las regiones [de los Estados Unidos] con escasos recursos naturales dedicados a la manufactura a menudo sobrepasan en prosperidad a las regiones de recursos naturales mucho mayores donde la industria extractiva prevalece”, Graham (1923: 215) respondió que la diferencia estaba en los rendimientos crecientes de la industria y los decrecientes vinculados con los recursos naturales, una conclusión que sintetizaba la línea proindustrialista de Hamilton y List y la de los rendimientos decrecientes de Malthus, Ricardo, Mill y William S. Jevons. Este último fue el autor del famoso ensayo sobre la cuestión del carbón, en el que la ley de rendimientos decrecientes entraba en funcionamiento para desencadenar un proceso de cambio tecnológico que, en vez de disminuir, aumentaba la demanda de ese recurso hasta producir su agotamiento por efecto rebote, también conocido como la paradoja de Jevons (Sandmo, 2015; Erreygers, 2017; Wolloch, 2017).

A partir del concepto de rendimientos decrecientes, Harold Hotelling ideó la teoría de la regulación de la explotación de los recursos naturales agotables para evitar lo que de otro modo se aventuraba como su rápida desaparición; su solución fue la que se conoció luego como regla de Hotelling, según la cual, con condiciones de competencia perfecta (pese a que Hotelling reconocía la tendencia al monopolio en el sector de los recursos naturales), el precio neto de los recursos naturales debía crecer al mismo ritmo que la tasa de interés: si los precios de los recursos aumentaban más que la tasa de interés, tenía sentido conservarlos y endeudarse, porque el valor de los recursos sería mayor que la deuda; en caso contrario, tenía más sentido extraer el recurso y ahorrar mediante su conversión en activos financieros para las generaciones futuras (Hotelling, 1931).

Tras el predominio del paradigma de la escasez absoluta o relativa de los recursos naturales como limitante del crecimiento económico, Allyn A. Young y Joseph Alois Schumpeter restauraron en el periodo de entreguerras la visión optimista de Hamilton sobre la relación entre recursos naturales y desarrollo. Young, economista de Harvard, generalizó la idea de Graham sobre los rendimientos crecientes y su relación con el progreso económico, que éste había atribuido únicamente a la industria, para enlazar con la definición de progreso tecnológico de Schumpeter. Para Young, como para Schumpeter, “el descubrimiento de nuevos recursos naturales y de nuevos usos para ellos” reforzaba los efectos de los rendimientos crecientes derivados de la ampliación del tamaño del mercado (Young, 1928: 535; cursivas añadidas).

La preocupación por el agotamiento de los recursos naturales que dominó el pensamiento económico después del aporte de Hotelling no estaba desde luego en la agenda de Schumpeter, que ya en 1911 había situado en el centro de su teoría sobre el desarrollo económico “la conquista de una nueva fuente de oferta de materias primas […] independientemente de si esta fuente ya existe o si primero debe crearse” (Schumpeter, 1934/1983: 250). La idea de rendimientos decrecientes tomada por Ricardo de Malthus había sido invalidada por el aumento de la población a tasas decrecientes y porque las tierras que entraron en la esfera capitalista en el siglo XIX estaban lejos de topar con los rendimientos decrecientes. Schumpeter escribió que “el progreso tecnológico ha dado un giro de 180 grados a la situación” y predijo un futuro de “turbadora riqueza” o abundancia de alimentos, materias primas y minerales (Schumpeter, 1943/2003: 116). Por lo tanto, la nueva fuente de oferta de materias primas a la que se refiere Schumpeter era una frontera económica, no geográfica, es decir, producto a su vez del progreso tecnológico, y esa frontera podía ser la base para nuevas combinaciones. Al considerar “la nueva de oferta de recursos” como parte del progreso tecnológico y, por lo mismo, como la ventaja decisiva en términos de competitividad de las naciones, Schumpeter (1943/2003: 84) se convirtió en el gran referente sobre las posibilidades de industrialización a partir de la dotación abundante de recursos naturales.

En los países a punto de independizarse, como la India, esta suerte de recurso-centrismo fue la ideología oficial del desarrollo a partir del supuesto implícito de que era necesario transformar los recursos naturales para la diversificación productiva al aprovechar las capacidades instaladas merced a la “bendición” que, en términos de sustitución de importaciones, había proporcionado la segunda Guerra Mundial: la abundancia y el bajo precio de los recursos naturales se debían “juzgar principalmente por la expansión industrial y la prosperidad de cualquier país” (Ginwala, 1944: 113 y 118). Asimismo, las conclusiones de la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y de la Paz, celebrada por iniciativa de México en 1945 (Conferencia de Chapultepec), que sirvieron de diagnóstico para la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), fueron muy similares (Domínguez, León, Samaniego y Sunkel, 2019).

II. Economía de frontera, trampa de producto y estructuralismo latinoamericano

El planteamiento de Schumpeter sobre la conquista de nuevas fuentes de materias primas se enlaza directamente con la economía de la nueva frontera de los recursos naturales, “un área o una fuente inusualmente abundante de recursos naturales y tierra en relación con el trabajo y el capital” (Barbier, 2015: 57). La economía de la nueva frontera de los recursos naturales fue la base del milagro europeo durante la Edad Moderna y también el factor que permitió el proceso de desarrollo de Canadá, los Estados Unidos y Australia en el periodo de la segunda mitad del siglo XIX al inicio de la primera Guerra Mundial (Findlay y Lundhal, 1994; 2017), y de los países nórdicos en la primera mitad del siglo XX (Fajnzylber, 1992). La hipótesis de la economía de frontera es aplicable también a China, donde la incorporación de la vasta región de Xinjiang (1.6 millones de kilómetros cuadrados) durante el siglo XIX permitió contar más tarde con las reservas de recursos naturales abundantes para iniciar el proceso de desarrollo autosuficiente a partir de la creación de la República Popular en 1949 (Kinzley, 2018).

Al valorar las posibilidades de desarrollo de un país, Albert Hirschman (1958: 1) afirmó que hasta 1929 los recursos naturales habían ocupado “el centro del escenario”. Sin embargo, esa centralidad se alargó bastante más de lo que creyó Hirschman. A partir del proceso exitoso de desarrollo de la economía de frontera en los países nuevos, durante la década de los treinta se produjeron los aportes fundamentales de lo que más tarde se reconstruyó con la etiqueta de staple theory of growth: una teoría del desarrollo desequilibrado entendido como “un proceso de diversificación alrededor de la base de exportación” (Watkins, 1963: 144). Después, la staple theory, o teoría de la base de exportación, se analizó como un subconjunto de la teoría del crecimiento liderado por las exportaciones en países con abundantes recursos naturales (Lewis, 1989; Altman, 2003; Watkins 2007; Willebald, Badia-Miró y Pinilla, 2015), con la particularidad de que el énfasis se puso en la diversificación (no en la especialización), de acuerdo con las ventajas comparativas (Watkins, 1963 y 2007; Ciuriak, 2014). Los insumos empíricos de este planteamiento fueron aportados por los economistas institucionalistas canadienses William Archibald Mackintosh y Harold Innis. Este último, muy influido por la noción de salida del excedente de Adam Smith, llegó a conclusiones pesimistas sobre el futuro de las economías basadas en las exportaciones de staples (recursos naturales y manufacturas intensivas en recursos naturales), debido tanto a que el modelo de crecimiento extensivo abocaba a rendimientos decrecientes como a los cambios en la demanda provenientes de la competencia o la producción de sustitutos sintéticos (Watkins, 1963; Altman, 2003; Gunton, 2017). Más tarde, Mel Watkins, discípulo de Innis, tras acusar el impacto de la teoría estructuralista latinoamericana, formuló una primera versión de la trampa del producto (staple trap), que sería parte esencial del planteamiento de la tesis de la maldición de los recursos (Auty, 2000 y 2008).

El impacto del estructuralismo sobre la staple theory of growth se demoró en hacer efecto, pero ya en la década de los sesenta empezó el giro gradual del paradigma optimista al pesimista de esa teoría a causa de los planteamientos de Prebisch y Singer (Rotestein, 2014; Gunton, 2014). En sus respectivos trabajos sobre el deterioro secular de los términos de intercambio de los productos básicos, la relación entre recursos naturales y desarrollo se planteó como sendos dilemas de muy difícil solución. Prebisch en ningún caso se opuso a la exportación de recursos naturales (como a menudo dan por supuesto los críticos del extractivismo), sino a la especialización de las economías latinoamericanas en esa ventaja comparativa estática, la cual partía del supuesto irreal de la plena utilización de los recursos: salir de esta trampa de especialización, provocada por el “pesimismo de las elasticidades” (Vernengo, 2018: 173), requería forzar las ventajas comparativas con el fin de acelerar la industrialización y acumular así progreso tecnológico (Prebisch, 1959); el mismo argumento que defendería 30 años después Fernando Fajnzylber (1989) en la construcción de la propuesta neoestructuralista. La posición de Prebisch quedó resumida en un pasaje muy afín a la teoría smithiana del vent for surplus. Si se considera la amistad que le unía con John H. Williams (Brenta, 2017), a quien se debe la recuperación de dicha teoría (Williams, 1929 y 1951), la reinterpretación sofisticada del estructuralismo que se propone aquí resulta mucho más plausible que la utilización superficial que de él hicieron Sachs y Warner (1995) para acreditar la genealogía de la tesis de la maldición de los recursos. Según Prebisch:

La industrialización de América Latina no es incompatible con el desarrollo eficaz de la producción primaria. Por el contrario, una de las condiciones esenciales para que el desarrollo de la industria pueda ir cumpliendo el fin social de elevar el nivel de vida es disponer de los mejores equipos de maquinaria e instrumentos, y aprovechar prontamente el progreso de la técnica, en su regular renovación. La mecanización de la agricultura implica la misma exigencia. Necesitamos una importación considerable de bienes de capital, y también necesitamos exportar productos primarios para conseguirla […] Cuanto más activo sea el comercio exterior de América Latina, tanto mayores serán las posibilidades de aumentar la productividad de su trabajo, mediante la intensa formación de capitales. La solución no está en crecer a expensas del comercio exterior, sino de saber extraer, de un comercio exterior cada vez más grande, los elementos propulsores del desarrollo económico [Prebisch, 1949: 350-351; cursivas añadidas].

En la década de los cincuenta, Prebisch apostó por inventariar los recursos naturales de América Latina, el “continente incógnito”, con el fin de maximizar su aprovechamiento y potencialidades para la industrialización (Domínguez et al., 2019: 32); una idea que se convertiría en moneda corriente entre los defensores de la planificación del desarrollo en la década siguiente.5 Más tarde, el secretario ejecutivo de la CEPAL reiteró su propuesta para defenderse de las acusaciones de los que trataban de desacreditarlo como antiagrarista o autárquico: “se requiere una vigorosa política de industrialización como complemento al progreso técnico en la producción primaria” (Prebisch, 1959: 269). Si las exportaciones aumentaban a un ritmo muy rápido y su componente sobre el producto interno bruto (PIB) era elevado (como ponía en evidencia el caso de Venezuela, donde las exportaciones representaban 32% del PIB), el país estaba en una buena posición para acelerar su crecimiento económico a partir de la exportación de productos primarios. Sin embargo, esa aceleración podía “inducir una tasa de aumento en la demanda de importaciones superior al aumento de las exportaciones”, lo que requería “sustitución de importaciones para corregir la disparidad”, máxime porque la industria petrolera, al igual que el resto de los sectores extractivos, sólo daba trabajo a una fracción mínima de la población activa (Prebisch, 1959: 254).

Por su parte, Hans Singer, quien también se mostró contrario a la especialización estática en la exportación de productos primarios de los países subdesarrollados, habló de la “curiosa ambivalencia” a la que estaban sometidos estos países en la división internacional del trabajo:

Los buenos precios para sus materias primas, especialmente si van acompañados de un incremento de las cantidades vendidas, como ocurre en la fase del boom, otorgan a los países subdesarrollados los medios necesarios para importar bienes de capital y financiar su propio desarrollo industrial; pero, al mismo tiempo, les restan el incentivo para hacerlo, y las inversiones, tanto extranjeras como nacionales, son dirigidas hacia la expansión de la producción de productos primarios sin dejar lugar a las inversiones internas que son el complemento requerido de cualquier importación de bienes de capital. A la inversa, cuando caen los precios y disminuyen las ventas de los productos primarios, se agudiza de repente el deseo de la industrialización. Pero, al mismo tiempo, los medios para llevarla a efecto se reducen bruscamente. Aquí, de nuevo, parece que los países subdesarrollados están en peligro de quedarse entre dos aguas: al no industrializarse en un periodo de bonanza debido a que la situación es tan buena como podía esperarse, y al no industrializarse en un periodo de depresión debido a que la situación es tan mala como podía esperarse [Singer, 1950: 482].

El concepto de “trampa de producto” (staple trap) fue introducido por Watkins (1963: 151) al parafrasear la cita anterior. En ausencia de las “instituciones y valores consistentes con la trasformación”, las economías con abundantes recursos naturales especializadas en la exportación del “producto primario equivocado” podían verse atrapadas en una situación de subdesarrollo e, incluso, siguiendo la tesis de Jagdish Bhagwati, en un proceso de crecimiento empobrecedor en caso de que los términos de intercambio se volvieran desfavorables (Watkins, 1963: 151). Esta observación abrió la brecha para los primeros trabajos que cuestionaron la bondad explicativa de la staple theory, influidos por “la desconfianza en la dependencia de la producción primaria”, predominante entonces en los países en desarrollo ante la negativa evolución de los precios internacionales (Chambers y Gordon, 1966: 315).

Detrás de la trampa de especialización de Prebisch y de la trampa de producto de Singer y Watkins, latía el dilema que enseguida haría explícito Osvaldo Sunkel, pero ya desde el marco de la teoría estructuralista de la dependencia: “exportar o morir” (Sunkel, 1967b: 62). Sunkel (1967a, 1967b, 1971 y 1972) criticó los efectos que la estructura concentrada de las exportaciones en unos pocos productos primarios tenía sobre el desarrollo y reclamó impulsar el progreso tecnológico, que era el factor determinante fundamental -y no la abundancia relativa de recursos naturales- de las ventajas comparativas, como ya había visto Prebisch. Con la euforia de precios e ingresos que para los países exportadores de hidrocarburos provocó la crisis del petróleo de 1973, el economista cubano de la Universidad de Columbia, Carlos F. Díaz-Alejandro, propuso que los países en desarrollo ricos en recursos siguieran “una vía similar a la de Australia, Dinamarca o Nueva Zelanda, una vía en la que la creciente industrialización de la estructura productiva no necesita ir acompañada de un correspondiente cambio en la estructura de la cesta de exportación” (Díaz-Alejandro, 1975: 225). Para Díaz-Alejandro, los países ricos en recursos podían considerarse “afortunados” por tres razones. En primer lugar, porque su dotación de recursos naturales proporcionaba ingresos por exportaciones que podían considerarse como rentas “en el caso de aquellas exportaciones basadas en recursos cuyo costo local es muy bajo” (aunque ello, en exceso, podía ocasionar a largo plazo “una sociedad estática, incapaz de adaptarse a nuevas circunstancias cuando se agotan los recursos que generan dichas rentas”). En segundo lugar, la desventaja comparativa de los países en desarrollo en productos manufacturados debía contemplarse con cierta perspectiva, puesto que éstos involucraban muchas más relaciones de dependencia con el capital extranjero en términos tecnológicos y comerciales que los productos primarios, dado el incremento del proteccionismo de los países desarrollados. Por último, la tendencia hacia el control nacional de la explotación y la comercialización de los recursos naturales por parte de los países en desarrollo apuntaba a una situación más prometedora en los mercados internacionales, al reducirse el “poder oligopólico de algunas compañías integradas verticalmente” (Díaz-Alejandro, 1975: 225-226). En ese contexto, parecía abrirse una ventana de oportunidad para los países en desarrollo en bloque:

El control físico de una buena parte de la superficie de la tierra y del subsuelo continúa siendo el principal activo de los países de menor desarrollo (PMD). Los notables mejoramientos experimentados en la conducción política y económica de los pmd, más las favorables condiciones del mercado mundial, colocan a muchos de esos países en circunstancias sin paralelo en su historia contemporánea, especialmente para sacar ventaja del crecimiento de sus exportaciones para promover su desarrollo interno [Díaz-Alejandro, 1975: 228].

La apuesta por la nacionalización de los recursos naturales contenida en la Declaración sobre el establecimiento de un nuevo orden económico internacional (NOEI), su Programa de Acción y la iniciativa mexicana de la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados,6 aprobadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1974, influyeron en los planteamientos teóricos sobre la relación entre recursos naturales y desarrollo, que oscilaron entre las ideas revolucionarias de desconexión y las reformistas del NOEI. En el primer caso, se defendió la creación de “alianzas de [E]stados productores de materias primas”, lo cual implicaría “una modificación sustancial en la estructura interna del poder de cada [E]stado […] colocando en el poder a una alianza de clases […] capaz de luchar contra el poder monopólico del imperialismo hasta sus últimas consecuencias” (Braun, 1975: 789; cursivas en el original). En el segundo caso, se llegó a formular toda una “teoría mineral del crecimiento”, según la cual las naciones de América Latina con rentas extraordinarias de las exportaciones de productos mineros (economías minerales) estaban sometidas a un ciclo que se podía resumir como “de la miseria a la abundancia y vuelta a la miseria”, por su dependencia del capital extranjero (Mamalakis, 1978: 851). De esa trampa sólo se podía salir al seguir el camino de Venezuela (el otro gran impulsor de la Declaración del NOEI en América Latina), es decir, con la nacionalización de los recursos como condición necesaria pero no suficiente: había que integrarse también en un cartel de productores primarios (Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP) y utilizar las “rentas fabulosas” de las exportaciones para cambiar la estructura productiva “mediante una conversión masiva del capital minero que se agota en un capital físico (industrial y de infraestructura), humano (educación y salud), financiero y tecnológico y aun político, promotor del crecimiento” (Mamalakis, 1978: 854 y 876). Sin embargo, Mamalakis no tuvo en cuenta la observación de Juan Pablo Pérez Alfonzo, el padre de la OPEP, sobre “el Efecto Venezuela del mal del petróleo” (Pérez Alfonzo, 1976/2010: 298). Tal efecto es la base de la tesis de la maldición de los recursos naturales de la que ese país fue detonante y sigue siendo ejemplo de manual desde que el escritor Arturo Úslar Pietri (1936) proclamara en un editorial del periódico Ahora la necesidad de “sembrar el petróleo”.7

III. La centralidad latinoamericana en la tesis de la maldición

Las razones del fracaso de Venezuela como candidata a la industrialización basada en recursos naturales fueron el punto de partida del estudio de Michael Roemer (1979), el cual apareció cuando el consenso sobre la staple theory se había vuelto pesimista por influjo de la teoría marxista de la dependencia (Watkins, 1977). La contribución potencial del procesamiento de los recursos naturales al crecimiento, la creación de empleo, la mayor equidad y la independencia económica debían reexaminarse en virtud de que las industrias basadas en recursos naturales eran muy intensivas en capital (su efecto relevante en la creación de empleo era, cuando mucho, indirecto), y, por lo tanto, resultaban susceptibles de perpetuar un patrón de dualismo y desigualdad característico de los países con recursos naturales abundantes. Los países en desarrollo exportadores de recursos naturales podían ser excluidos del procesamiento de los recursos naturales por el dominio que ejercían las empresas multinacionales en los sectores metálicos y el petrolero, mediante la discriminación en los fletes contra los productos procesados y por medio de tarifas proteccionistas aplicadas por los países desarrollados. En resumen, el procesamiento de recursos naturales para la exportación seguía un “patrón de dependencia comercial, financiera y tecnológica”, y, aunque la orientación hacia el mercado nacional podía disminuir la dependencia del mercado exterior a cierto nivel de procesamiento, no eludía la dependencia financiera, tecnológica y también de gestión (Roemer, 1979: 165). El procesamiento sólo parecía viable en pequeñas unidades de producción y con tecnologías simples para ciertos productos agrícolas que, a largo plazo, podían derivar en una cierta diversificación industrial. No obstante, para los minerales, la pasta de papel, el caucho y otros muchos elaborados a partir de recursos naturales sería muy difícil detonar el procesamiento, debido a su carácter capital-intensivo y al control monopólico de sus tecnologías por las multinacionales (Roemer, 1979).

Después del trabajo de Roemer, Sunkel formuló la pregunta del millón en las discusiones sobre las estrategias de desarrollo de América Latina basadas en la exportación de recursos naturales: “¿puede ese patrón de desarrollo generar con el tiempo una diversificación y expansión del potencial de exportaciones suficientemente amplio y dinámico como para financiar buena parte de sus propias necesidades crecientes de financiamiento externo?” (Sunkel, 1980: 51). A nivel teórico, el modelo de comercio, acumulación y desarrollo desigual Norte-Sur de Paul Krugman (1981) confirmó y generalizó las conclusiones de la hipótesis Prebisch-Singer al refundirla con las teorías (estructuralista y marxista) de la dependencia y del intercambio desigual. Ambas versiones de la dependencia compartían la raíz común institucionalista en cuanto al carácter endógeno de las instituciones (Sunkel, 1989), a las que el dependentismo añadiría la conexión entre éstas y la restricción internacional (Ormaechea, 2020).

En esa línea de endogeneizar las instituciones como variable intermedia que condicionaba la relación entre dependencia de los recursos naturales y desarrollo, James E. Mahon Jr. (1992) comparó el crecimiento de las economías del Sudeste Asiático, basadas en la dinámica de la “exportación orientada a la industrialización”, con las dificultades de América Latina para transitar desde la industrialización por sustitución de importaciones hacia ese nuevo modelo de éxito. Mahon Jr. señaló que la explicación diferencial había que buscarla en las “exportaciones primarias relativamente productivas de América Latina” (Mahon Jr., 1992: 241-242). Las dificultades políticas y económicas para encarar una estrategia alternativa (la devaluación salarial que hiciera competitivas las exportaciones manufactureras) resultaban “un desincentivo a las reformas que habrían sido necesarias para reinsertar a la región en unos términos más dinámicos” (Mahon Jr., 1992: 242). Detrás de esta explicación no había, como podría intuirse, una defensa de la estrategia que Fajnzylber (1988: 13) denunció como competitividad “espuria”, sino más bien una explicación muy similar a la del cepalino: la desigualdad en la distribución de la propiedad de la tierra otorgaba un poder desproporcionado a la oligarquía rural absentista y sus aliados internacionales (las multinacionales) en el control del Estado, lo que llevó al dominio de los intereses de los consumidores urbanos en detrimento de los intereses de los exportadores manufactureros (Mahon Jr., 1992). El propio Fajnzylber redondearía después esta interpretación al señalar la coincidencia entre falta de recursos y competitividad industrial8 y entre abundancia y estructuras sociales oligárquicas,9 coincidencias sintomáticas de un síndrome del “casillero vacío” por el cual ningún país de América Latina había logrado anudar crecimiento y equidad (Fajnzylber, 1989: 82-83).

Fajnzylber articuló su propuesta neoestructuralista en clave de continuidad con el estructuralismo de Prebisch a propósito de qué hacer con los recursos naturales. América Latina debía emprender una “búsqueda creativa” de estilos de desarrollo que respondieran a la “abundante dotación de recursos naturales”, a fin de superar el “comportamiento pasivo e imitativo” que había caracterizado su proceso de industrialización durante las últimas décadas (Fajnzylber, 1979: 903). Con la crisis inducida de la deuda y la reestructuración económica internacional, debía basar su competitividad internacional en el proceso de aprendizaje, “incluso si éste se refiere al procesamiento de los recursos naturales” (Fajnzylber, 1983: 322). En forma muy parecida a la noción de “saber extraer” de Prebisch, Fajnzylber propuso movilizar los recursos naturales para financiar la modernización de la agricultura y la industrialización: “El hecho de tener recursos naturales no implica que un país deba renunciar a los ingresos que pueden producirle, pero parece que será vital que esos ingresos se utilicen para transformar y modernizar el sector agrario y fortalecer el desarrollo de un sector industrial con un nivel creciente de exposición y competitividad al mercado internacional” (Fajnzylber, 1989: 90).

Esta nueva industrialización debía basarse en una competitividad auténtica para favorecer “la articulación de la industria con los recursos naturales” (Fajnzylber, 1990: 35). Así, la tarea de los países de América Latina debía comenzar por “la superación de la mentalidad rentista que se sustentaba en la abundancia de recursos naturales” y apoyar con políticas industriales un factor empresarial capaz de “agregar valor intelectual a los recursos naturales” (Fajnzylber, 1990: 69-70). En suma, la competitividad auténtica se vinculaba con la incorporación de progreso técnico y la sustentabilidad ambiental a los recursos naturales, frente a una competitividad espuria basada “en recursos naturales depredados y en salarios que caen” (Fajnzylber, 1992: 12). Los países nórdicos, como modelo de éxito del paradigma optimista de la staple theory of growth en el siglo XX, mostraban el camino a seguir: generar una base productiva de inserción competitiva no sólo a partir de los recursos naturales, sino de “los equipos, técnicas de explotación y procesamiento, y productos derivados” (Fajnzylber, 1992: 16).

Con la crisis de la deuda, las propuestas de Fajnzylber sobre el crecimiento con equidad y sostenibilidad cayeron en saco roto, y los recursos naturales se convirtieron en un activo estratégico para aliviar el ajuste recesivo (Sunkel, 1986), aunque fuera a costa de una destrucción ambiental “escrupulosamente -y nada escrupulosamente por otra parte- impuesta por el capital financiero” (Dore, 1994: 66). En ese contexto, se planteó una crítica a la visión optimista de la staple theory of growth en razón de su inaplicabilidad a los países en desarrollo exportadores de hidrocarburos (Sidahmed, 1988). Esta conclusión, que sonó a fin de época, se convirtió en una de las primeras formulaciones contemporáneas de la tesis de la maldición de los recursos, que, por lo mismo, podría entenderse como un subconjunto de la staple theory of growth en presencia de “malas” staples (Vahabi, 2018: 103).

Con estos antecedentes, la maldición de los recursos se planteó como hipótesis en la monografía dirigida por Alan Gelb sobre las ganancias inesperadas de las exportaciones de petróleo. El término maldición aparecía en el capítulo sobre Venezuela a cargo del propio Gelb y de François Bourguignon, en el que se formulaba un dilema a modo de conclusión: “¿Han sido las ganancias inesperadas del petróleo una maldición para Venezuela, en palabras de Pérez Alfonso [sic], el fundador venezolano de la OPEP? ¿O han sido una bendición, con efectos que sólo se han evaporado temporalmente?” (Gelb, 1988: 321). En la bibliografía del trabajo de estos autores constan dos informes anteriores debidos al propio Bourguignon y a Gelb, ambos de 1985 y elaborados para el Banco Mundial, en los que aparece explícitamente el término maldición (Bourguignon, 1985; Gelb, 1985). En puridad, el término usado en castellano por Pérez Alfonzo había sido “el Efecto Venezuela del mal del petróleo”, el cual era consistente con “el mal del despilfarro” de los ingresos extraordinarios generados por las exportaciones de petróleo (Pérez Alfonzo, 1976/2010: 213 y 298), de ahí la maldición de la que sí había hablado Úslar Pietri. Tras cientos de trabajos empíricos y decenas de revisiones de la literatura sobre la maldición de los recursos, ese último punto parece ser el único que hoy suscita el consenso sobre las causas de dicho mal (Amiri, Samadian, Yahoo y Jamali, 2019; Savoia y Sen, 2020).

La tesis de la maldición fue formulada sistemáticamente pocos años después del trabajo de Gelb por Richard Auty (1993), quien sustituyó la explicación sofisticada de Mahon Jr. por una suerte de profecía autocumplida (Wright y Czelusta, 2004). Esto tiene que ver con el contexto institucional en el que se construyó la noción de maldición. Con la crisis de la deuda y la caída de los precios de las materias primas, el poder de negociación de los países en desarrollo quedó muy debilitado y el Banco Mundial empezó a predicar la correcta gestión de las rentas derivadas de la explotación de los recursos naturales y a imponer, como condicionalidad de sus créditos, medidas privatizadoras para atraer al capital extranjero. Con ello, se restableció la idea de que era “posible lograr altos niveles de desarrollo económico y diversificación”, a partir de niveles de dependencia en exportaciones de productos primarios por encima de lo normal (Lewis, 1989: 1596).

Auty, quien había incluido la idea de la maldición en un trabajo anterior en el que recuperaba el lema de Úslar Pietri (Auty, 1990), hacía eco de la hipótesis Prebisch-Singer y de la trampa de producto de Watkins. Según este autor, los “países en desarrollo ricos en minerales”, en vez de beneficiarse de la abundancia, rendían peor que aquellos sin tal ventaja comparativa. La definición de las “economías minerales” se atribuía a los “países en desarrollo que generan al menos el 8% de su PIB y al menos el 40% de sus ganancias de exportación a partir del sector minero”; así, este último comprende dos categorías: la de productores de hidrocarburos y la de exportadores de minerales (Auty, 1993: 3). En este sentido, el mensaje principal, que una gran parte de la literatura actual sobre la maldición sigue sin entender, era un llamado a evitar la “trampa populista” de los gobiernos de izquierda (las nacionalizaciones de los recursos naturales), como los de Salvador Allende en Chile, Michael Manley en Jamaica, Hernán Siles Suazo en Bolivia o Alan García en Perú, y a dejar atrás la idea de “neutralidad sectorial”, esto es, la indiferencia a las implicaciones económicas de cambios en el tamaño relativo de los subsectores de la economía (Auty, 1993: 248-249). Por el contrario, los recursos naturales debían verse “como un bono con el que acelerar el crecimiento económico y el cambio estructural saludable”, a partir de los enlaces generados por las exportaciones, para lo cual se necesitaba “una política ortodoxa pragmática, preferiblemente con el apoyo de una intervención efectiva [del Estado] en conformidad con el mercado” (Auty, 1993: 258). Por lo tanto, la tesis sobre la maldición respondió a la preocupación por la correcta gestión de las rentas basada en la competencia fiscal entre países, al objeto de minimizar los ingresos estatales y ampliar el excedente de explotación de las trasnacionales extractivas: el problema no era la abundancia, sino la dependencia de rentas mal gestionadas provenientes de los recursos mineros nacionalizados, con lo que se abrió paso la idea de la buena gobernanza ligada a la calidad de las instituciones (eufemismo para reducir la presión fiscal estatal sobre los beneficios o las ventas de las multinacionales). De este modo, las condicionalidades cruzadas del fmi y el Banco Mundial, con el apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), impusieron en la región una salida a la crisis de la deuda por medio de un crecimiento frágil y volátil, con base en las exportaciones de productos primarios. El resultado fue “la rápida desindustrialización de América Latina” (Dore, 1994: 67).

La tesis de la maldición tuvo un éxito fulminante porque apoyaba la agenda privatizadora y promultinacionales de la buena gobernanza del Banco Mundial. Fue discutida y corroborada empíricamente más tarde por cientos de investigaciones, que llegaron, tras casi cuatro decenas de metaanálisis, a la conclusión de que la maldición era condicional a la calidad de las instituciones (Amiri et al., 2019). En América Latina, y de manera un tanto paradójica, los críticos del neoextractivismo contribuyeron a su popularización al aceptarla como un hecho probado irrefutable (Schuldt y Acosta, 2006; Acosta, 2009, 2011 y 2020). Otros, a partir del acervo teórico estructuralista, llegaron a modelizar la relación entre los auges de las materias primas y la desindustrialización-reprimarización de la región (Botta, 2010).

Sin embargo, con el último auge de los precios de los productos primarios por la demanda de China y los primeros trabajos que cuestionaban la hipótesis de la maldición a partir de los indicadores de la estructura de las exportaciones, se empezó a considerar la posibilidad de que los países en desarrollo ricos en petróleo y gas, que habían incurrido en la maldición por imperfecciones del mercado de crédito (Manzano y Rigobón, 2007),10 pudieran revertirla al aplicar políticas de control de los recursos (especialmente, en la negociación de los contratos de concesión) y usar las rentas así obtenidas en inversiones en capital humano e infraestructuras que, por su alto impacto positivo directo e indirecto en el crecimiento, tendrían efectos favorables en el nivel de vida de la población (Humphreys, Sachs y Stiglitz, 2007). Como señaló Stiglitz, la maldición de los recursos naturales no era “el destino” sino “una elección”, de manera que se podían “convertir los recursos naturales abundantes en lo que deberían ser: una bendición” (Stiglitz, 2006: 149 y 154).

Sin duda, la década idílica de los precios de las materias primas durante la cual se completó en América Latina el último ciclo de privatización-nacionalización en la gobernanza de los recursos naturales (Haslam y Heidrich, 2016) influyó en ese cambio de orientación del debate. De la maldición se pasó a la bendición, aunque condicionada por la calidad institucional de acuerdo con las tesis neoinstitucionalistas que el propio Stiglitz había difundido. Sin embargo, unos pocos trabajos empezaron a cuestionar ese marco interpretativo. La cuestión ahora era qué instituciones podrían permitir la conexión virtuosa entre recursos naturales y desarrollo, lo que sirvió para recuperar la tradición de economía política institucional en favor del Estado desarrollista que estaba implícita en los orígenes del debate (Sunkel, 1989).

IV. Consideraciones finales: giro institucionalista y ensoñaciones schumpeterianas

Así, algunos autores señalaron la responsabilidad de los países importadores de recursos naturales y de las instituciones financieras multilaterales controladas por éstos en la producción de la maldición, que, de este modo, pasaba a ser un fenómeno no sólo endógeno sino también dependiente del contexto internacional restrictivo (Wenar, 2013). La cuestión de la calidad institucional y la gobernanza sobre las que parecía haberse fraguado el consenso más reciente fue cuestionada por Lahn y Stevens (2017), quienes reclamaron precisamente endogeneizar esos factores en función de elementos como la capacidad de diversificación (en relación con la amplitud de la base de recursos del país en cuestión), la potencialidad de los enlaces, la estrategia de crecimiento y las métricas del desarrollo más allá del PIB per cápita.

En ese sentido, en los últimos años ha empezado a abrirse paso una línea crítica que apunta a la responsabilidad de los países desarrollados y las empresas multinacionales en la maldición de los recursos. Según Restrepo, Vázquez y Garzón (2018), si en algunos países la abundancia se ha convertido en un pasivo para el desarrollo, puede encontrarse la razón en el robo de los recursos naturales del común por parte de regímenes dictatoriales o autoritarios, frecuentemente con el respaldo de las potencias occidentales, que serían en último término causantes de la baja calidad de las instituciones. Por su parte, Adams, Adams, Ullah y Ullah (2019) encuentran una fuerte asociación entre las operaciones de las empresas multinacionales de petróleo y gas (como agentes de la globalización capitalista) y la maldición de los recursos en los países ricos en hidrocarburos; dicha asociación operaría mediante las prácticas de búsqueda de rentas de las corporaciones (que usan su poder de negociación con los gobiernos para establecer barreras de entrada a la competencia), precios de transferencia, elusión y evasión fiscal e incumplimiento de los estándares voluntariamente adoptados de responsabilidad corporativa para minimizar los impactos sociales y ambientales de sus operaciones (tales estándares quedan subordinados siempre a consideraciones de creación de valor para el accionista, que es lo que determina la excesiva compensación de los ejecutivos).

Como señala Jaime Ros (2013: 337 y 340) en su análisis magistral de la teoría del desarrollo, “la abundancia de un recurso natural en la cantidad correcta y en el momento adecuado puede convertir una economía subdesarrollada en una de altos ingresos en un corto periodo”, pero esa relación cambió a lo largo del tiempo y fue quedando sujeta a diferentes condiciones bajo las cuales los recursos naturales pueden tanto promover como inhibir el desarrollo, de modo que, en la práctica, existiría una “‘maldición condicional’ de los recursos naturales”. Esa condicionalidad vendría dada por el carácter endógeno de las instituciones, puesto que “la maldición de los recursos naturales no es un resultado inexorable en los países que disponen de ellos en abundancia. Lo decisivo son las estructuras económicas, sociales y políticas que se construyen durante su apropiación y explotación” (Bértola, 2015: 268). Tales estructuras son, a la vez, internas y externas, por lo que resulta imprescindible recuperar el elemento histórico del debate. En palabras de Bahar y Santos (2018: 113), “el orden de los factores altera el producto”, es decir, “los países donde se encontraron recursos naturales antes de que pudieran lograr algún grado de industrialización podrían tener trayectorias de crecimiento y diversificación diferentes de aquellos donde los descubrimientos de recursos llegaron más tarde”. Esto explicaría la diferencia entre el éxito y el fracaso de la aplicación de la staple theory of growth en las dos geografías míticas que se han recorrido en este viaje a lo largo de la historia del pensamiento económico y ambiental: la de los países nuevos y los nórdicos, por un lado, y la de América Latina, por el otro.

En suma, tras la revisión histórica en clave de larga duración de la literatura sobre la paradoja de la abundancia, podría concluirse que, aunque no existe ningún impedimento teórico que ocasione un corto circuito en la relación positiva entre los recursos naturales y el desarrollo, las instituciones, entendidas como restricciones de economía política nacional e internacional, han impedido hasta ahora que en América Latina se reproduzca el círculo virtuoso de la industrialización por diversificación a partir de la exportación de productos básicos. Pero el análisis histórico permite comprobar también que los diseños institucionales son una condición que puede y debe ser modificada por la agencia colectiva para que las instituciones ejerzan una función habilitante del desarrollo, en la medida en que la gobernanza soberana sobre los recursos naturales cumpla sus fines de transformación distributiva y productiva, y escapar así de la trampa de la “especialización empobrecedora” (Sunkel y Zuleta, 1990: 42).

Lo anterior, que se intentó con éxito en el periodo del crecimiento liderado por las exportaciones (Bértola y Ocampo, 2012), es el sueño schumpeteriano de la CEPAL de los últimos años. Para algunos sería realizable simplemente si se deja atrás la ideología neoliberal: “¡la maldición estaría en la ideología, no en la abundancia de recursos naturales!” (Palma, 2019: 935). Para otros, sin embargo, ese anhelo se enfrenta al reto de cómo detener “la tragedia ambiental” provocada por el extractivismo en la región (Gligo et al., 2020). Este reto no es nuevo, pues forma parte de la agenda CEPAL desde el proyecto sobre Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente “que marcó el punto culminante del pensamiento estructuralista de la dependencia al final de la década de 1970” (Domínguez et al., 2019: 23). Desde entonces, los críticos de la visión optimista de la staple theory of growth fueron identificando la restricción ambiental en los países donde la dotación de recursos naturales había conducido a un desarrollo que no era sostenible (Daniels, 1992) y lo han vuelto a reiterar antes y después del último boom de los precios de las materias primas (Watkins, 2014; Ciuriak, 2014; Gunton, 2017), mientras que la CEPAL consideraba y sigue considerando posible la cuadratura del círculo: lograr la transformación productiva con igualdad y sostenibilidad a partir de los recursos naturales (Domínguez et al., 2019), al aprovechar la nueva relación estratégica con China en la que el neoliberalismo es sustituido por el neoestructuralismo cepalino, en convergencia con una nueva economía estructural que, desde Beijing como nuevo centro, propone para la región la actualización tecnológica y el ascenso en las cadenas globales de valor (Barton y Rehner, 2018).

Así que, hoy como hace 50 años, sigue pendiente para América Latina la necesidad, sentida por Sunkel tras aquel proyecto, de transitar hacia otro estilo de desarrollo. Para el maestro, esa transición ya entonces implicaba cuestionarse “una serie de creencias derivadas de la ideología del crecimiento económico” (Sunkel, 1981: 124), en particular, la confianza en su carácter exponencial e ilimitado, la posibilidad de sostener a largo plazo un estilo basado en la exportación de recursos naturales con el fin de acumular el máximo de bienes de consumo para una minoría en un entorno de artificialización creciente de la naturaleza, o la aspiración a alcanzar niveles de consumo semejantes a los de los países industriales para las grandes mayorías de los países de la periferia. Sobre todos estos puntos deberá girar en el futuro la reflexión sobre la paradoja de la abundancia antes de que América Latina, como consecuencia de la destrucción ambiental motivada por el intercambio económica y ecológicamente desigual, deje de ser “superpotencia de biodiversidad” (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2010).

Referencias bibliográficas

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* Forma parte de una consultoría de investigación realizada por el autor para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en 2019. Las primeras versiones del texto se presentaron en sucesivos seminarios en Santiago de Chile, la Universidad Autónoma del Caribe de Barranquilla (Colombia), la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México) y la Università della Calabria de Rende (Italia). Mis agradecimientos por muchos motivos para Jeannette Sánchez, Mauricio León y Pablo Yanes de la CEPAL, y por las invitaciones a Gustavo Rodríguez, Giusseppe Lo Brutto y Alesandra Corrado, de las universidades mencionadas. Sara Caria, del Instituto de Estudios Nacionales de Quito (Ecuador), corrigió las primeras versiones e hizo sugerencias muy pertinentes que he tenido en cuenta sobre el estilo y el contenido. La investigación de este texto se realizó a lo largo de 2019 y 2020. Las referencias se actualizaron hasta marzo de 2021. Los errores u omisiones son de mi exclusiva responsabilidad.

1Estas GSI, características de los Estados Unidos y el Reino Unido, incluyen el sistema jurídico del common law; la superioridad de la empresa privada y la gobernanza corporativa centrada en el valor para el accionista; un sistema financiero asentado en el mercado de valores desregulado y con banco central independiente; un mercado de trabajo flexible, y un sistema político descentralizado que restringe las acciones arbitrarias de los partidos y los burócratas. Para Chang, tales instituciones, que “favorecen a los ricos sobre los pobres, al capital sobre el trabajo y al capital financiero sobre el capital industrial”, constituyen una suerte de disciplinamiento internacional de los países en desarrollo ejercido por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio (OMC), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el G7, el Foro Económico Mundial (WEF) y el ejército de think tanks y medios mainstream que hacen de voceros de los anteriores (Chang, 2011: 475). Dicho disciplinamiento se traduce en debilitar el poder del Estado en favor de los intereses de las trasnacionales (Oshionebo, 2018).

2Para América Latina, “las estructuras sociales de la región, la distribución del poder y la riqueza, el papel y la fuerza de sus élites, y el complejo proceso, a menudo doloroso, de construcción del Estado (que en muchos casos ha resultado en Estados-nación endémicamente débiles), en combinación con el legado de tiempos coloniales y las dificultades económicas y políticas que los Estados recién independizados tuvieron al posicionarse en el escenario mundial” han sido señalados como “factores decisivos” del proceso de desarrollo (Bértola y Ocampo, 2012: 3).

3Fukuyama definió la gobernanza como “la habilidad del gobierno para crear y hacer cumplir reglas, y para proporcionar servicios, independientemente de si el gobierno es democrático o no” (Fukuyama, 2013: 350). Para Fukuyama, la calidad de los Estados puede medirse de acuerdo con indicadores de proceso, capacidad, resultados y autonomía burocrática, pero lo definitorio de la calidad institucional son los indicadores de capacidad y autonomía burocrática y su interacción sinérgica. La capacidad consiste en recursos (es la competencia de extraer tributos de las actividades económicas) y la profesionalización de la burocracia estatal (que incluye la existencia de islas de excelencia). La autonomía burocrática se rige por el grado en que la autonomía enraizada es óptima: la burocracia está blindada en su independencia frente a presiones externas, pero su desempeño se orienta al interés general de la sociedad. Esta visión es prácticamente la conclusión a la que llegan Savoia y Sen (2020) a partir de su análisis sobre los factores de economía política que explican la existencia o no de maldición de los recursos.

4Al margen de su conocida posición favorable a las leyes mercantilistas de navegación, Smith estableció las siguientes excepciones a la regla del libre comercio: los impuestos sobre el consumo de ciertos productos extranjeros cuando ya se cobra uno sobre sus sustitutos nacionales; el uso de aranceles como instrumento de represalia y negociación comerciales, y las medidas de desarme arancelario gradual para las industrias o sectores donde corre peligro un gran volumen de empleo (que, al reconocer las restricciones institucionales a la libre movilidad del factor trabajo, anticipa el argumento de las industrias nacientes).

5En el trabajo de referencia al respecto, W. Arthur Lewis expuso que en una economía de ingreso bajo “la primera tarea es descubrir, a través de la prospección de sus recursos naturales, cuáles son las características geográficas y ventajas que puede tener”, de ahí que en ese tipo de países “la principal tarea de los planificadores es encontrar nuevos recursos naturales o nuevos métodos de utilización que lleven a un rápido aumento de las exportaciones” (Lewis, 1966/2005: 30 y 43).

6La carta recoge en su artículo 2 la idea de “soberanía plena y permanente, incluso posesión, uso y disposición” sobre los recursos naturales. Véase CEPAL (1975).

7Según el escritor venezolano, era necesario acabar con la “economía destructiva” que consumía la riqueza del subsuelo, de modo que, “en lugar de ser el petróleo una maldición que haya de convertirnos en un pueblo parásito e inútil”, habría que sustituir la economía que “sacrifica el futuro al presente” por una “economía reproductiva y progresiva” (Úslar Pietri, 1936).

8“Es sorprendente la relación positiva que se observa entre la ausencia de recursos naturales y el nivel de competitividad en el sector industrial. Aquellos países que carecen de la fuente ‘fácil’ de generación de divisas, que constituyen los recursos naturales, no tienen otra alternativa que optar por la ‘construcción’ de ventajas comparativas en el sector manufacturero” (Fajnzylber, 1988: 19). Es más, “la ausencia de recursos naturales tiene un impacto positivo en la mayor competitividad del sector industrial, que a su vez ayuda a promover el crecimiento y la equidad” (Fajnzylber, 1988: 88).

9“En las sociedades con generosa dotación de recursos naturales en que suelen producirse situaciones de elevada concentración de la propiedad ya sea en el sector privado o en el público, tiende a crearse un liderazgo que se sustenta en el usufructo de las rentas asociadas con esos recursos naturales y pueden así formarse sociedades estamentales y estados patrimonialistas” (Fajnzylber, 1990: 75).

10Según este trabajo, la maldición no es una cuestión de dependencia de los recursos sino de los mercados internacionales de crédito, que, durante la década de los setenta, con el auge de los precios de los productos básicos, tomaron este activo como “colateral implícito”, lo que facilitó el endeudamiento y la posterior crisis de la deuda, cuyo ajuste recesivo en la década de los ochenta (con los precios de los commodities a la baja) fue responsable del menor crecimiento (Manzano y Rigobón, 2007: 62). Sobre estos aspectos, véase Bértola y Ocampo (2012).

Recibido: 12 de Enero de 2021; Aprobado: 19 de Abril de 2021

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