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Nueva revista de filología hispánica

versión On-line ISSN 2448-6558versión impresa ISSN 0185-0121

Nueva rev. filol. hisp. vol.72 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2024  Epub 08-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/nrfh.v72i1.3941 

Reseñas

Jorge Urrutia, El espejo empañado. Sobre el realismo y el testimonio (desde la literatura hispanoamericana). Cátedra, Madrid, 2021; 379 pp.

1Universidad Nacional Autónoma de México jmigueldavilad@filos.unam.mx

Urrutia, Jorge. El espejo empañado. Sobre el realismo y el testimonio (desde la literatura hispanoamericana, ). Cátedra, Madrid: 2021. 379p.


Hacia el final de este minucioso trabajo, su autor advierte: “Apenas si existe fuera de América literatura sobre las plantaciones y nunca, que yo sepa, con función reivindicativa a partir de las relaciones laborales. Por eso no puede dejar de sorprender el olvido en el que permanecen novelas tan numerosas y características que responden a similares preocupaciones temáticas, estructurales y de estilo” (p. 336). Entre los objetivos centrales de El espejo empañado, destacan, precisamente, el rescate y la discusión de un género que ha tendido a perderse frente a los grandes ciclos de la tradición hispanoamericana: al lado de, por ejemplo, la literatura gauchesca, la novela de la Revolución mexicana o, de manera más reciente, el género fantástico, se ha prestado atención mínima e insuficiente a la “novela de plantación”. Si bien se cuenta con diversos trabajos sobre la novela bananera1, cabe sostener, a la luz de este libro, que hacía falta pensar en un género narrativo mayor que, como Urrutia sugiere, habría proporcionado “un espíritu unitario a la producción literaria [latinoamericana] en los años treinta, cuarenta e, incluso, cincuenta del siglo XX” (p. 250).

En la primera de las tres partes que integran El espejo empañado, Urrutia propone diversas reflexiones en torno a los rasgos básicos de la novela de plantación. Según Urrutia, el inicio y el final de este género corresponden, respectivamente, a “la fundación de las compañías fruteras norteamericanas al año siguiente de la última independencia de España” y al “triunfo de la Revolución cubana” (p. 42); es decir, la novela de plantación habría surgido, alcanzado su auge y decaído entre 1899 y 1959. Las narraciones pertenecientes a este género se desarrollan en diversos tipos de plantación: “arroz, banano, cacao, café, caña de azúcar, caucho, hierba mate u otros cultivos similares” (p. 59); en cuanto a sus fines, las novelas de plantación “pretendieron en todos los casos denunciar las condiciones de trabajo, la mayoría, poner de manifiesto la entrega de la política oficial de sus países a las empresas, generalmente norteamericanas, y, por último, exigir justicia en las relaciones laborales y el mantenimiento de los derechos sociales” (p. 130). A partir de su vasta erudición sobre el tema, Urrutia recoge y comenta una serie de textos poco conocidos u olvidados, tales como El problema (1899), del guatemalteco Máximo Soto Hall, La caída del águila (1920), del costarricense Carlos Gagini, o Mamita Yunai (1941), del también costarricense Carlos Luis Fallas. Asimismo, su trabajo nos permite vislumbrar otras posibilidades de lectura para obras canónicas dentro de la tradición hispanoamericana. Consideradas obras típicas del regionalismo americano, La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, y Canaima (1935), de Rómulo Gallegos, también pueden, o deben, interpretarse a la luz del concepto de novela de plantación.

Conviene añadir que, como su título sugiere, El espejo empañado se dedica no sólo al estudio de la novela de plantación, sino también a la reflexión de varios asuntos fundamentales para cualquier estudioso de la literatura. A lo largo de la primera parte, Urrutia ahonda en las relaciones y diferencias entre literatura, historia y realidad. Echa mano del concepto de intrahistoria, de Miguel de Unamuno, para mostrar que la literatura -incluida, desde luego, la novela de plantación- ha estado más dispuesta que la historia a escuchar y sacar de la oscuridad las modestas vivencias de los condenados a la pobreza, la explotación y la ignorancia.

Un estudio tan extenso, con un corpus de casi cincuenta novelas (pp. 235-236), corre el riesgo de dejarnos una visión demasiado panorámica, en la que apenas se alcancen a enlistar y describir someramente las obras elegidas para su estudio. Aunque sería imposible tratar a detalle, en un solo libro, el corpus de las novelas de plantación -que, como su autor reconoce, está aún incompleto-, en la segunda parte de El espejo empañado, hay cuatro secciones dedicadas al análisis detenido de una serie de textos representativos del género. En “Los yerbales”, el autor trata El río Oscuro (1943) y La Caá Yarí. Novela de los yerbales misioneros (1945), de los argentinos Alfredo Varela y Alejandro Magrassi, respectivamente. Ambas obras se centran en plantaciones de hierba mate y se estructuran según varios tópicos que podríamos considerar característicos de la novela de plantación: contratación abusiva y poco legal de los trabajadores, crueldad de los capataces, explotación laboral y condiciones de vida “durísimas” (p. 181). En la siguiente sección -“La selva, el caucho, el salitre”-, Urrutia ahonda, por un lado, en diversas novelas sobre la selva y la extracción del caucho: retoma su análisis de La vorágine y nos introduce al de Inferno verde. Cenas e cenários do Amazonas (1908), del brasileño Alberto Rangel; A selva (1930), del portugués José Maria Ferreira de Castro; Canaima, de Gallegos; Caucho (1935), del boliviano Diómedes de Pereyra2, y Toá. Narraciones de caucherías (1933), del colombiano César Uribe Piedrahita.

En estas obras, el relato se configura en torno a un espacio -la selva, con sus ríos omnipresentes- “agreste, agresivo, duro para el hombre que irrumpe en él” (p. 196), y hay una “tipología de personajes y situaciones” en la que se encuentran “los propietarios, los guardianes, los trabajadores blancos, indios o mestizos, la dureza del trabajo, la crueldad de la selva[,] pero también del sistema de relaciones, las noticias dudosas, las leyendas…” (pp. 189-190). Por otro lado, en esa sección, el estudioso enumera varias obras chilenas sobre la “pampa salitrera”: el libro de cuentos Sub-Sole (1904), de Baldomero Lillo; las novelas Hijos del salitre (1952), de Volodia Teitelboim; Caliche (1954), de Luis González Zenteno; Norte grande (1957), de Andrés Sabella, y Santa María de las flores negras (2002), de Hernán Rivera Letelier. Junto con las novelas petroleras enlistadas en aquella sección (p. 194) -a saber, Mancha de aceite (1935), de Uribe Piedrahita, Huasteca (1939), de Gregorio López, y ¡Petróleo! (1926), de Upton Sinclair-, los textos literarios sobre la explotación del salitre sugieren la necesidad de estudiar la novela de plantación a la luz de otros géneros fronterizos y, quizá, de pensar en una categoría de análisis mayor, capaz de incluir, por ejemplo, la novela de plantación, la de la pampa salitrera y la petrolera.

En un primer acercamiento, y como lector no especializado en un tema tan particular, me parece que hubiera convenido establecer límites más precisos entre esos tres tipos de novela; desde mi perspectiva, el lector puede tomar como relatos de plantación textos que, por sus temas, pertenecen a otra categoría de análisis. Si bien la “Cronología de las novelas de plantación (1894-1960)” (pp. 235-236) es una herramienta muy útil para distinguir -entre las abundantes fuentes literarias citadas por Urrutia- las novelas de plantación, ese listado propicia, por lo menos, una duda significativa: tras un sucinto análisis de Inferno verde, en que se advierte que ésta ofreció a Ferreira de Castro, autor posterior, “gran parte de la tipología de personajes y situaciones que explotará la novela de la selva y el caucho” (p. 189), desconcierta que tal obra no aparezca en la “Cronología”. Podría tratarse de un descuido, es decir, de una omisión; o quizá cabría pensar que Inferno verde no es más que un texto precursor de la novela de plantación referente a la selva y el caucho. Queda al lector la interesante tarea de hacerse de aquel libro y salir de la duda.

Como su nombre indica, la sección “Mamita Yunai” se centra en la novela del mismo título, tan importante, aunque, a decir verdad, escasamente conocida por las generaciones recientes; por lo menos en México. Urrutia nos recuerda que el célebre escritor Pablo Neruda dedicó un poema del no menos célebre Canto general (1950) a un personaje de Mamita Yunai; se trata del texto titulado “Calero, trabajador del banano (Costa Rica, 1940)”. Asimismo, el especialista reconstruye el complejo periplo editorial de esta novela: inicialmente, hacia 1940, se habría publicado por entregas “en el periódico comunista costarricense El trabajo” (p. 199); en 1941, apareció por primera vez como libro; después, la segunda edición se publicó en 1949, en Chile; la tercera, en 1955, en Argentina; y la cuarta, considerada definitiva por Carlos Luis Fallas, en 1957, en México (p. 205). Para el caso de Mamita Yunai, Urrutia ahonda en la subcategoría de “novela proletaria de plantación”, cuyos principales rasgos serían: su “voluntad de denuncia antiimperialista…; su contradictorio sentimiento nacional mezclado de internacionalismo proletario; su voluntad de adoctrinar a las masas; su realismo transparente3; su insistencia en las descripciones más duras de la vida de los protagonistas” (p. 205). Con agudeza, el autor de El espejo empañado advierte, en esta clase de novelas, un tratamiento problemático del trabajador que no sea “blanco”, ni mestizo de ascendencia blanca: en obras como Mamita Yunai, habría la tendencia a desdeñar ideológicamente a los personajes indios y negros, así como a glorificar al “trabajador blanco”; éste sería el más apto para la revolución y aquéllos aparecerían casi imposibilitados para semejante empresa (pp. 206 y 208).

Por último, en la sección “La novela de la caña”, Urrutia enlista varias obras dominicanas sobre la explotación de la caña de azúcar -Cañas y bueyes (1936), de Francisco Moscoso Puello; Los enemigos de la tierra (1936), de Andrés Francisco Requena; Over (1939), de Ramón Marrero Aristy; Jengibre (1940), de Pedro Pérez Cabral, y El terrateniente (1970), de Manuel Antonio Amiama-4 y tres novelas del puertorriqueño Enrique A. Laguerre -La llamarada (1935), Solar Montoya (1941) y Los dedos de la mano (1951)-5 que tratan, respectivamente, sobre la caña, el café y el tabaco. Tanto éstas cuanto aquéllas exaltan, por una parte, la disposición del “trabajador blanco” para la rebelión y la búsqueda de condiciones de trabajo menos injustas y, por otra, señalan el conformismo y la pasividad de indios, jíbaros, haitianos y campesinos de ascendencia caribeña (pp. 214-219).

Hacia el final de la segunda parte de El espejo empañado, destaca el análisis de Bananos y hombres (1931), de la costarricense Carmen Lyra -seudónimo de María Isabel Carvajal. No sólo es plausible el tratamiento de una escritora centroamericana, sino también el espacio concedido a un libro de cuentos, género sumamente vigoroso en nuestra tradición, pero, con frecuencia, oscurecido por el estudio de la novela. Urrutia sugiere la posibilidad de que en Bananos y hombres se hable por primera vez del “tema frutero… en la literatura americana de lengua española con una visión proletaria” (p. 231), por lo que acaso cabría considerarla una obra de veras singular y fundacional.

En la tercera parte de su libro, Urrutia desarrolla una crítica severa y contundente contra la idea de que el testimonio y sus derivaciones -sobre todo la novela testimonial- serían la manifestación más original, sin precedentes, legítima y fiel de la realidad latinoamericana. Luego de exponer que el testimonio forma parte de la tradición europea desde hace más de un siglo y que sus momentos de auge coinciden con grandes guerras o hechos bélicos (la guerra franco-prusiana, las Primera y Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil, el Holocausto, entre otros acontecimientos históricos), el especialista concluye categórico: “Pretender que el testimonio caracteriza alguna época o algún territorio es una hipérbole injustificada, cuando no un disparate” (p. 269). En consecuencia, la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX no inventó el género testimonial, sino que lo redescubrió y reconfiguró sobre todo a partir de intereses ideológicos muy precisos. La Revolución cubana y su principal organismo cultural, Casa de las Américas, impulsaron la canonización -incluso en el sentido religioso de la palabra- del testimonio y sus derivaciones, mediante obras tan “arquetípicas” como La guerrilla tupamara (1970), de la uruguaya María Esther Gilio; Los días de la selva (1981), del guatemalteco Mario Payeras; La montaña es más que una inmensa estepa verde (1982), del nicaragüense Omar Cabezas; Me llamo Rigoberta y así me nació la conciencia (1983), de la venezolana Elizabeth Burgos, junto con otras obras discutidas por Urrutia.

Sin negar el valor literario e histórico de esta clase de obras, el autor analiza sus problemáticas funciones de propaganda ideológica. Urrutia recuerda, para comenzar, que, desde sus orígenes, el testimonio tendía más a la sensibilidad que a la racionalidad (p. 261); enseguida, advierte que “en el moderno caso hispanoamericano”, el testimonio “se deja vencer por la sensibilidad” (p. 263). A este respecto, es ejemplar el caso de Me llamo Rigoberta…, que habría formado parte de “una operación política” para convertir a Rigoberta Menchú en “símbolo de un pueblo, de una raza y de su combate contra la injusticia” (p. 320), aunque, como se ha demostrado, el grupo armado en que ella militaba no tenía el apoyo de los guatemaltecos, en general, ni de los campesinos mayas, en particular (p. 320). Si bien Urrutia expone las manipulaciones ejercidas por los intermediarios en la presentación de testimonios semejantes al de Menchú -en que, a menudo, un escritor letrado entrevista, transcribe, edita y presenta el discurso de alguna persona marginada o con escasa formación en la cultura letrada-, concede, a mi juicio, demasiado crédito a Elisabeth Burgos, quien tiempo después de la publicación de Me llamo Rigoberta… se declaró víctima inocente en el proceso de composición de ese texto (pp. 220-222). Sin embargo, el prólogo de la autora abunda en estrategias dudosas, y quizá algo risibles, para persuadir al lector del vínculo poderoso y legítimo que, en ocho días y en París, se formó entre una académica radicada en tal ciudad y una india maya involucrada en la guerrilla guatemalteca6.

La dura e indispensable crítica del “redescubrimiento” del testimonio en la literatura hispanoamericana nos recuerda un par de verdades añejas: ningún texto o género es del todo innovador, ni, tampoco, carente de intereses ideológicos. Antes de que los autores identificados con la Revolución cubana, o promovidos por ésta, echaran mano del testimonio y sus variantes, en la tradición latinoamericana misma, la novela de plantación ya había ejercido diversos recursos testimoniales, con fines, también, propagandísticos.

A lo largo de este libro, advierto un llamado a no olvidar los orígenes de la literatura y la cultura hispanoamericanas. En particular, juzgo afortunada la exhortación a no incurrir en cándidos adanismos. A propósito de una anécdota donde se cuenta que algunos “marxistas consideraron que los ferrocarriles anteriores a la Revolución de Octubre eran burgueses y resultaba necesario desmontarlos para construir ferrocarriles proletarios” (p. 343), Urrutia sugiere con agudeza: “No desmontemos nuestros ferrocarriles literarios. No creamos que los recién llegados debemos inventarlo todo de nuevo. No vaciemos el Mediterráneo porque después no podremos ya descubrirlo” (p. 343). Menos afortunadas, e imposibles de discutir en esta nota mínima, me resultaron las opiniones y argumentos del autor en torno al legado de España y la Colonia para el mundo hispanoamericano. En recurrentes pasajes, el libro promueve una apología del imperialismo español, que brillaría por las abundantes virtudes expuestas por Urrutia; y en otros, se concentra en el vituperio del imperialismo anglosajón, cuyos vicios atroces, al parecer, nunca podrían compararse con los de la vertiente española del mismo fenómeno: el imperialismo, a secas. Fuera de esta clase de asuntos, complejos y difíciles de elucidar, veo en El espejo empañado una contribución destacada en un campo de los estudios literarios que merecería esfuerzos más constantes y, acaso, diligentes.

Referencias

Burgos, Elisabeth 2000 [1985]. Me llamo Rigoberta y así me nació la conciencia, Siglo XXI, México. [ Links ]

Grinberg Pla, Valeria y Werner Mackenbach 2006. “Banana novel revis(it)ed: etnia, género y espacio en la novela bananera centroamericana. El caso de Mamita Yunai”, Iberoamericana, 6, 23, pp. 161-176; doi: 10.18441/ibam.6.2006.23.161-176. [ Links ]

Martín Ruiz, Juan Francisco 2006. “La estrategia territorial de las transnacionales del banano en Guatemala a través de la trilogía bananera de Miguel Ángel Asturias”, Anales de Geografía de la Universidad Complutense, 26, pp. 117-143. [ Links ]

Ortiz, María Salvadora 2003. “La novela de plantación bananera centroamericana: espacio de reconstrucción de la memoria”, en Murales, figuras, fronteras. Narrativa e historia en el Caribe y Centroamérica. Eds. Patrick Collard y Rita de Maeseneer, Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt/M., pp. 41-64. [ Links ]

2Quizá no esté de más anotar que en el listado “Cronología de las novelas de plantación (1894-1960)” (pp. 235-236), se indica erróneamente que Ecuador es el país de origen de Pereyra.

3A partir de los planteamientos de Urrutia, cabría decir que la noción de “realismo transparente” se puede aplicar a textos narrativos con un alto grado de referencialidad histórica o fáctica, en cuanto a su contenido, y, en cuanto a su forma, se caracterizaría por el uso de estrategias de composición convencionales —relato en primera persona, orden cronológico en la presentación de los acontecimientos, estructura narrativa sencilla, etc.— y por su escasa experimentación formal (cf. pp. 260-261).

4Previsiblemente, esta última tampoco aparece en la “Cronología”, que va de 1894 a 1960. Sin embargo, tal vez la posibilidad de que, según Urrutia, esta obra se haya escrito “diez años antes” —es decir, hacia 1960— permita considerarla, de manera provisional, como novela de plantación dentro de los límites temporales del estudio (1899-1959).

5Hay, de nuevo, inconsistencias para dos de estos tres títulos: en p. 219, se indica erróneamente que La llamarada se publicó en 1936, aunque en la “Cronología” se anota la fecha correcta, 1935. Asimismo, se atribuye una fecha errónea a Los dedos de la mano (1941, en vez de 1951), además de que no aparece en la “Cronología”.

6Cito un breve ejemplo; Burgos (2000 [1985], pp. 12-13) asegura: “Rigoberta permaneció ocho días en París. Había venido a hospedarse en mi casa por comodidad y para aprovechar mejor su tiempo. A lo largo de esos ocho días empezábamos a grabar hacia las nueve de la mañana; después de comer, lo que hacíamos hacia la una, volvíamos a grabar hasta las seis. A menudo continuábamos después de cenar, o bien preparábamos las preguntas para el día siguiente. Al final de la entrevista ya había grabado veinticinco horas. Durante esos ocho días viví en el universo de Rigoberta. Prácticamente nos habíamos apartado de todo contacto exterior”. Fuera de las hipérboles finales, cuantitativamente, los datos que Burgos ofrece no son coherentes. Si consideráramos dos sesiones diarias de tres horas —una por la mañana y otra después de la comida— y una tercera, no diaria, de una hora, se deberían tener, en total, cerca de cincuenta horas de grabación, lo que da pauta a un par de dudas: ¿Burgos exagera en su descripción del trabajo diario hecho con Menchú? ¿O prescindió de, aproximadamente, la mitad del material grabado? Estas preguntas son, desde luego, meramente numéricas; convendría pensar, además, en el desgaste físico y emocional de una labor como la que Burgos describe.

Recibido: 27 de Febrero de 2023; Aprobado: 31 de Marzo de 2023

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