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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.50 no.2 Ciudad de México may./ago. 2015

 

Reseñas

Hayashi Fumiko, Diario de una vagabunda

Marta W. Torres Falcón* 

*Universidad Autónoma Metropolitana.

Hayashi, Fumiko. Diario de una vagabunda. ,, Meza, Virginia. Takagi, Kayoko. Gijón: Satori Ediciones, colección Maestros de la Literatura Japonesa, 2013. 264p.


Escribir de verdad. Hacer una buena novela y construir poemas intensos, vigorosos. Tales eran las expectativas que la artista japonesa delineó como metas inalterables en su primera juventud y que conservaría durante toda su vida. En el núcleo del Diario de una vagabunda, publicado por vez primera en 1930, está esa convicción fundamental. La necesidad insaciable de los libros, la actitud crítica hacia el entorno y la gran capacidad de observación son un reflejo de la intensidad con la que Hayashi Fumiko decidió vivir su vida. El Diario condensa momentos de intimidad, paisajes cotidianos, expresiones subversivas por las desigualdades sociales y una enorme pasión. Ése era el motor de la rebeldía, de la entrega amorosa y de la devoción a la escritura.

El diario es un espacio íntimo. Es un cuaderno donde suelen consignarse pensamientos o emociones que por lo regular no se comparten o no en su totalidad. El “Querido diario” ha sido una forma de escritura que de manera casi inmediata se identifica como femenina. A lo largo de la historia, muchas mujeres han encontrado en esas páginas una suerte de refugio, un sitio para verter un sentimiento inconfesable o alguna reflexión que no podían expresar con libertad. La complicidad de ese amigo imaginario, testigo mudo de afanes y alegrías, podía durar meses o años, pero generalmente permanecía oculto. Ése era su destino. Cuando en el terreno de la investigación histórica se dio un lugar destacado a la vida privada, esas hojas amarillentas que convivían con los recetarios en algún cajón de la cocina o se perdían en un ropero tenían un valor extraordinario. Permitían conocer algunos detalles que habitualmente se califican de superficiales o anodinos y que, al cabo del tiempo, abrían la puerta a un mundo casi siempre inaccesible: las vivencias, fantasías, ideas y actividades de personas concretas, de carne y hueso, que habían dejado una huella indeleble en esas líneas escritas con desenfado.

El Diario de una vagabunda, que Hayashi Fumiko escribió entre 1922 y 1927, constituye, sin duda alguna, un espacio de intimidad y un nítido reflejo de la vida cotidiana. Era, en palabras de la autora, “algo así como las cartas que enviaba a la madre ausente”, marcadas por la fuerza y, en muchos momentos, la desesperación de la joven escritora, que en ese lapso cruzó los veinte años. El Diario no fue guardado como secreto; lejos de ello, fue publicado originalmente por entregas en la revista Nyonin geijutsu (El arte por las mujeres) y, en 1930, como un libro que superó cualquier expectativa al vender más de seiscientos mil ejemplares (¡en esa época!).

Una primera virtud del texto es que nos permite conocer la vida cotidiana de una joven que tiene que buscar distintas ocupaciones para sobrevivir -vendedora ambulante, mesera, nana, obrera, entre otras- y que transcurre entre la desazón de un estómago siempre insatisfecho y la angustia que provoca la incertidumbre. La autora ofrece claras descripciones de los ambientes: los pueblos donde se van depositando las expectativas, los infaltables cerezos, las calles que conocen sus pisadas itinerantes, los establecimientos comerciales, la fuerza emotiva de los trenes, el aburrimiento que transmiten las viviendas: “las casas cubiertas de hollín daban bostezos oscuros”.

Junto con esas imágenes transmite sus impresiones de la gente: el grupo de habitantes en una posada al que con cierto humor -y en primera persona- califica como “más pintoresco que un circo”, un vendedor arrogante, los clientes, sus propios empleadores, alguna pseudofilántropa que la maltrata, sus compañeras de trabajo, una amiga de la escuela a la que reencuentra al cabo de varios años. La comida tiene un lugar central en sus narraciones: tazones de arroz, sopa de miso, tofu preparado de distintas formas, variedades de pescado, panecillos rellenos y otras golosinas.

Para cerrar el cuadro hay que decir que el Diario está escrito con los cinco sentidos; a las imágenes se suman los sonidos, las texturas y los aromas. Es un recorrido por variadas emociones -la desolación de manera reiterada- que encuentran, más que la palabra exacta, la metáfora precisa: “Fuera, el silencio triste y amenazador se extendió como agua sucia”.

Hayashi Fumiko salió de su pueblo natal -Shimonoseki, en el suroeste de Japón- a los siete años, junto con su madre. De esa manera inició la vida errante que rápidamente se convertiría en un estilo. En su infancia y adolescencia vivió en muchas ciudades -por ejemplo, recibió la educación básica en seis lugares diferentes-, en varias prefecturas (Yamaguchi, Kagoshima, Fukuoka), que incluso ahora pueden parecer distantes. En la segunda página de su Diario, la autora señala que ha “vivido casi siempre sin tener eso llamado ‘casa’”. La sensación de soledad es inevitable. Cuando no está con su madre -la única persona realmente importante en su vida-, la depresión se extiende como un vapor espeso que satura cada centímetro de su entorno. Por añadidura, la pobreza es una constante, un fantasma que la persigue más allá de cualquier lindero u ocupación. La conciencia de ser lumpenproletaria la hace escribir poemas con un claro contenido social -por ejemplo, “Una obrera canta”- y vincularse con la izquierda: “¡Qué alegría construir la utopía del proletariado en una tierra salvaje como ésta!”.

El Diario da cuenta de una vida en movimiento. La autora transita de un lugar a otro, de un empleo a otro, de un amor a otro, de una desilusión a otra. Se siente abatida al ver su propia sombra o al escuchar el ruido de los trenes. Resiente la explotación en la fábrica y en las casas donde tiene trabajos temporales. Vive en cuartos muy pequeños -a veces de menos de cinco metros cuadrados- y la comida es siempre un lujo. En algún momento de 1923 escribe lacónicamente: “Fragilidad: tu nombre es pobreza”.

En esos años de juventud, que conjugan el ánimo por descubrir y explorar nuevos senderos, conocer otra gente, enamorarse apasionadamente aun con el inevitable corolario de la traición, hay una ilusión inamovible: consagrarse a la escritura. En su Diario, la vagabunda alimenta continuamente la fantasía de “volverse ricachona” con el principal propósito de tener un lugar para asentarse y escribir algo “de verdad”; es decir, con la solidez y la consistencia que sólo pueden derivar de un trabajo realizado con dedicación exclusiva. Un anhelo persistente es escribir sus “propios poemas llenos de vitalidad”.

En 1929, la inglesa Virginia Woolf escribió una obra que sería referencia obligada en el campo de los estudios de género y específicamente sobre literatura escrita por mujeres: Una habitación propia. El argumento central del análisis de Woolf es relativamente simple: si una mujer puede tener un ingreso básico que le permita vivir -o subsistir, si no se quiere incurrir en presunciones- y una habitación propia, puede dedicarse en cuerpo y alma a la escritura. Son dos requisitos indispensables, aunque ciertamente insuficientes. A partir de ese clásico del pensamiento feminista del siglo XX, la “habitación propia” es una figura que alude a la autonomía, a la capacidad de decidir el propio destino y a las posibilidades reales de alcanzar las propias metas. No se trata de una bella metáfora sino de una verdad incontestable: la habitación propia es una necesidad básica.

Cuatro años antes, en el lejano Japón, Hayashi Fumiko trabajaba como mesera en un cabaret. Era ya una escritora consciente de su vocación y de su talento. Escribía cuentos infantiles y poemas que vendía a distintos diarios y revistas. Desde esa posición, precaria y difícil, formula un planteamiento asombrosamente coincidente con el argumento de la británica. Con una sensación de hartazgo por la cotidianidad asfixiante y un ingreso que no le permite comprar libros escribe con melancolía: “Si hubiera alguna persona que me diera treinta yenes al mes sin condición alguna, quisiera escribir poemas llenos de vigor. Quisiera escribir una buena novela”.

Es agosto de 1925. La autora ronda los veintidós años y está convencida de que puede escribir novelas, cuentos y poemas “de verdad”. Conoce ya la libertad de tener una pluma entre las manos. En un ejercicio de disciplina que ha continuado por varios años, ha llenado páginas incontables del Diario de una vagabunda, donde coexisten poemas sensibles, descripciones mundanas y reflexiones intensas. Ha escrito y publicado poemas -por ejemplo, una obra junto con la poetisa Tomoya Shizue- y cuentos infantiles. Se asume como escritora y desea consagrarse al oficio de una manera total y desinteresada. Necesita las condiciones fundamentales que desde luego logra identificar -un ingreso seguro y un cuarto propio- pero que parecen muy lejanas. Desde el epicentro de la desesperación, Hayashi Fumiko articula una meta precisa y conserva la brújula de la escritura. Mientras tanto, es una lectora insaciable; se nutre con poetas japoneses (Ishikawa Takuboku, Kitahara Hakushu, Hashizume Ken) y escritores o filósofos europeos (Max Stirner, Knut Hamsum, Émile Verhaeren), entre muchos otros. En su Diario no dejan de sorprender sus observaciones perspicaces y la gran capacidad de introspección y autoanálisis, que expone en una insuperable prosa poética: “abracé mi cadáver destrozado por el tren como si fuera el de otra persona”.

Felizmente, no tuvo que esperar demasiado para que cristalizara el sueño del cuarto propio y el ingreso estable. Más aún: llegó a ser una escritora reconocida que comía lo que quería y viajaba con libertad. La meta se conservaba intacta: anhelaba llegar a los cincuenta años y escribir una gran novela.

En los años veinte del siglo pasado, el término “conciencia de género” no existía como referente ni como formulación teórica. En tierras niponas no se hablaba aún de los derechos de las mujeres; el sufragio femenino fue reconocido casi al llegar al medio siglo, en 1947. Por ello, es aún más interesante advertir, en la narrativa de Hayashi Fumiko , una gran claridad respecto a la opresión y subordinación de las mujeres. Para empezar, hay una definición precisa de las actividades que realizan la madre y ella misma como trabajo (no como ayuda) y un sentimiento de indignación -casi de rabia- por las condiciones de severidad que imponen los empleadores. Para continuar, siguiendo en ese terreno, la escritora expresa solidaridad y simpatía por las compañeras de trabajo (las otras camareras de cabaret, por ejemplo), con quienes comparte la sensación de injusticia y una profunda impotencia. Ya en las primeras páginas de su Diario, la autora recuerda a una chica simpática y alegre que a los quince años fue vendida; así, como una mercancía.

En sus relaciones amorosas y afectivas, la escritora es muy consciente de su valor como persona, es decir, dueña de sus decisiones. Siente el peso de la soledad y reconoce la ternura en algunos gestos de un hombre cercano, pero eso no la hace flaquear. Por ello, en 1924, describe a quien acaba de declararle su amor como “el tipo de hombre que tiene todo lo que yo detesto”; reconoce el cariño que le brinda, pero no se engaña sobre sus sentimientos: “al tratarlo, me desagrada hasta el punto de causarme tristeza”.

Conoce a distintos hombres y tiene varias relaciones de convivencia íntima. Si en la actualidad, el libre ejercicio de la sexualidad femenina sigue causando escozor y provocando críticas airadas, podemos imaginar el contenido transgresor que tenía en la sociedad japonesa de la época. Hayashi Fumiko sufre también la infidelidad de alguna pareja (“no soporto tus besos fríos”), pero no titubea para abandonar a quien la traicionó y le dedica dos versos sin adjetivos: “en las entrañas del hombre que corté en dos de un tajo, los pececillos nadaban con vigor”. Esparce las cartas secretas que constituyen la prueba de la falta y se lleva el dinero que ella misma ha ahorrado. Sabe que su situación económica es complicada y que la soledad acentuará tales dificultades, pero la dignidad es mucho más fuerte: “que un hombre me dé de comer es más amargo que masticar lodo”. Siente en su interior el efecto corrosivo de los celos sexuales que, sin embargo, no hace siquiera un rasguño en la solidez de sus convicciones.

Tiene la capacidad y la voluntad de entregarse a la pasión “con la violencia de un torrente impetuoso”, aun con la certeza de que saldrá lastimada. Ve su propia historia en las experiencias de otras mujeres que han sido maltratadas por sus parejas y, con cierto rencor pero resignada a la inevitabilidad de las circunstancias, escribe: “conté mentalmente el número de hombres que me han traicionado”.

En síntesis, la conciencia de género que recorre las páginas del Diario puede condensarse en una sola palabra: individuo. La escritora se reconoce, siempre, como persona autónoma; por ello, valora su propio trabajo, identifica las condiciones de explotación laboral, denuncia la hipocresía de las ayudas que se pretenden desinteresadas y, de manera destacada, se reconoce como igual frente a los hombres con quienes se relaciona; por ello también requiere una habitación propia que le permita derramar el caudal de palabras que dará sustancia a su ocupación como escritora. En todas estas acciones, se percibe lo que muchos años más tarde -en 1949- la filósofa y escritora francesa Simone de Beauvoir -en El segundo sexo- identificaría como la única vía posible para la liberación de las mujeres: su afirmación como sujetos.

En la construcción de su propio destino, Hayashi Fumiko desea vivir de la escritura. Es una aspiración común a muchos escritores que, sin embargo, muy pocos logran. En el prefacio que escribió en 1939 para una nueva edición del Diario de una vagabunda hace todo un ejercicio de reflexión en el que destaca el peso que le otorga a la libertad. Ya no tiene limitaciones económicas ni de otra índole; aunque no puede decir que “haya alcanzado de golpe la felicidad” elige seguir siendo un alma errante. No desea ser amada por nadie y ni siquiera ser reconocida. No la marea la fama ni la riqueza. La escritura sigue ocupando un lugar central en su vida cotidiana y en sus planes inmediatos y futuros.

El Diario concluye con una buena noticia. Logra vender sus cuentos infantiles. Con el pago de veintitrés yenes hará algo extraordinario: esa noche cenará sushi.

La lectura del Diario de una vagabunda nos permite un recorrido suave y placentero por la cultura japonesa. No solamente podemos viajar por las ciudades y percibir el ruido de los trenes que resulta tan significativo en las narraciones; podemos también conocer los detalles de las habitaciones, la decoración de algunos restaurantes, el arreglo personal de las mujeres, las prendas de vestir y hasta los condimentos utilizados para la preparación de varios platillos. Sin duda, en buena medida esto es resultado de las cualidades retóricas que ya hemos mencionado y las características propias del diario; pero hay algo más. Si los lectores podemos participar realmente de la densidad de las descripciones y disfrutar cada centímetro de esa cotidianidad, la clave está en el excelente trabajo de traducción. No se trata únicamente de buscar el vocablo adecuado en un idioma tan diferente; no es solamente una cuestión lingüística sino un profundo conocimiento de la cultura nipona.

La traductora, Virginia Meza, explica con claridad qué es un quimono y cuáles son las prendas de vestir -ropa interior, calcetines, faja, chaqueta- que lo acompañan de manera adecuada; nos hace ver los peinados de las mujeres de la época; describe la forma, consistencia y sabor de una gran variedad de alimentos: fideos (udon o soba), tipos de sushi, platillos hechos de pescado (chikuwa, oden, sanma, tsumire), golosinas y pastelillos (amanatto, an, anpan, dorayaki, mitsumame, mochi); nos lleva por las habitaciones cubiertas de tatami (esteras de paja), nos permite identificar el futón de la casa o la pequeña mesa con calefacción (kotatsu) y reconocer si un establecimiento está abierto gracias al noren que se coloca en la entrada. Además de las descripciones de la ropa, los platillos y diversos utensilios de uso cotidiano, Meza agrega explicaciones sobre la música popular y las danzas de kabuki. Por último -pero no al último- hay que mencionar las referencias precisas a las obras literarias que menciona la autora, a los personajes de distintas novelas y a los escritores citados incluso con cierto desenfado. Las notas a pie de página y el glosario elaborado por la traductora constituyen un tributo a la obra de Hayashi Fumiko y un regalo invaluable para los lectores de habla hispana.

Hayashi Fumiko nació en 1903. Fiel a su espíritu de vagabunda fue una viajera incansable. Disfrutaba estar en un sitio donde no fuera reconocida por nadie. Era la única pasajera de su buque llamado Pasión, que no podría ser hundido por la lluvia ni la tormenta. Fue reportera de guerra. Su talento y su disciplina como escritora cristalizaron en más de doscientas obras. Murió súbitamente en 1951. A su funeral asistieron los escritores más connotados del momento y más de dos mil personas.

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