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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.73 n.4 Ciudad de México Apr./Jun. 2024  Epub Apr 22, 2024

https://doi.org/10.24201/hm.v73i4.4514 

Reseñas

Sobre Gisela von Wobeser, Orígenes del culto a nuestra señora de Guadalupe, 1521-1688

Rodrigo Martínez Baracs1  *

1Instituto Nacional de Antropología e Historia

Wobeser, Gisela von. Orígenes del culto a nuestra señora de Guadalupe, 1521-1688. México: Fondo de Cultura Económica, Universidad Nacional Autónoma de México, 2020. 251p. ISBN: 978-607-302-203-3.


Como lo indica su título, el libro de Gisela von Wobeser trata de los Orígenes del culto a nuestra señora de Guadalupe, 1521-1688, y se suma a una serie de estudios históricos serios sobre el tema, que incluye la Memoria de Juan Bautista Muñoz, de 1794; la Carta de Joaquín García Icazbalceta, de 1883; El guadalupanismo mexicano de Francisco de la Maza, de 1953; el Destierro de sombras de Edmundo O’Gorman, de 1986; los Documentos guadalupanos de Xavier Noguez, de 1993; Our Lady of Guadalupe de Stafford Poole, de 1995; el Tonantzin Guadalupe de Miguel León Portilla, de 2000, y el Remedios y Guadalupe del padre Francisco Miranda Godínez, de 2001. El aporte de estos trabajos fue valorar con rigor el conjunto de los documentos existentes relativos al tema, que no sólo muestran la ausencia de documentos que sustenten la leyenda de las apariciones de 1531, el llamado “argumento negativo”, sino que también permiten reconstrucciones “en positivo” de lo que pasó o pudo haber pasado para que surgiera el culto a la Virgen de Guadalupe y se afianzara con tanta fuerza en la Nueva España y México y se expandiera más allá.

En este camino, el libro de Gisela von Wobeser constituye un aporte por la fuerza del tratamiento de conjunto, lógico y coherente, siempre bien documentado, que desecha los argumentos secundarios o temas no bien probados. Llega así a resultados tangibles, claros y contundentes, como los que expresó en las concentradas “Consideraciones finales”, pero, además, cada uno de los capítulos incluye aportaciones dignas de atención, sea en la argumentación o en el aporte o reconsideración de documentos. El libro se beneficia, además, de la profundidad de los estudios históricos de la autora sobre la sociedad novohispana, particularmente sobre los diferentes aspectos de la vida religiosa, su economía, su vida política, su visión del mundo, la creencia en apariciones, su vida intelectual. En muchos aspectos Gisela von Wobeser difiere de ideas relativas a los inicios del culto guadalupano que habían sido tácitamente aceptadas y no cuestionadas. En este sentido, es una obra polémica, pero que ya puede considerarse clásica sobre el tema, aunque el camino sigue abierto a clarificar momentos y procesos, y a dejarse fascinar, como Ignacio Manuel Altamirano, por las sorpresas que nos depara la documentación vinculada con la historia guadalupana.

Comencemos con las “Consideraciones finales”. El nacimiento y consolidación del culto guadalupano en la Nueva España es producto de un proceso complejo que va de la conquista española a 1688, fecha simbólica, de la publicación del gran libro guadalupano del jesuita Francisco de Florencia, La estrella del norte de México, última obra de los cuatro “evangelistas guadalupanos”, a los que se refirió Francisco de la Maza. Varios factores confluyeron para impulsar el culto en el Tepeyac: Fue el primer culto mariano que tuvo ermita propia, poco después de la caída de Tenochtitlan, y junto con la Virgen de los Remedios fue la devoción mariana más importante de la capital de la Nueva España. El Tepeyac era un lugar sagrado para los indígenas, donde se sacrificaban niños y adultos, y el culto a la Virgen María suplió y continuó el culto a Tonantzin y otras divinidades femeninas, lo cual le dio fuerza. El culto guadalupano fue “incluyente”, pues abarcó a indios, españoles y mestizos. Al no corresponder a ninguna imagen europea preexistente, aumentó su atractivo para los españoles y la élite indígena. Fortaleció al culto guadalupano su ubicación en la ciudad de México, la más grande de las Indias, capital civil y religiosa, española e india, y además la ermita del Tepeyac estaba ubicada en la principal calzada que tomaban los viajeros de camino a Veracruz o de regreso, lo que aumentó su popularidad. Los viajeros se encomendaban a ella, los virreyes se postraban. Pronto la imagen de Guadalupe adquirió la fama de hacer milagros curativos y otros, y su templo se volvió un santuario muy visitado. El arzobispado de México apoyó el culto y se apropió del templo en 1555. La imagen guadalupana fue considerada una Inmaculada Concepción, lo cual la fortaleció en el ambiente religioso de la segunda mitad del siglo XVI y primera del XVII. Al adoptar el nombre de Guadalupe, que le dio el arzobispo fray Alonso de Montúfar en 1555, la guadalupana mexicana se alimentó del prestigio de la extremeña. Mucha gente no sabía bien cuál era cuál, advierte Gisela. Hacia finales del siglo XVI surgió la idea de que la Virgen de Guadalupe no sólo hacía milagros, sino que también había sido hecha de manera milagrosa. Finalmente, se publican los relatos en náhuatl de la historia de las apariciones (Nican mopohua) y de los milagros de la Virgen (Nican motecpana), que publicó el padre criollo Luis Lasso de la Vega en su Huei tlamahuiçoltica de 1649, que aprovechó el padre también criollo Miguel Sánchez en su libro en español Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México, de 1648, que dio un fundamento teológico y patriótico de las apariciones y aumentó su devoción entre los criollos. Continuaron la tradición los padres Mateo de la Cruz, en 1660, Luis Becerra Tanco, en 1666, y Francisco de Florencia en 1688 (el primero y el tercero, jesuitas), que consolidaron la historia de las apariciones, que fueron consideradas acontecimientos verdaderos, pese a la falta de pruebas. La historia de las apariciones contribuyó al crecimiento de la devoción al referirse a México (que era la ciudad de México, pero también la amplia jurisdicción del arzobispado de México y de la Real Audiencia de México) como pueblo elegido por Dios, por las apariciones (el padre Florencia lo expresó con la frase bíblica: No fecit taliter omni nationi). Y el considerar a la imagen de hechura no humana sino divina le dio fuerza adicional. Hasta aquí las conclusiones de Gisela von Wobeser, que nos permiten entender el origen del culto guadalupano y de su arraigo y expansión en México y más allá.

El capitulado del libro es claro, sistemático. Trata sucesivamente de la “Transformación del centro ceremonial indígena del Tepeyac en ermita cristiana”, del origen de la imagen de la Virgen, de la apropiación de la ermita por el clero secular encabezado por el arzobispo Montúfar, del culto a la virgen en la segunda mitad del siglo XVI, de los primeros milagros que se le atribuyeron, de las críticas al culto guadalupano que le hicieron los franciscanos, particularmente fray Francisco de Bustamante, primero, y fray Bernardino de Sahagún, más tarde, del “paulatino surgimiento de una tradición aparicionista guadalupana”, del primer relato en náhuatl, el Nican mopohua, de 1649, del primer relato en español, Imagen de Miguel Sánchez, de 1648, y de las aportaciones posteriores de Luis Lasso de la Vega, Mateo de la Cruz, Luis Becerra Tanco y Francisco de Florencia.

El primer capítulo estudia “El cerro del Tepeyac en tiempos prehispánicos”, “El culto a la diosa Tonantzin” y otras divinidades cercanas, “España, ‘elegida por Dios’ para difundir el catolicismo en América”, “El papel de la virgen María durante la conquista”, y cómo “Frailes franciscanos fundan una ermita en el Tepeyac, dedicada a la ‘madre de Dios’”. Muchos de estos asuntos ya son conocidos, pero llama la atención la claridad de la exposición de Gisela von Wobeser. Menciono un párrafo en el que retoma las investigaciones de Johanna Broda:

Los cerros que rodeaban la cuenca lacustre, especialmente los ubicados al norte [entre ellos el Tepeyac], eran considerados sagrados por los mexicas. Su culto estaba asociado al de la tierra, del agua y de la lluvia y, por lo tanto, a la fertilidad y la renovación de la vida. Se concebían como grandes receptáculos de agua subterránea, ya que a partir de ellos se formaban los ríos y arroyos que corrían hacia los valles y nutrían los lagos, y sobre ellos se asentaban las nubes que traían las lluvias veraniegas, necesarias para el crecimiento del maíz, el sustento básico de la población. En ellos había centros ceremoniales dedicados al dios del agua Tláloc y a la diosa de la tierra, así como a otros dioses relacionados con ellos.

Con motivo de las festividades religiosas anuales, como el XIII Tepeílhuitl y el XVI Atemoztli, los indios acudían a estos cerros para venerar a sus dioses mediante ofrendas, cantos, bailes y sacrificios de niños pequeños. Estas ofrendas se conocían como actos de reciprocidad, por haber recibido agua y sustento, a la vez que eran rogativas para obtener de los dioses bienes materiales, salud y una larga vida.

Esta descripción de la importancia de los santuarios en cerros como el Tepeyac (Tepe-yaca-c, en náhuatl, “En la nariz, en la prolongación del cerro”), donde se formaban las nubes que traían lluvias, agradecidas y solicitadas con sacrificios de niños, le da sentido a la historia que Wobeser retoma de Francisco Cervantes de Salazar sobre la procesión y misa organizada por Hernando Cortés durante su primera estancia en la ciudad de México pidiéndole lluvias a la Virgen María, en respuesta a las quejas de los mexicas de que no llovía porque los españoles les habían roto sus ídolos, y tras la misa se formaron unas nubes negras en Tepeaquilla, como le decían los españoles a Tepeyácac, y comenzó a llover.

Es excelente la descripción de la llegada de los primeros frailes franciscanos, los tres flamencos de 1523 y los doce extremeños de 1524, y la fundación por ellos de la ermita del Tepeyac. Un aporte son los argumentos para proponer una fecha temprana para la fundación de la ermita del Tepeyac, anterior a la de la Virgen de los Remedios, mencionada en 1528 en las Actas del Cabildo de la ciudad de México.

Por cierto, aquí me permito defenderme, porque Gisela me incluye entre los historiadores que atribuyen al arzobispo Montúfar la fundación de la ermita, en 1555, cuando en realidad todo el mundo acepta la existencia de una primera ermita en el Tepeyac fundada por los franciscanos. He mencionado que su culto fue desalentado por éstos hacia 1540 al advertir los riesgos de la idolatría cristiana -adorar las imágenes por sí mismas, como cosas, adorar a Santa María como diosa, y peor, como a la diosa Tonantzin-, y que fue retomado en 1554-1555 por el arzobispo Montúfar, quien regresó la ermita a la jurisdicción diocesana y le puso el nombre de Guadalupe, como la misma Gisela lo piensa. Puede pues hablarse de una refundación del culto guadalupano por el arzobispo Montúfar.

Por cierto, sobre este punto es de advertirse que, siguiendo a Edmundo O’Gorman, muchos historiadores han tendido a ubicar en la coyuntura de 1555-1556, la del conflicto entre el arzobispo Montúfar y el provincial franciscano fray Francisco de Bustamante, tanto la pintura de la imagen guadalupana por el mexica Marcos Cípac, como la escritura del relato de las apariciones guadalupanas, escrito en náhuatl por el mexica azcapotzalca don Antonio Valeriano. Sobre ambos puntos Gisela von Wobeser discrepa, y con buenos argumentos, aunque no irrebatibles. En este primer capítulo se refiere a la imagen guadalupana y declara contundente que “Aunque no puede saberse con absoluta certeza, lo más probable es que la imagen de la virgen que hoy día se encuentra en la Basílica de Guadalupe date de la época en que se construyó la primera ermita”.

La imagen original, argumenta Gisela, tenía muchos devotos que le atribuían milagros, y difícilmente hubiesen admitido que el arzobispo les cambiase la imagen. Es posible, aunque muchas cosas pudieron pasar en la lucha de los franciscanos contra la idolatría cristiana en la ermita del Tepeyac, antes de que Montúfar se la apropiara y le pusiera el nombre de Guadalupe, que todavía no encuentra una explicación suficiente.

A esta imagen guadalupana mexicana, puesta desde la fundación de la ermita por los franciscanos según Gisela von Wobeser, le dedica el segundo capítulo. Estudia lo que se sabe sobre el pintor Marcos Cípac, quien vivió entre 1517 y 1572, por lo que se pronuncia a favor de su autoría, con la salvedad de que debió pintar la imagen en sus años mozos, en la escuela de San José de los Naturales dirigida por fray Pedro de Gante, quien le debió dar modelos de imágenes de vírgenes, como las que él mismo reprodujo en su Doctrina christiana en lengua mexicana, impresa por Juan Pablos en 1553. Esta datación, sin embargo, presenta dudas, puesto que la ermita habría sido fundada hacia 1527, diez años antes de que Marcos Cípac madurase como para pintar la imagen guadalupana mexicana, por lo que la ermita debió tener otra imagen entre tanto.

Gisela von Wobeser resalta la “independencia iconográfica y administrativa que la virgen mexicana tuvo respecto de la entonces muy famosa Virgen de Guadalupe, de Villuercas, Extremadura, a pesar de llevar su nombre”. La pintura mexicana en nada se parece a la estatua extremeña, no morena, sino negra, sentada y con niño. Se ha señalado que la mexicana estaría basada en una imagen de la Virgen que se encuentra en el coro alto del santuario extremeño, pero, como lo muestra Gisela con base en una amplia investigación iconográfica: “En este caso sí existe un parecido entre ambas figuras, pero éste se debe a que pertenecen a la misma tradición iconográfica y no a que la mexicana sea réplica de la extremeña”.

En esta tradición iconográfica del siglo XV hay muchas vírgenes con características semejantes a la guadalupana mexicana: con rayos, con la luna, mulier amicta sole, pero la mayoría de ellas tienen al Niño en brazos, ausente en la imagen mexicana, lo cual atribuye Gisela a la tradición inmaculista española, la creencia en la Inmaculada Concepción, para la cual la presencia de Dios como niño en brazos de una mujer podía resultar problemática.

El capítulo tercero trata de la importancia del culto guadalupano para el arzobispado de México. Es interesante el tratamiento sobre el arzobispo Montúfar, de la provincia de Granada, “acostumbrado a convivir con musulmanes y a enfrentar los problemas que traían consigo los diferentes credos y tradiciones culturales”, que actuó como calificador de la Inquisición en el proceso del erasmista Juan Gil, co nocido como doctor Egidio. Montúfar viajó a la Nueva España en 1554 en la misma flota que Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, de regreso a su diócesis tras un viaje a España de siete años, para obtener el apoyo del rey a sus planes. Quiroga y Montúfar compartían la voluntad de fortalecer el clero secular y de someter a las órdenes religiosas, aliadas con los caciques de los pueblos, opuestas a la imposición del diezmo eclesiástico a los indios. Acaso para no tratar de cosas no comprobadas, Gisela prefirió no mencionar que la promoción del arzobispo Montúfar a la Virgen de Guadalupe pudo tener como antecedente el impulso del obispo Quiroga de la Virgen de la Salud en la ciudad de Mechuacan en Pátzcuaro. Y que el conflicto de 1556 entre el arzobispo Montúfar y fray Francisco de Bustamante por la Virgen de Guadalupe tuvo una versión michoacana en el conflicto de 1559 entre el obispo Quiroga y el franciscano fray Maturino Gilberti, autor del Diálogo de doctrina cristiana en la lengua de Mechuacan, que también critica el culto idolátrico de imágenes cristianas, apuntando tal vez a la Virgen de la Salud del obispo.

En todo caso, Gisela von Wobeser advierte que el arzobispado de México “trató de frenar cultos que competían con los de nuestras señoras de los Remedios y de Guadalupe”, como el de Santa María la Redonda, promovido por los franciscanos. Al asumir el nombre de Guadalupe, la virgen mexicana se apropió del prestigio entre los españoles del culto extremeño, y provocó la reacción de los frailes jerónimos del monasterio de Guadalupe de Extremadura, que trataron de apropiarse del jugoso culto mexicano.

El capítulo cuarto, sobre “La ermita, sus feligreses y el culto a la virgen de Guadalupe”, trata de los devotos y sus “Prácticas devocionales y penitencias”, sus “Actividades litúrgicas y pastorales”, sus edificios, de las “intervenciones” a la pintura a comienzos del siglo XVII, “en el área que rodea la figura de la virgen”, sus cuantiosas rentas, sin meterse mucho en las acusaciones que en 1561 le hizo al arzobispo Montúfar su propio cabildo eclesiástico por los malos manejos de las limosnas que entraban a la ermita, con un negocio de venta de mercurio para refinar la plata. Con todo, no creo que irregularidades hayan tenido fines de lucro privado, sino más bien el fin de fortalecer a la Iglesia novohispana.

El capítulo quinto trata de “Los primeros milagros atribuidos a la guadalupana” y estudia el grabado guadalupano de Samuel Stradanus, de 1615 o 1621, mandado hacer por el arzobispo Juan Pérez de la Serna, la relación en náhuatl de los milagros de la imagen, conocida como Nican motecpana (atribuida a don Hernando de Alva Ixtlilxóchitl), publicada en el citado Huei tlamahuiçoltica de Lasso de la Vega de 1649, y finalmente la intervención de la virgen de Guadalupe en la inundación de la ciudad de México en 1629. En otro capítulo trata la versión de los milagros del libro de Miguel Sánchez.

El capítulo sexto repasa la desaprobación del culto guadalupano por los franciscanos y de manera particular por el provincial fray Francisco de Bustamante, y continúa con la crítica de fray Bernardino de Sahagún al “culto de los indios a Tonantzin-Guadalupe”. El capítulo séptimo desarrolla otra idea central del libro: “El paulatino sur gi miento de una tradición aparicionista guadalupana”. Repasa “La inexistencia de documentos sobre la mariofanía guadalupana anteriores a 1589” -cuando Juan Suárez de Peralta menciona la imagen de Guadalupe en su ermita del Tepeyac, “la cual ha hecho muchos milagros, aparecióse entre riscos, y a esta devoción acude toda la tierra”-, y pasa a mostrar la “Lenta conformación de una tradición aparicionista guadalupana”, surgida de la oralidad.

Gisela menciona algunos testimonios no muy conocidos, como la carta de la madre Jerónima de la Asunción en su viaje a Filipinas, que pasó una noche en la ermita del Tepeyac en 1620, que supo de nuestra señora de Guadalupe, que en la conquista les echaba tierra a los indios y después se “apareció a un indio en aquel lugar donde está, que es entre unas peñas y le dijo que hiciera una casa, en el lugar donde se puso de pie manó un pozo de agua clara…”. También es de interés el fragmento del libro Cielo estrellado del jesuita Juan de Alloza, incluido por Xavier Noguez en su Documentos guadalupanos, originalmente publicado en 1649 en la ciudad de los Reyes (hoy Lima, Perú), escrito sin conocer el libro de Miguel Sánchez, recién publicado en 1648, lo cual muestra una tradición ampliamente compartida.

Sigue el análisis del texto en náhuatl conocido como ihuei tla ma hui çoltzin, “Este es su gran portento”, una versión simplificada de las apariciones, probablemente escrita hacia fines del siglo XVI, con influencia jesuita en la ortografía, con cierto abuso de los diminutivos, como aparecen en la traducción de Alfredo López Austin y Xavier Noguez, que son más bien formas reverenciales.

El capítulo octavo llega a otro tema central del libro: “El Nican mopohua y la aportación indígena a la mariofanía”, que enfrenta la “Controversia sobre la primacía del relato de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe”, y se inclina por concederle primacía al texto náhuatl, el Nican mopohua, que, junto con el Nican mo tec pa na, sobre los milagros de la imagen, habrían sido aprovechados por Miguel Sánchez en su libro Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, publicado en 1648, antes de que meses después se publicaran en náhuatl en el Huei tlamahuiçoltica de 1649. El capítulo estudia el problema de la autoría del Nican mopohua, su narración de las apariciones, sus elementos indígenas, tal como los analizó Miguel León Portilla en su Tonantzin Guadalupe, y sus elementos españoles.

En cuanto a la autoría del Nican mopohua, contra la corriente que la atribuye al propio Luis Lasso de la Vega o a alguien cercano a él, tal vez un jesuita, Gisela von Wobeser se inclina por la opinión de Edmundo O’Gorman, Miguel León Portilla y otros que defienden la autoría de don Antonio Valeriano, con base en los testimonios de Luis Becerra Tanco y Carlos de Sigüenza y Góngora, entre otros indicios. Gisela no menciona a los autores “aparicionistas”, que también creen en la autoría de Antonio Valeriano, pero que piensan que escribió el Nican mopohua antes de 1548, año de la supuesta muerte de Juan Diego, según el Nican motecpana, de 1649. Pero Gisela sí menciona a los historiadores que siguen a Edmundo O’Gorman en su Destierro de sombras, de 1986, según el cual Valeriano habría escrito el Nican mopohua hacia 1555 a petición del arzobispo Montúfar. Gisela no encuentra ninguna prueba de esta datación, y repasa la vida y obra de don Antonio Valeriano (que ahora se sabe que sí era noble, de Mexicapan, la parcialidad mexica de Azcapotzalco), que comenzó su colaboración con Sahagún hacia 1540, y fue gobernador de Az ca po tzal co y de la parcialidad indígena de la ciudad de Mexico Tenochtitlan, y falleció en 1605, por lo que tuvo tiempo para componer el Nican mopohua no en 1548 o en 1555, sino hacia fines del siglo XVI, tras la muerte en 1590 de su maestro y mentor fray Bernardino de Sahagún, tan antiguadalupano.

El argumento a favor de la autoría de Valeriano del Nican mopohua a fines del siglo XVI es atractivo, aunque no seguro. La autoría misma de Valeriano, solo o con colaboradores, no está probada, y bien pudo haber en la primera mitad del siglo XVII autores, no necesariamente nahuas, como lo pensó Miguel León Portilla, sino nahuas y españoles, discípulos del jesuita Horacio Carochi, autor del Arte de la lengua mexicana de 1645, capaces de escribir en ese náhuatl elegante que estudiaron y recrearon con fines evangelizadores los franciscanos del siglo XVI y retomaron los jesuitas a fines de siglo y durante el siguiente.

Por otro lado, en caso de que se explore la autoría de Valeriano, varios documentos siguen apuntando hacia la coyuntura de 1554-1556 como fundamental para la escritura de la historia guadalupana, el Códice de Tlatelolco, los Anales de Juan Bautista, las Relaciones de Chimalpahin, entre otros. Joaquín García Icazbalceta advirtió su alta catadura dramática, y bien pudo escenificarse como auto sacramental en 1555 y 1556 ante los seis mil trabajadores de las grandes obras de reconstrucción de la ciudad de México dañada por la inundación de 1555, que, junto con sus mujeres e hijos, transmitieron la tradición de la historia que habían visto representada de las apariciones de Santa María de Guadalupe al indio Juan Diego en el Tepeyac. Sé que, aquí también, se trata de una posibilidad. Pero nos permite dar cuenta de la presencia de una tradición oral en la segunda mitad del siglo XVI, una tradición oral basada en un texto escrito.

El capítulo noveno estudia la “justificación teológica” del relato de las apariciones que hizo el padre Miguel Sánchez en su libro Imagen de la virgen María Madre de Dios de Guadalupe, de 1648, que tanto impacto tuvo en la sociedad criolla novohispana y que con su interpretación teológica bíblica apocalíptica le dio un impulso vital al patriotismo criollo, que comenzaron a estudiar Francisco de la Maza y David A. Brading. Como corolario de su evaluación del libro de Miguel Sánchez como derivado del Nican mopohua, Gisela von Wobeser considera la tercera aparición de Sánchez como un agregado suyo para completar el número de cuatro y equiparar a Juan Diego con Moisés.

El capítulo final trata de las “Nuevas aportaciones a la mariofanía y su aceptación como hecho histórico”: “Luis Lasso de la Vega y la publicación de las fuentes en náhuatl”, “Mateo de la Cruz y el establecimiento de las fechas de las apariciones”; en 1660, el Origen milagroso de nuestro santuario de Nuestra Señora de Guadalupe de Luis Becerra Tanco; de 1666, “La construcción de la figura de Juan Diego por medio de las Informaciones de 1666”, y concluye con “Francisco de Florencia y su exaltación patriótica guadalupana”, de 1688. Todos aceptan ya la historia de las cuatro apariciones a Juan Diego y una más a Juan Bernardino.

Sólo he mencionado algunas de las riquezas del libro de Gisela von Wobeser. El lector encontrará muchas más. Este libro será un clásico, pero no cerrará futuras investigaciones, sino que las estimulará. Como dije, siempre deparará sorpresas la misteriosa imbricación del culto guadalupano en la historia de México.

1*Una primera versión de esta nota fue leída el 17 de marzo de 2022 en la presentación de Orígenes del culto a nuestra señora de Guadalupe de Gisela von Wobeser, con su participación y la de Xavier Noguez, Antonio Rubial y Manuel Ramos como moderador, en el Centro de Estudios de Historia de México, primero Condumex, después Carso, hoy Carlos Slim, versión virtual.

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