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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2022  Epub 13-Dez-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i3.4008 

Reseñas

Sobre Tomás Cornejo C., Ciudad de voces impresas: historia cultural de Santiago de Chile, 1880-1910

Diego Pulido Esteva1 

1El Colegio de México

Cornejo C., Tomás. Ciudad de voces impresas: historia cultural de Santiago de Chile, 1880-1910. México: Santiago de Chile: El Colegio de México, Biblioteca Nacional de Chile, 2019. 424p. ISBN: 978-607-628-258-8.


El 22 de octubre de 1896 Sara Bell fue envenenada y asfixiada por su amante, Luis Matta Pérez, un abogado pequeñoburgués de costumbres disolutas que se fugó gracias a la lenidad del sistema judicial. Conocido vulgarmente como el “crimen de la calle Fontecilla”, este incidente fue el vórtice en torno al cual se arremolinaron prácticamente todos los circuitos culturales de la capital chilena en el cambio del siglo XIX al XX. Así, este libro muestra cómo la gran prensa metropolitana y sensacionalista, la de corte satírico, la lírica popular, lo mismo que la literatura “de actualidad” y la dramática, actuaron como caja de resonancia de voces diversas y, en buena medida, fueron expresiones enfrentadas de un conflicto social y político que mantenía frescas, de manera irrecusable, las secuelas y fracturas de la guerra civil, acaecida un lustro antes del asesinato de Sara Bell y que, en un sentido también trágico, terminó con el suicidio del primer mandatario Balmaceda y la persecución de sus seguidores.

Son varios los aportes de este libro. Quisiera destacar el trato que Tomás Cornejo otorga a los significados políticos y la esfera pública, a los mercados y consumo del impreso y, finalmente, a la conflictividad sociocultural en una ciudad que experimentaba transformaciones importantes, mostrando la cartografía de la cultura escrita. A mi modo de ver, el tratamiento del espacio y la experiencia urbanos hace que este libro sea sumamente original. En el contexto historiográfico de América Latina, pudiera pensarse en las “biografías literarias” de algunas ciudades, a la manera que han hecho Beatriz Sarlo para Buenos Aires o Vicente Quirarte para la capital mexicana por medio de trabajos ceñidos, en lo fundamental, a expresiones de la “alta cultura” y con acercamientos de la historia intelectual. Es cierto que Tomás Cornejo resalta el franco proceso de cambio del Santiago de Chile finisecular para entender y asignar protagonismo a las percepciones y representaciones, pero a diferencia de acercamientos comparables, integra un repertorio de objetos culturales que hasta ahora solían estudiarse separada y monográficamente. En lugar de ocuparse de estos como si se tratase de estancos apartados y autónomos, el autor destaca, por un lado, fenómenos de mediación e intercambio entre la gran prensa metropolitana o moderna -con adelantos tecnológicos como la rotativa y el linotipo, la inclusión de publicidad, una ligereza informativa y la separación entre el redactor y el reportero-, y por el otro, las publicaciones satíricas y plebeyas -de impronta tradicional, la lira popular, y de rasgos más bien cosmopolitas, las de corte humorístico-. Para ello, el autor no solamente compara contenidos, formatos, estilos y tirajes mediante una rigurosa radiografía de la prensa periódica, sino que reconstruye la trayectoria de escritores-editores como Carlos Segundo Lathrop o Juan Rafael Allende, y de los puetas-impresores como Juan Bautista Peralta. Figuras como esta -dice el autor- “fungieron como mediadores entre la producción cultural impresa y quienes no contaban con competencias lectoras” (p. 136).

Ahora bien, los préstamos y apropiaciones informativas y gráficas no impiden al autor reconstruir y enfatizar fenómenos segregatorios en la urbe, lo mismo que sociabilidades con notorias distinciones de clase y género que diferenciaban, por ejemplo, la ópera, el género chico y las chinganas. Al hacerlo, muestra las tensiones cotidianas e, incluso, la irrupción violenta en la calle por medio de episodios de protesta pública y mítines, como el realizado por el Centro Social Obrero. El componente de clase resulta esencial y, en este sentido, se desplegaron verdaderos lances discursivos. De estos pudiera pensarse que el más desarrollado en otros acercamientos toca a la descalificación que las élites hacían de los sectores populares. Parapetadas en el honor, el pudor exacerbado y la obsesión de separar las esferas pública y privada, los sectores autoproclamados como decentes se vieron cáusticamente desafiados mediante el humor. En particular la literatura de cordel y la prensa satírica, predominantemente consumida por las clases trabajadoras, interpelaban y confrontaban los discursos elitistas. De hecho, capitalizaban los ataques como ningún otro género, pues revertían prácticamente cualquier embate y exhibían la moralina por medio de una “estética carnavalesca”, lo que permite a Cornejo reconstruir en clave bajtiniana “la función polémica de los ‘diarios chicos’” (p. 288).

Este aspecto nos lleva a destacar la densidad política que adquirió el crimen pasional. En primer lugar, el balmacedismo renacido en partidarios del liberalismo democrático se posicionó en órganos como La Lei y La Nueva República frente a El Ferrocarril o El Chileno, voceros de la oligarquía y del mundo de los negocios. Entre la moralización y el escándalo, se aprovechó “el crimen de Sara Bell” para denostar a la jeunesse dorée con la que se relacionó al victimario -un dandi, jugador y mujeriego- partícipe de la “bancarrota moral” atribuida a los partidarios del presidente Errázuriz. En una operación metonímica, la parte podrida se extendió al resto de la coalición liberal-conservadora, que pretendía detentar el buen gusto e impulsar la disciplina social. Así, los partidos políticos oligárquicos usaron el crimen ocurrido en 1896 para establecer sus diferencias, mientras que agrupaciones políticas de sectores medios y trabajadores calificados se valieron de este para participar del debate. Sin embargo, acaso los beneficiarios de esta confrontación fueron, con creces, los productores culturales que elevaron sus ventas al tiempo que ampliaron y diversificaron el universo de impresos.

Paralelamente, la esfera pública dio acceso a voces divergentes estampadas en publicaciones logoicónicas menos exclusivas. Volantes, hojas sueltas y gacetillas habían incorporado en su repertorio temático crímenes escandalosos. En tal sentido, la lira popular alcanzó a los sectores menos alfabetizados y animó prácticas de sociabilidad popular, pues las palabras impresas estaban destinadas al canto y a la declamación oral. En estos registros, Cornejo advierte el conflicto de clase en la denostación de Matta Pérez como “futre”, término que refería una representación infame y decadente de la “masculinidad oligárquica”. El populacho, encarnado en el arquetipo del “roto”, ridiculizó el afán de galantería y pulcritud de los futres. Sin embargo, los cuestionamientos de clase más serios exhibieron una serie de agravios. Por encima de todo, condenaron la reproducción de desigualdades sociales en la administración de justicia. Fue este un tópico ubicuo y machacado por los “versos de sensación”, que adaptaron a la lírica ciertos rasgos del periodismo como el carácter noticioso y la pretensión de verosimilitud o, abiertamente, versificaron información extraída de los diarios. Desde la mirada popular, entonces, ponderaban el doble rasero de la maquinaria judicial según la clase social: aprehensiones por sospecha y tortura para los pobres, e impunidad y favores para los ricos. Como expresa el autor, dieron “forma verbal a un sentimiento de creciente indignación, al tiempo que sirvieron de plataforma material o soporte del mismo para ser socializado” (p. 177). Dicho de otro modo, los poetas populares se valieron de un crimen específico y su desenlace para desaprobar un orden social, jurídico y político.

A estos agravios de hondo calado deben sumarse otras expresiones literarias que se caracterizaron, en gran medida, por su inmediatez y celeridad. Ni un año había pasado después del asesinato de Sara Bell, y circulaban cuatro libros referidos al caso. El mercado de libros y librerías -nunca vigoroso- tuvo un notorio dinamismo en el periodo, sumando desde luego la entrega al calce de los periódicos de la novela de folletín. El autor identifica que estos textos no eran estrictamente literarios, pero tampoco periodísticos. Por obsesiones de quien escribe estas notas, merece atención particular el libro testimonial escrito por el teniente encargado de investigar el caso. En contraste con la sugerente interpretación de Cornejo -que observa un precedente de la “novela detectivesca”-, pareciera que se trata, en cambio, de un claro ejemplo del “policía escritor”, destacando un perfil que compartía muy pocos rasgos con los rústicos gendarmes, y muchos más con la burocracia medianamente instruida, en contacto con métodos de identificación, así como con ciertos saberes criminológicos divulgados en revistas de policía.1 A pesar de esta ligera diferencia, coincido en que este género de testimonios se inscribe de lleno en aquello que el autor denomina “literatura de actualidad”. Cabe subrayar que ese testimonio resulta de singular interés para entender la venalidad del jefe inmediato y del juez, lo mismo que el carácter umbral de la labor del detective, por su contacto inmediato con una variedad de actores sociales, que van desde sirvientas, choferes y bohemios hasta profesionistas y damas de sociedad.

Ahora bien, la simultaneidad de las voces sólo puede entenderse a cabalidad tras una lectura íntegra, desde luego, pero esta deja al lector inmerso en espirales de fenómenos comunicativos. Acaso la mayor dificultad estriba en jerarquizar la multiplicidad de voces y géneros, pues si bien el crisol social del conflicto se revela en toda su riqueza, permanecen relativamente ambiguos los efectos en la práctica. Sin embargo, muestra conexiones por medio de productores (incluso empresarios) culturales. El multifacético Lathrop le permite atar varios cabos: activo escritor y editor, luego fundador de una publicación satírica que, a su vez, fue una respuesta elocuente a la censura impuesta por las autoridades a la obra de teatro que dedicó al caso Sara Bell. La complicación expositiva no es menor, porque el relato no puede evolucionar más allá de los límites impuestos por el “crimen de la calle Fontecilla”. Para entender “en funcionamiento” diversas expresiones culturales, explica diacrónicamente la evolución de los soportes impresos. En esencia, resulta grato y de interés leer este libro como una propuesta sólida para analizar y explicar la esfera pública en tanto “instancia de mediación entre el Estado y la sociedad civil” (p. 26). Los cruces e intercambios, como por ejemplo la apropiación y reproducción de noticias e imágenes, hacen de este un libro que complejiza fenómenos comunicativos, experiencias urbanas y conflictos socioculturales. Para terminar, las voces que circularon en el Santiago del novecientos lograron su estabilidad en la cultura escrita, que Cornejo va desbrozando como ondas concéntricas en torno a un caso. Cada onda precisó entretejer ejes vinculados, pero con agendas historiográficas propias: historia de la criminalidad y la justicia en menor medida y, con mucho mayor peso, historia de las representaciones, mediaciones, oralidad y escritura, imágenes e imaginarios y, en menor medida, de la recepción. Todo ello sin perder de vista problemas y perspectivas de la historia social.

1Para las prácticas de escritura en los agentes policiales de América del Sur, véase Diego A. Galeano y Marcos L. Bretas (eds.), Policías escritores, delitos impresos. Revistas policiales en América del Sur, La Plata, Teseo, 2016.

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