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Historia mexicana

versão On-line ISSN 2448-6531versão impressa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.71 no.1 Ciudad de México Jul./Set. 2021  Epub 02-Jul-2021

https://doi.org/10.24201/hm.v71i1.3897 

Reseñas

Sobre Nancy Farriss, Tongues of Fire. Language and Evangelization in Colonial Mexico

Rosalba Piazza1 

1Università di Catania

Farriss, Nancy. Tongues of Fire. Language and Evangelization in Colonial Mexico. Nueva York: Oxford University Press, 2018. 409p. ISBN: 978-019-088-410-9.


Para los apóstoles misioneros en las Indias Occidentales no se repitió el milagro de las lenguas de fuego que el día de Pentecostés cayeron sobre los primeros apóstoles del cristianismo, quienes recibieron así el don de los idiomas. Al contrario, después de haber intentado una muy imperfecta comunicación gestual y pictórica, los misioneros del Nuevo Mundo tuvieron que trabajar incansablemente para poder comunicar con el instrumento seguramente más apto para su misión, o sea, la palabra. En su más reciente libro Nancy Farriss nos acompaña en esta fascinante aventura y por medio de una amplia presentación de fuentes, a veces muy novedosas, a veces conocidas pero interrogadas con nuevas miradas y preguntas, nos permite acercarnos a los debates teóricos y a los pasos pragmáticos que constituyeron el importante proceso de acercamiento lingüístico (y cultural) entre Europa y el mundo indígena mesoamericano, hasta la casi perfecta, aunque poco común, apropiación de los idiomas indígenas por parte de unas personalidades excepcionales.

No es fácil, en el exiguo espacio de una reseña, presentar la riqueza de información y la profundidad de las argumentaciones de este magnífico trabajo. Las argumentaciones, que se hacen más transparentes en la cuarta y última parte del texto, acompañan, como es obvio, la información, amplia y erudita. Las múltiples implicaciones teóricas y la cosecha de datos y referencias se entrelazan, dando lugar a un libro que engancha al lector, gracias a la habilidad narrativa de Farriss (que ya hemos conocido en su inolvidable trabajo sobre los mayas yucatecos) y a su lectura de los documentos, atenta y profunda (pienso, por ejemplo, en el capítulo sobre los intérpretes, en el cual todos los que frecuentamos el material judicial podemos encontrar, ordenadas y argumentadas, las cosas que hemos confusamente intuido, junto con las agudas respuestas a algunos interrogantes a los que no siempre hemos sabido contestar).

Son muchos los temas que la autora enfrenta y organiza en un recuento muy agradable y convincente: la contingente elección del náhuatl como lengua franca, y su inadecuación en los lugares geográfica y culturalmente lejanos de México central (en la Nueva España todos conocían algo de náhuatl, pero sólo para indicar el camino o regatear el precio de una mula). El debate sobre si la única manera para derrocar las barreras lingüísticas sería enseñar a todos los súbditos indígenas la lengua española, o al contrario, el aprendizaje por parte de los misioneros de los idiomas locales. El peso de los conocimientos lingüísticos en la atribución de las doctrinas, con las competencias entre seculares y regulares, un tema ya adquirido por la historiografía, que la autora enriquece con nuevos insumos, llamando la atención sobre otra competencia, entre los peninsulares y los criollos, pues estos últimos habían aprendido el idioma indígena -por lo menos en su forma hablada (pero ¿no era la palabra hablada, y pronunciada correctamente, el elemento más importante de la predicación?), “mamándolo con la leche”- resultando por la misma razón poco aptos para el magisterio, ya que con la leche habían también mamado los vicios de la tierra.

Sugerentes, aunque demasiado sintéticas, son las referencias al contexto europeo, en especial cuando se subraya que la evangelización en el Nuevo Mundo coincidió, en el Viejo, con un serio desafío a la hegemonía del latín como idioma de la palabra de Dios. Una coincidencia en particular candente para España, que tuvo que enfrentar el reto de presentar dicha palabra a la población americana, con sus numerosísimos idiomas, y a los moriscos (de habla árabe) en la península. No es por casualidad, nota al margen Farriss, que el primer tratado sobre el arte de la traducción -De versione seu interpretatione de Juan Luis Vives- apareciera en España, en 1532 (p. 200). Desafortunadamente, sin embargo, normas editoriales poco generosas no permiten a las numerosas notas que acompañan el volumen (ocupando casi una cuarta parte) cumplir con su función, o sea, ampliar o completar la información contenida en el texto.

Farriss examina los problemas y las posibles soluciones que se presentan en la labor de la traducción, en especial tratándose de idiomas (y de culturas) infinitamente lejanas, acercando la mirada a la región de Oaxaca, sobre todo a sus idiomas mayoritarios, zapoteco y mixteco. Analiza la explosión de gramáticas, diccionarios, catequismos bilingües que rivalizaron, si no los superaron, con los que en ese momento se produjeron en Europa, al punto que gramáticas de lenguas indígenas americanas producidas por esta nueva ola de apóstoles aparecieron en imprenta antes que la mayoría de los textos similares en lenguas vernáculas europeas (p. 3). Lo anterior constituye un logro intelectual no superado en los anales de la lingüística que, considerando las condiciones materiales bajo las cuales los misioneros actuaron, se acerca a la cualidad milagrosa que las crónicas proclamaban (p. 84).

Elemento clave de este “milagro” fueron los colaboradores indígenas. A este hecho, conocido en sus términos generales, la autora dedica algunas de las páginas más interesantes y más novedosas. Para entender la originalidad de su mirada, podemos empezar refiriendo una afirmación que la autora pone al principio del capítulo titulado “Catequistas y catequismos”, que abre la parte tercera (“Los medios y el mensaje”):

La famosa condena esbozada por Robert Ricard de la “conquista espiritual” de México como, en última instancia, un fracaso por no haber creado una iglesia nativa, requiere alguna reserva. Es válida únicamente si limitamos la “iglesia nativa” al clero ordenado. Sin embargo, el rostro de la iglesia católica para los indios era, en un sentido más amplio, un rostro indio […]. Los indios fueron suboficiales en la conquista espiritual. Los europeos detentaban la autoridad última, pero la disciplina venía impuesta, la doctrina era impartida y la vida ritual de la Iglesia organizada y realizada por la élite indígena que se había encargado siempre de la vida local (pp. 141-142).

Esta importante afirmación se coloca en el trasfondo de una amplia reconstrucción del contexto sociocultural. Subrayando la fuerte separación entre la clase dirigente indígena y sus macehuales (que los misioneros, al contrario de la corona, quisieron reproducir, por ser más apta a su predicación), Farriss introduce el fascinante tema del papel de los “informantes” indígenas en el aprendizaje del idioma por parte de los misioneros y, especialmente, en la redacción de sus obras escritas. En la producción de estas grandes obras los indígenas (por supuesto de la clase dirigente) desempeñaron un papel muy activo, mucho más allá de procuradores de informaciones lingüísticas. Y, mucho más allá del Colegio de Santa Cruz en Tlatelolco, se trata del surgimiento de una intelligentsia indígena, de unos indios literatos capaces de utilizar la escritura de los conquistadores para sus propios fines (hasta la redacción de literatura devocional -por supuesto anatema para la jerarquía).

Otro tema que la autora enfrenta con la consueta combinación de atención filológica y soltura narrativa es el análisis de algunas obras significativas en el desarrollo de su recorrido, o sea, los catequismos y los sermonarios, en mixteco, pero especialmente en zapoteco, concluyendo que, al enfrentar los problemas de traducir, “estos experimentados misioneros expresaron una sofisticación conceptual sobre el complejo mecanismo de retroalimentación entre el lenguaje y el pensamiento, similar al que han discutido en detalle los lingüistas modernos” (p. 202).

En el trasfondo de la relación entre idioma y sociedad (Benjamin Whorf y Edward Sapir aparecen explícitamente citados) la autora coloca el iluminante apartado dedicado a la traducción de los términos (y de los conceptos, por supuesto) de cielo, infierno, diablo, pecado, dios. Una vez más, los que analizando los documentos de archivos nos topamos con estos términos, encontraremos insumo por arrobas.

Y, finalmente, un punto conclusivo, hacia el cual encauzan las reflexiones y las informaciones anteriores: la predicación no sólo tenía que ser comprensible lingüística y culturalmente, pues también -y especialmente- tenía que persuadir. A la par de los que, en nombre de la otredad de los indios, se inclinaban hacia una predicación austera y privada de ornamentos, otro grupo, que incluye a las mejores “lenguas” de México, optaba por una dirección opuesta, cultivando una retórica complicada, elegante y ornada, modelada sobre el estilo oratorio de los mismos naturales, que los lingüistas admiraban incondicionadamente, y del cual nos han dejado un cuerpo extenso de ejemplos (p. 257). Se trata, precisa Farriss (que en su reciente libro, Libama, nos ofrece una bella discusión alrededor del registro “alto” de la oratoria zapoteca), del estilo del discurso pan-mesoamericano, que los misioneros lingüistas, aun señalándolo en tiempos y lugares muy diferentes, no pudieron comprender en los términos de un mismo, generalizado fenómeno lingüístico, un estilo poético pan-mesoamericano -una tesis que hoy en día está adquiriendo más y más crédito.

Para concluir estas notas breves acerca de un texto poderoso, no podemos omitir subrayar una observación quizá obvia: atrás de este libro descansa, además de un apasionado estudio de un vasto acopio de textos y documentos de archivos, un trabajo de campo de muchos años, que ha permitido a Farriss la comprensión directa del vínculo, teorizado por los lingüistas, que entrelaza lengua y cultura. Y tal vez es casualidad, pero resulta agradable que en las páginas dedicada a fray Juan de Córdova -uno de los personajes que la autora parece apreciar de manera especial- aparezca la foto de la amiga y maestra de zapoteco, Juana Vásquez, que dialoga con el padre Pablo Merne, misionero de la Palabra Divina.

Con su mirada constantemente dirigida también al presente, la autora parece sugerirnos que la labor de aprendizaje de los idiomas indígenas no ha terminado. Muchos son los que siguen en el esfuerzo: no para superar barreras culturales (que no pueden ni deben desaparecer) ni para encontrar el perfecto equilibrio entre proprietas y perspicuitas (que constituye el sueño de todos los traductores); más bien para intercambiar ideas y experiencias. Para los misioneros lingüistas de antaño el desafío de la traducción era altísimo: implicaba la universalidad del cristianismo. Hoy en día, sea universalidad, sea cristianismo pueden tener un sentido distinto.

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