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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 n.4 Ciudad de México Apr./Jun. 2021  Epub May 04, 2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i4.3879 

Reseñas

Séverine Durin y Victoria Novelo (coords.), Entre minas y barrancas. El legado de Juan Luis Sariego a los estudios antropológicos

Luis Aboites Aguilar1 

1El Colegio de México

Durin, Séverine; Novelo, Victoria. Entre minas y barrancas. El legado de Juan Luis Sariego a los estudios antropológicos. México: Publicaciones de la Casa Chata, 2018. 224p. ISBN: 978-607-486-459-5.


Este libro destila una gran admiración intelectual y un amor profundo por Juan Luis Sariego Rodríguez, un antropólogo español radicado en México desde 1975 y fallecido en la ciudad de Chihuahua en marzo de 2016. Recoge los trabajos presentados por maestros, colegas y alumnos del antropólogo en un coloquio celebrado en Monterrey en 2017. Es un homenaje convertido en un emotivo y bien pensado libro en torno a la trayectoria de este singular personaje. Sariego hizo grandes aportaciones a la antropología mexicana y en general a las ciencias sociales y aun a la historiografía sobre México. Gran investigador y maestro, fue fundador de la Escuela de Antropología e Historia del Norte de México en 1990, junto con Margarita Urías y Augusto Urteaga, igualmente admirables y entrañables y por desgracia también ya fallecidos. Qué impresión: los tres fallecidos.

El libro se divide en cuatro partes, a saber: a) Antropología del trabajo, b) Antropología del norte de México, c) formador de antropólogos, y d) Juan Luis Sariego: biografía y obra. No obstante ser muy disparejas (la primera de 80 páginas, la última de apenas 24), las cuatro partes dan cuenta de la trayectoria europea, africana y americana de este nieto de minero asturiano e hijo de padre ingeniero de la misma compañía minera donde trabajó el abuelo. Sariego llegó a México casi predestinado a formar parte de una generación que hizo las veces de bisagra entre la vieja antropología, más bien indigenista (a lo sumo campesinista), y una antropología más diversa y abierta, interesada en la clase obrera, la industria, las ciudades y la vida urbana. Las aportaciones de la bisagra Sariego se leen a lo largo de los distintos trabajos de este libro, en especial en los escritos por la pluma de su gran amigo y colega Luis Reygadas, antropólogo chilango, durante un tiempo avecindado en la ciudad de Chihuahua.

Quizá por un interés mío mal disimulado, destaco el libro Enclaves mineros, publicado en 1988. Lo subrayo no sólo porque es el que más me gusta sino porque reúne las tres líneas principales de su labor de investigación y docencia: el trabajo, la minería y el norte de México. El controvertido concepto de enclave, bien situado por el trabajo del profesor Francisco Zapata incluido en el libro, fue una propuesta audaz, independientemente de que estemos de acuerdo o no con ella. Mostró bien la manera en que podía armarse un argumento y luego documentarlo mediante la discusión conceptual, la revisión de archivos y el intenso trabajo de campo (entrevistas, recorridos, cartografía). De paso, ese libro ofrece una periodización del siglo XX, con base en la secuencia enclave-desenclave, que se mantiene vigente. A mis alumnos les encanta leerlo y discutirlo. Cuántos hemos aprendido tanto de ese libro. Además, estudiar el norte en la década de 1980 no siendo norteño era algo por demás extraño. Si era extraño que los norteños lo estudiáramos, habrá que imaginar al antropólogo español recorriendo las polvorientas calles de Cananea y Nueva Rosita, las ciudades mineras que tan bien entendió. Con ese libro empezó su labor de cuestionar la creencia tan difundida de que este país es mero descendiente de Mesoamérica.

Cuando a mediados o fines de la década de 1990 tomó la decisión de estudiar la Sierra Tarahumara, Juan Luis pronto cayó en cuenta de algo que por lo general perdemos de vista. Que la Sierra era un mundo propio, singular, donde los linderos entre entidades federativas, en especial con Sonora, importaban poco. Tal vez los guerrilleros de la década de 1960 así lo entendieron. Los negocios, las rutas, las migraciones, los parentescos eran componentes de mucho mayor peso. También es de destacar su propósito peleonero con las ideas mesoamericanistas acerca de las muy mal llamadas (y quizá igualmente mal entendidas) comunidades indígenas. En la Sierra no había pueblos de indios sino caseríos dispersos de muy escasa densidad demográfica. Por ello, la organización política y cultural de los tarahumaras adquiría rasgos distintos. ¿Era una anomalía del modelo mesoamericano, o era más certero pensar, como hacía Juan Luis, que el país estaba formado por una diversidad que venía de muy antiguo? De allí la insistencia en lo que sus colegas Victoria Novelo y Séverine Durin llamaban la “antropología de las orillas”. Aunque por momentos parece que esas orillas se refieren más bien a un conflicto con el centralismo político-administrativo de la ciudad de México, en el fondo se trataba de la delicada cuestión de la identidad de país. Insisto, al grueso de los mexicanos nos sigue fascinando el pasado mesoamericano, mayas incluidos. El problema es que México es algo más que Mesoamérica. En la arqueología ese drama se ha vivido de manera quizá más vívida. La también fallecida Beatriz Braniff entendía de eso.

Sin pretenderlo, el antropólogo Sariego fue (es) también uno de los grandes historiadores del norte mexicano. Quién si no él podía hablar de la minería norteña desde la época colonial. Su propuesta de las tres fronteras mineras (colonial, de fines del siglo XIX y la reciente extractiva a gran escala) es más que sugerente. Asimismo, su mérito historiográfico se aprecia en el interés por la revisión de archivos, tanto para su trabajo sobre Cananea y Nueva Rosita como para el del indigenismo en la Tarahumara. Ese interés lo llevó al rescate de varios acervos valiosos, entre ellos el municipal de Uruachi, el del Centro Coordinador Indigenista de Guachochi y el de la fundidora de Ávalos, de la ASARCO. Su trabajo también incluyó una investigación sobre los invisibles jornaleros agrícolas, un tema que durante décadas fue efectivamente invisible.1 A Juan Luis el mundo del trabajo y de los trabajadores le llenaba el corazón, fueran indígenas o no indígenas, mineros o no mineros, norteños o no norteños.

Permítaseme un dislate personal. Quiero pensar que fui amigo de Juan Luis. Así entiendo la fortuna que tuve de estar cerca de él en varios momentos importantes de su vida. Aquí me detengo en tres. El primero, de 1981, fue cuando Shoko Doode (qepd), entrañable lideresa del sindicato del entonces nuevecito CIESAS, me asignó como chalán de Juan Luis para ayudarlo a elaborar la propuesta sindical de tabulador académico. Era parte del tenso conflicto con el director Henrique González Casanova, un personaje que merece un lugar destacado en la historia del CIESAS. Era un placer escuchar sus razonamientos, enriquecidos por su sabiduría sobre el sindicalismo de México y de otros países. El tabulador que elaboró Juan Luis finalmente se aprobó y se adoptó. Ignoro si continúa vigente. El segundo momento ocurrió en 1988, cuando recién desembarcaba en el norte de México, buscando salvarse del atolladero que le ponía la vida luego de un dolido episodio. Se estableció en la ciudad de Chihuahua, en un pequeño departamento ubicado justo al norte del canal del Chuvíscar, muy cerca de la avenida Independencia. Me acuerdo que por el calorón guardaba las naranjas en el refrigerador para hacer jugo frío. Años después, a principios de 2016, él mismo no recordaba esa práctica suya. El tercer momento ocurrió justamente en enero de 2016, dos meses antes de su fallecimiento, en un hospital de la ciudad de Chihuahua. Lori, su adorada mujer, aprovechó mi visita para ir a hacer el súper. Iban de salida del hospital. “No hay nada en la casa. Quédate platicando con Luis, no me tardo”, le dijo a Juan Luis, quien aceptó a regañadientes. “Pero no te tardes.” En ese breve lapso, fiel a su costumbre, no dejó de hablar. Me contó del amor profundo por su hija y por Lori. También expuso opiniones sobre la minería extractiva y sobre los muy abusivos e ingratos empresarios canadienses, puntualmente respaldados por su gobierno. No dejaba de cuestionarla, pero al mismo tiempo no perdía de vista los empleos que brindaba a una población mexicana empobrecida, desamparada, sin lugar en el mundo. De paso descalificaba a Carlos Slim como empresario minero. “No entiende mucho.” También me contó algo de sus planes de trabajo. No tenía pensado morirse.

La lectura del libro reseñado muestra que uno de los atributos más potentes de Juan Luis fue no tenerle miedo a la aventura, al riesgo, a jugársela y por todo ello acabar siendo pionero, promotor y aun explorador. Vivir de muy joven dos años en Chad o mudarse a Chihuahua, a vivir los últimos 27 años de su vida, fueron apuestas arriesgadas y valerosas. ¿A quién se le podía ocurrir abrir una escuela de antropología en semejante páramo académico, intelectual, cultural que era Chihuahua en esa época? Me acuerdo de su capacidad para preparar sus clases, hacer investigación y dirigir varias tesis, y al mismo tiempo asegurar el buen funcionamiento de la escuela, entonces ubicada en una pequeña casa cercana al palacio de gobierno de la capital estatal.

En suma, Entre minas y barrancas es apenas un vistazo a la larga e intensa trayectoria intelectual de Juan Luis Sariego. Ojalá lo lean muchos que no sabían nada o muy poco de él, y que luego de hacerlo se asomen a sus libros y demás trabajos. Seguramente acabarán concluyendo que es una verdadera pena perder a personas tan talentosas en plena vida activa. Pero al mismo tiempo podrán reparar en la fortuna que muchos tuvimos de conocerlo y ser beneficiarios de su sabiduría y generosidad.

1María Isabel Ortega Vélez, Pedro Alejandro Castañeda Pacheco y Juan Luis Sariego Rodríguez (coords.), Los jornaleros agrícolas, invisibles productores de riqueza. Nuevos procesos migratorios en el noroeste de México, Hermosillo, Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, Plaza y Valdés, Fundación Ford, 2007.

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