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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2021  Epub Feb 19, 2021

https://doi.org/10.24201/hm.v70i3.3832 

Reseñas

Sobre Antonio Saborit, El virrey y el capellán. Revilla Gigedo, Alzate y el censo de 1790

Mauricio Tenorio Trillo1 

1University of Chicago

Saborit, Antonio. El virrey y el capellán. Revilla Gigedo, Alzate y el censo de 1790. México: Cal y Arena, 2018. 427p. ISBN: 978-607-856-400-2.


En El virrey y el capellán se amalgaman tres libros: uno hace la biopsia del tejido de la Ilustración en tierras novohispanas examinando el debate (1790-1792) entre el capellán ilustrado José Antonio Alzate y Ramírez y el entonces nuevo virrey de la Nueva España, el cubano Juan Vicente Güemes Pacheco de Padilla Horcasitas y Aguayo, segundo Conde de Revilla Gigedo -de los virreyes, el mejor tratado por la historiografía liberal mexicana del siglo XIX-. El contencioso rezaba sobre la demografía de la ciudad de México. Pero fueron tantas y tan variadas las penas de seso del capellán, que Saborit, de una pincelada, lo captura así, pleno de bravura y melancolía: “qué pequeño aparece el capellán en lo alto el cerro de Chapultepec. Pequeño y aislado en más de un sentido. Ante su ciudad, allá abajo. Enfrente. Tal vez ante él mismo, escritor gacetero, humanista de segundo orden, pobre naturalista, lirico alarife incorruptible abogado del diablo” (p. 162).

Un segundo libro en El virrey y el capellán es el inventario -sabrosamente comentado, lleno de anécdotas coloridas- del pensamiento ilustrado novohispano de fines del siglo XVIII; inventario levantado a partir de Alzate y su empresa más querida, a saber, la Gazeta de Literatura. Saborit repara y analiza los muchos temas y las incontables pistas intelectuales que le preocupaban, le molestaban, le incumbían y que difundía este “gacetero” de Anáhuac. Así, leer El virrey y el capellán es repasar la Gazeta de la mano de Saborit, un conocedor de las cosas oscuras y los deslindes que tanto entretenían a los sabios del siglo XVIII. Porque el Alzate de Saborit es el que descubre que, mientras más estudia la naturaleza, más conoce la “grandeza de su autor”, “Dios quiere que los hombres se dediquen á este estudio; y así los que lo vituperan, resisten á su voluntad” (p. 145).

Finalmente diviso otro libro, uno que reza no sobre el debate Alzate-Revilla Gigedo, sino sobre los ecos locales y globales del “debatiendo” al que perteneció esa querella novohispana sobre el censo de los habitantes de la ciudad de México. Es aquí donde dos cosas parecen claras: los ecos mundiales de todo lo discutido y las estrategias aceptadas para debatir entre no iguales, entre un virrey y un capellán, cortesano, si los hubo, y víctima de los rituales que él mismo utilizó para dar palos al enemigo.

Cada uno de los libros de El virrey y el capellán es a cual más de afortunado, clarividente y disfrutable. Si algún pero pongo al volumen es el zurcido de los tres libros. A ratos pareciera que cada uno de los tres libros hubiera sido desencuadernado, trozos de uno y de otro intercalados sin mucha consideración al amarchantado lector que, ya encarrilado en uno, se ve sumergido en otro que, no bien calienta motores, da lugar a retazos de sus libros hermanos. Pero de haber, hay tanto en El virrey y el capellán que lo sabio es cooperar con su estructura, tomar notas de aquí y de allá, que ante tanta pista y erudición, ¿para qué pedir tregua? Eso sí, bien zurcido el volumen de Saborit hubiera dado para un libro apetecible más allá de los torcidos gustos del gremio. Lástima, porque aquí y allá Saborit relata cuentos interesantísimos y lanza ideas provocadoras, pero el libro está escrito con un ritmo apto para expertos.

“¿Pero cómo ha de estimarse muerta la actividad científica de[l] periodo [el siglo XVIII]…?”, escribió don Marcelino Menéndez y Pelayo a raíz de la polémica suscitada por su La ciencia española (segunda edición 1888). Fue en el siglo XVIII, decía Menéndez y Pelayo, cuando “penetraron sucesivamente en España todas las doctrinas extranjeras, buenas o malas, útiles o dañosas”, cuando se cultivó en español “la doctrina cartesiana, combinada con reminiscencias de Vives, Gómez Pereira y otros filósofos ibéricos”, cuando reinó en “los sistemas peninsulares, el apoyo, siempre condicional, del P. Feijóo, y el más decidido de Hervás y Panduro y Forner, y el fácil y rastrero sensualismo de Locke y Condillac deslumbró las clarísimas inteligencias de los padres Andrés y Eximeno”. En fin, una era “por nosotros poco estudiada, y aun puesta en menosprecio y olvido”. En efecto, no sólo en la península, sino en el conjunto de la Monarquía Católica, la república de letrados urbanos vivió su siglo XVIII como el que más. Saborit se mete de lleno en los entreveros de esta peculiar Ilustración y lo hace a nivel de cancha, en la capital del reino de la Nueva España -ciudad que en El virrey y el capellán deviene en algo más que escenario del debate: es protagonista de la trama.

Según cuenta Saborit, en su muy suyo y muy atrás illo tempore, Ruggiero Romano y Roberto Moreno de los Arcos lo alentaron a estudiar el largo intercambio epistolar entre el segundo Conde de Revilla Gigedo y Alzate. He ahí los remotos orígenes de El virrey y el capellán. El debate sugerido por Romano y Moreno de los Arcos es en verdad revelador porque ambos contendientes, Revilla Gigedo y Alzate, compartían el impulso ilustrado, pero de distintas maneras. Revilla Gigedo llegó a la Nueva España con ideas modernas, empeñado en reorganizar el reino, en efectuar un censo para tomar decisiones fiscales, políticas, de poblamiento y de desarrollo agrícola y minero. No fue un retrógrado, al contrario; fue un espécimen de raza del pensamiento modernizador borbón. Y Alzate era capellán, pero también hijo intelectual del benedictino Benito Jerónimo Feijoo, participe de la Ilustración hispánica, si los ha habido. A Alzate nada de lo humano y de la naturaleza le era ajeno; estudió y tradujo textos relacionados con innumerables temas de historia natural, astronomía, climatología, religión, política, estadísticas, administración, entomología, historia… Y lo venía haciendo desde hacía tiempo mediante su irrefrenable empeño de discusión y difusión de ideas, la Gazeta de Literatura. En fin, cuando dos gallos de este plumaje -Alzate y Revilla Gigedo- se sacan las navajas, hay que observar con cuidado porque lo que está en juego no es lo debatido (en principio, el número de habitantes y la importancia de la ciudad de México vs. la población e importancia de Madrid), sino los hábitos del debatiente.

La crítica es lo que, por doquier, caracterizaba el nuevo horizonte intelectual del siglo XVIII. ¿Cómo se vivieron los límites, morales, sociales, científicos, de la crítica en la Nueva España? Esto es lo que Saborit explora, y no tanto la veracidad de la cifra del censo ordenado por Revilla Gigedo (112 000 almas) o la del ingenioso cálculo de Alzate (poco más de 200000, comparadas con las aproximadamente 150000 de Madrid). Por supuesto, lo que estaba en juego para ambos era, por un lado, el peso cultural y político de México en el mundo entonces conocido vs. el centralismo peninsular; por otro, los códigos de honor, autoridad y poder entre un virrey y un simple capellán -cortesano, que más no hubo (el hombre aspiraba a ser el cronista oficial de la capital del Reino de la Nueva España)- en una sociedad urbana que no por “moderna” era menos respetuosa de las jerarquías y el orden. Honor y ciencia, de suyo juntos y pegados, eran cosa aún más complicada en la ninguneada ciudad de México. Saborit transcribe la pregunta del capellán: “¿es lo mismo tener que asistir a una Academia á oir la explicación de las proposiciones más difíciles, á tener que hacer los oficios de Maestro y Discípulo á un mismo tiempo, sin contextar más que con los muertos (que á ratos no esto es posible por la escasez de buenas obras) y sin más instrumentos y máquina que las que presentan las Estampas?” (p. 85).

En cuanto a la querella, la cosa comenzó, explica Saborit, por el encargo del virrey al editor de la Gazeta de Literatura. Quería un informe de la producción de seda silvestre en México, y quién mejor que el capellán editor de la Gazeta, que llevaba años disertando sobre uno y mil temas de historia natural. El capellán produjo una “Memoria” sobre la seda, y luego largó, cual arbitrista del siglo XVII, una “Memoria” tras otra, una carta tras otra, sobre la manera de hacer el censo en la ciudad de México que el virrey había ordenado. “El género predilecto de Alzate”, sostiene Saborit, “era el de la Memoria, especie de inventario, exposición de hechos y estudios pormenorizados”. De Saborit, logofílico contumaz, me hubiera gustado más al respecto; ¿de quién si no del profesor Saborit nos ha de venir la explicación de cómo fue que del viejo género de las “Memorias” al estilo de los arbitristas del xvi fue surgiendo el género ilustrado por excelencia en la modernidad hispánica, a saber, el ensayo? Como explica Saborit, Alzate era gran lector del padre Feijoo, el cual, junto con Jovellanos, dejó atrás las “Memorias” para pensar en ensayos. Alzate parece estar muy avanzado en los contenidos, pero amarrado a la vieja forma de “Memorias”. ¿Por qué?

Revilla Gigedo ordenó un censo de acuerdo a la formación de padrones generales de los pueblos -a la usanza del Conde de Aranda y del Conde de Floridablanca-. Pero Alzate entró al debate con una imaginación técnica y cultural envidiable. En carta tras carta al virrey, el capellán reparó en las dificultades que ofrecía el cálculo del censo. Incluso, llegó a sugerir maneras prácticas de llevar a cabo las encuestas a nivel de casa por casa. Utilizó las estadísticas de defunciones, más confiables que las de nacimiento, aventurando inteligentes posibles escenarios. Sobre todo, reparó en las estadísticas de entrada de comida en las garitas, para tratar de elaborar una proporción fiable entre el consumo de alimentos y el posible número de habitantes. ¿A cuántas almas corresponden, por ejemplo, 2 000 de toro u 80 000 docenas de patos? Así, como muestra Saborit, Alzate largó varias hipótesis socioculturales: los citadinos eran pobres, pero bien comidos, por lo que no podía asumirse un muy bajo consumo ni uno muy alto; los citadinos, de largo, sospechaban de cualquier enviado real que preguntara cualquier cosa, por tanto, no podía confiarse en las respuestas a los encuestadores, a menos que se hiciera por secciones y siguiendo técnicas casi etnográficas.

Alzate insistió innumerables veces sobre la precisión de su cálculo de poco más de 200 000 almas. Revilla Gigedo no podía aceptar que México tuviera más habitantes que Madrid y que un capellán le mareara la perdiz. Para Alzate no era sólo una cuestión de números; era cosa de honor, ciencia y país, como reza la carta de Alzate transcrita por Saborit: “si Vm. no tuviese lagañas […] vería que México es una de las Ciudades principales del Orbe; vería que la Literatura no se halla tan atrasada, porque tanto Libro que se conduce, como consta en las Gazetas, diez ó más Librerías ¿á quién surten? ¿A los Apaches ó Kalmucos?” (p. 57). Como cualquier intelectual periférico, Alzate resentía no sólo el ninguneo de su intelecto sino el de su mundo.

Como estudio de la querella entre Alzate y Revilla Gigedo, El virrey y el capellán añade al detallado estudio de Manuel Miño Grijalva (basado en el consabido debate) -Consumo y población. La ciudad de México en 1790, 2001-, un cuidadoso examen de los tonos y reverberaciones culturales de las maneras de debatir. Y en este nivel, las estadísticas son lo de menos, lo de más son los rituales retóricos. Revilla Gigedo reclutó la ayuda de varias autoridades locales para recabar los datos que le permitieran rebatir las tesis de Alzate, creando así un archivo interesantísimo sobre producción y consumo de alimentos, defunciones y nacimientos -“quedaron como un códice extraviado entre los papeles de la secretaría de cámara” (p. 404), dice Saborit. Los datos, es claro, apoyan la tesis de Alzate, pero el virrey encuentra en la retórica de Alzate un detalle menor: la falta de honorabilidad en su trato del Duque de Almodóvar (Pedro de Góngora y Luján), un reconocido diplomático e historiador del siglo XVIII español. Estas faltas se pagaban caro en los rituales retóricos del siglo XVIII, y la ciencia entonces, como hoy, era también un ritual retórico. Con el seudónimo de Eduardo Malo de Luque, el Duque de Almodóvar había traducido la Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes de Guillaume-Thomas Raynal. En sus escritos y cartas, Alzate le enmienda la plana al duque y revela su verdadera identidad. Con eso bastó. Una y otra vez el virrey señaló la falta de respeto y de honorabilidad de Alzate; no le había dado su lugar al duque y había revelado su verdadera identidad -que, de cualquier forma, era bien conocida en las academias y círculos letrados-. En el debatiendo del siglo XVIII, estos giros eran más que cualquier verdad empírica. Escudado en cosa aparentemente tan menor, Revilla Gigedo ninguneó una y otra vez los argumentos del capellán. Pero, como hace ver Saborit, no eran cosas menores. Estos ritos eran vitales, el propio Alzate había hecho uso de iguales trucos para tratar de procesar ante el Tribunal de la Santa Inquisición a uno de sus muchos enemigos locales: Bernardo Bonavía, corregidor de la ciudad e intendente de la provincia de México. Alzate se defendió como pudo de las acusaciones del virrey; en carta al virrey (1792), escribió: “[…]debemos imitar a los Literatos quando se manejan asuntos de Literatura, y a los cortesanos quando tengamos que asistir a la corte: supuesto que la razón es la que rige en estas materias”.

Alzate, claro, perdió la partida. Pero muy pronto, en 1794, después de cinco años de gobierno, el segundo Conde de Revilla Gigedo se vio obligado a regresar a Madrid para enfrentar los cargos del Ayuntamiento de la Ciudad de México. Sus reformas modernizadoras y su lucha contra la corrupción local le produjeron muchos enemigos, y la llegada de Manuel Godoy como el fuerte del reinado de Carlos IV acabaron con el esfuerzo ilustrado de Revilla Gigedo. En efecto, el capellán y el virrey fueron verdugos y víctimas de la misma cultura cortesana.

Pero el libro de Saborit hay que leerlo por algo más que el debate mismo. Esperan al lector apasionantes, si desconectados, detalles de los trabajos científicos del capellán en su contexto mundial. Desde las consideraciones de Alzate sobre los entreveres entre Jefferson y Paine (acerca de maderas y árboles), hasta las traducciones que hizo Alzate (del francés) de Benjamin Franklin; desde Gogol y su idea de la población “como blanco del dominio del Estado” (p. 314), hasta una mirada a J. G. Frazer y su visión de la repugnancia judía a los censos en tiempos de David -el “pecado del empadronamiento” (Frazer, citado en p. 286)-. “Problemas así”, dice Saborit, “eran la vida diaria de Alzate. Él mismo se encargaba de urdirlos, como cuando se puso a considerar la manera de impedir que el cable de malacate empleado en una mina no pesara más que la bota llena de agua del mismo […] También, no se olvide, lo movían las tareas de Philopatrio: el provecho de lo inmediato para mayor beneficio de todos” (pp. 156-157). En el propio debate con el virrey, afirma Saborit, Alzate urdía los polos opuestos para que la crítica moderna fuera posible: “En fin, el padrón y sus errores: hasta se diría que en realidad como que estaban haciendo falta. ‘Es necesario que el diablo exista para que el agua bendita pueda ser bendita’ ” (p. 319).

Hay, pues, mucho en estas poco más de 400 páginas (más bibliografía). Pero hay que tener buenas asentaderas, paciencia, cuaderno y lápiz. Porque, en medio de tanto desprendimiento intelectual, aquí hay una imaginación histórica que reconstruye e intuye de manera innovadora, compleja y erudita, sin perder nunca del todo el instinto narrador.

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