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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.70 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2020  Epub Aug 28, 2020

https://doi.org/10.24201/hm.v70i1.3787 

Reseñas

Sobre Rainer María Matos Franco, Historia mínima de Rusia

Martín Baña1 

1Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de San Martín- CONICET

Matos Franco, Rainer María. Historia mínima de Rusia. México: El Colegio de México, Turner, 2017. 326p. ISBN: 978-607-628-206-9.


No es fácil encontrar estudios rigurosos y actualizados sobre la larga historia de Rusia que hayan sido publicados originalmente en castellano. Las obras de Geoffrey Hosking (2014), Paul Bushkovitch (2013) o incluso la clásica de Richard Lorenz y compañía (1975) intentaron narrar el pasado ruso desde la época de Kiev hasta nuestros días y se pueden leer en nuestro idioma. Pero son en verdad traducciones de textos publicados previamente en otras lenguas: inglés en los dos primeros casos; alemán en el segundo. El libro editado por El Colegio de México, Historia mínima de Rusia, del licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en Estudios de Rusia y Eurasia por la Universidad Europea de San Petersburgo, Rainer María Matos Franco, intenta salvar ese bache.

Con un tono de divulgación y una notable capacidad de síntesis -fundamental para este tipo de empresa-, el libro de Matos Franco propone un recorrido por la historia de Rusia intentado dar respuesta a tres interrogantes que sirven como guía de lectura de toda la obra: ¿por qué Rusia?, ¿quién es Rusia?, y ¿qué es Rusia? Si en la primera pregunta se rescata la importancia que todavía hoy sigue teniendo este país para entender la dinámica mundial, en las dos siguientes se concentra uno de los objetivos principales del libro: ayudar a ahuyentar los malos entendidos y el sentido común construidos en Occidente alrededor de esa alteridad cercana que parece haber sido Rusia a lo largo de los siglos. En las propias palabras de Matos Franco, el texto se ofrece como “ganzúa para facilitar la entrada” y aventurarse a “descifrar el logogrifo ruso” (p. 19) ya que la “incomprensión sobre Rusia” ha retornado en nuestros días “con renovadas fuerzas” (p. 16).

El libro entonces intenta dejar de lado los tradicionales estereotipos construidos alrededor del “alma rusa”, y su propuesta tiende a demostrar que no hay una sola Rusia. Cualquier historia de este país debe tener en cuenta a “todas las Rusias”, lo cual incluye a la amalgama de pueblos, etnias, creencias y costumbres distintas que habitaron históricamente ese espacio, como también al conjunto de pensamientos, decisiones y acciones de múltiples e innumerables sujetos. Por ello desfilan colonos griegos y tribus finesas o se le otorga el mismo espacio a los conflictos desarrollados en la frontera entre Rusia y México o a los avatares en territorios tan lejanos entre sí como Estonia y Mongolia. En última instancia, si hay algo que unifica a Rusia, además de su delimitación política y geográfica, es que se trata de una “idea” (p. 17). La estrategia narrativa diseñada para demostrar estas hipótesis se sostiene sobre un esquema atravesado por la historia política que sirve además para ordenar la aludida multiplicidad y orientar la lectura. En ese sentido, la trama del libro se construye mayormente por medio de las acciones desplegadas por las élites políticas. Sin embargo, el relato se detiene en algunos momentos fundamentales del pasado ruso, como la invasión mongola, la “época de los disturbios” y el cisma religioso, y en algunas instituciones claves, como la Ortodoxia y la servidumbre. Estas breves digresiones ayudan a comprender estos aspectos significativos sin por ello perder la fluidez argumentativa. Es destacable, por otra parte, que se le dedique un apartado al conflicto en Ucrania desatado en 2014, lo cual amplía el marco temporal hasta nuestro presente, práctica que no siempre suele desarrollarse cuando se escriben historias de este tipo.

Para lograr que el libro pueda ser recibido más allá de los muros universitarios, Matos Franco deja de lado el aparato crítico y recurre a un lenguaje claro y ameno, que es de gran ayuda para sopesar la rigidez en la que por momentos puede caer el relato político. En ese sentido, también desatacan dos aspectos: por un lado, la elección de una transliteración que se adapta al idioma español. Siempre que se escribe un libro sobre Rusia en castellano la escritura de las palabras rusas se vuelve un problema ya que no hay, como en otros idiomas, un acuerdo generalizado sobre cómo transliterar un vocabulario originalmente escrito con otro alfabeto. Uno de los logros del libro es que translitera los vocablos de un modo tal que es fiel a la pronunciación rusa. Así, por ejemplo, se deja de lado la “t” antes de la “ch” que provenía de las traducciones francesas y que en nuestro idioma carecía totalmente de sentido (por poner el caso más famoso: “Tchaikovsky”).

Por el otro, es muy inteligente y destacable la constante referencia a obras literarias para ejemplificar momentos o procesos de la historia rusa. De hecho el libro comienza con una larga cita del clásico de Nikolá Gógol, Las almas muertas. Es bien sabido el lugar clave que ocupó la literatura en la sociedad rusa de los siglos XIX y XX, ya que no sólo operaba como artefacto estético sino, sobre todo, como espacio para el debate y la proliferación de ideas filosóficas y políticas. En ese sentido, el lector puede profundizar en los aspectos desplegados en el libro a partir de las referencias literarias bien citadas, como sucede con Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoievski, para entender las reformas de Alejandro II, o con El caso Tuláyev, de Víctor Serge, para explorar las derivas de la represión estalinista contra las figuras prominentes del Partido Comunista. A veces incluso se mencionan otras obras artísticas, como las pinturas de Vasili Vereshchaguin, para reflejar la visión de los vencidos en las anexiones territoriales llevadas a cabo por el zarismo en el siglo XIX, o la Séptima Sinfonía de Dmitri Shostakóvich para rescatar la resistencia heroica de la ciudad de Leningrado al sitio durante la Segunda Guerra Mundial. Sin ser un objetivo principal del libro, queda claro sin embargo el destacado lugar que el arte adquirió en Rusia, el cual escapaba a la simple diversión o el placer estético.

Con todos sus aciertos, el libro no deja de tener algunas debilidades. Si el punto fuerte del texto es su apuesta por “descifrar a Rusia”, es también su costado frágil ya que cae por momentos en la misma trampa que denuncia. En varios pasajes las explicaciones se cierran alrededor del “misterio ruso” y de cierto esencialismo. Por ejemplo, cuando se explican las acciones de Iván IV, se recurre a argumentaciones tales como que era “un desequilibrado” (p. 63), actúa “de manera errática” (p. 64) o abdica “inexplicablemente” (p. 64). Por otra parte, varias veces se recurre al adjetivo de “curioso” para explicar, ya sea la participación electoral de los partidos socialistas (p. 189) o para caracterizar a la década de 1920 (p. 214). A su vez, al retomar la idea de Moscú como “Tercera Roma” el texto no puede escapar de cierta explicación esencialista (p. 113) al caracterizarla como la “base del mesianismo ruso”, descuidando el peso que la mirada del otro europeo tuvo en esa corriente. Hoy sabemos además que la concepción de la Tercera Roma apuntaba más bien a remarcar la conexión con Europa y no tanto su separación. Cierto esencialismo también se observa en la explicación de la victoria sobre Napoleón, la cual se concretaría gracias a la primacía de “lo ruso” (p. 109), en la adscripción geográfica de los orígenes del debate entre eslavófilos y occidentalistas (p. 137), o en la descripción del contenido de las formas musicales de Piotr Chaikovski, las cuales son “tradicionales” pero contienen temas “indudablemente rusos” (p. 135).

Una opción bastante común al momento de narrar la historia de Rusia es la de explicarla no por lo que fue o lo que tuvo sino por lo que no fue o no tuvo, es decir, por la negativa. El libro recurre varias veces a este tipo de explicaciones cuando, por ejemplo, acude a la “ausencia de liberalismo” para justificar la aparición de una intelligentsia radicalizada (p. 139). Es esa misma ausencia la que explicaría la presencia de un antiparlamentarismo generalizado dentro de la sociedad rusa, incluso observable “hasta hoy” (p. 185). Una cuestión similar sucede cuando se aborda el desarrollo del capitalismo en Rusia y su relativo atraso económico, elementos que se ligan a la ausencia de “condiciones laborales normales” (p. 123). En este sentido, una conexión más estrecha entre las variaciones internas de Rusia con las derivas del sistema mundial podría haber colaborado en explicaciones más complejas.

El escrito a veces se ve afectado por cierta ambigüedad conceptual o por el recurso a los anacronismos. Tal vez el ejemplo más notorio sea el del concepto de Estado, que se observa en el libro desde sus inicios (ya en la p. 23 se habla del “primer Estado ruso”) y hasta la actualidad, revelando una línea de continuidad poco fácil de sostener. Como han demostrado los trabajos de Claudio Ingerflom, entre otros, es muy difícil sustentar la idea de la presencia de un Estado para Rusia antes del siglo xx, sobre todo porque el propio concepto no existía. Más aún, el “Estado” zarista ruso nunca fue un absolutismo (pp. 61, 81, 98, 109) ya que la autocracia se fundaba sobre otras reglas y acciones. Algo similar sucede con la caracterización del Partido Socialista Revolucionario y del Partido Obrero Social Demócrata Ruso como herederos del populismo y del marxismo respectivamente. Hoy está demostrado que ambos eran marxistas y que esa caracterización alude más a la mitología bolchevique que a lo que sucedió en realidad.

Precisamente, un hecho clave dentro de la historia rusa, la Revolución de 1917, parece no poder escapar del corsé ideológico en el cual lo encerró el liberalismo. El relato le guarda al hecho un lugar destacado dentro de la trama. No sólo por su extensión (que junto con el siglo XIX abarca casi dos tercios del libro) sino también porque es el único proceso que cuenta con un balance historiográfico, como se incluye al final en la “Nota aclaratoria”. A pesar de mostrar muy claramente las operaciones ideológicas en las que han caído varias de las interpretaciones historiográficas, el propio abordaje de Historia mínima de Rusia no parece, en este caso, poder escapar de ellas. Por ejemplo, cuando se opta por continuar con el viejo esquema que dividía al proceso revolucionario en una Revolución de “febrero” (p. 198) y otra de “octubre” (p. 200), al tiempo que se busca caracterizar la toma del poder por los soviets como un “golpe de Estado” (p. 201) comandado por un Partido Bolchevique que aprovechó el “vacío de poder” (p. 200).

Objeciones al margen, se trata de un libro que aspira a convertirse en una referencia clara y concisa sobre los principales avatares que atravesó la historia rusa durante casi diez siglos. Y esto vale no sólo para los especialistas sino también para los no iniciados.

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