Antecedentes, ambigüedades y malentendidos
Aunque conserva su singular y público atractivo, la trayectoria de México por la Ginebra internacional de entreguerras ha merecido una atención eventual y selectiva de parte de los estudiosos, no obstante su evocación recurrente -y habitualmente desmesurada- de los episodios de política internacional más conocidos: ingreso tardío a la Sociedad de Naciones, Manchuria, Etiopía, España, Austria y Checoslovaquia (crisis de los Sudetes).1 Bien espaciados por décadas, algunos cuantos han ofrecido testimonios o apreciaciones históricas sobre la no invitación a México a la nueva organización internacional fraguada en Versalles y, finalmente, sobre su incorporación a la misma años después. Lo primero, escrito la mayoría de las veces en términos de condena e indignación, recalcando el desinterés expresado por el gobierno de Venustiano Carranza (1917-1920) por una organización que validaba la doctrina Monroe en su Pacto constitutivo (artículo 21);2 y lo segundo, prácticamente sin excepciones, con una voz triunfal y redimida, describiendo cómo las principales potencias societarias de la época -presentes en la Asamblea General de 1931- ofrecieron una disculpa pública a México y solicitaron su inmediata incorporación a la Sociedad de Naciones “como si hubiera sido invitado desde el origen”, dejándole -supuestamente- hacerlo con reservas formales al Pacto.3 Con cierta recurrencia, los especialistas en el estudio de las relaciones hispanomexicanas suelen exagerar igualmente el episodio, subrayando cómo los buenos oficios (cabildeo internacional) de la Segunda República española no facilitaron sino que condujeron de forma exclusiva y segura a su par internacional a Ginebra,4 algo que parecería confirmarlo la comida que España y el resto de naciones latinoamericanas ofrecerían a la delegación mexicana al día siguiente de su recibimiento formal.5 Así que, entre este tipo de versiones e interpretaciones breves y selectivas, ha cabido poca modestia al tener como propósito la exaltación de personajes políticos y diplomáticos, lo mismo que de sus decisiones: la primera, la del gobierno de Pascual Ortiz Rubio (1930-1932) de concluir con esta etapa poco prometedora de retraimiento y, posteriormente las correspondientes a las causas internacionales durante el periodo de gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). De allí, pues, la insistencia en el referido mea culpa frente a México de las potencias de Ginebra en el curso de la Asamblea de 1931 para determinar su ingreso,6 una ocasión ciertamente única -e igualmente anecdótica- en la historia de la Sociedad de Naciones.
En adelante, como ya hemos mencionado, la versión historiográfica dominante hace un recorrido breve, con atención exclusiva en lo político, que corresponde a la representación de Isidro Fabela en la Sociedad de Naciones y cuyas estaciones se llaman Manchuria (sin relación con el origen de la invasión japonesa en 1931), Etiopía (en realidad, el desenlace del conflicto),7 España, Austria y Checoslovaquia. Tales son los casos centrales de Cartas al presidente Cárdenas de Isidro Fabela,8 obra y fuente hegemónica de esa corriente exaltada en torno a justas y caballeros de la diplomacia mexicana, nada más y nada menos que el capítulo ejemplar y emblemático de una idea -con visos de escuela- de política exterior tradicional y acertada.9 El final o consumación es precisamente este, y episodios posteriores y presentes de la vida internacional de México habrán de ser medidos con ese gigante.
Pero este artículo está pensado solo para el comienzo de esta historia,10 del que se ha hecho también un episodio legendario que inicia desventajosamente con la decisión de exclusión, sobre la que considero debe reflexionarse seriamente por su carácter relevante de “primer capítulo” de una historia que seguiría una trayectoria irregular en comparación con la de la mayoría de miembros de esta organización.11 Me refiero, pues, a un mal comienzo que como tal exige un cuestionamiento y revisión que nos permita apreciar las principales motivaciones de una variedad de actores internacionales, el propio Carranza entre ellos, que determinaron una medida de marginación únicamente comparable a la decidida para las potencias derrotadas en la primera guerra mundial, quizá porque la revolución mexicana dio reiteradas muestras de una beligerancia en la sombra a favor de Alemania y sostuvo su amenaza a las inversiones extranjeras, principalmente en el sector petrolero, mediante las modificaciones constitucionales de 1917 y la sustracción del subsuelo del régimen de propiedad privada. Asimismo, creo pertinente y necesaria una interpretación menos desfavorecedora de este episodio de separación de la revolución mexicana del nuevo sistema internacional, donde la distancia de Ginebra podría tener cierto simbolismo y utilidad, si consideramos el retraimiento una ocasión útil para la planeación y reconfiguración de una política exterior prudente para salir de su aislamiento y distintiva al conseguirlo del todo, tal como me atrevo a sugerir ocurrió con la cancillería mexicana bajo la influencia de Genaro Estrada.
El agravio con motivo de la exclusión, es cierto, fue sorpresivo para la opinión pública y sociedad mexicanas pese a la tirante relación entre la revolución mexicana y las potencias que se dieron cita en París para finiquitar la derrota alemana y moldear la paz, y un renovado sistema internacional.12 Pero esto no fue así para el gobierno de Venustiano Carranza, que no contaba con el reconocimiento de las principales potencias aliadas13 y que se hallaba envuelto, decidida y persistentemente, en una empresa conspirativa contra Estados Unidos, la cual, interpretada como una defensa de la soberanía, no concluiría sino con la muerte del primer jefe constitucionalista. Asimismo, el curso violento e incesante de la revolución mexicana representaría un peso importante más, atribuible tanto a los cambios abruptos de gobierno por la lucha de facciones, como a la afectación efectiva o velada sobre personas, bienes e inversiones extranjeros, en particular de potencias aliadas como Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá.14 Sus representantes, como Edward L. Doheny, se harían cargo personalmente del asunto y no escatimarían tiempo ni esfuerzo en su labor de convencimiento en el escenario parisino de la Conferencia de Paz. La rebeldía revolucionaria mexicana y sus formas ofensivas,15 tanto en la política internacional carrancista (esbozada desde 1915 y condensada en 1918)16 como en la nueva Constitución de 1917, tampoco tenían nada de agradables ni tranquilizadoras, como este gobierno suponía podría serlo, para las potencias agraviadas en bienes e intereses, la expedición del reglamento de reclamaciones de diciembre de 1917.17 Finalmente, para molestia e inquietud de muchos más, sobrevivía en México una revolución que se decantaba así como nacionalista y que era por motu proprio peligrosamente contagiosa en una región latinoamericana que observaba los mismos problemas e impedimentos a su libre curso y que esa revolución parecía resolver; así miraban las cosas los potenciales revolucionarios que amenazaban la permanencia en el poder de un abanico multiforme de autocracias latinoamericanas oxigenadas materialmente por las mismas potencias mundiales.18 En esta circunstancia, Alberto J. Pani, a cargo de la representación mexicana en París,19 asistiría como observador oficioso a las sesiones públicas de la Conferencia de Paz e informaría detalladamente de su curso al propio Carranza, en especial del proyecto de Sociedad de Naciones y de su Pacto constitutivo.20
La primera posguerra y la revolución mexicana: la exclusión
Tras bambalinas, las potencias de París hablarían privadamente de México y del llamado “embrollo mexicano”,21 eufemismo anglófono, del que no dejaba de hacer eco Francia,22 para hablar de una revolución que se hacía necesario controlar y limitar a su espacio de desarrollo, algo equivalente a aislarla para poder ocuparse de ella.23 ¿De qué forma? La propuesta más extrema sobre la mesa sería la de la diplomacia británica y consistía en desmantelarla hasta su estructura estatal y colocarla en calidad de dominio bajo su tutela,24 aprovechando el nuevo sistema de mandatos que coordinaría la Sociedad de Naciones.25 Esto era algo más, incluso, que la intervención binacional sugerida todavía a principios de 1919, como un eco de la “espera vigilante” de Wilson,26 por el representante estadounidense en México al británico, apenas encargado del archivo, pero escuchado por el Foreign Office como si se tratara de un ministro.27 Aunque inviable, el tema quedaba allí junto con el resto de problemas especiales que eventualmente habrían de resolverse en el curso de estas sesiones privadas y cuyo desenlace habría sido de enorme interés para el nutrido grupo de cabilderos internacionales que también se hallaban entonces en París, entre ellos Edward L. Doheny, de la estadounidense Huasteca Petroleum Company y cabeza de la National Association for the Protection of American Rights in Mexico, punta de lanza de la poderoso industria petrolera cuyos derechos de propiedad habían sido directamente amenazados por el precepto patrimonial que por la Constitución de 1917 consideraba el subsuelo propiedad de la nación; su intención era presionar ante las principales potencias de Versalles para impedir, cuando menos, el reconocimiento del gobierno de Carranza que podía darse implícitamente en una invitación como nación neutral a suscribir el Tratado de Paz e ingresar a la Sociedad de Naciones.28 Asimismo, la diplomacia británica obtendría información reservada del servicio militar de inteligencia estadounidense relacionada con Pani y el seguimiento de que era objeto, así como del supuesto cabildeo que en París llevaba a cabo por Francisco León de la Barra en representación de los “reaccionarios”. Esta documentación filtrada registraba igualmente la esperanza de un sector de la sociedad mexicana en el eventual reconocimiento internacional al movimiento revolucionario dirigido por Félix Díaz.29 También el primer ministro canadiense, Robert Borden, abogaría ante el gobierno británico por una intervención en México antes de que las potencias quedaran atadas de manos con la puesta en marcha de la Sociedad de Naciones en razón del estado de anarquía existente y el riesgo de sus inversiones en compañías eléctricas y trenes.30 En general, la diplomacia británica reflejaba en su postura y acciones la preocupación por los intereses imperiales en riesgo, a su ver débilmente defendidos por el gobierno estadounidense, al que se había confiado tal responsabilidad en reconocimiento de su ascendiente continental.31 Los problemas y presiones por motivos materiales y económicos fueron sin duda importantes aunque no determinantes de la exclusión de acuerdo con el propio Pani, si bien no dejaron de representar un coro en favor de la represalia contra la revolución mexicana liderada por Carranza.32 A finales de julio de 1919, desde París, Cándido Aguilar le informaba al presidente mexicano, quien además era su suegro, del acuerdo entre Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos de dejar a esta última potencia, por respeto a la Doctrina Monroe, dirigir
Una nota al gobierno mexicano invitándolo a que se nombre una comisión mixta para fijar las cantidades que México debe pagar por daños causados por la revolución, y en caso de que México no acepte el plazo y gestiones del representante de las tres potencias obligarán a México por medio de la fuerza a cumplir sus deberes internacionales.33
Carranza simplemente instruyó a Pani de informar al gobierno francés, por no reconocer la planteada intermediación estadounidense de un grupo de naciones, que no habría problema en integrar tal comisión mixta según lo previsto en noviembre de 1917.34 El tema no volvió a tocarse en París.
El principal problema en torno a México tenía que ver con la trayectoria conspirativa antiestadounidense del propio Carranza, emprendida hacia 1915 y profundizada a partir de 1917, aprovechando relaciones con minorías étnicas -de color y mexicanas- propensas a la rebelión interna en los estados fronterizos, y profundizada de la mano de servicios de espionaje y agentes comerciales y diplomáticos de potencias en expansión (Japón) y enemigas encubiertas (Alemania) de Estados Unidos en el marco de la gran guerra.35 Las conclusiones a las que hace apenas diez años llegó Friedrich E. Schuler a este respecto han terminado por desplazar la idea de que todo se había tratado por completo de un estratégico y magistral bluff de Carranza que no habría podido ir más allá;36 lo mismo que aquellas versiones victimistas que apuntaban a una injusta y desagradable marginación de México de la sociedad de naciones pacíficas y civilizadas. Para los servicios de inteligencia angloestadounidenses, como cuidadosamente demuestra Schuler, Carranza y algunos de sus representantes en el exterior a los que no se perdía de vista (Cándido Aguilar e Isidro Fabela, los de mayor confianza del jefe revolucionario) ampliarían el espectro de conspiración exterior a Sudamérica y Europa como reacción a viejos resentimientos, tales como la pérdida de territorio en el siglo pasado, y a los recientes y sugerentes sucesos relacionados con Tampico, Veracruz y la expedición punitiva. Por si fuera poco, Carranza seguiría adelante en sus preparativos de abastecimiento militar (equipo e industria) y en su campaña antiestadounidense a lo largo de una Conferencia de Paz que pretendía colapsara y confrontara a alemanes, japoneses e italianos contra la principal potencia americana.37 Con la intención específica de debilitar el principal proyecto internacional de Wilson, la Sociedad o Liga de las Naciones, el propio Carranza no solo buscó erosionar insistentemente su figura y pertinencia entre las naciones latinoamericanas con advertencias sobre el lugar de la Doctrina Monroe en el proyecto, sino que esbozó y ganó adeptos europeos y americanos38 para montar, nada más y nada menos, que una competitiva Liga Latina.39 “El verdadero líder de esta campaña -precisa Schuler- siguió siendo el presidente Carranza […]”.40Todo terminó precipitadamente en la primera mitad de 1920, apenas tres meses después de inaugurada la Sociedad de Naciones:
Durante la noche, el actor más entusiasta en la alianza antiestadounidense, Venustiano Carranza fue arrancado del escenario de la historia. En abril de 1920, fue asesinado en respuesta a la imposición de un sucesor presidencial escogido por él. La cooperación multinacional contra los Estados Unidos había experimentado una fuerte sacudida. Y sin embargo, ni la red ni la cooperación colapsaron.41
En México, Carranza jamás cambió su opinión respecto de la Sociedad de Naciones.42
Haciendo un buen uso de las conclusiones de Schuler, quien no se ocupa particularmente de la exclusión de México de la Sociedad de Naciones, ¿no había el propio Carranza tomado esta decisión y actuado con este particular propósito como parte de su estrategia de descrédito a la obra internacional de los enemigos de la revolución mexicana? Tan pronto fue esbozada la futura organización y su Pacto constitutivo, Carranza hizo declaraciones43 a lo largo de 1919 que en compañía de sus actos subversivos representaban un rechazo claro a la paz en desarrollo y a la propia derrota de Alemania, su principal referente de rechazo a las potencias anglosajonas. Con motivo de las representaciones estadounidenses por la desaparición del súbdito inglés William Benton:
La doctrina Monroe constituye un protectorado arbitrario, impuesto sobre los pueblos que no lo han solicitado ni tampoco lo necesitan. La doctrina de Monroe no es recíproca y por consiguiente es injusta. Si se cree necesario aplicarla a las repúblicas hispanoamericanas podía aplicarse igualmente al mundo entero. Se trata de una especie de tutela sobre la América española que no debiera existir bajo ninguna excusa. El presidente Wilson se expresó en el mismo sentido que yo cuando recibió a los periodistas mexicanos. Podrían enumerarse los casos en que la aplicación de la doctrina Monroe ha causado dificultades en las repúblicas hispanoamericanas. Estamos en el caso análogo a alguien que se le ofreciera un favor y lo rechazara, pero a pesar de esto se le impusiera la aceptación de ese favor, que no necesita.44
Ese mismo año ante el Congreso:
Como en la Conferencia de Paz de París se trató sobre la aceptación de la doctrina Monroe, el gobierno de México se vio en el caso de declarar públicamente y de notificar oficialmente a los gobiernos amigos que México no había reconocido ni reconocería esa doctrina, puesto que ella establece, sin la voluntad de todos los pueblos de América, un criterio y una situación que no se les ha consultado y por lo mismo esa doctrina ataca la soberanía e independencia de México y constituiría sobre todas las naciones de América una tutela forzosa.45
Pero antes, a mediados de abril de 1919, fue el propio Wilson, con el respaldo inglés, quien tomó la decisión más práctica -o sabia, en sus palabras-46en relación con la cuestión mexicana: borrarlo de la lista de países neutrales que habrían de ser invitados en condiciones de igualdad con las potencias aliadas a la naciente organización internacional,47 dejando a los propios mexicanos la decisión de solicitar su ingreso y, claro está, de negociarlo más adelante, no obstante que la medida mereció críticas del secretario de Estado Robert Lansing.48 De otro modo, me atrevo igualmente a afirmar, se le habría brindado a México el acceso a una tribuna internacional inmerecida y mucho menos apreciada, algo equivalente a invitar al aguafiestas. Los reclamos y exigencias en favor de un reconocimiento pleno de la soberanía mexicana representados por Carranza habían perdido toda su fuerza por su aproximación a Alemania y su posterior derrota, por lo que el trato que recibiría la revolución mexicana de parte de las potencias de Versalles iría así en natural contrasentido.
Orgullo y retraimiento
Dos meses antes de su primera Asamblea en noviembre de 1920, Carranza, teniendo al Congreso como público, desairaría oficialmente cualquier forma posible de relación con la Sociedad de Naciones, en el entendido de que: “no ha hecho ni hará gestión alguna para ingresar a esa sociedad internacional, toda vez que las bases que la sustentan no establecen ni en cuanto a su organización, ni en cuanto a su funcionamiento, una perfecta igualdad para todas las naciones y todas las razas […]”.49El epílogo racial hacía eco de las demandas insatisfechas de Japón frente a los artífices del nuevo orden, otra potencia predilecta de Carranza en amenazante expansión en el Pacífico americano.50
El legado de Carranza tras su violenta muerte en mayo de 1920 comprendió una postura orgullosa pero sobre todo práctica y realista frente a la Sociedad de Naciones, referente bochornoso de su marginación internacional, pero de ningún modo responsable de ello como sí lo fueron Wilson, Cecil, Bourgeois -sin olvidar a Doheny- y el propio Carranza. Su salida de escena no cambió nada. El sostenimiento de esta decisión por los gobiernos de ascendencia sonorense entre De la Huerta y Ortiz Rubio cubrió toda una década, sin duda benéfica para estabilizar el régimen revolucionario y resolver o canalizar los principales problemas de México con el exterior. Los reconocimientos internacionales al régimen posrevolucionario, especialmente los de Estados Unidos y Gran Bretaña, representaron los principales avances en este complicado proceso de normalización, donde Ginebra no pudo ubicarse sino al final del mismo en razón de la perceptible -y principal- influencia británica sobre la Sociedad de Naciones. La paradójica ausencia estadounidense en la misma no podía hacerla menos atractiva para México, ni el restablecimiento de relaciones entre ambos haber propiciado una colaboración más temprana. La Sociedad de Naciones era apreciada justamente como lo que políticamente fue durante estos primeros años: una institución sostenida por Francia y Gran Bretaña para hacer valer las condiciones de paz y el orden de posguerra en Europa con apoyo de una numerosa sociedad de miembros internacionales que podrían reconocerse allí como naciones civilizadas y en plenitud.51 En un estado prudente de autoconservación y de reluctancia respecto del imperialismo podría entenderse muy bien que la revolución mexicana no mostrara ninguna inquietud por la organización ginebrina; es fácil imaginarlo y advertir en ello una hipotética situación incómoda. El ingreso de Alemania en la Sociedad de Naciones, presenciado desde la misión de México por Pascual Ortiz Rubio, entonces su jefe,52 supuso un cambio cualitativo que dio pauta a acuerdos y entendimientos de distención entre las potencias europeas, los cuales impactaron positivamente a Ginebra y renovaron su atractivo. Además de que daba muestra de universalismo y robustecimiento, la Sociedad de Naciones se perfilaba notoriamente mediante una constelación de organismos permanentes de naturaleza técnica, jurídica y social que conseguirían atraer la atención de algunos actores destacados de la diplomacia mexicana. Pero esto no ocurrió tempranamente, como una serie de gestiones internacionales que contribuyeron a despejar un poco el ambiente que había dejado allí el episodio de exclusión y rechazo mutuo entre México y las potencias anglosajonas. El tema se había convertido, públicamente, en uno difícil de dignidad nacional, así que no hubo demasiadas voces en todo este tiempo que plantearan reconsiderar una colaboración permanente con la Sociedad de Naciones. Quizá esta postura libre de críticas resultaba igualmente un acierto estratégico en cuanto que no exponía al régimen posrevolucionario al escrutinio público internacional en momentos complicados de negociación de daños y afectaciones pasados y futuros con las potencias, o bien, de propiciar regionalmente la revolución53 o de enfrentarse con la Iglesia católica, lo cual fue efectivamente denunciado en Ginebra por una solidaria feligresía internacional.54
En paralelo, una serie importante de gestiones internacionales vendrían a desarrollarse a lo largo de la década de 1920, con el propósito común de animar a México a solicitar su ingreso en la Sociedad de Naciones.55 Todas ellas ofrecerían ciertas garantías respecto al voto de la Asamblea, pero ninguna logró entender adecuadamente los impedimentos que operaban de forma negativa frente a esta posibilidad en el medio gubernamental mexicano y que bien podrían reducirse a tres, ninguno de ellos libre de imprecisiones: la Sociedad de Naciones, en particular, había ofendido gravemente al país con su exclusión; la organización hacía valer la Doctrina Monroe en el continente americano; pero no servía sino a los intereses de las principales potencias europeas en ese mismo contexto. Aclarar todo esto fue muy complicado en su tiempo e indudablemente prevalece confusamente en el nuestro. Pero al final, gracias en parte a estas gestiones, y muy especialmente a la visita que llevó a cabo en México Julián Nogueira,56 funcionario uruguayo de la Oficina para América Latina de la Sociedad de Naciones (única en su tipo y de especial atractivo para los especialistas),57 se fue aclarando que la Sociedad de Naciones nada tenía que ver con la medida de exclusión pues ni siquiera había abierto sus puertas cuando ocurrió el agravio; que el artículo 21 del Pacto, donde se hacía referencia a la Doctrina Monroe como una inteligencia regional, ya había sido interpretado jurídicamente por la propia organización dejando a salvo todos los derechos de los miembros latinoamericanos,58 y que tal mención había sido solicitada extraordinariamente por el presidente Wilson para lograr el ingreso de su país en la organización, algo que entonces no ocurrió, pero que bien podría presentarse en el futuro, de allí que esta particular reserva estadounidense al Pacto debiera permanecer allí; y finalmente, que el interés de las potencias europeas referentes de la Sociedad de Naciones, Gran Bretaña y Francia, coincidía con el de la organización, la cual seguiría buscando universalizarse mediante un número mayor de miembros asociados.
No obstante el desafortunado desenlace de esta serie de iniciativas amistosas,59 la mayoría de ellas concebidas por el grupo de países latinoamericanos presentes en Ginebra, su planteamiento y desarrollo dio pie a recurrentes discusiones sobre una posible colaboración eventual y selectiva en congresos internacionales a los que México era invitado y con organismos y organizaciones ginebrinos que ponían en él especial interés, tales como la Oficina Internacional del Trabajo y el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual.60
La imposible incursión gradual y selectiva: un ingreso negociado
Al mediar la década de 1920, México podía dar por concluida la lucha revolucionaria y su estabilización se había favorecido de la obra de pacificación interna, regeneración económica y restablecimiento constitucional emprendidos por el gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924). Este proceso de normalización e institucionalización del régimen posrevolucionario supuso la reconstrucción gradual de relaciones con el exterior, empezando por el ámbito continental hasta llegar a acuerdos importantes con Estados Unidos -y eventualmente con otras potencias de Europa- con el reconocimiento de daños sobre personas y bienes y su indemnización, así también como con la aceptación de la no retroactividad del artículo 27 de la Constitución, que había pesado como una amenaza sobre concesiones petroleras estadounidenses, inglesas y holandesas. Pero este era solo el comienzo y la regularización internacional siguió supeditada a la solución aún no completada del cúmulo de problemas relacionados con la afectación de intereses extranjeros. La crisis fiscal profundizada por la rebelión delahuertista obligó al gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928) a hacer nuevos ajustes legales a contracorriente de los acuerdos de Bucareli alcanzados por Obregón, generando una nueva crisis diplomática con Estados Unidos. Los acuerdos Calles-Morrow de 1927 devolvieron la calma mediante la preservación de los derechos de explotación de inversionistas estadounidenses anteriores a la Revolución, un problema contenido pero latente aún durante una década más.
Por otra parte y en otro orden de cosas, el régimen posrevolucionario ganaría considerable confianza una vez que se viera en la necesidad de romper relaciones con la Unión Soviética en 1930, despejando con ello los temores de bolchevización que despertaban las políticas de carácter social, su enfrentamiento con la Iglesia y el respaldo que concedía a formaciones nacionalistas y antiimperialistas de la región.61 El lugar de México en el mundo podía ser otro, tal como lo fueron sugiriendo los reconocimientos diplomáticos de Estados Unidos, Alemania, Francia y Gran Bretaña.62 También su lugar en el continente podía serlo, y la maduración del régimen revolucionario, con el atractivo de sus logros de corte nacionalista, le devolvía su anterior ascendente entre las principales potencias regionales y le permitía involucrarse en la resolución de los conflictos del Chaco y Leticia.63
Estos también fueron años de modernización y profesionalización del servicio exterior mexicano mediante una serie de acciones impulsadas por Alberto J. Pani a su paso por la cancillería: un reclutamiento mejor cuidado y la formalización de la carrera diplomática; una reorganización administrativa para el mejor aprovechamiento de recursos en aras de una mayor visibilidad exterior; y, finalmente, una reestructuración interna para garantizar un buen seguimiento para distintos ámbitos de interacción y la toma de decisiones.64 La política exterior mexicana buscó remarcar con mayor éxito su carácter autodefensivo a lo largo de estos años, que fueron propicios para proyectar una identidad renovada y estable en el espacio exterior, fortalecida con un meditado cuerpo doctrinario que terminaría por robustecer notoriamente Genaro Estrada al cambio de década.65 Este vendría a ser el cauce ideal de las relaciones de México con el mundo y sus nuevas organizaciones.
Fue el propio Estrada, a quien se le reconoce una notoria influencia en la cancillería desde mediados de la década de 1920, quien impulsó una vinculación permanente con Ginebra ante la creación de redes y vínculos con el funcionariado ginebrino y su colaboración en los proyectos científico e intelectual originados por Alfonso Reyes en 1926 y que condujeron a la colaboración con el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual con sede en París, dependiente de la Sociedad de Naciones.66 Estrada buscaría elevar a una relación estable -pero aún marginal respecto de la Sociedad de Naciones- las atenciones y trato cordial con México iniciado años atrás por Albert Thomas, el director de la Oficina Internacional del Trabajo. El propósito de un involucramiento gradual y selectivo con el espacio multilateral ginebrino decidió el envío de un representante permanente en la figura de un observador, quien en términos prácticos haría las veces de un negociador frente a esas dos principales organizaciones internacionales. Lo cierto es que la integración gradual y selectiva buscada por Estrada no prosperó y todos los acuerdos e intentos ante la institución laboral a cargo de Thomas encontraron una oposición discreta pero firme en la organización central a cargo de Eric Drummond, naturalmente preocupado por la tendencia fragmentaria y selectiva de la política mexicana hacia Ginebra y la interpretación que podría hacerse de la misma por los miembros de la Sociedad de Naciones y futuros postulantes.
El presidente Ortiz Rubio, con una experiencia diplomática previa en Alemania y Brasil, naciones que respectivamente habían ingresado en la Sociedad tardíamente, pasando por una negociación aún más complicada, caso de la primera; y que al optar por retirarse de la misma, caso de la segunda, habían permanecido en la Organización Internacional del Trabajo y otras instancias multilaterales, por lo que ciertamente cupo explorar todas las posibilidades de involucramiento con Ginebra, incluida la Corte Permanente de Justicia Internacional. Salvador Martínez de Alva, sucesor de Antonio Castro Leal67 en el puesto de observador de México en Ginebra, intentó sin éxito prácticamente todo ante la Organización Internacional del Trabajo, desgastando, incluso, la buena relación con Thomas y con la Sección Jurídica de la Sociedad de Naciones.68 Martínez de Alva fue instruido para tratar directamente con el secretario general de la Sociedad las condiciones de ingreso en esa y, en automático, a la constelación de organismos internacionales vinculados. Drummond no solo se mostró accesible sino que orquestó acciones de desagravio que involucraron a todas las potencias internacionales integrantes de su Consejo, Inglaterra y Francia entre ellas. La diplomacia republicana española, no cabe duda, contribuyó espontáneamente a generar un ambiente favorable a la incorporación mexicana, pero lo importante se decidió en las oficinas de la Secretaría General, quizá también el acceso inmediato -sin esperar turno- que tuvo México al Consejo de la Sociedad de Naciones (1932-1935). La descripción ceremonial del mea culpa que las potencias internacionales de la Sociedad de Naciones concedieron a México para celebrar su llegada encuentra un espacio importante en la historiografía tradicional sobre el tema. Pero sobre lo que no existe documentación es sobre el verdadero ánimo de México frente a la titánica obra societaria a través del multilateralismo, una cuestión a veces difícil de entender para los propios protagonistas del concierto a diversos planos concebido por un sistema internacional que era más que un baluarte de un statu quo y de unas condiciones de paz, motivo, sin embargo, por el que sería temporalmente replegado e interrumpido. El caso mexicano sería uno de difícil equiparación entre el convencimiento o determinación de un gobierno y lo que entendemos por interés nacional, pues el atractivo de Ginebra pareció diluirse junto con el gobierno de Ortiz Rubio y solo la permanencia obligada de dos años previo anuncio de retiro (de diciembre de 1932) dio lugar a una reflexión final más meditada respecto a la permanencia mexicana en Ginebra.
Significado: un modo de conclusión
El centenario de la creación y puesta en marcha de la Sociedad de Naciones dará lugar a muy variadas y serias reflexiones sobre su historia y legado. Un número reducido aunque valioso corresponderá al paso y desempeño en ella de los que fueron sus miembros latinoamericanos, hasta hace muy poco atendidos debidamente por la historiografía. Esta reflexión se empieza a hacer igualmente en sentido inverso, para especificar el lugar y alcance en esta subregión no compacta del internacionalismo ginebrino, sus influencias y aportes. Lo indicado, en el caso de México, asociado desde 1931 y aún presente en el momento de liquidación formal de esta primera gran organización internacional en 1946, es pensar un poco en la situación incómoda e inquietante en que se encontró por espacio de una década, la de 1920, sin la cual sería aún más difícil comprender el modo y motivaciones que terminaron conduciendo a este país a Ginebra, quizá muy a pesar suyo en razón de los sentimientos en torno a esta idea. Pero también importarán las motivaciones de la propia Ginebra y sus representantes internacionales frente al país revolucionario ausente.
Aunque no modificado en esencia, que es el propicio para la interacción y trato soberano entre los Estados-nación aún vigente y determinante en nuestro tiempo, el sistema internacional edificado con el Palacio de la Paz, frente al lago Leman, observó importantes variaciones o extensiones en nuevos escenarios o planos de desarrollo y resolución para proyectos y problemas de común interés. La esfera multilateral ha prevalecido en pie sobre los cimientos imperfectos colocados cien años atrás y su perfeccionamiento solo puede ser sugerido por la comprensión de aquello que no dio resultado y volvió a fallar en el marco de otros periodos de crisis internacional que caracterizaron al siglo XX en su plano multilateral. Cierta atención especial tendría que ser puesta en aquellos actores disonantes y políticamente excéntricos y molestos en este ámbito, como México, respecto de los preocupantes y mal atendidos desmoronamientos de la Paz de Versalles. Ojalá que estos centenarios temáticos relacionados con la política y diplomacia mexicanas en la Sociedad de Naciones lleguen a ser algo más que una ocasión para la celebración de un heroísmo carente de significado.