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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.69 n.2 Ciudad de México Oct./Dec. 2019  Epub Nov 20, 2019

https://doi.org/10.24201/hm.v69i2.3686 

Reseñas

Peter Güardino, The Dead March. A History of the Mexican-American War

Erika Pani1 

1El Colegio de México

Güardino, Peter. The Dead March. A History of the Mexican-American War. Cambridge: Harvard University Press, 2017. 512p. ISBN: 978-067-497-234-6.


Quienes nos interesamos en el siglo XIX mexicano debemos mucho a Peter Guardino. Sus investigaciones nos han abierto una ventana sobre su complejísima cultura política y permitido entender las formas en que se vivió la república, recién estrenada, en los pueblos indígenas de Guerrero y en la serranía y la capital de Oaxaca. El profesor de la Universidad de Indiana ha publicado ahora un libro sobre la guerra entre México y Estados Unidos, tan dejada de la mano de los historiadores, salvo excepciones notables - Josefina Z. Vázquez, John Eisenhower- y valiosas contribuciones recientes - Luis Fernando Granados, Brian Delay, Amy Greenberg-. Las virtudes que han caracterizado el trabajo de Guardino apuntalan también su nuevo libro: la textura y los matices de una investigación sólidamente fincada en las fuentes y atenta a los contextos; una saludable conciencia de la importancia de las interacciones entre lo local, lo regional y lo nacional, entre élites y actores "subalternos", y entre ley y prácticas; la convicción de que las posturas y acciones políticas de los hombres y mujeres comunes y corrientes son tan complejas, consistentes e importantes como las de los protagonistas de la historia patria.

The Dead March aborda uno de los temas centrales de la más añeja historiografía: la guerra. Al reseñar el desarrollo de las batallas que marcaron el rumbo del conflicto -Palo Alto, Resaca, Monterrey, La Angostura, Veracruz, Cerro Gordo, Padierna, Churubusco, Molino del Rey, Chapultepec- recupera los elementos que interesan a la más dura historia militar: la naturaleza del terreno, el número de hombres bajo los estandartes, los emplazamientos, las tácticas y las maniobras, el desempeño de las distintas armas, la evolución de la jornada. Sin embargo, deja claro que la estrategia militar de la época era hija de las circunstancias -y sobre todo de los obstáculos, imprevistos y chascos que enfrenta-, más que el producto acabado de la instruida y ordenadamente de los comandantes. Así, el avance de los ejércitos estadounidenses -Taylor desde el río Bravo, Scott desde Veracruz, Kearney en el Lejano Norte- no resultó de la visión abarcadora del potencial devastador e inmanejable de un ataque en tres frentes, sino del "fracaso estratégico" de Taylor que, ante la resistencia de los mexicanos y lo difícil que resultaba cruzar el desierto, no logró acorralar al gobierno de la república agredida, para obligarlo a negociar la paz (pp. 186-187).

El análisis de Guardino se finca en una sólida perspectiva transnacional: revisa la política, las percepciones y reacciones y la experiencia bélica que engendró el conflicto en ambas naciones, de forma notablemente equilibrada, sobre todo cuando se toma en cuenta lo disparejo de las fuentes disponibles. Se trata de un enfoque imprescindible para comprender la guerra, y quizá, siguiendo el argumento del autor, la historia de estos dos países. Permite diluir los prejuicios persistentes que empapan nuestra visión de los contrincantes, enfatizando la eficacia y profesionalismo de uno; el desorden, mezquindad e incompetencia del otro. Este libro muestra que los ejércitos, los hombres que los componían y los gobiernos federales que los administraban se parecían mucho. Tan ortodoxo y sofisticado Pedro de Ampudia como Zachary Taylor; tan indisciplinado Gabriel Valencia como Gideon Pillow (pp. 137-140; 243-246). Se trata de un relato que, incluso, no deja mal parado a nuestro villano favorito, Antonio López de Santa Anna. Sin ser un estratega brillante, el general veracruzano probó ser un comandante eficaz y competente: tras manipular hábilmente a los estadounidenses -en lo que algunos clasifican como un acto de traición- logró, en una situación absolutamente desesperada, reunir, tres veces, una fuerza considerable y comprometida para enfrentar a los ejércitos de la República del Norte: para marchar de San Luis Potosí al norte en octubre de 1846; para interponerse en el camino de Scott hacia el altiplano en la primavera de 1847, y para combatir a los invasores en el valle de México tras la derrota de Cerro Gordo y la caída de Puebla (abril de 1847).

Guardino engarza la crónica de las batallas, que nos permite seguir la pauta de la guerra, con un novedoso análisis de la composición social de los dos ejércitos. Como se ha mencionado ya, pone de manifiesto lo mucho que se parecían, tanto en la integración de la tropa del ejército permanente como en la de los cuerpos voluntarios: por un lado, en Estados Unidos los regimientos estatales reclutados expresamente para la guerra, los cuerpos de la Guardia Nacional, establecidos por los liberales radicales en respuesta a las amenazas del vecino del norte. Por el otro, el grueso de ambos ejércitos permanentes lo componían hombres pobres, desarraigados y marginados, que eran desprecia dos tanto por la sociedad como por sus oficiales, que les imponían una disciplina férrea y a menudo cruel y degradante. En cambio, los miembros de los cuerpos voluntarios eran percibidos -y se pensaban a sí mismos- como ciudadanos en armas, vecinos honorables, padres de familia -o excelentes partidos para las jóvenes casaderas- que constituían la columna vertebral de sus comunidades.

Guardino no sólo revela estos perfiles sociológicos compartidos, sino que expone sus consecuencias sobre el desempeño de los combatientes. La historia social reciente se ha apoyado en una triada analítica -clase, raza y género- que se ha vuelto en muchos casos inevitable y marmórea. Sin embargo, Guardino recurre a estas herramientas -a las que suma la religión- menos para exponer "sistemas de domina ción" o "desigualdad", o para describir "identidades culturales",1 que para capturar la manera en que las construcciones contemporáneas de estos rasgos moldearon los discursos, percepciones y aspiraciones de los soldados y de sus comandantes, la forma en que los ideales de masculinidad y de familia, de lo que debían ser la nación y la guerra determinaron el sentido de lealtad y de obligación de los hombres que en ella luchaban, así como muchos de sus actos.

Estas visiones explican, por ejemplo, la reticencia de los miembros de la Guardia Nacional mexicana a luchar lejos de sus hogares, no por poco patriotas sino porque su sentido de nación estaba fuertemente atado al de pertenencia local. Permiten una lectura de la hostilidad con que la población civil mexicana reaccionó ante el anticatolicismo mal disimulado -a pesar de los esfuerzos de los altos mandos- de los soldados como parte de la construcción simultánea del enemigo radicalmente ajeno y, en el caso de los estadounidenses, inferior. Problematizan los efectos de la transición de México al federalismo en plena guerra (mayo de 1847), que normalmente se ha considerado negativo por haber debilitado al gobierno nacional. No obstante, como muestra Guardino, el restablecimiento de la autonomía estatal, la ampliación de los derechos ciudadanos y el reconocimiento de la igualdad y dignidad de los miembros de las Guardias Nacionales contribuyeron a la movilización: en palabras de un observador de la época, la democracia "entusiasmaba a la gente y nacionalizaba la guerra" (pp. 90-91).

La influencia de las concepciones de patria, hombría y dignidad sobre el comportamiento de los voluntarios estadounidenses también fue determinante, y en muchos sentidos más truculenta. A través del prisma que tejieron, la expansión territorial se erigió, sobre todo en el valle del Misisipi, como acción imprescindible para asegurar la prosperidad de las familias; la guerra se imaginó como una oportunidad para pavonearse en uniforme, participar en acciones bélicas gloriosas y breves, e irse de parranda con los cuates, y México y los mexicanos fueron concebidos como a un tiempo peligrosos y despreciables (p. 85). No debe por lo tanto sorprender que los hombres que se inscribieron como reclutas entusiasmados por estas imágenes resultaran, tan a menudo, soldados mediocres en el campo de batalla, hombres crueles y deleznables fuera de él. Inexperimentados, desorganizados e indisciplinados, pusieron repetidamente en riesgo los planes de sus comandantes. En la batalla de La Angostura (febrero de 1847), por ejemplo, los batallones de Indiana y Kentucky huyeron despavoridos (pp. 150-152).

Una concepción romántica de la guerra, y el desdén por la disciplina y el trabajo pesado -como los que se requerían para construir los drenes y mantener el orden y la higiene en los campamentos-, contribuyeron a que los voluntarios fueran víctimas desproporcionadas de las enfermedades, si se les compara con los miembros de la tropa permanente (p. 122). Su sentido del honor masculino, de la justicia y del patriotismo, su racismo y su frustración con una guerra que no era como la que habían soñado llevaron a estos hombres a actuar con una violencia desmedida contra la población civil, persiguiendo, robando, agrediendo, asesinando y mutilando a mexicanos inermes, hostilizando y violando a sus mujeres. Su comportamiento -la gratuidad de su brutalidad- avergonzó incluso a unos oficiales que, como demostró Winfield Scott con el bombardeo de Veracruz, no tenían empacho en victimizar a la población civil para presionar al contrincante y asegurar objetivos militares (p. 190).

The Dead March nos ofrece una magnífica historia social de la guerra. Sin embargo, la apuesta historiográfica del trabajo de Guardi-no es más ambiciosa. Aunque subraya que la capacidad de ambas repúblicas para movilizar un número importante de ciudadanos-soldados demuestra que la guerra fue un conflicto entre Estados-nación, presenta a las fuerzas armadas que se enfrentaron como un híbrido de los ejércitos "profesionales" de la época moderna temprana, cuya tropa estaba compuesta de mercenarios mal pagados, de dudosa lealtad, que servían en las fuerzas armadas orillados por la pobreza y la precariedad, y de los ejércitos nacionales, conformados por ciudada nos armados, movilizados en defensa de sus derechos y sus hogares, inspirados por el patriotismo (p. 90). El certero análisis que hace el autor del desempeño de los distintos cuerpos debe matizar una visión lineal del poderío militar de las naciones, y de la evolución hacia cuerpos cada vez más compactos y comprometidos, y preocupar a los defensores del nacionalismo a ultranza: mucho más valiosos -más confiables, más disciplinados, más aguantadores, más eficaces- resul taron en la guerra los hombres considerados desechables -y, en el caso estadounidense, a menudo extranjeros- del ejército permanente que los ciudadanos en armas.

Los testimonios, las crónicas y la historiografía de la guerra han insistido en las diferencias irreconciliables entre las dos repúblicas -madurez política, solidez y estabilidad republicana, unidad y fortaleza nacional, disciplina militar-, mismas que a menudo se han esgrimido como razones para la victoria de una sobre la otra. En cambio, como se ha visto, este libro pone de manifiesto sus similitudes. Si tan bueno el giro como el colorado, ¿cómo explicar la escandalosa derrota de México? Guardino arguye que, por un lado, ésta no lo fue tanto: la contundencia del triunfo estadounidense fue menos inevitable y más circunstancial de lo que hemos pensado -y de lo que sugiere la pérdida territorial que resultó-. El libro muestra, sin embargo, que hubo una diferencia descomunal entre las dos naciones vecinas que sí resultó determinante: la bancarrota de la hacienda pública mexicana, la falta de liquidez tanto del gobierno como de la sociedad civil, y las restricciones al crédito público. Como consecuencia, los ejércitos mexicanos estuvieron siempre mal equipados, peor armados y no sólo mal alimentados, sino que a menudo al borde de la inanición. La "desesperación fiscal" del Estado mexicano fue, sin duda, la causa de su descalabro.

Al ponderar esta apocalíptica divergencia material con las numerosas coincidencias históricas, políticas y "morales" entre ambos contendientes, The Dead March formula un argumento central: en contra de lo que se dijo entonces, y de lo que se ha repetido hasta hoy, México no perdió la guerra porque no "era una nación" -a diferencia del Coloso del Norte, que nació moderno, nacional y consolidado-. Guardino despliega amplia evidencia del patriotismo que manifestaron militares y civiles, del sacrificio consciente que hicieron de bienes y vidas en defensa de la patria, y de su bien arraigado rechazo al "otro". Subraya que la tibieza, el escepticismo y el egoísmo aparecieron con igual frecuencia en las filas de los invasores. Si México no era un Esta do-nación consolidado al mediar el siglo XIX, Estados Unidos, como lo demostraría trágicamente una guerra civil poco más de una década después, no lo era tampoco.

Se trata sin duda de una conclusión acertada, aunque no queda claro si es particularmente útil. La sugerente investigación de Guardino convence de que el México que enfrentó la invasión estadounidense era una nación. Insinúa también, sin embargo, que el nacionalismo que sustentaba este sentido de identidad, de lealtad y de pertenencia a una comunidad que supera la distancia, las diferencias lingüísticas y culturales, las confrontaciones ideológicas y la profunda desigualdad económica, no necesariamente abonó a su eficacia en la guerra -por no hablar de las tareas cotidianas de la ciudadanía, como el pago de impuestos o la observancia de la ley.

Guardino desestima el diagnóstico sobre las causas de la derrota mexicana que en 1848 expuso un panfleto firmado por Varios Mexicanos y atribuido a Mariano Otero, por decir lo mismo que los demás: México había perdido la guerra porque no era una nación. No obstante, en el espíritu de su propia investigación, quizá hubiera valido la pena detenerse en la forma en que este texto define a la nación. La nación, afirmaba, era una "gran familia", vinculada no sólo por el cariño, sino por los intereses compartidos.2 En este sentido, y como se ve en repetidas ocasiones a lo largo del relato que teje Guardino, el gobierno federal estadounidense logró que un número importante de ciudadanos identificara sus intereses con la política nacional -y de manera destacada a finales de la década de 1840, con la expansión hacia el Oeste-. Sólo así se explica que un político del tamaño y la calaña de James K. Polk haya derrotado en las elecciones presiden ciales a un figurón como Henry Clay y que, a pesar de la indisciplina y las deserciones, del ruido que metieron los críticos de la guerra, y de las ambivalencias - ¿la deslealtad?- del negociador estadounidense en la capital mexicana, los objetivos de Polk nunca hayan estado en riesgo.

Difícilmente puede decirse lo mismo acerca de México. La mayoría de los gobiernos estatales no quisieron o no pudieron enviar las milicias estatales al frente, y el de Yucatán se declaró neutral; las élites vieron con gran suspicacia los proyectos para armar a los miembros de las clases populares; varios gobiernos municipales se entendieron con las tropas invasoras, y ni la Iglesia ni los miembros de la élite económica estuvie ron a la altura de las demandas -sin duda colosales- de la emergencia nacional. Esto, explica Guardino, se debe a que los mexicanos tenían distintas concepciones de nación, de la pertenencia y del deber patriótico -que no a su naturaleza inmadura o parcial-, y no coin cidían con la política de defensa del gobierno nacional.

La obsesión de tantos hombres del siglo XIX con la construcción de la nación justifica el interés de quienes los estudian. El libro de Guardino contribuye a complejizar y enriquecer esta conversación. Si bien insiste en la raigambre del "ser nacional" del México de la dolorosa derrota, The Dead March pone de manifiesto, de manera implícita, la fragilidad analítica del que se ha erigido como el paradigma dominante de la historiografía sobre el tema: el de la nación "imaginada" de Benedict Anderson. Así como el que algunos mexicanos estén dispuestos a gastarse los ahorros de una vida para echarle porras a la selección mexicana en el Mundial de futbol no contruye una comunidad cívica más sólida, queda claro que establecer control territorial y jurisdiccional, construir una base fiscal, articular un mercado nacional, y conocer y movilizar a la población -elementos que asociamos con el Estado-nación- no depende de que los gobernados "se sientan" mexicanos (o estadounidenses), ni de la consolidación de identidades "nacionales", de símbolos compartidos o solidaridades imaginadas.

Si queremos escribir la historia del Estado-nación, tenemos que realizar estudios más amplios y sofisticados que, además de baladas, sentimientos, y expresiones identitarias, tomen en cuenta factores de poder y las capacidades de coerción y de extracción, que revelen el complicado tejido que resulta de la colaboración, la cooptación y la resistencia entre la autoridad y los gobernados. Al centrarse en ponderar si, al mediar el siglo, México había cuajado como nación, el nuevo libro de Guardino persigue un objeto seductor pero hueco. Nos muestra, sin embargo, de forma brillante, otros caminos para desmenuzar, aquilatar y entender esta construcción decimonónica.

1 Eileen Boris y Angélique Janssens, "Complicating Categories: An Introduction", en International Review of Social History, 44 (1999), pp. 1-13 p. 6.

2Varios Mexicanos, Consideraciones sobre la situación política y social de la República Mexicana en el año 1847, México, Valdés y Redondas, impresores, 1848.

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