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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.69 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2019

https://doi.org/10.24201/hm.v69i1.3673 

Reseñas

Pablo Piccato, A History of Infamy. Crime, Truth, and Justice in Mexico

Marco Palacios* 

* El Colegio de México

Piccato, Pablo. A History of Infamy. Crime, Truth, and Justice in Mexico. Oakland: California University Press, 2017. 368p. ISBN: 978-052-096-607-9.


Por sus métodos y temas este último libro de Pablo Piccato es de gran actualidad. Cruza sagazmente la tenue línea que separa presente y pasado, de suerte que la infamia en el México de hoy parece configurarse desde mediados de la década de 1920 hasta mediados de la de 1950. Apoyado en un claro orden expositivo, en una prosa segura y en sus trabajos anteriores, llamará la atención de expertos en diferentes campos disciplinarios, de la etnografía al urbanismo; de la sociología al derecho. Es de admirar la destreza del autor al tejer elementos del saber criminológico entonces predominante con la historia política y la urbana; con la historia social y cultural de la prensa capitalina, en particular la sección llamada nota roja, así como con la novela de este género.

Al igual que América Latina y España, México fue área de influencia de la criminología italiana. Acogió y adaptó premisas fundamentales de la scuola positiva según las cuales ciertas condiciones del medio social, más la base anatómica y biológica de un individuo, lo hacían criminal. Por tanto, en la conducta criminal no mediaba el libre albedrío, doctrina esencial del catolicismo, o la libre voluntad, en diferentes versiones teóricas de John Locke en adelante.

Largos pasajes de este libro inducen a repasar temas y debates relacionados con las áreas del derecho penal y la criminología, con puentes tendidos a las ciencias sociales: antropología, sicología, sociología; aparte, claro está, de la biología, anatomía, fisiología, propias de la medicina y psiquiatría forenses. Visto así, A History of Infamy daría pie a subrayar que, ahora como entonces, permanece velada la convergencia de liberales y fascistas cuando admiten de entrada los principios medulares del positivismo penal, como ocurrió en Italia y su Código Rocco de 1930, que sólo sería reformado en 1986 y que, con variaciones, adoptaron sucesivas legislaciones nacionales latinoamericanas.

A este respecto valga destacar el contraste que, por ejemplo, pueda establecerse entre los penalistas colombianos y los mexicanos. Mientras los primeros han ocupado en su país la vanguardia en el discurso profesional de “crimen y castigo”, los mexicanos no tanto pues han debido compartir el campo con psiquiatras, sicoanalistas y médicos. Y como desde los años veinte del siglo pasado los penalistas colombianos desempeñan ese papel hegemónico, han dejado una fuerte impronta en su sistema judicial en el más amplio sentido, con sus logros y fracasos. Ante la “colombianización de México” en el tema de la violencia inherente a “la guerra a las drogas”, la comparación parece algo más que meramente académica.

En efecto, el discurso penal colombiano ha tenido traducciones, buenas o malas, en las políticas estatales; así, el concepto de la escuela positivista italiana de “estados peligrosos” que hasta la década de 1980 fue central, acentuando un sentido autoritario, en particular cuando desarrollaba el corolario de la “peligrosidad presunta”. De este modo, agraristas o comunistas en la década de 1930, o jefes de bandas de la época de La Violencia que no se acogieron a las amnistías del Frente Nacional en 1958-1960, pudieron ser tachados “científicamente” de “peligrosos” y por tanto fueron apartados de la sociedad y recluidos en centros especiales, de la misma forma que los inimputables de los códigos positivistas, “locos” o mujeres de conducta extraviada.

Desde este punto de vista el libro de Piccato permite develar los nexos entre los discursos penales y el poder político. Operación que invita a escudriñar elementos tan de hoy como de ayer: la violencia, la pena extrajudicial, la impunidad rampante, la deshumanización de las víctimas; a diseccionarlos y a pasar por la criba crítica fórmulas que han estado en boga, como las sugeridas por Samuel Ramos y Octavio Paz, a partir de las cuales se los suele explicar como producto de un supuesto carácter intrínseco a México, como una condición inevitable del ser mexicano.

Es evidente que nuestro autor no está para ontologías; su trabajo es un esfuerzo esmerado por ofrecer un cuadro histórico que empezó a trabajar hace varios años. En una primera instancia, la infamia de México en el siglo XX alude a la reputación y moralidad que se juegan, por así decir, en la intersección de prácticas y percepciones en el campo que el público entiende como de “crimen y castigo” y que cambian con el trascurso del tiempo. Es decir, su obra trata de el cómo se ha percibido el abismo que en México separa el delito, la verdad y la justicia. Me parece que en este punto estamos ante los conceptos de Durkheim sobre la conciencia colectiva, los sentimientos morales, las fronteras de la moralidad, la solidaridad social; es decir, frente a los parámetros sociales del derecho positivo -norma, práctica, ritual- y, más específicamente, del delito, la culpa, la pena.

Piccato considera que esta infamia oculta el nexo de modernización y criminalidad, ya que se manifieste en los tipos de violencia agraria originarios de la Revolución, o en la más reciente “obsesión estatal” contra “la droga”; en su rico sedimento se conjugan el individualismo urbano, el capitalismo, el surgimiento de los medios de comunicación y de la influencia cultural de Estados Unidos en un país de urbanización acelerada en que la inmigración transformaba a ritmos desconocidos la Ciudad de México, que es el escenario de su ejercicio. Cito: “Las divisiones de género y de clase expresadas en el delito dieron base a actitudes autoritarias que aceptaron la desigualdad ante la ley y su aplicación selectiva contra aquellos grupos sociales despojados de derechos”.

Punto central de esta historia mexicana de la infamia es, subraya el autor, un incesante debate público que busca hallar la verdad por fuera de la verdad procesal, ampliamente desacreditada gracias a la venalidad e inepcia de jueces, ministerio público y policías. Aunque a lo largo del libro este debate público y cívico se nos presente más oblicuo que frontal, lo importante es que no logra restablecer un balance: la infamia triunfa. Esto se registra en la misma portada del libro: una fotografía vertical en plano contrapicado de El Güero Batillas, quien unos 20 años después de sus hazañas delictivas posó para el fotógrafo Rodrigo Moya. De cuerpo entero, la imagen enaltece a Batillas, al poder de su pistola y su hombría: un retrato familiar del éxito en los tiempos modernos de la posrevolución en la Ciudad de México.

Una apelación estética está presente en los subtextos del libro que, con un poema de Roberto Bolaño, trae una imagen onírica de esos “detectives helados, detectives latinoamericanos” en “nuestra época, nuestras perspectivas, nuestros modelos de Espanto”. Más adelante se nos presentará, también de cuerpo entero, el detective paradigmático Valente Quintana, cuya fama excedía sus logros en contraste con los detectives literarios, como Chucho Cárdenas, más perspicaces, aunque igualmente dispuestos a tomar atajos.

Puede pensarse acaso que la infamia sea algo menos indeterminado que nuestros modelos de espanto. Si en los relatos borgianos, tensa mezcla de realidad y creación literaria, subraya el autor, la infamia pretende abarcar una “historia universal”, en el texto que nos ocupa es historia nacional en el periodo posrevolucionario. No en vano el autor critica sobriamente los estudios literarios y urbanos de la ciudad de México que han relegado el género policial, aunque reconoce que los académicos de ahora, apelando al concepto de “marginalidad urbana”, en que sobresale el submundo criminal, indagan con menos prejuicios. Algunos apuntan incluso a “una estética de lo ordinario”; en este registro reconoce el papel visionario de Carlos Monsiváis.

En la crónica periodística de los grandes casos judiciales que adquieren vida en narraciones de gran ritmo, el autor ve pergeñarse un discurso pedagógico sobre el crimen. En los años veinte son “casos de mujeres que asesinan hombres”. El más sonado de 1922 fue el de María del Pilar Moreno, joven de 14 años que “defendiendo la santidad de su hogar” asesinó al senador Francisco Tejeda Llorca frente a su residencia, en la calle Tonalá. Días atrás Tejeda había asesinado con ventaja y alevosía a su padre, el diputado Jesús Moreno, en la puerta de la Secretaría de Gobernación a cargo de Plutarco Elías Calles, el posible sucesor de Obregón. Tejeda buscó la impunidad del fuero parlamentario asistido por las señas de neutralidad que recibió de lo alto.

Estos episodios trágicos eran representados en una audiencia pública presidida por un juez, con sus rituales, barras vociferantes, desfile de testigos; con sus acusadores y defensores, prestidigitadores unos y otros de la oratoria forense; con la prensa de todo tipo merodeando y, claro, en presencia del enigmático cuerpo de jurados. La sala de audiencias en donde se juzgó el crimen de la señorita Moreno no podía ser ajena a la aguda crisis política en la cúpula del poder revolucionario. De ahí que, unos años después, el asesinato de Obregón y el ruidoso proceso penal subsiguiente llevaran el régimen a la catarsis. En adelante la estabilidad habría de ser el bien supremo, principio vigente hasta nuestros días; así, del Código Penal del Distrito Federal y de los de casi todos los estados, desapareció la audiencia pública con jurado popular que, entre otras cosas, había dado alas a reporteros perspicaces y atrevidos.

Nuevamente pisamos tierra movediza: por un lado, esos reporteros necesitaban mantener buenas relaciones con la Policía (una de sus fuentes indispensables) y, por el otro, si bien el pasquín policial podía ampliar los márgenes de independencia política de periódicos y revistas gracias a mayores tirajes, los dueños prefirieron mantener estrechas relaciones con los políticos. Aparte, claro, muchos políticos terminaron de dueños de periódicos.

El género policial, de prensa y literario, a la par de un público cada vez más perspicaz e inquisitivo, reemplazó la teatralidad del juicio por jurados. Abolido éste, el proceso penal quedó reducido al juez en su despacho frente a un expediente reservado, voluminoso, engorroso. La fecha de abolición es significativa en la política mexicana, 1929, año del pacto estabilizador. Desde el porfiriato, subraya Piccato, se decía que los jurados eran venales. La institución, con todo y su raigambre democrática, siempre ha sido controvertida por todas partes y en todo tiempo. El juicio público y con jurados cae por la fuerza de la gravedad en el magma de las emociones públicas. Recordemos el que condenó a Sócrates.

Nuestro autor va un poco más allá; estima que la abolición del juicio por jurado reforzó el monopolio masculino de la justicia mexicana; los jurados, a veces contradiciendo la letra de la ley, absolvían a muchas asesinas que alegaban defender su honor sexual y que ya habían recibido absolución en el tribunal de una opinión pública suscrita a la nota roja.

En la década de 1930 el folletín policiaco reemplazó el teatro de la audiencia pública. Las mujeres pasaron a ser las víctimas y los hombres los asesinos. Además, y especialmente en casos muy sonados, como el de Gregorio Cárdenas, el Goyo, la crónica periodística deja entrever cómo estos asesinos consiguieron crear y administrar fríamente la narración de sus fechorías, reales o imaginarias. Aparte de que esas narraciones autobiográficas se vendían y consumían masivamente en la prensa, Piccato señala cómo el Goyo marca “un nuevo momento” en esta historia de la infamia mexicana: siquiatras, médicos y criminólogos, nos dice, afirmaron en el campo judicial su autoridad profesional. En sucesivas narraciones de su caso, según el público, el ámbito, el momento, el Goyo habría manipulado sofisticadamente conceptos clave que manejaban los tres grupos profesionales del nuevo momento y así pudo dejar un legado.

En este punto se puede conjeturar que, a medida que necesitara producir discursos, bastaban al régimen posrevolucionario los agraristas, laboralistas, internacionalistas, que marchaban a la vanguardia en América Latina: postulaban la reforma agraria, los derechos irrenunciables del trabajo por ser de orden público, la cláusula de exclusión que invocaban los sindicatos, o el principio de autodeterminación nacional y no injerencia.

Aunque estas conjeturas sean insuficientes, las estadísticas que ofrecen los apéndices de A History of Infamy tampoco aclaran mucho. Comenzando porque las tasas de homicidios por 100 000 habitantes en el periodo del libro son extraordinariamente elevadas, más altas que las de los últimos 10 años. De 25/100 000 en 1926-1930 suben a 38 en 1936-1940 y sólo en 1956-1960 están en 22, algo abajo del punto inicial. Siguen descendiendo hasta llegar a 7/10 000 en 2001-2005. Uno entendería que el público (y los hombres del régimen) pudo calmarse de mediados de los años sesenta en adelante, cuando se había logrado construir una percepción de orden. La tranquilidad se esfumó de la “guerra de Calderón” en adelante.

Entonces habrá que investigar más si queremos entender el porqué de una presumible indiferencia al dejar el campo del crimen (el discurso y las prácticas) en manos de expertos desinteresados en propender por la institucionalización de una policía judicial y de un sistema penitenciario modernos, en una sociedad que en las tres décadas que cubre el libro se modernizaba aceleradamente.

Piccato muestra la tensión que subyace en la misma nota roja cuando se evapora el positivismo duro: los criminales, aun los más desalmados, aparecen en la plenitud de una individualidad ajena a cualquier determinismo biológico o sicológico; son versátiles, inteligentes, recursivos, hasta elocuentes. Clasifica y analiza a partir de 345 cuentos policiales que publicó la Sección Dominical de La Prensa de 1945 a 1955 bajo el seudónimo de Leo D’Olmo, literatura más elaborada en la novela policiaca. Con este ejercicio metódico intenta demostrar cómo el relato policial en todas sus manifestaciones educó al público en el arte de navegar por los meandros y remolinos del crimen, el castigo extrajudicial -del asesinato mondo y lirondo a la aplicación de la ley de fuga-, la investigación policial rutinaria marcada por la tortura, la torpeza, la tergiversación inducidas por detectives y, como resultado, la acusación judicial arbitraria y la opacidad del debido proceso, de llegarse a ese punto.

Un trasfondo de esta situación se encuentra en la relación de políticos, pistoleros y policías, otro de los grandes hilos del libro. En verdad que el asunto no era ni novedoso ni mexicano, como reconoce el autor en varios apartes. Puede uno citar aquí un jefe de pandilla en el relato “El proveedor de iniquidades Monk Eastman” de la Historia universal de la infamia: “los políticos son más aptos que todos los revólveres Colt para entorpecer la acción policial”. Borges menciona como su fuente el libro de Herbert Ausbury, The Gangs of New York (1927), que cubre el siglo XIX y la primera parte del XX.

Aunque desde 1880 la “mafia italiana” daba sus primeros pasos en la gran metrópoli del capitalismo mundial, todavía tenía mucho que aprender en su trepada. Ausbury destaca las organizaciones chinas que controlaban la prostitución, los narcóticos y el juego, obviamente en Chinatown; las pandillas de irlandeses y judíos (y prostitutas judías) también ocuparon un lugar prominente en esa y otras narrativas contemporáneas. No era novedad tampoco para los italianos, en particular los originarios de lugares de Campania, Calabria o Sicilia; algo sabían de cortejar políticos locales en el entendido de que apadrinaban a la policía. Este tema fascinante y cinematográfico de políticos, pistoleros y policías, discurre pues en varias latitudes geográficas y culturales.

Ahora bien, no sólo la criminología mundial se transforma sustancialmente a mediados del siglo pasado, sino, a la par, los sistemas de represión del crimen; las ideas sobre los criminales, el papel de las penas y de las cárceles, incluida su arquitectura. Del liberalismo humanístico, podríamos decir Ilustrado, de la criminología mundial en la década de 1960, se ha pasado a una concepción más represiva derivada de una concepción imperial estadounidense de la globalización del crimen, que se nos aparece como una entelequia. Paradójicamente fue este término, entelequia, el que emplearon Lonbrosio y Ferri, los maestros del positivismo penal para referirse a la definición de delito en la codificación liberal italiana de 1889.

La noción de “crimen organizado” determina hoy en día la orientación básica de prácticamente todas las legislaciones nacionales que deben apegarse a tratados internacionales. La criminología anglosajona ha sustituido doctrinariamente a la italiana (que no desaparece del todo) y, como vemos en México, Colombia o Perú, el sistema penal acusatorio sustituyó el inquisitivo; ahora se yergue la figura del arraigo judicial, impulsado directamente por la diplomacia de Estados Unidos. Pero en el presente mexicano, como en los tiempos de este libro, el público no cree en las policías, pese a que el régimen acentúe el discurso criminológico y la “modernización”: la “gendarmería nacional” y el “mando único” son algunas de las fórmulas, aunque la “guerra a las drogas” se libre fundamentalmente con el Ejército y la Marina y las grandes televisoras.

Es cierto que la libertad como bien jurídico protegido replantea los conceptos de honor y honra, tan centrales en este libro, y que el discurso de los derechos humanos ilumina zonas hasta hace poco vedadas. Pero la matanza de los centroamericanos en San Fernando, Tamaulipas, o los posibles ajusticiamientos extrajudiciales en Tlatlaya o la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, son la punta del témpano de la pasmosa debilidad política del discurso de los derechos humanos y de esa mezcla de ineptitud y mala fe de los organismos de investigación, comenzando por la Procuraduría General de la República.

Los casos judiciales mencionados dan pie a una crítica más abierta del régimen político; más frontal, menos oblicua que la nota roja, aunque no por esto más eficaz. Además, la impunidad también reina en los delitos alrededor de multibillonarias contrataciones de obra pública, para no ir lejos.

Todos estos aspectos parecen dar la razón a Piccato en cuanto a la configuración histórica de la rediviva infamia mexicana.

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