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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2017

https://doi.org/10.24201/hm.v67i1.3458 

Reseñas

Felipe Arturo Ávila Espinosa, Pedro Salmerón Sanginés, Historia breve de la Revolución Mexicana

Manuel Plana* 

*Universidad de Florencia

Ávila Espinosa, Felipe Arturo; Salmerón Sanginés, Pedro. Historia breve de la Revolución Mexicana. México: Secretaría de Educación Pública, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, Siglo Veintiuno Editores, 2015. 318p. ISBN: 978-607-030-694-5.


El libro se propone ofrecer al lector una síntesis divulgativa del proceso revolucionario y refleja, sobre todo, las investigaciones llevadas a cabo por los autores. El libro comprende seis capítulos y un epílogo, cuya clave de lectura privilegia el surgimiento del zapatismo y del villismo, los movimientos populares expresión de la “revolución campesina” que se enfrentaron a Carranza y Obregón, por lo que el arco temporal cubre esencialmente el periodo hasta 1916. El libro contiene pocas notas de pie de página e incluye una selección comentada de unas cincuenta obras consideradas básicas.

En la introducción los autores se preguntan por qué se dio una revolución en México y afirman que en 1910 tuvo lugar “una revolución social” —concepto controvertido por sus implicaciones analíticas—, es decir, que fue una “revolución mayoritariamente campesina”, y “como toda revolución social tuvo múltiples causas, motivos y actores”; entre las causas de larga duración, de mediano plazo y coyunturales consideran, ante todo, las relativas a la cuestión agraria, es decir, el despojo de las tierras comunales de las comunidades campesinas e indígenas, así como las reivindicaciones de los obreros ante las inicuas condiciones de trabajo y, en segundo lugar, la cerrazón del sistema político porfiriano y la centralización del Estado que determinó un creciente malestar ante las arbitrariedades de las autoridades políticas y judiciales en todos los niveles y la politización consiguiente. Habría que añadir otro factor, que en el libro queda en el trasfondo, es decir, la influencia de las relaciones internacionales habida cuenta de la importancia de las inversiones extranjeras en México, sobre todo las estadounidenses en el último tercio del siglo XIX —además de la contigüidad territorial entre los dos países— y la rivalidad a nivel continental entre Estados Unidos y las potencias europeas, en particular con la Gran Bretaña.

En el primer capítulo, “La crisis del Porfirismo”, Ávila y Salmerón resumen las transformaciones agrarias en el siglo XIX y la modernización industrial señalando las varias diferencias regionales, así como los cambios en las relaciones sociales y económicas en el campo que se tradujeron en motines, revueltas y rebeliones dando lugar a continuas formas de resistencia y de violencia confluidas en el proceso que se abrió en 1910-1911. Por otro lado, en el contexto urbano e industrial, junto al nuevo proletariado, existía un amplio sector de oficios artesanales que formó sociedades mutualistas cuyo horizonte cultural era la armonía entre las clases, modelo que se vio reforzado por la formación de asociaciones laborales sobre los postulados del catolicismo social derivados de la encíclica Rerum Novarum de 1891, atribuida a un pontífice que llegó casi 50 años después. En realidad, en el terreno de las ideas, el anarquismo y el socialismo no dieron lugar entonces a corrientes ideológicas sólidas que representaran un punto de referencia político autónomo para el conjunto de las clases subalternas.

Los capítulos que siguen presentan un aspecto cronológico y temático en que los autores conjugan la parte narrativa con observaciones y juicios sobre los actores, con la exigencia de poner en evidencia los principales problemas y las hipótesis interpretativas. Los autores, por ejemplo, a propósito de Francisco I. Madero hacen un balance de su actuación política y hablan del “fracaso del maderismo” enumerando las varias causas y señalando, sobre todo, la ausencia de una política incisiva en el terreno social; entre ellas, la creación del gobierno interino de compromiso de León de la Barra y el reforzamiento del ejército federal fueron elementos de la experiencia maderista que los dirigentes de clase media que dieron vida luego a la insurrección de 1913 quisieron evitar a toda costa y en la que encontraron el apoyo popular; en realidad, más que de “fracaso” del maderismo quizá habría sido pertinente subrayar que el bloque social oligárquico predominante en el terreno económico apoyó de manera incondicional el golpe militar, acentuando así el aspecto reaccionario del huertismo.

La primera respuesta al cuartelazo durante la Decena Trágica vino de los gobernadores del norte y, en particular, de Venustiano Carranza, quien convocó al Congreso coahuilense, que el 19 de febrero de 1913 desconoció formalmente al gobierno de Huerta. Sorprende que los autores ofrezcan en una síntesis con intentos divulgativos una imagen tan convencional de Carranza y, en parte anacrónica y contradictoria, como la de un político moderado “anclado en el pasado” decimonónico y presenten a Obregón como un combatiente “con la mira puesta en el porvenir” que con astucia habría establecido desde 1913 una alianza con el primero, observaciones que no rinden justicia de sus actuaciones políticas antes, durante y después del maderismo. De hecho, la lucha contra el régimen de Huerta y las perspectivas de crear un gobierno unitario encontraron muchas dificultades que, entre abril y diciembre de 1914, desembocaron en las divisiones del frente revolucionario dando lugar a polémicas que se han perpetuado en leyendas, sobre todo por lo que atañe a Carranza. Por ejemplo, en el mes de abril coincidieron varios acontecimientos que obligaron a los jefes revolucionarios a tomar decisiones en un clima general de incertidumbre. La Divisón del Norte de Villa en acuerdo con Carranza lanzó la ofensiva contra el bastión huertista norteño de Torreón, ciudad ocupada el 3 de abril: diez días después Villa ocupó San Pedro y la entera comarca algodonera de La Laguna sin el aporte de los constitucionalistas del noreste. Una semana después, el 21 de abril, tuvo lugar la ocupación estadounidense de Veracruz con la idea de obligar a Huerta a renunciar e imponer un gobierno, es decir, una solución negociada entre las partes que se combatían: ese mismo día el comandante militar huertista de Piedras Negras en la frontera, de manera autónoma e imprevista, dio la orden de abandonar la ciudad por temor a una invasión terrestre del ejército estadounidense y lo mismo ocurrió en el puerto fronterizo de Nuevo Laredo y Monterrey poco después, por lo que todas esas fuerzas federales se concentraron en Saltillo en pocos días; estas circunstancias, registradas en las historias militares por separado, tuvieron sin embargo consecuencias inmediatas. Estos hechos tomaron por sorpresa a Villa y Carranza y ambos mantuvieron coloquios en la ciudad de Chihuahua y maduraron la decisión de atacar primero Saltillo antes de avanzar sobre Zacatecas, es decir, tomada de común acuerdo y no impuesta como se suele repetir. Por otro lado, ante el ataque a Zacatecas a fines de junio, Villa solicitó el envío de carbón para mover los trenes, pues las minas coahuilenses se hallaban en el territorio controlado desde el mes de mayo por los jefes carrancistas, pero no había carbón disponible todavía pues pasaron un par de meses antes de poder reanudar la extracción. Aunque Villa juzgó este hecho como un desquite político, el problema de la carencia de carbón y la escasez de locomotoras en la región eran reales y la falta del embarque de combustible no fue una medida deliberada por parte de Carranza.

La cuestión de los recursos para seguir la lucha contra Huerta se planteó a pincipios de julio en las conferencias de Torreón entre los representantes de la División del Norte y del Ejército del Noreste Constitucionalista; más allá del texto del acuerdo que preveía la necesidad de convocar una convención y formular un programa de gobierno, los puntos decisivos señalados por Villa eran los relativos a los medios materiales y financieros, es decir, el carbón para los desplazamientos de los trenes y la entrega de papel moneda constitucionalista para aliviar las condiciones de vida y de abasto de las poblaciones y sustituir así los bonos y vales de los bancos locales y de las empresas como símbolo de la unidad revolucionaria, tema al que no se le presta la debida atención. En realidad, el esfuerzo llevado a cabo en términos militares por la División del Norte en las batallas de Torreón, de San Pedro, de Saltillo y de Zacatecas fue decisivo y las dificultades materiales encontradas explican que Villa no participara en la ofensiva sobre la Ciudad de México en julio.

La caída de Huerta y la rendición incondicional del ejército federal sellaron el derrumbe de las instituciones estatales; el restablecimiento de la legalidad constitucional presuponía un acuerdo político, pero se reveló de difícil actuación como resultó evidente en la Convención de Aguascalientes, que abrió la fase de la guerra civil revolucionaria. Los autores trazan el programa agrario del villismo plasmado con la confiscación de las haciendas pasadas bajo la dirección villista del nuevo Banco del Estado de Chihuahua, mientras fueron respetados los bienes de los ciudadanos estadounidenses, con la instauración de una buena administración en favor de la población más pobre y de los desempleados y favoreciendo la autonomía municipal. En lo que concierne a Morelos se pusieron en práctica las medidas del Plan de Ayala que representaba las aspiraciones y los intereses de los campesinos, es decir, fueron expropiadas sin indemnización las haciendas y los ingenios; también fueron ocupadas las tierras más ricas y se procedió al deslinde de los pueblos, creando además las condiciones de autogobierno. Los autores describen la evolución de la convención villista-zapatista durante sus desplazamientos y la actividad del Consejo Ejecutivo compuesto sólo por zapatistas tras la derrota de Villa en 1915 en defensa de la revolución local, grupo que elaboró la ley agraria para reglamentar el Plan de Ayala, la ley laboral y la relativa a la administración de la justicia, “testimonio de lo que podría haber sido el Estado zapatista” y afirman que algunas de las propuestas fueron “retomadas por la corriente ganadora de la revolución” en el Congreso Constituyente de Querétaro.

Cabe observar que medidas de naturaleza social respecto a la cuestión agraria y a las relaciones laborales habían sido puestas en vigor en contextos locales por los gobernadores provisionales, adoptadas con los decretos de Carranza y de sus colaboradores y, en algunos casos, surgieron comisiones agrarias locales, mientras Salvador Alvarado en Yucatán confiscó los ferrocarriles, sustrajo el control de la Comisión reguladora del henequén a las casas comerciales, favoreció la organización de los obreros y decretó la abolición de la servidumbre doméstica, es decir, había una amplia toma de conciencia de estos problemas que formaban un patrimonio de ideas muy difundido y que emergió de manera clara en Querétaro. Los artículos 27 y 123 de la Constitución de 1917, resultado de importantes debates, introdujeron los derechos sociales en la Carta mexicana, como es bien consabido. En lo que concierne al Congreso Constituyente, en el último capítulo del libro, se pone el acento sobre la lucha entre los partidarios conservadores de Carranza y los radicales de Obregón, lectura que reduce el valor del debate a discusión política e ideológica. A este propósito, merece subrayar que, más allá de la distinción entre voto activo y pasivo, las elecciones a sufragio universal masculino directo de la Asamblea de Querétaro le confirieron el poder constituyente propio y peculiar de las constituciones modernas de la edad contemporánea y que los diputados ejercieron en plena libertad.

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