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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.67 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2017

https://doi.org/10.24201/hm.v67i1.3455 

Reseñas

Amaya Larrucea Garritz, País y paisaje: dos invenciones del siglo XIX mexicano

Diana Ramiro Esteban* 

*Universidad Nacional Autónoma de México

Larrucea Garritz, Amaya. País y paisaje: dos invenciones del siglo XIX mexicano. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2016. 224p. ISBN: 978-607-02-7650-7.


Este libro brinda una visión novedosa sobre el nacimiento del concepto de nación en la segunda mitad del siglo XIX, recurriendo a su lectura y análisis por medio de la idea de paisaje mexicano, una construcción, o más bien una invención, que vino de la mano de un imaginario colectivo. ¿En qué medida y cómo ese imaginario paisajístico impulsó la idea de identidad nacional? A ello responde Amaya Larrucea apoyándose en la contundencia de numerosos mapas y paisajes decimonónicos que se reproducen en esta edición.

Uno de los méritos de este trabajo se reconoce en la habilidad de la autora para incorporar y equilibrar explicaciones del ámbito de lo científico junto con otras del orden de lo idílico, en un tránsito que nos lleva de lo racional a lo estético y finalmente a lo poético; respectivamente el capítulo primero aborda las obras cartográficas, el segundo las realizaciones pictóricas y el tercero los escritos de poesías, todos enmarcados en el siglo XIX mexicano, principalmente en su segunda parte.

Esta postura se acompaña de otra idea, que humaniza lo acontecido; consiste en revelar a los personajes decimonónicos que protagonizaron cada uno de estos episodios, documentando críticamente su papel crucial, reconociéndoles tanto como constructores de una idea de nación como de la nación misma. Este es uno de los aspectos del libro que más convocan, y es que, si bien Amaya Larrucea habla de los hermosos paisajes y de la riqueza natural de nuestro país, su apuesta va más allá, promoviendo la develación de estos grandiosos personajes como constructores del orgullo nacional.

En el primer capítulo, titulado “El territorio como un bien limitado”, se aborda el desarrollo de la cartografía en México; su tema central es la obra del geógrafo Antonio García Cubas. Su estudio va precediendo por el análisis de los mapas del periodo borbónico como primeros antecedentes de un esfuerzo por establecer la extensión y límites del territorio novohispano, explicaciones que sirven para contrastar la cartografía propia de un espacio colonizado frente al de una nación independiente; así se trata el mapa de Alzate y con especial énfasis la obra de Alexander von Humboldt, la cual se reconoce como la propia de un ilustrado. Otro antecedente, ya en el México independiente, es el Diccionario Universal de Historia y Geografía de 1856, una obra emblemática impulsada por los conservadores y coordinada por don Manuel Orozco y Berra, ensimismado en trazar una visión totalizadora de la República.

El abordaje que se hace sobre la obra de García Cubas es interesante; se le deja ver como un personaje de carne y hueso, que vive los avatares y traumas de un país complicado, invadido y mutilado. Su labor “expresa magníficamente el estilo con el que la nación mexicana inició su representación imaginaria” (p. 80). Su obra más importante por su trascendencia fue el Atlas pintoresco e histórico de los Estados Unidos Mexicanos, publicado en 1885, que comprendió la edición de 13 láminas. La abstracción y complicación que suponía un mapa para la mayoría de la gente llevaron a García Cubas a resolver su expresión y a favorecer la comunicación de sus contenidos con el acompañamiento de sendas viñetas; así es que el mapa se vuelve un signo y el paisaje un símbolo.

Uno de los mayores intereses de este capítulo es la lectura e interpretación que la autora hace de cuatro de esas 13 láminas, en especial de varias de sus viñetas, que afortunadamente se encuentran reproducidas de modo individual y a buen tamaño. Se trata de paisajes naturales, de volcanes, de vistas de sitios arqueológicos, de centros mineros, de escenas típicas del campo mexicano y de imponentes haciendas; en el análisis, se documentan sus antecedentes pictóricos, el ánimo sagaz del autor, el tema representado, el punto de vista de la época y siempre su papel de semillero para la formulación y propagación de un imaginario de lo mexicano como impulsor del sentido de pertenencia a una gran nación. De manera reveladora, Amaya Larrucea demuestra, explica y analiza la procedencia de muchas de esas viñetas, sobre todo las de sitios arqueológicos, publicadas décadas atrás por grabadores extranjeros y que García Cubas retomó y reinterpretó para favorecer el sentimiento de orgullo sobre la antigüedad mexicana.

El colofón del capítulo dice: “no es si estos son realmente los mejores o más bellos paisajes de México, sino que son, sin duda, los que los mexicanos identificaron como propios del territorio que formaba su país […] [García Cubas] logró establecer la liga emocional entre el país, como nación mexicana, y la identidad con el paisaje que desde entonces se considera suyo” (p. 116).

El capítulo segundo, bajo el título “La realización del territorio como belleza paisajística”, es a todas luces el corazón del trabajo; se encarga de enlazar y asegurar la transición de lo científico hacia la imagen poética; es la encrucijada entre lo racional y lo espiritual; se trata de abordar el valor estético del paisaje mexicano. Se exponen los orígenes etimológicos y literarios de las palabras y de los conceptos “país” y “paisaje”, dando paso a la construcción de un marco conceptual que trata la relación de la idea de paisaje con la imagen, el papel del espectador, la necesidad del relato y el significado cultural.

Se aborda el análisis de los cuadros de castas como los antecedentes de la pintura del paisaje mexicano, a partir de los cuales se explica cómo en el periodo virreinal se acostumbró a relacionar la posición social con el entorno paisajístico; llama en particular la atención el cuadro de castas que se compone con una detallada representación de la Alameda, y que se razona cuidadosamente como un documento relevante sobre un jardín histórico. También como antecedentes se retoma la obra de viajeros extranjeros que, en litografías, grabados y ocasionalmente en óleos, retrataron los paisajes mexicanos, desde la óptica de lo pintoresco o con motivo de los movimientos armados, como el de la invasión estadounidense de 1847. A cada uno de ellos, y en particular al mexicano Casimiro Castro, se da un espacio para reconocer en su trabajo el antecedente de lo que ocurriría en la segunda mitad del siglo.

Al tratar la cátedra de pintura de paisaje de Eugenio Landesio se explica su obra como la propia de la escuela academicista de visión romántica y de pasado bucólico, para centrar su gran mérito como formador de futuros paisajistas: Luis Coto, Gregorio Dumaine, y el más aprovechado de sus discípulos, José María Velasco.

Se hace claro que, a partir de aquí, la exposición, observación y análisis de la obra de Velasco, delatan la verdadera pasión de quien escribe. Se habla de él como persona, como artista y como mexicano, y así, por todo ello es que se le consagra como el gran paisajista. La autora construye los argumentos que explican los logrados trabajos de Velasco para componer el paisaje lejano, al tiempo de que se contextualiza con la realidad política del país y sus posiciones frente a los grupos de poder; los 44 años de vida activa le sirvieron para pintar más de 300 pinturas al óleo, acuarelas y litografías, con las que “influyó de manera definitiva en la construcción de paisaje mexicano” (p. 155).

La selección que se hace para abordar el estudio de la obra de Velasco consigue mostrar varios de sus ángulos, haciendo ver al científico, por medio de las litografías acuareleadas para su proyecto de ilustración botánica de la flora, o los óleos que representan peñascos y otras formaciones orográficas, con un afán de registro para las clasificaciones geológicas. Las lontananzas, el celaje y las transparencias, lo encumbran y se reconocen como obras máximas las vistas del valle de México, sobre todo desde el cerro de Santa Isabel, que dan testimonio de cómo Velasco supo aprehender el momento “inaugurando a través de una ligadura sentimental la ligadura del paisaje mexicano” (p. 167).

La transparencia es la manera sutil, también romántica, con la que se pasa del capítulo 2 al 3; de la imagen hecha pintura a la imagen hecha palabra; de la transparencia de los paisajes de Velasco a las palabras de Alfonso Reyes: “Caminante: has llegado a la región más transparente del aire” (Alfonso Reyes, El paisaje en la poesía mexicana del siglo XX, 1911).

Con el título “Acercamiento al paisaje mexicano en la poesía” no se puede dejar de ver en estas últimas páginas una visión original de la obra poética del México decimonónico y su aportación en la construcción de la idea de paisaje mexicano. Tal como se asegura, este apartado es una propuesta abierta, por lo que se ocupa de la obra primero de Bernardo de Balbuena, Rafael Landívar y Juan Francisco de Castaña Larrea; más adelante toca la de José María Heredia, la de Ignacio Manuel Altamirano y la de Manuel José Othón, apoyándose en el ensayo de Alfonso Reyes, publicado en 1911, titulado “El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”.

Este apartado reflexiona sobre la poesía como un vehículo para difundir la idea del paisaje mexicano con tonos románticos, y explica su importancia en el afianzamiento de un vínculo afectivo. Mientras hoy en día son muy pocas las repercusiones que tiene la poesía en la mentalidad del pueblo, la poesía romántica del siglo XIX tuvo un papel relevante en la vida cotidiana en todos los estratos sociales, recurrentemente con el tema del amor a la naturaleza. Su exposición en las revistas de la época contribuyó a difundir imágenes del territorio, con tintes románticos y poéticos, favoreciendo la construcción de la idea del paisaje mexicano mediante un vínculo emocional. Atinadamente, en este capítulo se han transcrito dos poemas de Othón: “Nostalgia” y “Noche triste de Walpurgis”, al tiempo que se reproduce el óleo de Velasco, Volcanes del Valle de México, prestando atención al decir de Octavio Paz sobre ambos artistas: “Si Velasco hubiera sido poeta, su forma predilecta hubiera sido el soneto. Sus paisajes poseen el mismo rigor, la misma arquitectura desolada y nítida, la misma monotonía de los sonetos de Othón” (Octavio Paz, Pinturas de José María Velasco, 1942).

Por último, es oportuno hacer ver que, si bien la idea central del libro es la de explicar el paisaje mexicano como una construcción del siglo XIX en el imaginario colectivo, permanece otro argumento, a veces literal, otras rescatable de entre líneas; se trata del llamado que recurrentemente hace la autora acerca de la necesidad de reflexionar sobre qué es el paisaje y conseguir su resignificación, sobre la urgencia de iniciar la construcción de un corpus teórico integrado que, desde México y para México, siente las bases para confrontar la destrucción de nuestro paisaje. Este ha sido un gran comienzo.

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