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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 n.1 Ciudad de México Jul./Sep. 2015

 

Reseñas

Carlos Illades y Teresa Santiago, Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra

Daniel Kent Carrasco* 

* King’s College London. United Kingdom. Correo electrónico: bentana85@yahoo.com.mx.

Illades, Carlos; Santiago, Teresa. Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra. ,, México: Era, 2014. 191p. ISBN: 978-607-445-374-4.


Palabras clave: Illades; Santiago; violencia; política; narcotráfico; México; siglo XX; siglo XXI

Keywords: Illades; Santiago; violence; politics; drug trafficking; Mexico; 20th Century; 21st Century

Una sombra envuelve la vida de los mexicanos: la sombra de la violencia. Ésta se ha posado sobre el horizonte de nuestra vida política, social, íntima, impidiéndonos discernir con algún tipo de claridad lo que vendrá, lo que nos espera más allá de lo que emerge como un aparente callejón sin salida. Pareciera como si, en palabras del teórico jamaiquino David Scott, durante los últimos años el tiempo se hubiera vuelto menos flexible, menos prometedor de lo que antes pensábamos que debía ser, y lo que nos queda -ahogados como estamos en un torrente de malas noticias y estadísticas aterradoras- es una sensación de estar viviendo la secuela de un periodo en el que era posible pensar en alternativas, y a veces soluciones, a los problemas de la sociedad. Varados en un momento de intenso agotamiento, nos enfrentamos al colapso de antiguas esperanzas de la imaginación y a la incapacidad de pensar en un futuro diferente a un presente que parece extenderse indefinidamente sin ofrecer una salida.1

Aquí situados, el epígrafe extraído de la obra de José Emilio Pacheco con el que Carlos Illades y Teresa Santiago abren Estado de Guerra cobra un sentido transparente y rotundo:

Tendrán que decirme si de verdad

Todo este horror de ahora era el Mañana.

A 15 años de la llamada transición democrática, y a poco más de tres del fin del ciclo panista y el regreso del pri a Los Pinos, vivimos un momento en el que preguntas como ¿hacia dónde vamos? y ¿qué ha cambiado? parecen perder sentido.

A primera vista, el atrincheramiento de un estilo de hacer política propio del viejo régimen patrimonialista y autoritario, así como la agudización del conflicto social y la violencia cotidiana podrían hacernos pensar que poco, o muy poco, ha cambiado. Para aquellos que nos hicimos adultos ya en la celebrada era de la democracia, la alternancia política y el pluralismo de fuerzas -de distintos colores pero aparentemente de la misma calaña- resultan débil consuelo para la sensación de habernos quedado sin opciones frente a la pervivencia de los ancestrales males de la impunidad, la corrupción y la desigualdad.

Sin embargo, lo que sí ha cambiado de manera definitiva es la forma en la que los abusos del poder y las limitaciones de la sociedad son percibidos y discutidos. La incapacidad para reducir efectivamente los niveles de violencia y de activar la economía -las dos promesas del pri al regresar a la presidencia- ha permitido que la indignación popular y el rechazo se alcen notablemente, no solo en contra de uno u otro elemento de la muy depreciada partidocracia, sino en contra del Estado y el sistema gubernamental en su conjunto. Por una parte, la actividad democrática parece incapaz de ofrecer alternativas viables y efectivas a los problemas y peligros que acechan a la sociedad. Esto, unido a la popularidad de la simplista, pero poderosa, narrativa de que el responsable y causante de las desgracias que azotan a la sociedad “fue el Estado”, ha causado que la falta de credibilidad del gobierno haya alcanzado niveles nunca antes vistos. Desde los tradicionalmente temidos cuerpos de impartición de justicia y los muy devaluados sistemas locales de autoridad, hasta la figura del Ejecutivo, es difícil -si no es que imposible- hallar hoy en día una autoridad o símbolo del Estado que detente siquiera un atisbo de legitimidad. Es en este contexto y en respuesta a sus urgencias que aparece el libro de Illades y Santiago.

Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra no es un libro sobre la violencia en México ni sobre el narco. Es, como el título lo indica, un libro sobre el Estado, y un intento de desentrañar la manera en la que éste ha hecho un uso instrumental y sistemático de la violencia a lo largo de los últimos 50 años en nuestro país. El análisis crítico procede de manera inmisericorde y amplia, de manera que pocos, o ninguno, de los actores sociopolíticos más relevante salen ilesos. No se salvan ni las clases medias -quienes azuzadas por el miedo han condonado la violación de los derechos humanos, el ataque a las libertades ciudadanas y la implantación de un régimen militarizado durante los años de Calderón-, ni la clase política -cuyos integrantes, sin excepción, han visto sus estructuras permeadas por el crimen organizado y han sido beneficiarios y promotores de la cultura de la corrupción y la violencia desde el Estado-, ni aquellos intereses que median entre ambas esferas.

Como análisis histórico, Estado de guerra es un material de gran valor, en especial para las generaciones crecidas durante la narcoguerra, que piensan en la guerra sucia -los pocos que han oído siquiera hablar de ella- como un lejano fuego del pasado cuyas brasas hace mucho se extinguieron. Buscando desentrañar las causas y corrientes que contribuyeron al incremento de la violencia cotidiana en México en los últimos lustros, los autores insisten en la necesidad de indagar en el papel del Estado en dichos procesos. Nos recuerdan, así mismo, que la guerra ha sido invariablemente una condición necesaria para la formación de los Estados modernos, un dato que, en el caso de México, resulta especialmente relevante para entender la coyuntura actual. La historia del nacimiento del Estado revolucionario es también la historia del fin de una guerra civil. Al mismo tiempo, la historia de su desarrollo y florecimiento debe ser vista paralelamente como la historia de la eliminación de la discordia dentro de la familia revolu­cionaria, así como de la oposición y la insurgencia de izquierda, las voces disidentes y la protesta juvenil.

Para los lectores de mi generación, el libro hábilmente contextualiza la guerra interna iniciada en 2006 mediante una exploración­ de las hondas raíces de las actividades de contrainsurgencia del Estado mexicano. Con el fin de clarificar los antecedentes directos de la actual narcoguerra, el libro lleva a cabo un recuento de los crímenes del Estado en contra de los numerosos movimientos insurgentes y guerrilleros durante la segunda mitad del siglo XX. Entre éstos, tienen especial relevancia el Grupo Popular Guerrillero dirigido por el joven profesor Arturo Gámiz, las autodefensas de Lucio Cabañas, el Partido de los Pobres, también de Cabañas, y su brazo armado, la Brigada Campesina de Ajusticiamiento, los activistas de la ahora tristemente célebre Escuela Normal Rural Isidro Burgos, el partido y grupo de guerrilla urbana Liga Comunista 23 de Septiembre y su desaparecido líder Ignacio Salas Obregón. De igual forma, el libro se encarga de sacar a relucir la maquinaria estatal a cargo de esta política de represión, integrada por grupos y personajes como el capitán Fernando Gutiérrez Barrios y su Grupo de Investigaciones Especiales C-047 de la Dirección Federal de Seguridad, Miguel Nazar Haro y Luis de la Barreda, Mario Arturo Acosta Chaparro y la Brigada Especial Antiguerrillas (BEA) o Brigada Blanca.

El recorrido por el que nos guían Illades y Santiago en la parte inicial de su libro, y que en ocasiones se lee como el recuento de infamias contenido en la “Parte de las muertas” de la novela 2666 de Roberto Bolaño, sirve de trasfondo para contextualizar los orígenes y el desarrollo de la estrategia gubernamental en contra del narcotráfico en México, desde sus inicios con la Operación Cóndor acordada entre los gobiernos de Luis Echeverría y Richard Nixon, en 1975, hasta el lanzamiento de la cruzada calderonista en 2006. En palabras de los autores, la

[…] guerra de Felipe Calderón contra el crimen organizado desempolvó dos lógicas bélicas caducas que, aunque relacionadas entre sí, obedecían a dinámicas distintas. Nos referimos a la guerra sucia, con la cual el Estado mexicano confrontó a la guerrilla, y a la guerra contra las drogas de Richard Nixon, emprendida con el objeto de guarecer a la población estadounidense del consumo de enervantes. Concebidas en el marco de la Guerra Fría, ambas coincidían en situar al enemigo en el Tercer Mundo y partían de la premisa de que era necesario reforzar militarmente a los Estados para contener una eventual insurrección popular. También asumían que todos los recursos serían válidos para cumplir este objetivo (p. 35).

Uno de los aspectos más notables del texto es la manera en que los motivos políticos de la estrategia antinarco son estudiados en conjunto con las ideas y supuestos intelectuales y morales que han servido para justificarla, especialmente desde 2006. Los autores proponen que, para Felipe Calderón, la defensa de la Iniciativa Mérida no solo obedeció a la necesidad de construir una legitimidad ausente tras las polémicas elecciones de 2006, sino también, y quizá principalmente, a la convicción del presidente de ser el legítimo defensor de las familias mexicanas, junto con sus valores tradicionales, de aquellos “enemigos de México” y “criminales sin escrúpulos” que amenazaban con hacer que la droga llegara a nuestros hijos. Obedeciendo a una lógica eminentemente cristiana y clasista -dirigida al apaciguamiento de las clases medias urbanas y letradas, aterrorizadas por el espectro del caos que, durante el último año de la administración de Fox, parecía cernirse sobre el país-, Calderón defendió el orden como la principal meta política y moral de su gobierno, por encima de otros fines como la paz o la justicia. Esto queda claro, nos muestran los autores, en sus declaraciones a lo largo del sexenio, el cual clausuró el presidente afirmando en tono cómicamente kantiano en su último informe de gobierno, que su estrategia había obedecido a un “imperativo legal, político y moral: un imperativo categórico” (p. 92).

Illades y Santiago nos muestran cómo la decisión de iniciar una guerra fue resultado de la necesidad, fundamentada en principios morales, de iniciar una ofensiva en contra de una realidad que al presidente se le iba de las manos y a la cual no tenía la pericia política de enfrentar por otros medios. El escenario de insurgencia desarrollado en Oaxaca en 2006, la polarización de las campañas presidenciales y la expansión de un discurso político a nivel internacional marcado por la retórica bélica desde el inicio de la administración de George W. Bush, impulsaron a Calderón a apoyar y defender una guerra interna, a pesar de no contar con una estrategia integral que complementara el combate militar al crimen organizado. El desorden trágico que resultó de esta falta de estrategia fue acompañado desde un inicio por el desprecio continuo a los derechos humanos, los reclamos de la sociedad y el sufrimiento de las víctimas -contadas en decenas de miles-, las cuáles sería infamemente tachadas de “daños colaterales.” En otras palabras, la intempestiva reactivación de la maquinaria de un “Estado autoritario que no acaba(ba) de irse” fue actualizada en “el estado de guerra que la administración panista impuso de facto a la sociedad mexicana, conduciéndola por un rumbo difícil de desandar y activando el engranaje de la violencia desbordada” (p. 178). Y, para quienes rechacen la afirmación de que el Estado haya efectivamente declarado una guerra en contra de su población, el libro ofrece datos como el siguiente: de los 249 casos de desapariciones forzadas documentadas a principios de 2013 por Human Rights Watch, en 149 (60%) intervinieron funcionarios públicos o miembros de las fuerzas de seguridad (p. 111).

Finalmente, los autores dejan en claro la existencia, quizá más preocupante, de “otra guerra”, eclipsada por el alarmante panorama. Esto es, la guerra no declarada en contra de derechos y garantías de la sociedad civil, librada de facto a través de incontables ataques en contra de liderazgos comunitarios y locales, defensores de los derechos humanos y periodistas. La situación no ha cambiado mucho con la llegada del gobierno de Enrique Peña Nieto, el cual ha optado por retirar la guerra de los medios y presentarse como una administración que busca el consenso, los acuerdos y la modernización. Casos como los de Tlataya y Ayotzinapa no hacen más que confirmar la teoría de que el estado de guerra que se implantó con Calderón no es solo fruto de una decisión gubernamental, sino una realidad heredada de todos los mexicanos.

Estado de guerra no solo pone ante nosotros, de manera clara, un análisis de lo ocurrido en los últimos años, y las maneras en las que esta situación tiene hondas raíces en el pasado político de México. También representa un importante alegato en contra de la narrativa, defendida durante ya al menos una década por analistas y actores de todo el espectro, que busca presentar a la historia reciente de México como una gesta por la democracia y el desarrollo de una sociedad progresista. A este relato triunfalista el libro opone otro, marcado por la evidente normalización de la violencia desde el Estado y las instituciones como el eje rector de la historia contemporánea reciente de nuestro país, así como una institucionalización de la impunidad que atañe no solo al crimen organizado y los agentes del Estado, sino a los intereses privados que buscan adueñarse de las tierras comunales, los recursos naturales y los mercados inmobiliarios con beneplácito de las autoridades.

Sin embargo, los autores no solamente atacan a los defensores de la “democracia formal” o se montan en la ola de crítica que busca desprestigiar, de cualquier modo posible, al sistema político de México. Más bien, y con una precisión casi lógica, muestran la manera en que la transición democrática se ha desarrollado en paralelo a la degradación de gran parte de las instituciones estatales debido a la acción del crimen y la complicidad de las autoridades, y cómo estas instituciones del Estado, en lugar de hacerse más transparentes, han sido gradualmente puestas al servicio de un proyecto de guerra interna que no beneficia ni a sus integrantes ni a la población que buscan representar. “Debe pensarse, entonces, si nuestra deficiente democracia política, con todo el logro más importante de las últimas décadas, es compatible en el mediano plazo con un estado de guerra al cual no se le ve un final próximo” (p. 155).

Para terminar, y retomando la propuesta trágica de David ­Scott, el libro Estado de guerra es importante porque nos obliga a enfrentarnos con lo que el autor caribeño denomina la ansiedad causada por el agotamiento de los supuestos acerca del presente con base en los cuales reconstruimos el pasado y nos aventuramos a interrogarlo críticamente.2 En palabras llanas, este libro -que este reseñista lee como un libro de historia- nos reta a ver más allá del “fardo de cadáveres sin nombre” (p. 182) en el que aparentemente México se ha convertido, y formularnos preguntas respecto a la manera en la que hemos, a partir de ahora, de escribir sobre el pasado. Si la historia de México no puede ser vista solamente como una gesta por la democracia, entonces, ¿cómo hemos de verla? ¿Acaso solo podremos pensar en el presente como el punto álgido de una guerra estructural, tal y como lo sugiere el subtítulo de Illades y Santiago? Debe haber, con certeza, otras historias ocultas en este tejido. Otras corrientes subterráneas que rescatar, al menos para tratar de responder a la simplista y necesaria pregunta de ¿qué podría ir peor? Pero también hemos de generar otro tipo de preguntas sobre el pasado. Preguntas que reemplacen a interrogantes como ¿en qué hemos fallado? o ¿en qué se ha convertido la sociedad mexicana? Debiéramos, quizás, comenzar a plantearnos si alguna vez existió eso por lo que hoy parecemos estar de luto y llamamos “sociedad” en México. Y, si respondemos que sí, que algo así existió, entonces hemos de aceptar que necesariamente estuvo marcada por el abandono, la injusticia, la inequidad y la violencia.

¿Cómo será visto el actual periodo? Siguiendo la lógica incendiaria de 1810-1910-2010, quizá habrá quien atisbe en nuestro presente una nueva revolución, un fértil caos creativo. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es, como nos dice José Emilio Pacheco, que el mañana que ayer imaginaron tiene hoy mucho de horroroso. Nos toca pensar desde hoy en un mañana nuevo. Y en esto, creo, hemos de tomar el consejo de David Scott y repensar la relación entre el aparente callejón sin salida del presente y los viejos futuros utópicos que lo inspiraron y, durante mucho tiempo, lo sostuvieron para aspirar a un idioma del futuro que reanime este presente, que lo ponga en peligro, y que tal vez sea capaz de generar horizontes inesperados de posibilidad transformativa.3

1Para aquellos interesados en la aproximación a la tragedia como la clave de nuestra época desarrollada por David Scott, véanse David Scott, Conscripts of Modernity. The Tragedy of the Colonial Enlightenment, Durham y Londres, Duke University Press, 2004; Omens of Adversity, Durham y Londres, Duke University Press, 2014.

2David Scott, Conscripts of Modernity. The Tragedy of the Colonial Enlightenment, p. 2.

3David Scott, Conscripts of Modernity. The Tragedy of the Colonial Enlightenment, p. 1.

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