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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.64 n.3 Ciudad de México Jan./Mar. 2015

 

Reseñas

Leticia Reina y Ricardo Pérez Montfort (coords.), Fin de siglos, ¿fin de ciclos?: 1810, 1910, 2010

Diego Pulido Esteva* 

*Instituto Nacional de Antropología e Historia

Reina, Leticia; Pérez Montfort, Ricardo. Fin de siglos, ¿fin de ciclos?: 1810, 1910, 2010. México: Siglo Veintiuno Editores, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Centro de Investigaciones y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos, 2013. 418p. ISBN: 978-607-030-458-3.


Este libro ofrece un análisis comparado de los fines de siglo en México, motivo suficiente para afirmar su originalidad y pertinencia. Es resultado de un concurso interdisciplinario e interinstitucional de especialistas en distintos campos. Está dividido en seis bloques temáticos y a lo largo de éstos se suceden cambios de escala así como temporalidades que van de periodos cortos al análisis de procesos seculares, como muestran los balances correspondientes a la primera y la última partes de la obra. En éstos se privilegia la mirada de largo aliento para entender los fines de ciclo en la historia de México que, como apunta Paolo Riguzzi, están estrechamente asociados “en términos lógicos e históricos” a procesos revolucionarios (p. 61).

Por la diversidad de problemas y periodos que este libro abarca, es complicado detenerse en cada uno de los trabajos en tan corto espacio, por lo cual alternaré comentarios sobre algunos de éstos con una apretada síntesis. El texto de Enrique Semo conforma la primera parte, en la cual los fines de ciclo aparecen como resultado de tensiones entre la “modernización desde arriba” y la vía revolucionaria.

La segunda se aboca a las crisis económicas en dos conjuntos de artículos. Por un lado, los dedicados a las tendencias económicas generales y, por el otro, los que describen escenarios rurales y agrarios. Pertenecen a este bloque los estudios de Antonio Ibarra, Paolo Riguzzi, Orlando Delgado, Alejandro Tortolero, Antonio Escobar y Armando Bartra. Mientras que el fin del siglo xviii se caracterizó por la regulación e intervención estatal en la economía, la prosperidad rural, la integración sectorial y la presión fiscal, el fin del XIX se muestra afectado por el fracaso de la “modernización defensiva porfiriana”, incapaz de amortiguar los efectos de la crisis estadounidense de 1907. El final del XX, en cambio, se caracteriza por un exiguo o nulo crecimiento y un empecinamiento que apuesta por doctrinas inspiradas en el neoliberalismo.

La tercera parte revisa en dos bloques las crisis políticas. Por una parte, la formación del Estado y las tensiones entre el centro y las periferias. Por la otra, los procesos electorales, el gobierno y las organizaciones políticas. En este conjunto, Daniela Marino invita a pensar si la crisis del porfiriato afectó al régimen en la misma medida que al Estado. Nos recuerda que, sin estar exento de desafíos y límites, el Estado nación mexicano se consolidó en el último tercio del siglo XIX, pretendiendo arrogarse el monopolio de la violencia, de la fiscalidad y de la generación de derecho, incrementando para ello una burocracia especializada (p. 155). Sin embargo, el problema de la sucesión presidencial no fue resuelto. Díaz pasó de ser reconocido como el héroe y caudillo tuxtepecano a considerarse el dictador incapaz de resolver la querella entre las élites. Para entender a cabalidad la caída del porfiriato, Leticia Reina desplaza la atención de los historiadores hacia la política local y el ámbito rural. Las elecciones municipales, señala, se caracterizaron por la creciente participación de indígenas y campesinos, generando una conflictividad permanente con caciques, jefes políticos y gobernadores. En este cambio de escala, la autora señala que “el ciclo decimonónico se cerró cuando el sistema moderno de representación impidió la renovación de los gobiernos en todos los niveles (desde el gobierno federal hasta los municipios)” (p. 200).

La cuarta parte del libro está dedicada a la crisis social, repasando los movimientos sociales y la desigualdad socioeconómica en la historia del país. Rubén Ruiz analiza los tumultos y rebeliones en el siglo xviii, Romana Falcón describe las resistencias campesinas y obreras a fines del siglo XIX, y Francisco Pérez Arce los movimientos sociales en el tránsito al siglo XXI. Las desigualdades sociales son estudiadas por Víctor Gayol, Elisa Speckman y Luis Reygadas. En concreto, es interesante el cuadro que completan para explicar el tránsito del siglo XIX al XX. Desde arriba, la desigualdad era un escollo en el pensamiento liberal y luego, en su versión transformada, influida por el positivismo y el darwinismo social, mientras que el edificio jurídico cimentaba el Estado para regular la propiedad, los intercambios y los comportamientos reconocen solamente al individuo. Desde abajo, las exigencias campesinas y obreras adquirieron consistencia. Los campesinos, lejos del carácter “prepolítico” con que a veces se les caracteriza, abanderaron el municipio libre y participaron del reclamo de representación política y de la demanda de recursos.

La quinta parte está dedicada a la crisis cultural y se conforma de dos conjuntos de ensayos. El primero sobre el Estado y la cultura, y el segundo sobre las metamorfosis del liberalismo. Ambos conjuntos son presentados por Esther Acevedo y Ricardo Pérez Montfort. El primero reúne los trabajos de José Joaquín Blanco sobre las transformaciones culturales que resultaron de las reformas borbónicas en la segunda mitad del siglo xviii; el de Esther Acevedo es sobre los modernistas y termina con el diagnóstico de Pérez Montfort acerca de la cultura en los inicios del siglo XXI.

José Joaquín Blanco sugiere que el proyecto centralizador de los borbones sacudió las autonomías, inculcó el neoclasicismo y desafió el canon jesuita, iniciando un conflicto con la abigarrada ritualidad barroca. En tal sentido, los aires de modernidad coexistían yuxtapuestos con la milagrería guadalupana exacerbada, abriendo un ciclo de “catolicismo secular”.

En cambio, la estética del fin del siglo XIX supuso el surgimiento de la corriente modernista. Caracterizada por su proclama del arte por el arte, distanciada del canon romántico, Esther Acevedo observa en esa corriente “una ruptura de fin de siglo”: cambios en los programas de la Escuela Nacional de Bellas Artes, surgimiento de revistas literarias como la Revista Azul, Revista Moderna de México y Savia Moderna fueron los foros de dicha ruptura. La bohemia modernista, respaldada por Justo Sierra y unos cuantos mecenas, no estuvo exenta de conflictos con tradicionalistas (como Manuel Revilla). Rubén M. Campos, señala Acevedo, “opuso a la religión y al academicismo, el modernismo”. Tablada, Urbina, Urueta, Ruelas (a quien considera “el artista paradigmático del modernismo”), entre otros, fueron los miembros del cenáculo. A pesar de su riqueza, este capítulo descuida las manifestaciones literarias y se ocupa casi exclusivamente de la plástica. Sin embargo, Acevedo consigue mostrar que, como fenómeno de ruptura, el modernismo en sus vertientes decadentista, decorativa y nacionalista, fue el puente entre el cosmopolitismo y el nacionalismo cultural posrevolucionario.

Mientras el dinamismo del grupo modernista resultó en una estética vanguardista, el panorama cultural de finales del siglo XX sólo se entiende, como apunta Pérez Montfort, si se parte de la “imposibilidad de la cultura nacional mexicana”. Considera “esquizofrénica” la actitud en los “ámbitos creativos e intelectuales”, pues convive el anhelo de independizar la cultura con la añoranza del patrocinio estatal. A pesar de que se “navega a la deriva” en políticas culturales, muestra la vitalidad de expresiones regionales y populares. Repasa las tensiones entre nacionalismo y regionalismo, mostrando la proclama de reconstruir un Estado en el que la adhesión debiera darse a partir del respeto a la diferencia y no, como se había pretendido hasta entonces, a condición de que se renunciara a la cultura propia. Además de pensar la cultura nacional como espacio adecuado para la coexistencia de lo diverso, analiza la exigencia para obtener el derecho a la creación más que al consumo. La escasa responsabilidad estatal en la materia dejó huecos llenados por la cultura televisiva. Aunque el autor no lo dice así, las grillas dirimidas por los grupos Nexos y Vuelta (con sus respectivos caudillos) dan cuenta de variadas polémicas intelectuales. Al margen de éstos y en años más recientes, el fondo de la crisis parece haberse experimentado durante el periodo foxista, con proyectos sumamente cuestionados como la Biblioteca Vasconcelos y el Centro de las Artes en Zamora. La redención, si acaso, debe buscarse en los márgenes de dichos escenarios y en dos polos: el académico y el popular.

El otro conjunto de ensayos sobre la crisis cultural se ocupa de las metamorfosis del liberalismo. Allí, Rodrigo Martínez Baracs refiere que la modernidad temprana debe entenderse como resultado de dos momentos de shock: la conquista del siglo XVI y la segunda conquista o aculturación, dos siglos más tarde. Para este autor, ambos episodios son matrices de procesos que deben ser observados localmente, atisbando la reticencia corporativa al proyecto de individuación.

Le sigue a este ensayo el de Carlos Illades sobre “el terror a la multitud” en el porfiriato tardío, es decir, sobre los miedos y ansiedades, resultado del avance de colectividades sociales. El malestar de letrados como Justo Sierra correspondía con el manifestado en otras latitudes. Un vocabulario recurrente en la época da cuenta de ello y muestra la manera de conceptualizar dichas colectividades. Figuran así “la bola”, “el peladaje” y otros términos que vitalizaban los prejuicios de la autoproclamada “gente decente”. No fue fortuito el surgimiento del discurso criminológico ni que las novelas naturalistas de Federico Gamboa hicieran eco de las teorías degeneracionistas en boga. Los actores colectivos, en suma, eran considerados peligrosos por su presunta tendencia a la violencia. Se afirmaba que la única vía para contener las pasiones era, entonces, la autoritaria. En ese sentido, el liberalismo se transformó acercándose al positivismo. Aunque eclipsó otras doctrinas, el pensamiento finisecular decimonónico sería ininteligible sin asomarse al catolicismo social y a los socialismos. Esto, como apunta Illades, tenía en el centro una actitud que oscilaba del miedo a la redención de las clases populares. En este apartado se extraña una mirada a los contrapuntos del discurso hegemónico expresado en una miríada de impresos populares y prensa satírica, entre cuyos ilustradores figuraban José Guadalupe Posada y Manuel Manilla.

El renacer liberal del siglo XXI, en cambio, tiene la revolución como referente ambiguo y a la reforma neoliberal en pleno apogeo. Así, la cultura política en la llamada transición democrática exige precisar reacomodos conceptuales y prácticos. De ello se ocupa Lorenzo Meyer, quien al hacerlo estudia las actitudes de varios actores sociales sobre el Estado, el gobierno, la justicia y la seguridad. Asegura que, en términos comparativos, el mexicano promedio es el que menos espera trato equitativo de la burocracia y de instancias estatales. Los rezagos se explican por el difícil acceso a la información, el predominio de un duopolio televisivo y el bajísimo índice de lectura. Para Meyer, el triunfalismo con el que los gobiernos elogian la democracia y la economía de mercado debe contrastarse con el malestar social de una población cuya mitad se encuentra en condiciones de pobreza.

Contra lo que podría entenderse como tropicalización de la tesis de Francis Fukuyama, conviene recordar que la democracia, tanto en el escenario mundial como en el nacional y el local, no fue consustancial al liberalismo sino producto de más de un siglo de luchas. Así, este repaso de las metamorfosis del liberalismo viene a cuento en un panorama que clama el triunfo liberal desde una pretendida etapa posideológica. Los ensayos reunidos recuerdan que la “democracia de los pocos” era el verdadero origen del “carro de los triunfadores”.

La sexta y última parte del libro reúne los balances de los fines de ciclo novohispano, porfiriano y neoliberal. Para el primero, Ibarra matiza la noción de prosperidad inducida por la monarquía y reflexiona sobre el ocaso del “pacto colonial” debido a la sujeción fiscal en lo económico. Conviene entender esto en el paradójico binomio de “crisis en la prosperidad”. Para el segundo, resulta claro que el Estado porfiriano se desquició en plena lucha armada. Para el tercero y último, relativo al fin del ciclo neoliberal, resulta menos verosímil a pesar de las crisis permanentes y al deterioro de los derechos sociales, aspectos apuntados por Carlos Tello y Carlos San Juan y que se aploman en la persistencia de la desigualdad. Además, recuperando el ensayo de Semo, en los albores del siglo XXI “no existe en el mundo una época [ni] un espíritu revolucionario”. A esto debe añadirse que rara vez es posible identificar los puntos de inflexión de manera anticipada, pero sí historizar el presente vivido.

Para terminar, resultan pertinentes las palabras de Perry Anderson, para quien las “analogías históricas son poco más que sugerentes”, pero ocasionalmente “pueden resultar más fructíferas que las predicciones”.1Fin de siglos ¿fin de ciclos? 1810, 1910, 2010 se inscribe, precisamente, en esa línea para pensar los ciclos de manera comparativa e histórica.

1Perry Anderson, Los fines de la historia, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 173.

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