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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.41 no.spe Ciudad de México feb. 2023  Epub 11-Mar-2024

https://doi.org/10.24201/es.2023v41nespecial.2458 

Artículos

Las fundaciones, la financiación extranjera y las ciencias sociales: lo que sabemos

Foundations, Foreign Funding and the Social Sciences: What We Know

1Departamento de Filosofía , Universidad del Sur de Florida, EUA, turner@usf.edu


Resumen:

A través de una serie de casos históricos y análisis cuantita­tivos, los trabajos presentados en este número de Estudios Sociológicos abordan cuestiones fundamentales sobre las consecuencias políticas del financiamiento extranjero de las ciencias sociales. En conjunto, estos trabajos ilustran la paradoja inherente a la financiación de la vida intelectual: el poder de los donantes depende de la legitimidad y, por lo tanto, de la independencia de los donatarios. La cuestión es compleja porque los beneficiarios, que pueden operar como “Estados tapón”, tienen objetivos distintos de los de los donantes. En este marco, los donantes que financiaron proyectos en América Latina tuvieron dificultades para encontrar socios que consideraran fiables, así como para atraer instituciones influyentes. Asimismo, se toparon con variadas resistencias. Los donantes practicaron por ello dos estrategias básicas para adaptarse a las circunstancias locales: el apoyo a instituciones ya existentes preferido por la Fundación Rockefeller, por un lado, y el desarrollo de think tanks elegido por la Fundación Ford, por el otro. Aun cuando los objetivos de los donantes reflejaban, en parte, las preocupaciones de la Guerra Fría, el resultado de su accionar fue un cierto pluralismo intelectual.

Palabras clave: Fundación Rockefeller; Fundación Ford; ciencias sociales; América Latina; estudios del desarrollo; ciencia durante la Guerra Fría

Abstract:

Through a series of historical cases and quantitative analysis, the papers presented in this issue of Sociological Studies address fundamental questions about the political consequences of foreign funding of the social sciences. Taken together, these works illustrate the paradox inherent in the financing of intellectual life: the power of donors depends on the legitimacy and therefore the independence of the grantees. The issue is complex because the recipients, who can operate as “buffer states”, have different objectives from those of the donors. Within this framework, donors who financed projects in Latin America had difficulties finding partners they considered reliable, as well as attracting influential institutions. They also met with various resistances. Donors therefore practiced two basic strategies to adapt to local circumstances: the support for existing institutions preferred by the Rockefeller Foundation, on the one hand, and the development of think tanks chosen by the Ford Foundation, on the other. Although the donors’ objectives reflected, in part, Cold War concerns, the result of their actions was a certain intellectual pluralism.

Keywords: Rockefeller Foundation; Ford Foundation; social sciences; Latin America; development studies; science during the Cold War

Ya es un lugar común afirmar que el “conocimiento” es político, y que esto debe ser reconocido y encarado de modo abierto. La producción de “conocimiento” en el sentido político del conocimiento -es decir, el conocimiento que es potente porque se considera que está por encima de la política- requiere dinero. La filantropía es así el lugar donde el conocimiento y la política se encuentran. Sin embargo, al mismo tiempo, no es inusual que se niegue el efecto del dinero sobre el conocimiento por la razón obvia de que reconocer esa influencia equivaldría a sacrificar el especial poder político propio del conocimiento, que se deriva justamente de su pretensión de estar por encima de la política, y de no ser algo que se pueda comprar o vender.

Éste era un dilema que los filántropos entendían bien, aunque de modo tácito. De hecho, solían referirse a las organizaciones que apoyaban -y que podían decir o patrocinar cosas que les resultaban desagradables a los filántropos- como “Estados tapón”. A la vez que esto relevaba a los filántropos de cualquier responsabilidad por las acciones de esas organizaciones, dejaba claro también que cabía a las organizaciones receptoras de ayuda asumir la defensa de sus propias iniciativas.

El uso de un lenguaje propio de las relaciones internacionales no era casual. Reflejaba el hecho de que el poder vinculado a la filantropía va en ambas direcciones, de los filántropos a aquellos sobre los que inciden, y también que la influencia que ejercen las fundaciones y los financiadores en el campo del conocimiento puede llegar a disminuir su prestigio: el accionar de las fundaciones es menos sospechoso si aparece como independiente; si es explícito, puede resultar pernicioso para sus propios fines. En América Latina, este tipo de riesgos se vieron incrementados por el hecho de que los financiadores eran extranjeros. Tal situación no sólo los hacía menos capaces de distinguir entre posibles aliados y enemigos, sino que los exponía de forma exacerbada a una cierta sospecha: aquella que despierta cualquier “ayuda” sujeta a condiciones. Los autores de los artículos reunidos en este número especial son conscientes de estas tensiones y avanzan en la reconstrucción de los matices y decisiones estratégicas de los distintos actores que participaban del drama filantrópico.

Muchos análisis sobre las consecuencias de la filantropía están animados por un modelo simple orientado a “desenmascarar” el poder y la influencia de los donantes. Según este modelo, las fundaciones (u otros organismos que ofrecen financiamiento) saben lo que quieren y quién podrá producirlo, pagan el dinero y obtienen así los resultados que buscan. En realidad, las estrategias de los filántropos rara vez son tan sencillas, y ello por varias razones. La primera viene dada por las resistencias y los contratiempos que sus iniciativas pueden encontrar. Otra razón, especialmente importante, es el recurso al apalanca­miento [leveraging]. En general, los donantes rechazaron lo que llamaron “filantropía al por menor”, es decir, reducir su accionar a la concesión de fondos para determinados individuos o grupos. Prefirieron, por el contrario, construir algo que de modo indirecto pudiera beneficiar a más personas (aun a aquellas que no recibían los fondos), y que, al mismo tiempo, pudiera captar más recursos, sean ellos del Estado, de los propios beneficiarios o de otros donantes.

Las organizaciones filantrópicas de la Fundación Rockefeller, en particular, se aferraban al enfoque del capital inicial [seed money]. Es decir, estas organizaciones aspiraban a invertir en instituciones que pudieran luego sobrevivir por sí mismas y a ofrecer dinero con la expectativa de incentivar a sus beneficiarios a dirigir sus propios recursos hacia los objetivos deseados por los filántropos. Por ello mismo, buscaron individuos e instituciones con objetivos compatibles con los suyos. Ésta había sido, de hecho, la estrategia que esas organizaciones utilizaron en Estados Unidos en la década de 1920 con el objetivo de conducir las ciencias sociales hacia un tipo de estudios más “realista” que pudiera servir, tal era la pretensión, como conocimiento de base para la reforma social. La idea, cabe insistir, era “conducirlas”, mostrarles el camino a seguir: trataron de usar el dinero para reorientar hacia nuevos fines la enseñanza y la investigación que ya se venían desarrollando, en lugar de financiar la puesta en marcha “desde cero” de las investigaciones que ellos querían que se llevasen a cabo.

En verdad, el financiar investigación “desde cero” fue una consecuencia ocasional de la búsqueda de sus objetivos y de hecho las organizaciones filantrópicas de los Rockefeller sólo puntualmente crearon algunas organizaciones específicas, como, por ejemplo, el Instituto de Investigación Social y Religiosa, que se encargaban de la “filantropía al por menor”. La gran apuesta, no obstante, era hacer que los propios recursos de las universidades beneficiarias fueran canalizados para las causas de la Fundación. Ahora bien, como las universidades, tanto en Estados Unidos como en otros países, eran instituciones imperfectas, parte importante de sus objetivos era también propiciar su cambio -o buscar soluciones alternativas cuando ello no fuera posible-. El discurso de la Fundación Rockefeller remarcaba que la misma apoyaba a los mejores: en la práctica, esto significaba que, antes que destruir las jerarquías existentes en el sistema universitario, la Fundación buscaba emplearlas a su favor.

Las estrategias de los receptores, o “Estados tapón”, también son complicadas: tienen sus propios fines, relacionados con las circunstancias locales en las que se mueven, que buscan alcanzar utilizando las fuentes filantrópicas; por ello mismo, existe aquí el clásico problema del agente-principal. Esta situación produce inestabilidad y complejidad. Más aún, se trata de una relación con un límite temporal. Mientras las necesidades del donatario son permanentes, el financiador desea invertir y luego retirarse, aunque no puede dejar de reconocer las necesidades institucionales de los beneficiarios. Estas combinaciones pueden ser complejas, ya que producen pautas de comportamiento y experiencias muy variadas en ambas partes de la relación.

Fuera de Estados Unidos, había otras complicaciones, especialmente en las ciencias sociales. En Europa, hasta bien entrada la segunda posguerra, estas disciplinas se encontraban poco desarrolladas en las universidades, por lo que la Fundación Rockefeller tuvo que solventar sus primeros pasos, a veces apoyando cátedras, a veces creando institutos, a veces financiando organizaciones de investigación no universitarias, como los museos. Fuera de Europa, las cosas eran aún más complicadas. Como las expectativas sobre los resultados eran aquí más bajas, fue habitual que los funcionarios de la Fundación buscaran establecer cooperaciones por el simple hecho de establecer relaciones con interlocutores locales. Sencillamente, las expectativas eran menores. En un marco donde las relaciones personales eran más importantes que las institucionales, las alianzas fueron a veces sorprendentes: como los financiadores necesitaban canalizar recursos -necesitaban algo que financiar-, tuvieron que elegir socios que en Estados Unidos no habrían elegido. Los resultados de esa estrategia, claro está, no eran previsibles, aun cuando, si se mancomunaban los esfuerzos, podían llegar a funcionar. De todos modos, la apuesta requería decisiones estratégicas, tenía resultados imprevisibles y creaba una red de relaciones personales que llevaba los esfuerzos en direcciones peculiares.

En el periodo de entreguerras, las organizaciones filantrópicas de la Fundación Rockefeller ya estaban involucradas en lo que podríamos llamar iniciativas académicas “pro-democráticas”. Apoyaban a institutos dirigidos por profesores ideológicamente afines, como, por ejemplo, Alfred Weber, pero también ofrecían becas para que algunos académicos europeos estudiaran en Estados Unidos, lo que incluyó algunas figuras que llegarían a tener una significativa relevancia posteriormente, como Gunnar Myrdal. El giro hacia América Latina coincidió con la constatación, a lo largo de la década de 1930, de que las ciencias sociales se estaban convirtiendo en un campo de batalla ideológico, con refugiados, conflictos dentro de las organizaciones académicas internacionales (aquellas que aún persistían) y cambios en los patrones de intercambio internacional. No obstante, el dinero era escaso y aunque el apoyo a los refugiados académicos era una prioridad, América Latina no lo era (a pesar de la “Política del buen vecino” impulsada por Roosevelt). Con todo, la región fue también un campo de batalla ideológico, no sólo por la llegada de refugiados de izquierda procedentes de la guerra civil española y el creciente número de antifascistas emigrados desde Alemania y Austria, sino también por la presencia de algunos líderes latinoamericanos que simpatizaban con Alemania.

La llegada de la Guerra Fría intensificó la sensación de que la ciencia era un campo de batalla clave. En México hubo, cabe destacar, biólogos que seguían a Lysenko. Y el marxismo, con su promesa de una rápida modernización de las sociedades campesinas, era la ideología preferida de la élite modernizadora de los países en desarrollo de todo el mundo (Kautsky, 1962). Las organizaciones filantrópicas de la Rockefeller, así como la Fundación Ford, cuando ésta inició sus programas en la déca­da de 1950, hicieron suya la causa del desarrollo económico y de las ciencias sociales, iniciativas que no sólo aparecían como una manera de contrarrestar la influencia del marxismo, sino también como una forma de proporcionar conocimientos especializados para la política estatal de desarrollo. El desafío no era menor: la infraestructura académica de las ciencias sociales era limitada. La historia de lo que siguió fue un reflejo de este hecho básico y de las adaptaciones de las estrategias filantrópicas empleadas en el pasado a esta compleja situación (y también a las veleidades locales).

Como muestra detalladamente Álvaro Morcillo Laiz, la Fundación Rockefeller tuvo dificultades para encontrar socios adecuados en América Latina -la situación examinada en México fue de hecho bastante típica-. La cuestión del clientelismo político en la UNAM, así como la politización en general -que, como señala el autor, no era una novedad para la Fundación Rockefeller dada su experiencia previa en Estados Unidos-, hacía necesario buscar medios o interlocutores alternativos. El Colegio de México y su Centro de Estudios Históricos aparecieron entonces como instituciones dignas de apoyo. Su patrocinio podría servir a los objetivos de establecer estándares de calidad, extender su influencia más allá del propio México y, en breve, posicionar a este centro en la cima del orden académico jerárquico que se buscaba impulsar. En ese marco, los beneficiarios siguieron las indicaciones de los financiadores, indicaciones que reflejaban las opiniones personales del intermediario de la Fundación, William Berrien, quien, a su vez, sirvió como defensor de las subvenciones otorgadas dentro de la Fundación. L

a confianza personal entre los individuos involucrados fue decisiva. Ahora bien, el Centro de Estudios Sociales que había sido creado de modo paralelo no recibió financiación. La confianza fue también aquí decisiva, aunque los resultados diferentes. Carl Sauer, gracias a sus conexiones personales con el administrador de la Fundación Rockfeller que debía decidir sobre la cuestión, torpedeó el proyecto sobre la base de muy poca información. Lo poco que dijo, con todo, fue suficiente para socavar la idea de que ese centro pudiera convertirse en un centro de investigaciones estadísticas del tipo que la Fundación Rockfeller podría haber favorecido y que hubiera querido enarbolar como modelo para el conjunto de la región.

El segundo texto de Morcillo Laiz presenta, en contraste, una historia de éxito, la historia de uno de los esfuerzos de financiación más significativos de la Fundación Rockefeller. El mismo tuvo como fin la introducción de la teoría “realista” de las relaciones internacionales en México. Esa iniciativa ilustra algo crucial: para ser eficaz o “legítimo” a los ojos de las personas a las que en última instancia se pretende influir, es necesario parecer independiente. Y para que los beneficiarios de la filan­tropía parecieran independientes era necesario que lo fueran de ­hecho: debían tener sus propias normas internas y su propia interpretación de lo que hacían. La Fundación Rockefeller fue el actor clave con res­pecto a las relaciones internacionales, campo en el que aplicó su modelo estándar: el estímulo de la profesionalización al hacer hincapié en la formación y certificación de los profesionales (en este caso diplomáticos) y la captación de recursos locales, dos apuestas acompañadas en este caso por la ambición de ejercer una influencia más allá de México a partir de la constitución de un centro intelectual y de formación que sirviera a la región. El resultado, cabe destacar, siguió de cerca las preferencias de los dirigentes de la FR por el pensamiento realista en materia de política exterior, tanto como su tendencia a concebir las RRII como un campo disciplinar (más o menos) independiente, algo que en México persistiría en el plano institucional e intelectual. La apuesta fue exitosa, aunque demandó esfuerzos extenuantes de ambas partes.

El caso de Gino Germani en Argentina analizado por Juan Pedro Blois no fue tan exitoso para los donantes, y es indicativo de los problemas que genera el intento de captar recursos universitarios preexistentes. En gran medida, los donantes y Germani tenían objetivos coincidentes: básicamente, la profesionalización de la sociología. Convergían así con las tendencias internacionales, o al menos estadounidenses, aunque Germani no era insensible a las perspectivas locales. El impacto de la iniciativa fue importante. Sin embargo, el sistema de clientelismo académico y las demandas de los estudiantes representaron obstáculos significativos, al tiempo que el nacionalismo provocaba resistencias crecientes. No obstante, el problema principal fue una recreación de la experiencia estadounidense: expandir la sociología e independizarla del dinero de las fundaciones la hizo más dependiente de las demandas de los estudiantes, quienes, por su parte, se alejaban de la “profesionalización” y favorecían la politización.

Y en el contexto argentino, y de hecho en América Latina en general, esto significó una generalizada hostilidad hacia todo lo que se asociara con Estados Unidos y una preferencia por las formas europeas de sociología. La solución a este problema fue crear instituciones de investigación fuera de la universidad, lo que redujo a esta última a la labor de enseñanza. Una enseñanza que rechazaba la “sociología científica” y favorecía una sociología ideológica “nacional”, aliada con la tradición local de sociología ensayística. El hecho de que a los “sociólogos nacionales” se le opusiera otro grupo conformado por sociólogos marxistas que no desdeñaban la idea de la sociología como ciencia, que buscaban el apoyo de las fundaciones para poder realizar investigaciones empíricas y que apelaban a los estudiantes, complicó (aún más) el panorama, lo cual deja claro cuán extraño era el papel de las fundaciones: más que dirigir, buscaban alianzas. La que intentaron en este caso no les resultó satisfactoria.

Argentina tenía un sistema universitario desarrollado, aunque politizado y problemático. Colombia, por su parte, presenta un caso especialmente interesante en el que un sistema universitario alternativo, que funcionaba con diferentes limitaciones y ventajas a las de las universidades públicas, se convirtió en objeto de la generosidad filantrópica. Janneth Aldana cuenta la historia del establecimiento de la sociología en las universidades católicas durante un periodo crucial de la política colombiana: el gobierno del Frente Nacional de 1959-1964. Aunque no exento de sus propias complejidades, ese entramado institucional tuvo su ancla en un mundo preservado de la política: el mundo de las instituciones católicas internacionales que, motivadas por la doctrina social católica, brindaba sus propias oportunidades de colaboración y educación. El foco de la doctrina era “la cuestión social”, una herencia del siglo XIX, y la respuesta a la misma era más moral que económica, lo que la hacía más compatible con la sociología. Estrechamente ligada al trabajo y acción social, y sustentada en la experiencia internacional, esta doctrina ofrecía un fundamento que difería del discurso académico convencional. Con todo, quienes buscaban promover las ciencias sociales desde las instituciones católicas ofrecieron una combinación atractiva para los financiadores: se preocupaban por el desarrollo, tenían una orientación práctica, movilizaban instituciones ya existentes y, last but not least, eran reacios al comunismo. Sin embargo, la fortaleza de tal entramado institucional, es decir, su dependencia de la doctrina social católica fue también su talón de Aquiles: cuando la teología de la liberación desafió y suplantó a la doctrina social católica tradicional dentro de la propia Iglesia, las ventajas desaparecieron.

Y la “sociología” cambió con ella: el reconocimiento de que los problemas estructurales, ahora inmunes al trabajo social, estaban detrás de la falta de desarrollo, eliminó la base conceptual que había sostenido las expectativas en el efecto benéfico de la acción práctica. La radicalización de la sociología llevó a su discontinuación en la universidad católica, al tiempo que provocó críticas a sus fuentes de financiación y a la influencia estadounidense. Se repitió así el patrón estándar de radicalización. La historia en Colombia, sin embargo, no terminó allí.

La estrategia de la Fundación Rockefeller consistía en transformar y construir instituciones, especialmente mediante la promoción de cambios en las universidades. Si bien la fundación Ford hizo esto a veces, tal como ocurrió en Brasil (ver más abajo), empleó también el modelo de la Brookings Institution. Este modelo no sólo permitía ejercer una influencia más directa en el debate público y en la circulación de las élites entre la institución y el Estado, sino que propiciaba una mayor presión sobre el personal empleado para que produjera resultados de manera permanente. El objetivo de este modelo era crear una élite política liberal en lo económico sobre una base institucional distinta a la de las universidades que, con el tiempo, pudiera llegar a ser autosuficiente. Juan Jesús Morales y Peter Mitchell muestran cómo la Fundación Ford empleó esta estrategia en Colombia después de 1970, luego de la radicalización de la sociología universitaria. Fedesarrollo fue una alternativa a las universidades que b­uscó proporcionar una vía más directa de influencia práctica. Sin em­bargo, el modelo think tank que los inspiraba era muy demandante. No sólo era exigente con su personal, a los que no les ofrecía más que contratos de corta duración, esperando una alta productividad; era también difícil de operar. La institución necesitaba dar con una fuente de apoyo a largo plazo, la cual, en el caso analizado, encontró en la edición de una revista. Para tener alguna incidencia, necesitaba, asimismo, la aceptación política y el acceso al poder.

Como muestran Carlos Eduardo Suprinyak y Ramón García Fernández, el campo de la economía en Brasil siguió la lógica de la profesionalización académica, apoyada por las fundaciones, en un escenario donde convivieron los think tanks y una significativa presencia de las universidades. Con todo, a lo largo de este proceso de profesionalización, el pluralismo y la heterodoxia que habían existido antes de que ese proceso tomara fuerza, fueron preservados. Para ello, el apoyo de los donantes tuvo importantes efectos: se “americanizó” la organización de las universidades para crear departamentos en reemplazo del tradicional sistema de “cátedras” hasta entonces dominante y se modificaron los planes de los programas de posgrado para que incluyesen la realización de cursos -hasta ese momento tales programas no suponían más que la realización de una tesis-. El sistema de USAID requería conocimientos del contexto local. En ese marco, la Fundación Ford apoyó una alianza con la Universidad Vanderbilt, una institución que, aunque no contaba con un departamento de economía sobresaliente, tenía un interés especí­fico de larga data en América Latina. Y, de hecho, buena parte de lo que resultó de esta iniciativa fue fruto de esa primera elección. En lugar de establecer, como ocurría paralelamente en Chile, un departamento de economía dominante a nivel nacional, capaz de promover una verdadera ortodoxia, todo confluyó en la creación de una asociación profesional, la Associação Nacional dos Centros de Pós-Graduação em Economia (ANPEC), dotada de un fuerte carácter plural. Ésta no era la intención original: los donantes hubieran preferido el modelo Rockefeller y su estrategia tendiente a crear programas modelo, susceptibles de dominar (y suscitar cambios en) el campo existente. Sin embargo, esto apenas pudo implementarse: la asociación profesional de economistas, que recibió un importante apoyo de los donantes, preservó el pluralismo y fomentó el apoyo a diversos departamentos e institutos ubicados en diferentes ciudades de Brasil. Las expectativas iniciales de generar una mayor centralización y jerarquía se vieron frustradas.

El golpe de estado de 1964 y la dictadura militar entonces instalada llevaron a las fundaciones a replantearse su relación con los regímenes autoritarios. Promover la investigación aplicada o práctica en las nuevas condiciones podría equivaler a apoyar al nuevo régimen. Sin embargo, el objetivo a largo plazo de la mayoría de los programas de las fundaciones era precisamente el de crear una comunidad intelectual capaz de producir este tipo de investigaciones. En ese marco, los economistas brasileños resistieron, defendiendo la autonomía intelectual y el pluralismo, al tiempo que las fundaciones, en lugar de forzar el enfoque aplicado, redefinieron sus objetivos en pos de la preservación de la comunidad, apoyando su compromiso con el intercambio abierto y la diversidad intelectual. A ello contribuyó la estrecha relación con la Universidad Vanderbilt, que no estaba comprometida con ninguna ortodoxia particular.

Con base en lo expuesto hasta aquí, podemos distinguir dos modelos de filantropía. El modelo Rockefeller, en su forma ideal-típica, buscaba crear un sistema hegemónico y jerárquico en el que las universidades más destacadas debían influir en las universidades de menor relevancia, así como en otras instituciones que, como las asociaciones profesionales, pudieran apoyar esta hegemonía. La misma jerarquía debía operar cuando se tratara de la aplicación práctica de conocimientos por medio de la acreditación, devenida una condición para el empleo de, por ejemplo, los diplomáticos y otros funcionarios públicos, así como en la educación continua. El objetivo declarado apuntaba siempre a una mejora de la calidad, pero también buscaba utilizar los recursos de la fundación de forma que la misma pudiese influir en la asignación de los recursos de las instituciones beneficiarias. De este modo, mientras se esperaba inducir a las universidades en una dirección determinada, se buscaba también que los recursos del Estado se destinaran a esos mismos fines. La Fundación Ford como tipo ideal, en contraste, prefería el modelo Brookings: un think tank de élite dedicado a la política pública que pudiera proporcionar una “puerta giratoria” a través de la cual formar y socializar a los funcionarios de alto rango. Estos funcionarios con una formación intelectual uniforme, resultante de haber trabajado como analistas de política cuando estaban empleados en el think tank, debían fungir también como público educado destinatario de las asesorías producidas en el think tank cuando estuvieran ocupando un cargo público.

En la práctica, los dos modelos se superpusieron. El modelo Rockefeller se enfrentó a fuertes resistencias: en Argentina no se pudo capturar a la universidad más importante del país y en México esto ni siquiera se intentó, al menos en lo que hace a las ciencias sociales e históricas. Por supuesto, cuando no se pudo inducir a las universidades a seguir las aspiraciones hegemónicas del modelo Rockefeller, se recurrió a otras instituciones, tal como lo ilustra el caso de la comunidad mexicana de relaciones internacionales con asiento en El Colegio de México. Como sea, el modelo think tank fue siempre una opción, capaz de reducir las expectativas y adaptarlas a las circunstancias locales, como sucedió con el apoyo de la Fundación Ford a la ciencia económica brasileña, o el apoyo de la red católica internacional a las universidades de esa confesión en Colombia.

Angélica Durán-Martínez, Jazmín Sierra y Richard Snyder, por su parte, aportan un enfoque diferente a las cuestiones que venimos examinando al centrarse, a partir de un enfoque cuantitativo, en los resultados del trabajo intelectual en la forma de libros publicados y avanzar en la pregunta por los efectos de distintos regímenes de financiación en esos resultados. Perú, Argentina y Colombia proporcionan sus casos de prueba. La financiación en Argentina proviene principalmente del Estado, aunque existe financiación extranjera (y un gran número de think tanks). Colombia, por su parte, tiene un sistema mixto en el que la financiación privada nacional y la financiación pública desempeñan un papel importante. En contraste, en Perú predomina la financiación extranjera.

Aunque cualquier análisis estadístico de este tipo conlleva problemas de confusión [confounding], los autores llegan a un hallazgo sorprendente sobre la percepción de los investigadores con respecto a la autonomía. Señalan que, en Argentina, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) se inspiró en el sistema francés de patrocinio estatal centralizado de la investigación científica, ejemplificado por el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación Científica francés, CNRS), en el que existe al menos la posibilidad de nombramientos vitalicios. En este caso, los investigadores, y no los proyectos, son el objeto de la financiación. Irónicamente, para algunos pensadores “liberales” en Estados Unidos durante la primera posguerra, como James Bryant Conant o Michael Polanyi, los investigadores debían ser también el objeto de la financiación, pues estos pensadores sostenían que la autonomía del investigador era el valor más alto. Para ellos, la “planificación” era el enemigo de la ciencia libre. Sin embargo, la política de la época impidió una solución tan abiertamente elitista al problema de la financiación de la ciencia. El sistema de subvenciones por proyectos aparecía como más meritocrático o, al menos, más abierto. Este sistema es el que prima en Colombia.

Por supuesto, uno y otro modelo tienen efectos diferentes. La disputa por los proyectos promueve la formación de equipos de investigación y estimula a los mejores a competir. La falta de nombramientos vitalicios, por su parte, redunda en una mayor sensación de falta de autonomía. La solución neoliberal al problema de la financiación de la ciencia socava, así, la teoría liberal de la ciencia, cuyo valor principal, como dijimos, es la autonomía por encima de todo. Con todo, tal como muestran los autores, la disponibilidad de múltiples fuentes de financiamiento, que sirven como alternativas a los organismos estatales, produce una cierta autonomía. Tal es precisamente el caso de Colombia, donde este modelo parece también propiciar una investigación más atenta a las problemáticas locales, lo que acaba priorizando la relevancia nacional.

Ahora bien, ¿qué nos dice todo esto en términos más generales sobre la problemática del financiamiento de las ciencias sociales? En primer lugar, que el financiamiento importa. En segundo lugar, que no hay un modelo claramente preferible: las circunstancias locales, como la situación política de las universidades, producen diferentes oportunidades, a las que los financiadores responden a menudo de forma flexible. En tercer lugar, que mantener el apoyo es un problema central para quienes se dedican a las ciencias sociales y que las relaciones políticas externas tiene en ello un lugar destacado. En cuarto lugar, que todas las cuestiones relacionadas con el financiamiento de las ciencias sociales no son exclusivas de América Latina pero que, en esta región, esas cuestiones genéricas se ven amplificadas por el papel relativamente importante que tuvo y tiene la financiación extranjera, así como por la relativa vulnerabilidad política y el clima contencioso de sus universidades.

Los datos aportados por Durán-Martínez, Sierra y Snyder muestran que las ciencias sociales tienen una presencia productiva y vital en los tres países que estudiaron. Gran parte de esa productividad estuvo vinculada a la financiación extranjera. Sin embargo, rastrear los efectos del financiamiento en el desarrollo de las ideas y de los climas de opinión es siempre problemático.

Los críticos de los donantes foráneos creían ciertamente que los efectos del financiamiento eran importantes, y protestaron contra ellos cuando iban en contra de sus opiniones políticas. Los donantes también creían que sus recursos tenían efectos, o, de otra manera, no habrían continuado con su apoyo. Ahora bien, los efectos fueron en gran medida indirectos, mediados por diversas organizaciones que servían como “Estado tapón”; organismos que, más que influir directamente, en general se enfocaron en desarrollar capacidades.

Sin la financiación extranjera, el panorama de las ciencias sociales y del discurso público en América Latina habría sido, sin duda, muy diferente. Las fundaciones temían que el marxismo, la ideología preferida de los intelectuales modernizadores de los países en desarrollo, acabara predominando. Las cosas, sin embargo, eran más complejas: el antiamericanismo (no marxista), el nacionalismo de izquierdas y los intelectuales parisinos fueron también importantes referencias en distintos países de la región, tanto como las versiones más creativas de la teología de la liberación. En ese marco, precisamente porque los financiadores no siempre podían encontrar socios fiables y predecibles, ni contaban con una jerarquía institucional establecida a la que pudieran captar, el resultado, lejos de favorecer una mirada ortodoxa, redundó en un estímulo del pluralismo.

Referencias

Kautsky, John (1962). Political Change in Underdeveloped Countries: Nationalism and Communism. New York: John Wiley & Son. [ Links ]

Acerca del autor

Stephen Park Turner es investigador en práctica social, teoría social y política y filosofía de las ciencias sociales. Es profesor de investigación de posgrado en el Departamento de Filosofía de la Universidad del Sur de Flo­rida, donde también ostenta el título de Profesor Universitario Distinguido.

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