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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.40 n.spe Ciudad de México  2022  Epub Sep 22, 2023

https://doi.org/10.24201/es.2022v40.2080 

Artículos

Blanquitud vs. blancura, mestizaje y privilegio en México de los siglos XIX a XXI, una propuesta de interpretación1

Whiteness vs. Whiteness, Miscegenation and Privilege in Mexico from the XIX to XXI Centuries, an Interpretation Proposal

Federico Navarrete Linares1 
http://orcid.org/0000-0003-2766-7713

1Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México, fnl@unam.mx


Resumen:

En este artículo presento una interpretación general de las prácticas de clasificación, segregación y discriminación entre poblaciones de cuerpos, culturas y orígenes diferentes en el marco de la construcción del Estado-nación en México, desde el siglo XIX hasta el XXI. Se muestran importantes marcos conceptuales como racialismo y racismo, mestizaje, pigmentocracia, blancura y blanquitud, liberalismo, ciencia y razón, cada uno de ellos usado en el periodo por intelectuales y escritores, historiadores, antropólogos, filósofos de la ciencia, sociólogos cualitativos y cuantitativos, genetistas y científicos políticos. Creo que todos nos ofrecen perspectivas válidas, en el sentido de que fueron utilizadas por diferentes actores históricos para conceptualizar las complejas, intrincadas, desiguales y violentas relaciones entre los grupos humanos definidos como “indios”, “negros”, “chinos”, “libaneses” y “criollos”, “blancos” y ahora “whitexicans”, o alternativamente “ciudadanos”, “criminales”, “modernos” o “gente de razón”, por no hablar de “hombres”, “mujeres” y tantas otras categorías de género.

Palabras clave: segregación; mestizaje; discriminación; blanquitud

Abstract:

In this article I present a general interpretation of the practices of classification, segregation, and discrimination between populations of different bodies, cultures, and origins within the framework of the construction of the nation-state in Mexico from the 19th to the 21st century. Important conceptual frameworks such as racialism and racism, miscegenation, pigmentocracy, whiteness and whiteness, liberalism, science, and reason are shown, each of which were used in the period by intellectuals and writers, historians, anthropologists, philosophers of science, qualitative and quantitative sociologists, geneticists and political scientists. I think they all offer us valid perspectives, in the sense that they were used by various historical actors to conceptualize the complex, intricate, unequal and violent relations between human groups defined as “Indians”, “Blacks”, “Chinese”, “Lebanese” and “Creoles”, “whites” and now “whitexicans”, or alternatively “citizens”, “criminals”, “modern” or “reasonable people”, not to mention “men”, “women” and so many other gender categories.

Keywords: segregation; of mixed race; discrimination; whiteness

En este artículo presento una interpretación general de las prácticas de clasificación, segregación y discriminación entre poblaciones de cuerpos, culturas y orígenes diferentes en el marco de la construcción del Estado-nación en México, desde el siglo XIX hasta el XXI.

Mi método será describir y analizar estos fenómenos históricos poniendo a dialogar a los más importantes marcos conceptuales que se han utilizado para definirlos y comprenderlos: racialismo y racismo, mestizaje, pigmentocracia, blancura y blanquitud, liberalismo, ciencia y razón. Cada uno de ellos se ha usado para estudiar el fenómeno a lo largo de este mismo periodo por intelectuales y escritores, historiadores, antropólogos, filósofos de la ciencia, sociólogos cualitativos y cuantitativos, genetistas y científicos políticos. Creo que todos nos ofrecen perspectivas válidas, en el sentido de que fueron utilizadas por diferentes actores históricos para conceptualizar las complejas, intrincadas, desiguales y violentas relaciones entre los grupos humanos definidos como “indios”, “negros”, “chinos”, “libaneses” y “criollos”, “blancos” y ahora “whitexicans”, o alternati vamente “ciudadanos”, “criminales”, “modernos” o “gente de razón”, por no hablar de “hombres”, “mujeres” y tantas otras categorías de género. Mi idea es que las diferentes explicaciones que se han cons truido, las variadas descripciones, las múltiples definiciones de sus actores y sus realidades, son también parte de esos procesos a lo largo del tiempo y deben ser parte de su explicación.

En esta propuesta de interpretación buscaré convergencias y divergencias entre los diferentes marcos conceptuales, buscando siempre elucidar la complejidad de los procesos en el tiempo y el espacio, y su efecto sobre los cuerpos y los órdenes sociales. Mi primera premisa es que éstos son multidimensionales y contradictorios por necesidad, pues involucran el conflicto y el diálogo entre subjetividades o mundos históricos diferentes a lo largo de los siglos. La idea de realizar esta yuxtaposición, y una primera demostración de lo fructífera que puede resultar, la escuché en la ponencia Meditaciones sobre pigmentocracia, criollismo, blanquitud: ¿Qué tan profundo es el México imaginario? ¿Qué tan imaginario es el México profundo?, presentada por Alejandro Ramos Ortiz (Ramos Ortiz, 2020). Al poner a dialogar las diferentes interpretaciones asociadas a varios de estos conceptos normalmente considerados contrapuestos, Ramos mostró que sus diferencias y contradicciones pueden iluminar también las contradicciones y pluralidad de sentidos inherentes a los mismos sistemas de dominación, clasificación y discriminación. En este artículo retomo esta estrategia, pero la desarrollo de acuerdo con mis propias hipótesis. Intent o realizar una observación de segundo grado sobre relaciones históricas y sus propias observaciones de segundo grado, pues se trata de sistemas reflexivos y recursivos (Gumbrecht, 2010).

La segunda premisa de esta interpretación es un reconocimiento explícito de la pluralidad humana y natural, social y corporal que antecedió a los sistemas históricos de dominación que analizo, que fue modificada y potenciada por ellos, al convertirse en herramienta de clasificación y dominación, y que ha sobrevivido transformada, a la vez que se han inventado nuevas tradiciones y formas de ser. En México conviven en 1821 tanto como en la actualidad diferentes subjetividades colectivas, con diferentes prácticas corporales y formas de vida, diferentes tradiciones discursivas, rituales y culturales, diferentes concepciones de la realidad (Martínez Ramírez, 2020). Cada una define de manera distinta los sujetos que llamamos humanos y no humanos, concibe de maneras diferentes la relación entre las culturas y las naturalezas.

Esos mundos históricos son, por una parte, inconmensurables pues tienen lógicas propias que no son reductibles al logos de otros mundos, incluida la tradición científica occidental. José Rabasa ha propuesto la existencia de estos elsewheres o “lugares otros” que escapan al conocimiento científico y ha demostrado el carácter violento y colonialista de pretender explicarlos y subordinarlos al logos moderno y sus verdades científicas (Rabasa, 2011). Al mismo tiempo, me parece innegable que tales subjetividades diferentes son capaces de comunicarse y de aprender de las demás, observándose muchas veces de manera reflexiva, cuestionándose a sí mismas en su relación con los otros. Se dominan y atacan unas a otras, pueden ser exterminadas incluso, pero también generan nuevas formas de sobrevivir y de convivir, de definir la realidad que comparten y también los ámbitos que las diferencian. Marisol de la Cadena (2010, pp. 347-348) propone con razón que podemos hablar de la existencia de más de un mundo, pero nunca de dos, pues justamente vivimos todos en la intersección conflictiva y creativa de estas diferentes subjetividades y de los mundos que producen. El concepto de cosmopolítica de Isabel Stengers ha sido retomado por la antropología brasileña para dialogar con la tradición “chamánica” de los pueblos de la región amazónica (Cesarino, libro principal; Viveiros de Castro, 2002). Así, me propongo (Navarrete, 2016) construir una cosmohistoria que dialogue con las subjetividades diferentes del pasado y del presente para comprender su interacción y las relaciones complejas que han establecido entre sí.

Esta propuesta no es relativista, sino relacionista, pues creo que estas subjetividades no son esenciales porque se construyen en su relación, y que crean redes de cuerpos, comunidades y seres ideales que no son homogéneos ni coherentes en su interior ni tienen fronteras siempre claras con las otras subjetividades (Latour, 2004; Navarrete, 2015). En otras palabras, las diferencias entre subjetividades, como las diferencias corporales, de género, raciales, culturales, políticas, epistemológicas y establecidas por los sistemas de clasificación nunca son isomórficas, pues no crean sujetos colectivos homogéneos en su interior y perfectamente separables, entidades colectivas esenciales, sino que constituyen complejas y cambiantes intersecciones en que cada cuerpo, cada colectivo participa en el sistema desde posiciones complejas y contradictorias, atravesadas por posiciones racializadas, étnicas, de clase, de género. Como ha señalado Theo Gold berg (2002), es sólo desde posiciones reconocidamente interseccionales que r econozcan la imbricación de cada uno de estos sistemas de conocimiento, poder, dominación, intercambio y reproducción en nuestros cuerpos y nuestras subjetividades que podemos criticar y combatir las prácticas racistas y discriminatorias que han caracterizado el colonialismo y la construcción de los Estados-nación modernos. Por ello, debe entenderse que también la subjetividad generada desde el discurso científico contemporáneo es parte de ese sistema y que los conceptos que genera y su utilización en discursos públicos, prácticas c ientíficas, aplicaciones institucionales pueden producir racismo, discriminación y sirven como instrumento de dominación. Por eso en este artículo analizo la manera en que nociones de razón y de universalidad funcionaron para reproducir el privilegio asociado a la blancura de las élites y para someter, o incluso hacer desaparecer, otras subjetividades.

Tanto las comunidades que formamos como nuestras corporalidades singulares son también relacionales y se construyen y modifican continuamente, en intercambios recíprocos y desiguales.

Desde esta perspectiva relacional y multidimensional no resulta contradictorio ser constructivista por un lado y buscar una pluralidad cosmopolítica por el otro. No cabe duda que los conceptos que han demarcado a los “indios”, “indígenas”, “pueblos originarios” son construcciones históricas y no realidades esenciales (López Caballero, 2017). Son, en efecto, herramientas de poder que se despliegan en la vida social. Pero eso no impide reconocer al mismo tiempo cómo los diferentes y siempre cambiantes colectivos y personas sometidas por el colonialismo europeo han sido capaces de generar subjetividades propias, memorias sociales, proyectos de futuro, han redefinido y mantenido formas propias de ser humanos, así como patrones sociales y políticos que no se reducen a la lógica de sus dominadores y que han servido como herramientas y posiciones de resistencia y de contestación frente a ellas.

Colonialismos, la herencia de las castas

Desde que comenzó hace cinco siglos, la convivencia entre estos mundos plurales, entre sociedades de diferentes ámbitos continentales que habían permanecido (relativamente) aisladas, se ha dado en el marco del colonialismo europeo global. Entre los siglos XVI y XIX, la dominación española correspondió a la primera etapa del colonialismo europeo (Abernethy, 2000). Creó una sociedad de antiguo régimen basada en la diferencia estamentaria, con base en “castas”, sustentada en la distinción entre poblaciones por su origen continental y su linaje que favorecía a los europeos y sus descendientes, al permitir la explotación de la mayoría de las personas de origen americano clasificadas como “indio” y de los africanos esclavizados.

El sistema de jerarquización étnica a la vez desigual y segregador, fue también flexible y hasta cierto punto abierto. Su centro era una noción elástica de la “calidad” de las personas, como ha señalado López Beltrán (2007), en las que el origen genealógico era importante, pero podía ser matizado por otros elementos como el aspecto físico, las formas de vestir y de comer, el ambiente natural y social. En ese sentido las castas coloniales no pueden considerarse razas, aunque el sistema sí estaba inspirado por una idea de “pureza de sangre” que algunos autores consideran el germen del racismo moderno (Balibar, 1991, p. 206). A la vez, el régimen colonial impuso el catolicismo como religión única y como base de la convivencia política de todos los súbditos de la Corona. Este principio “universalista” permitió la incorporación y subordinación de muchos grupos definidos como indios y como negros al sistema político colonial. Estos individuos y grupos aprovecharon tal universalismo para construir nuevas subjetividades participantes del universo religioso cristiano, pero también asentadas en corporalidades distintas y en el seno de relaciones diferentes con seres naturales y no naturales. De esta manera ejercieron su ciudadanía política frente a la Corona (Güereca, 2018).

El resultado fue un sistema que multiplicaba las diferencias y distinciones, sin por ello demarcar fronteras absolutas entre las diferentes castas. El ascenso social y la adquisición de riqueza podían abrir el paso a ciertas personas a las castas “europeas” pese a tener origen parcialmente indígena, sobre todo si realizaban alianzas matrimoniales con personas de origen español. En sentido inverso, la pobreza y marginalidad social podía transformar en “mestizos” a personas de origen español. Frente a esta relativa flexibilidad respecto de los orígenes indígenas, sin embargo, la presencia de orígenes africanos era un obstáculo mucho más difícil de superar (Vinson III, 2004).

En general podemos afirmar que el régimen de castas y sus prácticas de clasificación, segregación y discriminación fueron el fundamento del dominio que los españoles y los euroamericanos mantuvieron sobre el resto de los grupos clasificados como diferentes. Sin embargo, no se trató de un régimen legal completamente cerrado, como han mostrado por ejemplo los análisis de los cuadros de castas (Katzew, 2004). La clave de su funcionamiento, a mi juicio, es que creó prácticas y mecanismos socialmente aceptados de “enblanquecimiento” social, cultural y corporal asociados al ascenso social. Como veremos, fueron fundamentales para la convivencia entre diferentes grupos bajo el régimen republicano.

Caracterizar a los regímenes de clasificación, segregación e integración construidos por el Estado-nación mexicano a partir de 1821 como “neo-coloniales” es a la vez equívoco y exacto. En aspectos clave, gobiernos y sociedades independientes mexicanos rompieron con las prácticas y la legislación del régimen de castas. Sin embargo, también mantuvieron sus lógicas de discriminación y dieron nueva vida y nuevos sentidos a las categorías de criollo, indio, negro y mestizo, así como las prácticas de emblanquecimiento.

El rompimiento más significativo fue la abolición formal de las divisiones de castas en toda la legislación mexicana. Desde la constitución de 1824, en efecto, se eliminaron por completo las clasificaciones de los ciudadanos mexicanos por su casta o su origen continental, aunque sí se preservó las distinciones de género que excluían a las mujeres de la ciudadanía y la intolerancia religiosa que prohibía cualquier credo que no fuera el cató lico. Esta reforma radical de las relaciones sociales era una reivindicación compartida por los diversos grupos sociales: los indios buscaban escapar del régimen de tributo capitular que se había vuelto más oneroso a partir de las reformas borbónicas; los negros buscaban librarse de la esclavitud; mulatos y mestizos deseaban eliminar las leyes que les vedaban el acceso a puestos y privilegios; los criollos querían terminar con los privilegios de los “peninsulares”. Al eliminar las clasificaciones por casta u origen, la nueva nación se diferenció de la mayoría de los otros estados americanos que las mantuvieron de una u otra forma, conservando y renovando la esclavitud de los africanos o el tributo o trabajo forzoso de los indígenas (Navarrete, 2015).

Sin embargo, la desaparición de las distinciones legales no implicó la desaparición de las prácticas sociales de clasificación y discriminación por origen y tampoco el establecimiento de un régimen social igualitario. En este sentido, podemos establecer una analogía entre lo que sucedió a principios del siglo XIX y las promesas incumplidas del post-racialismo de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, tanto en México como en otros países (Goldberg, 2015). En efecto, la abolición de las distinciones legales entre los grupos no logró hacer desaparecer las diferencias sociales establecidas y profundizadas a lo largo de los siglos, por lo que no eliminó la desigualdad entre ellos; además, tampoco logró desaparecer las prácticas sociales de discriminación y explotación que las siguieron ahondando.

La gran paradoja

Esta contradicción fundadora de la República mexicana se ha mantenido a lo largo de dos siglos de historia. En este periodo México ha experimentado un mayor número de revoluciones y de transformaciones sociales profundas que la mayoría de las naciones americanas, desde la abolición del sistema de castas, resultado de la amplitud de la movilización social provocada por las guerras de independencia, que involucraron muy diversos grupos de la población, a diferencia de lo que aconteció en otras regiones del imperio español (Van Young, 2001). Posteriormente, el conflicto entre conservadores y liberales también presente en otras naciones americanas, involucró en México a grupos sociales muy amplios por medio de coaliciones interétnicas construidas alrededor de ideales universalistas de ciudadanía, democracia, representación y derechos (Mallon, 2003). Estas amplias movilizaciones produjeron una renovación de las élites, e incorporaron a muchas personas de origen diverso que fueron clasificadas como “mestizas”. Tras el triunfo del liberalismo, el país entró en un proceso de modernización capitalista que fue incorporando a un creciente número de personas de diversos orígenes (Navarrete, 2010).

A principios del siglo XX, la Revolución llevó a la construcción de coaliciones tan diversas y amplias como las del XIX y al ascenso de nuevas élites también definidas como mestizas, provenientes de regiones y sectores sociales anteriormente excluidas del poder. A lo largo de todo ese siglo, el régimen “integrador” surgido de la Revolución permitió a su vez la movilidad social de amplios grupos y su integración a las crecientes élites y clases medias, mientras que el corporativismo incorporó política y socialmente a amplios sectores definidos como populares, obreros y campesinos (Navarrete, 2015, pp. 136-147). Por su parte, el indigenismo se consolidó como una política pública y un conjunto de técnicas antropológicas, médicas y educativas cuyo objetivo consistía en integrar a los “indios” a la mayoría nacional definida como mestiza (Aguirre Beltrán, 1992).

A lo largo, y al final, de todas estas transformaciones del orden social, sin embargo, casi todas las élites en ascenso buscaron formas de emblanquecerse, tanto fenotípica como socialmente. Por tal razón en el siglo XXI un creciente número de investigaciones sociales sobre racismo y discriminación, muchas centradas en la noción de “pigmentocracia”, han demostrado que la jerarquización por color de piel y por origen étnico en México es tan notoria y desigual como en Brasil, Colombia y otros países que no han experimentado, ni de lejos, transformaciones sociales tan radicales y profundas en los últimos 200 años (Telles, 2014). En otras palabras, llama la atención y resulta difícil de comprender que pese a tan amplias revoluciones y repetidas renovaciones de sus élites, México en el siglo XXI se encuentre en una posición muy similar a la de los demás países de América Latina y muy semejante, al menos en apariencia, a la que imperaba al final del dominio español.

Entre las explicaciones más difundidas de esta supervivencia se cuentan las que señalan la contradicción entre los ideales universales de igualdad, ciudadanía y democracia, asociados a la lógica homogeneizadora del Estado-nación, y la realidad social de un antiguo régimen basado en la multiplicación de las distinciones o la fragmentación de los grupos sociales por siglos de segregación y discriminación. Por tanto, la igualdad universal no pudo consolidarse en una sociedad tan desigual (Reina, 2001). Otros autores han propuesto que las diferencias culturales entre los diferentes grupos sociales y los bajos niveles de educación de la mayoría de la población impidieron que comprendieran y ejercieran plenamente la ciudadanía universal (Escalante Gonzalbo, 1993).

Más recientemente otros autores han enfatizado la existencia de dos grandes sectores opuestos en la sociedad mexicana, aquellos que han hecho suyos los valores del liberalismo y la modernidad y se comportan como ciudadanos plenos, y aquellos que no han dejado de practicar el corporativismo y otras formas no modernas de organización política (Elizondo, 2017). En contraste, otros autores han puesto en entredicho la universalidad de los principios liberales modernos, al señalar que estaban vinculados a la cultura y los valores occidentales que no eran compartidos por toda la población, y que por ello fueron la base de la definición de una “ciudadanía étnica” y excluyente basada en la lengua española, el catolicismo y las nociones modernas de individualidad (Navarrete, 2004, pp. 67-68). Esta ciudadanía fue impuesta a la vez de manera desigual y no siempre exitosa a otros sectores de la población.

La presente interpretación planteará otra explicación que pretende complementar a las anteriores, al poner el énfasis en la distinción entre los conceptos de blancura y blanquitud, cuya lógica y funcionamiento trataremos de elucidar ahora.

Blancura contra blanquitud

Para definir esta distinción, retomo la propuesta de Rosas de poner a dialogar la caracterización que hace Edmundo O’Gorman del “criollismo” novohispano y la definición de “blancura” y “blanquitud” moderna propuesta por Bolívar Echeverría. O’Gorman caracteriza el criollismo como una subjetividad e identidad social y cultural de corte católico, tradicionalista y conservador (O’Gorman, 2018). Yo añadiría que se centraba en una noción aristocrática de linaje y en el centenario principio de la “pureza de sangre” para exaltar una “blancura” asociada al fenotipo europeo, como índice para distinguir a las élites españolas criollas del resto de la sociedad novohispana y mexicana. Esta subjetividad social, fundada desde el siglo XVI, fue la base del patriotismo criollo y del incipiente nacionalismo mexicano durante la primera mitad del siglo XIX (Brading, 1980). La exaltación de esta forma de blancura exclusiva y excluyente por parte de las élites criollas, fue un elemento clave para la conformación del nuevo régimen de discriminación tras la independencia. Un ejemplo es la manera en que se denostó, marginalizó y eventualmente asesinó a líderes de otro origen social, como el mulato Vicente Guerrero (Vincent, 2001).

En contraste, Echeverría definió la “blanquitud” como una subjetividad vinculada históricamente a la ética protestante y al espíritu del capitalismo, conforme a la definición de Max Weber. Esta forma de subjetividad social produce individuos que asumen como camino de la salvación o el éxito, los valores del sistema capitalista y la lógica liberal (Echeverría, 2011). Se constituyó originalmente en Europa y por lo tanto se asoció con el fenotipo “blanco” y con las formas de “blancura” como las que existían en la Nueva España; sin embargo, a lo largo de los siglos el colonialismo europeo, y la constitución de los Estados-nación independientes, la extendieron a otros grupos que no tenían un origen y un fenotipo europeos, pero que asumieron como propios estos valores y constituyeron subjetividades afines (Echeverría, 2011a). Aterrizando estas ideas en México, proponemos que a lo largo del siglo XIX el auge del liberalismo, la consolidación de la emergente identidad nacional y la modernización económica generaron una nueva forma de “blanquitud”, asociada a la educación formal, el uso de la lengua española, los valores liberales y una subjetividad identificada con la modernidad social y económica. Esta blanquitud fue más incluyente que la blancura criollista, pues fue adoptada por amplios sectores sociales más allá de las élites criollas: individuos y grupos mestizos, indios y afro-mexicanos que buscaban ascender socialmente y participar en la vida política y social de la emergente nación mexicana.

Pese a la necesaria distinción conceptual entre “blancura” y “blanquitud”, en la práctica, a lo largo de los últimos dos siglos ambas han interactuado de manera compleja, en ocasiones se han confundido y fortalecido mutuamente y en otras se han contrapuesto. Estas interacciones han sido claves para la emergencia, la consolidación y las subsecuentes transformaciones de una hegemonía racista en la sociedad mexicana desde el siglo XIX hasta el XXI. En este periodo se han modificado las definiciones de blancura, con su raigambre criollista y su énfasis en el origen y fenotipo europeos, y de blanquitud, asociada a las formas de modernidad vigentes, pero ambos se han utilizado para marcar jerarquías sociales más o menos excluyentes. Para enfatizar la dicotomía y la interacción entre blancura y blanquitud me referiré también de manera diferenciada a los procesos de “emblanquecimiento”, aquellos que buscan aumentar la blancura, y procesos de “blanqueamiento”, los que tienen como fin lograr la blanquitud.

En el resto de este artículo discutiré tres periodos diferentes de esta compleja relación y sus transformaciones incorporando al diálogo también los conceptos políticos liberales y las ideas racionalistas, así como el concepto de pigmentocracia.

Siglo XIX: la guerra imaginaria de la blancura y la blanquitud

El primer ejemplo histórico que discutiremos corresponde a la primera mitad del siglo XIX, periodo en que las élites criollas defendieron una blancura excluyente frente a lo que consideraban una guerra de castas que amenazaba con exterminarlas. La amenaza era, en realidad, la emergencia de la forma moderna de blanquitud mexicana liberal producida por las alianzas interétnicas.

En este periodo, la mayoría de los sectores criollos, o euroamericanos, se atrincheraron en sus valores “criollistas”, con su concepción excluyente de blancura, y a partir de éstos buscaron excluir de la vida política y de las posiciones de poder a los grupos diferentes a ellos, particularmente a los “indios” que constituían la mayoría de la población del país. Los inspiraba la certidumbre, fundada en tres siglos de dominio colonial, de que ellos eran los únicos portadores y herederos de la tradición cristiana y de la civilización europea y que ambas eran la única base posible de la identidad de la nueva nación.

Esta convicción llevó, en primer lugar, a imponer el español como única lengua de la ley, la política y el discurso público, pese a que este idioma no era hablado por la mayoría de los pobladores del país. Esta política de imposición lingüística marcó un rompimiento con el régimen colonial español que había reconocido siempre a la pluralidad de lenguas indígenas en sus procesos políticos, judiciales y religiosos. De manera típica, esta exclusión se justificó a partir de valores universales; se aducía, por ejemplo, que el español era el vehículo de la civilización y la razón, mientras que las lenguas indígenas no eran capaces de cumplir este papel. Tal fue una de las principales maneras en que el régimen igualitario e incluyente, resultante de la abolición de las castas, se transformó en los hechos en un régimen excluyente y discriminador (Navarrete, 2004, pp. 66-67).

De manera análoga, las élites criollas e hispanohablantes buscaron descalificar y deslegitimar las acciones políticas de los grupos que no compartían su blancura. Inspirados en la ideología aristocrática y elitista de la “guerra de razas” desarrollada en Francia en los siglos XVII y XVIII (Foucault, 1997), consideraban que la población de origen europeo y la de origen americano constituían razas o “castas” separadas e inconmensurables que estaban condenadas a confrontarse. El dominio de la raza europea o blanca había sido establecido por la conquista y desde entonces los indios albergaban un resentimiento incesante y una inapagable sed de venganza. Esta concepción llevaba, lógicamente, a la descalificación de cualquier movilización de los grupos no blancos y cualquier demanda de derechos políticos y económicos como producto del rencor irracional y del odio de raza hacia sus dominadores blancos (Navarrete, 2010). Por ello la única respuesta a tal amenaza era una violencia equivalente por parte de los blancos. Esa ideología y este miedo, transformados en una efectiva estrategia de descalificación y exclusión de los actores políticos no blancos de la vida política, se encuentra en autores como Lucas Alamán (Alamán, 1947, pp. 467-471), Justo Sierra (Vázquez Miranda, 2007, p. 19) y Francisco Pimentel (Pimentel, 1995, p. 164). A partir de ella las numerosas rebeliones campesinas del siglo XIX fueron definidas como “guerras de castas”.

Más allá de esta visión excluyente y sesgada de la élite, los movimientos campesinos del siglo XIX pueden interpretarse como manifestaciones de una emergente blanquitud moderna en el escenario nacional mexicano. En primer lugar hay que señalar que casi ninguna de estas iniciativas, pacíficas o violentas, movilizó la identidad indígena ni un discurso de odio de razas o de venganza contra los blancos. Por el contrario, la mayoría de esos actores políticos se definieron a sí mismos como ciudadanos y vecinos y formularon sus demandas en términos de derechos, libertad, participación y representación, como se puede leer en sus numerosos planes, manifiestos y proclamas (Reina, 1986). Es decir, utilizaron un vocabulario plenamente liberal y moderno que podemos tomar como índice de su adopción de una subjetividad política afín: se presentaban como ciudadanos y vecinos, dos categorías liberales, y reivindicaban derechos de propiedad y de autonomía municipal o estatal. La principal excepción, que serían los rebeldes de Yucatán, protagonistas de la más famosa “guerra de castas”, según las leyendas de la blancura, se definían como los “verdaderos cristianos” remitiéndose a una definición de la universalidad colonial.

Además, la mayoría de estos movimientos, incluido el de Yucatán, eran en la práctica coaliciones plurales en que participaban hablantes de lengua indígena y de español, indios, mestizos y negros, miembros de comunidades y rancheros, incluso hacendados en el caso del ejército liberal encabezado por Juan Álvarez (Guardino, 1996). Lo que unía a sus muy diversos participantes era precisamente su adhesión a una nueva subjetividad vinculada a su emergente ciudadanía política. Podríamos afirmar que la nueva blanquitud mexicana emergió precisamente de estas coaliciones multiétnicas, liberales y conservadoras, compuestas por complejas redes de alianzas regionales y encabezadas por líderes carismáticos. En los hechos, en los discursos y en su victoria final, las coaliciones liberales lograron apropiarse de la modernidad del pensamiento liberal y de los conceptos de origen europeo que la concepción excluyente de la blancura pretendía vedarles y por medio de ellos se constituyeron como nuevos actores políticos y elaboraron formas de subjetividad social que no eran reducibles a sus modelos originales ni al criollismo. Los ciudadanos que emergieron de este proceso creativo no fueron, y siguen sin ser, idénticos a los “ciudadanos modelo” esperados por las élites y por los custodios de la pureza ideológica liberal, pero igualmente han encontrado formas eficaces de ejercer su ciudadanía y de definir y defender sus derechos (Acevedo Rodrigo, 2012). Esto tampoco implica que sean menos “auténticos” o “verdaderos” ciudadanos que las élites blancas, sino que las subjetividades sociales que han construido incorporan elementos variados y plurales, como podían ser maneras diferentes de construir sus personas humanas y de vivir sus corporalidades, formas distintas de definir lo natural y de relacionarse con el territorio, formas de organización política y de construcción de acuerdos diferentes y un largo etcétera.

Reducir esta pluralidad a una contraposición entre moderno y no moderno, entre occidental o indígena, entre el México profundo y el México imaginario (Bonfil, 1990) no sólo resulta un tanto simplista, sino también corre el riesgo de reproducir las dicotomías excluyentes construidas por las élites aferradas a su blancura. Tampoco ayuda mucho utilizar el binomio dominación-resistencia, pues el “blanqueamiento” fue precisamente el camino que permitió a diversos grupos en ascenso ejercer el poder político y luego imponer su blanquitud a otros grupos. De hecho, los individuos y grupos que construyeron nuevas subjetividades alrededor de la emergente blanquitud liberal buscaron también apropiarse del prestigio de la blancura defendida y monopolizada por las élites criollas al adoptar buena parte de sus formas de hablar, vestir y comportarse, de su vocabulario político y social, de sus maneras de hacer política. En muchos casos este blanqueamiento social fue acompañado por un emblanquecimiento fenotípico logrado por medio de estrategias matrimoniales que privilegiaban los enlaces con personas más blancas. Ésta había sido, y sigue siendo en el siglo XX, una estrategia prevalente de ascenso social; el lenguaje cotidiano la resume con la frase centenaria y siempre vigente de “mejorar la raza”. La continuada adhesión de los grupos en ascenso a estas prácticas de emblanquecimiento se ha convertido en uno de los principales sustentos históricos de la continuidad de los privilegios de la blancura en México.

El mestizaje entre la blancura y la blanquitud

Nuestro segundo ejemplo es la ideología del mestizaje. Se trata de la representación pública, científica y artística de la mezcla de razas como motor de la historia de México y como forma particular de la modernización de la sociedad nacional, construida desde finales del siglo XIX y que se convirtió en la ideología hegemónica del Estado y la sociedad mexicana con el triunfo de la Revolución. No tenemos espacio para recapitular cada uno de los aspectos de esta ideología y menos para revisar la amplia bibliografía que la ha analizado y criticado. Debo enfatizar que me refiero a una “ideología” porque se trata de un cuerpo discursivo doctrinal relativamente coherente, que es producido desde el poder, o desde posiciones afines al poder, y que se utiliza para definir y legitimar relaciones de dominación y privilegios sociales. Como tal debe distinguirse de los procesos sociales que transformaron a la sociedad mexicana de la época y también de muchas de las políticas y prácticas estatales de este periodo dirigidos a las poblaciones racializadas por esta ideología, sobre todo a los “indios”, que muchas veces obedecían a sus premisas, pero que también podían adquirir lógicas y producir efectos diferentes e incluso contrarios en contextos geográficos y sociales particulares. Estas realidades sociales y estas prácticas y políticas fueron mucho más mutables y dinámicas que la ideología misma, que mantuvo una clara continuidad desde sus primeros creadores como Andrés Molina Enríquez (1978) hasta sus epígonos en la segunda mitad del siglo XX, como Gonzalo Aguirre Beltrán y Octavio Paz (1970)). En esta discusión nos concentraremos en la manera en que tal ideología articuló la blancura y la blanquitud y cómo esta relación ayudó a consolidar un orden pigmentocrático que ha sobrevivido a su periodo de hegemonía.

En primer lugar, hay que señalar que, desde el punto de vista de sus creadores, el mestizaje fue concebido casi siempre como la mezcla armoniosa e inevitable de las “razas” europea e indígena, excluyendo casi siempre a las africanas y asiáticas (Gamio, 1960). Esta mezcla debía permitir superar los imaginarios conflictos raciales que caracterizaron el siglo XIX, siempre desde el punto de vista de las élites blancas, y debía conducir a la desaparición de las subjetividades enfrentadas, particularmente a la disolución del ancestral odio y rencor albergado por la “raza” india contra la “raza” blanca. En este sentido, podemos decir que es una solución imaginaria a un conflicto igualmente imaginario.

Afirmo que es imaginaria, en primer lugar, porque la mezcla entre personas de diferentes orígenes continentales (las supuestas razas) fue mucho menos frecuente de lo que se preconiza (González Navarro, 1968), y en todo caso no fue la causa que produjo los efectos que llamamos “mestizaje”. Lo que hizo la ideología del mestizaje en la práctica fue crear un nuevo vocabulario para describir, explicar y tratar de controlar el proceso de modernización de la sociedad, la emergencia de nuevas subjetividades colectivas e individuales identificadas con el liberalismo y el capitalismo, los cambios lingüísticos y culturales y la reconfiguración de las relaciones sociales en la sociedad nacional a partir de 1850. Lejos de superar las polaridades raciales de la sociedad mexicana, como pretendía hacerlo, racializó de una manera novedosa las identidades y las relaciones sociales, de acuerdo con el pensamiento científico de vanguardia de la época, la ciencia racialista, que dominaba las disciplinas biológicas y humanas (Urías Horcasitas, 2007). Por ello, de acuerdo con casi todos los autores que formularon esta ideología, el proceso de mezcla racial debía ser conducido por agentes estatales y técnicos, de acuerdo con preceptos científicos muy claros. Así encauzarían la mezcla en una dirección deseable, el predominio y la imposición de los rasgos “raciales” positivos, y evitarían el aumento de los rasgos negativos. Como casi todos los textos de los ideólogos del mestizaje, la lista de virtudes deseables de la “raza” blanca era mucho más larga y atractiva que la correspondiente a la “raza” india, esta doctrina funcionó como una nueva forma de blanqueamiento, que se definía como pacífico, científico e integrador, en contraposición al violento y excluyente que había imperado en el siglo XIX (Navarrete, 2016).

A lo largo del siglo XX, el proceso de construcción nuevas subjetividades e identidades “modernas” compartidas y vinculadas a la identidad nacionalista preconizada por el régimen revolucionario se extendió a sectores cada vez más amplios de la sociedad, tanto en el campo como en las ciudades, debido a diversos factores. En primer lugar, el crecimiento económico sostenido y las políticas desarrollistas incorporaron a un creciente número de personas a la economía capitalista nacional; además, el Estado estableció instituciones de educación y seguridad social que atendieron a cada vez más grupos; finalmente, las prácticas autoritarias y corporativas del régimen lograron incorporar a amplios sectores de la sociedad a su proyecto. Desde el punto de vista de los propios actores, este proceso de integración fue concebido, descrito y analizado como mestizaje y a partir de ideas racialistas: las diferencias de comportamiento, de corporalidad, de valores entre individuos y grupos fueron caracterizadas como diferencias inherentes a sus identidades raciales heredadas, y los cambios que el Estado y sus agentes, así como la misma interacción social, producían en ellas, fueron comprendidas como resultado de la mezcla racial deseada, o condenada, como veremos más adelante. A partir de mediados del siglo, el relativo desprestigio de las ideas y la ciencia racialistas orilló a los defensores de esta doctrina a presentar una versión culturalista de la misma. Sin embargo, existe una clara continuidad discursiva, política e ideológica entre las ideas del mestizaje racial y las del mestizaje cultural.

Podemos proponer que la ideología del mestizaje definió una nueva forma de blanquitud más incluyente y más hegemónica que en el siglo XIX, encarnada en un pueblo mestizo plenamente moderno, que definía sus subjetividades de acuerdo a su consciencia de clase y su identidad nacional, a la que añadía el toque decorativo, pero nunca definitorio, del pasado indígena. Esta nueva forma de ser mexicanos mestizos se contraponía claramente a los grupos sociales que defendían el “criollismo” y su blancura tradicionalista. Sin embargo, los defensores de la ideología del mestizaje crearon una nueva identidad privilegiada que sirvió para establecer una nueva jerarquía social racializada, como todas las relaciones sociales lo eran bajo esa doctrina. Esta nueva forma de blancura enfatizaba menos el linaje y la adhesión a la religión y los valores heredados del periodo colonial, y era más orientada al futuro a la vez que exaltaba el cosmopolitanismo y la identificación con las subjetividades, los discursos, las prácticas y las modas generadas en los países europeos y norteamericanos, o con sus contrapartes socialistas. Sin embargo, como sucedía en siglo XIX, esta nueva definición del privilegio social y cultural también se identificó con el color de la piel blanco y ha mantenido las prácticas de emblanquecimiento personal y social encapsuladas en el ideal de “mejorar la raza”.

El universalismo como forma de blancura

La literatura producida por los miembros de las élites del siglo XX sobre el pueblo mexicano definido como mestizo no es una crónica del éxito de las nuevas formas de blanquitud, ni de los procesos de emblanquecimiento de las élites en ascenso que produjeron a sus mismos autores. En su lugar se trata de textos notablemente críticos que regañan al pueblo por no ajustarse a los ideales de la humanidad, de la civilización “universal”, de la razón y de la ciencia moderna, que los mismos autores enarbolan como presea de su blanquitud moderna y cosmopolita, y señalan las perniciosas y perdurables “taras” del origen indígena que les impiden acceder a ellos. En esta discusión, no importa tanto la veracidad o capacidad explicativa de las críticas políticas e ideas científicas desplegadas entre estas élites, sino su funcionamiento social en la generación de jerarquías y la marginación de los grupos que no se correspondían a sus ideales excluyentes. Como señala Koselleck (1993, p. 238), los ideales universalistas modernos siempre son adjetivados en el momento de ser enunciados, vinculándose con el punto de vista, las subjetividades y las formas de ser sociales de quienes los defienden.

Un caso ejemplar es el prolongado debate sobre las formas de ciudadanía reales e ideales en México. Los discursos universalistas de nuestras élites liberales suelen descalificar, incluso denigrar, las subjetividades políticas y las formas históricas de movilización y organización construidas por otros grupos sociales mexicanos, casi siempre racializados o definidos en términos de inferioridad de clase. El tono de la mayor parte de esos textos es de regaño de alguien que se pretende poseedor de una verdad absoluta y que descalifica y critica a aquellos que según él no la comparten y muchas veces no la conocen o no la pueden comprender (Reyes Heroles, 1991). A nivel social y performativo, estos juicios sirven para distinguir a sus emisores de los objetos de su condena y los colocan en una posición de superioridad discursiva sobre ellos (Leal, 2016). Esta p osición de privilegio se construye, generalmente, exhibiendo y presumiendo una conexión más directa y un acceso superior a conocimientos, escritos, instituciones, valores importados, asociados a los ideales de blanquitud a nivel mundial. Al mismo tiempo, en la dinámica social mexicana, esta profesión de superioridad intelectual se racializa desde una posición de blancura social y coloca en una posición de inferioridad igualmente racializada a los grupos criticados, identificados como mestizos pobres o indígenas (Álvarez Prieto, 2015).

El empleo de verdades pretendidamente universales para establecer distinciones racistas funciona en muchos otros ámbitos de la vida social. En el lingüístico, un idioma “verdadero”, el español, con academias e instituciones formales, se distingue radicalmente de los “dialectos” o lenguas indígenas. Por eso no sorprende que México sea uno de los pocos países de la tierra en que se estudia por separado la lingüística hispánica y la de las demás lenguas. Entre los hispanohablantes mismos, las reglas de la gramática y la sintaxis sirven para demarcar un sociolecto “correcto” y privilegiado, el de los grupos educados de la Ciudad de México, y menospreciar, marginar y excluir otras variantes concretas de la lengua (Navarrete, 2017). La distinción entre las “bellas artes” y las “artes populares” o “artesanías” consagrada en nuestra burocracia cultural y en la mente de críticos, creadores y públicos, también perpetúa e institucionaliza prácticas de demarcación social de la blanquitud transformada en blancura.

No se trata aquí de acusar de racismo a los defensores de las concepciones universalistas, aunque sí hay algunos que llegan a la abierta inferiorización de los grupos que no consideran compatibles con sus ideales (Bartra, 2013). Lo que interesa señalar es la manera, en el marco de una sociedad estructuralmente racista y discriminatoria, en la que imperan además ideologías racialistas de identidad nacional, las aplicaciones discursivas y prácticas de las ideas universalistas e incluso del mismo conocimiento científico, que no pueden ser “neutrales”, es decir, no se pueden sustraer a estas relaciones de poder, sino que inevitablemente terminan por jugar dentro de ellas. Por tanto, frecuentemente han servido para confirmar las desigualdades y ratificar los privilegios asociados a la blancura de los científicos y académicos que las utilizan.

Pigmentocracia

Esta interpretación de la función discriminatoria del universalismo racionalista nos presenta también un modelo para comprender el papel que ha cumplido la pigmentocracia en el México contemporáneo. En su formulación original de este concepto, Alejandro Lipschutz (1944, pp. 70-72) afirmaba que la práctica de clasificar y jerarquizar a las personas y los grupos por su color de piel surgió en el siglo XVI en la América española para contrarrestar los efectos de la rápida mezcla “racial” que amenazaba con disolver las diferencias físicas entre españoles, indígenas y africanos, y por erosionar los privilegios de los primeros. Me parece que esta propuesta no se puede aplicar realmente al siglo XVI, pues la mezcla entre poblaciones de orígenes continentales diferentes fue mucho menor de lo que suele creerse, y los principios de casta y de linaje, aunados a las ideas de pureza de sangre, fueron diques eficaces contra una posible disolución del privilegio de los españoles y sus descendientes. Sin embargo, la idea de Lipschutz resulta más útil para elucidar las maneras en que entre los siglos XIX y XXI en México la blancura ha mantenido sus privilegios pese a la construcción de nociones más incluyentes de blanquitud.

En las prácticas sociales de México y otros países de América Latina, el color de la piel funciona como “índice” del privilegio social: la blancura se lee como evidencia de blanquitud. De acuerdo con la definición de Charles Peirce esto significa que al leer y clasificar el pigmento de las personas establecemos una relación causal entre éste y su origen y posición en la sociedad, sea verdadera o falsa (Peirce, 1998). Insisto en el carácter causal de estas asociaciones, y no sólo en su dimensión simbólica, que se basaría en analogías o parecidos, porque las clasificaciones por color de la piel no sólo reflejan o representan una situación social de jerarquización y discriminación, sino que son percibidas como resultado directo y confirmación de las desigualdades prevalentes y también se convierten fácilmente en causa eficaz para generar nuevas distinciones y discriminaciones. En pocas palabras, cuando vemos a una persona con color de piel más oscuro es fácil que asociemos de manera causal, pero no necesariamente verdadera, su pigmentación con una identidad racializada, “india” o “negra”, que suele a la vez asociarse con características sociales y culturales (pobreza, marginación, falta de educación); de acuerdo con esta causalidad inferida es más fácil que la tratemos de una manera diferente, o incluso la discriminemos, de modo que reproducimos y profundizamos a la vez la diferenciación original. Lo mismo se aplica para las personas más “blancas”, cuyo color de piel asociamos con el prestigio y los privilegios de la blancura y a quienes tratamos preferencialmente en consecuencia, otorgándoles ventajas que confirman y consolidan sus privilegios.

Por ello no sorprende que, en la última década, estudios socioló gicos cuantitativos han demostrado la existencia de una fuerte correlación entre color de piel y estatus social, tanto en México como en América Latina (Villarreal, 2010; Telles, 2014; Arceo Gómez, 2013; INEGI, 2017). A partir de estos resultados, el proyecto PERLA propuso la existencia de una pigmentocracia en el continente. Sin embargo, tales estudios también han mostrado la complejidad y la variabilidad de las definiciones y clasificaciones basados en color de piel y su intrincada relación con otras formas de diferenciación y discriminación. Al presentar los resultados preliminares de uno de estos estudios cuantitativos, el Proyecto sobre Discriminación Étnico-Racial en México, Patricio Solís afirmaba que resulta casi imposible medir de manera objetiva el color de piel de las personas, pues los diferentes procedimientos, como auto-adscripción, observación externa, utilización de colorímetros, generaban resultados divergentes difíciles de conciliar y que por ello resultaba imposible descartar la existencia de sesgos en los propios sujetos y los observadores (Solís, comunicación personal).

Por otro lado, diversos autores han propuesto que el color de la piel no debe ser medido de manera aislada, sino que debe considerarse parte de una matriz más compleja que combina formas de corporalidad y habitus sociales, formas de vestir y de hablar, situaciones de clase e identidad de género (Navarrete, 2017a). Los trabajos cualitativos de Mónica Moreno demuestran cómo la asociación entre blancura y belleza se combina con nociones de feminidad para generar una dinámica compleja de auto-identificación y de clasificación de los demás en una escala claramente racializada, continua y resbalosa, en que las mujeres negocian sus posiciones de forma relacional y siempre móvil, y no una jerarquía fija (Moreno, 2010). A su vez las encuestas de PERLA en México mostraron que las élites mexicanas que podrían ser consideradas “blancas” por su color de piel se definen a sí mismas preferentemente como “mestizas”, mientras que existen sectores en una posición social menos privilegiada que se consideran más “blancos” (Martínez Casas, 2014, p. 59).

Mi propuesta es que tales resultados se muestran contradictorios porque reflejan las contradicciones en las propias prácticas y estructuras sociales de desigualdad y discriminación en México y América. Por un lado, la blanquitud ha incorporado de manera exitosa a amplios sectores de la población de orígenes diferentes que han adoptado y construido subjetividades modernas e identificadas con la cultura occidental, la ética capitalista y las identidades nacionales hegemónicas. Por otro, la blancura y las élites blanqueadas no dejan de utilizar el color de piel como un índice para excluir, o acotar, a los grupos de origen diferente, y confirmar y fortalecer la supremacía de las élites que se definen como blancas. Los mecanismos de la pigmentocracia permiten mantener la asociación entre blanquitud y blancura, de modo que parecer blanco se asocia fácilmente con tener éxito social y un estatus alto, incluso con ser más feliz o más honesto como han mostrado los estudios de Eugenia Iturriaga (2016) en Mérida y de Rosario Aguilar (2013) en la Ciudad de México. Aunque no es en realidad más que un índice precario de una posición social, como demuestran los estudios cuantitativos, el color de piel se transforma en una demostración de posición social por medio de un proceso de “abducción” mágica, tal como el que describe Alfred Gell (1998, pp. 29-31) desde la antropología del arte, es decir, en una falsa atribución de causalidad a partir de un índice. Así la blancura se transforma en un fetiche del privilegio, en garantía de blanquitud.

Por otro lado, la pigmentocracia acota y encauza los ímpetus de ascenso de los grupos racializados como “indios”, “negros” y “mestizos”, matizando las tendencias integradoras de la blanquitud. El éxito de estas prácticas y prejuicios demuestra que en América Latina la blanquitud nunca ha logrado disociarse completamente de la blancura y de hecho la ha perpetuado y fortalecido para poder funcionar. Cada vez que los individuos y grupos en ascenso por medio de la blanquitud buscan emblanquecerse fenotípicamente, “mejorando la raza” refuerzan la jerarquía y el privilegio de la blancura.

El siglo XXI

Comprender la articulación entre blanquitud y blancura nos ayuda a analizar las contradicciones contemporáneas de la sociedad mexicana. Tras más de 30 años de multiculturalismo en México se reconoce, como nunca antes, la pluralidad cultural y humana de la sociedad. Aunque de una manera ambigua, las políticas del Estado pretenden respetarla y potenciarla. Por otro lado, sobre todo a partir de la insurrección del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994, han emergido con fuerza y creciente visibilidad movimientos y voces que se definen explícitamente como indígenas y como afro-mexicanas y que generan, con creciente éxito, subjetividades novedosas que incorporan elementos claves de la modernidad sin sumarse necesariamente a la blanquitud y mucho menos aspirar a la blancura (Kummels, 2018). Intelectuales indígenas como Yásnaya Aguilar (2018, 2020) han desarrollado una crítica sugerente a estos ideales constitutivos de la identidad nacional mexicana, sin por ello refugiarse en la defensa de una identidad esencial o inmutable.

Al mismo tiempo, amplios sectores de la élite mexicana han adoptado la blancura como un elemento cada vez más ostensible de su subjetividad y de su identidad social, adhiriéndose a tendencias racializadoras importadas de Estados Unidos y otros países europeos. Denominados whitexicans, un término que es a la vez descalificador y reivindicador, han visibilizado su diferencia con el resto de la sociedad mexicana, adoptando incluso el inglés como lengua pública para marcar tal distancia. Esto se evidencia en la serie Made in Mexico, de “reality TV” difundida por Netflix en 2018. En un aparente rompimiento con los tiempos en que la ideología del mestizaje hacía que las elites disimularan su blancura en nombre de una blanquitud compartida con el resto de la sociedad, ahora muchas de ellas promueven una identificación unívoca entre blancura y blanquitud.

Esta creciente separación también se muestra de manera descarada en el racismo de los medios de comunicación, sobre todo la televisión y la publicidad, evidenciado en la utilización casi exclusiva de modelos con fenotipos europeos o euroamericanos, y la exclusión sistemática de los de piel y los cuerpos de 80% de la población. Estos medios preconizan una blancura pura y dura y un culto a formas excluyentes de belleza para promover la lógica aspiracional del consumo y del estatus social (Jones, 2016). Lucran así con el elemento fetichista de la blancura como un falso índice del privilegio social. Esta abducción no sólo es el reflejo de la mentalidad racista de la industria, sino también del patrimonialismo con que se manejan los monopolios mediáticos. Esto obedece, sin duda, a tendencias de la sociedad de consumo global, pero llama la atención que en otros países y otras regiones el ideal aspiracional ha sido más incluyente de personas de orígenes distintos, generando lo que podríamos llamar una blanquitud mediática. En México y en América Latina, en cambio, ha habido muy pocos intentos de ampliar el ideal aspiracional y de belleza más allá de la blancura racializada.

El asfixiante monopolio de la blancura mediática se puede relacionar con la virtual desaparición en la esfera pública visual de representaciones positivas de otras personas y grupos que se identifiquen con la blanquitud, es decir, que demuestren su adhesión a las subjetividades modernas, y a los patrones de educación, consumo y cultura que ahora las definen. Tampoco que asuman papeles protagónicos como actores clasistas, como el campesino, el obrero o el pueblo. Durante el periodo de auge del mestizaje el régimen revolucionario se encargó de promover este tipo de figuras más incluyentes, mientras que los medios privados presentaban por su lado versiones más excluyentes de blancura. Ahora las personas con cuerpos diferentes aparecen principalmente como receptoras precarizadas de la ayuda del Estado.

Estos cambios notorios podrían llevarnos a afirmar que vivimos en una realidad post-mestiza. Sin embargo, la idea de la mezcla racial y cultural como motor de la historia nacional, y de la unidad de la población en un colectivo definido como “mestizo” sigue siendo un referente discursivo y doctrinario frecuente en muchas discusiones políticas y sociales. Sin embargo, ya no se asocia a las políticas integradoras de un régimen nacionalista, sino que se despliega para justificar algunas prácticas discriminatorias y segregacionistas de un estado neoliberal en el marco de la globalización. En este nuevo marco, la referencia a la identidad mestiza sirve para poner en entredicho la legitimidad de las nuevas subjetividades “post-mestizas” y cuestionar demandas de representación y derechos de actores que se movilizan a partir de identidades culturales y étnicas diferentes, como el movimiento indígena. El recurso a la ideología del mestizaje también sirve para negar la realidad de las prácticas discriminatorias y del racismo cada vez más visible del orden necropolítico mexicano y cada vez más cuestionado por la sociedad. Aunque con menos fuerza y convicción todavía se escucha el argumento de que en México no puede haber racismo porque “todos somos mestizos”. En su versión más actualizada este razonamiento aduce que reconocer las discriminaciones existentes y renovadas entre grupos racializados en nuestra sociedad no hace sino acentuar diferencias y fomentar la confrontación.

Por otro lado, en el campo de la genómica, la referencia al mítico mestizaje ha servido para inventar una imaginaria población nacional con características compartidas: el “genoma mestizo”. Éste fue definido incluso como un patrimonio que debía ser defendido por el Estado (López Beltrán, 2011). Esa transformación reproduce, de manera poco sorprendente, las contradicciones y el racismo inherentes a la ideología del mestizaje. Fieles a la lógica de blancura elitista de los intelectuales de los siglos anteriores, que solían buscar las “taras” raciales o culturales heredadas por los mestizos de sus antepasados indígenas (pereza, hipocresía, falta de espíritu emprendedor, etc.) y que les impedían alcanzar una blanquitud plena, los científicos genómicos han identificado “genes amerindios” que asocian con predisposiciones a enfermedades metabólicas y crónico-degenerativas, como la diabetes. En su discurso público, el origen indígena del mestizo se convierte en un nuevo peligro epidemiológico que debe ser conjurado por las élites científicas (García-Deister, 2015).

Conclusiones

El objetivo de este artículo fue aplicar un análisis actor-red para comprender la articulación entre la constitución de subjetividades colectivas y de relaciones de racismo, discriminación y colonialismo, y los propios discursos científicos y académicos, las interpretaciones históricas, que los describen y actúan sobre ellas. Al incorporar las teorías sobre el racismo a esta historia del racismo en México, procuramos desmontar la posición de blanquitud desde la cual se ha producido buena parte de esta literatura, basada en su apelación al universalismo. Otro objetivo fue desentrañar la compleja relación entre las subjetividades identificadas con la blanquitud, siempre modernas, cambiantes y en proceso de seducir u obligar a más personas a adoptarlas, y la blancura, una vieja práctica de exclusión y discriminación basada en el origen y el fenotipo.

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1Este artículo fue escrito con el apoyo del Programa de Apoyo a la Superación del Personal Académico de la DGAPA, UNAM.

Recibido: 02 de Septiembre de 2020; Aprobado: 15 de Mayo de 2021

Acerca de la autor Federico Navarrete es investigador titular definitivo del Instituto de Investigaciones Históricas. Doctor en estudios mesoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Investigador SNI nivel III. Página personal: Portal Noticonquista

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