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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.40 n.spe Ciudad de México  2022  Epub Sep 22, 2023

https://doi.org/10.24201/es.2022v40nne.2071 

Artículos

El concepto de raza y la lucha contra el racismo

The Concept of Race and the Struggle against Racism

1Universidad de Manchester, Manchester, Reino Unido, peter.wade@manchester.ac.uk


Resumen:

Este artículo explora posturas que se oponen al uso de categorías y conceptos raciales en la vida pública, al afirmar que dicho uso refuerza la realidad biológica del concepto raza y, por lo tanto, refuerza el racismo. Éstos son argumentos válidos y la refutación de la realidad biológica de la raza es una lucha que sigue vigente. Luego exploro argumentos que favorecen el uso de categorías y conceptos raciales, alegando que son h erramientas valiosas para combatir el racismo, entendido como un sistema que, si bien ha hecho uso de la idea de raza como una realidad biológica, no depende de esta idea. Esbozo las formas en que las categorías y conceptos raciales van más allá de la idea de realidad biológica. El uso de categorías y conceptos raciales en la vida pública es productivo, siempre que el uso esté ligado a la lucha contra la desigualdad racializada y evite ser desviado por completo hacia una política de la identidad.

Palabras clave: racismo; raza; discriminación racial; racismo cultural; anti-racismo

Abstract:

This article explores arguments that oppose the use of racial categories and concepts in public life, contending that such usage reinforces the biological validity of race and thus reinforces racism. These are valid arguments and refuting the biological reality of race is an ongoing battle. I then explore arguments that favour using racial categories and concepts because they are valuable tools to combat racism, understood as a system that, while it has made use of the idea of race as a biological reality, does not depend on this idea. I outline the ways in which racial categories and concepts go beyond the idea of biological reality. The use of racial categories and concepts in public life is productive, as long as their use is tied to the fight against racialized inequality and avoids being diverted entirely into a politics of identity.

Keywords: racism; race; racial discrimination; cultural racism; anti-racism

En este artículo, abordo la cuestión del estatus de las categorías e identidades raciales en el pensamiento académico, la política y las políticas públicas. Me concentro particularmente en el contexto latinoamericano, donde ha habido un amplio debate sobre los pros y los contras de usar identidades y categorías raciales, como negro, blanco, mestizo, indígena, etc., en el discurso académico y político y en las políticas públicas (Fry et al., 2007; Guimarães, 2018; Red INTEGRA, 2017). El tema es de interés más general y también se ha debatido en otras r egiones. En Francia, por ejemplo, los legisladores se han negado durante mucho tiempo a recopilar datos utilizando categorías raciales: en 2013, la Asamblea Nacional votó por eliminar las palabras raza y racial de las leyes del país, mientras que en 2018 votó por eliminar la palabra raza de su constitución, donde había aparecido, junto con el sexo, el origen y la religión, como una razón ilegítima para hacer distinciones entre ciudadanos.1 Por otro lado, el uso de la terminología de raza y categorías raciales se considera más aceptable en el Reino Unido y aún más en los Estados Unidos, incluso si a menudo se prefieren términos alternativos como etnia y grupos étnicos (Bleich, 2003).

Podemos comenzar por delinear los términos del debate, en contra y a favor del uso de categorías y terminología raciales en la vida pública.

Contra categorías y conceptos raciales

Los principales argumentos en contra del uso de categorías y terminología raciales en el discurso político (por ejemplo, en relación con derechos y reconocimiento) y en las políticas públicas (por ejemplo, en censos, encuestas, programas de acción afirmativa) se centran en la importante idea de que el uso de estos términos y categorías simplemente reforzará en la sociedad la falsa idea de que las “razas” existen como objetos reales (es decir, biológicos) en el mundo. Esto es un resultado que debe evitarse, en el sentido de que se podría alentar a las personas a creer cosas que no son ciertas; pero, lo que es peor, esas creencias reforzarán y apoyarán el racismo, que depende de la idea de que tales “razas” existen. Tal argumento se centra en el trabajo vital e influyente que se ha realizado en las ciencias biológicas y otras ciencias de la vida desde principios del siglo XX para demostrar que, en términos de su variación biológica, los seres humanos no pueden dividirse en categorías coherentes llamadas “razas” y que las categorías raciales comúnmente utilizadas en una sociedad -y especialmente en América Latina, cuya historia de mestizaje ha dado lugar a categorías múltiples y vagamente definidas- no corresponden a ninguna clasificación biológicamente válida (Goodman et al., 2012; Gould, 1981; Lewontin, 1972; Marks, 1995; Pena and Birchal, 2006; Smedley, 1993).

Esta perspectiva reconoce que las ideas sobre la raza como concepto y sobre las razas como categorías de personas tienen un impacto real en el mundo, ya que algunas personas creen (erróneamente) que las “razas” existen y actúan en consecuencia (por ejemplo de manera racista, pero a veces también desde una postura defensiva contra el racismo): la “raza” es una construcción social, pero como tal tiene realidad y poder social. Este enfoque sostiene que socavar la idea de raza / razas es una lucha continua y vital. Cuanto más las palabras, los conceptos y las categorías de raza formen parte de la vida pública (incluido el análisis académico) y en particular de las políticas públicas, más legitimidad adquieren, hasta llegar a parecer cuestiones naturales en el mundo (es decir, con validez biológica). Cuanto más naturales parezcan ser, mayor será su poder para apoyar el racismo y para dividir a las personas en categorías que parecen ser biológicas, exacerbando así la división social y lo que Gilroy llama “mentalidades de campamento”, que funcionan “a través de apelaciones al valor de la pureza nacional o étnica” (Gilroy, 2004, p. 83).

En esta perspectiva, se hace una distinción clave entre “raza” y “racism o”. Un ejemplo de ello es el Comunicado de la Red INTEGRA respecto a la Encuesta Sobre Movilidad Social Intergeneracional del INEGI, que es una carta abierta publicada por la Red de Investigación Interdisciplinaria sobre Identidades, Racismo y Xenofobia en América Latina, una red con sede en México “constituida por 115 académicos de 50 instituciones de investigación y educación superior situadas en 15 entidades federativas del país”. La declaración comienza por dar la bienvenida a debates recientes sobre el racismo en México, un tema que requiere “atención urgente”, pero en particular aborda el uso de categorías raciales y medidas del color de la piel en una encuesta realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía de México (Red INTEGRA, 2017).

El Comunicado hace varias declaraciones, y comienza por ésta: “El racismo es un fenómeno que va más allá de la discriminación por color de piel. El racismo es una forma estructural de dominación que inferioriza a grupos y personas, que se expresa en ideas, prácticas institucionales y en la vida cotidiana, y que está basado en la creencia de la existencia de ‘razas’ humanas”. Ésta es una definición de racismo que se puede encontrar en muchos lugares. Por ejemplo: “El racismo [es] la idea de que existe una correspondencia directa entre los valores, el comportamiento y las actitudes de un grupo, y sus características físicas” (Dennis, 2004). De manera similar, el Oxford English Dictionary define el racismo como la “ideología o creencias de que los miembros de un grupo racial o étnico en particular poseen características o cualidades innatas, o que algunos grupos raciales o étnicos son superiores a otros”. Algunas definiciones de racismo lo relacionan con ideas sobre la raza sin definir de inmediato qué es. La Real Academia Española, por ejemplo, define el racismo como la “Exacerbación del sentido r acial de un grupo étnico que suele motivar la discriminación o persecución de otro u otros con los que convive”; aquí “racial” significa “relativo a la raza”; y “raza” se define como “Cada uno de los grupos en que se subdividen algunas especies biológicas y cuyos caracteres diferenciales se perpetúan por herencia”.2 Otras definiciones dejan “raza” sin definir, aparentemente asumiendo que la gente sabrá qué es: “El racismo es el odio, rechazo o exclusión de una persona por su raza, color de piel, origen étnico o su lengua, que le impide el goce de sus derechos humanos. Es originado por un sentimiento irracional de superioridad de una persona sobre otra”.3 Obsérvese cómo, en esas definiciones, el racismo está comúnmente vinculado a la creencia en la existencia de razas definidas como entidades biológicas o físicas.

El comunicado de INTEGRA continúa diciendo que “Las ciencias de la vida, en particular la genética, han demostrado fehacientemente que las razas no existen”, de modo que los autores del comunicado q uieren decir que las razas no existen en términos biológicos. Por otro lado, aunque “Las razas no existen, el racismo sí”. Se explican: “El concepto raza es en realidad una construcción histórico-cultural que ha servido para justificar una jerarquía social basada en la supuesta inferioridad de unas personas o grupos por su fisionomía. Esta falsa y peligrosa idea ha sido interiorizada en nuestra sociedad y opera en la vida cotidiana”. Veamos un poco de la historia de esa falsa idea.

Biología contra “raza”: una lucha en curso

Podría decirse que la lucha contra la falsa idea de la raza biológica comenzó con Franz Boas y su desafío a la ciencia racial / racista que trató de vincular el tamaño y la forma del cráneo con la inteligencia y, de ahí, con otras capacidades morales y culturales (Boas, 1912; Smedley, 1993). Estos primeros pasos desafiaron ante todo la idea de una jerarquía racial determinada por la biología. También hubo algunos estudiosos que argumentaron que la variación biológica humana ni siquiera podía categorizarse con precisión en entidades que se asemejaran a las que tradicionalmente se habían llamado razas. Algunos observadores piensan que W.E.B. Du Bois planteó tal argumento ya en la década de 1890 (Appiah, 1985; Baker, 1998, pp. 110-113). Otros atribuyen este punto de vista a Ashley Montagu, aunque su principal preocupación era socavar la idea de una jerarquía racial (Brace, 1964; Montagu, 1942). Lo cierto es que, a partir de la década de 1960, algunos biólogos y antropólogos físicos hicieron un asalto más sistemático a la validez biológica del concepto de raza con base en datos que demostraban, primero, que había demasiada variación biológica dentro de las categorías que tradicionalmente se habían llamado razas; y, segundo, que no había suficientes diferencias sistemáticas entre ellas. Sobre todo, los humanos habían estado moviéndose y mezclándose entre sí a lo largo de la historia de su evolución de tal manera que la variación biológica era “clinal”, es decir, se cambiaba gradualmente a través del espacio geográfico y no se dividía en unidades delimitadas (Brace, 1964; Brown, & Armelagos, 2001; Lewontin, 1972; Livingstone, & Dobzhansky, 1962).

Sin embargo, al mismo tiempo, muchos biólogos se acogían a la idea básica de que la variación biológica humana podría describirse en términos de “razas”. Algunos antropólogos que trabajaban en el contexto del fascismo europeo recomendaron evitar la palabra “raza” y utilizar en su lugar “grupo étnico”, pero mantuvieron la idea de que los humanos formaban grupos biológicamente distinguibles que se aproximaban a los que se habían llamado razas (Huxley, & Haddon, 1935). Después de la Segunda Guerra Mundial, la declaración de la UNESCO de 1950 sobre la raza iba más allá en un sentido, al declarar que “En realidad, la ‘raza’ no es tanto un fenómeno biológico como un mito social” y, por lo tanto, sería mejor “que se renuncie por completo a emplear este término cuando haya que aplicarlo a la especie humana y que se adopte la expresión ‘grupos étnicos’”. Pero al mismo tiempo, decía: “Una raza, biológicamente hablando, puede […] definirse como un grupo entre los que constituyen la especie Homo sapiens” y que en tal sentido, “La palabra ‘raza’ designa un grupo o una población caracterizada por ciertas concentraciones, relativas en cuanto a la frecuencia y a la distribución de genes o de caracteres físicos” (UNESCO, 1969, pp. 31-32, 34). La idea de la raza como una realidad biológica persistió durante algún tiempo (Reardon, 2005) y algunos estudios muestran que el término todavía tenía cierta autoridad como realidad biológica entre los científicos biológicos durante la década de 1980 (Lieberman, & Reynolds, 1996), hasta la década de 1990 (Cartmill, 1998; Lieberman, & Kirk, 2002), e incluso en la década de 2000, con una gran variación entre las regiones del mundo (Lieberman et al., 2004; Štrkalj, 2007).

Es común suponer que la secuenciación del genoma humano, que muestra que todos los humanos comparten casi el 99.9% de su ADN, habría puesto el último clavo en el ataúd del concepto biológico de raza. Sin embargo, los datos genómicos han vuelto a despertar el debate sobre su validez. Algunos genetistas argumentan que tiene sentido biológico dividir la diversidad genética humana en categorías que corresponden a las “razas” clásicas, incluso si a veces usan la terminología de “ascendencia biogeográfica” en lugar de “raza” (Burchard et al., 2003). Por ejemplo, el genetista David Reich (2018) admite que “la raza es una construcción social” y que las poblaciones humanas “son notablemente similares entre sí” desde un punto de vista genético. Pero también dice que “como genetista, también sé que simplemente ya no es posible ignorar las diferencias genéticas promedio entre ‘razas’”. Y argumenta que “Con la ayuda de estas herramientas [tecnología de secuenciación de ADN], estamos a prendiendo que si bien la raza puede ser una construcción social, son reales las diferencias en la ascendencia genética que se correlacionan con muchas de las construcciones raciales actuales”. Es importante, dice, porque esas variaciones son significativas para la medicina.

Otros no están de acuerdo, y afirman, por ejemplo, que “la variación [genética] es continua [en todo el mundo] y discordante con la raza, la variación sistemática según el continente es muy limitada y no hay evidencia de que las unidades de interés para la genética médica correspondan a lo que nosotros llamamos raza” (Cooper et al., 2003, p. 1167); y que “no hay razón para suponer que existen grandes discontinuidades genéticas entre diferentes continentes o ‘razas’” (Serre, & Pääbo, 2004, p. 1679). El genetista brasileño Sérgio Pena insiste en que “o baixo grau de variabilidade genética e de estruturação da espécie humana é incompatível com a existência de raças como entidades biológicas e indica que considerações de cor e/ou ancestralidade geográfica pouco ou nada contribuem para a prática médica” (Pena, 2005, p. 321).

Para aquellos que se oponen al uso de categorías y conceptos raciales en el discurso académico y las políticas públicas, el hecho de que este debate siga vigente es una prueba no deseada de que los peligros de la biologización de la raza todavía están muy vivos y necesitan una refutación continua. Dichos críticos son muy conscientes de que esos debates científicos no están aislados de la vida cotidiana y la formulación de políticas, sino que se filtran en tales ámbitos (por ejemplo, a través de los medios masivos de comunicación). Esto es reconocido por Reich, quien dice: “Siento una profunda simpatía por la preocupación de que los descubrimientos genéticos se puedan utilizar indebidamente para justificar el racismo”.

A favor de categorías y conceptos raciales como analíticamente productivos

El enfoque alternativo, que considera que las categorías y conceptos raciales son útiles y productivos en el análisis y la política pública, no se opone de manera simple al que he descrito anteriormente. Por el contrario, ambos coinciden en ver la raza como una construcción histórico-social, que no tiene validez biológica, pero posee una tremenda presencia y fuerza social. La diferencia radica en la forma en que se maneja analíticamente esta presencia social. Los defensores de este enfoque argumentan que es útil y productivo utilizar el lenguaje de la raza y las categorías racia les al abordar el racismo, ya que así se reconoce la historia específica del colonialismo y la opresión que produjo el racismo entendido como un sistema de distribución de recursos, poder y valor entre las personas o grupos categorizados en términos raciales. Estas categorías son cons trucciones sociales históricas, arraigadas en contex tos históricos y geográficos que, si bien son muy variados (sólo mirando las Américas encontramos una gran diversidad de formaciones raciales, por no mencionar otras regiones del mundo colonizadas por europeos), tienen como rasgo central las jerarquías en las que la blancura fue y es valorada por encima de diversas formas de no blancura, en términos económicos, políticos, morales y simbólicos.

Todavía podemos, y debemos, insistir en que las categorías raciales son construcciones sociales -que, además, no tienen validez biológica- a la vez que argumentamos también que puede ser productivo usarlas en la lucha contra el racismo y la desigualdad racial. Después de todo, como vimos anteriormente, han pasado más de 100 años desde que los investigadores de las ciencias sociales y biológicas comenzaron a argumentar que la biología no puede darnos una definición viable del concepto raza y, sin embargo, el racismo ha seguido siendo una fuerza poderosa du rante ese periodo. Esto no significa que dejemos de insistir en que la raza no tiene realidad biológica, o que -incluso si algunos genetistas tienen razón en que existen diferencias biológicas médicamente significativas que corresponden aproximadamente al tipo de dinámica de la evolución humana a escala continental que supuestamente ha producido “razas”-, esto no debe usarse para justificar jerarquías o identidades sociales. Pero muestra definitivamente que esa insistencia no es suficiente. El racismo no se puede reducir a una ideología definida por la creencia en la existencia de razas biológicas.

Es importante destacar que si utilizamos categorías y conceptos raciales en nuestro análisis y en la política pública, esto debería hacerse de una forma adecuada a las variantes locales de la formación racial de la colonialidad: no existe una fórmula única de cómo deberían emplearse las categorías raciales, precisamente porque son construcciones histórico-sociales. El lenguaje de las categorías raciales que se adapta a los Estados Unidos no es necesariamente adecuado para el contexto mexicano o brasileño, aunque al decir esto, debemos tomar en cuenta que lo que sí es y lo que no es apto puede alterarse con el tiempo, por medio de procesos de movilización política e intercambio cultural. Por ejemplo, la idea de que las categorías raciales de los Estados Unidos habían “colonizado” Brasil, propuesta por Bourdieu y Wacquant (1999), fue rechazada por otros, más familiarizados con el contexto brasileño, que percibían que tales categorías raciales tenían profundas resonancias con las experiencias de los negros brasileños (French, 2000; Hanchard, 2003).

Categorías raciales y desigualdades raciales

El argumento de que es útil emplear categorías y conceptos raciales en el análisis y la política ha sido particularmente relevante en relación con la producción de datos que miden las disparidades raciales en términos económicos y de salud, datos que pueden usarse para justificar políticas públicas para corregir tales disparidades (Bliss, 2012; Epstein, 2007; L oveman, 2014; Saldívar et al., 2018; Solís, & Güémez, 2021; Urrea Giraldo, & Viáfara López, 2007). Ésta es sin duda una importante justificación para usar categorías raciales, porque reconoce que el ra cismo emplea categorías raciales e ideas sobre las diferencias raciales -de f ormas histórica y geográficamente muy diversas- y así produce y sostiene disparidades que corresponden a esas diferencias racializadas. Para abordar estas disparidades directamente, es necesario primero evaluar sus características (¿qué tipo de diferencias y categorizaciones racializadas están en juego en un contexto dado?); y medir sus dimensiones (cuánta desigualdad se debe a los efectos del racismo, ya sea histórico y estructural o directo?). Un paso más es utilizar luego esas categorías en las políticas públicas que apuntan a corregir tales disparidades dirigiendo recursos y oportunidades a las categorías de personas que han sido y/o están siendo desfavorecidas por el racismo.

Este enfoque plantea dos preguntas. Primero, ¿exactamente qué categorías deberían usarse para estos propósitos? Segundo, ¿es correcto utilizar categorías raciales en primer lugar? En relación con la primera pregunta, la cuestión del contexto es de gran importancia porque, si bien puede haber acuerdo entre los adherentes de este enfoque sobre el principio básico del conteo racializado, hay mucho debate acerca de exactamente qué categorías usar en un contexto dado. Algunas preocupaciones se centran en los posibles peligros asociados al uso de categorías raciales demasiado simplificadas que pasan por alto variaciones médicamente significativas dentro de las categorías (Bliss, 2012; Smart, 2005; Smart et al., 2008). También existe preocupación por el uso de categorías raciales estandarizadas, a menudo producidas en el Norte global, que no se corresponden con los usos locales en otras partes del mundo (Bustamante et al., 2011; Devlin, 2018; Suarez-Kurtz, 2011). Ésta es una indicación más de que no existe una fórmula única respecto a cuáles categorías raciales deben emplearse y cómo: esto se debe a que son construcciones sociales que surgieron en contextos históricos específicos. Por esta razón, Smart y sus colegas recomiendan “mejorar el uso de categorías raciales y étnicas, específicas para un contexto dado, como marcadores descriptivos de las desigualdades en la salud y la atención médica” (Ellison et al., 2007, p. 1436).

La pregunta más básica es si se deben siquiera utilizar las categorías raciales para empezar. El enfoque que se opone al uso de tales categorías argumentaría que con el uso de términos y categorías claramente raciales -como negro, blanco, mestizo, mulato y tal vez indígena (si esto se clasifica como una categoría racial, en lugar de étnica)- se corre el riesgo de fomentar la idea de que esas categorías corresponden a “razas” biológicamente reales, legitimando así el racismo. Éste es un riesgo real reconocido por varios académicos (Duster, 2015; Smart et al., 2008; Wade, 2017). Por lo tanto, una respuesta consiste en que se deben utilizar otras categorías, por ejemplo las consideradas “étnicas” y definidas en términos de cultura u origen cultural, como indígena (entendido en este caso como una categoría étnica y no racial) y afrodescendiente (entendido como un término que se refiere a los orígenes culturales). O se podría argumentar que la desigualdad debe abordarse en términos puramente económicos o de clase, sin hacer referencia a diferencias étnicas o raciales.

El enfoque alternativo, que apoya el uso de categorías raciales, sostiene que tiene sentido utilizar las categorías raciales que han sido producidas en un contexto histórico y social dado por las operaciones del racismo, porque estas categorías son una parte integral de la reproducción de desigualdades. Y algunos estudiosos argumentan que, a pesar de los riesgos de cosificación biológica que surgen del uso de categorías raciales, especialmente en el dominio de la medicina genómica, es “poco probable que un concepto genético de raza y etnia sea lo suficientemente portátil como para suplantar por completo a un concepto sociopolítico” (Smart et al., 2008, p. 419). Es decir, las definiciones sociopolíticas de categorías raciales (y étnicas), como las de las clasificaciones censales, están mejor sintonizadas con la comprensión cambiante de esas categorías que existen en la experiencia cotidiana y, por lo tanto, no serán desplazadas por conceptos biológicos que corresponden menos a los entendimientos sociales.

Sin embargo, todo este debate sobre el uso de categorías raciales y los peligros de la reificación biológica en la medicina genómica se basa en el supuesto de que la cuestión más relevante es si se está reproduciendo o fortaleciendo un concepto biológico de raza. Pero si el objetivo es combatir el racismo, ¿es suficiente socavar un concepto biológico de raza? ¿Depende realmente el racismo de tal noción? Como sostienen Lentin y Amiraux, en una crítica de la votación de Francia en 2013 para eliminar las palabras raza y racial de las leyes del país:

No hablar de razas no conduce naturalmente a la desaparición del “pensamiento racial”. Esto se debe a que, dentro de la estructura del proyecto bien intencionado para desacreditar la raza como concepto, una pieza clave era su reducción simplista a una pseudociencia basada en un sistema de clasificación biológica que se decía que determinaba las diferencias en la capacidad humana (Lentin, & Amiraux, 2013).

Continúan: “Ver la raza como conectada sólo con la ciencia falsa detrás del Holocausto niega las innumerables formas en que se le da significado a la raza”. Esto plantea la pregunta de cómo definimos una “categoría racial”, si no es sólo en relación con criterios biológicos. Por ejemplo, ¿es “indígena” una categoría racial o étnica? ¿Y “afrodescendiente”?

Definiendo lo racial

Para comprender cómo el uso del lenguaje de las categorías raciales puede ser útil, sostengo que necesitamos una visión específica de lo que constituye “lo racial” en primer lugar y, por lo tanto, de lo que consti tuye una categoría racial. Como vimos anteriormente, muy a menudo las definiciones de racismo se basan en una definición de raza que enfatiza la biología, las cualidades innatas o las características físicas, o más bien las ideas que tiene la gente sobre esas cosas. Pero como proceso histórico-social, el racismo ha creado y sigue creando categorías e ideas racializadas que involucran mucho más que “biología” (una disciplina que surgió bajo este nombre apenas en 1800) o características físicas o incluso cualidades “naturales” (si por natural entendemos algo fijado desde el nacimiento por herencia). Una definición minimalista de raza/racismo, que define estos conceptos de manera estricta en términos de su referencia a la biología, el fenotipo o incluso la “naturaleza” (definida en los términos que acabamos de describir y, por lo tanto, como opuesta a “cultura”), corre el riesgo de excluir formas de racismo que no se basan en estos criterios (Gall, 2004), incluido el llamado racismo cultural o racismo contra los pueblos indígenas. Por otro lado, una definición maximalista de raza/racismo que define estos conceptos en términos de cualquier forma de exclusión o intolerancia que parezca tener algunas características esencializantes -lo que Miles describe como la inflación conceptual del concepto de racismo (Miles, & Brown, 2003, p. 41)- corre el riesgo opuesto de abarcar demasiados fenómenos dispares bajo un mismo paraguas (Wade, 2015b).

Creo que una salida a este dilema minimalista/maximalista es entender el racismo como un conjunto de estructuras, procesos e ideas que surgieron y persistieron principalmente para asegurar el dominio de los colonizadores sobre los colonizados en el contexto del colonialismo europeo en diferentes regiones del mundo. Este énfasis viene con la advertencia de que el racismo tiene algunas raíces en la Reconquista de la península Ibérica por parte de los cristianos que imponían su dominio sobre los “moros” y los “judíos”, un contexto en que las creencias religiosas se consideraban heredables a través de medios ambiguamente naturales y culturales (Hering Torres, 2003; Martínez, 2008); y tiene otras raíces en el pensamiento de los árabes medievales sobre los pueblos africanos subsaharianos a los que esclavizaban y comerciaban (Goldenberg, 2009; Lewis, 1992; Nirenberg, 2009).

Otros investigadores no están de acuerdo con el enfoque en el contexto histórico del colonialismo europeo: encuentran racismo o “proto-racismo” en sociedades antiguas (Dikötter, 1992; Eliav-Feldon et al., 2009; Isaac, 2004); y/o no trazan una línea entre el racismo “moderno”, vinculado a la colonización y la ciencia europeas, y un proceso más general de otredad que implica exclusión e intolerancia (véase Gall, 2004; Gall, 2007). Pero creo que, para efectos analíticos, vale la pena construir una distinción -que en último término es una herramienta heurística- entre el racismo, como se definió anteriormente, y otras formas de intole rancia y exclusión, incluso si éstas despliegan discursos naturalizantes que vinculan las diferencias humanas percibidas al medio ambiente y la herencia. Las ventajas de tal distinción es que delimita un campo de fenómenos históricamente interconectados, todos ellos moldeados por lo que Quijano (2000) llamó la colonialidad del poder (véase también Maldonado-Torres, 2007).

Como conjunto de estructuras, procesos e ideas, es importante comprender que el racismo ha variado mucho en el curso del tiempo y del espacio en cuanto a los conceptos y categorías que aparecen en sus discursos, variaciones que tienden a quedar enterradas en aplicaciones demasiado generalizadas de teorías de la colonialidad del poder (Restrepo, & Rojas, 2010).

Por ejemplo, si bien “raza” era un concepto explícito en las ideas sobre la “sangre impura” de moros y judíos en la Iberia del siglo XV y también se usaba con cierta frecuencia en la Nueva España colonial, se refería a la ascendencia o linaje específico de un individuo más que de un grupo colectivo, como lo hizo a partir del siglo XIX; también ocurrió junto a otros términos como “casta” y “calidad”, así como múltiples términos de identificación como mestizo, blanco, indio, morisco, etc. (Martínez, 2008; Seed, 1982). Esto hace que esos primeros conceptos de raza, racismo y sus categorías asociadas fueran marcadamente diferentes del pensamiento de la Ilustración del norte de Europa (Arias, & Restrepo, 2010; Chaves Maldonado, 2009); pero en mi opinión, la simple aparición de esas categorías de identificación es una clara indicación de que estamos en presencia de una formación social estructurada por racismo y pensamiento racial.

Para periodos posteriores, aproximadamente el siglo XIX y la primera mitad del XX, la mayoría de los estudiosos están de acuerdo en que la raza y el racismo se convirtieron en características importantes en muchas regiones del mundo, especialmente en las afectadas por el colonialismo europeo. La idea de raza y sus categorías clasificatorias eran explícitas y se utilizaron para organizar una gran cantidad de conocimientos sobre los humanos. También formaron la base de importantes políticas social es y estrategias de gobernanza, como la inmigración y las reformas sociales eugenésicas (Banton, 1987; FitzGerald, & Cook-Martín, 2014; Leal León, 2010; Lindee, & Santos, 2012; Smedley, 1993; Stepan, 1982; Stepan, 1991; Yankelevich, 2009).

Durante ese tiempo, las categorías raciales fueron vistas como claramente biológicas y reflejadas en el fenotipo y la “sangre” hereditaria o esencia física interna, pero también eran necesariamente culturales, ya que se pensaba que la biología influía notablemente o incluso determinaba la inteligencia, las cualidades morales y el comportamiento. Sin embargo, la relación entre biología y cultura no iba simplemente en una dirección: la eugenesia, especialmente en América Latina, tenía una dimensión poderosamente ambiental, en la que la biología podía moldearse al cambiar el entorno cultural de las personas y hacerlo más “higiénico” (Noguera, 2003; Pohl-Valero, 2014; Stepan, 1991; Uribe Vergara, 2008).

Stocking señala que para las ciencias sociales a principios del siglo XX el problema no era que estuvieran dominadas por un determinismo biológico, sino más bien “por un vago indeterminismo sociobiológico, un ‘ir y venir ciego y anodino’ entre raza y civilización” (Stocking, 1982, p. 265, citando a A.L. Kroeber; énfasis de Stocking). En la década de 1920 en México, por ejemplo, no había una distinción clara entre raza y cultura: los límites entre esas esferas eran “verdaderamente porosas” y elementos de ambas se combinaron en discursos sobre los pueblos indígenas como “atrasados” (Acevedo Rodrigo, 2015, p. 190). Por lo tanto, incluso durante este periodo cuando el racismo biológico era dominante, no podemos entender las categorías raciales como definidas simplemente en términos de biología.

Luego, como se señaló anteriormente, desde las primeras décadas del siglo XX, las ciencias sociales y biológicas comenzaron a desafiar las nociones existentes de raza, en parte en términos de la insuficiencia de las categorías simples, fijas y permanentes para clasificar la diversidad biológica humana, pero también en términos de delinear una frontera clara entre la biología y la cultura, frontera que se convirtió en un pilar clave de una ciencia social moderna que negaba la influencia de la biología en la cultura y conducía a la definición de las categorías raciales y de género como construcciones sociales. A medida que las definiciones de raza (y, más tarde, de género) en términos de biología se volvieron cada vez más políticamente incorrectas, a raíz de la Segunda Guerra Mundial y en el contexto de la descolonización y los crecientes movimientos sociales de reivindicación negros e indígenas, surgió un lenguaje de cultura para hablar de lo que antes se veía como diferencias raciales.

Los académicos se han referido a un escenario en el que la raza es “enterrada viva” (Duster, 2003; Goldberg, 2008) y reemplazada por “neo-racismo” (Balibar, 1991), “nuevo racismo” (Winant, 2002), “racismo cultural” (Hale, 2006, p. 144; Taguieff, 1990) e incluso “racismo sin raza” (Goldberg, 2008). En relación con los Estados Unidos, los académicos también se han referido al “racismo daltónico” (Bonilla-Silva, 2003) y al “discurso evasivo de la raza” (Frankenberg, 1993) para señalar las formas en que muchas personas en aquel país, especialmente los blancos, tratan de evitar las referencias raciales, a menudo en el contexto de afirmaciones recientes de que vivimos en tiempos “postraciales” (Lentin, 2014).

Estos significados cambiantes indican que, más allá del contexto histórico definitorio de la colonialidad europea del poder, es difícil identificar un conjunto específico de rasgos que caracterizan al racismo. Parece claro que es frecuente alguna referencia al cuerpo, pero éste no es un simple referente por dos motivos. Primero, referirse al cuerpo no significaba ni significa necesariamente referirse a cualidades fijas e inmutables. Los cuerpos a menudo se han visto como trabajos maleables en proceso, en lugar de estar fijos al nacer (Earle, 2010). Esto se relaciona con el hecho de que la distinción entre lo que las ciencias sociales y biológicas occidentales ahora separan claramente como “biología” (visto como un sustrato fijo) y “cultura” (visto como un superestrato maleable) sólo tomó forma cabal a finales del siglo XIX (Wade, 2002) y recientemente ha sido desafiado por la biología del desarrollo y la epigenética (Hartigan, 2013; Richardson, & Stevens, 2015).

En segundo lugar, “el cuerpo” tiene al menos dos dimensiones: el físico visible, que contiene los rasgos que con tanta frecuencia se consideran definitorios de la raza (es decir, color de piel, textura del cabello, rasgos faciales); y la idea de una esencia hereditaria interna o “sangre”, que puede verse como vinculada al fenotipo de manera predecible, pero también puede estar oculta a la vista, como en la gente de Luisiana del siglo XX cuya ascendencia “negra” tuvo que ser descubierta por medio de investigación genealógica detallada (Domínguez, 1986).

Si bien la referencia al cuerpo es a menudo importante para definir lo que cuenta como categorías y conceptos “raciales”, el comportamiento también es un componente vital. En la época colonial temprana, la práctica religiosa, la dieta, el estilo de vestir y el uso de lo que podría definirse como elementos de un “fenotipo extendido”, como el cabello, las marcas corporales (tatuajes, pintura corporal, piercings) e incluso la vestimenta (o la falta de ella), fueron todos marcadores que ayudaron a definir categorías raciales como “indio”, “blanco”, “negro”, etc., en el uso diario (Earle, 2012). Esto también se vio en la práctica científica: en su descripción del siglo XVIII de la variedad americana de humanos, Linneo incluyó la idea de que esas personas pintaban sus cuerpos con líneas rojas (Popkin, 1973, p. 248).

Para el siglo XXI, M’charek y sus colegas también consideran el fenotipo como algo que “no se basa en diferencias fijas o biológicas entre los cuerpos que existen. Los fenotipos o apariencias físicas van más allá del cuerpo somático e incluyen marcadores como peinado, vestimenta o estilo de barba”. Esto significa que las “diferencias atribuidas a organismos específicos que se consideran pertenecientes a grupos objetivos se hacen visibles y legibles en contextos sociopolíticos específicos por medio de prácticas científicas y tecnológicas específicas” (M’charek et al., 2014, p. 471).

Un buen ejemplo del fenotipo extendido es la cuestión del olor corporal. Un tropo común en las sociedades de mayoría blanca con poblaciones descendientes de inmigrantes del sur de Asia es que las personas de esas partes tienen un olor distintivo (generalmente perci bido como desagradable) causado por la forma en que su cocina y dieta penetran en sus cuerpos, ropa y espacios comunitarios (Wade, 2015a, pp. 136-137). Ejemplos del fenotipo extendido que vienen de América Latina incluyen el uso o no de zapatos, que se considera que define la diferencia entre “indio” y “mestizo” en las tierras altas de Perú (Orlove, 1998). Colloredo-Mansfeld también dice que, en el norte de Ecuador, los conceptos raciales no involucran sólo biología y sangre: “También se relacionan con las apariencias ‘naturales’ ordinarias de los cuerpos y la cultura material”, como la vestimenta, el olor y las percepciones de “suciedad”, que están “moldeados por profundas desigualdades económicas” (Colloredo-Mansfeld, 1998, p. 187).

Este tipo de marcadores del comportamiento, especialmente los que parecen cruzar y difuminar una distinción tajante entre biología y cultura, son vitales en la constitución de categorías raciales y especialmente en la promulgación del racismo cultural, en el que un concepto de simple diferencia biológica fija, si no está ausente, ciertamente está profundamente enterrado. Esto refuerza el punto de que nunca es suficiente entender que el racismo depende principalmente de conceptos biológicos erróneos de raza, ni es suficiente ver la lucha contra el racismo principalmente en términos de desafiar tales conceptos.

Conclusión

Al decidir si las categorías y conceptos raciales deben usarse como dispositivos analíticos en las ciencias sociales y como herramientas en la política social, una cuestión es si es posible definir un campo de “estudios raciales” que tenga suficiente coherencia teórica para los propósitos del análisis. En una intervención incisiva, Michael Banton (2015) dice que no, porque los estudiosos no pueden ponerse de acuerdo sobre qué se va a incluir en el campo ni cuáles son sus límites históricos y geográficos. En su opinión, esto conduce a que la definición del campo está impulsada por consideraciones políticas y morales, principalmente la convicción de que “el racismo es malo”. Banton está de acuerdo en que el racismo es malo, pero no está de acuerdo con que este juicio ético nos permita definir un campo analítico coherente. Aboga por comenzar el proceso analítico con una serie de preguntas objetivas y analíticas generales -como qué motiva a las personas a identificarse y formar relaciones con los demás, y a participar en la acción colectiva; qué determina el estatus socio económico y la movilidad social-, y luego buscar respuestas. Esta búsqueda incluiría explorar cómo los significados que las personas atribuyen a las diferencias fenotípicas humanas influyen en esos procesos. En su opinión, es incorrecto comenzar con esos significados como constitutivos de un campo específico de estudio o acción humana.

Otros académicos, y me incluyo aquí, dicen que es posible y útil definir un campo analítico coherente, de manera provisional, flexible y heurística, y que no es posible (o deseable) hacer una separación entre el análisis científico por un lado, y la política, la moralidad y la ética por el otro (Goldberg, 2008; Lentin, 2018). El campo de los estudios raciales está constituido por el fenómeno histórico del racismo, que fue y sigue siendo parte integral del colonialismo y la colonialidad europeos. Este contexto histórico es el que le da coherencia al campo.

Una segunda cuestión es si definir este campo y usar sus categorías en el análisis y la política simplemente reforzará el racismo que todos estamos tratando de combatir, al dar crédito a la falsa idea de que las razas son categorías biológicamente válidas. Como he mostrado, algunos dicen que sí, bajo el supuesto de que si las personas observan que las categorías que utilizan en la vida cotidiana también las utilizan los científicos y los responsables de la formulación de políticas, se sentirán tranquilos acerca de la aceptabilidad de estas categorías y, además, se sentirán tranquilos cuando las utilizan con fines destructivos. Otros dicen que demostrar que tales categorías no tienen validez biológica no ha resultado ser una estrategia eficaz para reducir el racismo, especialmente en los últimos 70 años aproximadamente (aunque esta demostración debe continuar haciéndose); que las personas usan tales categorías, crean o no que son biológicamente reales (es decir, toda la cuestión de la realidad biológica no es en realidad el problema principal, porque el racismo, visto a largo plazo, es un sistema que se propone una distribución desigual del poder y los recursos, que no depende de la idea de raza biológica); y que las categorías pueden usarse de manera positiva para combatir el racismo (al permitir la cuantificación de la desigualdad racial y las acciones para corregirla).

Hay otro tipo de objeción contra el concepto raza que no depende tanto de si el uso de categorías raciales reforzará la falsa idea de que las razas existen como entidades biológicas. Más bien, la objeción es que el uso de esas categorías simplemente reforzará la legitimidad de la raza como una construcción social, normalizándola como un lugar válido de identificación y acción colectiva. Como vimos más arriba, Paul Gilroy dice que esto fomentará las “mentalidades de campo”, que funcionan “a través de apelaciones al valor de la pureza nacional o étnica” (Gilroy, 2004, p. 83). Las personas negras, que históricamente y todavía hoy han sido víctimas del “terror racial” impulsado por tales apelaciones, pueden sentirse tentadas a adherirse a las ideas “corrosivas” de identidad y pureza raciales, que están profundamente vinculadas al pensamiento fascista (Gilroy, 2004, p. x). En su opinión, la atención debe centrarse firmemente en la problemática del racismo, como una forma entre otras de crear desigualdades y violencia, y no tanto en conceptos racializados de pertenencia. Quiere avanzar hacia un mundo despojado de la jerarquía racial y los sentimientos de pertenencia racializada que él ve como un poder creciente en el mundo, guiado significativamente por las ideas de los Estados Unidos sobre estos asuntos.

Mi respuesta a este argumento es que, en el corto y mediano plazo, es necesario utilizar conceptos y categorías raciales para combatir el r acismo, y en algunas áreas, como por ejemplo partes de América Latina, para documentar su existencia y sus modos de acción. Al mismo tiempo, es necesario estar alerta a las limitaciones que pueden surgir de una p olítica de identidad y reconocimiento cuando tales conceptos adquieren vida propia y pierden contacto con, o incluso distraen la atención de, la problemática de las desigualdades raciales estructurales que les otorgaron importancia en primer lugar.

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2https://dle.rae.es/

3Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México, http://data.cpred.cdmx.gob.mx/racismo/

Recibido: 18 de Febrero de 2022; Aprobado: 19 de Febrero de 2022

Acerca del autor

Peter Wade es doctor en antropología social por la Universidad de Cambridge y actualmente es profesor en la Universidad de Manchester (Reino Unido). Ha dedicado la mayor parte de su vida a explorar las relaciones étnicas y las ideas de raza que existen en América Latina, con particular referencia a las poblaciones negras.

Algunas de sus publicaciones traducidas al español incluyen:

El movimiento negro en Colombia (América Negra 5, 1993), Identidad y etnicidad en la región del Pacífico (en Pacífico: ¿Desarrollo o diversidad? Estado, capital y movimientos sociales en el Pacífico colombiano, Arturo Escobar y Álvaro Pedrosa (eds.), Bogotá, 1996), Repensando el mestizaje (Revista Colombiana de Antropología, 39, 2003), Raza, etnicidad y sexualidades: ciudadanía y multiculturalismo en América Latina (coordinado con Fernando Urrea Giraldo y Mara Viveros Vigoya; Bogotá, 2008), Multiculturalismo y racismo (Revista Colombiana de Antropología, 47, 2011), Racismo, democracia racial, mestizaje y relaciones de sexo/género (Tabula Rasa, Revista de Humanidades, 18, 2013).

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