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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.36 n.108 Ciudad de México Sep./Dec. 2018

https://doi.org/10.24201/es.2018v36n108.1669 

Reseñas

Carolina Robledo Silvestre, Drama social y política del duelo. Las desapariciones de la guerra contra las drogas en Tijuana

Ignacio Irazuzta Di chiara* 

*Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Monterrey. ignacio.irazuzta@itesm.mx

Robledo Silvestre, Carolina. Drama social y política del duelo. Las desapariciones de la guerra contra las drogas en Tijuana. Ciudad de México: El Colegio de México, 2017. 223p.


Drama social y política del duelo ayuda a reconstruir el sentido de la desaparición; ayuda al lector, pero también a las víctimas. Colabora en el trabajo de socializar el sufrimiento. No porque se asuma una concepción liberal-burguesa de la compasión, como simpatía con el sufrimiento privado, sino porque se trata de un humanismo que no puede prescindir de la idea de sociedad y de una sociedad de igualdad humana en la que lo humano se sobrepone a cualquiera de las construcciones humanas; una en la que, como diría Marx, “el hombre es más importante que el ciudadano y la vida humana más que la vida política” (en Williams, 2014, p. 99). Si se considera lo dicho por Raymond Williams cuando trata de la tragedia moderna, y más específicamente de la tragedia de la revolución, da la impresión de que el libro relata algo de eso. Williams afirma que la idea de revolución “es de una ‘redención total de la humanidad’ […] que nace de la compasión y del terror: en la percepción de un disturbio radical en el que la humanidad de algunos hombres es negada y por lo tanto se niega la idea misma de humanidad. Nace en el sufrimiento del hombre real así expuesto, y en todas las consecuencias de este dolor” (Williams, 2014, p. 100).

No es posible afirmar que estamos en un momento revolucionario. La revolución es un bautismo de la historia; se nombra como tal después de haber sido, pero el libro sugiere que algo parecido está sucediendo. Esa impresión quizá se deba a las primeras y más destacadas palabras del título del libro -Drama social y política del duelo- como descripción del terreno y como necesidad imperativa, respectivamente. El “drama social”, categoría que la autora toma prestada de Turner para tratar de inscribir el mal colectivo que observa en su investigación en algún ciclo de resolución social, es ese terreno de guerra, de guerra contra las drogas, que capta el momento trágico, el “disturbio radical” que diría Williams. La política del duelo es el grito de “redención”, el momento de reintegración del drama social. Y el duelo ha de ser público porque el drama es social. No por restar importancia al duelo privado, no por desconocer el sufrimiento privado, sino por estar junto a él. Estamos en momentos históricos en los que la existencia se ha transformado en el mayor y más notorio de los reclamos: “Vivos los queremos”; “aparición con vida”; “vivas nos queremos”… son algunos de los reclamos sociales desde múltiples lugares. La política de la desaparición (y la de la aparición) es una biopolítica, bautizada histórica y teóricamente desde allí. La cuestión es mayúscula, por eso también el duelo ha de ser público: porque en el reco­ nocimiento del dolor del otro reconocemos también nuestras tragedias colectivas.

“Duelo público” (Butler) y “drama social” (Turner) dan la nota teórica a la obra. Y a ella la autora le añade una epistemología política que no abandona en ningún momento la investigación, haciendo un ejercicio constante de lo que Ferrándiz ha llamado “etnografía a flor de piel” para “sumirse en el campo”: una práctica de investigación comprometida con las víctimas que asume la tarea de defender su dignidad observando con detalle cómo el dolor privado lucha por reconocimiento público (Ferrándiz, 2017, p. 212). Así, el contenido del libro es una descripción entre “densa” y urgente para entender el problema de la violencia y las desapariciones en el México contemporáneo. Se sitúa en la experiencia de un lugar, Tijuana, y en un segmento histórico de ese lugar, 2009-2012, que es el periodo en el que transcurre el trabajo de campo. Ambos parámetros, espacial y temporal, son desbordados por su potencial explicativo. También lo es el marco teórico del que parte la investigación, aunque el concepto de “drama social” de Turner le sirva a Carolina Robledo para ordenar el relato o para encuadrarlo en una lógica mínima de la acción social en su devenir histórico. Las fases del drama son una guía para estructurar el contenido del libro y, dado lo que aún está por hacer, incluso para realizar algunas recomendaciones en la parte final.

Luego de este encuadre teórico, el segundo capítulo presenta una cuestión central en el problema de la desaparición de personas: la de las formas de contar la desaparición, asunto crucial que marca el paso de lo privado a lo público y que se divide, a su vez, en dos asuntos principales: contar a través de categorías, de las pa­ labras con las que se nombra el acto comisivo del delito de desaparición, y contar con números. Cuentos y cuentas. En el contar con palabras hay una primera entrada a la arena política, conflictiva, porque asumir públicamente una desaparición implica tener que luchar con categorías que se cristalizan en el imaginario colectivo y se naturalizan y normalizan en el suceder cotidiano, como “levantón”, por ejemplo; en segundo lugar, porque supone una lucha contra o por el reconocimiento jurídico: si el imaginario del levantón traduce un acto de desaparición perpetrado por un comando armado de sujetos desconocidos, habrá dificultades para encajar ese acto violento y delictivo en el corsé legal de la desaparición “forzada”, que implica algún grado de participación de las autoridades públicas en la comisión del delito. La lucha por ese reconocimiento o por ensanchar semánticamente “la participación de las autoridades públicas” es ardua para las personas que buscan a sus desaparecidos. También lo es la lucha por los números.

El desaparecido es en parte tal porque en el acto de desaparecer a alguien se ha llegado al cometido de borrar su existencia y con ello la posibilidad de ser contada. De manera que hacer cuentas, decir cuántos son, hacer contar su existencia, se convierte en una lucha de las organizaciones que los buscan. El número pasa a ser entonces una bandera, la bandera de quienes buscan, de quienes pelean el reconocimiento frente a quien tiene o ha de tener el monopolio de las cuentas frente al Estado. Dice Alan Badiou que el Estado es también “estado de la situación, puesto que es lo que asegura la cuenta estructural de las partes”, es decir, de su población, de los individuos que la componen. Dice también que, por lo tanto, “todo derrumbe estatal pone al orden del día lo incalculable”. Desde esta perspectiva, la desaparición de personas, entendida como la incapacidad de dar cuenta de los individuos, es una de las anomalías más radicales de la forma de organización política moderna; es un “derrumbe estatal” (Badiou, 2006, p. 54). De este derrumbe y de las luchas por estas cuentas y cuentos el libro ofrece minuciosos análisis.

Lo que sigue es la descripción del “marco de guerra” (cfr. Butler, 2010) en el que se inscriben las desapariciones actuales. En la década de 1990 se renueva el panorama violento de la Guerra Fría, con enemigos definidos por el encuadre político del comunismo y las guerrillas, para dar paso a otras formas de guerra en las que el Estado ve resquebrajado el monopolio sobre la gestión de la violencia: nuevos actores que encarnan una violencia criminal ajena a la política de los años setenta y marcada por arreglos territoriales no hacen más que acentuar la crisis de los medios de administración de la fuerza.

La guerra contra las drogas en Tijuana es entendida “como marco explicativo de las desapariciones” (p. 77) y la ciudad es aquí central y singular, puesto que un imaginario acendrado desde los años noventa erige a Tijuana como ciudad violenta, creando así un contexto que da sentido a la muerte, para, en alguna medida, naturalizarla en el imaginario de la población y hacer de la violencia en Tijuana “una violencia no memorable”, dice Robledo: “sin memoria de las víctimas, sin reconstrucción interpretativa de los hechos, un relato sin actores, en donde víctimas y victimarios se diluyen en el anonimato” (p. 79), en un anonimato que se queda en un suceder copioso y cotidiano de notas rojas. Es en ese panorama de muerte y violencias normalizadas donde las víctimas plantan lucha exigiendo la aparición de los ausentes y asignando responsabilidades por los delitos en una tradición tan implantada de violencia como de impunidad. En la revisión y el análisis de los “itinerarios de lucha”, la autora observa cambios, cambios en los modos de narrar las violencias y, sobre todo, en las formas de dar cuenta de un régimen de desaparición que venía dándose desde la década de 1990. De ser señalado como el principal responsable de las desapariciones de entonces, la culpabilidad del Estado en las desapariciones más recientes se va disipando y el discurso vira hacia notas que señalan su incompetencia, negligencia o corrupción. Y lo que viene no es menos confuso y borroso: la narrativa del crimen organizado para atribuir la responsabilidad sobre las desapariciones introduce a las familias en una espiral de negociaciones intrincadas entre diferentes instancias de gobierno que les lleva a dialogar con unas y a protestar ante otras.

Este recorrido histórico por la desaparición en Tijuana le sirve a Robledo para introducir algunas notas interesantes en el debate actual sobre el tema: las diferencias en las propias desapariciones; las diferencias en las formas y los objetivos de lucha. México es un país doble: vive la historia dos veces, por decirlo así: revoluciones con la distancia de un siglo; terremotos con los mismos efectos una y otra vez; crímenes de desapariciones impunes una y otra vez. Entre unas y otras desapariciones hay continuidades, pero también discontinuidades. Y Robledo las remarca para resaltar la problemática actual: si en la Guerra Sucia se señalaba directamente al Estado y su estrategia de eliminación del enemigo, las desapariciones actuales en Tijuana llevan a las familias a responder “a una violencia difusa mediante relaciones de negociación y colaboración con el gobierno e itinerarios de protesta mucho menos estables y concretos” que la lucha por los desaparecidos de la década de 1970 . De la misma manera, si la figura de la víctima de entonces estaba asistida por una identidad política, la persona desaparecida de la guerra contra el narco aparece como “víctima de las circunstancias, [como] un individuo borroso en su identidad” (p. 128). Y luego, algo aún más complejo en el panorama nacional de la desaparición: lo que hace a las estrategias de la búsqueda. Mientras que organizaciones de familiares de algunos estados, como lo hacían y hacen los de los desparecidos de la Guerra Sucia, los buscan vivos, los familiares de Tijuana, por aquella acendrada tradición de violencia y muerte en la ciudad, dirigen las búsquedas guiados por la presunción de muerte, como si el desaparecido fuese “un muerto escondido”. Ahí radica el sentido del duelo público que aparece como un reclamo desde el inicio del libro.

Si acaso, apunto un elemento invariable entre unas y otras desapariciones: el recurrente papel negligente del Estado en dar cuenta de lo sucedido una y otra vez, en uno y otro caso. Pareciera como si las desapariciones se produjesen en momentos de desconexión del Estado con su sociedad, del Estado con su nación. Como si fuesen momentos de “una desconexión estructural de las partes”, como dijera Badiou. Unas veces por exceso de soberanía, como cuando un desaparecido lo es por persecución política; otras veces por falta de soberanía, por desorganización estatal frente a organización criminal o por simple desprendimiento de la clase política de la sociedad que ha de sostenerla. Y en esas tres situaciones este país repite; repite y es siempre como tragedia para su sociedad y como farsa de su clase dirigente frente a la nación, pero invariablemente siempre hay víctimas.

Y víctimas es lo que hay en el último capítulo del libro en el que el tema es, precisamente, el de la identidad de la persona desaparecida que, al haber sido borrada en el propio acto de desaparición, ha de tener que ser construida en el espacio público por quienes la buscan y siempre bajo la forma de lucha; lucha frente al estigma de la persona desaparecida, estigma que no es más que negación de lo sucedido y asociación de la víctima con el lado malo de la sociedad. He ahí el motivo de la lucha de quienes buscan; he ahí la importancia de ser víctima; he ahí la necesidad de darle una dimensión pública al duelo de quienes ya no presumen que pueda presentarse vivo para defender su identidad; he ahí la lucha por la dignidad de quien no está y debería estar; he ahí el grito acuciante de verdad y justicia. Verdad porque mientras no haya justicia todo es mentira; justicia porque es necesaria la verdad frente a la sociedad; verdad y justicia porque es lo que se grita cuando la humanidad de algunos es negada y con ello se niega la idea misma de humanidad, como dice Williams que ocurre en los tiempos de disturbios radicales que son propios de los dramas sociales de revolución.

Bibliografía

Badiou, A. (2006). Un desastre oscuro. Sobre el fin de la verdad de Estado. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu. [ Links ]

Butler, J. (2010). Marcos de guerra. Buenos Aires, Argentina: Paidós. [ Links ]

Ferrándiz, F. (2017). Entre víctimas: investigando los exhumados de la Guerra Civil en la España contemporánea. En G. Gatti (Ed.), Un mundo de víctimas (pp. 209-219). Barcelona, España: Anthropos. [ Links ]

Williams, R. (2014). Tragedia moderna. Buenos Aires, Argentina: Edhasa. [ Links ]

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