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Anales de antropología

On-line version ISSN 2448-6221Print version ISSN 0185-1225

An. antropol. vol.55 n.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2021  Epub May 16, 2022

https://doi.org/10.22201/iia.24486221e.2021.1.72226 

Artículos

Migración, Retorno e Infancia. Retos y Necesidades para el Estudio de la Movilidad

Las implicaciones de la migración transnacional entre Estados Unidos y México para el desarrollo profesional de los docentes: perspectivas antropológicas

Implications of transnational migration between the United States and Mexico for the professional development of teachers: anthropological perspectives

Edmund ‘Ted’ Hamann1  * 

1University of Nebraska-Lincoln, Teaching, Learning and Teacher Education, 118 Henzlik Hall, Lincoln, NE 68588-0355, United States.


Resumen

La docencia suele ser una profesión para toda la vida. Las tareas, responsabilidades y tradiciones que se inculcan a través de la formación del maestro y se refuerzan a lo largo de su desarrollo profesional permiten descubrir qué es lo que hacen y lo que tratan de hacer los maestros. Siempre existe una tensión entre lo que la sociedad en general espera, lo que interesa a los alumnos y lo que intentan llevar a cabo los maestros. Pero, estas brechas se hacen más hondas y complejas cuando se trata de alumnos que migraron de un país a otro. En este artículo se presentan algunas aportaciones teóricas desde la antropología para comprender la migración escolar transnacional y los retos que enfrentan los maestros que atienden a los alumnos migrantes. Si decimos que los cambios sociodemográficos (como la migración internacional) inciden en lo que los maestros deberían enseñar y la manera como deberían enseñar, entonces bien vale la pena identificar las formas en que las teorías antropológicas pueden ayudar a guiar a los maestros a enfrentar estos cambios. Esta aproximación teórica puede explicar algunos de los retos a los que se enfrentan los niños y adolescentes que ahora se encuentran en las escuelas mexicanas y que previamente habían estado inscritos en escuelas estadounidenses. En este análisis de carácter teórico, debemos detenernos a considerar la cultura y la identidad docentes para proponer formas pedagógicas adecuadas que respondan a las necesidades propias de los alumnos transnacionales (los que se mueven de las escuelas de un país al otro). Haciendo esto estamos intentando responder a la pregunta: ¿qué plantea la teoría antropológica sobre estos cambios educativos?

Palabras clave: preparación docente; alumnos transnacionales; teorías antropológicas de aprender; identidad del maestro

Abstract

Teaching is usually a life-long profession. The tasks, responsibilities, and traditions that are asserted through teacher preparation and reinforced through in-service professional development help determine what teachers do and try to do. There is always a tension between what larger society seeks, what students want, and what teachers attempt to achieve. But these discrepancies can become wider and more complicated if/when there are changes in student demographics. This article uses contributions from anthropological theory to make sense of transnational students and the challenges that their educators confront. If we say that demographic changes in turn impact what teachers should teach and perhaps how they should comport themselves, then we should analyze the ways that anthropological theories can help guide possible changes in schooling. Such theory can explain some of the challenges that children and adolescents, now in Mexican schools but previously in US ones, encounter. In doing so, it can inform ways that teaching could change. Yet we also need to consider teacher culture and teacher identity as we propose ways to better respond to transnational students. On this too we can ask: what does anthropological theory say about educational change?

Keywords: teacher preparation; transnational students; anthropological theories of learning; teacher identity

Como otros autores lo han señalado de diferentes maneras, la “Gran Expulsión” (Zúñiga y Hamann 2019) ha modificado el flujo migratorio neto entre Estados Unidos de América (EE. UU.) y México, haciendo que México deje de ser un país de emigración y convirtiéndolo ahora en uno de inmigración. Ciertamente este movimiento de retorno al país de origen ya se observaba antes de la Gran Recesión (2007-2009), pero a partir de esa crisis financiera, el regreso al país de origen se incrementó. No obstante, el fenómeno no es tan reciente, desde principios del siglo XXI, como nuestros estudios lo demuestran, en México ya estaban presentes familias que se habían desplazado de EE. UU. a México (Zúñiga et al. 2008). Debido a esto, en las dos últimas décadas, tenemos cientos de miles de alumnos en escuelas mexicanas que nacieron en EE. UU. y/o que tienen experiencias educativas previas en escuelas de EE. UU. (Hamann et al. 2010; Masferrer et al. 2019). Como nuestro trabajo en las escuelas mexicanas durante los últimos 15 años ha evidenciado (Hamann y Zúñiga 2011), los alumnos transnacionales poseen experiencias singulares que los hacen diferentes a sus compañeros de clase que nunca han estado inscritos en escuelas de otro país. La singularidad quizás más visible es la lingüística. Es por eso que a los alumnos provenientes de las escuelas de EE. UU. frecuentemente se les define a partir de sus limitaciones en el español académico. Sus conocimientos del inglés escrito y hablado, que podrían ser vistos como una ventaja, terminan muchas veces siendo calificados como un déficit. Las “limitaciones” lingüísticas hacen que muchos de estos alumnos no interactúen con los maestros y con los compañeros, por ese motivo suelen ser calificados como tímidos, lentos, inhibidos. De igual forma, con frecuencia estos alumnos aprendieron en las aulas de EE. UU. a ser proactivos, a ofrecer respuestas creativas, a trabajar autónomamente. Cada vez que lo hacían, eran felicitados por sus maestros. Al llegar a las escuelas de México, este tipo de actitudes pueden producir malentendidos haciendo que el alumno propositivo e inquisitivo sea visto como indisciplinado o desobediente.

Estas singularidades y diferencias definen la trayectoria escolar de los alumnos transnacionales. Resulta aparentemente ventajoso el hecho de haber recibido una educación transnacional (en escuelas de dos países diferentes). Hasta se podría pensar que eso les ofrece una ventaja comparativa respecto de quienes tienen solamente experiencia escolar en un solo país. Esto sería así, si se cumpliese una condición: las escuelas ofrecen a los alumnos transnacionales las herramientas necesarias para navegar en los dos países y desarrollan en ellos las habilidades necesarias para llegar a la vida adulta perteneciendo a “comunidades transnacionales” (Guerra 1998). En todo caso, los alumnos transnacionales ya no son como sus pares mononacionales (los que han cursado su escolaridad solamente en un país); por ello, los docentes deben de conocer sus singularidades y necesidades.

En consecuencia, la presencia de alumnos transnacionales en las escuelas de México tiene implicaciones para la formación docente y constituye un desafío porque supone revisar las ideas que tenemos sobre lo que se requiere para formar a los docentes mexicanos. El desafío no es sencillo ni fácil. Ya he planteado en publicaciones previas que las necesidades educativas de los alumnos transnacionales son diferentes a las de los alumnos mononacionales1 (Hamann et al. 2006; Hamann y Zúñiga en prensa). Este artículo no tiene el propósito de replicar estas afirmaciones. La cuestión que me ocupará aquí es diferente, se trata de analizar el desafío que trae consigo la presencia de los alumnos transnacionales para la formación de los docentes y para su desarrollo profesional; mi argumento es que tanto la formación como el desarrollo pudiesen ser diferentes debido, precisamente, a la creciente presencia de alumnos transnacionales. En otras palabras, trataré de responder a la pregunta ¿qué implica para la formación docente en México la presencia, singularidad y las necesidades específicas de los alumnos transnacionales? Esto me conduce a una segunda y más fundamental pregunta: ¿cómo y en respuesta a qué incentivos los docentes de México estarían dispuestos a cambiar su praxis?

Estas preguntas, como lo anunciaba anteriormente, serán abordadas desde la perspectiva de la antropología (complementada con otras ciencias sociales). Considero que la antropología arroja una visión valiosa sobre cómo se debe definir la preparación y el desarrollo profesional de los docentes. Así, el objetivo de este artículo es recurrir a algunas teorías antropológicas para enriquecer las respuestas a las preguntas sobre la formación y la capacitación permanente de los docentes en México. Mi pronóstico es que, si las prácticas magisteriales vigentes no cambian, seguiremos presenciando los desarreglos y malentendidos que los alumnos transnacionales encuentran en las escuelas mexicanas en la actualidad y no estarán recibiendo la atención pedagógica que necesitan y la que más podría beneficiarlos para su futuro como adultos.

Teorías antropológicas del aprendizaje aplicadas a la formación docente

La Figura 1 permite visualizar esquemáticamente las diferentes etapas por las que pasa la formación y la educación continua de los docentes; como se observa, el esquema presenta una secuencia cronológica que distingue: a) la preparación inicial previa al servicio (formación inicial) de b) la formación continua de maestros en servicio (formación continua). La figura avoca también la idea de Lortie (1975) según la cual, la forma como enseñamos proviene en gran medida de nuestra propia experiencia como alumnos, de ahí la referencia a las propias experiencias de los maestros como alumnos a lo largo de su educación básica y de su educación media superior. Esta figura fue creada por el Dr. Juan Sánchez García y fue publicada por primera vez en un capítulo intitulado “Teacher Education in Mexico” (Hamann et al. 2019).

Figura 1 Formación profesional docente. 

Mientras que la Figura 1 ofrece una secuencia cronológica para identificar los momentos en los cuales el magisterio va adquiriendo las convicciones y los conocimientos que guían su práctica, la antropóloga Susan Blum (2019) propone una tipología de aprendizajes que toma como criterio no la secuencia temporal, sino la formalidad de los procesos; es por ello que distingue tres tipos: los aprendizajes formales, los informales y los no formales; estas distinciones pueden ser útiles para determinar cómo y cuándo ocurren los procesos de aprendizaje mediante los cuales se va formando un maestro en cada una de las fases de la trayectoria de formación. Blum define las referencias formales del aprendizaje como, “el aprendizaje centrado en la escuela, que se da con una planificación deliberada e intencional, a menudo con orientación precisa y un conjunto de objetivos predefinidos. Este aprendizaje puede abarcar también la preparación para llevar a cabo los rituales de iniciación y otras prácticas y secuencias que son socialmente esperadas” (p. 645) (como, por ejemplo, cómo deben de vestirse los maestros). La mayor parte de lo que se discutirá aquí hará referencia al aprendizaje formal, tanto al que se desarrolla en la formación inicial, como a lo largo de la formación continua. Ahora bien, se requiere aquí hacer una acotación: el aprendizaje formal no está separado por arte de magia del aprendizaje informal y del aprendizaje no formal, y que las valiosas enseñanzas obtenidas en cualquiera de estos ámbitos pueden moldear decisivamente a los docentes y a su manera de conducirse en la escuela.

Blum, citando a Heath (2012), advierte que el aprendizaje informal se da fuera de la escuela (y normalmente no requiere evaluación). Este tipo de aprendizaje incluye vivencias en bibliotecas públicas, centros comunitarios, asociaciones políticas o sindicales, iglesias y grupos deportivos. Todas estas son importantes y están vinculadas con la forma como experimentamos el aprendizaje escolarizado. Estos lazos entre lo formal y lo informal pueden ser objeto de reflexión y análisis por parte de los profesores de manera que ellos piensen en los entornos y circunstancias no escolarizados que más despertaron en ellos la curiosidad, los que más influyeron en sus personas o en su manera de pensar.

Finalmente, Blum aborda el aprendizaje no formal que se refiere a “todo lo demás”, es decir, la interacción con hermanos, vecinos, familia, redes sociales y fiestas. Estas experiencias moldean la forma como los maestros definen lo que es normal, anormal y/o lo que “debería ser”. Muchas veces los maestros no son conscientes de los aprendizajes adquiridos en esos contextos e interacciones no formales; con frecuencia no se dan cuenta de que la forma como piensan se forjó en esos ámbitos. Por ejemplo, de manera conmovedora, Valdés (1996) en su clásico libro que lleva por título Con Respeto, describe el caso de un alumno inmigrante mexicano que, debido a una alergia alimentaria, se enferma al ingerir mariscos en la cafetería de la escuela. Esto provocó el enfado de los profesores, quienes definieron el suceso como una “prueba” de la negligencia de los padres del alumno. Al tiempo, la mamá del alumno regañaba al hermano mayor del pequeño que sufría las alergias porque no les explicó oportunamente a los directivos de la escuela que su hermano era alérgico a los mariscos. El hermano mayor era el encargado de comunicar porque podía comunicarse mejor en inglés. Lo relevante de esta historia es que surgen por todos lados los aprendizajes no formales: ideas sobre la responsabilidad de los padres, las formas como se percibe a los inmigrantes, la dificultad de los educadores para comprender las barreras del idioma, los obstáculos que los padres enfrentan para comunicarse en una institución que les es desconocida. Todo esto está detrás del malentendido documentado por Valdés. El aprendizaje no formal previo -las presunciones a menudo dominantes que hemos interiorizado sin darnos cuenta- también debe estar “sobre la mesa” cuando consideramos la formación de los maestros, ya que es parte esencial de lo que guía el actuar de los maestros.

El magisterio como profesión tiene profundas raíces históricas. En México, antes de la llegada de los españoles, tanto los aztecas como los mayas manejaban sistemas de educación formal para preparar a guerreros, sacerdotes y gobernantes (Larroyo 1988). De ello se desprende que incluso en estos primeros sistemas hubo una distinción intencional entre sabio y aprendiz o entre profesor y alumno. Cuando llegaron los españoles y asumieron la enseñanza del español y el cristianismo como misiones primordiales, nuevamente hubo una distinción entre maestro y alumno. Los maestros eran (y son) especialistas y aportan tanto contenido como experiencia pedagógica a la tarea de educar a los alumnos. La gran expansión de la escolarización en México, sin embargo, aparece durante el Porfiriato y, sobre todo por el impulso de la Revolución Mexicana. La promesa de la Constitución de 1917 fue la de ofrecer educación escolar a todos los niños; una promesa enmarcada en la obligatoriedad y gratuidad de la educación básica (Solana 1982).

La concepción sobre lo que significa ser un maestro (identidad profesional) y lo que es ser un maestro (praxis) en México tienen sus raíces en esos importantes momentos de la historia del país. Ahora bien, para comprender plenamente las prácticas magisteriales en México requerimos asociar estas herencias históricas que definen la identidad profesional y la praxis con los aprendizajes no formales que, como lo señalé anteriormente, moldean de manera decisiva el pensamiento de los profesores y de otros actores sociales sobre cómo debe ejercerse la labor docente. Es por esto por lo que los esfuerzos por cambiar la formación docente se enfrentan a desafíos formidables porque no se trata solamente de modificar los planes de estudio formales.

Pensando ahora en los alumnos, doy paso a plantear las siguientes preguntas: ¿cuál es el contenido que los alumnos deben aprender y cuáles son las prácticas, habilidades y actitudes que queremos que desarrollen?, ¿quién determina cuáles deberían ser esos contenidos y habilidades?, ¿se toman en cuenta a los alumnos para definir esos contenidos y competencias?, ¿de qué manera se les toma en cuenta? Si nuestro ideal es que los alumnos traigan a la escuela sus experiencias e intereses, ¿es justo o apropiado que la escuela ofrezca una respuesta uniforme tanto en los contenidos, como en las prácticas, habilidades y actitudes que supuestamente -aunque no en la práctica- servirían a todos los alumnos por igual? Las preguntas que planteo apuntan a que la tarea de los maestros es verdaderamente complicada porque si desean ser justos y equitativos con todos los alumnos deben dejar de tratarlos de la misma manera, como si no fueran diferentes. Ciertamente, todos los alumnos son diferentes unos de otros, pero la diferencia a la que me refiero no es de carácter propiamente individual, sino una diferencia que proviene de la trayectoria escolar de los alumnos que provienen de las escuelas de EE. UU. Las preguntas que planteo parten de la constatación de las diferencias en términos de dicha trayectoria; es decir, atañe al contraste entre alumnos transnacionales versus mononacionales. Eso significa que, en materia de formación inicial y de formación continua, debemos ayudar a los maestros (y a otros actores escolares) a comprender que sus prácticas no deben ser exactamente las mismas para unos y otros alumnos. Esto es, la forma como se lleva a cabo la educación para alumnos transnacionales no puede ser la misma que la que solemos utilizar para educar a los alumnos mononacionales.2

Para actuar y pensar de manera diferente, los profesores necesitan aprender, pero ¿qué queremos decir cuando decimos “aprender”?, ¿se trata de comprender nuevos hechos o de desarrollar nuevas estrategias de enseñanza? Aquí la distinción entre comprensión y praxis no resulta tan sencilla como podría parecer. Algunos pueden responder diciendo que el aprendizaje que requieren los maestros tiene que provenir de otras ciencias sociales y no tanto de la antropología; Blum (2019), por el contrario, sostiene que el aprendizaje requerido por los maestros se sitúa perfectamente dentro del ámbito de la antropología; y está situado ahí desde hace tiempo. En nuestro momento, mi argumentación se une a la de la tesis freiriana (1970) según la cual no solo los alumnos aprenden, sino también los maestros, y como tales, debemos tenerlos en cuenta. Blum, por su parte, lo expresa de la siguiente manera: “Una antropología del aprendizaje privilegia la observación de lo que hacen los aprendices en tanto que artífices y experimentadores de su educación y no en las fuerzas externas que actúan sobre ellos” (p. 643).

En este tenor, Lave y Wenger (1991) describieron cómo era el antiguo sistema mediante el cual los miembros de un gremio iniciaban a los aprendices al oficio. Describen la participación inicial de los aprendices como una “participación periférica legítima” en la que son incorporados primero a tareas simples, como observadores y luego como actores, y más tarde a tareas en las que la complejidad aumenta (de nuevo, primero observando y luego participando). Finalmente, una vez que hayan demostrado el dominio del oficio, son aceptados por el gremio y se les da la bienvenida a la profesión. Este modelo es aplicable tanto la preparación inicial del maestro, incluyendo las prácticas, como los conceptos, a la formación continua de los maestros en servicio. Un ejemplo de esto es la presencia de académicos especializados que enseñan y capacitan a los docentes en el uso de técnicas más avanzadas, pero también en la observación y crítica de dichos métodos (Rust et al. 2001).

Nada conduce al “gremio” de formadores de maestros (los que dirigen las escuelas normales y las unidades de la Universidad Pedagógica Nacional) o a los maestros decanos que definen y organizan la formación permanente de los docentes en servicio, ni a los funcionarios que están al frente de las secretarías de educación estatales a estar abiertos a nuevos modelos de formación de maestros, ni a nuevos objetivos o nuevas técnicas. La lógica de aprendiz/gremio tiende a reproducir los modelos y perspectivas que han prevalecido en el pasado.

La cuestión aquí no es criticar el modelo de aprendiz/gremio per se. Más bien, solo pretendo señalar que se orienta principalmente a la reproducción de modelos profesionales, pero también pudiese abrirse a la transformación de estos modelos. Para que la educación del modelo gremial aprendices/artesanos logre algo diferente, los artesanos necesitan querer algo diferente y tener la capacidad de modelarlo. Este es el desafío invocado por la presencia cada vez más numerosa de alumnos transnacionales en las escuelas mexicanas; esta presencia exige modificar los programas que diseñan e implementan los formadores de docentes y los responsables de la formación continua para maestros en servicio.

La perspectiva de la transformación fue adoptada recientemente en una serie de talleres organizados en Baja California para profesores de inglés en escuelas secundarias. La capacitación la recibieron en el Centro Rassias de Dartmouth College. Posteriormente, los egresados de dicho programa coordinaron una serie de talleres en Tijuana, Mexicali y Ensenada con el propósito de “formar formadores”. En los talleres se dio a conocer a los participantes que 7% de los alumnos inscritos en las escuelas primarias y secundarias de Baja California habían nacido en EE. UU.; y que, si sumamos a dicho porcentaje a los alumnos que nacieron en México, pero poseían una experiencia escolar previa en escuelas de EE. UU., entonces el porcentaje asciende a 12%. Fue notable cómo los participantes de estos talleres observaron las diferencias que había en el programa de capacitación que se les estaba ofreciendo comparado con los cursos de formación continua a los que habían asistido anteriormente.

La teoría antropológica y más concretamente, las ideas del antropólogo psicológico Roy D’Andrade (1992), nos permiten conceptualizar las condiciones que hacen posible una transformación de la formación de los docentes (en nuestro caso, necesaria para responder a las necesidades de los alumnos transnacionales en México). D’Andrade analiza cómo se vinculan la cultura y la motivación abordando la siguiente pregunta: ¿qué es lo que convence a la gente de que vale la pena hacer algunas cosas, de que merece la pena incorporar nuevos esquemas?, y a la vez, ¿qué es lo que hace que rechace nuevos esquemas y soluciones? Para identificar una respuesta, el autor sostiene que la motivación está intrínsecamente dirigida al logro de un objetivo, en este sentido: uno está motivado para lograr esto o aquello. Esto es válido en cada uno de los ámbitos del triunvirato de Blum: aprendizaje formal, informal y no formal, la motivación tiene importancia para cada uno de ellos.

Utilizando los trabajos de su colega Melford Spiro (1987), D’Andrade propuso una taxonomía de cuatro tipos para clasificar los diferentes grados en los que las propuestas culturales son interiorizadas. Dicho de otra forma, describió diferentes grados en los que éstas se aprenden y, por lo tanto, son relevantes para los actores sociales. D’Andrade llamó a este tipo de aprendizaje “modelo” y “propuestas culturales” -ideas prevalecientes sobre cómo funcionan las cosas, cómo deberían funcionar, definiciones de lo que es problemático- La clasificación que ofrece el autor toma en consideración varios criterios entre los cuales sobresalen: variación en términos de frecuencia, el grado de articulación y la adecuación para cada persona, como lo mostraré en los subsiguientes párrafos.

El primer nivel de la taxonomía D’Andrade (1992), corresponde a alumnos que tienen una vaga conciencia sobre algo acerca de lo cual no tenían conocimiento. En este caso, la pregunta ¿sabes algo acerca de esto?, puede recibir indistintamente una respuesta no o una que admite el sí. Lo importante no es eso, sino que ambas respuestas se refieren a una conciencia vaga, imprecisa acerca de “esto”. Vayamos al caso de los maestros que participaron en los talleres de Baja California. Podemos imaginar que los maestros, en un primer momento, admiten que desconocían la existencia de alumnos con experiencia escolar previa en EE. UU. dentro de sus salones de clase. Gracias al taller, estos maestros adquieren conciencia de que dichos alumnos existen y están en sus escuelas. Pero si todo el taller se limita a darles a conocer estos hechos, no podemos esperar que de esa información emanen transformaciones en las prácticas docentes, como el modelo D’Andrade lo plantea: ese es solamente el primer nivel.

En consecuencia, ser consciente puede ser el primer paso para actuar. En el segundo nivel de la taxonomía D’Andrade (1992), se coloca al alumno que comprende una tarea y sabe lo que se supone que debe de hacer, conoce los principios con los que debe operar, pero no se siente obligado a actuar. En este segundo nivel, podemos clasificar a un fumador que sabe que debería dejar de fumar, pero no lo hace. O, ciñéndonos al tema, podemos imaginar a un maestro que tiene conocimiento sobre alumnos transnacionales, incluso identifica que hay algunos en su salón de clase, pero rechaza la idea de que, a pesar de que reconoce que dichos alumnos poseen experiencias escolares diferentes y perfiles lingüísticos diferentes, no se siente obligado a realizar alguna adaptación en su forma de enseñar.

Sin habernos referido a la taxonomía de D’Andrade, ya habíamos descrito y analizado ampliamente a ese tipo de maestros en otras publicaciones (Hamann y Zúñiga 2011). El segundo nivel en la clasificación de D’Andrade (ser consciente pero no actuar) se fortalece cuando los maestros albergan la creencia de que los docentes deben de tratar de la misma manera a todos los alumnos (sin hacer distinciones). Una creencia que a veces está acompañada de la idea de que los alumnos transnacionales son demasiado exigentes (Sánchez García y Hamann, 2016). Esta creencia y estas ideas pueden obstaculizar la construcción de un tipo de enseñanza adecuado para los alumnos provenientes de las escuelas de EE. UU.

En el tercer nivel del esquema de D’Andrade (1992), los nuevos conocimientos no solo son claros y comprendidos, sino que son lo suficientemente convincentes como para pasar a la acción. Un maestro que se clasifica en este tercer nivel diría: “ahora que entiendo que los alumnos transnacionales poseen trayectorias diferentes y que, tal vez, muchos de ellos cuando sean adultos decidan vivir en EE. UU., decido implementar cambios en mi forma de enseñar de las siguientes maneras ..” En definitiva, si queremos que la formación inicial o la formación continua sean plataformas de cambio en los modelos de enseñanza/aprendizaje en las aulas, entonces los nuevos conocimientos tienen que alcanzar al menos este tercer grado de la taxonomía.

Como se explica en el párrafo anterior, para que la capacitación profesional produzca este resultado, otros modelos confusos (que interfieren con el aprendizaje deseado) tienen que ser abordados. Como se ha señalado en numerosas investigaciones antropológicas (por ejemplo, Datnow et al. 2002, Muncey y McQuillan 1996), existe un riesgo considerable en creer que solo porque algo se enseña va a ser aprendido y asumido sin ser cuestionado (Blum 2019).

En el cuarto nivel de D’Andrade (1992) se clasifica el alumno que no solamente acepta un nuevo modelo, no solamente emprende acciones, sino que además lo encuentra tan convincente que está impaciente por compartir sus nuevas maneras de relacionarse, sus nuevas formas de comprender, sus nuevos estilos de trabajar. La expresión el “fanatismo de los convertidos” comunica con precisión el elemento central de este cuarto tipo. Al tiempo, en este último nivel se incluye una premisa organizativa según la cual la formación profesional supone la “formación de formadores”, “la capacitación de los capacitadores”. Esta premisa es indispensable para multiplicar “el fanatismo de los convertidos”.

Propongo abordar un caso concreto que ilustra lo que he estado planteando. En 2009 y 2010, como parte del lanzamiento de nuestro libro Alumnos transnacionales: escuelas mexicanas frente a la globalización (Zúñiga, Hamann y Sánchez 2008), publicado por la Secretaría de Educación Pública, se nos invitó un par de veces a ofrecer en la Ciudad de México talleres de dos días dirigidos a maestros y directivos provenientes de los 32 estados de país. El propósito era que orientáramos a los asistentes (aproximadamente 60 en cada taller) para que, al regresar a las regiones en donde laboraban, se convirtieran en multiplicadores de nuestros hallazgos y propuestas. Sin embargo, no pasó eso. Considero ahora que hubiésemos tenido buenos resultados si: a) nuestra intervención hubiese sido tan comprensible como convincente; o si no logramos ser verdaderamente convincentes, al menos b) el temor a las consecuencias que acarrearían las actitudes de resistencia (al cambio) los hubiera obligado a adoptar nuevas prácticas docentes. Por supuesto, si se hubiese producido el “escenario b”, entonces no hubiésemos logrado la meta de formar “capacitadores capacitados”; el temor no va acompañado de convencimiento.

Lo importante aquí es enfatizar que la adaptación que hace Spiro del trabajo de D’Andrade (1992) nos da marcos para pensar con detenimiento qué es lo que necesita conocer y reconocer un maestro a lo largo de su formación para convertirse en un educador sensible a las necesidades de los alumnos transnacionales. Estos marcos deben permitir la realización de al menos dos objetivos: a) que los beneficiarios del programa de formación comprendan los esquemas -y principios- que sustentan los cambios que se les pide realizar, y b) los beneficiarios son capaces de conciliar esos esquemas con las interpretaciones que han guiado su quehacer docente en el pasado. Lograr esto no es nada fácil ya que en estos procesos confluyen variadas y hasta contradictorias interpretaciones acerca de qué es la enseñanza.

Por supuesto, centrarnos en los conocimientos y en la buena disposición de los docentes para llevar a cabo los cambios no debe hacernos olvidar que tanto la situación profesional de los docentes como sus condiciones de trabajo deben favorecer dichos cambios. Si bien, en general, la docencia es considerada como una actividad digna y valiosa, no siempre es respetada. Muchas veces, inclusive, los maestros carecen de la autonomía necesaria para cambiar lo que saben que es erróneo o problemático. Lo que quiero enfatizar aquí es que tenemos que pensar en la autonomía o falta de autonomía de los maestros. Es posible que maestros estén de acuerdo en que deben actuar en una manera diferente, pero no cambian porque piensan que no pueden.

Las observaciones anteriores me conducen a los hallazgos de la antropología del trabajo (por ejemplo, Squires y Van de Vanter 2012), en especial lo referente a las organizaciones profesionales; éstas no solamente determinan quién se asocia con quién, sino también cómo los afiliados hacen y se comprometen con su trabajo. Aquí también se aplican los hallazgos de la antropología de la educación, en especial lo referente a las trampas de la “cultura docente” (Erickson 1984: 55) a través de las cuales los profesores crean y recrean las normas que consideran válidas para ellos mismos. A partir de ahí, definen las posturas y conductas que serán clasificadas como poco ortodoxas, inapropiadas o incluso inadmisibles, mientras que a otras se les alaba y se les presenta como legítimas para todos los miembros del gremio.

Tomando en cuenta estos hallazgos, García-Poyato y Cordero (2019) llega a la conclusión de que uno de los puntos más polémicos de las reformas educativas de 2013 en México fue que incorporó el escepticismo sobre el mismo profesionalismo de los maestros e inclusive insertó la duda sobre la capacidad de los profesores de convertirse en verdaderos profesionales de la educación. Entonces, desde esta óptica, la intención de apoyar a los maestros a cambiar sus perspectivas y sus prácticas para adecuarlas a la singularidad de los alumnos transnacionales implica negociar las normas y las creencias sobre si los maestros pueden o no pueden cambiar sus prácticas pedagógicas.

Ahora bien, supongamos que hemos logrado que los maestros superen la perspectiva de que a los alumnos transnacionales “hay que tratarlos como a cualquier otro estudiante” y que, por el contrario, están convencidos de que hay que ofrecerles respuestas pedagógicas acordes a su trayectoria transnacional. Ahí todavía no hemos encontrado la solución. Por eso conviene ahora analizar el papel de los directores de las escuelas y otros funcionarios del sistema educativo. Hace veintitrés años, Dentler y Hafner (1997) realizaron un estudio en 11 distritos escolares de EE. UU. En estos distritos se había experimentado un incremento significativo de la matrícula de alumnos inmigrantes a lo largo de la década de 1980. Si bien los autores no son propiamente antropólogos, operaron un estudio que tiene dimensiones antropológicas interesantes. Ellos cayeron en la cuenta de que tenían la oportunidad de realizar un experimento de manera natural observando cambios similares en lugares distintos y así identificar patrones. El cambio similar fue el incremento de la matrícula de alumnos inmigrantes. Los resultados fueron disímiles: los distritos tuvieron un desempeño muy diferente. En tres casos, los resultados del rendimiento escolar mejoraron, en otros tres se mantuvieron estables y en los cinco restantes empeoraron. Al constatar esto, Dentler y Hafner se preguntaron qué diferenciaba a los distritos que negociaron con éxito los cambios de la matrícula frente a los que se estancaron o los que perdieron terreno.

Después de probar y rechazar una serie de hipótesis (como esa de que dedicar más tiempo y presupuesto a la formación continua de los maestros daría lugar a mejores resultados, supuesto que resultó falso), descubrieron un factor clave que podía explicar las diferencias: el conocimiento que tenían los directivos escolares sobre las necesidades educativas de sus alumnos, especialmente en lo referente a la adquisición del inglés para los alumnos de reciente migración. Según concluyen los autores, el contar con educadores muy profesionales en las aulas de cada distrito no bastaba. Se requería el liderazgo de los directivos y otras autoridades para descubrir, primero, las necesidades educativas de los nuevos alumnos y, a partir de ahí, las necesidades de capacitación que requerían los maestros. Dicha convergencia (entre maestros y directivos) fue el elemento determinante. Los directivos facilitaron una coherencia entre necesidades del alumnado y necesidades del magisterio. Como resultado de este liderazgo, los maestros adquirieron los conocimientos necesarios para operarlos de manera efectiva en con sus grupos.

Transferir estos hallazgos de Dentler y Hafner (1997) a las escuelas mexicanas del siglo XXI pudiese ser de utilidad. Los maestros no pueden actuar de manera aislada: ¿no habría problemas si lo que algunos maestros operaran en las aulas fuera diferente de lo que las autoridades educativas esperan y apoyan?, ¿no sería algo confuso e incoherente para los alumnos que una escuela, digamos en una primaria, un maestro de segundo grado y uno de tercer grado realicen sus tareas educativas de manera distinta? Lo importante aquí es que si nos preguntamos cómo la antropología puede orientar el diseño de la formación continua de los maestros en servicio de manera que sea un instrumento que ayude a las escuelas a responder mejor a los alumnos transnacionales, debemos incorporar a los directivos de las escuelas y a las autoridades escolares de manera que se conviertan en aliados de los cambios. Como han señalado Coburn (2003) y Bartlett y Vavrus (2014), la alineación vertical de conocimientos y propósitos a través de los distintos niveles de la organización es fundamental para llevar a cabo cualquier cambio.

Cómo lo que sabemos sobre los alumnos y sus trayectorias puede orientar la formación docente

Si revisamos la Figura 1, observando las propias experiencias de los educadores como alumnos, luego su preparación previa al servicio (formación inicial) y luego su desarrollo profesional (formación continua), vemos tres posibles momentos para una intervención fundamentada en la antropología. Si bien el primer momento -las experiencias de los alumnos como alumnos de educación básica y media superior- no es adecuado para una intervención, ya que la gran mayoría de los alumnos no llegarán a convertirse en educadores, vale la pena recordar lo que afirma Lortie (1975). Este es el contexto donde los futuros docentes están aprendiendo (más de manera no formal que formal) qué es lo que hacen los docentes. Si los futuros docentes ven a sus maestros respetando la experiencia de otro estudiante procedente de ‘el otro lado’, y tratando sus ‘fondos de conocimiento’ (González et al. 2005) como recursos, entonces es más probable que reproduzcan/apoyen estos esquemas culturales cuando lleguen a ser maestros. En nuestros 15 años de estudio de alumnos transnacionales en México, hemos encontrado profesores y alumnos que desprecian a los alumnos transnacionales y hemos encontrado profesores y alumnos que les dan la bienvenida (Hamann et al. 2010). Son los que muestran esta última disposición los que tienen más probabilidades de ayudar a moldear a futuros maestros incluyentes.

Dicho esto, los momentos más adecuados para la intervención son claramente la formación inicial y la formación continua. Cambiar la formación inicial significa cambiar las prácticas y los fundamentos de las prácticas que se le enseñan a los normalistas. En el lenguaje de D’Andrade (1992), los modelos deben cambiar, pero también la importancia que se le otorga a los modelos. Los esfuerzos emergentes que observamos en Baja California y California para que los docentes en servicio tengan prácticas e incluso tareas docentes para alumnos en otro país (en EE. UU. para maestros mexicanos y viceversa para los estadounidenses) son una forma interesante de cambiar lo que los docentes en su formación inicial aprenden y quieren realizar.

Si los maestros en formación van a desarrollar nuevos aprendizajes, es indispensable que previamente los formadores de docentes -los maestros de los futuros maestros-, aprendan y adquieran una nueva comprensión de su profesión. A este respecto, algunos de los primeros esfuerzos en la colaboración binacional en educación superior, principalmente a través de la frontera internacional de California y Baja California se vuelven apasionantes. Hacia otoño de 2019, dichos esfuerzos siguen siendo tímidos y preliminares, además de inusuales (escribí este texto justamente en esas fechas, mientras vivía en Tijuana con el apoyo de una beca Fulbright que me concedieron para estudiar las posibles formas de colaboración binacional en materia de educación superior al servicio de alumnos transnacionales).

En última instancia, el modelo de formación docente en México, que está actualmente en revisión (Cordero y Jiménez 2018), enfrenta un desafío muy complejo: ¿está preparada para aceptar la idea de que las escuelas mexicanas tienen una obligación distinta con los alumnos transnacionales? No se pretendo decir que la escuela para ellos deba de ser totalmente diferente. Desde luego que no sostengo eso. Todos los alumnos sin distinción deben aprender a leer y escribir español, a razonar matemáticamente y a prepararse para vivir como adolescentes y adultos en el lugar donde se encuentra su escuela. Pero sí sostengo que la educación escolar para ellos debe de ser parcialmente diferente. Los alumnos transnacionales tienen diferentes habilidades lingüísticas, conocimientos sobre otros contenidos y familiaridad con el uso de tecnológicas digitales, además de que posiblemente han pasado por experiencias traumáticas y varios cambios de residencia durante la infancia. Todo esto es lo que los hace diferentes de sus compañeros de clase geográficamente estables, no solo en términos de biografía previa, sino también con relación a las competencias que han adquirido y, desde luego, con su futuro cuando lleguen a ser adultos.

En ambos lados de la frontera, los alumnos transnacionales constituyen un dilema. En EE. UU., durante décadas, la respuesta de las instituciones escolares frecuentemente se ha centrado en identificarlos como “aprendices de inglés” y luego utilizar una serie de programas vagamente relacionados entre sí que tienen como objetivo central que estos alumnos aprendan inglés en el menor tiempo posible. Esta postura institucional ignora la binacionalidad de estos niños y adolescentes, así como las experiencias y conocimientos que han adquirido en diversos entornos dentro de EE. UU. En México, la respuesta institucional es apenas incipiente. Sigue siendo modesta e improvisada. Sin embargo, su lógica de organización (con pocos apoyos explícitos) no apaga la esperanza de que estos alumnos vayan a recibir una educación que les permita ser exitosos en México. Ahora bien, mi conclusión ante este panorama es que las posturas institucionales en ambos países son incompletas. En ambos lados de la frontera se ignora lamentablemente las competencias que los alumnos transnacionales han desarrollado y también se ignora la diversidad y riqueza de la experiencia geográfica de estos niños y adolescentes que saben lo que es negociar con nuevos destinos, nuevos contextos. Se ignora igualmente hasta qué punto estas experiencias tempranas de migración (son migrantes desde muy temprana edad) marcará su futuro cuando lleguen a la vida adulta.

Por extraña que pueda sonar esta frase, la escuela comienza con una postura muy arriesgada; en esencia, “nosotros, el Estado, sabemos que es lo mejor para ti”. Y los maestros están preparados para convertirse en los instrumentos necesarios para poner en marcha esa afirmación. Para estar seguros, esa postura necesita el consentimiento general de padres y, por qué no, de los propios alumnos. De entrada, la pregunta “¿qué es lo mejor?”, ya molesta. Si se tiene una respuesta diferente a la que se ofrece actualmente o si se tienen respuestas diferenciadas para unos y otros alumnos, entonces debe de implementarse un reajuste inevitable, muy complejo, de la formación docente. Considero que la antropología es una disciplina aliada para poner sobre la mesa las preguntas y las respuestas claves para enfrentar estos desafíos.

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1 La experiencia mononacional o transnacional no tiene que ver con las lenguas que se hablan sino con la trayectoria escolar en, al menos, dos países distintos, sistemas escolares que responden a la visión de, al menos, dos Estados-nación. Evito el uso de la categoría “binacional” porque puede provocar confusión. La binacionalidad supone el derecho a las dos nacionalidades, en este caso la estadounidense por derecho de suelo -para los niños que nacieron ahí- y a la mexicana por derecho de sangre por ser hijos de padre y/o madre mexicanos.

2Reitero, la escolaridad transnacional no tiene que ver con la lengua, sino con la experiencia de migrar de un país a otro y, en consecuencia, tener una escolaridad en dos países diferentes.

Recibido: 27 de Noviembre de 2019; Aprobado: 11 de Septiembre de 2020; Publicado: 27 de Enero de 2021

*Correo electrónico: ehamann2@unl.edu

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