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Iztapalapa. Revista de ciencias sociales y humanidades

versión On-line ISSN 2007-9176versión impresa ISSN 0185-4259

Iztapalapa. Rev. cienc. soc. humanid. vol.44 no.95 Ciudad de México jul./dic. 2023  Epub 11-Sep-2023

https://doi.org/10.28928/ri/952023/aot8/gonzalezcruze/doulosp/rodriguezazam 

Artículos otros temas

El paro colombiano 2021: poéticas rebeldes, rituales de perdón y crisis

The Colombian strike 2021: Rebellious poetics, rituals of forgiveness and crisis

Edith González Cruz1 
http://orcid.org/0000-0002-6910-8349

Panagiotis Doulos2 
http://orcid.org/0000-0002-9614-5129

Milena Rodríguez Aza3 
http://orcid.org/0000-0001-7413-5176

1Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, México goned.20@gmail.com

2Programa IxM-CONACYT, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, México panagiotis.doulos@conacyt.mx

3Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, México mlnrodriguez92@gmail.com


Resumen

A partir del paro colombiano (2021), y en diálogo con las experiencias mexicana y griega, en este artículo sostenemos que la violencia, en el contexto actual de crisis de la narrativa neoliberal, se incrementa y ante ella operan varios rituales de perdón con el objetivo de relegitimar la fuerza estatal y reconfigurar la cohesión social mediante la reinscripción de la memoria histórica. Finalmente, analizamos cómo la consigna “Ni perdón, ni olvido”, que de manera reiterada aparece en las rebeldías de estas tres experiencias, se vuelve la respuesta de las luchas contra los procesos estatales que buscan regular los conflictos sociales.

Palabras clave: neoliberalismo; protestas; violencia; memoria; Estado

Abstract

Based on the Colombian strike (2021), in dialogue with the Mexican and Greek experiences, in this article we argue that violence, in the current context of crisis of the neoliberal narrative, increases and various rituals of forgiveness operate with the aim of re-legitimising state force and reconfiguring social cohesion through the re-inscription of historical memory. Finally, we analyze how the slogan“Neither forgiving nor forgetting”, which appears repeatedly in the rebellions of these three experiences, becomes the response of the struggles against state processes that seek to regulate social conflicts.

Keywords: neoliberalism; protest; violence; memory; State

Introducción

En los últimos años, observamos una ola de rituales de perdón vinculados con la búsqueda de la justicia, la verdad y la reparación, como en los casos de Colombia y México, esto en un contexto de intensificación de la violencia estatal contra las rebeldías que han surgido especialmente después de 2008. Aunque a primera vista la intensificación de la violencia estatal y de los rituales de reconciliación parecen procesos contradictorios, ambos hacen parte del mismo desarrollo de la crisis capitalista para reimponer el orden social que requiere la acumulación del valor.

A partir del paro colombiano de 2021, en diálogo con las experiencias mexicana y griega, pretendemos articular el despliegue del antagonismo social durante la actual crisis capitalista y conectar lo que en apariencia son realidades inconexas. El vínculo entre estas experiencias lo rastreamos a través de la consigna “¡Ni perdón, ni olvido!”, que de manera reiterada aparece en las rebeldías contra los procesos institucionales de reconciliación. Usamos el término “poéticas rebeldes” para referirnos a esos actos de estallido social que se despliegan en momentos de crisis, y a su vez para diferenciarlos de la tendencia a su captura en la categoría movimientos sociales y su gramática de la demanda.

El contenido de lo que aquí narramos surge del seguimiento a la manera en que la crisis de la narrativa neoliberal y las poéticas rebeldes se expresaban en cada uno de nuestros países. Documentamos estas experiencias a través de una constante revisión bibliohemerográfica y de entrevistas virtuales realizadas durante el periodo de distanciamiento social impuesto por la pandemia de COVID-19 (Rodríguez, 2021). El objetivo de este artículo es presentar las similitudes entre dichas expresiones y rearticular las narrativas que se presentan como experiencias fragmentadas para comprender que forman parte de una misma totalidad en crisis.

Para lograr este objetivo, el presente documento se divide en los siguientes apartados: a) “Del confinamiento a las poéticas rebeldes”, donde abordamos la relación entre la violencia estatal y la antiviolencia de las poéticas rebeldes del paro colombiano durante el confinamiento por el COVID-19, asi como el despliegue de la violencia estatal desmedida, que se conecta con la experiencia griega de 2008, para argumentar que la violencia se intensifica durante la crisis de las relaciones capitalistas; b) en “¿Perdonar el pasado?” analizamos cómo, en el contexto actual de crisis, operan varios rituales de perdón con el objetivo de relegitimar la fuerza estatal, reconfigurar la cohesión social y reinscribir la memoria histórica, como ocurre en México y Colombia, y c) en “Violencia y crisis de la narrativa neoliberal” explicamos cómo dicha crisis forma parte de la crisis capitalista global y analizamos su relación con la intensificación de la violencia estructural.

Finalmente, en las “Reflexiones finales” argumentamos por qué proponemos la categoría de poéticas rebeldes como un intento por trascender la lectura normativa del paro y visibilizar la potencia de las rebeldías en general. Esto nos permite rearticular el argumento para sostener que dicha potencia puede explicar la emergencia de los rituales de perdón como procesos de reconciliación.

Del confinamiento a las poéticas rebeldes

El 28 abril de 2021 fue el día en que se convocó en diferentes ciudades colombianas para protestar contra la gota que colmaba el vaso, en medio de una pandemia y con limitado acceso a las vacunas. Se trataba de rechazar la imposición de una reforma tributaria que contemplaba gravar diversos productos y servicios, además de aumentar el precio de la gasolina. La reforma gravaba con 19 % los productos de la canasta familiar, aplicaba un impuesto “solidario” a los salarios medios, ampliaba la base del impuesto a la renta y, a pesar del trabajo desde casa por la pandemia, asignaba impuestos al internet y a los servicios funerarios.

La reforma se sumaba a la mala gestión gubernamental de la pandemia que, en lugar de priorizar el cuidado y la salud, parecía resolverse con restricciones policivas y militares. Colombia no solo no cuenta con la infraestructura necesaria para atender la magnitud de los contagios, sino que la salud está privatizada, lo que llevó a sumar un promedio de 500 muertos al día durante el tercer pico de la pandemia (Ministerio de Salud de Colombia, 2021).

Además de lo anterior, diversos factores configuraban un amplio espectro de motivos para protestar: la privatización de los fondos para pensiones de trabajadores, el limitado acceso a la educación pública, la cada vez más restringida esfera del empleo en un país que vive del “rebusque” diario (es decir, de la informalidad), un 42.5 % de la población en condición de pobreza, una cuarta parte de los hogares que consumía dos raciones de alimentos al día y más de 180 000 lo hacía una sola vez al día (Departamento Administrativo Nacional de Estadística, 2021).

De ahí que la convocatoria para el 28 de abril no saliera de un sector específico, sino que se convirtiera en la fuerza y el hartazgo generalizados ante la profunda desigualdad que el país ha vivido durante décadas. Prevalecía una perspectiva contradictoria entre el miedo y la muerte, en la que hacer cuarentena equivalía a morir de hambre o por contagio. A ello se sumaba un “nuevo” peligro: morir o perder los ojos en manos de policías o militares durante las manifestaciones.

Mientras en todo el país colgaban banderas rojas en las ventanas, que expresaban la necesidad de comida durante las cuarentenas, y a pesar de haberse firmado un acuerdo de paz, el gobierno había realizado la inversión más alta de los últimos años en equipos de“seguridad”. Se fortaleció la fuerza pública en clave de conflicto armado bajo la doctrina del enemigo interno, que ubicaba a los manifestantes como blancos legítimos de la acción violenta del Estado (Temblores ONG e Indepaz, 2021: 9). Al tercer día de protestas, varias ciudades del país ya estaban en las calles, y se registraban para entonces más de cien casos de detenciones arbitrarias y cuatro muertos.

Aunque los manifestantes en su mayoría solo llevaban cubrebocas, ollas y carteles, la respuesta del Estado fue el despliegue desmedido de una fuerza asimétrica en nombre de la seguridad social, como aquella a la que se recurre cuando el Estado define una fuerza considerada“terrorista”. De acuerdo con Temblores ONG e Indepaz (2021: 4), se registraron 4 852 casos de violencia policial: 1 661 víctimas de violencia física por parte de la policía, 37 casos de uso de arma Venom por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional (ESMAD), 2 053 detenciones arbitrarias, 833 intervenciones violentas por parte de la fuerza pública, 90 víctimas por agresión en ojos, 35 víctimas de violencia sexual por parte de la fuerza pública y 56 casos de afecciones respiratorias debido a gases lacrimógenos.

Lo anterior es un ejemplo de la manera en que la máquina estatal se arroga el monopolio de definir lo que es o no violencia (González y Doulos, 2020), pues la idea del Estado se funda en el flujo discursivo sobre la seguridad de una población en un territorio determinado (Foucault, 2006). El arte de gobernar garantiza la vida de sus ciudadanos en tanto propietarios de mercancías. Estas garantías, aunque preestablecidas, se reafirman constantemente a través del despliegue de la dialéctica conflictiva entre lo Mismo y lo Otro. En otras palabras, la definición de lo Mismo presupone la definición de la otredad en tanto una figura excluida o amenazante. La exclusión de esa otredad puede basarse en la pertenencia étnica, en el género o en la clase, aunque esto no excluye la combinación de todas las anteriores.

Whitehead (2007) argumentaba que en el discurso de la “guerra contra el terrorismo” la otredad se representa como una amenaza que debe eliminarse. Un dispositivo eficiente para imponer el estado de excepción contra las luchas de los pueblos originarios, los anarquistas, la izquierda radical o cualquier otra resistencia social que no puede ser territorializada dentro del lenguaje institucional de la llamada sociedad civil -como ocurrió en el caso de las leyes antiterroristas 187 y 187A, en Grecia- (Athanasopoulou, 2018). Un dispositivo que opera más allá de las instituciones estatales, pues se apoya en los medios de comunicación masiva, los think tanks y los organismos internacionales.

De este modo, la violencia dominante reproduce el antiguo imaginario hobbesiano, donde el Estado-Leviatán se legitima como el guardián de la sociedad, mientras la antiviolencia de las rebeldías se presenta como una violencia irracional que atenta contra la patria, la ley, el orden, la paz, la vida o la propiedad. Como sostiene Calveiro: “en verdad, casi cualquier protesta antisistémica seria puede considerarse una forma de desestabilizar las estructuras políticas; a cualquier huelga importante se la puede acusar de desestabilizar las estructuras económicas y así sucesivamente, para terminar asimilando, a voluntad, protesta y terrorismo” (Calveiro, 2012: 78-79).

A pesar de la represión, la gente seguía inundando las calles colombianas. Tal era su fuerza, que el gobierno tuvo que ordenar, en televisión nacional, reescribir el documento de la reforma económica. No suspendía la iniciativa, sino que dicho documento sería revisado y se le harían algunas “correcciones” con el propósito de ganar el respaldo de los representantes en el Congreso. Con esto en realidad se buscaba bajar la intensidad de las protestas y a la vez regresar a la “normalidad” de la cuarentena. Mientras esto ocurría, el Estado colombiano enviaba policías y militares al suroccidente del país. Ciudades como Cali, Popayán y Pasto fueron especialmente puestas bajo presión militar y se intensificaron los toques de queda ante la inminente convocatoria del primero de mayo, Día del Trabajo. La condescendencia televisiva del presidente y sus bravuconadas solo encendieron aún más las calles.

Popayán, Tuluá, Pasto, Cali y Bogotá no solo representaban masivamente las protestas, sino que empezaban a articularse, en puntos de encuentros y resistencias, ollas comunitarias en las que muchos aseguraban habían comido por fin tres veces al día y donde se creaban coordinadoras locales del paro. También se organizaron puntos de campamento y barricadas para limitar la acción policiva, que arremetía aún con más saña por las noches. Ante la creciente fuerza de las protestas, el 3 de mayo de ese año, 2021, el gobierno lanzó un nuevo llamado a retirar la escandalosa reforma y abrir mesas de negociación para la construcción de un nuevo documento.

Un día después, el ministro de Hacienda, el mismo que defendía la necesidad de la reforma y desconocía cuánto vale un huevo, renunció a su cargo.

No obstante, desde la perspectiva de las fuerzas del orden, la cotidianidad tendría que convertirse en la imposición del miedo y el terror. Durante las noches era común que los tanques militares recorrieran las calles como si fueran a la guerra. Se hacían cortes de energía durante las arremetidas nocturnas de la policía, mientras sus cacerías ocurrían cuando las redes de internet y teléfono empezaban a fallar. El despliegue del terror tenía como objetivo la desmovilización de los manifestantes, quienes a la mañana siguiente salían a buscar y a contar los desaparecidos.

No es coincidencia que en los sectores donde mayor fuerza tenían las protestas, mayor represión se presentaba. Al día siguiente, esos sectores se convertían en puntos de vacunación masiva contra el COVID-19 o en puestos de pruebas del virus, lo que permitía alimentar un registro de las personas dentro del área, al tiempo que servía como un ademán de la presencia del Estado donde relativamente no habría llegado durante el hambre del encierro.

Una de las características de las poéticas rebeldes en el siglo XXI es el uso de las redes sociales y las plataformas digitales de contrainformación, cuyo auge comenzó con el llamado movimiento de antiglobalización en Seattle en 1999. Plataformas como Indymedia permitieron agrietar el monopolio del discurso público que tenían los medios de comunicación masiva, así como la interacción global entre las luchas sociales. Durante las manifestaciones antiglobalización en 2003 en Tesalónica, Grecia, el uso de Indymedia Athens y otros blogs creados por colectivos anticapitalistas visibilizó la importancia del activismo digital como un medio de contrainformación (Siapera y Theodosiadis, 2017: 509).

El activismo digital, durante la rebeldía de 2008, desenmascaró la narrativa oficial de los medios de comunicación griegos después de que el policía Epaminondas Korkoneas asesinara a Alexandros Grigoropoulos en el barrio de Exarchia, lo que no hubiera sido posible sin la existencia de medios digitales autoorganizados. Mientras varios medios de comunicación difundían el video del asesinato de Grigoropoulos, en cuyo fondo se escuchaba una manifestación, las redes sociales revelaban que las voces del video eran un montaje para defender a Korkoneas y criminalizar a Grigoropoulos, en particular, y a las manifestaciones, en general; a Grigoropoulos por estar en un lugar de anomia que no correspondía a su “clase social”; a las manifestaciones por ser creadoras de la anomia social.1

El activismo digital, como medio de contrainformación y de comunicación entre varias luchas, complementa las poéticas rebeldes en el terreno de la calle. El mundo digital y el mundo real aparecen como una unidad, en donde cada esfera alimenta a la otra como espacialidades caracterizadas por el antagonismo social. El flujo discursivo que circula en las redes sociales se vuelve cada vez más un campo de batalla sobre “la verdad”. En Grecia, el uso de medios de activismo digital jugó un rol central en la insurrección de 2008, cuando la contrainformación, por un lado, deconstruyó la narrativa contrainsurgente y, por el otro, permitió la difusión amplia del discurso rebelde para fortalecer su organización (Doulos, 2018).

Por su parte, en Colombia, el impacto que tuvieron las redes sociales y la inmediatez con la que se denunciaban las agresiones policivas fue determinante. No solo mostraban en tiempo real lo que ocurría en las calles, sino que permitían visibilizar y sistematizar las agresiones policiacas en diferentes lugares del país. Los hashtags #NosEstánMatando y #SOSColombia llenaban las redes sociales con videos de las agresiones, se hacían transmisiones en vivo y se buscaba llamar la atención internacional para detener la represión a muerte que, como paisaje, estaba ya por todo el país.

Con esto se comenzó a evidenciar la sistematicidad del ataque policial, la misma que desde distintos organismos nacionales e internacionales se señala como “brutalidad policial” o “uso desmedido de la fuerza”. Estas imágenes revelaban el modus operandi del escuadrón antidisturbios, que desenfundaba sus proyectiles directo al cuerpo de los manifestantes, con distancias cortas y en línea recta, así como la manera en que las detenciones arbitrarias se convertían en golpizas de más de cinco policías sobre el cuerpo de un manifestante que yacía en el piso, y el uso de elementos como los Venom que, aunque en teoría no deberían ser letales, tampoco estaban permitidos en los protocolos de los organismos internacionales para su uso por la fuerza pública. De hecho, en América Latina solo han sido usados en Colombia (Human Rights Watch, 2021).

Los flujos discursivos transmitidos por televisión acusaban de vándalos a los manifestantes, mientras señalaban a la desmovilizada guerrilla de las FARC-EP de forzarlos o de pagarles. También se vinculaban las protestas a un plan internacional del“castrochavismo” comunista y, claro, a las fuerzas extranjeras que van desde Venezuela hasta Rusia. El discurso estigmatizante no solo estaba en los medios privados de radio y televisión en sus extendidos informes sobre saqueos y vandalismo, sino que era promovido desde la bancada de gobierno y funcionarios del mismo.

No obstante, las cámaras de dichos medios no registraban las arbitrariedades policiales, a tal punto que en sus “reportes periodísticos” afirmaban que los “ciudadanos de bien” estaban cansados de los bloqueos. Con el paso de los días y el aumento de la polarización, se configuraron grupos de “ciudadanos de bien” organizados vía WhatsApp (lo que se supo posteriormente con la filtración de audios, videos y chats). Estos grupos incluían a exmilitares, policías activos, empresarios y habitantes de los barrios más exclusivos de Cali que, cansados de los bloqueos, salieron a disparar contra la Minga Indígena, principalmente. Estas imágenes llenaban de estupor y asco, pues los “ciudadanos de bien” armados, que vestían de blanco y salían en camionetas escoltados por policías, además, recibían el guiño del gobierno y de los congresistas de la derecha.

Esta separación entre los “ciudadanos de bien” y los vándalos es una estrategia para legitimar el uso desenfrenado de la violencia contra las personas manifestantes. En el lenguaje de la dominación, el ciudadano representa la abstracción de la disciplina capitalista y la obediencia a la ley y el orden (Châtelet, 2002), por eso sus demandas colectivas siempre apuntan al Estado y se rearticulan en movimientos políticos, bajo una lógica identitaria, pero sin cuestionar el orden mismo. Por lo tanto, los escuadrones antidisturbios no golpean a ciudadanos, sino a los vándalos en tanto representantes de la “violencia salvaje” (Echeverría, 1998).

No es coincidencia que la mayoría de los comentaristas durante los acontecimientos rebeldes -ya sea en Grecia, en Colombia o en México- se refieran al ciudadano como lo opuesto a la figura del vándalo. El vándalo se presenta como la anomia, el desorden, el Otro. La presentación del Otro como una violencia irracional y “salvaje” tiene como objetivo la legitimación de la violencia de lo Mismo, es decir, la violencia de la dominación capitalista.

Es importante anotar que, en Colombia, los principales ataques de los manifestantes se llevaron a cabo en las fachadas de bancos, principalmente los del Grupo Aval, que había sido elegido por el gobierno para recibir dinero público durante la pandemia. El Grupo Aval es el mismo que durante años ha recibido dinero para la ejecución de grandes proyectos en infraestructura vial y que se benefició de la crisis hipotecaria de los noventa; su socio mayorista, Luis Carlos Sarmiento Angulo, ha hecho alarde de su amistad política con varios expresidentes de Colombia. Así pues, los manifestantes atacaban la alianza entre el gobierno y los representantes de la banca y, más allá de eso, denunciaban que el sector financiero siempre ha salido beneficiado por las medidas de emergencia durante las crisis que han golpeado el país, ya sean financieras, inmobiliarias o por la pandemia.

Asimismo, las casonas de gobierno en diferentes ciudades, como el Palacio de Justicia en Tuluá, las estatuas o monumentos alusivos a la patria y la democracia, fueron los principales lugares de reproche. Pasaban dos meses y no quedaban ventanales de entidades financieras o de gobierno descubiertos, se protegía su falsa sacralidad con maderas y aluminios, incluso las estatuas eran desmontadas para evitar que los manifestantes las tiraran. Nada justifica la brutalidad policial que, a través de golpizas, torturas y detenciones arbitrarias contra los manifestantes, intentaba paralizar la lucha y garantizar el orden a costa de la vida y contra la vida misma.

Como vemos, estas prácticas de antiviolencia no carecen de sentido ni son irracionales. Las poéticas rebeldes en las irrupciones sociales son performances que movilizan significados y generan subjetividades que niegan el orden dominante.2

Las poéticas rebeldes disputan el orden sociocultural y despliegan prácticas de antiviolencia, utilizando recursos violentos o no contra la violencia estatal dominante. En ese sentido, las poéticas rebeldes abren las posibilidades de un cambio radical, pero no lo presuponen en sí mismo.

Las agresiones sexuales no quedaron atrás. Una vez más, los cuerpos de las mujeres se convertían en botines y en dianas de tiro al blanco de las fuerzas policiales. Diariamente se informaba sobre casos de menores detenidas de manera arbitraria, quienes denunciaron haber sido violadas, manoseadas o incluso repartidas entre policías después de haber sido llevadas a rastras, como se veía en videos de defensores de derechos humanos que no pudieron hacer nada para evitar dichos actos violentos. Con la frase “me manosearon hasta el alma”, una de las víctimas denunció por Facebook la agresión sexual que sufrió. Ante la falta de penalización, horas después se supo del suicidio de la denunciante (Temblores ONG e Indepaz, 2021: 4).

La exhibición de la violencia brutal por parte del Estado no puede explicarse a través de esquemas basados en la excepcionalidad o la anomalía que representan ciertos acontecimientos. La brutalidad de la violencia estatal es el prolegómeno de la sociedad capitalista, y ha tenido como objetivo el reordenamiento del presente y la reinscripción del pasado para garantizar el futuro de la reproducción capitalista, manteniendo intactos el racismo, el patriarcado y la división de clases en tanto presupuestos de su propia dinámica. El uso desenfrenado de la violencia estatal no garantiza simplemente el orden capitalista, sino la propia narrativa que lo sostiene.

A la luz de lo anterior, los ataques a los símbolos del poder y a los monumentos deben entenderse como poéticas rebeldes que niegan la colonización de la memoria colectiva.

¿Perdonar el pasado?

Sobre el cuerpo de los muertos y los dolores por las ausencias se declaran los consensos, esto es, sobre la base de un mito unificador se refunda la patria: el Estado-nación. El reordenamiento de la ciudadanía ha de reactualizarse constantemente a través de la gestión de la muerte para disciplinar el cuerpo social, o bien a través de negociaciones con las rebeldías y del establecimiento de pactos y mesas de diálogo que mantienen la apariencia de una sociedad “neutra”. En las actuales democracias estatales, las arremetidas violentas del capital también ocurren a través de rituales de perdón y pacificación que buscan la conciliación de las contradicciones inmanentes a la totalidad capitalista, de este modo, se derriban los obstáculos para la acumulación del valor, como veremos a continuación.

Firth sostenía que “el ritual puede encubrir un conflicto básico y [... que] la ritualización de las relaciones puede ayudar a mantener una estructura de poder” (Firth, 1977: 69). El desorden es un peligro para las estructuras sociales jerárquicas, digamos que es su contralenguaje. No es extraño que Girard argumentara que el máximo peligro que corre cualquier comunidad es la violencia en tanto una fuerza que amenaza con destruir a sus miembros, especialmente cuando existe el riesgo de que la violencia genere un ciclo de venganza “infinito e interminable” (Girard, 1983: 22).

Entonces, podemos decir que los rituales delinean el esquema de una crisis superada que busca mantener la cohesión social y las estructuras que la sostienen. En ese sentido, Girard argumentaba que “no cabe duda de que el rito es violento, pero siempre es una violencia menor que sirve de barrera a una violencia peor”, que busca superar los miasmas maléficos repitiendo siempre el mismo esquema, “el de toda crisis victoriosamente superada” (Girard, 1983: 111).

Pese a que la modernidad buscó establecer esquemas racionales de organización social, los rituales no desaparecieron, sino que tomaron otra forma bajo el velo de la racionalidad. Siguen existiendo bajo modalidades secularizadas que tienen la función de canalizar las tensiones sociales hacia un objeto: la paz, la democracia, la patria, la nación, el progreso o el desarrollo (Carpinteiro, 2014). La particularidad de la sociedad capitalista es que estas tensiones son inmanentes a la reproducción del valor, las cuales se expresan abiertamente como decadencia de un patrón de dominación que deviene inestable ante el despliegue del antagonismo social (Harvey, 1998; Holloway, 2004).3 Así pues, la reproducción del valor se vuelve idéntica a la reproducción de la sociedad. Esta identificación requiere la constante mistificación de las relaciones sociales, un proceso en el que el dinero, el trabajo y el Estado se presentan como las únicas formas racionales de organización social a través de las cuales se realizan la libertad e igualdad humanas.

En los momentos de crisis capitalista, la lucha de clases se vuelve una metonimia de la venganza, por lo que el acto de perdonar -como ritual secularizado basado en la razón-- permite regular y reconfigurar la violencia del antagonismo social para restablecer el orden a través del discurso de la reconciliación y la renuncia a la búsqueda de venganza. En la sociedad de clases, el miedo constante a la guerra civil debe “purificarse” en nombre de la patria o del pueblo. De esta manera, el Estado no solamente tiene la última palabra, no solo se preserva el monopolio de definir qué es violencia o no, sino que también se reserva para sí “la posibilidad de desactivarla” (Calveiro, 2012: 94).

La tormentosa década de los setenta en América Latina refleja la reconfiguración de la violencia dominante como requisito indispensable para la imposición de las políticas neoliberales. Pilar Calveiro (2012: 41-42) argumenta que, en dicho periodo, la reconfiguración hegemónica estuvo marcada por las “guerras sucias” y la identificación de lo Otro como “subversivo”. Bajo el eje de amigo/enemigo se justificaron tanto la militarización de los mecanismos represivos estatales, como la normalización de prácticas violentas y las desapariciones forzadas para asfixiar las luchas sociales.

De esta manera, el Estado se encargó de imponer un nuevo patrón de acumulación capitalista a través de la economía de muerte. En el caso mexicano, este proceso es visible a partir de la represión violenta de la lucha estudiantil en 1968, la guerra sucia contra los líderes políticos en los setenta, la reestructuración de la Constitución durante los ochenta, la supuesta transición política hacia la democracia en el año 2000 y, entre otros eventos, el despliegue de la “guerra contra el narcotráfico” después de 2006.

Todas estas medidas fueron, y han sido parte, de un estado de excepción que se rearticula hasta el día de hoy, aunque de una manera mucho más sofisticada. En México, con la llegada al poder estatal en 2018 del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), un partido político de izquierda liberal, se ha intentado restablecer el mito unificador a través de ciertos rituales de perdón con los que se pretende regular el movimiento del capital en territorio mexicano y legitimar la intervención estatal. Dichos rituales de perdón buscan establecer un modelo unificador, una apariencia de orden y funcionamiento coherente de las relaciones capitalistas en el país. Bajo la expectativa de una “reconciliación nacional”, estos rituales de perdón deben verse como requisito indispensable para pacificar o canalizar las tensiones sociales, redefinir la otredad con los que no están dispuestos a asumirla y, así, allanar los obstáculos que se le presentan al capital.

Uno de estos rituales tuvo lugar cuando el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), solicitó al gobierno español que pidiera perdón por los agravios de la conquista, algo que ya había anunciado desde el primer día de su gobierno (López y Rivas, 2018). La respuesta más significativa a esta demanda fue la de los zapatistas, quienes replicaron que “ya basta de jugar con el pasado lejano para justificar, con demagogia e hipocresía, los crímenes actuales y en curso” (Subcomandante Insurgente Moisés, 2020).

Pese a lo anterior, o quizá por ello, el 4 de mayo de 2021 López Obrador viajó a la península de Yucatán con el objetivo de pedir perdón al pueblo maya por “los terribles acontecimientos y abusos que cometieron particulares y autoridades nacionales y extranjeras en la conquista durante los tres siglos de dominación colonial y en dos siglos del México independiente” (AMLO citado por Garduño y Jiménez, 2021). Esa vez, quienes reviraron las palabras del presidente fueron los luchadores políticos del movimiento U Je’ets’el le Ki’ki’kuxtal (El asentamiento de la buena vida/autonomía):

¿Qué viene con el ‘perdón’? [...] el perdón trae grandes empresas, fuentes de despojo, acumulación para unos cuantos y miseria para los pueblos [...] Militares: agentes de la violencia y las desapariciones más crueles de nuestra historia reciente. Desarrollo: el progreso desde la visión occidental, riqueza para unos pocos, una forma de explotación y despojo que prioriza a la muerte y que se ha perpetuado durante más de cinco siglos (Santana, 2021).

Con estos actos, el gobierno de Morena ha asumido el proceso de redimir los crímenes del pasado y reescribir la memoria histórica como parte de la llamada Cuarta Transformación. En nombre del Estado, el presidente mexicano ha pedido disculpas por la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa (Ortiz y Espino, 2020) y a los familiares de las víctimas del “halconazo” ( Jiménez y Martínez, 2021), como se conoce al despliegue de la represión estatal contra los estudiantes en 1971, asegurando que estos hechos no han de ocurrir en el futuro y que se buscará a los culpables -la Consulta Popular 2021, supuestamente, buscaba enjuiciar a los expresidentes por estos crímenes y otros-.

No obstante, aceptar el perdón es aceptar la “clausura de la historia” (Derrida, 2003: 61). Ciertamente, el Estado no dice “yo te perdono”, pero sí establece lo que debe perdonarse.“Yo te perdono posee la estructura de la última palabra”, como decía Derrida (2003: 61). Con los rituales de perdón, el Estado no solo mantiene la última palabra, sino el derecho a reescribir la memoria colectiva.

Lo anterior ocurre en un contexto de crisis global de la narrativa neoliberal, en el que el gobierno mexicano intenta reconciliar las tensiones sociales. Las consultas populares, que hacen parte de los rituales democráticos, basados en un lenguaje de esperanza, contribuyen a dar legitimidad al proyecto de nación de la izquierda mexicana. La lucha contra la corrupción ha sido una herramienta para reimponer la disciplina social a través de un discurso nacionalista de izquierda, característico del progresismo latinoamericano. El gobierno de Morena ha prometido una ruptura con las políticas neoliberales del pasado y genera la esperanza del regreso del Estado benefactor, una esperanza alimentada por las políticas asistencialistas que mantienen la apariencia de una redistribución de la riqueza más justa hacia las clases populares.

Pero mientras Morena hace una crítica al modelo neoliberal que se impuso en las últimas décadas, siguen su curso los megaproyectos del Tren Maya o del Corredor Interoceánico en el Istmo de Tehuantepec. Mientras se reestructuran las relaciones sociales bajo una lógica de austeridad, que en otros países ha sido detonante de amplias movilizaciones sociales (como ocurrió en Grecia durante los disturbios de 2010), se identifican el ecologismo y el feminismo con causas nobles, pero que han servido para que “no reparáramos, para que no volteáramos a ver que estaban saqueando al mundo y que el tema de la desigualdad en lo económico y en lo social quedara fuera del centro del debate” (AMLO, citado por Poy y Saldierna, 2021).

Este flujo discursivo de doble filo aparece en un momento crucial en el que predomina una explosión de luchas feministas, ecologistas y de los pueblos originarios. “ Tan solo en 2020, se registraron 3 723 muertes violentas de mujeres en México, de las cuales 940 fueron investigadas como feminicidios por las 32 entidades federativas del país, sin que exista una sola entidad libre de feminicidios” (Amnistía Internacional, 2021).

Los actos de antiviolencia de las luchas feministas contra los monumentos que simbolizan y en los que se materializa la dominación patriarcal no solo se fundamentan en “causas nobles” (lo mismo podría decirse del derrumbe de las estatuas que glorificaban a los colonizadores). Estas poéticas de antiviolencia se relacionan con la actual crisis de la narrativa neoliberal o, más precisamente, con la crisis del capital, que se expresa como un alarmante embrutecimiento del patriarcado y una violencia generalizada contra la otredad. México no es un caso extraordinario.

Ahora bien, en los días que siguieron al paro, en las calles colombianas se empezó a reclamar por los desaparecidos. A los desaparecidos de esas semanas se sumaron los asesinatos de líderes políticos del pasado, como Gaitán en 1948, Galán en 1989, Pardo Leal en 1987, Pizarro en 1990, los más de mil líderes sociales, los firmantes del Acuerdo de Paz o defensores de derechos humanos asesinados desde 2016, así como los 6 402“falsos positivos”. A diario se sumaban nombres y se hacía un recuento de muertos que, como sangre en las calles, escandalizaban y levantaban aún más la rabia. Las calles se llenaron del eco de consignas como “¡Por nuestros muertos ni un minuto de silencio!”, “¡No nos van a alcanzar las lágrimas para tantos muertos!” o “¿Quién dio la orden?”.

La justicia social que se exigía en las calles se reflejaba en los Acuerdos de Paz de 2016 firmados entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) y el Estado colombiano, encabezado por Juan Manuel Santos, para la terminación de 60 años de conflicto interno. Los Acuerdos de Paz incluían la búsqueda de la “verdad”, entendida como un derecho de las víctimas y como un principio de justicia y reparación de los daños causados por la violencia y el conflicto; además, se ligaba a las declaraciones de Naciones Unidas del “derecho a la verdad”, con las que se busca “superar” las narrativas sectoriales al validar en un discurso único las múltiples voces. Si bien se abrió la perspectiva a otras lecturas del conflicto, en las que se reconociera al Estado y al sector privado como perpetradores de muertes y desplazamientos, al mismo tiempo se seguía apelando al primero como “actor neutral” para construir la nueva “verdad”.

Mientras la tensión subía en las calles, conciliar las diferencias era cada vez más urgente, incluso a través del Acuerdo de Paz. En octubre de 2021, con el paro aún en las calles de Colombia, en Pasto se realizó el plan piloto en el que se reconocía a las universidades públicas, principalmente a los estudiantes y trabajadores, como víctimas de persecución en el marco del conflicto armado. Desde la Comisión de la Verdad se coordinó el encuentro “El conflicto armado en la Universidad de Nariño: reencuentros, luchas y resistencias”. En el evento, exparamilitares del bloque Libertadores del Sur reconocieron que persiguieron a las organizaciones estudiantiles y se infiltraron en ellas con el apoyo del gobierno y de entidades de la fuerza pública, y que ejecutaron las órdenes dadas por el Estado de asesinar a Adriana Benítez, Martín Rodríguez y Marcos Salazar en el año 2000, a Jairo Moncayo en 2003 y a Tito Libio en 2002, líderes estudiantiles los cuatro primeros y sindical el último.

Entre los asistentes, algunos compañeros de los estudiantes y trabajadores asesinados levantaron sus voces, y con los rostros ocultos y con firmeza declararon: “¡nosotros no vinimos a perdonar mientras en el paro siguen matando muchachos y compañeros!” (Comisión de la Verdad, 2021). Los perpetradores repetían que solo siguieron órdenes, pidieron perdón a los familiares y aseguraron que, desde la prisión, estaban pagando sus condenas y que no lo volverían a hacer. Nunca se respondió la pregunta “¿quién dio la orden?”, como sugerían las consignas durante las manifestaciones.

El evento, que apostaba por la reconciliación, se convirtió en un espectáculo de individualización de la culpa, tanto de los perpetradores como de las víctimas. De esta manera, los individuos se volvían“chivos expiatorios” en tanto sacrificio necesario para el restablecimiento de un nuevo contrato social que permitiría la reproducción armónica entre la sociedad civil y el Estado. Un pacto que separa gobierno y Estado con el objetivo de relegitimar al último como regulador de las relaciones sociales, aunque las acciones de violencia y muerte no desaparezcan.

Mientras en los escenarios internacionales Iván Duque (el entonces presidente colombiano) se refería a la paz y a los acuerdos como su principal preocupación, durante su campaña electoral prometía hacerlos trizas. Como presidente, excusaba su nula voluntad política para garantizar el proceso de reincorporación de los excombatientes a la vida civil, o para responder por los más de mil líderes asesinados en los procesos de reclamación de tierras, de sustitución de cultivos ilícitos, de defensa medioambiental y de participación política en la fragilidad de los acuerdos. Han sido los partidos políticos de izquierda, y principalmente las organizaciones sociales y de derechos humanos, los que han reclamado y defendido los Acuerdos de Paz y, con ellos, la verdad como necesidad para el perdón. Es decir, se ha promulgado la necesidad de la reconciliación, y no de la venganza.

El ahora Partido de los Comunes, antes FARC-EP, ha denunciado la falta de garantías de seguridad, el nulo avance en la reforma de tenencia de la tierra y el incremento de las masacres. En el sexto informe de implementación del Acuerdo de Paz, ¿En qué va la Paz?, la bancada de centro-oposición registró que: El 63,9% de los excombatientes no se encontraban vinculados a un proyecto productivo desembolsado por el Gobierno y, desde el inicio del proceso de dejación de armas, hasta diciembre de 2020, 248 excombatientes han sido asesinados. El 2020 ha sido el más violento para los líderes sociales, de acuerdo a las cifras de Indepaz, con 310 asesinatos. Entre 2018 y 2020, los casos de masacres han aumentado en un 175% y las cifras se empiezan a acercar a las de hace una década (Goebertus et al. 2021).

Por su parte, desde las instancias financiadas por el gobierno para la reconstrucción de la“memoria histórica”, en las que participan representantes de organizaciones sociales y funcionarios de gobierno, los esfuerzos se centran en reclamar la paz como producto del restablecimiento del orden y el abandono del Estado en las zonas más afectadas por el conflicto. Desde las organizaciones campesinas, indígenas y, en general, las organizaciones sociales, se coincide en la perspectiva del abandono, por lo que se reclama no solo la presencia militar del Estado, sino inversión social en educación, saneamiento básico, vías de acceso, etcétera.

Más precisamente, lo que se reclama es la ausencia del Estado de bienestar que nunca pudo realizarse en Colombia y que ahora aparece como requisito y base fundamental para la paz. Sin embargo, habría que cuestionar estos discursos sobre el supuesto “abandono estatal” en tanto la presencia militar y la persecución a campesinos ha sido intensa en estas zonas. La extensión de los cultivos de los grandes terratenientes y de las empresas transnacionales ha contado con el acompañamiento del Estado de manera permanente. En todos estos discursos, tanto de la derecha como de la izquierda, el Estado aparece como la fuerza que regula la vida social y reconcilia los conflictos que ocurren en la sociedad civil.

Este flujo discursivo sobre el Estado benefactor tiene consecuencias políticas importantes, pues mientras recoge las voces de las víctimas y las engloba en la “verdad”, mientras reconoce a las víctimas como agentes de paz, convierte el olvido en un elemento crucial para la canalización y purificación de la rabia social dentro y a través de las instituciones estatales. De ahí que la noble premisa del perdón sirva como pacificadora y a la vez como neutralizadora del conflicto. De esta manera, el Estado se reafirma como la única fuerza capaz de desactivar la violencia y de establecer la paz social.

A partir de las experiencias de México y Colombia, podemos ver la manera en que el Estado se reserva el poder de enunciar la última palabra y de establecer lo que debe perdonarse o no, especialmente en los momentos más agudos del antagonismo social. En el actual contexto de crisis de las relaciones capitalistas, se vuelve central la intervención del Estado para garantizar la acumulación de capital, ya sea con su máscara autoritaria o con su máscara progresista. La crisis implica la intensificación de la violencia en todos los niveles y, por ello, la búsqueda constante de legitimación estatal a través de distintos rituales secularizados que apuntan a reconfigurar la cohesión social.

Violencia y crisis de la narrativa neoliberal

Consideramos que el recurrente argumento de la izquierda institucional, referido a la diferencia sustancial entre un Estado asistencial-benefactor y un Estado autoritario, es real pero al mismo tiempo no-verdadero. Esta separación oscurece el hecho de que la forma-Estado, cualquiera que sea su modalidad (progresista o conservador), es uno de los pilares centrales del modo de producción capitalista. No es casualidad la relación entre ambos. En el imaginario de la modernidad siempre ha predominado la conceptualización del Estado como un cuerpo que incluye a todos los demás cuerpos/miembros como condición necesaria para la reproducción social.

Como hemos dicho, en el capitalismo la reproducción de la sociedad se identifica con las formas que asume la reproducción del valor. Así pues, en la versión que defiende la izquierda, la forma-Estado aspira al establecimiento de un “contrato social” del tipo rousseauniano, a través de mecanismos democráticos y de políticas sociales que distinguen al Estado benefactor, pero que dejan intacta la crítica al capital. En ese sentido, la derecha es más clara, pues ante el inminente peligro de la guerra de todos contra todos que genera el individualismo del homo economicus, siempre evoca al fantasma del Leviatán bajo la figura del Estado-fuerte para garantizar el libre mercado y el establecimiento de la ley y el orden (Bonefeld, 2013; Jappe, 2018).

Estas dos dinámicas son mucho más diáfanas durante los periodos de crisis, como ocurre actualmente, por lo que sostenemos que ambas corresponden a las dos caras de una misma moneda. El Estado debe garantizar la expansión del valor y regular los conflictos sociales, ya sea por la vía autoritaria o por la vía de un asistencialismo progresista. O, como sugiere Schepher-Hughes (1997: 218), “hasta el Estado más‘avanzado’ puede recurrir a la amenaza de la violencia o a la violencia pura y dura contra ciudadanos ‘revoltosos’ cuando las instituciones normales encargadas de generar consenso social se debilitan o están en proceso de cambio”.

En momentos de crisis, los mecanismos del consenso social se desestabilizan, se intensifican los conflictos sociales por el aumento de la violencia estructural, y viceversa, la violencia estructural aumenta porque se intensifican los conflictos sociales. La crisis agudiza el miedo al caos. La derecha ha sabido aprovechar a su favor ese miedo, mientras es la izquierda la que no ha encontrado una respuesta que vaya más allá de mantener el equilibrio de fuerzas con el que se concilia la lucha de clases.

Aquí nos hemos referido a la crisis de la narrativa neoliberal como una manera de nombrar lo que más precisamente debe analizarse como parte de la crisis de la totalidad capitalista, esto es, la crisis de una forma de organización social que no puede contener las contradicciones que le son inherentes, y que hasta ahora han permitido la reestructuración del capital, en detrimento de la lucha de clases. Por eso sostenemos que sería un error considerar la crisis actual como un fenómeno aislado. Son diversas las perspectivas sobre las causas de la actual crisis, no obstante, es importante señalar que estos análisis coinciden en un aspecto: la inminente profundización de la crisis del capital (Bonefeld, 1996; Harvey, 1998; Jappe, 2011; Kurz, 2016; Roberts 2016; Holloway, 2017).

Esta crisis surgió con el quiebre del patrón de dominación fordista-keynesiano, a partir de la década de los setenta, y llevó al establecimiento de “un nuevo régimen de acumulación” (Harvey, 1998). Lo que sucedió con el Estado de bienestar keynesiano es que “se volvía cada vez menos efectivo como medio de canalizar el descontento social” (Holloway, 2004: 89). La administración del descontento a través de salarios altos y políticas sociales robustas, extraordinarias para el contexto actual, llegó a su límite cuando se hizo evidente que la misma acumulación del capital estaba en riesgo si persistía el pacto social en que se sostenía la cohesión social.

En ese contexto ocurrió la transición hacia un régimen de acumulación flexible, caracterizado por la financiarización de la economía, la privatización de los bienes comunes, el ataque a los derechos laborales, la individualización/atomización social y “la compresión del tiempo-espacio” (Harvey 1998: 314). La respuesta a la crisis del modelo fordista-keynesiano fue el monetarismo, esto es, “el mercado fue declarado la base de toda libertad democrática y económica” (Bonefeld, 1996: 36).

El efecto de este cambio fue el aumento de la tasa de ganancia del capital desde los primeros años de la década de los ochenta hasta la mitad de los noventa, aunque el capital nunca recuperó las tasas de ganancia de la llamada época dorada keynesiana (Roberts, 2016: 59-64). A pesar de este aumento de la tasa de ganancia, la acumulación capitalista cada vez más se orientó hacia sectores no-productivos, como el sector financiero. En la década de 2000, las políticas neoliberales favorecieron aún más la acumulación capitalista a través de la especulación en los mercados financieros, mientras se precarizaron las condiciones de vida de las clases populares.

Esta dinámica llevó al creciente abismo entre producción del valor y expansión del capital ficticio, cuyo resultado fue la recurrente inestabilidad del capital (Holloway, 2017). Con el colapso de Lehman Brothers en 2008, comenzó una crisis global en el sistema bancario con consecuencias desastrosas para los Estados Unidos, y posteriormente para Europa y el resto del mundo. El impacto de esta crisis dejó ver que lo que estaba en juego no era solamente la autoconservación del sistema bancario mundial, sino la propia autoconservación de la sociedad capitalista.

En esta situación, los gobiernos se encontraron en el dilema de elegir entre Escila y Caribdis, es decir, entre el colapso de los bancos, con el peligro que suponía para el capitalismo, o salvarlos a través de la socialización de la deuda privada. Los gobiernos optaron por esta última opción: salvar el sistema bancario (Stigliz, 2010, 2012; Graeber, 2013). La crisis de 2008 visibilizó de manera atronadora que la narrativa neoliberal estaba alcanzando sus propios límites.

¿A qué llamamos narrativa neoliberal y cómo se vincula con la pandemia del COVID-19? La crisis de 2008 reveló que la fe en la autorregulación del mercado no es sostenible. Las crisis activan de inmediato las contratendencias que impiden el colapso del capitalismo y atacan directamente a las resistencias sociales. En las últimas décadas, estas contratendencias corresponden a la reestructuración de los ritmos de explotación de la fuerza de trabajo, a la reorganización del espacio a través de privatizaciones, o bien, como políticas de austeridad, al aumento del desempleo, de los dispositivos policiales y, en general, de la violencia en sus distintas dimensiones. Estas convulsiones no ocurrieron ni ocurren sin la intervención estatal, como demuestran el ejemplo de 2008 y la actual administración de la pandemia a nivel mundial.4

La crisis de la narrativa neoliberal se refiere al límite que alcanzaron las políticas públicas diseñadas bajo el régimen de acumulación flexible, con sus principios de “menos” Estado y mayor imposición de la disciplina del dinero. Es decir, que el funcionamiento de los servicios sociales suscritos a la lógica del costo/ganancia (particularmente de los sistemas de salud) demostró que no estaban diseñados para enfrentar la crisis pandémica, que sumió a los individuos en una angustiante lucha por la sobrevivencia.

La reconfiguración biopolítica neoliberal, que basa su reproducción en la generación de vidas precarias, de sujetos fragmentados, solitarios, ajenos a los mecanismos de solidaridad o protección social (Butler, 2006), mostró su lado oscuro: muertes masivas, hambre, depresión, aumento de la explotación de la fuerza de trabajo, cansancio crónico, incremento de la violencia de género y un sinfín de problemáticas. El descrédito de la ciencia y la razón, también afectadas por la lógica del costo/ ganancia, se acompañó del aumento de teorías conspiratorias y del auge de una paranoia masiva y de la ultraderecha que ha sabido canalizar el miedo a su favor.

En ello radica la importancia del paro en Colombia, del viaje por la vida de los zapatistas, de las movilizaciones chilenas de los últimos meses de 2021, de las protestas contra la violencia racial en los Estados Unidos y de las incesantes luchas contra la violencia de género, entre otras. Es decir que, a pesar del contexto distópico generado por la pandemia y la crisis de la narrativa neoliberal, la presencia de las poéticas rebeldes en las calles y sus actos de antiviolencia visibilizan la inestabilidad de la dominación capitalista.

La crisis de la narrativa neoliberal, que en realidad es una crisis de la reproducción de la totalidad capitalista, implica la intensificación de los conflictos sociales. Lo que aquí hemos tratado de visibilizar es que tanto la derecha como la izquierda coinciden en la necesidad de administrar las contradicciones inherentes al capital y de gestionar la crisis de la totalidad de las relaciones sociales a través del Estado.

Por un lado, las formaciones de derecha intentan administrar la crisis a través de la canalización del miedo: el miedo a perder la propiedad privada, el miedo al Otro (migrante, indocumentado, vagabundo, etc.), el miedo a perder los valores tradicionales de la familia, las costumbres, las tradiciones, etc. Miedo al caos y al desorden que impone un mundo organizado bajo la lógica de la competencia y la pulsión de muerte (Kurz, 2002). Un flujo discursivo que reproduce el clasismo, el racismo y el sexismo, que promete más represión y vigilancia y, de ese modo, activa los reflejos conservadores de una población que se siente amenazada por la crisis.

La aparente estabilidad que sostiene este discurso de derecha le permite desplegar prácticas más autoritarias mientras tiene el poder estatal, o paramilitar, a la vez que presenta a los agresores como víctimas y a la Otredad como los victimarios. Aunque con un discurso que “retuerce la racionalidad” y recurre a estrategias retóricas que logra confundir a muchos o convencer a otros, como sugiere Butler (2021), la apuesta de la derecha es la autoconservación de lo Mismo a través de la permanencia de la tradición y las ideas nacionalistas.

Por otro lado, en este contexto de confusión que contribuye al fortalecimiento de las posiciones más conservadoras a nivel global, la izquierda partidaria se propone administrar la crisis del capital a través de la domesticación de la lucha de clases, los rituales democráticos y el cambio moderado. Cabe la esperanza de alcanzar un equilibrio de fuerzas que logre humanizar las condiciones deplorables en las que nos encontramos, pero la promesa de un capitalismo con rostro humano es una contradicción en términos.

Como argumentaba Marx (2009: 895), la reproducción del capital se basa en la escisión violenta entre medios de producción y productores, una escisión que no es posible sin un entramado de poder basado en el clasismo, el racismo y el sexismo. Estas expresiones de violencia son constituyentes al capitalismo, aunque se presentan como esferas fragmentadas. El embrutecimiento de la violencia contra mujeres, lesbianas, homosexuales y las distintas manifestaciones de la sexualidad; la persecución, el tráfico y la muerte de los migrantes que intentan escapar de los estragos ocasionados por el capitalismo (la guerra, el hambre, la destrucción ecológica, etc.), o bien el inminente ataque a las luchas sociales, expresan la magnitud de la crisis actual. En síntesis, la izquierda partidaria apuesta por la generación de un consenso social para administrar la crisis y por el retorno de políticas keynesianas o asistencialistas con la esperanza de suavizar el conflicto social.

Reflexiones finales

En el capitalismo, la política y la economía aparecen como esferas separadas. Sin embargo, para nosotros esta separación tiene consecuencias epistemológicas que limitan la interpretación de la realidad. Una de ellas se refleja en la teoría de los movimientos sociales, en cuyo núcleo se presupone la división entre Estado, sociedad civil e individuo (Touraine, 1987). Para dicha teoría, los llamados movimientos sociales forman parte de la sociedad civil y configuran identidades funcionales que pugnan por ajustes normativos y reacomodos del sistema (Habermas, 1981). En ese sentido, reduce todas las luchas sociales a la integración y al reconocimiento estatal (Fraser y Jaeggi, 2019). La teoría de los movimientos sociales contiene el flujo social de la rebeldía (Tischler, 2013) y lo canaliza hacia políticas de la identidad (Gandesha, 2022) y la demanda (divididas entre económicas y políticas) donde no hay lugar para la ruptura del orden social capitalista.

El paro en Colombia sí rompió con la lógica de la demanda y la incorporación. El rechazo a las instituciones fue central, pues puso en tensión la lectura tradicional sobre la historia del país, siempre vinculada a la violencia y al conflicto armado a partir del discurso del abandono estatal como causa de todos los males (Comisión de la Verdad, 2022). La lectura tradicional interpreta la realidad colombiana de manera sectorial a través de identidades colectivas como las guerrillas, los campesinos, los indígenas, los afros, los sindicatos, etc. La lectura desde los movimientos sociales -con líderes, demandas, expectativas y planes delimitados- no permite ver la novedad que supuso el paro de 2021.5

No negamos la participación de estas colectividades y la validez de sus demandas, pero aquí se sugiere una lectura que apunta a visibilizar la complejidad y la potencia del paro para trascender la perspectiva funcionalista-normativa. Por ello mismo, proponemos la categoría de poéticas rebeldes para comprender esos actos de antiviolencia que destituyen, aunque temporalmente, el orden capitalista y posibilitan la aparición de una subjetividad que no cabe en la lógica identitaria y fragmentaria de los movimientos sociales.

Las poéticas rebeldes nos permiten visibilizar las contradicciones dentro de la crisis actual de las relaciones capitalistas y explicar por qué surgen los rituales de perdón como un proceso de reconciliación para codificarlas dentro de una nueva gramática institucional. Con estos rituales estatales se busca perdonar el pasado, reescribir la memoria y, de este modo, reestructurar las relaciones sociales sobre los mismos fundamentos de la reproducción capitalista. El Estado propicia estos rituales de perdón para reconciliar las tensiones sociales y establecer lo que se puede o no perdonar, manteniendo la última palabra y legitimando nuevamente su autoridad.

Pero, como sostenía Derrida: “no se perdona más que lo imperdonable. Si se perdona solo lo ya que es perdonable, no se perdona nada” (2003: 256). En el caso de América Latina, lo imperdonable son las desapariciones forzadas, la persecución y el asesinato de luchadores sociales, los crímenes contra las poblaciones indígenas, los normalistas, los feminicidios, etc., perpetrados, directa o indirectamente, por el mismo Estado. No es posible un verdadero perdón cuando, como sostenía Derrida, “solo las víctimas tendrían eventualmente el derecho de perdonar. Si están muertas o desaparecidas de algún modo, no hay perdón posible” (2003: 346).

Consignas como “Ni perdón, ni olvido”, presentes en la rebeldía de 2008 en Grecia, en México y en América Latina en general, revelan que la lucha contra el olvido juega un rol central en el antagonismo social. “¡Fue el Estado!”, la consigna de los normalistas de Ayotzinapa, expresa la continuidad del terror y muerte, no la excepción. No son incidentes aislados cometidos por perpetradores individuales, sino parte de la continuidad de la propia dominación capitalista. “¡Ni perdón, ni olvido!” es la respuesta de las luchas contra los procesos estatales para reescribir la memoria a través de los rituales de perdón.

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1 Con el término activismo digital englobamos todas las prácticas que disputan la información oficial (contrainformación), a través de hackeos y de generación de espacios virtuales de “hospedaje” para las luchas, como espiv.net y riseup.net. También, como han dicho Arturo Escobar y Michel Osterweil (2009), mientras los medios (de información) modernos operan con un modelo de arriba hacia abajo, en el ciberespacio se genera una interacción dialógica donde se pierde la separación emisor/receptor y se rompe el monopolio de la verdad de los medios de comunicación masivos.

2En este argumento, seguimos la obra de Neil Whitehead (2004, 2007, 2013) y su perspectiva sobre la violencia como performance dentro de un orden cultural específico.

3Aunque un gobierno se declare socialdemócrata o progresista no cambia el hecho de que su modo de existencia está determinado por las formas capitalistas. Lo mismo puede decirse sobre los llamados regímenes “comunistas”, que eran en todo caso un capitalismo de Estado, donde las formas capitalistas como el valor, la mercancía, el trabajo abstracto, etc., no se abolieron (Kurz, 2016).

432 trillones de dólares fueron inyectados al sistema financiero para impedir el colapso del sistema capitalista (Roberts, 2022), lo que se traduce en el aumento sin precedentes de la deuda global, la inflación y los problemas sociales que acompañan a toda crisis capitalista.

5Cuando escribimos este texto, ni el triunfo de Gustavo Petro ni su candidatura eran hechos consolidados. El triunfo de Petro refuerza nuestro argumento acerca del rol de la izquierda como administradora de la crisis y abre otro momento de análisis que rebasa estas líneas.

Citar como: González Cruz, Edith et al. (2023), “El paro colombiano 2021: poéticas rebeldes, rituales de perdón y crisis”, Iztapalapa. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 95, año 44, julio-diciembre de 2023, ISSN: 2007-9176; pp. 319-347. Disponible en <http://revistaiztapalapa.izt.uam.mx/index.php/izt/issue/archive>.

Recibido: 30 de Septiembre de 2022; Aprobado: 25 de Marzo de 2023; Publicado: 30 de Junio de 2023

Edith González Cruz

Concluyó sus estudios de doctorado en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), México. Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Programa para la Formación y Consolidación de las y los Investigadores por México (CONACYT) en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” (BUAP). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI-I). Sus intereses de investigación se relacionan con la crítica de la economía política y la disociación del valor, el pensamiento crítico latinoamericano, así como las luchas sociales. Junto con Ana C. Dinerstein, Alfonso García Vela y John Holloway coordinaron el libro Open Marxism 4. Against a Closing World (Pluto Press, 2019), y ha publicado artículos sobre el fetichismo de lo concreto, la disociación del valor y su relación con la actual coronacrisis.

Panagiotis Doulos

Realizó sus estudios de maestría en la Universidad de Panteion de Ciencias Sociales y Políticas, Grecia, y de doctorado en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), México. Ha trabajado como docente en el Departamento de Antropología Social en la Universidad Autónoma de Tlaxcala (UATX). Actualmente trabaja como profesor-investigador en el Programa de Investigadoras e Investigadores por México-conacyt y en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego” de la buap. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI-I). Sus intereses de investigación incluyen temas de violencia, luchas sociales y teoría crítica. Es coeditor (con John Holloway y Katerina Nasioka) de Beyond Crisis: After the Collapse of Institutional Hope in Greece, What? (PM Press, 2020) y ha publicado varios artículos sobre violencia, el fetichismo de lo concreto y la crisis de las relaciones capitalistas.

Milena Rodríguez Aza

Estudiante colombiana del doctorado en Sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades“Alfonso Vélez Pliego” de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), México, y maestra en Sociología por la misma institución. Sus intereses están relacionados con la organización y la lucha social en Colombia, principalmente las mingas en el suroccidente del país, desde el pensamiento crítico latinoamericano y la crítica a la economía política. Escribe de manera eventual en el portal de comunicación alternativa y feminista Catarinas de Brasil.

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