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Iztapalapa. Revista de ciencias sociales y humanidades

versión On-line ISSN 2007-9176versión impresa ISSN 0185-4259

Iztapalapa. Rev. cienc. soc. humanid. vol.43 no.92 Ciudad de México ene./jun. 2022  Epub 18-Mar-2022

https://doi.org/10.28928/ri/922022/aot3/lasallem 

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Sobre la prohibición del asesinato y el castigo penal

On the prohibition of murder and the criminal punishment

*Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina lassallemartina@gmail.com


Resumen

El presente trabajo propone una reflexión sociológica en torno al problema de la prohibición del asesinato y su castigo penal. Sostendremos que el castigo penal del asesinato cumple una función simbólica vinculada a la producción, reproducción y comunicación de los sentidos y valores sociales dominantes de las sociedades contemporáneas. Es por eso que buscaremos describir las principales características de esta función, frecuentemente invisibilizada en los análisis instrumentalistas sobre el castigo. En particular, intentaremos mostrar el modo en que la vida individual es producida como valor hegemónico a partir de prácticas jurídicas de penalización diferencial. Prácticas que muestran que el castigo penal es siempre, a la vez, universalizante y diferencial o selectivo. Veremos, en definitiva, que el campo penal es un campo de disputas por la producción de valores y sentidos sociales fundamentales. Esto es, un campo de lucha por la producción de hegemonía.

Palabras clave: sistema penal; prohibición de matar; vida individual; castigo penal; hegemonía

Abstract

This article proposes a sociological reflection on the problem of the prohibition of murder and its penal punishment. We will argue that the penal punishment of murder has a symbolic function related to the production, reproduction and communication of dominant social meanings and values of contemporary societies. For that reason, we will seek to describe the main characteristics of this function, which often remains unexplored in instrumentalist analyses of punishment. In particular, we will try to show the manner in which individual life is produced as a hegemonic social value through differential penalization practices. These practices show that penal punishment is always, at the same time, universalizing and differential or selective. We will ultimately see that the penal field is a field of disputes for the production of fundamental social values and meanings. That is, a field of struggle for the production of hegemony.

Keywords: criminal system; prohibition of murder; individual life; penal punishment; hegemony

A modo de introducción: la prohibición del asesinato y la sacralidad de la vida individual en las sociedades contemporáneas

El presente trabajo propone una reflexión sociológica en torno al problema de la prohibición del asesinato y su castigo penal. Tal como aquí sostendremos, el castigo penal del asesinato cumple una función simbólica vinculada a la producción, reproducción y comunicación de los sentidos y valores sociales dominantes en las sociedades contemporáneas. Es por ello que buscaremos describir las principales características de esta función, la cual permanece frecuentemente invisibilizada en los análisis instrumentalistas sobre el castigo. En particular, nos propondremos mostrar el modo en que la vida individual es producida como valor hegemónico a partir de prácticas jurídicas de penalización; prácticas que muestran que la pena es siempre, y a la vez, universalizante y diferencial o selectiva. Así, veremos que el campo penal es un espacio de disputas por la producción de valores y sentidos sociales fundamentales. Es decir, de lucha por la producción de hegemonía.

Dos rasgos principales parecerían caracterizar la prohibición de matar en las sociedades contemporáneas. En primer lugar, su supremacía por sobre otras prohibiciones. La prohibición del asesinato sería la más importante de todas dado que no habría nada más atroz que matar a una persona. En segundo lugar, se tiende con frecuencia a suponer su carácter eterno y universal: matar siempre ha estado prohibido en todas las sociedades. En contraste, ya a finales del siglo XIX, Tarde afirmaba que, aun cuando los asesinatos y los robos habían sido repudiados en toda sociedad, no todas las muertes eran consideradas criminales. Por ejemplo, en tiempos prehistóricos, solo el fratricidio era criminal y, en la Antigüedad, la muerte de un griego en manos de un griego de otra ciudad no provocaba mayor escándalo (Tarde, 2019a: 113). De manera similar, Durkheim ha sostenido que, aunque el asesinato ha estado siempre prohibido (para una cierta categoría de individuos), no hay pruebas de que haya constituido el mal social mayor. En su opinión, “una crisis económica, una jugada de bolsa, una quiebra, pueden incluso desorganizar mucho más gravemente el cuerpo social que un homicidio aislado” (1985: 86). Asimismo, ha afirmado que, antes de la modernidad, los actos criminales eran aquellos cometidos contra el orden religioso, y no contra el individuo (Durkheim, 1900; 1990). En otras palabras, mientras que la herejía era un acto criminal, matar otra persona no lo era.

El carácter sociohistórico de la prohibición de matar se ve entonces con claridad en estos autores clásicos. Pero aún más importante es que en ellos también resulta claro que la acción de matar a un ser humano no tiene nada intrínsecamente criminal. Tanto Tarde como Durkheim se niegan a considerar que las acciones puedan tener un contenido esencialmente criminal. En cambio, entienden que un crimen es aquello que ofende, o ataca sentimientos y creencias colectivos intensos, expresados en los códigos legales. Retomando la canónica afirmación de Durkheim, podemos decir que lo que verdaderamente define lo que es un crimen es que desencadena una reacción colectiva pasional que se denomina pena. Se trata de una indignación moral que constituye algo así como “una nausea social”, dirá Tarde (2019b).1

Sin embargo, aceptar que la interdicción del asesinato no es ahistórica, y que no hay nada esencialmente criminal en el acto de matar a un ser humano, no significa negar su estatus fundamental en las sociedades contemporáneas. En sus análisis sobre el pasaje de lo que llamó “criminalidad religiosa” a lo que denominó “criminalidad humana”, Durkheim ha mostrado que la vida individual adquiere efectivamente un carácter sagrado en la modernidad; esto es, se transforma en “objeto de respeto religioso” (1990: 109). Y esto a la vez supone que se encuentra protegida por una prohibición de tipo fundamental. De manera que fue necesario un largo proceso sociohistórico para establecer lo que en las sociedades contemporáneas resulta autoevidente: la vida individual como valor colectivo supremo y trascendental, y la prohibición fundamental del asesinato. Y sería tal vez más preciso señalar que lo que este proceso sociohistórico en realidad muestra es la creación y la sacralización del individuo. Los valores sagrados de las sociedades modernas son valores estrictamente individuales. La vida, pero también la propiedad privada que para Durkheim aparece como fundamentalmente inviolable en las sociedades modernas, es la vida y la propiedad del individuo, y no de la comunidad, por ejemplo. De ahí que este autor pueda afirmar que “cuando se dice que la propiedad individual es cosa sagrada, no se hace sino enunciar, pues, en forma simbólica, un axioma moral indiscutible, pues la propiedad individual es la condición material del culto del individuo” (1990: 161). En este sentido deberíamos entonces decir que el individuo no es solo el gran invento moderno -para tomar a Foucault (2012) -, sino el gran objeto de respeto religioso de la modernidad.

¿Pero qué implica afirmar que un valor es sagrado y que una prohibición es fundamental? En la reformulación posestructuralista propuesta por Tonkonoff (2019 a: 20),2 las prohibiciones fundamentales se definen como mandatos míticos cuya principal función es la de delimitar “la última frontera” de un orden socio-simbólico. Se trata de proscripciones morales que suturan imaginariamente los contornos de un conjunto social,“devolviéndole la visión de una totalidad inteligible y consistente, de una sociedad, de un nosotros” (2019a: 22) -algo que de otro modo no lo tendría. Estas interdicciones sirven como estructuras cognitivas y valorativas para los sujetos, quienes se pueden reconocer como pertenecientes a un grupo o cultura en oposición a un exterior radical que es, a la vez, producido por la prohibición. De modo que su carácter ‘fundamental’ remite a la posición estructurante de límite final de una cultura, más que a su contenido específico.

Y agreguemos que, junto con señalar lo que será fundamentalmente rechazado, estos interdictos indican, al mismo tiempo, lo que se valorará positivamente. De esta manera, donde rige la prohibición del asesinato, la vida individual aparece como un valor fundamentalmente protegido. O, mejor, se encuentra sacralizada. Y lo mismo vale para la prohibición de robar, si se asume, como quiere Durkheim, que tiene un carácter fundamental: aquí es la propiedad privada el valor que se protege y se sacraliza. Como ha sostenido Durkheim, y luego Caillois (2006) y Bataille (2007; 2008), si determinados valores morales, ciertos objetos, seres o lugares poseen un carácter sagrado son entonces socialmente trascendentales, y tienen un prestigio único entre los miembros del grupo. Lo sagrado es, desde esta perspectiva, una propiedad o una fuerza que invade determinados objetos y seres, y que los vuelve parte de un mundo otro, heterogéneo, respecto del mundo de la vida cotidiana y el trabajo -del ámbito de la homogeneidad social, como diría Bataille (2008: 139). No obstante, la relación de lo sagrado con este último es estrecha e indisoluble: por un lado, porque permite la cohesión del orden social, pero, por otro, porque lo amenaza con su disolución. Y es que lo sagrado tiene, para estos autores, dos polos: uno puro y otro impuro. Según Caillois, de un lado se unen y se ligan todas las potencias positivas, que le otorgan un orden y un ritmo al mundo (que de otro modo no lo tendría), que inspiran veneración, atracción y confianza. En el otro extremo, se reúnen fuerzas de muerte y de destrucción, las fuentes de enfermedad, desorden y crímenes,“todo lo que debilita, amengua, corrompe y descompone” (2006: 37).3 La polaridad de lo sagrado muestra pues su carácter ambivalente, aunque lo cierto es que esta ambivalencia habita también al interior de lo sagrado puro y de lo sagrado impuro. Es decir que el polo de la pureza en alguna medida también genera miedo y rechazo, de igual modo que el polo de lo nefasto produce, a su vez, atracción -y de ahí su carácter también reversible-. Se comprenderá, entonces, la importancia de las interdicciones de contacto (o prohibiciones fundamentales) que pesan sobre estos seres y objetos sagrados. Desde esta perspectiva, toda sociedad necesita mantenerlos “separados” del ámbito de la homogeneidad social pues su contacto no regulado implica un peligro de disolución tanto para la configuración subjetiva como para la social. El reino de lo sagrado es entonces el reino de lo prohibido.

De manera que afirmar que la vida individual es un sagrado puro para determinado grupo significa decir que es “objeto de respeto religioso” (Durkheim, 1990), que es un valor trascendental e inviolable (al menos sin consecuencias). Es por eso que quienes violen el mandato del no matarás serán vistos como transgresores míticos -como monstruos, como salvajes, y así podríamos seguir-. Retomando la tradición de la sociología francesa, Alexander (1993) se referirá a ellos como “seres impuros” con estatus marginal. Puesto que han atacado un valor que se encuentra profundamente arraigado en las creencias y los deseos colectivos, estos seres serán tenidos como los representantes mismos del mal, de la suciedad y de lo indeseable. Seres abyectos, o violentos, cuyos actos producen repugnancia, escozor y hasta cierto desconcierto por la dislocación afectiva y cognitiva que comportan. Definidos como alteridades radicales de un grupo -o como seres completamente otros, dirá Bataille (2007) -, aparecen como la “antítesis moral, cognitiva y afectiva” de un determinado grupo (Alexander, 1993: 302). Pero agreguemos que, a diferencia de lo que sostiene Alexander, estos seres son también sagrados, aunque impuros o nefastos, y no pertenecen por tanto al ámbito de lo profano.4

La idea de que el capitalismo contemporáneo ha avanzado sobre todo tipo de sacralidad, secularizando así todos los ámbitos de la vida social, no parece compatible con lo que hasta aquí hemos planteado. En contraste, en nuestra hipótesis ninguna sociedad puede prescindir completamente de determinadas interdicciones que se postulan como fundamentales ni, por tanto, de ciertos valores que son tenidos como sagrados (o, como veremos, hegemónicos), y que estructuran las configuraciones subjetivas y sociales.5 Es en este marco que, en lo que sigue, problematizaremos las formas en que frecuentemente se ha pensado el sistema penal, y sus operaciones más importantes, atendiendo particularmente a los modos en que procesa las transgresiones a la prohibición de matar.

Repensar la función del sistema penal

Si lo anterior es correcto, el sistema penal en general, y la justicia penal en particular, deben entonces trabajar con estos interdictos culturales y con los valores míticos que estos protegen, procesando sus transgresiones a través del castigo penal. Aun cuando la interdicción del asesinato y del robo hayan sufrido un proceso de formalización y de codificación en la modernidad, aunque hayan sufrido un proceso de juridización (Prodi, 2008), no se trata solo de reglas jurídicas. Son, antes bien, reglas morales que condensan sentidos y afectos colectivos nodales en una determinada cultura. Es decir, se trata de reglas religiosas, tal como las han entendido Durkheim (2014) y Mauss (1979) . De manera que, si la prohibición de matar y la prohibición de robar están presentes en todos los códigos modernos y, además, ocupan en ellos un lugar de gran centralidad, el derecho penal pareciera ser entonces mucho más que un sistema de reglas jurídicas formales, lógica y racionalmente ordenadas. Como ha afirmado Turner (2006: 453) , derecho y religión nunca están completamente separados, tampoco en las sociedades pretendidamente secularizadas. Los sistemas jurídicos modernos y tardo-modernos comportan un grado de hibridación en este sentido puesto que muchas de sus reglas, aunque formalizadas, no son más que los preceptos morales más fundantes de una sociedad.

En consecuencia, el sistema penal no puede ser entendido como un mero aparato burocrático, caracterizado por altos grados de racionalidad, y, además, solo destinado a gestionar coercitivamente conductas ilegales por poseer el monopolio legítimo del uso de la fuerza ( junto con las fuerzas armadas). Esta afirmación se sustenta, de manera más general, en la concepción clásica (y del sentido común) del derecho positivo moderno como un sistema lógico, deductivo y racional, ajeno a intereses y valoraciones. Aquí cualquier componente de arbitrariedad o de discrecionalidad permanece como una consecuencia “no deseada”, como un accidente o una “desviación” del sistema. En el campo de la sociología, Max Weber ha sido un fiel representante de esta forma de concebir el derecho como garante del principio de legalidad burgués y como un instrumento clave en el sostenimiento de la dominación racional-burocrática propia de las sociedades modernas (2014: 1167).

De modo similar, aunque con un tono radicalmente crítico que pone el énfasis sobre el conflicto más que sobre el consenso, la tradición marxista ha pensado el derecho penal, y el derecho en general, como un instrumento central en la reproducción de las relaciones desiguales de producción. Más allá de los matices que puedan hallarse en el propio Marx y en los diversos autores que tomaron sus trabajos como base para sus propios desarrollos, lo cierto es que el sistema penal permanece en ellos como un instrumento estrictamente represivo destinado a sostener la dominación capitalista. Esto puede verse incluso en autores como Gramsci (2000 a) , Althusser (1988) y Poulantzas (2005) , quienes se han esforzado por darle mayor peso a las funciones del Estado vinculadas al consenso, para exceder de este modo el carácter coercitivo con el que frecuentemente es concebido. Aun así, si el derecho burgués comporta un componente vinculado al consenso o la hegemonía, no es el ámbito del derecho penal donde este deba buscarse para estos autores.6

Por su parte, Foucault (2012) ha realizado una importante contribución para desligar al sistema penal de una función estrictamente represiva y subrayar, en cambio, su carácter productivo. Sin embargo, su visión sobre el sistema penal continúa siendo de tipo instrumental. Se trata de un instrumento nodal en la reproducción de las relaciones de poder vigentes. Foucault ha señalado que en las sociedades modernas el sistema penal (los diversos dispositivos que lo forman: policía, prisión, poder judicial) forma parte de un diagrama de poder disciplinario que, de manera general, fabrica cuerpos útiles y dóciles, a la vez que produce normalización. Pero además Foucault ha contribuido a iluminar uno de los mecanismos más importantes mediante el cual esto se produce: aquello que ha denominado “administración diferencial de los ilegalismos” (2012: 317). Según este autor, de entre todas las conductas ilegales, las agencias penales seleccionan y cercan solo algunas de ellas (las de las clases populares específicamente), produciéndolas como delincuencia y dejando el resto fuera de la visibilidad social. Esto a la vez implica que determinados sujetos sean señalados como delincuentes (y no como meros infractores a la ley penal), y clasificados según los distintos grados de peligrosidad que comportan -para ello, el sistema penal toma diferentes indicadores, tales como su reincidencia, su clase social, su nivel educativo, estabilidad laboral, posibles adicciones, etc.- (Foucault, 2000).

La criminología crítica, fundamentalmente Baratta (1993) y Pavarini (2013) , han hecho propios estos desarrollos y han empleado la categoría de criminalización secundaria para referirse al funcionamiento selectivo y diferencial de las agencias penales. La han utilizado, además, para diferenciarla de otro tipo de criminalización que sería primaria, y que correspondería al proceso de codificación jurídica, esto es, a lo que expresa el “derecho en abstracto”, para decirlo en términos de Baratta (1993). Según estos autores en este nivel ya hay un claro proceso de selectividad en el que se definen y se separan aquellas conductas que serán señaladas como delitos y las que no lo serán. Desde su perspectiva, tanto la criminalización primaria como la secundaria son instrumentos claves para la reproducción de las relaciones de propiedad y poder vigentes y, por lo mismo, están permeadas por estas relaciones.

Aun sin negar la crucial importancia de los aportes realizados por la tradición marxista, y por Foucault y la criminología crítica, los cuales han mostrado que las prácticas penales están atravesadas por intereses y no son neutrales, lo cierto es que estas visiones instrumentalistas no permiten dar cuenta de una función central, tal vez la más relevante, que tiene el sistema penal desde nuestro punto de vista. Si, como dijimos antes, ‘procesa’ las transgresiones a las prohibiciones primarias, entonces está íntimamente comprometido en la producción, re-producción y comunicación de los valores fundantes, trascendentes, de una cultura -procesos que están indudablemente inmersos en una red de relaciones desiguales de género, poder y propiedad-. Y si tales valores sagrados (e interdicciones) son míticos, como se ha mencionado más arriba, el sistema penal no puede no estar entonces inmerso en esa lógica mítica. Esto es, su funcionamiento no puede responder por completo a una lógica formal-racional, totalmente secularizada, pero tampoco a una lógica completamente instrumental en términos de relaciones de poder y propiedad. Y esto porque trabaja con los seres y objetos más altos de una cultura (sus sagrados puros, dirá Bataille) a la vez que con sus anversos (o sagrados impuros); trabaja con la vida y con la muerte; con la propiedad y con el robo, y con los criminales que encarnan lo más repulsivo o despreciable, o directamente el mal en sí mismo. De manera que debemos decir que las prácticas penales no están solo atravesadas por intereses y relaciones de poder y propiedad, sino también por los valores ideológicos que constituyen el núcleo de la cultura.

Se comprenderá, entonces, por qué desde nuestro punto de vista la sociología del castigo no puede solo contemplar el estudio de los delitos y los castigos, sino que debe incluir, además, el problema de la prohibición -lo cual permanece, en general, desatendido por los enfoques antes mencionados-. Y esto ya que, como señalamos, el sistema penal trabaja, procesa (de manera selectiva, diferencial, como veremos más adelante), las transgresiones a estos mandatos míticos o, lo que es lo mismo, a los valores ideológicos fundamentales de una cultura. De modo que tales prohibiciones no pueden quedar en la sombra del análisis dado que son un elemento central de la cuestión. Una sociología del castigo debe pues atender a las complejas relaciones que se establecen entre la prohibición, la transgresión y la pena.

Hacia una sociología del castigo penal

El carácter simbólico de la pena

Aceptar lo anterior nos conduce necesariamente a una reformulación de lo que es el castigo penal pues, como dijimos, no puede ser solo considerado como un instrumento coercitivo. Esto nos permitirá, a su vez, mostrar que las prohibiciones no están dadas de una vez y para siempre, y que son motivo de disputa. Asimismo, podremos ver que no todas las transgresiones a las interdicciones primarias comportan los mismos niveles de indignación y repudio, y que algunas de ellas no son crímenes.

Tal como lo entendemos aquí, el castigo penal es un operador clave para producir y reafirmar las prohibiciones fundamentales que defienden los sentidos y valores últimos de una cultura, así como para transformar algunas violencias en crímenes. Y es que, como quería Durkheim, la pena es una reacción colectiva pasional, violenta y siempre desmesurada que pone de manifiesto una reprobación e impugnación enérgica hacia determinadas acciones de individuos y grupos. Ella comporta un “acto colectivo de excreción destinado a establecer la alteridad contra la cual los sujetos de un ensamble social pueden reconocerse como parte de un orden moral” (Tonkonoff, 2019a: 44), permitiendo así cohesión social y unificación afectiva y axiológica entre ellos. Garland (1990: 252) dirá que “el castigo actúa como un mecanismo de regulación social de dos formas distintas: regula el comportamiento de forma directa al establecer los cursos de acción social pero también regula el significado, el pensamiento, la actitud y con ello el comportamiento a través del significado”. Y esto por cuanto la pena siempre comunica sentidos sociales, indicando aquello que será rechazado (el asesinato, el robo) por poseer un carácter criminal. Pero, para que esto sea posible, el castigo penal debe hablar un lenguaje mítico que interpele las pasiones y la imaginación colectivas que desatan las transgresiones a las prohibiciones fundamentales. Y es por eso que esta interpelación es siempre espectacular, a la vez que aleccionadora.

De modo que lo que aquí estamos señalando es que la pena tiene siempre un carácter simbólico, aun cuando esté inmersa en una red capitalista de relaciones de biopoder donde los grandes suplicios ya no existan. Esto sugiere que, a diferencia de lo que había afirmado Foucault sobre las sociedades modernas, en el núcleo del castigo penal seguimos encontrando un intento por simbolizar; esto es, una reafirmación y comunicación de ciertos sentidos y valores que permiten, por lo mismo, estrechar lazos de solidaridad social7 en contraposición a un otro que es definido como violento o criminal. Respecto de la relación del sistema penal con la vida, esto último tiene implicaciones fundamentales.

Diversos autores han tomado los desarrollos de Foucault para pensar las llamadas sociedades de control (Deleuze, 1992), posmodernas (Lyotard, 1993), globales (Hardt y Negri, 2000) o noopolíticas (Lazzarato, 2006), señalando, entre muchos otros aspectos, una mutación general en el ejercicio del poder. Si bien Foucault (2014) había afirmado que lo propiamente moderno era el ejercicio del biopoder, entendido como el poder que toma a cargo la vida en dos dimensiones fundamentales: en tanto cuerpo-máquina (anatomo-política) y en tanto cuerpo-especie (biopolítica), puede verse que las sociedades modernas mostraban cierta prevalencia de la anatomo-política, o disciplina, por sobre la biopolítica. Ahora bien, hacia mediados de los años setenta, estos autores señalan que, en términos generales, el ejercicio del poder pasa a ser predominantemente biopolítico (Hardt y Negri) o noopolítico (Lazzarato), y que el control remplaza a la disciplina (Deleuze). Así, el objeto de poder-saber ya no es el cuerpo del individuo, sino los grupos, entendidos tanto desde el punto de vista de sus procesos biológicos como en su dimensión de público, es decir, desde el punto de vista de sus deseos, creencias, maneras de ser y de hacer, y de sus hábitos. Las relaciones de poder buscan, en forma predominante, la regulación de los grupos, la gestión de las poblaciones (como diría Foucault en el curso Seguridad, Territorio y Población, el cual es tomado por estos autores como referencia fundamental), más que la fabricación de cuerpo útiles y dóciles. Esto no implica que los dispositivos disciplinarios desaparezcan; antes bien, ocurre ahora que se encuentran inmersos en otro diagrama de poder (biopolítico, de control), que tiene otra direccionalidad estratégica.

Estos desarrollos tuvieron un eco importante en el campo de estudios sobre la penalidad. La prisión había sido estudiada por Foucault por ser uno de los dispositivos disciplinarios por excelencia, y es por eso que, luego de esta mutación en la forma de ejercicio del poder, fue preciso repensar su función, y la del castigo penal de manera más general. Así, autores como Feeley y Simon (1992) , O’Malley (1992) y Christie (1993) señalaron que la lógica de funcionamiento penal se desliga tendencialmente de una función welfarista o terapéutica, que predominantemente la había caracterizado durante las sociedades de bienestar, y tiende a estar cada vez más ligada a la gestión del riesgo y la prevención del delito. En este sentido, con el ascenso del neoliberalismo, el sistema penal ya no tiene en frente un individuo peligroso, un homo criminalis, al que se debe resocializar, sino que se topa con grupos considerados riesgosos, a los que debe gestionar. Y esta gestión o administración del riesgo tiene como finalidad última (y primera) no la eliminación de todas las prácticas criminales, sino su inscripción dentro de ciertos límites de tolerancia. Esto tiene que ver fundamentalmente con que, según estos autores, el sistema penal se ve colonizado, y comienza a estar regido, por una lógica de tipo racional-instrumental que evalúa costos y beneficios, y frente a la cual la supresión absoluta del crimen resulta costosa e inútil desde todo punto de vista. En este marco, el campo de la penalidad ve emerger y proliferar una multiplicidad de técnicas de control (probations, vigilancia electrónica, arrestos domiciliarios), que van mucho más allá del encierro en una penitenciaría. Y cabe además remarcar que, aun cuando la prisión no desaparezca como técnica de castigo, adquiere sin embargo una nueva direccionalidad estratégica, para usar una categoría de Foucault (2012). Dado que participa de un dispositivo ya no disciplinario sino biopolítico, es un instrumento (entre otros) para la gestión del riesgo antes que un medio de normalización de sujetos desviados y peligrosos.

Ahora bien, lo que estos desarrollos posteriores a Foucault reafirman es el carácter netamente instrumental del castigo penal, aun cuando, por estar inmerso en una red de relaciones de poder que son ahora predominantemente biopolíticas, tenga objetivos y efectos disímiles a los de las sociedades disciplinadas. Y es que, a través de las prácticas de castigo, el sistema penal participa del gobierno de la vida de los grupos (en su dimensión biológica tanto como espiritual), en particular gestionando el riesgo que estos potencialmente significan.

Siguiendo nuestra línea argumental, aquí sostendremos que, incluso en aquellas sociedades en las que los sistemas penales parezcan estar casi completamente colonizados por lógicas actuariales (o de gestión del riesgo), el castigo penal nunca asume un carácter totalmente instrumental. De hecho, como dijimos, su núcleo más fundamental es simbólico. Autores como Garland (2005) y Hallsworth (2016) , también interesados en el estudio de la penalidad luego de la caída del Estado de bienestar, han sostenido que la generalización de una lógica racional-instrumental que apunta a la gestión del riesgo no permite explicar completamente uno de los rasgos más salientes de los sistemas penales contemporáneos: el llamado giro punitivo. Según Garland, las criminologías de la vida cotidiana (o actuariales, o de gestión del riesgo) conviven con lo que él denomina una criminología del otro, la cual pone de manifiesto una lógica de funcionamiento del sistema penal muy distinta, que exhibe el carácter desmesurado, irracional y pasional que comporta la pena. La coexistencia (conflictiva y hasta contradictoria) de ambas lógicas en los sistemas penales contemporáneos es, para Garland, producto de un conflicto en el corazón de la política penal (generado por dos formas opuestas de concebir y controlar la criminalidad), donde la ambivalencia y la contradicción primarían por encima de la racionalidad. Independientemente de este diagnóstico, lo que aquí intentamos retener es la idea de que, según este autor, el castigo penal conserva un aspecto no instrumental, vinculado a la simbolización y a la comunicación de sentidos culturales en las sociedades contemporáneas.

En esa misma línea, Hallsworth sostuvo que lo que la criminología del otro muestra es que ese “otro” sobre el cual recae la pena es tenido como un otro esencialmente monstruoso y malvado más que como un infractor racional. Asimismo, retomando a Bataille, subrayó que las prácticas penales de la modernidad tardía no parecen estar guiadas por un cálculo racional-instrumental, sino por una economía general del exceso y la desmesura, del gasto improductivo, que “ha relocalizado los manejos del castigo en el mundo de lo heterogéneo” (Hallsworth, 2016: 70). Y decir esto implica afirmar que la pena conserva entonces su núcleo violento, expresivo e irracional que parecía privativo de las llamadas sociedades de la soberanía.

Es por todo lo anterior que consideramos que la categoría de biopolítica no resulta suficiente para dar cuenta de la relación entre el sistema penal y la vida. Aun cuando los sistemas penales del capitalismo tardío puedan tener orientaciones actuariales, o de gestión del riesgo, la función primordial de la pena continúa siendo de tipo simbólica. Es por eso que una sociología del castigo no debería pensar el castigo penal solo desde un punto de vista instrumental. Y es que lo que hace fundamentalmente el castigo penal, además contribuir a gobernar la vida de los individuos y los grupos, es producir la vida individual como valor sagrado o hegemónico, y comunicarlo socialmente. En lo que sigue veremos de qué manera esto se realiza, pero por ahora basta con remarcar que la operación penal tiene un carácter pasional, excesivo y violento y nunca es plenamente instrumentalizable. Es por este motivo que, como dice Hallsworth retomando a Bataille, el castigo penal pertenece al mundo de lo heterogéneo. Y tal vez, para decirlo de manera más precisa, deberíamos afirmar que la pena hace de bisagra, de límite, entre lo heterogéneo y lo homogéneo. Esto es, trabaja y procesa lo heterogéneo, lo abyecto, en un intento por producir las simbolizaciones que rigen y ordenan el reino de la homogeneidad social. De este modo, para producir la vida individual como un sagrado, toma contacto y procesa los asesinatos y las muertes. A todo lo anterior debemos ahora agregar que, por muy necesarias que sean estas simbolizaciones para la vida social, lo cierto es que ellas son siempre móviles e inestables, ya que están en constante disputa. Es por eso que, como veremos en lo que sigue, el campo penal no es para nosotros otra cosa que un espacio de lucha política por la producción de estas simbolizaciones.

El carácter selectivo y diferencial de la pena

Una vez señalado el núcleo simbólico que tiene la pena, aun en las sociedades contemporáneas pretendidamente seculares, debemos agregar otro rasgo de gran importancia: su carácter selectivo y diferencial. Esto significa que, a diferencia de lo que afirmaba Durkheim, no toda transgresión a una prohibición fundamental desencadena, automáticamente, una respuesta penal. En cambio, aquí sostendremos que la pena procesa selectiva y diferencialmente las transgresiones, transformando solo algunas de ellas en crímenes. Administración diferencial entonces, pero ya no solamente de ilegalismos, como quería Foucault, sino también de transgresiones a las prohibiciones fundamentales.

Como se habrá podido observar, para referirnos a la transgresión a la interdicción de matar optamos aquí por no hablar de homicidios, sino de asesinatos. Y esto por cuanto, como intentaremos mostrar, la noción de homicidio implica ya un proceso de selección por parte del sistema penal. Es decir, implica ya un recorte, una diferenciación, entre algunos asesinatos que serán criminalizados y otros que no lo serán. En este sentido, emplear el lenguaje propio del derecho vigente, y no un metalenguaje sociológico, nos impediría observar esta operación que es por demás política, y que permanece frecuentemente invisibilizada.

Esta invisibilización se debe en gran medida a la escasa o nula atención que, desde la sociología del castigo, se le suele dar al estudio de la prohibición y la codificación jurídica. En respuesta a las posiciones formalistas en torno a ley, se ha puesto el acento (casi de manera exclusiva) en el análisis de las prácticas de castigo efectivas, descuidado muchas veces eso que Baratta (1993) llamó “derecho en abstracto”. La importancia de considerar y no minimizar el derecho en abstracto se debe, al menos, a dos cuestiones. En primer lugar, a que, como ha sostenido Bourdieu (2010: 205) , la eficacia específica que ejerce el derecho como tal es particularmente imputable a este trabajo de codificación, de puesta en forma y fórmula, de neutralización y de sistematización, sobre todo cuando la regla jurídica está asociada a sanciones. Pero, además, se debe a que el derecho en abstracto exhibe la cristalización de múltiples procesos de criminalización primaria (Bergalli, 1996; Pavarini, 2013), que son ellos mismos procesos de selección y diferenciación de conductas prohibidas y permitidas, criminales y no criminales. De entre las diversas conductas que podrían ser castigadas, se seleccionan solo algunas de ellas y se definen como‘delitos’ en el código penal. Se trata, por tanto, de un campo de disputa política del cual surgen estas definiciones que son, indudablemente, puestas en movimiento, también de forma selectiva y diferencial, en las prácticas de castigo efectivas.

Lo anterior puede verse con claridad respecto del asesinato. En las sociedades occidentales contemporáneas está prohibido matar, y la transgresión a esta regla es definida como homicidio y penalizada en el código jurídico. Ahora bien, al mismo tiempo, matar en legítima defensa (lo cual contempla la defensa de la propia integridad, pero también de la propiedad privada individual en medio de un robo) no es un crimen para el sistema penal, y está permitido por el mismo código.8 De manera que los procesos de criminalización primaria ya muestran una selección de las transgresiones a la prohibición de matar que serán definidas como homicidios y entonces castigadas. Esta primera selección, que deja ver que no todo asesinato es criminal, se pone en movimiento en las prácticas efectivas de castigo de jueces y fiscales. La aplicación selectiva y diferencial de la pena termina de producir esta distinción entre asesinatos criminales y no criminales. En este sentido, podríamos agregar que el castigo penal produce simbolizaciones tanto cuando se aplica como cuando se suspende (o está ausente). Es decir, la justicia penal produce la vida individual como valor sagrado no solo cuando define determinados asesinatos como homicidios y los castiga penalmente, sino también cuando suspende el castigo de algunos otros (afirmando, por ejemplo, que se trata de actos en legítima defensa).

El castigo penal es entonces un campo de lucha política por estas definiciones, donde “política” remite a las disputas por el establecimiento de sentidos, visiones del mundo y valores hegemónicos y, por tanto, a su encantamiento o sacralización (Tonkonoff, 2019a: 21 ). Definiciones que ponen en juego, y en conflicto, valores ideológicos primeros -como son, por ejemplo, la vida individual y la propiedad privada-, y que, a su vez, involucran la producción de un otro criminal. Como sugerimos al comienzo de este trabajo, producir lo sagrado puro implica, al mismo tiempo, producir sus contrarios: la impureza, el mal, lo indeseable. Según Alexander (2001: 158), los valores positivos solo pueden cristalizarse en relación con otros valores que son considerados repugnantes -o, lo que es lo mismo, a cada valor le corresponde un antivalor-. Y es que, desde este enfoque, el mal, la producción del mal, está profundamente implicada en la formulación y el mantenimiento simbólico del bien. Y, dado que tanto lo puro como lo impuro deben construirse de manera “igualmente realista” (2001: 156), es preciso que estén encarnados en determinados grupos e individuos. Alexander sostuvo que la pena es precisamente ese médium social que permite relacionar, atar, directamente el mal, lo impuro, con ciertas prácticas y grupos, haciendo que emerja directamente de estos últimos, y volviéndolos esencialmente malvados. O, como diría Tonkonoff, el castigo penal“permite la encarnación del mito del delincuente en una figura específica” (2018b: 162).

De manera que para que la vida individual pueda ser un valor sagrado es preciso que existan, al mismo tiempo, determinados seres (con características bien definidas) que, en la imaginación colectiva, estén esencialmente dispuestos a atacarla (de formas también muy definidas). En las sociedades contemporáneas, estos criminales fabulosos y espectaculares son generalmente varones jóvenes de sectores populares que transgreden la prohibición del asesinato en medio de robos a mano armada. La aplicación diferencial de la pena contribuye a fijar el mal, el peligro, en estos seres y en este tipo de asesinatos, y no en otros (como asesinatos en legítima defensa cometidos por individuos de clases medias, por ejemplo). Son procesos muy eficaces de etiquetamiento y estigmatización que permiten construir a un otro como esencialmente criminal, produciéndolo así como el reverso (necesario y constitutivo) de los valores más altos de una cultura.

Ahora bien, hasta aquí hemos mencionado un primer aspecto del funcionamiento selectivo y diferencial de la pena; como dijimos, no todas las muertes violentas son transformadas en crímenes. Debemos ahora agregar que, incluso entre esas transgresiones que son definidas como criminales, la pena establece también gradaciones. Es decir que la operación penal, los procesos de selectividad penal primaria y secundaria, no solo funcionan de manera binaria, distinguiendo lo criminal de lo no criminal, sino que también imprimen grados dentro de esas mismas distinciones. A la afirmación de que un asesinato no es necesariamente un crimen, puesto que la penalización no es una respuesta automática a la transgresión de una prohibición sino un campo de lucha política, debemos ahora agregar que existen asesinatos más criminales que otros. Así, para el sistema penal, matar a un hijo es decididamente más grave e incomprensible que matar a un desconocido en medio de una pelea callejera. Pero, a su vez, resulta aún más atroz que sea la madre quien lo mate, y no el padre. Algo similar podríamos afirmar en relación con los asesinatos de mujeres, muchos de los cuales no eran ni siquiera criminales hasta hace no muchos años (basta revisar las múltiples sentencias absolutorias de hombres que habían matado a sus esposas). Gracias a las luchas de los diversos movimientos feministas, las muertes de mujeres por su condición de género están lentamente comenzando a concebirse como mucho más repudiables que el asesinato de cualquier hombre en manos de un vecino, por ejemplo.9 De igual modo, podemos ver que matar a un joven menor de 30 años no tiene las mismas implicaciones que asesinar a un adulto. Tampoco parecería significar lo mismo la muerte de un joven de clase media que la de un joven de un barrio popular.10

De este modo, si antes dijimos que el castigo penal administra diferencialmente las transgresiones a las prohibiciones fundamentales (transformando algunas de ellas en crímenes), ahora debemos agregar que también exhibe una administración diferencial de los crímenes. El monto de los castigos penales es tal vez el indicador más claro de las diferenciaciones producidas. No obstante, esto puede también identificarse en los diversos grados de concentración afectiva que se observan en el discurso jurídico, fundamentalmente en las sentencias condenatorias y en las declaraciones de jueces y fiscales, por ejemplo.

Desde nuestro punto de vista, una tarea fundamental de la sociología del castigo es captar los valores y sentidos sociales hegemónicos que están en juego (y se producen) en las prácticas penales diferenciales y selectivas. Diferenciaciones, selectividades y definiciones, siempre históricas, contingentes y móviles, que son motivo de disputa constante pues en ellas se juega lo que es la vida, la muerte, la propiedad y el honor, pero también lo que es una mujer, un hombre, un joven, un pobre, un rico y una familia para un determinado sistema penal que, además, comunica socialmente esos significados.

La simbolización penal como hegemonía

Afirmar que no toda transgresión a una interdicción primaria constituye necesariamente un crimen, dado que esto último se define en el campo conflictivo de la pena, no implica desde esta perspectiva poner en duda la vigencia de la prohibición en un determinado orden social. Esto es: decir que no todo asesinato es criminal no implica decir que entonces la prohibición de matar no reviste un carácter fundamental ni que la vida no sea un valor sagrado en las sociedades contemporáneas. Tampoco significa, como sostuvo Bergalli (1993: 15) , que existiría un falso universalismo de los valores jurídicos protegidos por el derecho penal. Esta idea de falso universalismo se sustenta en la concepción de la ideología en general, y del derecho en particular, como falsa conciencia, propia del marxismo más tradicional.11

En contraste, a nuestro entender, lo que la operación penal pone de manifiesto es la forma peculiar en que toda prohibición funciona. En tanto mandato mítico, la prohibición se enuncia de forma abstracta y universal, apareciendo así válida para todos, en toda circunstancia. No obstante, la pena, su carácter selectivo y diferencial, muestra que la prohibición funciona siempre particularizada: no se aplica en todos los casos de igual modo (y en algunos casos pareciera incluso no aplicarse). Y es que todo asesinato es el asesinato de un sujeto concreto, que pertenece a una determinada clase social, que tiene una edad y un género, y que está inmerso en un entramado de relaciones de poder, género y propiedad, y no en otras. Pero además todo asesinato ocurre en circunstancias particulares en las que hay otros sentidos sociales también en juego (además de la muerte). La dinámica de la penalización exhibe entonces la compleja e inerradicable relación entre lo universal y lo particular que entraña toda operación hegemónica.

Gramsci (2000 b) sostuvo que la hegemonía es la operación mediante la cual una concepción del mundo (en el sentido más amplio del término) se impregna, se propaga y se reproduce -apelando al consenso antes que a la coerción-. De ahí que entonces podamos afirmar que la pena, tal como aquí la entendemos, produce hegemonía. Y esto por cuanto, como mencionamos, la pena no es mera coerción, o fuerza, sino una forma muy eficaz de producir, reafirmar y comunicar los sentidos y valores sociales más fundamentales o hegemónicos de una cultura. La reformulación que lleva a cabo Laclau de la teoría gramsciana de la hegemonía muestra con claridad algo clave que se observa en la operación penal: que toda dimensión de universalidad es relativa (1996: 100). Esto es, que no hay universales absolutos. La hegemonía es para Laclau precisamente el momento articulatorio de totalización o universalización de la comunidad -el momento de su plenitud-, que es por definición imposible y que por eso solo puede ser representado, parcial y temporalmente, por un particular (1996: 101) que funciona como significante amo o punto nodal. La imposibilidad de que este momento de “unificación conceptual”, de “unidad comunitaria”, sea absoluta radica en que, según Laclau, todo conjunto se ve siempre subvertido, amenazado, por un exterior que le es, sin embargo, constitutivo y fundante. Se trata del lugar de la pura amenaza, de la pura negatividad, del antagonismo, que funciona como límite de lo social (Laclau y Mouffe, 2015: 169), y frente al cual, paradójicamente, la unidad es posible. La relación hegemónica no se define entonces a partir de un rasgo positivo compartido sino a partir de la oposición a un enemigo común (Laclau, 1996: 79), y por ello es siempre inestable y móvil, o de final abierto, como diría Butler (2011: 47) .

Pero a este esquema laclausiano debemos agregarle un elemento fundamental, que tampoco está en los desarrollos de Gramsci; a saber, que los procesos penales son fundamentales en la producción de esa exterioridad radical que funciona como límite de cualquier conjunto social. Es decir que, como sugiere Tonkonoff (2019a), no hay hegemonía sin penalización. Es precisamente la operación penal la que contribuye a reafirmar, de un modo colectivo, mítico, espectacular y pasional, mandatos y valores que se quieren hegemónicos, y por tanto universales para una cultura, rechazando a su vez a un otro (criminal) que ocupará el lugar de la pura amenaza, de la pura negatividad, a la que Laclau hace alusión. Es por eso que aquí sostendremos que la pena produce hegemonía o, más bien, que la pena es un campo de lucha política por su producción.

El lugar de la universalidad es entonces un lugar vacío que, no obstante, debe ser colmado, llenado, por un particular que asume la función de totalización y se presenta así como hegemónico. Se comprenderá por qué hay, según Laclau, “una paradoja implícita en la formulación de principios universales, que es que todos ellos tienen que presentarse a sí mismos como siendo válidos sin excepción” (1996: 103). Todos los valores sagrados -ahora podemos decir hegemónicos- de una cultura cumplen esta condición. Cuando se afirma que el asesinato está fundamentalmente prohibido y que la vida individual es un valor sagrado, no se hace más que presentarlo como un valor universal. Y lo mismo ocurre cuando se sostiene que la interdicción de robar tiene un carácter fundamental y que la propiedad privada es un valor ideológico primero.

Ahora bien, como vimos, la forma en que la operación penal produce y reafirma esos valores como universales, “como ilimitados en su validez” (Laclau, 1996: 105 ), es siempre diferencial y selectiva: no todos los asesinatos son criminales en igual grado, e incluso algunos de ellos no son crímenes -o, lo que es lo mismo, no todas las vidas parecen valer igual para el sistema penal, e incluso algunas no parecen en absoluto valiosas-. Y esto no es una contradicción, tal como parece sugerir Fassin (2018: 18) cuando sostiene que, por un lado, se reconoce la vida como bien supremo (lo que él denomina la existencia de una biolegitimidad en el ethos de las sociedades occidentales) y que, por otro, las vidas, en plural, tienen valores diferentes. Tampoco es una mentira o un falso universalismo que oculte lo que ocurre en la realidad (Bergalli, 1993). Se trata, en cambio, de la especificidad propia del mecanismo de producción de un valor como hegemónico.

Este mecanismo bien puede leerse en línea con los desarrollos de Roland Barthes (2008) en torno al mito. Decir que la vida individual es sagrada, que es un valor hegemónico, es afirmar que funciona como un mito. Según Barthes, los mitos son un “habla despolitizada” (2008: 238) que instala una pseudonaturaleza que eterniza todo aquello que toca, que lo priva de su historia. Eliade (1968: 18) se referirá a ellos como narraciones, o relatos, de carácter sagrado para la sociedad en la que están vigentes. El caso de la vida es un caso paradigmático en este punto. El mito de la sacralidad de la vida individual se presenta como incuestionablemente válido, y sagrado, en todo tiempo y lugar, y no como un producto de un proceso sociohistórico, es decir, político. Pero, además, lo específico del mito es la operación connotativa que produce. Esta operación de significación, o de sobresignificación, muestra una deformación, una alienación, de sentido según Barthes. Así, cuando el discurso jurídico sostiene que la vida de todos es igual de valiosa, y esta afirmación se presenta como universal, lo cierto es que, como vimos, toda práctica de penalización es diferencial, por lo que no todas las vidas parecen valer igual para el sistema penal. El mito mismo se sostiene sobre estas prácticas de diferenciación. Pero, además, aunque el mito de la vida individual se enuncie a partir de un individuo universal, libre y racional, lo cierto es que su figura es la de un varón consumidor, blanco, heterosexual, cuyas libertades son sobre todo libertades formales. Agreguemos, asimismo, la contracara impura de esta operación: el mito proclama que criminal es quien viola la prohibición de matar. No obstante, ese criminal tiene características bien definidas: como señalamos antes, es la figura de un varón joven de sectores populares, que comete asesinatos en medio de robos.12

La operación mítica se sostiene, pues, en esa relación compleja entre lo universal y lo particular que antes mencionábamos. El mito se enuncia siempre de manera universal, pero las figuras que él evoca son siempre particulares que asumen ese lugar de universalidad. Como intentamos señalar, este mecanismo es propio de la operación de producción de un valor como hegemónico, operación en la que, desde nuestro punto de vista, el castigo penal ocupa un rol ciertamente clave.

Conclusiones

A lo largo de nuestro trabajo hemos intentado proponer algunos lineamientos teóricos para pensar el castigo penal y, en particular, para restituirle la muchas veces olvidada función de simbolización que comporta, incluso en las sociedades contemporáneas que se piensan como completamente seculares. En otras palabras, hemos intentado subrayar el rol central que ocupa la pena en la producción, reproducción y comunicación de los sentidos y valores sociales más fundamentales o hegemónicos de una cultura. Pero, asimismo, hemos sugerido la importancia de pensar el campo penal como un espacio de disputa política por la definición de esos valores y sentidos, es decir, como un campo de lucha por la producción de hegemonía -siempre atravesado por relaciones desiguales de género, poder y propiedad-.

Si bien aquí nos hemos centrado en la penalización del asesinato, y en el modo en que el sistema penal produce la vida individual como valor hegemónico, consideramos que las coordenadas teóricas propuestas para pensar el castigo penal pueden ser muy útiles para reflexionar sobre otros valores hegemónicos de las sociedades contemporáneas. Y esto por cuanto las prácticas penales muestran que la producción mítica de la vida individual como valor hegemónico o sagrado siempre se articula, a su vez, con otros valores (la propiedad, la libertad, la maternidad, la juventud, el honor) en un juego de modulaciones y legitimaciones recíprocas. De modo que estas coordenadas teóricas pueden ser herramientas muy productivas para llevar a cabo investigaciones empíricas que se aboquen a analizar de qué manera los sistemas penales concretos producen y legitiman los sentidos y valores sociales dominantes (y sus anversos criminales) en cada sociedad y momento sociohistórico particular.

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1Cabe remarcar que, a pesar de estas concordancias, existen importantes diferencias entre la sociología criminal de Durkheim y la de Tarde. Al respecto, se sugiere ver el debate entre Durkheim (2019) y Tarde (2019b). Para un comentario sobre estas diferencias, véase Lukes (1984) y Tonkonoff (2018a).

2Estos desarrollos se apoyan en las conceptualizaciones de Freud, Bataille y Lacan. Sin embargo, Tonkonoff se aleja de la mirada antropológica sobre las prohibiciones que proponen estos autores. Según ellos, estas marcarían el paso de la naturaleza a la cultura, por lo que habría dos interdicciones fundamentales universales: la prohibición del incesto y la prohibición de matar —aunque Bataille agrega también el canibalismo—. Sobre el corrimiento que propone Tonkonoff, se recomienda ver Tonkonoff (2019b). Para una reflexión y comparación entre una visión historicista y otra antropológica sobre la prohibición de matar se sugiere ver Lassalle (2017).

3Para un comentario sobre el problema de lo sagrado impuro en estos autores, y en Robert Hertz, véase Attias Basso (2020).

4Alexander ubica “la imagen del mal” (2000: XIII) en el ámbito de lo profano, el cual describe como la “esfera de la contaminación” (2000: 13), de la amenaza. Esta caracterización de lo profano, en oposición a lo sagrado, asociado con lo sublime y con el bien, omite una característica central del mundo sagrado que había sido señalada por el mismo Durkheim: su polaridad. Esta omisión lleva a Alexander a confundir lo sagrado impuro, o nefasto, con lo profano, cuando en realidad este último no es más que el ámbito del despliegue de la vida cotidiana.

5Se trata de una concepción religiosa de sociedad. Religiosa en el sentido en que lo ha entendido la sociología francesa de las religiones (incluyendo a Bataille), y con la que trabajan Alexander (1993; 2000) y Tonkonoff (2013; 2019; 2019b), por nombrar solo algunas referencias fundamentales de nuestro trabajo.

6Para una lectura crítica sobre el problema del derecho y la hegemonía en Gramsci, ver Lassalle (en prensa).

7Para profundizar sobre esta cuestión, se sugiere ver el trabajo de Tonkonoff (2012) que presenta una comparación entre las posiciones de Durkheim y Foucault en torno a la cuestión criminal.

8Para un ensayo sociológico sobre el uso de la legítima defensa en Argentina, ver Lassalle (2021b).

9Esto se verifica en diversos países de la región latinoamericana. Por ejemplo, en Argentina se incorporó, en 2012, el feminicidio como agravante específico del homicidio doloso en el artículo 80 del Código Penal, y en 2015 se observan las primeras sentencias condenatorias que emplean esta figura.

10Para un análisis sociológico sobre los modos en que se producen estas distinciones significantes entre asesinatos en las prácticas penales argentinas, ver Lassalle (2020a, 2020b, 2021a).

11Bergalli lo afirma explícitamente: “La conciencia expresada por los ‘valores’ occidentales —respecto de la vida humana, propiedad, honor, justicia, derecho, derechos del hombre y del ciudadano—, transferidos al derecho penal como bienes jurídicos dignos de protección, han podido transformarse en falsa conciencia” (1993: 15).

12Hace algunos años vemos también generalizarse otra figura mítica que es la del feminicida: un varón (ya sin edad ni clase social definida) que asesina a una mujer que es, la gran mayoría de las veces, su pareja o expareja.

Recibido: 10 de Septiembre de 2020; Aprobado: 15 de Mayo de 2021; Publicado: 30 de Diciembre de 2021

Martina Lassalle

Licenciada en Sociología y en proceso de titulación del Doctorado en Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como profesora en la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires y es parte de un equipo de investigación del Instituto de Investigaciones Gino Germani. Sus principales líneas de trabajo son la sociología de la violencia y del castigo y la teoría social.

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