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Valenciana

versión impresa ISSN 2007-2538

Valenciana vol.16 no.31 Valenciana ene./jun. 2023  Epub 28-Abr-2023

https://doi.org/10.15174/rv.v15i31.683 

Artículos

John Singer Sargent: del lujo industrial a la transformación social

John Singer Sargent: from industrial luxury to social transformation

Ángel Samuel Sánchez Aristeo1 
http://orcid.org/0000-0001-6139-4945

Susana Silva Zarza Villegas2 
http://orcid.org/0000-0001-6590-9539

1Universidad Digital del Estado de México angel.sanchez.aristeo@outlook.es

2Universidad Autónoma del Estado de México zavss@hotmail.com


Resumen

Condicionada por el modo económico de cada formación social, la pintura ha participado -y no en menor medida- de la adaptación: sus imágenes rectoras han dado cuerpo y forma a los engranajes ideológicos, y su valor funcional se ha reconducido a la mera relación fetichista. Bajo esta clasificación asignada de antemano al fenómeno, en el instante en que hay pintura, deja de haberla propiamente. Por otro lado, el arte tiene por condición autonomía y libertad, y en el artista no es decisiva la conciencia armónica, puesto que está en dialéctica con la realidad social, este interviene en su transformación. El presente artículo intenta dar cuenta cómo la vida y la obra de John Singer Sargent remiten a dicha naturaleza antinómica, que nos hace recordar la idea y la realidad, de la propia libertad. Para el análisis se recuperan aquellos autores que han intentado rescatar el mundo de la racionalidad instrumental.

Palabras clave: fetichismo; transformación; arte; artista; naturaleza

Abstract

Conditioned by the economic mode of each social formation, painting has participated -and not to a lesser extent- in the adaptation. Its governing images have given body and shape to the ideological gears, and its functional value has been redirected to the mere fetishistic relation. Under this classification assigned in advance to the phenomenon, in the moment when the paint is, immediately ceases to be itself. On the other hand, art has autonomy and freedom as a condition, and in the artist is not decisive the harmonic consciousness, since he is in dialectic with social reality intervening in its transformation. This article attempts to account for how the life and oeuvre of John Singer Sargent make reference to this antinomic nature, which remind us the idea and reality of freedom itself. For the analysis, those authors who have tried to rescue the world of instrumental rationality are recovered.

Keywords: Fetishism; Transformation; Art; Artist; Nature

Introducción

Quien haya experimentado la ejecución deslumbrante y el virtuosismo técnico de la obra de Sargent, habrá advertido expeditamente que fue un artista de rango supremo. El ingenio que esgrime en los retratos realizados durante el periodo que media del 1879 al 1905, recibe su impulso más potente de la belleza, la sensualidad y, sobre todo, de la categoría social de sus mecenas, quienes ponen en escena su riqueza presentándose con sus mejores galas, junto a pesados cortinados y luciendo joyas en opulentos interiores. Así, bajo el fulgor de lo privado, el pintor compacta, en una especie de habitáculo, a sus modelos y a sus respectivas mercancías de súper lujo; dichos componentes llevan inscrito, por así decir, el signo del dominio económico, y el resultado que consigue es sublime.

Cuando el artista entremezcla las esferas de lo animado y lo inanimado, echa abajo las barreras que demarcaban una de otra, pues los objetos, en tanto idealizados y ennoblecidos, se superponen: rivalizan con lo viviente. Pero al fetiche no le es suficiente dicha transfiguración, este, en tanto personificación de las relaciones sociales, prescribe el rito para que también Sargent se repliegue ante él, y este en principio capitula: se integra de la mejor manera al proceso social, persigue en extremo plasmar la realidad en sus más sutiles y refinadas fantasmagorías, y se entrega a los manejos, así como a las formas de la alta burguesía.

Sin embargo, en este aparente subjetivismo, Sargent fue capaz de romper con el perímetro impuesto por los intereses dominantes, para participar en la configuración de sí mismo, en su autorrealización, cuando decide no pintar más retratos de encargo. Con este pase al acto comienza la búsqueda de nuevas vías de acceso a lo sublime; la toma de conciencia y por consiguiente distancia respecto al horizonte ontológico que proporciona el lujo y el dinero; el cuestionamiento a los intereses que se admiten como necesarios e indispensables, así como de las formas de vida en la metrópoli.

Solo a condición de sustraerse a semejante adecuación de la sociedad, fue que el artista pudo plasmar y dar cuenta cómo esta, en tanto exige un tipo de acción que implica dominio sobre la naturaleza -en todas sus formas-, se torna irracional y un ejercicio de controles. Desde su aparente falsa conciencia, Sargent fue capaz de cuestionar sus contradicciones intrínsecas, así como las de la sociedad.

Antecedentes

El arte ha sido incluido, desde siempre, como objeto de investigación psicoanalítica: este tiene como connotación principal el resultado de la sublimación que se produce en el artista cuando es impedido -interna y/o externamente-, el logro de una meta sexual “normal”. Así, la sublimación permite apartar el interés por la consecución real, y darle paso a formas asexuadas. Sigmund Freud, que es conocido como experto en temas de sexualidad y su respectivo correlato anímico, es a quien le debemos la categoría de sublimación; bajo dicha concepción emprendió un estudio sobre Leonardo da Vinci y, a partir de un recuerdo del pintor renacentista, logró extraer que las enormes dotes artísticas que dejó traslucir a lo largo de su obra recibieron el acicate directo de la pulsión sexual apuntalada en la infancia:

A consecuencia de la represión del amor por la madre, esta parte será esforzada hacia una actitud homosexual y se dará a conocer como amor ideal por los muchachos. En lo inconsciente se conserva la fijación a la madre y a los recuerdos beatíficos del comercio con ella, aunque provisionalmente persevere en estado inactivo. De tal manera, represión, fijación y sublimación cooperan para distribuirse las contribuciones que la pulsión sexual presta a la vida anímica de Leonardo (Freud, 2007: 123).

Bien es cierto que el psicoanálisis pone en evidencia los mecanismos sociales que se han producido en la individualidad mediante la represión pulsional, y que explica determinados fenómenos inconscientes que se movilizan como contrafuerzas; no obstante, el que la interpretación psicoanalítica -al menos la tradicional- trate a los artistas como si fueran pacientes de un análisis o que generalice las conflictivas de sus acaudalados pacientes presenta una serie de problemas, destacan dos que se interconectan: el primero es el hecho de reducir tanto la personalidad como la obra del artista a una causa única, en este caso la sexualidad; el segundo es que, al legislar mediante un principio único, una serie demasiado amplia de hechos no diferencia los rasgos primariamente libidinosos de los creados por la represión que es incompatible con las formaciones sociales de producción: más bien, se desdice de ellas.

En el nexo inextricable que se establece entre inconsciente y pintura, se cumplen funciones antitéticas, como la que apunta a la realización de la libertad humana, la crítica radical, la transformación social, etc. Pero, mientras estas se subordinen a una teoría revestida con el deslumbrante oropel burgués, o se infravaloren, el problema sobre lo que aguijonea al artista, o la realidad que es incompatible con los deseos concretos del individuo, y que cobran expresión o se materializan en la obra de arte, devendrán una interpretación bastante idealista, aderezada, ideológica.

Toda vez que el concepto de sublimación se agota en transformar un objeto innoble por otro innoble, elude que “las obras de arte se comunican también con la empiria a la que repudian” (Adorno, 2014: 14). Esta fórmula (sublimación) lleva la impronta de la adaptación, y soslaya la manera en que la obra de arte y el artista adoptan una posición ante la realidad que está en correspondencia con el desarrollo social, de ahí que para Adorno:

Si el arte tiene raíces psicoanalíticas, son las de la fantasía de la omnipotencia. Pero en el arte también trabaja el deseo de construir un mundo mejor. Esto desata toda la dialéctica, mientras que la concepción de la obra de arte como un lenguaje meramente subjetivo de lo inconsciente ni siquiera la alcanza (2014: 20).

La comprensión de la subjetividad, desprendida de la dialéctica social, se convierte en psicologismo pues en la sociedad actual, la mayoría de las situaciones en las que tiene lugar las acciones de los hombres, sean estas conscientes o inconscientes, están prediseñadas por los grupos dirigentes, así que “enfocar sin más especificaciones al individuo es ideología” (Adorno, 2004: 52). Lo anterior es extensivo al arte: la reducción o el mero conocimiento de las fuerzas psíquicas inherentes a los impulsos vitales olvida que los hombres, en tanto históricamente actuantes, viven bajo determinadas condiciones que troquelan el contenido de su aparato anímico. Es así como la conducta del artista, sus deseos o pensamientos no desembocan o quedan reducidos a la repetición de lo ya acontecido, sino que se van conformando en el transcurso de los años, y se diversifican según el estrato social al que se pertenezca.

En suma, las pulsiones humanas son altamente modificables, su principal regulador son las condiciones económicas. El arte y el artista entonces avanzan en paralelo con el desarrollo social, ahí es donde transcurre la integración y adaptación del individuo al predominio económico; donde se entrega ciegamente a las relaciones en curso, y donde se sedimenta la pseudo-individualización, a saber, la identificación con intereses, ideales y necesidades contrarios -incluso- al mismo individuo. La disciplina que podría advertir, la manera en que la dialéctica social afecta, dialécticamente las formas mentales, ni siquiera la plantea. La vida y la obra de Sargent, empero, remiten a ese conflicto axiomático entre el individuo y la estructura social.

Primeros años

Si se ha de abordar en pocas páginas algo sobre la vida y la obra de John Singer Sargent, habrá que tener en cuenta la propia definición que el pintor guardaba para sí: “un americano nacido en Italia, educado en Francia, que observa como un alemán, habla como inglés y pinta como español” (Amenós, 2022). Su propia definición obstaculiza la posibilidad de formular algo concluyente respecto a él, pues un aspecto remite a otros muchos y variados matices. No obstante, el que hiciera hincapié en estos aspectos de su personalidad permitirá aproximarnos intuitivamente hacia su individualidad ecléctica y talante refinado.

En efecto, Sargent nace en Florencia en el año 1856, periodo en que la cultura capitalista llega a su más intenso desarrollo, al menos Inglaterra, Estados Unidos y la mayor parte de Europa se encuentran en la cima real de su poder. Es hijo de los norteamericanos Fitzwilliam Sargent y Mary Newbold Singer, quienes zarpan en 1854 hacia Europa, con la esperanza de que un cambio de clima fuese beneficioso para la salud de Mary, quebrantada tras la pérdida de su primogénito, cuando recién cumplía los dos años. Es importante señalar que, siempre en busca de climas benignos, la familia mantuvo continuos viajes por toda Europa: la infancia de John, por así decir, fue una infancia nómada.

Mary era una artista aficionada; en su constante peregrinaje por ciudades de importancia histórica, así como por museos y monumentos de cada localidad que visitaba, se empeñó en que sus hijos hicieran al menos un dibujo al día. Así, Sargent capturaba sus impresiones sobre personas, lugares, esculturas, etc. Los vínculos de la familia con un prestigioso círculo de amigos refinados y cosmopolitas fueron de suma importancia en la educación de Sargent: transmitieron preferencias eclécticas y estéticas, además de contribuir a hacer de él un buen pianista. Esta particular formación será decisiva -evidentemente- en la configuración de su personalidad, pero revestirá mayor importancia en ciertos aspectos “últimos” de su pintura, cuando se decanta hacia la acuarela y al impresionismo.

El talento de Sargent y su determinación era evidente, a los diecisiete años resuelve que París sería el mejor sitio para realizar sus estudios de pintura, y se inscribe al taller del pintor retratista de moda Carolus-Duran, quien le aconseja “volver a España tras concluir su aprendizaje, a fin de estudiar la obra de Velázquez” (Muñoz y Boone, 2022). Además de Velázquez, Sargent copió en El Prado varias obras del Greco, de Jacopo Tintoreetto y de Ticiano. Cuando regresa a la capital del lujo y de las modas, estudió las obras de Pieter Paul Rubens, de Rembrant, de Franz Hals; conoció, además, a Claude Monet, así como a August Rodin.

Cuando apenas contaba con veintitrés años, su éxito ya era resonante: clientes potenciales de diversos estamentos eran cautivados y atraídos por la técnica retratística del joven pintor. Sin embargo, en 1884 se produce el famoso escándalo del Salón parisiense a causa de la exposición del retrato de Madame X, título con el que Sargent buscaba proteger la identidad de su modelo: Virginie Avegno Gautreau, esposa de un banquero francés. Como Gautreau era famosa en su círculo social, tanto por su belleza y figura fuera de lo común, cuanto por su alta costura y cosmética extravagante, la identificación fue automática; advinieron las burlas y las reacciones negativas: para algunos espectadores “su estilizada representación era rotundamente desfavorecedora, ofensiva, fea y excéntrica…Para muchos era escandaloso que Sargent hubiera pintado el enjoyado tirante derecho del atrevido y escotadísimo vestido resbalando del hombro” (Herdrich, 2018: 39).

El escándalo provocó que escasearan los encargos en París, por lo que se trasladó a Inglaterra y posteriormente a Norteamérica; una vez ahí, su amigo, el escritor Henry James, utilizaría su pluma para promover su trabajo. Fue en Boston y Nueva York donde Sargent encontró el solaz para su obra, pintó más de veinte retratos durante los nueve meses de su estancia, de 1887 a 1888: “La visita culminó con la primera exposición individual en el St. Botolph Club de Boston, en la que estaban presentes muchos retratos recién terminados de las familias más ilustres de la ciudad” (Herdrich, 2018: 84).

Cuando regresó a París Sargent seguía con pocos encargos, por ello retornó a los Estados Unidos en diciembre de 1889; dos meses después de su arribo, la Librería Pública de Boston le comisionó decorar la sala de colecciones especiales, se trataba de unos paneles (murales) en los que Sargent se permitiría “seguir estudiando siempre, y poner tu vida en ello”; y es que “El retrato -dijo- es un ataque que dura una semana o un mes, y luego se acabó” (Herdrich, 2018: 15). Este trabajo lo iba a mantener ocupado hasta sus últimos días: La Arquitectura, la Pintura y la Escultura protegidas por Atenea de los estragos del tiempo, Apolo con el carro del sol, Las Danaides, etc., son parte del legado y expresión de un hombre que se niega a la coacción, a la mimesis, a la reificación.

Al tiempo que planeaba y ejecutaba sus murales, Sargent realizó portentosas obras como: Lady Agnew de Lochnaw, La señora de Hugh Hammersley, La familia Marlborough, entre otras. Por estas obras el artista recibió los más sustantivos encomios, al tiempo que lo convirtieron en el retratista más codiciado y mejor pagado: “Tener un retrato pintado por Sargent era, para la alta sociedad americana, una importante marca social” (Amenós, 2022). En estos lienzos Sargent pone a su servicio el ideal de belleza, el lujo y el culto a la mercancía propios de la era burguesa, y los exalta de una manera completamente radical. Plasma la verdadera quintaesencia del capitalismo al mostrar la realidad tal como podría ser vivida por sus clientes: como si esta se tratase de una exhibición del estatus, ociosa, sofisticada y al margen de la vida práctica. La proeza de Sargent por momentos hace olvidar aquellas “cosas toscas y materiales” sin las cuales -ha dicho Benjamin- “no existirían las más refinadas y espirituales” (2021: 67)

Bajo la seguridad material que se aliena con el fetichismo de la mercancía y la “respetabilidad” burguesa, en 1902 comenzó a quejarse por tener que pintar retratos de encargo y para 1907 (en la cima del éxito) le expresó a su amigo R. Curtis que no los iba a pintar más: “los detesto, abjuro de ellos y espero no volver a hacerlos jamás, y menos aún de las Clases Altas” (Herdrich, 2018: 96). Su desilusión provenía principalmente de los caprichos y vanidades de su clientela, esta le observaba su interés, su buen gusto, y sus opiniones respecto a sus encargos. Al parecer Sargent adoleció de aquello que han adolecido los grandes maestros como Miguel Ángel o Wolfgang Mozart,1 pues en cierta ocasión, refiriéndose a la retahíla de quejas de sus modelos, el pintor definiría el retrato como “un cuadro en el que hay solo un pequeño no sé qué que no está del todo bien en la parte de la boca” (Herdrich, 2018: 96). En el mismo año una condesa le pedía el enésimo retrato; Sargent, exasperado, le contestó: “Pídame que le pinte el portal de su casa, su cerca o sus pajares y me encantará hacerlo, pero no un rostro humano” (Amenós, 2022).

Durante este periodo, el artista es tolerado e integrado por las clases privilegiadas y este, en cierta medida, gustaba de alagar o adular a su clientela, con los mismos retratos -evidentemente-, con un diálogo respetuoso, pero también con su comportamiento (una que otra vez se permitía tocar el piano para ellos). De manera que Sargent actuaba como lo hace el entertainer, solo que estas maneras pronto se volvieron motivo de repudio y fastidio, tal como él mismo le expresó a su amigo y colega Jacques-Émile Blanch: “Pintar un retrato puede ser bastante entretenido si uno no está forzado a hablar mientras trabaja… Qué tontería tener que entretener al modelo y parecer feliz, cuando uno se siente desgraciado” (Calvo, 2017).

Cansado de las exigencias de las sesiones y de la obligatoriedad de dar gusto a sus clientes, Sargent retoma e intensifica su pauta -establecida en la infancia- de traslados estacionales; en el otoño de 1901 viaja a Venecia y le escribe a su amigo, el escultor Augustus Saint-Gaudens, que “había venido a Italia” … “huyendo de los retratos” (Herdrich, 2018: 145). Fueron estas escapatorias del trabajo retratista las que volcaron y reafirmaron el interés de Sargent hacia el impresionismo, hacia el paisaje, hacia la luz, el agua, la naturaleza; su producción a partir de ese momento dio un giro radical.

Hacia el panteísmo

Se podría decir que, a partir de esta disposición, Sargent le quitó a su pintura todos los harapos ideológicos, y la trasladó de la formalidad a la informalidad: sus modelos ya no eran las familias más ilustres y adineradas, sino trabajadores, su familia y/o amigos; estos no vestían aterciopelados vestidos, ni los representaba en una postura serena o formal, sino holgazaneando, pintando, leyendo, etc. Respecto a los materiales y a su técnica, también pasaron de un extremo a otro, el óleo fungió como epifenómeno y la acuarela pasó a ser factor primario, fue de trazos y detalles cuidadosamente articulados, a pinceladas sueltas, anchas, y con dinámicas descargas de pintura. Análogamente, Sargent abandona los espacios cerrados y ostentosos, para pintar a lado de los ríos, las piedras, los árboles, etc. De acuerdo con Beruete, Sorolla y Sargent compartían similares intereses artísticos: “encontraban en la acuarela el alivio preciso para sobreponerse de la ingrata tarea de los retratos y los tres se dedicaron a explorar los efectos luminosos del Impresionismo en su trabajo al aire libre” (Muñoz y Boone, 2002).

Las pinturas que probablemente expresen mejor dicho cariz sean: Una habitación de hotel, Santa Maria della Salute, Grupo con sombrillas, etc. No obstante, la obra que simboliza magistralmente el desaire, y el retiro de las formas sociales imperantes, es El Ermitaño: esta obra fue realizada en el año 1907, cuando anunció que no volvería a hacer más retratos de encargo. Aquí, el pintor ofrece una fuerte carga intelectual y filosófica, pues pone en escena a un individuo que recuerda al anacoreta, al rebelde, al asceta; incluso el crítico Kenyon Cox llegó a decir que en esa pintura “se ve al John Sargent esencial, trabajando para sí mismo sin atender a presiones externas y haciendo lo que realmente le gusta hacer” (Herdrich, 2018: 150).

El Ermitaño fue realizado mediante una paleta terrosa y técnica empastada, las tantas capas de pigmento mezclado dificultan distinguir in actu, al mismo ermitaño y a los animales ahí representados, de los árboles, de las ramas, del terreno rocoso. El modelo y el paisaje se encuentran fundidos, ninguno cobra protagonismo, sus fragmentos están ligados y religados al gran todo. El Ermitaño es la pintura en la que probablemente Sargent plasmará con tal fuerza aquel phatos rebelde que se corresponde con el hecho objetivo de huir de la esclavitud de los fines que aposta la civilización y el progreso industrial.

Cuán consciente era el pintor, de que lo que espoleaba la aludida transformación era el deseo y la necesidad de sustraerse a la falsa conciencia, se pone en evidencia por su preocupación cuando vendió el lienzo al Metropolitan Museum of Art: “Ermitaño está bien - explicó-. Me habría gustado que hubiera otra palabra sencilla que no implicara ninguna asociación cristiana, sino que más bien aludiera a la serenidad o al panteísmo” (Hendrich, 2018: 150). Esta misiva expresa sin ambages, que la formación social dominante no es ya el espacio de interés para su escenificación; sino el cosmos, la vitalidad, la naturaleza, así como la necesidad de estar en armonía con ella, necesidad que es aún más apremiante en cuanto esta ha sido sometida por las relaciones sociales de dominación, y en tanto que dicho sometimiento, se hizo extensivo a lo concreto y singular de cada individuo, generando una conciencia y un comportamiento acorde con el sistema condicionante de la vida:

La naturaleza dispone de un ritmo que no es el de los hombres, quienes, en vez de someterse a él, han preferido someterlo. La historia de la domesticación del tiempo coincide con la historia de la humanidad. El tiempo de la naturaleza obedece a los tiempos circadianos: la alternancia del día y de la noche, la alternancia de las estaciones (Onfray, 2018: 83).

Esta concepción de Onfray coincide con la de Benjamin en tanto el tiempo vacío, irreversible, ininterrumpible que impone el progreso y la modernidad, niega la propia felicidad y la sustituye por el prestigio de las cosas. La manera en que Sargent se pronuncia contra esta lógica es alejándose de la misma, para vivir otro tiempo, el tiempo que Onfray encumbra: el de la mecánica circadiana, el tiempo que guía los trabajos campestres; así, el 25 de julio de 1916, Sargent le escribe a su amigo E. Charteries: “Después del calor de los últimos días de Boston, y de las muchas jornadas de tren a través de las praderas interminables, es delicioso estar aquí entre riscos y glaciares y pinares” (Herdrich, 2018: 156).

A Sargent le resultaba asfixiante el tiempo de la metrópoli: el tiempo de la eficacia, de la productividad, de la velocidad; cuando el patronato del museo de Boston le pregunta por el estado de los frescos, el artista responde escuetamente que “el plazo estipulado era insuficiente” (Herdrich, 2018: 218). El pintor quería percibir el mundo, captar el universo y, con la entrada en escena de la naturaleza, su pintura solo podía advenir después de largos viajes, prospectivos, meditados, elegidos cuidadosamente; esto suponía considerar el curso, la salida y el ocaso del sol; su obra está estrechamente relacionada con el astro, no es coincidencia que al final de su carrera Sargent recomendara a los alumnos “cultivar la observación”, “Almacenar cada momento en la memoria”, pero, “Por encima de todo viajar, ver la luz del sol y todo lo que haya que ver” (Herdrich, 2018: 16). En definitiva, la sustancia de su pintura no fue más el efecto suntuoso de la ornamentación idealizada; el brillo lo suministraba el contacto con los elementos: el magnetismo del arroyo, la potencia de las montañas, el silencio de las piedras.

En 1911, Sargent -con 55 años- visitó las canteras de mármol de Carrara en Italia, canteras que antaño visitaría Miguel Ángel, y similar al maestro renacentista: “durmió durante semanas en una choza tan completamente desprovista de cualquier comodidad, que sus acompañantes, mucho más jóvenes que él, se marcharon a los pocos días, incapaces de soportar los rigores espartanos que su superior toleraba con serena indiferencia” (Herdrich, 2018: 153). El resultado de esta experiencia fueron las pinturas: Carrara: trabajadores y Bajando mármol de las canteras a Carrara, en estas, al igual que en El Ermitaño, se funde el majestuoso paisaje con las actividades intemporales de los operarios, y pese a que aquí los serenos y fuertes trabajadores quedan empequeñecidos por las colosales piedras, para el año 1917, cuando pinta las acuarelas Hombre y poza, Florida y Caimanes enfangados, no existe protagonismo de uno u otro componente, sino que sitúa el todo en su nivel real, es decir, orgánico y armónico, como un todo viviente.

Si se compara Caimanes enfangados con Hombre y poza, Florida, se advertirá la inexistencia de cualquier jerarquía: el hombre, el animal y la naturaleza, son situados en completa igualdad. De lo anterior solo se puede desprender el hecho de que Sargent amaba la vida en cualquiera de sus formas, lo viviente era el abrevadero y la sustancia de sus óleos y acuarelas; lo muerto, lo fetichizado e idealizado por la burguesía, se fue desliendo. Sargent genera un sentimiento de lo sublime sin la necesidad de representar a un hombre sometiendo a otro, o al mismo mundo (a la naturaleza); bien al contrario, lo denuncia y lo desprecia, tal como lo exhibe su obra Gaseados, obra que deja ver los espantosos efectos de la guerra química moderna.

Nunca, bajo pretexto técnico o discursivo transfiguró “estéticamente” el sufrimiento del hombre, del animal o de la mujer. Para escarnio del psicoanálisis, su obra no puede concebirse como el resultado de la sublimación de pulsiones sexuales, de muerte o agresivas, aunque con esto no se pretende indicar que no subyacieran en él; pero su pintura en este periplo tampoco remite a una virilidad ostentosa, a una exhibición de testosterona, o una exaltación de figuras fálicas y patriarcales: todas estas, perversiones inherentes a la modalidad capitalista que reprime la sexualidad y la libertad.

Sargent no cumplió cabalmente su disposición de no pintar retratos, aunque cabe advertir que solo lograban sacarlo de su retiro cuando se trataba de algún amigo o por algún motivo especial, por ejemplo: el retrato de La condesa de Rocksavage que pintó en 1913, con ocasión de su matrimonio y como prenda de amistad; no está demás mencionar que, en ese cuadro no hay ornamento de lujo alguno. En ese mismo año pintó a su amigo Henry James, por encargo de un grupo de admiradores para festejar su cumpleaños, y en 1917 retrató a Charles Deering, cuadro que resalta por la informalidad de su composición: aquí se observa al modelo en una postura desaliñada, con el cuello de su camisa desabotonado; el desorden del paisaje con su dispersión de palmeras y cocoteros, o el sencillo mobiliario de mimbre, contrastan con la opulencia formal de aquellos retratos de sociedad.

Sargent, en correspondencia con su máxima, continúo pintando, viajando, observando durante toda su vida, e hizo extensiva su obsesión a cuanta gente le rodeaba. Así fue el caso de una estudiante de arte: Julia Heynemann, a la que, a propósito de su estancia en España, le dio las siguientes instrucciones: After Madrid /Toledo-walk over/ Puente S. Martin eastward/ is a little chapel & down/ to the river & use ferry. Lo que le recomendó fue: “Un delicioso paseo por los riscos que rodean la ciudad, bajando el rio y cruzando en barca bajo la Virgen del Valle, que el artista debía conocer bien” (Muñoz y Boone, 2002).

El artista trabajó sin descanso para terminar los murales destinados al Museum of Fine Arts de Boston, ya que, a comienzos de 1925 pensaba zarpar hacia Estados Unidos para hacer la entrega del encargo; no obstante, cuatro días antes de la fecha, murió de un ataque al corazón mientras dormía; se había quedado dormido leyendo el Diccionario filosófico de Voltaire (Herdrich, 2018: 218).

Sargent suscribe a Voltaire

En este punto es pertinente cuestionar: ¿Qué podría haberle interesado al artista de un filósofo polémico que fue perseguido y, además, reconocido como el motor de la transformación social del Siglo de las Luces? ¿Sargent se habría de contentar con leer esa mezcla de ocurrencias vertidas en el Diccionario? He aquí una predicción fácil de verificar: después de su exilio de París, de su persecución y arresto en Frankfurt, y de vagar por las tierras de Alsacia, Voltaire se instaló en principio en Ginebra, en una casa que el poeta y filósofo bautizó como Les Delices, situada al pie de los Alpes; posteriormente compró una tierra situada entre Ginebra y Francia: el Château de Ferney, donde al fin, el filósofo pudo sentirse feliz y liberado.

El nuevo estado anímico -más allá del cese persecutorio- estribaba en la posibilidad de poner en práctica los ideales de las Luces: llevó el agua potable a Ferney, construyó un colegio y una industria de relojes, beneficiando directamente a aquellos pobres campesinos que alguna vez observó durante una breve visita. En el Château abandonó las modas de Versalles, reutilizó viejos y deslucidos trajes, y se transformó en un agricultor y ganadero empedernido. En dicho lugar escribió su gran obra maestra: Cándido, o el Optimismo, la cual finalizaba con la lección: “pero hay que cultivar nuestra huerta” (Voltaire, 2019: 102).

En efecto, el filósofo estaba orgulloso de sus tierras y en lo que se había transformado, “no soy más que un campesino” decía a los visitantes mientras les mostraba sus campos y sus granjas” (Domínguez, 2014). Lo sublime, al igual que Sargent, lo encontraba Voltaire en la naturaleza, en lo vivo, así le escribió a Madame du Deffand: “Existe un placer preferible a todos: es el de ver reverdecer las vastas praderas y ver crecer bellas cosechas. Es la verdadera vida del hombre. Todo el resto es ilusión” (Domínguez, 2014). Esta breve descripción de la praxis del filósofo permite dar respuesta a nuestra interrogante y así afirmar: Sargent y Voltaire cantaban del mismo misal, de manera que el primero no solo leyó al segundo, sino que lo suscribió.

Conclusiones

De la mano con la lógica del progreso, se imprimió la ilusión subjetiva de que el dominio técnico sobre la naturaleza acarrearía la reducción de los horizontes sociales y la explotación, se reduciría el sufrimiento; persiste este espejismo, pese a que choque diaria y contundentemente con la realidad objetiva. Es por esta razón que la particular relación de Sargent con lo vivo es explosiva: en tanto un hombre intensamente libidinal que se decanta por la vida en todas sus formas, evoca esa ontología antiquísima que apuesta por la armonía, en lugar del dominio sobre la naturaleza, y rememora la violencia de los hechos.

Su obra es evidentemente subversiva, pues no queda circunscrita a la idea de una felicidad meramente subjetiva o contemplativa, sino que presenta la posibilidad de una que sea objetiva, al margen de la racionalidad del mundo técnico y su tendencia acumuladora. Sus traslados estacionales no pueden observarse como un simple gesto escapista, sino como un tiempo arrancado a la lógica del progreso, a la velocidad de lo existente, y al tiempo de la eficacia que viene incorporado por el sistema capitalista, es decir, participa de un cambio en el mundo real, estéticamente anticipado.

No es pura coincidencia que el pintor leyera al filósofo que propugnaba defender cuanto beneficiara a la sociedad y el bienestar de los hombres; que con el tiempo se hizo más insensible a las injusticias sociales; que otorgaba mayor importancia a su independencia y a su libertad que a la opulencia decorativa material. En ambos se hace patente la búsqueda de su autonomía, centrándose en el funcionamiento del presente, a la luz de su posible transformación.

Al desvelar el vuelco dialéctico que se produce entre lo vivo y lo muerto, entre la mercancía y el sujeto, Sargent señalaba hasta qué punto las maneras de acceso a la libertad vienen condicionadas y premeditadas por las fantasmagorías del mercado. De esta manera el pintor, aunque nunca intimó con Voltaire, era un espíritu afín en tanto expusieron la mentira central del capitalismo, a saber, que dicho sistema y sus objetos fetichizados pueden conceder libertad y felicidad. Al hacerlo, no solo nos mostraron un futuro deseable, sino también factible.

Se podría objetar que Sargent trabajó bajo la seguridad de lo privado; que el móvil que obedeció fue su propio placer y sus propios intereses (de clase); que no en menor medida se apegó a las modas vigentes, incluso a las restricciones técnicas y formales de los grandes maestros; sin embargo, el justo valor de su obra estriba en haber plasmado y cuestionado las contradicciones inmanentes a dichos intereses, así como por la progresiva lejanía del estándar dado; de ahí que en determinado momento no precise de la mirada ni de la opinión del poder. Es cuando se revela su función antitética.

Más importante fue el hecho de evidenciar el carácter fetichista del arte y del artista, que advenían tal por el simple hecho de estar condicionados por el modo económico. Dicho carácter era el que aproximaba el arte al espectador, ofreciéndole sin más su lado inmediato, es decir, material-pictórico; pero tras la fachada, el arte tenía otro aspecto, su lado extraño que ocultaba en sí: la construcción y constricción que reducía al artista a la reproducción de lo existente, y al consumidor a la mera posesión y/o adoración. Es así como espectador y artista se identificaban con lo representado, se volvía común por el simple hecho de ser producto del poder que nos aherroja, que sedimenta en cada uno de nosotros las pobres y fatuas pretensiones que imperan en el presente.

En este contexto, sería un error pretender captar el sentido de su obra inmediatamente, pues el artista se limitaba a representar la realidad tal y como la percibía, dejando las conclusiones e interpretaciones al espectador. Quiere decir esto que, solo mediatamente se podrían extraer de esos demiurgos de la naturaleza y del cosmos que presentó Sargent los elementos simbólicos que se convierten en portavoz de las necesidades objetivas. Y aunque no sea preciso hacer como él y sus modelos, quienes llegaron a conocer lugares inhóspitos solo a condición de recorrer bastantes kilómetros, de alejarse del cemento, del asfalto; sí que requiera el distanciamiento respecto a la lógica que impone la estática, y la estética social dominante.

Esta sería una manera de poder contemplar la existencia en su desnudez, para así, transformarla, porque cuando se está acorde con ella, triunfa el desiderátum de la adaptación en el arte, en el artista, y el observador. Por lo anterior, y más allá de lo anecdótico, la vida y la obra pictórica de Sargent llevan la impronta de que el mundo debería y debe ser cambiado, y esto también tiene consecuencias en el espectador. En efecto, si es posible que el artista y su obra reproduzcan y, por ende, perpetúen lo existente (de cara al espectador), también tienen el potencial de alejarlo, de sustraerlo; acaso alguna vez se encuentre frente Atlantic Storm, a La Biancheria, o junto a dos niñas encendiendo farolillos japoneses: Clavel, lirio, lirio rosa; y de esta manera contrastar los verdaderos intereses, miedos y valores del hombre, de aquellos que obedecen al fetichismo mercantil y que configuran nuestras experiencias psíquicas.

El cambio fáctico y psíquico precisa de cuestionamiento, en este sentido Sargent no condesciende, no se conforma con ahitar las fauces del aparato de poder, sino que también expone que lo que la razón del sistema exige de sus miembros es inmanentemente irracional; que en la era consumista en la que nos encontramos, existimos subyugados por las mercancías; pero que también es posible y necesario determinar nuestros propios destinos, garantizar nuestros medios de vida y de la comunidad. Habría que recuperar la idea de Benjamin, sobre que la sensibilidad que el artista vierte en sus imágenes, igual que lo hace la moda, anticipan lo real, lo venidero en muchos años, según dijo: “el que lograra descifrarla no solo conocería de antemano las más nuevas corrientes en el arte, sino los nuevos códigos legales, las nuevas guerras y revoluciones” (Benjamin, 2013: 149).

De esta reflexión conceptual en términos de necesidades antagónicas, se desprende que la obra de Sargent participa de la historia porque instruye cómo el valor de cambio aniquila nuestros sueños y esperanzas, evidencia la vida en su falsa libertad y apunta a una práctica existencial, al margen de un yo que actúa inconscientemente, el cual reproduce de manera refleja el rasgo objetivo. En un segundo momento invita a ejercer nuestras facultades críticas respecto a los fundamentos de nuestro ser social, esperando transformar a sus pasivos espectadores, petrificados por las relaciones sociales, en hombres sedientos de compromiso político y social.

Referencias

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1Se cuenta que el gonfaloniero Pier Soderini fue a ver la estatua que había encargado a Miguel Ángel y criticó lo grueso de su nariz. El escultor se subió sobre el andamiaje, tomo un cincel y un poco de polvo de mármol y, moviendo ligeramente el cincel, hizo caer poco a poco el polvo; pero se cuidó muy bien de no tocar la nariz y la dejo como estaba. Después, volviéndose hacia el gonfaloniero, le dijo: -Mirad ahora. -Ahora dijo Soderini, Me gustó mucho más. Le habéis dado vida (Rolland, 1988: 126). Por otro lado, el emperador José II, que se había interesado en el proyecto de la ópera de Mozart, El rapto de Serrallo, como prototipo de teatro alemán, no quedó al parecer satisfecho con la obra terminada. Le dijo al compositor, tras el estreno de la obra en Viena: “Demasiadas notas querido Mozart, demasiadas notas”. Se cuenta que Mozart replicó “Sólo las precisas, majestad” (Elias, 1991: 142).

Recibido: 11 de Mayo de 2022; Aprobado: 29 de Septiembre de 2022

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