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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.13 n.26 Valenciana Jul./Dec. 2020  Epub Dec 22, 2020

https://doi.org/10.15174/rv.vi26.535 

Dossier

Transculturar el debate. Los desafíos de la crítica literaria latinoamericana actual en dos escritoras: Mariana Enriquez y Liliana Colanzi

Transculture the debate. The challenges of current Latin American literary criticism in two writers: Mariana Enriquez and Liliana Colanzi

Alejandra Amatto* 

*Universidad Nacional Autónoma de México, México alejandra.amatto@gmail.com


Resumen

Este artículo discute la necesidad de establecer nuevas herramientas analíticas que acompañen los procesos interpretativos de la literatura latinoamericana actual. Se parte de la concepción de un nuevo momento en nuestras letras que debe contar con un soporte crítico a la altura de sus necesidades. Para ello, se pretende desmontar la definición clásica de transculturación, empleada por el cubano Fernando Ortiz y retomada por el uruguayo Ángel Rama, con la intención de estructurar una categoría operativa denominada: literaturas del descontento realista. Esta designación permitirá acercarse a las obras de las narradoras Mariana Enriquez y Liliana Colanzi, con la finalidad de ejemplificar en el análisis de dos de sus cuentos la propuesta formulada. Asimismo, el artículo pretende reflexionar sobre algunas de las variaciones de la crítica latinoamericana frente a su posición con respecto a las literaturas de irrealidad y la literatura realista actuales.

Palabras clave: teoría literaria; Latinoamérica; nuevas narrativas; Enriquez; Colanzi

Summary

This article discusses the need to establish new analytical tools that accompany the interpretive processes of current Latin American literature. It is based on the conception of a new moment in our letters that must have a critical support that meets your needs. For this, it is intended to dismantle the classic definition of transculturation, used by the Cuban Fernando Ortiz and retaken by the Uruguayan Angel Rama, with the intention of structuring an operational category called: literatures of realistic discontent. This designation will allow to approach the works of the narrators Mariana Enriquez and Liliana Colanzi, in order to exemplify in the analysis of two of her stories the proposal made. Likewise, the article intends to reflect on some of the variations of Latin American criticism regarding its position with respect to current literature of unreality and realistic literature.

Keywords: Literary theory; Latin America; New narratives; Enriquez; Colanzi

Hablar sobre la actualidad de la teoría literaria latinoamericana escrita en nuestros días, partiendo de un concepto, al parecer, tan detonado como el de transculturación -gestado y redefinido por los críticos Fernando Ortiz y Ángel Rama, respectivamente-, parecería casi un oxímoron. La revisión de los recientes años “críticos”, en su doble sentido de acepción, nos lleva a cuestionarnos acerca de las prácticas reflexivas en torno a la literatura latinoamericana actual, y a quienes desarrollan una labor predominante que ya no intenta, necesariamente, describir, clasificar u ordenar las diferentes manifestaciones estéticas que han surgido en los últimos años en nuestro continente. En la actualidad parecería que la labor de la crítica trata, más bien, de comprender el fenómeno literario en todas sus aristas interdisciplinares, antes de someterlo a una rigurosa clasificación que puede quedar desdibujada frente a los nuevos retos estéticos propuestos en este siglo. Así, como sostiene Ángel Rama, Fernando Ortiz razonó el concepto de transculturación del siguiente modo:

Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una cultura, que es lo que en rigor indica la voz anglo-americana aculturación, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse neoculturación (Rama apud Ortiz, 2008: 39).

En esta ocasión, no emplearé aquí el concepto de transculturación en su sentido hermenéutico más clásico que implica grosso modo, como lo indica la cita anterior, la adopción por parte de un pueblo o grupo social de formas culturales de otro y que, incluso, pueden llegar a sustituir completa o parcialmente las suyas propias, sino que me referiré a una transculturación que juega con las variables dependientes de los mecanismos analíticos literarios sustitutivos, como herramientas razonadas para la construcción del producto final: una indagación metódica sobre las nuevas obras literarias que se escriben en América Latina, desde América Latina, y que requieren, necesariamente, de nuevos métodos de lectura y análisis, que bien podrían situarse en el proceso de neoculturación que menciona Ortiz. Así también lo señala de manera global Françoise Perus cuando sostiene, acertadamente, que:

América Latina no existe tan sólo como una de las ‘periferias’ de la ‘historia mundial’, ni está destinada por ello a ‘padecerla’ […]. En las condiciones que le son propias, y con las muy diversas herencias suyas, lo quiera o no, América Latina es parte activa de esta misma historia, Por lo mismo, le corresponde a ella pensar este lugar y este papel desde ella misma, y no tan sólo en función de lo que otros deciden por ella en otra parte (Perus, 2019: 18-19).

Dicho de otro modo, y a la luz de estas posturas críticas, es posible que el proceso transcultural se traslade del objeto analizado a la herramienta de análisis, que debe ser novedosa y efectiva, tal y como lo demandan las denominadas nuevas narrativas latinoamericanas.

Con esto no quiero decir que en décadas anteriores la comprensión del fenómeno literario estuviera ausente de algunas de estas cualidades. No obstante, el recorrido analítico emprendido por la crítica literaria de los últimos cincuenta años en América Latina dictaba, en la mayor parte de los casos, un pulso sensiblemente conservador ¿A qué me refiero?: debían pasar décadas, por lo general, para que la consagración de un autor o autora latinoamericana finalmente llegara. La comprensión del fenómeno literario, producto de una nueva respuesta estética, tardaba en comprenderse y muchas veces se corría el riesgo de ser apreciado, como lo diría el propio Ortiz, como un producto de la neoculturación. Las palabras claves: reconocimiento, tradición narrativa, estilo y novedad, no se podían atribuir de manera tan inmediata a un nuevo grupo de escritores que debían pasar por el filtro del reconocimiento crítico y académico, sorteando rudas pruebas de corte casi filológico.

Con esta última afirmación no pretendo desdeñar ni la postura de la crítica en años previos, ni desmerecer su trabajo reciente, bajo el falso dilema de mayor o menor rigurosidad en sus juicios analíticos, sino que me refiero a una instancia de carácter central ya mencionada líneas arriba: estamos frente a un nuevo momento de la literatura latinoamericana y éste requiere de nuevas herramientas analíticas que, por un lado, descansen en el sentido primigenio de nuestra rica tradición crítica pero que, por el otro, también se vigoricen con las nuevas demandas que el análisis de esta literatura reciente solicita. Como sostiene Víctor Barrera Enderle:

[…] la historia literaria latinoamericana, en todos sus procesos y registros, es la manifestación de la puesta en escena en diversos procedimientos críticos y apropiaciones teóricas en aras no sólo del cuestionamiento o encubrimiento del canon, sino, y esto es lo fundamental, de la búsqueda por establecer una relación (implícita y explícita) sobre la literatura y sus múltiples formas de aprehenderla (contenidas aquí todas las formas de mediación experimentadas hasta ahora) […] Me parece, más bien, que las transformaciones actuales hacen más difícil cualquier intento de representación (y esa sensación de rechazo o sospecha prevalecerá entre nosotros por un buen rato); esto sin embargo no conlleva a la clausura de la empresa. El tiempo pasa, las obras siguen apareciendo y se registran de alguna u otra manera: si dejamos de lado la escritura de la historia literaria desde una perspectiva crítica y cultural, el mercado o las instituciones culturales, o los booktubers, se encargarán de hacerla o de inventarla según sus propios intereses y demandas (Barrera Enderle, 2019: 202).

La actualidad del problema a analizar se desprende parcialmente de la cita anterior. La inmediatez del mercado editorial, sus diversos intereses y sus nuevos modelos lectores requieren de una acción más efectiva y empática por parte de la crítica literaria actual que debe responder con herramientas analíticas sólidas y confiables, pero al mismo tiempo novedosas, para trascender las viejas costumbres a pesar de los desafíos que esto representa. Si bien estos debates se hallan ya en espacios como la crítica literaria feminista de finales del XX e inicios del XXI, la biopolítica, la ecocrítica, la crítica de los estudios desde la materialidad y el uso activo del archivo, etc., es posible profundizar más allá de este amplio espectro de postulados críticos, sin dejar de entenderlos como herramientas complementarias.

Me he referido a un nuevo momento de la literatura latinoamericana actual. Esta afirmación, por obvias razones metodológicas, no deben ser, al decir de Antonio Cornejo Polar, una escritura en el aire. Por ese motivo, me dedicaré a señalar algunos de los ejemplos que están reencauzando la producción narrativa latinoamericana actual, para después trazar una ruta crítica que describa la importancia de abordarla con nuevas herramientas de análisis que, sin duda, tendrán que reconocer las huellas de una parte importante de la tradición a la que pertenecen.1

En ese sentido, trabajaré en el análisis parcial de dos textos de las escritoras Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) y Liliana Colanzi (Bolivia, 1981), que me parecen ejemplos ideales para reflexionar los desafíos interpretativos que la crítica literaria latinoamericana tiene hoy por delante. En ellas no sólo se reconoce la tradición de las voces de otras autoras, tanto latinoamericanas como anglosajonas, que las antecedieron (Silvina Ocampo, Beatriz Guido, Shirley Jackson o Ursula K. Le Guin),2 sino que la reconfiguración de esa herencia, en las obras de estas dos escritoras actuales, representa un modelo significativamente novedoso, muy útil para la propuesta crítica en la que pretendo adentrarme. Pero antes de ello, anticiparé algunos elementos conceptuales que propondré como ejemplo de una herramienta analítica más cercana a nuestras circunstancias literarias actuales. Desde ya adelanto que este modelo no pretende ser totalizador ni desconoce, como se dijo líneas arriba, las otras herramientas teóricas que se han venido desarrollando en los últimos años. Simplemente, confío en que expresa un método más pertinente, y que se ajusta de mejor manera, al análisis del corpus que he seleccionado.

Literaturas del “descontento realista”

La complejidad presente en un importante número de nuevas estéticas narrativas, a finales del siglo XX y ya entrados en dos décadas del XXI, exhibe un panorama muy variado con respecto a las diversas manifestaciones de la literatura latinoamericana que, más que contemporánea, prefiero llamar actual, inmediata. La rapidez editorial con la que estas literaturas logran llegar a los lectores, gracias a las herramientas de orden mediático, las redes sociales y los avances tecnológicos que ya todos conocemos, instauran una nueva velocidad en la recepción de los textos, en su procesamiento y estipulan una medición casi anímica de los lectores con contextos paralelos a su “realidad”.

Las recientes audacias y preocupaciones narrativas de estas autoras, que he tomado como muestra parcial del fenómeno a discutir, no sólo se ven representadas en un universo de orden temático. La violencia en todas sus manifestaciones (principalmente la política y la patriarcal), el colapso ambiental, las crisis identitarias, la migración y la brutalidad del sistema capitalista en general, no son, por sí mismos, los asuntos plenamente novedosos de sus escrituras. No obstante, todos ellos están acompañados en sus obras por una estructura de carácter narrativo que teje, como hace tiempo no se había visto en la narrativa latinoamericana -con algunas excepciones por ejemplo como las mexicanas Cristina Rivera Garza o Cecilia Eudave-, una superficie lacerante de la escritura. De este modo, el tradicional concepto de forma y fondo vuelve a dar un giro notable en el establecimiento de sus propios códigos lingüísticos y estructurales.

Podríamos decir, sobre este punto, que géneros tan arraigados en nuestra tradición como el fantástico, la ciencia ficción o el terror -antaño menospreciados por una antigua y rancia visión de la crítica más costumbrista de mediados del siglo pasado- renuevan su protagonismo en la narrativa latinoamericana de finales del siglo XX e inicio del XXI. Esta afirmación no implica presuponer que las recientes manifestaciones de los últimos veinte años, encausadas en las plumas de estas escritoras, no devienen del rescate, como ya se dijo, de una tradición muchas veces confesa de estos géneros, pero indudablemente reestructurados en un sentido de plena actualidad.

La novedad de este proceso es, paradójicamente, un clásico. Si algo nos ha enseñado la historiografía literaria es que los géneros, a la luz de su sentido histórico, siempre regresan para una revitalización estética y temática. En este sentido resulta muy valioso comprender que ya la agrupación de varias de estas escrituras, en cualquiera de las categorías anteriormente señaladas, parecerían generar un efecto corsé. No podemos hablar de un sentido plenamente fantástico en toda la obra de Enriquez o Colanzi, ni agregarle a todos sus textos la pertinente clasificación bicéfala de fantástico-terrorífico, muy útil para la interpretación de varios de sus textos. Como tampoco podríamos situar, por ejemplo, en la muchas veces incómoda categoría de realismo sucio a la obra de Claudia Salazar Jiménez (Lima, 1976) o literatura del senderismo en el Perú. La posibilidad de denominarlas literaturas de irrealidad, término empleado con frecuencia por la crítica mexicana Ana María Morales, también nos presenta dificultades importantes, pues no todas ellas responden a la clasificación de la tristemente recién fallecida investigadora mexicana. Y es que “en los últimos años, una de las preocupaciones metodológicas fundamentales por parte de los críticos dedicados al estudio de lo fantástico y sus categorías más próximas, ha sido fijar con determinación los límites genéricos y temáticos de esta literatura con respecto de otras áreas que, en muchos aspectos, le son afines” (Amatto, 2019a: 290).

Sin embargo, este sentido clasificatorio y taxonómico de la crítica no ha sido en vano. Tipificar y definir los rasgos centrales de una obra literaria nos ayuda a comprenderla en su sentido organizativo como un modelo estético que nos “dice algo” de una manera en que ninguna otra disciplina lo hace, aunque lo que se nos diga también esté relacionado con otros discursos como la historia, la filosofía o la sociología. Por ese motivo, aventuro la denominación de literaturas del descontento realista para agrupar la mayor cantidad de rasgos discursivos que atraviesan las escrituras de estas narrativas. Desde ya adelanto que esta denominación, afortunadamente desde mi punto de vista, tampoco podrá abarcarlas en un absoluto (ninguna clasificación podría hacerlo), pues esa afirmación forma parte de la utópica idea positivista de los modelos clasificatorios dominantes y de corte científico, ya muy discutidos por la crítica literaria en siglo pasado. Pero sí considero que esta forma de denominación podrá ser efectiva para realizar un análisis lo más certero posible sobre este nuevo momento de la producción narrativa latinoamericana y las diversas herramientas críticas con las que debemos examinarla.

¿A qué me refiero con literaturas del descontento realista? Durante las últimas décadas hemos atestiguado un cambio nodal con respecto al concepto de “realismo” en la literatura. Alejados de las premisas decimonónicas, y de sus nuevas manifestaciones -a partir de los años treinta del siglo pasado- que revitalizaron su relación con la incisiva observación y la denuncia de problemas sociales, la literatura llamada “realista”, con todas las variantes y problemas teóricos que esto puede desencadenar -y en los que no me voy a detener aquí por no ser el objeto central de mi trabajo-, modificó varios elementos de su propia construcción, tanto textual como temática, apartándose de los modelos más tradicionales a los que estaba sujeta en sus orígenes. Sin embargo, dentro de esta transformación estética, el realismo no dejó de presentarse como un modelo que recrea un paradigma presente y cognoscible de la cotidianidad, que asume la comprensión y aceptación plena del lector implícito.

Por el contrario, las literaturas que manifiestan su descontento hacia este paradigma no lo hacen, repito, simplemente desde una perspectiva de orden temático, sino que lo desafían exponiendo su discrepancia desde una conjunción basada en lo estructural.3 Su insatisfacción es múltiple y diversa, abordan temas que increpan de manera incisiva al lector y a la crítica, porque se desarrollan desde antiguas periferias modélicas, así como temáticas, que varios sectores la sociedad no quieren ver. De ahí el empleo de la palabra descontento, que implica el disgusto o el desagrado frente a una situación determinada; en este caso frente a una realidad social que la literatura de estas escritoras pretende evidenciar.

Sin duda, el realismo, entendido en su sentido más abierto y funcional, y todas las literaturas agrupadas bajo su signo generalmente opuesto (fantástica, terror, ciencia ficción, e incluso las llamadas impulcras) tratan temas comunes, similares en sus presentaciones discursivas, no así en sus estrategias y montajes textuales. Por ese motivo, las obras de las autoras latinoamericanas, que pretendo agrupar bajo la categoría del descontento realista, me permitirán ahondar en esta intuición interpretativa a la que acudo como una posible nueva herramienta exploratoria del texto.

II. Ecos y voces mortuorias en la literatura fantástica latinoamericana del siglo XXI

Como ya he mencionado en otros trabajos, si algo ha caracterizado a la narrativa fantástica latinoamericana contemporánea, principalmente en las últimas décadas, es su indiscutible patrón subversivo que empalma tanto la construcción del modelo textual como los temas que desde él se abordan. De este modo, lo que tradicionalmente la crítica literaria ha denominado “forma” y “fondo” se unen en un esfuerzo imperioso y articulado para postular, a partir de la irrupción del suceso insólito, derivado del montaje técnico-textual, la exhibición no sólo de un mecanismo estético sino la interpelación de un universo cuyas características sociales y políticas transgreden, muchas veces, los parámetros culturales convencionalmente establecidos. Es así como lo fantástico transgrede una primera frontera que cruza los límites (umbrales) de “lo real” hacia lo “irreal” (Amatto, 2019: 104)

En este sentido, el género fantástico es, pues, el género por excelencia de la transgresión. Interroga y subvierte el mundo en el que vivimos a través de procedimientos textuales que desafían nuestro paradigma de realidad y, con ello, cuestionan la posibilidad de explicarla. Como mencioné, este procedimiento no se queda en una vana articulación ni estética ni ornamental, pues postula, si se quiere, la idea de que a un modelo narrativo “perturbador” de los patrones estructurales del realismo corresponde, muchas veces, un tema que también lo interpela desde sus convenciones sociales más anquilosadas. Desde esta perspectiva, el género fantástico atraviesa tanto las fronteras de orden “textual”, en su realización narrativa concreta, como en los temas que selecciona para interpelar, a través de la literatura, una realidad latinoamericana, cada vez más compleja. Los ejemplos de esta “dupla” que implica el desborde de la frontera, de lo que también podemos llamar como “mimético” y no “mimético”, abundan en nuestras literaturas de irrealidad y postulan problemas de orden social desde las perspectivas más variadas.

Un ejemplo de ello es el relato “Cuando hablábamos con los muertos”, de Mariana Enriquez, publicado en Los peligros de fumar en la cama (2009). La escritora argentina representa un modelo imprescindible para comprender algunas de las premisas que he venido desarrollando líneas arriba. Enriquez es, junto con Samanta Schweblin, Andrés Neuman, Félix Bruzzone, entre otros, parte de la segunda oleada narrativa a la que Elsa Drucaroff denominó, en su libro Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura (2011), como la “nueva narrativa argentina” (NNA). Drucaroff identifica sus inicios en los años noventa, más precisamente con la aparición de la “Biblioteca del Sur” dirigida por Juan Form. Para la crítica, esta generación se destaca por

el predominio de una entonación mucho más socarrona que seria. La caída de los grandes relatos, que se expresa en la caída de la sintaxis, ha generado cuentos sin grandes acontecimientos climáticos. Otro cambio importante es que la literatura anterior estaba muy alimentada por las vanguardias europeas y la NNA corre la centralidad de esta estética hacia una escuela norteamericana de relato mucho más lineal, con un trabajo referencial del lenguaje muy cuidado (Drucaroff, 2018: 1).

A todo esto, se suma un elemento particularmente destacado en el análisis del cuento de Enriquez; la presencia de una figura que se presenta de manera frecuente, pero totalmente reformulada en esta nueva narrativa: el fantasma. Así lo señala la crítica argentina al ser entrevistada para el suplemento cultural de la revista Perfil:

Lo que yo vi en las primeras generaciones de posdictadura es que se armaba una trama que yo llamo “dos pero uno muerto”: dos hermanos pero faltaba uno, dos mellizas, dos amigos, en los que uno muere o del que no se sabe nada, que a mí me remitía a una presencia fantasmal que acompañaba a los narradores, muy presionante, por ser un hermano genial, o a veces directamente aparecía el amigo desaparecido, con esa aura épica, inimitable. Y yo leí eso en relación con la culpa de una generación que se crió con el fantasma de los desaparecidos deambulando entre ellos (Drucaroff, 2018: 1).

Precisamente, el relato de Enriquez narra la historia de cuatro amigas adolescentes pertenecientes a la pauperizada clase media baja argentina de los años noventa, que deciden jugar al “juego de la copa” o mejor conocido como la güija, para ponerse en contacto, primero por diversión y luego por necesidad, con los muertos. La narración nos traslada a un entorno problemático, todas las chicas (la narradora que posee nombre de pila, la Polaca, la Pinocha, Nadia y Julita) tienen diversos conflictos en sus casas, todas ellas buscan un espacio para poder hacer el juego (por desidia, aburrimiento) y en un principio afrontan con naturalidad el diálogo entre vivos y muertos a través de sus sesiones espiritistas:

Para colmo cuando empezamos con la copa era invierno, así que no podíamos abrir las ventanas porque nos cagábamos de frío. Así, encerradas entre el humo y con la copa totalmente enloquecida nos encontró Dalila, la madre de la Polaca, y nos sacó a patadas. Yo pude recuperar la tabla y Julita pudo evitar que se partiera la copa, lo cual hubiera sido un desastre para la pobre Polaca y su familia, porque el muerto con el que estábamos hablando justo en ese momento parecía malísimo, hasta había dicho que no era un muerto-espíritu, nos había dicho que era un ángel caído. Igual, a esa altura ya sabíamos que los muertos eran muy mentirosos y mañosos, y no nos asustaban más con trucos berretas, como que adivinaran cumpleaños o segundos nombres de abuelos (Enriquez, 2009: 188).

Estas primeras narraciones, con rasgos humorísticos de los encuentros con los espíritus de los muertos mediante la intervención de la copa, van intercaladas de manera paralela con la sordidez del mundo de los adultos en el que las cinco chicas se encuentran inmersas. Tienen problemas económicos (típicos de las múltiples crisis de los años noventa en América Latina) habitan casas pequeñas y sus familias están afectivamente desintegradas. Todas estas circunstancias les impiden vivir adolescencias plenas y felices; es por este motivo que el juego, de características transgresoras para las familias católicas de varias de ellas, es una vía de escape frente a sus propias condiciones de marginalidad.

Sin embargo, rápidamente, la narración revela un carácter más demoledor en su esencia: cuatro de las cinco jóvenes tienen vínculo familiar o cercano con algún detenido-desaparecido por la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983) y una de ellas en particular, Julita, tiene desaparecidos a sus dos padres. De aquí en adelante, el relato se transforma de manera significativa. La esencia narrativa del cuento pasa de lo lúdico a lo dramático. En primer lugar, porque esta historia de corte fantástico-terrorífico nos devela condiciones sociales extremadamente duras de la cotidianidad en la que viven las adolescentes latinoamericanas expuestas a la violencia, la ausencia de lazos familiares que logren contención afectiva y a los peligros cotidianos de habitar espacios urbanos pauperizados por la miseria. Esto queda expuesto en la descripción de la narradora acerca del lugar en el que vive el personaje de Nadia y su imposibilidad práctica de ser un sitio seguro y viable para alojarlas mientras realizan el juego:

Lo de Nadia era imposible también porque quedaba en la villa: las otras cuatro no vivíamos en barrios muy copados, pero nuestros padres no nos iban a dejar ni en pedo pasar la noche en la villa, para ellos era demasiado. Nos podíamos haber escapado sin decirles, pero la verdad es que también nos daba un poco de miedo ir. Nadia, además, no nos mentía: nos contaba que era muy brava la villa, y que ella se quería rajar lo antes que pudiera, porque estaba harta de escuchar los tiros en la noche y los gritos de guachos repasados, y de gente que tuviera miedo de visitarla (Enriquez, 2009: 189-190).

A pesar de las múltiples transgresiones adolescentes por las que transitan los personajes de Enriquez, las chicas del relato son totalmente conscientes del riesgo que implica el traslado a la “villa miseria” en donde vive su amiga. Después de cambiar el lugar de la reunión a la casa de la Pinocha, quien vive en la periferia de la ciudad de Buenos Aires, Julita asume una decisión fundamental, pues quiere contactar a sus padres desaparecidos, hablar con sus muertos: “Estuvo buenísimo que Julita finalmente abriera la boca sobre sus viejos, porque nosotras no nos animábamos a preguntarle. En la escuela se hablaba mucho del tema […] la cuestión era que todos sabían que los padres de Julita no se habían muerto en un accidente: los viejos de Julita habían desaparecido. Estaban desaparecidos. Eran desaparecidos” (Enriquez, 2009: 192).

El énfasis de la narradora en la condición de desaparecidos de los padres de su amiga le imprime al texto nuevas coordenadas de lectura y nos obliga a pensar en nuevas herramientas interpretativas que examinan a través del relato fantástico terrorífico, las huellas hirientes del terrible pasado reciente que marcó la historia de América Latina durante varias décadas. Aquí caben dos preguntas esenciales para el análisis cuya respuesta se resuelve bajo códigos escriturales muy distintos ¿Qué posibilidades existen para que, desde un más allá improbable, las víctimas de la dictadura puedan decirles a sus familiares en donde están sus restos? ¿Cómo lo resuelve técnicamente la narración de Enriquez?

Si bien es cierto que el tema de los desaparecidos y la represión en la dictadura ya habían sido trabajados en obras cumbres de la tradición latinoamericana como Respiración artificial (1980), de Ricardo Piglia o El beso de la mujer araña (1976), de Manuel Puig; en la primera novela estamos ante la escritura de un ¿diario, epistolario, fragmento narrativo? de la historia de un desaparecido, que se interrumpirá con ese suceso, y en la segunda frente al relato fragmentado de la vida carcelaria a través de la tortura y el rumor de la desaparición que padecen sus personajes. Pero Enriquez lleva el motivo de la desaparición forzada más allá, porque con la conclusión de su relato le da voz de manera “directa” a personajes víctimas de esta práctica. Esto, parecería, sólo se puede lograr técnicamente partiendo de una literatura que no se maneje dentro de los márgenes del realismo, sino que exponga su descontento frente a los mecanismos de construcción textual que éste le ofrece, como sería el caso de lo fantástico-terrorífico.

En este sentido, la escritora argentina revitaliza un mecanismo narrativo clásico para ambos géneros, ya implementado con anterioridad por autores mexicanos como Juan Rulfo en la novela Pedro Páramo, o Elena Garro y Francisco Tario en los cuentos “¿Qué hora es? y “La noche de Margaret Rose”, respectivamente. Este mecanismo narrativo opera de manera eficaz en el cuento de la autora con un giro que también le aporta una temática dolorosamente contemporánea. El relato de Enriquez asimila un aspecto que la crítica sobre lo fantástico ha denominado “la muerte fantástica”, o como lo explica Magali Velasco “el mito de que los muertos pueden ‘llevarse’ consigo a los vivos y la creencia de que las personas que mueren de forma abrupta, violenta o sorpresiva no tienen conciencia de su nuevo estado, por lo que su espíritu vaga por el mundo de los vivos” (Velasco, 2007: 159).

Este tipo de muertos, como los padres de Julita o la figura fantasmal que suplanta la identidad corpórea del hermano de la Pinocha al final del cuento, están impedidos debido a las causas violentas y particulares de su muerte a comprender fehacientemente su nuevo estado. Así queda manifiesto en las palabras de Andrés, un muerto que según la narradora: “tenía rebuena onda, y le preguntamos por qué todos los muertos se iban cuando les preguntábamos a dónde estaban sus cuerpos. Nos dijo que algunos no sabían dónde estaban, entonces se ponían nerviosos, incómodos. Pero no contestaban porque alguien más les molestaba, una de nosotras” (Enriquez, 2009:195).

La irrupción fantástica en el cuento se presenta al final del relato con la transmigración de almas de uno de estos espíritus a la imagen de Leo, el hermano mayor de la Pinocha, la única de las chicas que, efectivamente, incomoda porque no tiene relación alguna con esta clase de muertos políticos, como se lo susurra Julita a la narradora: “es que a ella no le desapareció nadie” (Enriquez, 2009: 199). La suplantación del personaje del hermano traslada a la joven a una salida extraña y escalofriante al exterior de la casa, en pleno juego invocatorio y a la vista de todas las participantes. En ese punto del cuento se constata a través de una posterior llamada telefónica de la madre de la joven, totalmente alterada por la rareza de ese ente que “la tocó”, que su hermano estaba durmiendo en su departamento, al otro lado de la ciudad, negando cualquier llegada nocturna al hogar familiar.

Se rompe, entonces, el paradigma de realidad postulado por el cuento que implica que, más allá de lo lúdico, la comunicación entre vivos y muertos no forma parte de un suceso perteneciente a la cotidianidad de los personajes e instaura una línea interpretativa que nos interpela, desde la práctica de un juego de terror clásico, acerca nuestra trágica historia reciente como continente americano.

En diversas entrevistas -medios parcialmente veraces e informativos para nuestra práctica crítica actual, devenida de la inmediatez de estos tiempos literarios- Mariana Enriquez ha planteado que la importancia de los géneros a los que recurre en su escritura, el terror y lo fantástico, le permite interpelar críticamente los problemas de toda una sociedad a través de una redefinición del concepto de “miedo”, ese efecto bien conocido por una multiplicidad de lectores implícitos que lo enfrentan y que se traslada en sus textos reconstituyéndose con nuevos códigos y pautas sociales.4

Bajo otra perspectiva y desde una relación que se nutre de las leyendas andinas, Liliana Colanzi ejemplifica este mismo sentir de lo mortuorio, a través el regreso fantasmal de sus personajes, en su cuento “Alfredito” incluido en el libro de cuentos Nuestro mundo muerto, de 2016. La autora boliviana combina diversos registros a la hora de construir sus historias que van desde los frenéticos cambios de ambientación, modos lingüísticos de sus personajes, hasta la hibridación de géneros como el terror, lo fantástico y la ciencia ficción.

En este relato, a través del personaje de una niña de clase social acomodada, Colanzi nos traslada a un mundo lleno de indiferencia y abandono familiar, en el cual la muerte prematura de un niño “Alfredito”, compañero de escuela de la narradora, sirve como motivo para desentrañar los importantes lazos que se establecen entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Esto se logra mediante la introducción del personaje de la “nana” que será, además de la trasmisora del conocimiento místico, la verdadera proveedora de afecto en un mundo de meras apariencias sociales. Además, es a través de su sabiduría extática, representada en su conocimiento sobre las leyendas y las fuerzas del mal en los pueblos andinos, que podremos comprender el mundo colindante de espectros que tejen la narración.

El cuento inicia, como motivo recurrente en las literaturas del descontento realista, con una imagen sórdida, violenta e impactante, la cual genera una sensación de rechazo inmediata:

Una vez, cuando era niña, vi matar a un chancho. Era verano […] Apenas me apoyé en la baranda un chillido me golpeó de frente. Don Casiano machacaba al bicho a martillazos. El chancho aullaba -¿o gruñía? ¿o bramaba?- y corría por su vida, la mitad de la cara destrozada […] Según mi nana Elsa, que sabía de estas cosas, debió haber sido en ese momento cuando se me metió el susto, la ñaña, la cosa mala, porque desde entonces me convertí en una criatura nerviosa, llorona, impresionable. Dicen que con el susto a veces también viene el don de la clarividencia, por ejemplo, el ver sin haber visto. Pero todo esto estaba allí desde antes. Lo que es, vuelve, solía decir mi nana. Yo creo más bien que todo comenzó con la muerte de Alfredito (Colanzi, 2016: 19).

El sacrificio inicial del chancho, plasmado de violencia e inhumanidad, opera como una especie de ritual que genera, según la nana, el permanente estado alterado en el que se encontrará la protagonista a partir de este suceso. Desde este primer párrafo se puede observar cómo la autora intercala los elementos de una tradición popular que basa su sistema de creencias en lo sobrenatural, en contraste con un suceso que naturalmente impresionaría mucho a una niña: la muerte de un amigo. Sin embargo, lo más destacado del pasaje radica en la idea de “la cosa mala”, tal vez un juego inverso que alude a la “mala cosa” descrita por Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Naufragios, y que remite a la idea de un mal ancestral en la tradición prehispánica andina, muy comentada en el relato y en la obra de Colanzi, en general.

Aquí surge otro de los elementos importantes en este tipo de cuentos, desde esta parte de América Latina las nuevas narrativas que la conforman apelan con frecuencia a la reformulación de los mitos prehispánicos y de los saberes ancestrales de sus pueblos. No es una novedad en sí, ya autores como Pacheco, Fuentes o Garro habían apelado a este recurso. Pero su concreción dentro de la tradición literaria andina en general, y en la boliviana en particular, no se circunscribe sólo al ámbito de lo fantástico, sino que se lleva a otros registros genéricos de las también llamadas literaturas de irrealidad, la ciencia ficción y el terror, pasando por registros de aguda violencia política y social en sus contenidos temáticos.

Al igual que en el cuento de Enriquez, la narradora y sus amigos se encuentran en un profundo abandono afectivo, pues están rodeados de padres y madres que prefieren dedicar horas en la estética o en su vestimenta para asistir al velorio del niño, sin reparar con profundidad en la tragedia que implica la muerte en sí para sus hijos. Todos los adultos se preparan para lo que será un ritual social, mientras los niños especulan sobre los terribles alcances de la muerte y la narradora se fascina y aterra, al mismo tiempo, con las historias sobre demonios y maldiciones que le cuenta su nana. El relato de Colanzi exhibe otra cara de la moneda, las circunstancias económicas de las familias no develan un interés importante en sus hijos u ocupaciones, más bien la muerte de Alfredito sirve como escenario para exponer la pobreza humana de la clase social a la que pertenecen.

La crítica social se ve articulada, magistralmente, con giro fantástico de la historia, pues Alfredito se le “aparece” a Pupa, una de las chicas del grupo, amiga de la narradora:

Anoche se me apareció Alfredito, dijo Pupa de repente.

Qué hablás…, dijo Felipe.

Es verdad, insistió Pupa. Vino en sueños. Yo no sabía que había muerto. Tenía los ojos rojos y la cara hinchada. Daba miedo.

No se juega con esas cosas, Pupi, dijo Yeni, de pronto muy seria.

Pero no es juego. Yo lo vi. Quería decirme algo. Estaba sufriendo. ¿Qué tenés?, le pregunté. No me gusta acá, no se puede respirar, me dijo, y se agarró la garganta. Deciles a los otros que me esperen porque voy a volver (Colanzi, 2016: 26-27).

La aparición de Alfredito en sueños retoma, nuevamente, el postulado ya desarrollado en el cuento de Enriquez, el regreso de los muertos tras un deceso abrupto, violento o inesperado. Alfredito muere de un ataque de asma, por lo que el relato de Pupa sobre el sueño en el que se “le aparece” lo vuelve aún más estremecedor. El cuento cierra con la irrupción fantástica, después de que los niños se acercan al cuerpo inerte de Alfredito y presencian lo que parecería una especie de señal de resurrección -tras especular con la posible respiración de Alfredito registrada en el vidrio empañado del féretro-. Con esto, todos los niños supieron que su amigo “iba a volver”.

III. Los desafíos del debate

La recurrencia de estas recientes narrativas latinoamericanas sobre aspectos de suma conmoción emocional explota una veta punzante en nuestras sociedades. En definitiva, tanto Enriquez como Colanzi asumen que muchos elementos que componen la materia literaria de sus cuentos son extraídos de su propio entorno: historias recogidas en la nota roja -la que inspira, por ejemplo, el cuento “El chico sucio”, de Enriquez-, historias contadas por sujetos participantes de una tradición oral tremendamente vital -como en “Cuento con pájaro”, de Colanzi-, e historias que forman parte de una versión “no oficial” poco tratada por constituir, entre otras cosas, parte de la historia política más reciente de sus países.

Inicié este texto planteando la necesidad de torcer una definición clásica y entender el proceso transcultural de la crítica como un traslado del objeto analizado a la herramienta de análisis, haciendo hincapié en su novedad y efectividad. Si bien las recientes obras de estas dos autoras, vertiginosamente prolíficas -como en el caso específico de Enriquez-, mantienen en su esencia los signos de toda una tradición y nos han dado muestras originales de que la narrativa latinoamericana actual emprendió, ya mismo, otro camino.

“Cuando hablábamos con los muertos” y “Alfredito” no sólo son narraciones que asimilan las voces mortuorias devenidas de la represión dictatorial en la Argentina, o cuestionan la indiferencia de la crianza afectiva del mundo de los poderosos en los estratos de clase alta bolivianos. Son, también, de algún modo, muestras textuales que reivindican la necesidad de nuevas herramientas interpretativas para estudiarlas. Siguiendo a Beatriz Sarlo podemos sostener que la labor crítica se construye “en la resolución de un conjunto de contradicciones” (Sarlo, 2007: 55), no hay mejor manera de entender las demandas actuales de la literatura latinoamericana reciente hacia sus intérpretes. Nuestra tarea será entonces, como he intentado plantear, abocarnos a la gestación y el perfeccionamiento de nuevas herramientas que contribuyan a ahondar en esas contradicciones.

Bibliografía

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1Este proceso no es exclusivo de la narrativa latinoamericana, se registra en otros géneros como la poesía, la crónica, el teatro y el ensayo. Por razones de extensión y pertinencia me dedicaré a explorar el ámbito de la narrativa.

2Para complementar el refuerzo de esta genealogía de escritoras, las latinoamericanas en particular, véase el brillante estudio de Nadina Olmedo, (2013), Ecos góticos de la novela del Cono Sur, Juan de la Cuesta, Estados Unidos; y el de Mery Erdal Jordan, (1998), La narrativa fantástica: evolución del género y su relación con las concepciones del lenguaje, Iberoamericana, Madrid.

3Como señala Jazmín Tapia, siguiendo las palabras de la crítica Ana María Morales “para la teoría moderna, la codificación fantástica no se encuentra en el nivel temático de un texto, sino, más bien, ‘en preparar un sistema textual sólidamente anclado en la mímesis para introducir en él uno o más elementos que parecen poner en riesgo su coherencia’” (Tapia Vázquez, 2019: 422).

4Véase a la entrevista realizada a Mariana Enriquez: “Distopías, terror y otras ficciones” (Amatto, 2020).

Recibido: 04 de Marzo de 2020; Aprobado: 15 de Mayo de 2020

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