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Valenciana

Print version ISSN 2007-2538

Valenciana vol.9 n.17 Valenciana Jan./Jun. 2016

 

Reseñas

Miguel Morey. Pequeñas Doctrinas de la soledad

Jesús Ruiz Pozo* 

Josemaría Moreno González* 

*Universidad de Guanajuato

Morey, Miguel. Pequeñas Doctrinas de la soledad. ,, México: ,, Sexto Piso, , 2ª ed.,, 2015. .


No es lo que nos homologa en

la normalidad lo que nos hace

semejantes. Es porque estamos solos,

porque la noche reina, y porque

no sabemos, por lo que le cabe al

hombre mirarse en los ojos de otro

hombre como en un espejo.

Miguel Morey

Aparte de sus reconocidos trabajos como comentarista de Foucault con el que participó directamente en la escritura de su tesis doctoral y reconocido traductor del propio Foucault, Deleuze y Colli; Miguel Morey -autor de El Orden de los acontecimientos (1988), Deseo de ser piel roja (1994, Premio Anagrama de Ensayo) y Hotel Finisterre (2011)- asalta de nuevo una mediación entre el ensayo, el pensamiento eminentemente filosófico y la literatura en Pequeñas doctrinas de la soledad, texto preparado expresamente para el lector mexicano. Como resumen podría decirse que Morey en esta obra advierte que pocos son aquellos que viven como piensan y piensan porque viven, lo que junto con Nietzsche es a la vez una discrepancia para con los filósofos que ejemplifica la dificultad de hacer concordar algo que, evidentemente, es inabarcable -la vida- con un esfuerzo que, en comparación, no es más que una sombra, el pensamiento. O quizás al pensamiento se le debería de equiparar con una luz, pero una que así como ilumina, si se ve directamente, enceguece -esto no es una referencia al famoso mito de Platón sino al propio Nietzsche-, una luz que por más que alcance a iluminar algo siempre es mucho más lo que vela tras de sí.

En uno de los más bellos textos que componen este libro -“Del autor”- el barcelonés enuncia las tres influencias más importantes en su aprendizaje filosófico: Platón y su mejor lector, Plotino; Kant con la corte de sus mejores críticos, desde Schopenhauer hasta Benjamin, y una rama contemporánea, Deleuze, Foucault, Colli y Zambrano. Si éstas son series comunicantes, lo son, según él, sólo porque Nietzsche también está ahí como bisagra. Al venir de ahí, no es difícil ver cómo y por qué Morey se adueña de esa sentencia del alemán que Deleuze hiciera famosa en su monográfico sobre el pensador intempestivo: “la filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece ni contraria a nadie no es filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene este uso: denunciar la bajeza del pensamiento en todas sus formas” (Deleuze, 1993: 149).

En Pequeñas doctrinas de la soledad, Miguel Morey pone en juego permanentemente dos cuestiones que pueden ser rastreadas, a saber: su noción de meta filosófica y la causa eficiente del pensamiento. Si se opta por la expresión “poner en juego” para explicar lo que hace el filósofo catalán en esta obra, simple y llanamente, explicita cómo producir el movimiento y el fin del pensamiento. Directamente se opera en el sentido de lo expresado, si consideramos que el campo de juego de la filosofía subsiste en el lenguaje, Morey no ordena el lenguaje, se dedica a transitar por él, para (como en una de sus recursivas imágenes, sirviéndose del último aforismo de Aurora) ser un pájaro que vuela mar adentro sin hallar nada en el horizonte hasta que las fuerzas lo abandonan y cae feliz por saber que otros pájaros no sólo volarán en su misma dirección sino que puede haberlos guiado hasta una caída más lejana, o tal vez, sólo el valor de continuar tras Finisterra.

La errancia de un texto a otro a lo largo de la obra debe tomarse como una resistencia frente a la usual reivindicación del valor intemporal del saber. Pequeñas doctrinas trata de restaurar lo digno de la experiencia de lo que nos pasa, el valor de la propia experiencia de lo circundante. El fin de la filosofía en su ser propio será aquí la pura experiencia, precisamente este es el motivo de recurrir a obras literarias o ensayísticas, pues manifiestan y explotan en su producción algo que la propia filosofía olvida a veces: la representación conlleva en sí misma experiencia.

Tal vez se pueda formar el lector una visión de lo que puede esperarle tras las páginas de este libro con la otra clave que Morey señala permanentemente, lo que nosotros hemos tenido a bien llamar aquí la causa eficiente del pensamiento. Entendemos que podemos orientar brevemente esta causa por tres caminos en Pequeñas doctrinas de la soledad. Primero, de forma inevitable el pensar siempre da comienzo en un alguien y las circunstancias que lo rodean y, con ello, un sujeto al que le habla su conciencia. Al igual que un naufrago entre las olas nos deja poner en claro que la circunstancia de mantenerse a flote es en ese momento más importante que el yo, el sumergirse en la experiencia hablada de la conciencia convierte esa circunstancia en el verdadero cogito, el sujeto siempre es efecto de una situación. Morey no tiene la absurda pretensión de buscar figuras nuevas de la subjetividad, sino que apunta hacia procesos de subjetivación creativos. Es entonces un ejercicio a contrapelo, una exposición de la “soledad literata”. En efecto, de eso trata su obra, “de la soledad del leer y de la soledad del escribir, del leer y el escribir como modos mayores de interrogar la propia soledad” (26). Porque el autor no es ningún moralista anodino -véase la reiterativa alusión al genio de Descartes que, sin embargo, en cuanto a estos temas, no pudo proponer nada más brillante que su “moral provisional”, es decir, para evitar andar errantes y en el error, mejor caminar en línea recta- y a este respecto hay que tener en mente los dos importantes pasajes en la Ética de Spinoza en los que se hace referencia a la moral -V, PIV, Escolio: “la naturaleza humana está dispuesta de tal manera que cada cual apetece que los demás vivan conforme a su propia índole”, o la diferencia entre ambición y la “virtud llamada moralidad”-. La apuesta filosófica, predominantemente moral, de Morey en este libro es por una forma de leer y de hacerse uno mismo leyéndose -el ensayo como forma de resistencia, “el compromiso de dar qué pensar” (248)- o lo que es lo mismo: “la filosofía es también una praxis: el pensamiento es algo que sucede, una experiencia activa dotada de una gran fuerza disipativa, que transforma a la vez aquello que se piensa y el sujeto mismo que lo piensa” (263). La necesaria elucidación de este “leerse uno mismo” nos lleva a nuestro segundo paso sobre que requiera el pensar-se.

La soledad propia, de aquel que empieza a pensar totalmente vacío, tiene a lo largo del libro una condición particular por la que no sólo es experiencia singular sino que puede ser transmitida a otros, ese es precisamente el poder compartido en el envés de la escritura y la lectura. En el sujeto actual, aquel que piensa está sujeto a ser un alguien que lee y, por defecto, ejerce una racionalidad discursiva, escribe en su cabeza. ¿Qué aporta pensar en el que escribe o en el que lee?

Morey trata de profundizar en el cambio que supone tras la Modernidad, el ámbito de experiencia novedoso que ocurre en la modificación de la alianza entre las palabras y las cosas. Tal experiencia tiene cierta forma de paradoja; aquel que escribe, se dispone sólo ante una página en blanco, es un acto en soledad, pero a la vez esa soledad expresada engendra un motor de sentido para otros. Al mismo tiempo el lector se apresta a buscar la requerida soledad para enfrentar el texto, pura comunicación. Pero, se puede decir sin dudas, este proceso no es ninguna Consolación por la filosofía. El lector no es solamente una figura quijotesca que, como un Ignatius Reilly en contra de toda La conjura de los necios, encuentre en la lectura consolación alguna, o peor aún, la locura. Porque escribir es también saber leer -“¿Qué es preferible: leer un libro dos veces o leer dos libros? ¿Vale la pena leer una sola vez un libro que no merece ser leído dos veces?” (433). Saber leer es, antes que nada, leer en uno mismo, dijimos. El Quijote es una vez más referencia aquí. Es con él que se puede marcar cabalmente el inicio de esta nueva forma de lectura -sin lugar a dudas un momento que propicia la propagación del uso de la imprenta, a la desterritorialización le seguirá el arma, “las armas y las herramientas son consecuencias, nada más que consecuencias” (Deleuze y Guattari, 1987: 398)-; por eso, este libro es una herramienta para pensar y un arma frente al enemigo, el pensamiento instrumentalizado del cálculo, de lo posible como verdad. Morey, aun cuando comparte con Deleuze la opinión de que “la filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia”, pone las miras en su propuesta filosófica en raíces profundas, no personales ciertamente, pero sí muy interiores. Su preocupación está en la escritura, en la producción de escritura como un ejercicio de y en la soledad, como una defensa de “la soledad en que se está” (Zambrano Apud Morey, 2015: 26). Morey, a lo largo de su libro, retoma esta apología, también este ataque, y no titubea en extraer de ahí la fuerza de su pensamiento.

Teniendo en cuenta el primer camino que indicamos como intención: el sujeto sólo, haciéndose en lo que le habla dentro de sí, y el segundo camino, el específico de nuestra época post-ilustrada, en la que la soledad del hombre se refleja en la página en blanco escribiéndose. No nos queda más que referir brevemente cuál es el poder de esta soledad. Este acto intersubjetivo de la soledad es el arma que Morey utiliza ante la individualidad moderna o post-moderna que ostenta frívolamente al sujeto siempre como un sujeto que se siente egoístamente especial. Ante esto, la soledad que nos acompaña siempre susurra burlonamente por debajo: especial si… como todos los demás. Sin embargo, lo único sólo se presenta en la soledad compartida de cada uno. Esa experiencia es la piedra de toque de toda la obra, una defensa de aquello que se escribió una vez en el frontón del templo de Apolo en Delfos: conócete a ti mismo. Contraste notable con el discurso abotargado e ilegible de los periodistas y los profesores de filosofía; es decir, respectivamente, un contraste con el buen sentido, de lo que se tiene que opinar acerca de lo que hoy pensamos, y con el sentido común, de lo que se opina sobre lo que ya ha sido pensado.

Pocos conceptos y bien usados, diría el Dr. Morey durante su última visita a México en una conversación privada. Sí, pero, al mismo tiempo, también una invitación para “abrir una puerta en el pensamiento del lector que le conduzca hacia una experiencia de conocimiento que tan sólo el lector puede hacer, y cada lector la suya. Tal como en una buena conversación” (264). Eso es precisamente hacer una pequeña doctrina de la soledad.

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