Introducción
El estudio de las instituciones indianas, trasladadas como parte del establecimiento del Estado español en América, han sido motivo de investigaciones e importantes obras, algunas de las cuales, en distintos momentos, hacen referencia a la universidad y al papel que desempeñó en la consolidación de la vida política y cultural del virreinato. Para el presente trabajo me circunscribo a la Real Universidad Literaria de Guadalajara, fundada en 1792, destacando su proyección provincial y los nuevos aires que en educación significaron las políticas del reformismo borbónico. Para la Nueva Galicia y para Guadalajara en particular, un personaje fundamental fue sin duda Matías Ángel de la Mota y Padilla,1 actor clave en la creación del proyecto universitario.
Antecedentes: algunos biógrafos
La vida y obra de los personajes que son motores del cambio, como es el caso de don Matías de la Mota y Padilla, sin duda despiertan el interés y la pasión de los estudiosos de las disciplinas humanísticas; gracias a las contribuciones de connotados investigadores, podemos apreciar a la distancia las aportaciones que realizó nuestro personaje y la visión que tuvo de su entorno para reconstruir escenarios sociales. La dimensión historiográfica ha ido configurándose para situarlo como elemento clave en la vida de Guadalajara.
La historiadora María del Carmen Velázquez aborda la actuación política de Mota Padilla en torno al poblamiento de la Nueva Galicia, así como las cuestiones que amalgamaron la sociedad de esa época. Con su estudio, Velázquez identifica pautas y políticas generadas o impulsadas por de la Mota y Padilla, dirigidas a un mejor desarrollo a fin de garantizar el bien común.2
Complementaria a la visión anterior, Armando Martínez Moya revisa de manera sistemática la actuación de Mota y Padilla como regidor en el Cabildo, en donde la impronta es su espíritu innovador, propositivo y modernizador; Martínez Moya analiza de manera particular la Ejecutoria que Mota Padilla realizó para solicitar una universidad al Reino de la Nueva Galicia, con la intención de reconstruir el largo proceso de gestión que se dio para el establecimiento de esa institución.3
También incursionaron en la biografía de Mota Padilla, el historiador, filólogo y bibliógrafo Joaquín García Icazbalceta, en el Diccionario Universal de Historia y Geografía (1854); y don Jacinto Rubio, en 1872, presenta un bosquejo biográfico de Mota Padilla señalando que tuvo acceso a los archivos personales del ilustre historiador, quien iba recopilando de manera puntual y sistemática la documentación de su quehacer en el ámbito literario, así como sus servicios en los espacios públicos como miembro de algunas de las corporaciones de la ciudad, amén de los méritos y honores que estos conllevaban.
Cuando Jacinto Rubio se refiere a los materiales que consultó para reconstruir esa historia de vida, hace alusión a “montón de papeles, desgastados, raídos que no habían sido valorados por los historiadores de su tiempo”,4 su cronología sobre este intelectual y sobre la región es muy completa. Gracias a ella pudimos constatar que los distintos autores que abordan algún periodo de la vida de Matías de la Mota Padilla coinciden en la importancia de sus acciones, situación que genera confianza en la información que esta relación contiene. Sin embargo, no hay que perder de vista que los escasos registros individuales de su trayectoria hacen caer a veces en especulaciones.
De acuerdo a lo que la tradición marcaba, podemos pensar que Mota Padilla recibió su primera educación en el Seminario del Señor San José, espacio natural para los jóvenes de Guadalajara. Al respecto, Icazbalceta señala que el 4 de mayo de 1711 se tienen noticias certeras de que en la ciudad de México obtuvo el grado de bachiller en leyes y como alumno distinguido presentó oposición para la cátedra de Instituta, lo cual le permitió llevar a cabo su pasantía con el licenciado José Nolasco y estar en condiciones de presentar su examen de abogado ante la Real Audiencia de México en el mes de mayo del año siguiente, regresando a Guadalajara como un distinguido letrado.
Sin embargo, del título mencionado no hay nota de presentación ante la Audiencia de Guadalajara; en su lugar, nos encontramos con un informe de sus méritos, para obtener el permiso de ejercer la profesión de abogado en el Reino.
En 1713 fue designado como Abogado en el Juzgado de Bienes de Difuntos y cuatro años más tarde figura en los libros de cabildo como Alcalde ordinario de Guadalajara, además de ejercer su profesión de manera particular. Cabe aclarar que a pesar de ello, jamás desatendió la confección de proyectos en aras de la modernidad, desarrollo, urbanismo y salubridad de la ciudad.
Gracias a su fama y prestigio, don Tomas Terán de los Ríos, presidente de la Audiencia de la Nueva Galicia, en 1720 le otorgó el cargo de relator interino, que fue el inicio de su brillante carrera burocrática en ese distinguido cuerpo de gobierno y justicia.
A través de la revisión de las actas de cabildo y los asuntos de los papeles del Derecho de la Audiencia,5 hemos podido rastrear algunos de los oficios y cargos que desempeñó y que concentramos en la siguiente relación:
El presente trabajo es el punto de partida para realizar, a largo plazo, una historia de la educación y de la Universidad en Guadalajara a través de sus promotores, benefactores, líderes y próceres, hombres y mujeres que forjaron a la institución, y conocer su carácter y personalidad. Los trabajos que anteceden y orientan de alguna manera mis intereses por Matías de la Mota Padilla, se basan en una selección realizada después de múltiples lecturas y reflexiones.
El personaje
Referirnos a la Real Universidad Literaria de Guadalajara implica hacer memoria de su origen y de sus forjadores primarios, individuos que contribuyeron a dar vida a tan noble institución. La iniciativa para fundar la Universidad en la ciudad de Guadalajara, capital del Reino de la Nueva Galicia, se dio a finales del siglo XVII, cuando el obispo dominico de la diócesis tapatía, fray Felipe Galindo y Chávez, como responsable del Seminario Tridentino del Señor San José, en el año de 1696 solicita a la Corona de España la fundación de una universidad, y propone que se utilice el edificio del seminario como sede, ya que los habitantes del Reino requerían ampliar la formación de sus descendientes sin abandonar la tierra y la Iglesia necesitaba mayor número de personas capacitadas para la propagación de la fe. En su propuesta, fray Felipe Galindo y Chávez pedía al rey que en la futura universidad se estudiase a santo Tomás, además de tener la facultad de otorgar grados, y que -de igual manera que en España-, procurara sustento a sus colegiales, lo que significaba que la propuesta se ajustaba al grado de avance académico de la época. Sin embargo, a pesar de los aportes y súplicas que realizó para la instauración de la universidad, paulatinamente el asunto se fue borrando de la memoria ante el caudal de cambios y transformaciones que dieron paso a una rica vida institucional en la ciudad.
Son estos los primero pasos que darán vida a la universidad en 1792 y que fueron retomados por el historiador Matías de la Mota Padilla a mediados del siglo XVIII, quien con sus gestiones logró conjuntar esfuerzos institucionales a pesar de tener intereses distintos; el objetivo trazado para todas fue contar con una universidad.
Para iniciar con el estudio del personaje, destacamos su papel de gestor y sus dotes diplomáticos ya que los argumentos que exponía ante las autoridades reales, en contraposición al discurso de sus antecesores -quienes declaraban que con la universidad se evitaría la salida de talentos y fortunas de la región-, Mota Padilla anteponía la riqueza y beneficio que el monarca obtendría, utilizando en su informe de manera constante: “de lo que se perdería el rey si la ciudad de Guadalajara […]” no contara con una universidad o con un comercio amplio. Por poner algunos ejemplos, citaba que con la ilustración, la instrucción y “sólidos principios de religión y civilidad”,6 pronto la región podría contar con ministros letrados, abogados, profesores y médicos.
Para Martínez Moya, nuestro personaje “no solo concebirá una visión de universidad más integral y menos constreñida a la égida de la Iglesia, sino que representa sin duda el inicio de una influencia civilista institucional [muy propia del regalismo que empezará a incidir como extensión ilustrada], buscando el ejercicio institucional de lo civil y la promoción de lo científico […]”.7 El actuar de don Matías de la Mota Padilla refleja a un incansable promotor del desarrollo urbano y cultural de Guadalajara. En 1742 se le identifica como “un gran interesado y docto en las cuestiones de las leyes de poblamiento, demostrando en sus actuaciones una profunda preocupación por los asuntos de la tierra así como un enorme interés por cumplir, hacer cumplir y perfeccionar los ordenamientos de la autoridad real para que los indios fuesen ‘pacificados’”8 y no sometidos con violencia.
De sólida formación académica y científica, era versado tanto en leyes como en las políticas de poblamiento establecidas por los monarcas; se atrevió a modificar esas políticas en aras de un funcionamiento más eficaz de la ciudad. También puede ser considerado como un excelente urbanista, sus propuestas en torno al desarrollo de la ciudad se encaminaban a garantizar un programa de poblamiento idóneo para lograr el asentamiento de la población indígena en la región, acorde a la realidad de los territorios indianos en esos momentos.
Por lo anterior, y de acuerdo con María del Carmen Velázquez, el estudio de Mota Padilla resulta de interés no sólo para la historia de la educación, sino también de la ciudad y sus instituciones.
El asunto de la universidad fue uno de los tantos temas de su interés, se desempeñó como abogado del Ayuntamiento y de la Audiencia; su vertiente de urbanista se percibe a través de sus preocupaciones por el desarrollo de la ciudad ya que, para que sus iniciativas cristalizaran, debía conciliar los intereses de las instituciones que cohabitaban en la urbe. Entre las iniciativas que logró concretar durante su paso por el ayuntamiento destacan, por ejemplo, la presentación de reglamentos y ordenanzas para dar orden y equilibrio a la sociedad tapatía.
Su perseverancia fue sin duda lo que permitió la consolidación del proyecto de universidad iniciado en el siglo XVII por Galindo y Chávez. En 1742, el historiador don Matías de la Mota y Padilla presentó al Ayuntamiento un expediente que contenía las ventajas y beneficios que traería al Reino si se contara con una universidad, todo ello para dar respuesta a las solicitudes que el monarca (Carlos III) requería para fundamentar la propuesta que tiempo atrás se presentara en Cortes. La intervención de Mota Padilla permitió que en agosto de 1762 el rey solicitara formalmente de la Audiencia y del Obispado el parecer e informe en torno a la creación de la tan anhelada universidad.
Se puede inferir que durante el proceso de consulta, Mota Padilla fue el responsable de establecer los vínculos entre el Obispado, la Audiencia y el Ayuntamiento, pues en cada una de esas instancias contaba con el aprecio de quienes las encabezaban, además de gozar de reconocimiento y prestigio en la comunidad; por ejemplo, en la Iglesia lo consideraban “católico antiguo”, circunstancia que le otorgaba la máxima confianza entre los más cerrados círculos de la burocracia eclesiástica y, de alguna manera, eso pudo influir para la decisión favorable hacia el establecimiento de la universidad.
La cohesión y seguridad con la que se movió la elite, y la forma como se relacionó con los miembros del gobierno virreinal, hicieron posible la consolidación de su poder político y alentaron la autonomía respecto del virreinato de la Nueva España. Jaime Olveda señala que en esos tiempos Guadalajara tuvo su mayor esplendor; en 1790 se concluyó la construcción del Palacio de Gobierno que, junto con las referidas instituciones coloniales, convirtieron a Guadalajara en una ciudad metropolitana.9 Habría que agregar que durante los últimos diez años del siglo XVIII, Guadalajara vivió sus mejores momentos, ya que los proyectos acariciados por la elite y los gobernantes durante más de una centuria pudieron llegar a feliz término, aunque algunos tuvieron una vida efímera.
Un aspecto destacable para la vida de la ciudad durante esos años fueron las alianzas finamente tejidas entre el Ayuntamiento, el Obispado y la Audiencia, instancias que aparecen partición en las peticiones presentadas al rey y actuando como un solo cuerpo. La primera impresión que da esta circunstancia es que la vida institucional se desarrollaba en completa armonía.
Los expedientes que sirven para ilustrar la vida institucional de Guadalajara contienen suficientes evidencias de que estas instancias formaron una especie de frente común ante las iniciativas modernizadoras producto de las reformas del Estado borbón (1774-1784).
Proyectos semejantes implicaron negociaciones entre la Audiencia, el Ayuntamiento y el Obispado, como corporaciones preocupadas por el desarrollo económico y el bienestar de los pobladores locales. La Audiencia vio en esas gestiones la posibilidad de recuperar el control político de la región, utilizando esas iniciativas como estrategias de afianzamiento regional y para deslindarse en lo posible de la ingerencia del virreinato, por lo que no es de extrañar que tenga un papel estelar y figuere como la principal promotora de los cambios.
Las pretensiones y preocupaciones de la Audiencia se encaminaron hacia dos rubros fundamentales; el primero fue el educativo, en torno al establecimiento de la universidad, con el objeto de captar las simpatías, intereses y apoyo de los criollos oligarcas. El segundo se refirió al establecimiento de un consulado de comerciantes. Fue a instancias de la Audiencia que el Ayuntamiento inició en el año de 1774 los trámites de estas fundaciones, haciéndose responsable de solventar los gastos de un Agente de Cortes que gestionara en Madrid los intereses de la ciudad. Además del establecimiento de la universidad, se consideraba prioritario la fundación de la Casa de Moneda y, atendiendo al decreto que declaraba la libertad de comercio entre el reino de la Nueva Galicia y Guatemala por el Mar del Sur, también el consulado.10 Como el objetivo de este trabajo es resaltar el papel de Mota Padilla como gestor, nos centramos en la fundación de la universidad, por ser uno de los expedientes más completos que se conservan y dan una clara muestra de ello. A continuación, se exponen las gestiones emprendidas en este sentido.
Fundación de la Universidad
En el año de 1773, el Ayuntamiento comunicó al rey Carlos III que asumía la responsabilidad de continuar con la solicitud promovida por la Audiencia para el establecimiento de una Casa de Estudios Superiores destinada a elevar la cultura y calidad de los jóvenes del reino. Hasta ese momento -argumentaban- la juventud solo contaba con el Real Colegio Seminario de San José, pero Guadalajara era una ciudad próspera y populosa, los habitantes requerían mayor atención y la economía merecía ser fomentada. Estas circunstancias justificaban plenamente el establecimiento de una universidad, misma que evitaría mayores gastos a las familias ilustres de la región al permitir que sus hijos pudiesen prepararse profesionalmente sin abandonar su ciudad. El cálculo era que la medida fortalecería los lazos de identidad y la expectativa de ejercer posteriormente como ministros o eclesiásticos en las instituciones locales.
El interés para que esta y otras corporaciones se establecieran en la ciudad, fue el eje articulador entre los hombres ilustres y las instancias de gobierno temporal y espiritual. El clero participó aportando buena parte del dinero. Los miembros de la congregación de San Felipe Neri ofrecieron impartir las cátedras de manera gratuita; ejemplo que fue seguido por los dominicos y, más tarde, por los franciscanos. Los miembros del cabildo eclesiástico fueron los más interesados para que se agilizaran los trámites y enviaron justificaciones e informes favorables al monarca.
El Ayuntamiento y la Audiencia también hicieron lo propio ante el Consejo de Indias, enviando los informes para su revisión y aprobación; los integrantes del Consejo reconocieron esta petición como justa y adecuada. Para ello requirieron que se les comunicasen las artes que se enseñarían y los catedráticos propuestos para impartirlas, así como el lugar en el cual se establecería la anhelada universidad y los fondos con que se disponía para ello.11
Como respuesta, la sesión del 1 de abril de 1775 del Ayuntamiento tuvo como tema central el asunto de la fundación de la universidad. En primer lugar se discutió lo relativo al sitio para la nueva institución educativa, señalando que el edificio que había ocupado el Colegio de Santo Tomás era ideal para ese propósito, al tener “capacidad y cómoda proporción para aulas y otras oficinas”. Para las diligencias pertinentes se comisionó al alcalde ordinario de primer voto, junto con el regidor y abogado del cabildo Mariano Espino y al maestro mayor Manuel José de Conique, para realizar las adecuaciones pertinentes; su tarea sería revisar el edificio y hacer lo necesario para informar al Consejo de manera positiva.12
Inicialmente, esas corporaciones no escatimaron esfuerzos para presentar un frente común, conscientes de que esa alianza podía traducirse en beneficio social y económico, además de reforzar el poder local. En esta operación, la Audiencia no reparó en establecer pactos con quienes consideraba sus pares -el Obispado por ejemplo- para lograr a su vez el apoyo del Ayuntamiento. Las alianzas con este último significaban la solidez económica de la oligarquía local para el proyecto. No obstante, los acuerdos sostenidos entre estas instancias no siempre resultaron la amalgama ideal, puesto que cada una terminó velando por sus muy particulares intereses. Por lo que toca a la fundación de la universidad, el obispo, el cabildo eclesiástico, las comunidades religiosas y el Ayuntamiento concentraron esfuerzos y capital, quedando la Audiencia un tanto al margen de su papel articulador.
El Ayuntamiento, por su parte, echó mano de todos sus argumentos para convencer al monarca y a su consejo de la enorme necesidad que los súbditos tenían de una universidad, apelando siempre a la bondad y magnificencia del monarca “empeñado en lograr la felicidad de los pobladores de las vastas provincias del distrito”. A su vez, el cabildo eclesiástico propuso aportar por un quinquenio parte del dinero que los bonos de algunos curatos producían (no se menciona a qué curatos se referían, ni las cantidades concretas, pero sí dice que son los que otorgaban menor rendimiento), además de la congrua anual;13 el Deán de la catedral dispondría que las becas del Colegio de San Juan Bautista pasaran al fondo de la universidad, así como la donación de diez mil pesos, producto de “los sobrantes de cuartos novenos”. Todo ello con el firme propósito de dar cumplimiento al mandato real, si así lo ordenaba, de establecer universidad.14
Además de dotar de fondos en efectivo para agilizar los trámites del establecimiento de la universidad, el Ayuntamiento apeló al Consejo para que se tuviese “consideración de los jóvenes de estos reinos, quienes gastaban mucho dinero cuando se trasladaban a la ciudad de México para realizar sus estudios”, resaltando que, de quedarse en Guadalajara, el reino entero recibiría beneficios. Los egresados de la universidad podrían sumarse como ministros, letrados seculares, profesores y médicos de que tanto se carecía, “resultando de todo este provecho espiritual y temporal de estos vasallos, el esplendor y armamento de estos dominios y haciéndose más glorioso y feliz al reinado de V.M. augusta a quien veneramos con el nombre del sabio”.15
En cuanto a la ubicación del claustro, se propuso primero la casa del Colegio Tridentino, que fue descartada en el año de 1758, por no considerarla un espacio adecuado. El obispo se negó a donarla para la universidad poniendo como pretexto que el edificio sería ocupado por los oficiales encargados de las Cajas Reales en tanto se construían sus oficinas. Esto dio tiempo a los involucrados para analizar la situación, estimando el cabildo eclesiástico que el edificio requeriría de una fuerte inversión en tiempo y dinero, lo que redundaría en un atraso para las obras del real palacio, las cuales tendrían que suspenderse. Se consideró entonces la alternativa presentada por los dominicos, consistente en establecerla en el Colegio de Santo Tomás, medida aceptada de buen grado por la Junta de Aplicaciones y Temporalidades y por todos los interesados, pues significaba no invertir mucho en reparaciones y con la ventaja de la ubicación “casi en el centro de la ciudad con mucha inmediación de la santa iglesia catedral y con una anchurosa plazoleta quedando al frente de uno de los principales portales que sirven al comercio”.16
El edificio resultaba el más adecuado y cómodo no solo por su capacidad y amplitud, sino por la distribución de sus piezas y la existencia de un salón principal adaptable para actos y funciones públicas. En cuanto a las reparaciones y arreglos, se calculaba que no pasarían de entre ochocientos y mil pesos, según el maestro mayor, estando dispuesto el Cabildo a erogarlo del Fondo de Propios. Por su parte, los conventos de San Francisco y de Santo Domingo ofrecieron leer -sin estipendio alguno- las cátedras respectivas de sus escuelas, considerándose indispensable la impartición de “teología, la doctrina de Santo Tomás de Aquino, dos de primas vísperas de sagrados cánones, dos de jurisprudencia civil, dos de medicina, una de filosofía, otra de retórica”. Estos conocimientos se juzgaban “suficientes para instruir a los jóvenes en ciencia y facultades para el ejercicio de la república”. En cuanto a los honorarios que recibirían los catedráticos, se ofrecían 250 pesos anuales, que en la opinión de los miembros del Ayuntamiento era poco. Por esta razón, en compensación, el cabildo ofreció ayudar a quienes no tuvieran el grado de doctor a obtenerlo, para que así pudieran impartir cátedra, posponiendo el pago de los derechos respectivos hasta el momento en que fuesen titulares del claustro.17 Pero además existía la prohibición de que los eclesiásticos ejercieran la abogacía o hicieran “uso público de ella”, debido a la ley real observada en la Nueva Galicia. Al respecto, proponían la posibilidad de que, teniendo estos sujetos “las calidades e instrucción necesaria”, aspiraran a impartir una cátedra o incluso a su jefatura.18
Para hacerse de fondos para las cátedras, el Cabildo reconoció en primer lugar los caudales del Fondo de Propios, como anteriormente se mencionó. A la fecha dichos caudales ascendían a más de mil pesos, como constó en la certificación notariada que se envió al rey. En ese documento, el Ayuntamiento se comprometía a pagar una de las cátedras y mencionaba a quienes anteriormente habían legado parte de su capital para ese fin, concluyendo que se contaba con la liquidez necesaria para que la Nueva Galicia tuviese una universidad. Para disponer del edificio que estaba bajo la potestad de la junta de temporalidades, solo faltaba la autorización del monarca.19 Si bien en todos los argumentos presentados encontramos que la mayor preocupación era lograr el “bien de esta ciudad y del reino”, el énfasis se ponía en los jóvenes que con “la enseñanza cristiana, política y literaria” podrían llegar a ser “hombres íntegros, prósperos”, fundamentalmente.20
El 27 de agosto de 1778, el obispo fray Antonio Alcalde envió sus observaciones al monarca, argumentando -igual que el ayuntamiento- la utilidad, provecho y los múltiples beneficios que acarrearía a la comunidad el contar con una universidad. Alcalde hace hincapié en que su antecesor, Francisco de Barrios, había hecho ya algunas observaciones al respecto y que ambos coincidían en cuanto a que se lograría el “adelantamiento de la juventud y toda la jurisdicción del distrito”. Sabido era -decía- que por la distancia los que estudiaban para abogados no podían continuar, lo cual redundaba en una escasez de ellos en Guadalajara.21
A manera de ilustración de lo que podía costar la operación de “un estudio”, el obispo presentó un recuento respecto al número de colegiales y estudiantes que se tenían en el seminario: 64 estudiantes eran internos, de los cuales 24 eran de merced, manteniéndose con las rentas del colegio. Los restantes eran de paga o proporcionistas, además de los que concurrían a las aulas. En total eran 329. El obispo hacía un cálculo de los costos de su instrucción: cada catedrático recibía 150 pesos en efectivo al año, además de comida y cuarto dentro del colegio, médico y cirujano, barbero, un asistente o sirviente, de manera que se podía calcular el pago de cada uno de dichos catedráticos en quinientos pesos anuales aproximadamente. Fray Antonio Alcalde consideraba indispensable que se incluyese en los estudios una cátedra de cánones y otra de leyes, proponía que dos de sus ministros fungieran como catedráticos o bien, prometía pagar cuatrocientos pesos anuales de salario para cada uno si fuesen particulares. Según el mérito de cada catedrático, podría otorgársele un ascenso. Se propuso pagar 600 pesos anuales al catedrático de teología escolástica, 500 al de sagrados cánones, 400 a los de teología moral, al de leyes y a uno de los de filosofía, y 300 pesos a cada uno de los de gramática.22
Mediante informes y un sinfín de comunicados, los trámites de las distintas fundaciones continuaron. Al tener el Ayuntamiento y el Obispado más propios y recursos humanos que ofrecer en pro de la fundación, la participación de la Audiencia fue desdibujándose. A la vuelta de las primeras gestiones, González Becerra encontró inaceptable la marginalidad en que finalmente había quedado la Audiencia; el oidor expresaba que los miembros del tribunal no fueron informados ni consultados antes de que la consulta se pasara al virrey. En ese tiempo, Ramón González Becerra, como oidor decano de la Audiencia, lanzó una argumentación afirmando que tanto el cabildo eclesiástico como el civil habían tomado decisiones arbitrarias en cuanto al funcionamiento de la universidad y lo que en ella se impartiría. En primer término señalaba que el número de cátedras dispuestas se había planteado sin antes haber reflexionado lo suficiente; en cuanto a los sueldos asignados, subrayó que los arbitrios dispuestos para cubrirlos no alcanzarían si se acataban los lineamientos del obispo; que los costos necesarios para la remodelación del edifico excedían los fondos anuales del Cabildo, y que el número de maestros y otros individuos necesarios para el servicio de una universidad rebasaban las posibilidades del reino. Pero su principal discrepancia se refería a la conveniencia del Colegio de Santo Tomás como sede. El oidor pensaba que el edificio era inadecuado por ser “de poca capacidad y quedar lejos de las oficinas” de la Audiencia. También rechazaba el que se usara el Colegio de San José, por su “fúnebre situación e incomodidad”, tanto para los estudiantes como para la gente que transitaba por la calle. El asunto de los fondos con los novenos y las congruas de las parroquias, le parecía complicado, puesto que para la universidad bastaban con los ofrecimientos de las religiones y del obispo en lo particular. Finalmente, el oidor decano consideraba que el Ayuntamiento de Guadalajara se había inmiscuido más de la cuenta, puesto que el asunto de la universidad no era de su competencia, y menos sugerir sobre la forma en que esa institución se gobernaría, al afirmar “que sin inconveniente ni perjuicio de terceros pueda establecerse la universidad [en Guadalajara] con las reglas de la de Salamanca, o las que el monarca aprobara, pero que por ningún motivo se dependiera de la capital del virreinato”. Todo esto fue considerado un exceso por González Becerra.23
Si bien la Audiencia había delegado en el Ayuntamiento la responsabilidad de los trámites para la fundación de la universidad, no estaba dispuesta a ceder los derechos que ella como “superior gobierno” debía ejercer. Los derechos alegados incluían, además de que la iniciativa había sido generada en su seno, controlar la casa de estudios superiores. Así, Eusebio Sánchez Pareja, Presidente de la Audiencia, retomó los trámites iniciados por sus antecesores, haciendo un llamado que intentaba agrupar nuevamente a todos los involucrados, pero sobre todo convencer al monarca, de quien se expresaba como
un soberano tan celoso por el bien de sus pueblos y tan amante de las ciencias, [que] una vez que se dignase conceder […] universidad no había de negar todo lo necesario a su establecimiento ni progreso, ni de su generosidad habían de escasear los libros cuando promueve con tanto acierto y satisfacción de la nación el establecimiento de las artes”.24
Cumplir con los requisitos que la Corona exigía para el establecimiento de la universidad implicaba una serie de acuerdos entre el obispo, el cabildo eclesiástico, las congregaciones religiosas, el Ayuntamiento y la Audiencia. Para 1788, siendo presidente Jacobo de Villaurrutia, la Audiencia autorizó al Ayuntamiento para que de los fondos de propios se pagasen los honorarios del apoderado en México, Mariano José de Ita y Salazar, quien tenía como único encargo agilizar los asuntos de la fundación del Estudio.25
Tomemos en cuenta que el proyecto reformista de los Borbones contemplaba una serie de medidas que abarcaban el universo de la vida de estos reinos ya que “la perentoriedad de la modernización española en el siglo XVIII tenía como incentivo alcanzar la competitividad perdida frente a los modernos estados capitalistas de Europa, que habían alcanzado la hegemonía en el siglo anterior, cuando España yacía en la decadencia”.26 Situación que explicaba la urgencia de consolidar las instituciones que darían cuerpo a esa nueva forma de gobierno. Esto, y los profundos cambios institucionales, abrió a los habitantes de las Indias la oportunidad de participar activamente en el proceso, como sucede en Guadalajara en las últimas tres décadas del siglo XVIII.
El detonante que permite palpar la necesidad de una institución de educación superior, sin lugar a dudas se remonta a la expulsión de los jesuitas en 1767, que hizo sentir un verdadero vacío en la formación de los jóvenes, obligando a que las autoridades volvieran nuevamente los ojos a informes y evaluaciones que desde 1708 se habían ordenado para fundamentar la necesidad de una casa de estudios superiores en Guadalajara.
En el año de 1774 tocaría a fray Antonio Alcalde, por parte del Obispado, y al Ayuntamiento como representante de la ciudad, revivir esas argumentaciones. Carlos IV otorgó, finalmente, la cédula de fundación de la universidad el 18 de noviembre de 1791. El documento llegó a Guadalajara el 26 de marzo del siguiente año, y fue motivo de júbilo para el Ayuntamiento, el cual se aprestó a celebrar y proponer festejos por tan ansiado logro. Además de los convites, el Cabildo propuso notificar el logro al virrey de la Nueva España y al regente de la Audiencia, Antonio de Villaurrutia, comunicándoles además que, por decisión de este cuerpo, se honraría la memoria de los monarcas erigiendo una estatua de sus efigies en la Plazuela de la Universidad, justo a la entrada principal.27
El claustro abrió sus puertas el 3 de noviembre de 1792 (víspera del onomástico del soberano), siendo designado como primer rector el doctor José María Gómez y Villaseñor. Es relevante señalar que las cátedras iniciales fueron otorgadas por oposición.
Contar con una universidad resolvía varios problemas: por un lado aseguraba la tranquilidad de las familias acomodadas, que ya no tendrían que enviar a sus hijos fuera de la ciudad para completar su formación profesional; y por el otro, resolvía el acceso de los sacerdotes pobres a un nuevo estatus, al darles la oportunidad de adquirir conocimientos de teología, cánones, derecho civil y filosofía, y de obtener con facilidades el grado de doctores en la universidad local.28
Matías de la Mota Padilla fue sin duda un elemento importante en las largas gestiones que se llevaron a cabo para la fundación de la Real y Literaria Universidad de Guadalajara, hemos referido aquí algunas de las más significativas, principalmente en la consolidación de alianzas que se tejieron entre la Audiencia, el Obispado y el Ayuntamiento para conseguir que esta ciudad tuviese educación superior, y con ello consolidar el papel de la oligarquía local al conseguir que los hijos de quienes detentaban los capitales locales permanecieran en Guadalajara; lo cual se lograría con el establecimiento de la Universidad, anhelo cristalizado en 1792.
Un hombre, un proyecto, una universidad
La fundación de la Universidad se inscribe entonces en una de las más audaces estrategias que pretendían impulsar el desarrollo de la región mediante el establecimiento de instituciones que reforzaran la autonomía política y económica de los grupos de poder novogalaicos.
El papel de gestor que el licenciado Mota Padilla mantuvo desde el Ayuntamiento fue realmente significativo para la existencia de educación superior, lo cual repercutió favorablemente en la región, de donde emigraron jóvenes para estudiar en la Universidad.
Fue su perseverancia lo que hizo que la solicitud de la fundación fuera retomada en 1758, cuando el Ayuntamiento decidió comisionar a Cortes al síndico Tomás Ortiz de Landázuri para que presentara en Madrid los informes y peticiones correspondientes.
El Ayuntamiento de Guadalajara continuó insistiendo mediante distintos agentes de Corte, hasta lograr que el rey solicitara opinión, tanto a la Real y Pontificia Universidad de México como a la Audiencia y al representante de la Iglesia en el Reino de Nueva Galicia, el excelentísimo obispo fray Antonio Alcalde, quien rindió amplio y detallado dictamen -al igual que la Audiencia-, exponiendo las razones que existían para la fundación.
Estas largas y penosas gestiones provocaron la unión de tres importantes instituciones en la Nueva Galicia: Audiencia, Ayuntamiento y Obispado que, junto con los miembros de la elite, lograron que Carlos IV, por Cédula expedida en San Lorenzo el 18 de noviembre de 1791, concediese la fundación de la Universidad de Guadalajara. La Real Cédula llegó a la capital de la Nueva Galicia en el mes de marzo de 1792.
Para hacer efectiva la Cédula de Fundación y en cumplimiento de una de las condiciones solicitadas por el monarca, el excolegio de Santo Tomás (actual Biblioteca Iberoamericana) fue remozado para instalar la tan ansiada universidad, y así llegar a la fastuosa ceremonia inaugural el 3 de noviembre de 1792, nombrando como primer rector al Doctor don José María Gómez y Villaseñor.
La Nueva Galicia logró consolidarse a finales del siglo XVIII con una universidad, una imprenta,29 un consulado de comerciantes30 y una oligarquía fortalecida, lo que le permitió convertirse en una de las regiones productivas más importantes de la Intendencia.31
Que la ciudad de Guadalajara tuviese universidad, lo debemos a obispos, órdenes religiosas, al virrey mismo, así como a la Audiencia de México y de Nueva Galicia y, particularmente, al Ayuntamiento de Guadalajara, como entes que debieron amalgamar intereses en la búsqueda de un objetivo en común.