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En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.2 no.4 México dic. 2008

 

Traducción

 

El profesional

 

Ormella Mastrobuoni*

 

Fecha de recepción 13/06/2008
Fecha de aceptación 20/06/2008

 

Había llegado a donde había llegado gracias a su sentido del deber, a una voluntad de hierro, a una profesionalidad sin igual. Ahora tenía manera de reflexionar (tenía tiempo cuanto quería) y lo había entendido: no habían existido golpes de suerte en su vida, ni empujones, ni manos santas, solamente su obstinación, su ambición y paciencia, naturalmente, mucha paciencia. La paciencia era ¿cómo decirlo? Más que una íntima virtud, un título profesional: en medio del campo, entre las fieras sublevadas que se enfurecían, que se golpeaban, que se insultaban ¿qué habría sido de él si no hubiera tenido esa virtud, esa serena e imperturbable paciencia? Paciencia sí, pero tolerancia nunca; la visceral, lujuriosa, afeminada indulgencia que había provocado la ruina de tantos colegas suyos; nunca. ¿A cuántos había visto caer en el lodo por haber cerrado un ojo, por haber dicho una vez: dejémoslo pasar, para hacerse mostrar un poco indulgentes...acabados? Si eres indulgente estás acabado, no te cree más ninguno, y lo peor de todo: no te teme más ninguno; piensan que te pueden engañar como y cuando quieran, saben que tu miopía es solamente indulgencia pero fingen creer que es realmente un defecto de tu vista, y entonces todos a faulear, entonces saltan todas las reglas y es el final del juego. ¿Y quién te observa? ¿Nunca te has puesto a pensar en aquellos que están mirando? Aquellos no admiten indulgencias, la bondad no es parte del oficio. Aquellos que te observan te quieren severo, inflexible, no importa si se la haces pagar a esos a quienes ellos son aficionados, saben que en el momento oportuno les tocará también a los otros. He ahí, te quieren justo. Y lo disfrutan, ¡ah se lo disfrutan! Cuando Arme sobre las piernas y estable en la conciencia emites tu veredicto ¡castigo! Sientes que están contigo, dentro de ti, que querrían bajar todos de las gradas y hacer tus mismos gestos, tener tus mismos pensamientos, ¿qué estoy diciendo? ¡Tener tu mismo poder! En realidad eres tú quien los tiene en la mano, todos, quien mira y quien juega, todos... , los tenías en la mano, y luego...

Yo en cambio nunca me he dejado llevar (bueno, excepto aquella vez, la última vez) y si he llegado a donde he llegado se lo debo solamente a mí mismo. Cuando les dicen que por ser el árbitro bastan un par de pantorrillas duras y un silbato, no pongan atención, ríanse en cambio. Yo he invertido treinta años y he sudado sangre. Es verdad que también cuenta el temperamento; de pequeño uno ve en lo que se convertirá, aquello que será capaz de hacer, no digo el oficio que escogerá pero el nivel: las vetas —o las bajezas— que sabrá tocar (también la infamia es un arte, ¿no?) De niño, en la escuela, en mi clase llena de indisciplinados, el maestro me ponía al pizarrón para escribir los buenos y los malos, ustedes se ríen pero quien nunca lo ha hecho, que tire la primera piedra, sin embargo, yo me empeñaba, ninguna simpatía enfriaba mi juicio, y quien me corrompía, —silbatos, canicas, estampitas, y trompos—, era el primero en terminar en la lista, y el cuerpo del pecador sobre el escritorio del maestro. Al principio no fue fácil, me esperaba a la salida de la escuela para aplastarme. Luego, quién sabe quién fue el primero, comenzaron a llamarme para arreglar sus propias disputas: golpes, pequeños robos, litigios, me querían para dar un juicio, y una palabra mía se hacia verbo. Habían comenzado a respetarme, me tenían una distancia reverencial, tal vez no eran propiamente amigos, pero... no, amigos no tenía mi hijo. ¡Ay, de terquedad ha hecho su cabeza! Escuchaba mis consejos y los de su papá ¡pobre hombre! por un momento parecías que te dijera: sí, está bien, haré eso que me dices y se regresaba a su recámara sin discutir, y nosotros contentos ¡qué muchacho tan juicioso!, y luego hacía lo que había ya decidido, desde siempre. Cuando comenzó a correr nos preocupamos: corría todo el día. Salía por la mañana corriendo, sabíamos por los vecinos que corría por las banquetas, corría atravesando las calles, corría por las plazas, por todo al barrio y también en las afueras. Corría, pero no sabíamos a dónde. El muchacho tiene algo, decía mi esposo, pregúntale, eres su papá. Era contranatural correr de aquella manera, y ¿por dónde? y ¿por qué motivo? Lo entendimos más tarde, cuando empezó a arbitrar los primeros partidos: corrían para hacer músculo, tonta que había sido yo por preocuparme tanto. Mi hijo con aquel uniforme todo negro, ¡que bonito! Yo le cosí su primer uniforme. No sé cómo empezó su pasión por el futbol; solamente empezó: todos los domingos se iba al estadio y el resto de la semana a la cancha detrás de la parroquia. Es verdad que no fue como para los otros muchachos: si le preguntaba: ¿a qué equipo le vas? Yo no le voy, contestaba. Y tampoco jugaba, les digo: se ponía a observar.

Su primer partido importante, para calificar, lo vi angelical y distanciado, como si diera un paseo: en la federación deportiva lo notamos de inmediato: ese joven abrirá brecha, tiene los redaños para llegar hasta el fondo. A fin de cuentas, al fondo ha llegado, y ¡que fondo!..., en la federación todavía nos preguntamos ¿cómo pudo suceder? Era un tipo extraordinario, se veía desde el principio. Llegaba a la cancha siempre en perfecto horario, en perfecto orden, no faltaba nunca a su deber, ni una vez. No se podía decir alto, pero tenía ese modo de moverse en la cancha —un rey, un león africano parecía—, y ese modo de mirar a todos, también a nosotros directivos; como si hubiera sido un dios; pero no era presuntuoso, no, no me malentiendan, su modo de trabajar era una cosa que tenía adentro, en la sangre, una cortesía, una cortesía exasperada, si acaso. No lo he visto nunca ponerse nervioso, perder el control, se los juro...y para uno que hace ese trabajo no es fácil. En el partido no había jugador que osara negarlo, a veces alguno se enfurecía, tal vez blasfema entre dientes, tragaba bilis, pero a él ni una palabra, nunca una amenaza, y si lo hubiese hecho no habría servidor de nada: en treinta años de carrera no ha cambiado de idea ni una vez, hecha una elección, era esa, punto. Era un profesional, esto no se discute, un fuera de serie. Verlo correr en la cancha era un espectáculo, ¡qué porte!, ¡qué estilo! El estilo no se aprende, uno lo tiene o no lo tiene. Yo lo tenía. Era esto lo que gustaba a los dirigentes; más allá de mi seriedad: obvio. Y es esto lo que ha hecho de mí un buen árbitro. A la perfección he llegado gracias a otra cualidad, y esto lo saben. Año tras año, campeonato tras campeonato he vuelto a subir la pendiente, la serie A, los partidos nacionales, los mundiales: era hermoso dirigir equipos siempre más calificados; era hermoso por aquello que me daba a mi mismo, me regalaba —me ganaba— todavía un nuevo suceso, todavía una victoria. No, no era cierto para el público cada vez más vasto que me seguía, animales salvajes, el público. Y ni siquiera para los hombres de ese equipo, los hombres son todos iguales, de los alrededores a la serie A, bestias torpes detrás de un balón. Un balón... me le preguntado siempre ¿qué gusto hay en el correr noventa minutos detrás de un balón como perros ciegos detrás de una liebre?, me pregunto ¿qué sentido tiene ese estéril afán, aquellas ridícula persecución? La pelota rueda y ellos detrás, y la portería última meta, quizá fuera de lugar, peor ellos no desisten, ven solamente la portería y no piensan en otra cosa, el equipo no existe más, el compañero no existe más y no hay más regla y ellos tiran entonces, yo también he tirado, estaba solo delante de la portería, el balón frente a mis pies y yo he tirado una patada como una cuchillada, una patada finalmente, y la he metido justo al centro driblando aquel bastardo del portero, he tirado, era gol... un estruendo, los ciento veinte mil espectadores han visto todo. He tirado. A la federación no le gustó, —pero les garantizo que ha sido extraordinario, un gol extraordinario— y me han echado: no puedo arbitrar más, me han dicho. La ética profesional, el prestigio de la corporación... Lo pienso, —tiempo tengo para gastar, ahora— lo pienso y no me explico...

 

Traducción

© Frida López Mazzotti

 

Nota

* Está en sus inicios (el cuento que proponemos se remonta a 1986). Su narrativa juega sobre la base de la sorpresa inventiva y sobre el más atento control de la escritura. Actualmente es jefa de redacción de la casa editorial Donzelli.

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