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En-claves del pensamiento

On-line version ISSN 2594-1100Print version ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.1 n.2 México Nov. 2007

 

Artículos

 

Las fuentes de la evidencia: asertoricidad y apodicticidad

 

Eduardo Martínez Hermoso*

 

* Fundación Emmanuel Mounier, Madrid. tedmartin@ya.com.

 

Resumen

En este artículo se trata de establecer una adecuada relación entre las fuentes de evidencia de las que dispone el ser humano. Frente a una tradición abusivamente intelectualista, se reivindica el relevante papel que tiene en la vida humana (personal y social) la experiencia afectiva y, por su medio, el acceso al orbe de los valores y el sentido existencial.

Palabras clave: Apodicticidad, asertoricidad, idea, evidencia, creencia, verdad.

 

Abstract

This article attempt to establish an adequate relation among possible sources of evidence available to the human being. In opposition to elistist intellectual traditions, it defends the importance and legitimacy of affective experience, the personal and social elements of human life, and —in its own way— access to the world of values and existential sensibility.

Key words: Apodicticity, assertoric, idea, evidence, belief, truth.

 

Introducción

A la búsqueda de las raíces últimas y primordiales de nuestro conocimiento, nos encontramos con que la experiencia originaria se encuentra enturbiada por una oscuridad casi inextricable. Era de esperar dada la radicalidad que se pretende, pero es paradójico observar cómo tal ámbito es, sin embargo, manifiesto en cada ejercitación de nuestra habilidad gnoseológica. Dichos instantes no son sino momentos de evidencia.

El tema de la evidencia es central en la teoría del conocimiento, la búsqueda infinita del criterio de la verdad, culmen del conocer, es sin duda el afán humano más elogiable y también el más arduo. Creemos que nuestros esfuerzos se encaminan en esta misma dirección, puesto que tratan de distinguir dos ámbitos de la evidencia, así como de localizar en cuál de ellos —o si en los dos y de qué forma— pueda estar inserta la señal de la verdad.

Una vez alcanzada luz en la investigación sobre el fundamento cobran claridad las diferentes partes del edificio de nuestro existir. Éste es el motivo y justificación de nuestro estudio sobre las instancias asertórica y apodíctica, es nuestro objetivo el esclarecimiento de la distinción entre ambas y las implicaciones de la misma.

Ciertamente no somos los primeros ni seremos los últimos en el empeño. En cuanto a los antecedentes señalamos a Descartes, Husserl y Ortega, escogidos entre otros muchos para auxiliar nuestro trabajo.

Hemos seguido a Descartes en un recorrido por sus Meditationes de prima philosophia. Lo que él denomina lumen naturale corresponde de modo parcial al interés de nuestro estudio. También nos interesará resaltar los reductos asertóricos insoslayables de su perspectiva, a pesar de la pretensión del mismo autor de haber alcanzado una conclusión fundamentada exclusivamente de modo apodíctico. Es el momento de Cartesius crucial respecto a nuestro asunto, ya que es entonces cuando la confianza en la adecuación1 de la "luz natural" empieza a quebrarse.

De Husserl recogemos, sobre todo, los contenidos expuestos en la sexta investigación lógica (sección primera, capítulo quinto, principalmente) así como todo los aportes referentes al tema de la experiencia originaria, sitos en las obras que citaremos más adelante. Del profesor de Freiburg nos interesa sobre todo su búsqueda de fundamento, de claridad y distinción, así como su sujeción descriptiva a lo dado, a la cosa misma, rechazando toda abstracción innecesaria e inadecuada.

Ortega es sin duda el provocador de estas líneas. Su obra Ideas y creencias me causó una profunda impresión al confirmar intuiciones subyacentes desde hacía tiempo. Sobre todo su planteamiento de un equilibrio dinámico entre lo asertórico y lo apodíctico, me pareció de una lucidez y acierto indudables. Su inserción en este trabajo es oportuna sobremanera dado el apoyo del fenomenólogo español en Descartes y en Husserl.

Distinguir cuál sea la esencia de la asertoricidad y cuál la de la apodicticidad, cuál y de qué tipo su relación, arrojar luz sobre el problema del fundamento y experiencia originaria como inseparables, todo ello en el ámbito de la evidencia, tal es nuestra meta. Pero debemos señalar que concebimos la evidencia de un modo no logicista, la consideramos algo más que un momento de la subjetividad, creemos que ella constituye un espacio de apertura y relacionalidad entre dos terrenos perfectamente hipotéticos, el del sujeto y el de la cosa misma. Por ello nos creemos a salvo de comenzar nuestro discurso introduciendo en él premisas metafísicas tanto de corte idealista como de índole realista. No obstante, siguiendo la rehabilitación del prejuicio efectuada por Gadamer, esperamos desvelar la importante virtualidad de lo asertórico, tantas veces menospreciada desde algunas posiciones filosóficas.

 

Evidencia, fundamento y experiencia originaria

El tema de la evidencia ha sido central desde los albores del pensamiento filosófico, pero cobra una especial relevancia en la modernidad. El antiguo debate entre dogmáticos y escépticos nos muestra el principio de una disputa radicalmente importante, y nos aporta el material conceptual sobre el que se mantendrá la contienda intelectual hasta nuestros días.

Cicerón plantea la cuestión de la fides visorum (Academia o de la fe que merecen las diferentes presentaciones [visa] que se le ofrecen al sujeto cognoscente. A este respecto afirma que "Sólo son presentaciones fidedignas aquellas que tienen una [declaratio] propia".

"Declaratio" es perspicuitas, evidentia, evidencia; en términos de Platón algo [enargés], que brilla como si fuera plata. Más explícitamente, a lo que se refiere Cicerón aquí es a una nota de algunos visa que los distinguiría del resto como verdaderos, como adecuados a las cosas exteriores [pragma]. Tal nota tiene a la vez la virtualidad de disparar el asentimiento [aprobatio] del sujeto, así como de generar un sentimiento de certeza siempre vinculado a la creencia sobre la veracidad de lo percibido. Pero tal disparo puede ser aplazado en lo que los estoicos denominan [epojé] o retención subjetiva del asentimiento de modo puramente voluntario (gracias al arbitrium2). Surge pues la cuestión sobre si la evidencia depende de factores subjetivos —con lo que se propugnaría una visión activa del conocer— o de factores objetivos (notas de las presentaciones) —favoreciendo una concepción pasiva—. Este debate es crucial y muestra el germen de la polémica entre el realismo y el idealismo; pero mantendremos esta inserción al nivel de cita, puesto que nuestro interés ahora se limita a mostrar el aparato conceptual necesario a nuestro discurso. Ciertamente el que hasta ahora hemos mostrado es mínimo, pero esperamos que sea el suficiente para no hacer caer nuestra expresión en la superficialidad y la ambigüedad. También creemos que los conceptos expuestos, así como su mutua interrelación, nos remiten a la experiencia originaria de modo necesario en cuanto la entendemos como "el ámbito experiencial en que el objeto mismo mentado se nos da en persona (Ansschauungen) y que, por ello mismo, constituye la piedra angular de la razón".3

El regreso a la experiencia originaria es un intento de retroceder hasta una instancia incondicionada que permita fundamentar todo el edificio del saber humano. Mas hablar aquí de fundamentación ya pone en juego la dualidad entre lo asertórico y lo apodíctico motivo principal de este trabajo. Este problema es recogido por Juan Miguel Palacios entre aquellos que atañen al conocimiento de la norma moral. Para él cuando hablamos de fundamentación de la norma surgen una serie de preguntas, entre las cuales está ¿qué entendemos por fundamentación?4 Dicho cuestionamiento lo creemos extensible a todo el orbe del conocer, si bien opinamos que el terreno de la ética es el más adecuado para observar la adecuación de las diferentes posturas existentes respecto al problema en cuestión. Dejando a un lado la solución de Palacios trataremos de exponer en lo siguiente nuestra propia perspectiva del problema.

Mirando a la historia de la filosofía podemos observar dos respuestas a la pregunta anterior:

Por un lado están los que conciben la relación de fundamentación como una estricta relación lógica entre proposiciones, según la cual la conclusión queda fundamentada por la verdad de las premisas que la anteceden y por la buena consecuencia del argumento. Lo que subyace y fundamenta aquí es la evidencia apodíctica de las premisas, que son tales que —según Aristóteles expone en los Tópicos— "el conocimiento que tenemos de ellas tiene su origen en premisas primeras y verdaderas". Desde esta base se montan sistemas con pretensiones de necesidad y universalidad, de autosuficiencia y exhaustividad descriptiva de una realidad íntimamente racional.

Por otro lado están los que creen que la fundamentación consiste en la exposición de la línea genética que ordena unos fenómenos con otros. Su intento es el de describir las relaciones y objetos inmediatos a la conciencia (concebida como absoluta o como natural). La evidencia que se presenta aquí es de una índole tal que consiste en una constatación de adecuación con alguna instancia marcada, de uno u otro modo, por la exterioridad al ámbito del pensamiento.

Nicolai Hartmann desautoriza la segunda opción en cuanto vía fundamentadora. Opina que son dos asuntos absolutamente distintos el problema de la fundamentación de la validez de un conocimiento y el del origen psicológico o histórico del mismo. Con ello parece subrogar la segunda investigación a la primera, debido a que ésta también está necesitada de una justificación de su grado de validez gnoseológica. Nosotros opinamos que no se pueden disociar tan fácilmente ambas cuestiones, puesto que constatamos cómo el interés práctico se enfrenta totalmente al especulativo en este punto.

Retomando el tema de la experiencia originaria, sólo desde el cual cobra sentido la anterior digresión, y remitiéndonos a Husserl,5 constatamos cómo la experiencia base está constituida por dos esferas; la de las síntesis pasivas (relaciones secundarias) y la de las síntesis activas (relaciones primarias).6 La primera corresponde a la sensibilidad (lugar donde se nos dan contenidos de forma pasiva), la segunda corresponde al entendimiento (lugar de la actividad sintética del sujeto). Aunque puede parecer que Husserl admitiera desde aquí la existencia de dos tipos de verdad, sólo admite uno. El que se refiere a verdad como lo vivido en el juicio evidente. A nuestro juicio esto sesga el discurso de modo radical, reduciendo la esfera del conocimiento a la capacidad lógica del sujeto. En la actualidad se han desvelado muchos prejuicios racionalistas a este respecto, se ha patentizado cómo lo realmente fundante de la existencia humana es intraducible a un código lógico, por esencia, puramente formal.

Nosotros proponemos la admisión de una verdad no dependiente judica–tivamente, defendemos la existencia distinta —aunque relacional respecto de la apodíctica— de una evidencia asertórica potente y fundante. Es cierto que Husserl divide la evidencia en apodíctica [Einsicht] y asertórica [Evidenz]; pero también lo es que el tratamiento que hace de la última es pobre por dependencia del idealismo subyacente. Admite Husserl una gradación de la evidencia según el nivel de cumplimiento de la mención. La evidencia máxima sólo puede darse cuando se alcanza la esencia de la cosa misma. Tal acontecimiento sólo tiene lugar por vía intelectiva, jamás por vía sensible la cual sólo puede arrojar escorzos perceptivos.

Zubiri7 critica certeramente la consideración reductiva de la esencia como lo manifestable a la conciencia. Creemos con él que tal giro (fenomenológico) provoca una amputación de la realidad, una logificación de la misma. Otro afloramiento de la reducción criticado por Zubiri es la exageración de la faceta activa del conocimiento. Para él —como para nosotros—, la esencia íntima del conocer está transida de pasividades, de donaciones que estructuran el mismo hecho de la conciencia.

La experiencia originaria debe entenderse como el lugar de la evidencia primordial, aquella que estructura y funda el armazón de la existencia, y correspondientemente el del plano especular de lo lógico. Se debe estudiar la confluencia de elementos que en ella se dan así como su origen. Pero no podemos comenzar la reflexión —cuya meta es la sinceridad del ser con el ser que el pensar es— apropiándonos sutilmente de la índole propia de la realidad. Sólo desde esta representación alcanza a tener nuestro tema la relevancia que se le otorga desde otros planteamientos.

 

Descartes y la apodicticidad

Descartes es un punto de inflexión en la historia de la filosofía. Situado en el centro de la crisis moderna de la concepción de una humanidad en copertenencia8 con el resto de lo existente, busca un criterio que le asegure la pauta de lo real. La certeza la encuentra el filósofo francés en el método. Pero el método por sí mismo nada asegura. Es precisamente el cogito, en tanto que pilar del edificio metódico el que garantiza lo fidedigno de la certeza alcanzada. Y el basamento por él propuesto no es otro que el cogito como lugar de una evidencia tal, que emana su autoridad galvanizando todo el corpus metódico y sus conclusiones. Lo que en adelante nos ocupa es una exposición del cariz de dicha emanación, así como un cuestionamiento sobre el carácter sesgado de la fundamentación cartesiana.

A la índole de la energía que autoriza todo el sistema cartesiano —al menos ésta es la pretensión del autor— la designamos como apodíctica. Ya decíamos con anterioridad que lo apodíctico es asociado por la tradición filosófica a lo primaria e inmediatamente conocido, a lo válido de un modo necesario y universal. Es decir, se pretende hablar de un grado máximo de evidencia, de un conocimiento pleno de la cosa, de su esencia. Una vez constatado que la experiencia sensible no procura un saber que satisfaga tales condiciones, es postergada al modo platónico y tachada de "engañosa".9

Basado en la simplicidad, claridad y distinción como criterio de la verdad, como huella de lo apodíctico, y apoyándose en la paradoja que supone la afirmación del carácter incierto de toda afirmación, Descartes se encamina en busca de algo incondicionado que logre fundar la incipiente reconstrucción del derribado edificio de nuestro conocimiento. En esta tarea encuentra al "yo" como un polo ineludible incluso en el caso de las hipótesis más hostiles (genio maligno, sueño omniabarcante, etcétera). Es condición de toda afirmación acerca de cualquier verdad posible el que acontezca referida a un sujeto ante el que comparece. Observamos cómo Descartes afirma, al igual que Husserl, que la verdad tiene como lugar propio la presentización judicativa a un sujeto, aunque en su caso hay vías de escape a esta tesis. Yo soy, yo existo, basada en la esencia pensante del yo, es evidente apodícticamente, en cuanto es condición universal y necesaria de cualquier proposición, incluidas las de índole falaz. El sujeto, y más que él mismo su esencial racionalidad, es la sustancia de todo lo existente ("no puedo percibir la cera separada de una mente humana").10

En este punto nuestro autor introduce en el discurso el tema de Dios. Más allá de la aparente inserción por motivos epocales, cabe ver un anhelo de exterioridad de un planteamiento plenamente coherente en lo alcanzado hasta el momento. Dicho anhelo es provocado a nuestro juicio por la insatisfacción, por la insuficiencia que lo apodíctico muestra ante diversas esferas de lo humano. Pero Descartes no observa este fenómeno como lo hacemos nosotros. En las antípodas de nuestra perspectiva opina que si dicha exterioridad, ya sea la alteridad mundana o la divina, existe, lo deberá hacer según los patrones sentados por el sujeto y su esencial racionalidad. No puede ser de otra forma dada la absoluta confianza del autor respecto de la "luz natural", metáfora con la que designa la impresión subjetiva de certeza causada por la evidencia apodíctica.

Las demostraciones sobre la existencia de Dios no nos interesan salvo en cuanto consisten en una exposición de las condiciones formales que la hacen necesaria. Constituyen la vía de la idea de infinito (santo Tomás de Aquino) así como la vía de la máxima realidad objetiva del ser supremo (san Anselmo). Sin embargo, nos llama mucho la atención observar una bipolaridad en el método cartesiano cuando lo que se pretendía era una sola piedra angular. Nos referimos al hecho de que haya dos momentos de plena evidencia y necesidad en el discurso. Por un lado es condición necesaria la proposición subjetiva del yo para que todo decir cobre sentido tanto respecto de su origen como de su fin propio (la verdad). Por otro es imprescindible la realidad objetiva en grado sumo del Ser Supremo como causador de todo lo que posee menos realidad que él; a saber yo mismo y mis cogitaciones (vivencias de mi conciencia). En ambos extremos habría lugar para el intelecto que conoce apodícticamente, porque ¿cómo podría tener menor validez el conocimiento que tenemos de nuestra propia necesidad que del ser que es nuestro causador y con el que, por ende, compartimos la esencia racional?

A nuestro parecer Descartes no soluciona esta disyuntiva porque, como ya han avistado muchos, en él subyace el uso escolástico irreflexionado del concepto de sustancia, así como el de la total adecuación de ésta al pensamiento, debido a una analogía con la estructura del lenguaje. No osa nuestro autor ejercitar una divinización del logos al modo hegeliano, quizá por su proximidad a la teología católica y a la asertoricidad de muchos de sus hitos; pero al fin y al cabo el dios del filósofo francés es más el dios de la razón (de lo apodíctico) que el dios del corazón (de lo asertórico) parafraseando parcialmente a Pascal. Los defectos de esta posición se manifiestan asintóticamente en el infinito que suponen el ontologismo de Gioberti o el ocasionalismo de Malebranche.

Reconocida o no por Descartes es la insuficiencia de la evidencia apodíctica para auxiliar al hombre, para justificarle sobre todo en la esfera práctica —es la afloración de una inmersión siempre ya dada en lo asertórico— la que le lanza a una explicación metafísica (Dios y la noción de substancia) de lo otro que la conciencia, cuando lo que se pretendía era una explicación estrictamente gnoseológica, basada en la eminente luminosidad natural de mi indudable autopercepción.

Para concluir y como ejemplo de lo dicho, señalamos la parte del discurso cartesiano referida a la demarcación de lo verdadero y lo falso,11 así como su sustentación en un criterio extrasubjetivo. Es crucial en este punto la explicación de la experiencia del error.

Descartes concibe la huella de la verdad presente en la evidencia adecuada como un signo divino que me guía entre las apariencias. Son la claridad y la distinción de lo que percibo las que me permiten discernir entre lo verdadero y lo falso. Al tiempo —como vimos que hacían los estoicos— se vincula la percepción sumamente evidente al disparo del asentimiento, en lo que casi constituye un acto mediato de obediencia a Dios. Él, el Ser Divino, me ha hecho inteligente y libremente volente. La facultad de entender de la que estoy dotado es imperfecta pues constato en mí la idea de una más perfecta aún, la cual incluiría cumplidas todas mis deficiencias. Pero la voluntad que se me ha donado es la más grande imaginable. No obstante esta cede su preeminencia en aras de la verdad, en cuanto admite que lo apodíctico —lo claro y distinto— determine su actuación.

Descartes cree que el error es una realidad inmanente que no tiene ningún tipo de correspondencia en la trascendentalidad divina. El origen del error se encuentra en el juego entre el entendimiento y la razón:

"[…] Al investigarme a mí mismo y considerar cuales son mis errores […] advierto que éstos dependen de dos causas, a saber, de mi facultad de conocer y de la de elegir o libre arbitrio; es decir que dependen del entendimiento y también de la voluntad".12

El error consiste en la no admisión por parte de la voluntad de la preeminencia de la razón. "La percepción del entendimiento debe preceder siempre a la determinación de la voluntad. Y en este uso incorrecto del libre arbitrio está la privación que constituye el error".13 Es decir aunque somos por naturaleza extremadamente libres, la consecución de la verdad, eso sí de una verdad nada común (indudable, base de las posteriores universalizaciones necesarias) depende de la determinación de la voluntad por parte de la razón. "Pues para ser libres no es preciso que yo pueda dejarme llevar hacia una cosa tanto como hacia su contraria, sino que cuanto más propendo hacia una, porque entiendo que es verdadera y buena o porque Dios dispone así mi pensamiento, tanto más libremente la elijo".14

Así pues sólo debemos asentir a aquello de lo que tenemos percepción clara y distinta, si lo que queremos es actuar, tanto en lo especulativo como en lo práctico, sin la mancha del error. Esto es lo mismo que negar toda espontaneidad de la conducta humana, esto es hacerla absolutamente dependiente de la reflexión. Pero lo que es más importante es señalar cómo Descartes percibe el absurdo que tal afirmación implica en la vida cotidiana. Afirma que en estas investigaciones "no hay riesgo de haberse entregado a la desconfianza más de lo conveniente, puesto que ahora no me dedico a obrar sino sólo a pensar".15 Pero resulta que ahora nos vemos enfrentados a una afirmación que ordena taxativamente un modo unívoco de actuación en el ámbito práctico. Y en este orbe cualquier suspensión, cualquier espera o demora puede ser causa del mal, del error; y es inevitable comprender que una pretensión de obrar sólo en posesión de evidencia apodíctica, supone, en muchas ocasiones, la comisión de la maldad por omisión.

Esto aparte, podemos cotejar con nuestra propia experiencia lo que supondría una intelectualización permanente de la misma. Observamos en cada instante la actuación de una energía que conduce nuestra existencia, aparentemente de un modo irreflexivo. A esta corriente de evidencia, distinta de la apodíctica aunque relacionalmente unida a ella, la denominamos asertoricidad. En el inciso siguiente reivindicaremos su estatuto de distinción, y explicaremos la relación que une ambos tipos de evidencia.

 

Ortega y el equilibrio dinámico en la evidencia

José Ortega y Gasset intenta, en su obra Ideas y creencias,16 dar una explicación de la fuente asertórica de evidencia que anteriormente exponíamos, pretende mostrar cuál es el nexo entre los dos ámbitos de evidencia. A él nos unimos pues nuestros objetivos confluyen, más adelante explicitaremos nuestras divergencias.

Ortega hace una distinción entre las ideas, como ocurrencias de un intelecto humano en un hic et nunc (aquí y ahora) concreto, y las creencias o continentes de nuestra vida. Así las ideas pertenecerían al primer ámbito y las creencias al segundo. Según tal distinción las cosas podrán ser pensadas, pero siempre desde la base credencial de un hallarse contando con ellas. Nosotros hacemos corresponder tal división con la que es base de este trabajo, a saber, la que distingue apodicticidad de asertoricidad.

Ideas y creencias se articulan como momentos indisociables de nuestro existir. La creencia es la base histórica en la que nos movemos. Heredamos un poso, un utillaje adecuado y contrastado para el operar en el mundo del hombre, previamente experimentado por los que nos antecedieron en la experiencia vital. Antes de la reflexión la creencia permanece latente, el sujeto ignora su existencia y su radical importancia; tras la reflexión se abre ante él una disyuntiva: la ideologización de la creencia o la admisión de su genuinidad y distinción frente a la idea. El primer extremo ha sido un lugar común para la mayor parte de los que en la filosofía han sido. Sólo desde Husserl observamos un intento de restauración del estatuto de la asertoricidad. Ortega y posteriormente Heidegger asentarán tal intento radicalizándolo. Porque la creencia es plena asertoricidad, logos ausente o, al menos, logos no explicitado. Las creencias son nuestra realidad, tan inmediatas nos parecen que pueden llegar a suplantar la realidad esquiva misma. Son nuestra vida, ese algo con el que nos las vemos a diario sin cuestionarlo, como la calle que nos sustenta en el paseo hacia el trabajo.

La idea es en esencia totalmente diferente a la creencia. La reflexión es la puerta al ámbito de la idea. Dice Ortega17 que el hombre responde al mundo — credencial— que se le ofrece, con la ejercitación de su aparato intelectual, con la ideación a partir de la creencia dada. "Las ideas tienen para nosotros una realidad problemática",18 derivada, secundaria respecto de la inmediatez de la creencia. Además la idea depende para la ejecución de su evidencia del asentimiento inicial volitivo, es decir, necesita que nos pongamos a pensar, que queramos pensar. Una vez en esta tesitura, ya está en situación de ejercer su violencia forzando lo que Cicerón llamaba adsensio animi (asentimiento del alma). La evidencia aneja a la creencia es independiente de la concurrencia de la voluntad; incluso podríamos decir que ésta es signo de su no ser. Creemos que todo el análisis orteguiano en este punto, se debe a la distinción efectuada por Husserl en Investigaciones Lógicas,19 donde eran establecidas dos categorías de evidencia: Evidenz–Einsicht. La evidencia asertórica [Evidenz] se traduce en Ortega como creencia, la apodíctica [Einsicht] como idea.

No queda muy claro en el texto si Ortega admite la permeabilidad de dichas categorías. Pero lo que sí se puede deducir es que debe haber entre ellas cierta retroalimentación. Es decir, sin entrar en planteamientos genetistas de inviable resolución, una vez sentada la existencia de un humus credencial, la dialéctica generada por la aparición del pensamiento, de la ideación, es inevitable. La creencia es deconstruida por la ingerencia eidética, ella comprueba su adecuación. En este punto surgen dos cuestiones que tratarán de ser contestadas en los dos epígrafes siguientes: ¿qué media entre la creencia y la idea? ¿qué relación existe entre Historia y creencia?

Las dos respuestas ofrecidas por Ortega a las preguntas anteriores son la duda y la gratitud.

La duda puede definirse como el escepticismo puesto en acto, tal y como lo hizo Hegel, pero Ortega además la sitúa como mediadora de la dialéctica creencia–idea. El hombre pasa de un vivir basado en creencias heredadas a un vivir donde la idea ha hecho su aparición, por obra de la duda.

El dudar ocurre por la confluencia simultánea de dos evidencias del mismo rango y mutuamente incompatibles. En el momento del dudar la realidad se torna bicéfala, inestable e insostenible. Ante la paradoja dubitativa el hombre emplea su intelecto, piensa, trata de encontrarse con ideas que solventen la fragilidad de la situación. La solución sólo provendrá de la eliminación de uno de los combatientes,20 y el logro, como veremos, se tornará quebradizo.

El nacimiento de la duda es un proceso ajeno a la apertura del hombre al pensamiento; antes ingenuidad, superficialidad y una ciega confianza en su herencia credencial le colmaban. Es la contradicción de dos creencias el punto de partida del pensar, porque pensar es, en esencia, dudar, ejercer el escepticismo. No olvidemos que Unamuno afirmaba que el escepticismo es el procesamiento personal de lo no evidente. Este proceso se retroalimenta, o lo que es lo mismo, es inacabable. Por ello toda disolución de la duda es tan sólo parcial y momentánea, si no se llega a un dogmatismo absoluto.

La gratitud ante el legado que la historia nos aporta está para Ortega plenamente justificada por la esencia misma de lo histórico.

La historia es para nosotros un cúmulo de creencias que constituyen nuestra realidad cotidiana, con pretensión de ser la genuina realidad. A lo largo de nuestra vida privada eliminamos aquellas evidencias que, heredadas, no son conformes a nuestra experiencia. Tal ejercicio se lleva a cabo eminentemente vía pensamiento. Por su medio mantenemos y renovamos nuestro fondo fidéico–histórico, por él obtenemos la imposibilidad de caer sin remisión en el anacronismo tantas veces trágicamente frecuentado.

Pero Ortega, como por ejemplo Gadamer, se ve más impelido a reconstruir el prestigio de la tradición que a efectuar la enésima crítica de la misma. Cierto es que observa los males que se derivan de la confianza ciega en sus dictados, pero opina que no es consustancial ella, su morbosidad le viene derivada de la dejación intelectual que el hombre a menudo comete. Por ello ataca la irresponsabilidad —Unamuno diría la pereza— de la mayor parte de los seres humanos, que viven del trabajo de unos pocos. Desde el personalismo–comunitario insistimos en la necesidad de una vinculación insustituible de praxis y teoría, debido a la alergia de nuestro mundo intelectual a todo lo que insinúe acción; pero no menos debemos insistir en la necesidad de la reflexión ante la superficialidad con que hoy se asumen las pautas culturales dominantes.

Ortega nos pide gratitud histórica pues la merece el edificio cultural que recibimos del ayer. Pero gratitud no significa pasividad, quiere expresar más bien una exhortación a la ineludible continuación de la labor.

Concluimos nuestro trabajo con una de estas puestas en acción de nuestra capacidad intelectiva (crítica) personal.

Ortega nos ha servido como un buen introductor a la noción de evidencia asertórica, pero su tratamiento de la misma sólo la hace justicia parcialmente. Señalamos como fundamentales dos puntos de insuficiencia en el planteamiento orteguiano de la asertoricidad: la logificación que subyace a su tratamiento, y la reducción de la emergencia asertórica al plano histórico.

En cuanto al primer punto tenemos que decir que la creencia en Ortega tiene el carácter de logos heredado, de idea solidificada por un acostumbrado asentimiento comunitario, y por ello recibe parte de las atribuciones propias de aquélla. La principal es la pertenencia al ámbito del pensamiento. Justo este carácter hace inviable que el tratamiento orteguiano de la asertoricidad progrese dentro de nuestra propia perspectiva, pues ya afirmábamos con anterioridad cómo era indispensable para nosotros, el que la evidencia fuera planteada como lugar propio —aunque problemático— entre las instancias ideológicas21 de lo subjetual y lo real.

En cuanto al segundo punto —afectado íntimamente por el primero— hemos de decir que es romo plantear que lo asertórico sólo pueda aflorar vía mediación histórica, por muy inmediata que sea la experiencia del hombre respecto de sus creencias. La donación de lo asertórico al sujeto es fundante en Ortega, pero su obrar se limita a una filiación del individuo con su colectividad y su historia.

Lo asertórico para nosotros puede incluir la funcionalidad señalada por el fenomenólogo madrileño, pero al tiempo es lugar de la experiencia originaria (coincidiendo aquí el origen de todo modo de conciencia humano con el origen de la validez del mismo), en cuanto es el lugar de la adquisición pasiva de notas estructurantes de la actividad sintética propia de la intelección, que se alcanzará de modo subsiguiente.

No pretendemos denotar determinismo alguno. Las notas adquiridas en el estadio asertórico tienen su telos o fin propio en la expresión lógica de su esencia, pero bajo la certeza de la parcial inadecuación entre ambos ámbitos. Ellos son dos esferas en tensión permanente, irreductibles pero avocados a una perpetua confluencia. La adecuación con la realidad de lo humano vendrá de la mano de un correcto plantear la relacionalidad existente entre lo asertórico y lo apodíctico, entre la validez deseable y posible de los grados de conocimiento propios de las dos esferas. Así se denuncian y deslegitiman las obsesiones fundamentadoras o cientificistas, cuyo origen yace en una perversa situación en la existencia, la cual no asume la contingencia que le es propia y pretende un ser necesario que le es ajeno en esencia. Sólo de esta forma se salvan la libertad y el misterio, patentemente notas inseparables de todo existir humano.

A pesar de que Descartes intelectualiza —lo que constituye parcialmente una anulación— la libertad humana, recurrimos a él para expresar mejor lo antedicho. Dice el filósofo francés22 que "no debemos extrañarnos de que Dios haga algunas cosas cuyas razones no entiendo" en lo que constituye un débil reconocimiento de la esfera del misterio. Más satisfactoria y adecuadamente citamos a Víctor Manuel Tirado Sanjuán; él y nosotros concluimos que "lo que a mí se me da absolutamente es el comienzo necesario de la vida científica, mas no es ni por asomo el saber absoluto que agote la enorme riqueza (esencia) de la realidad […] La auténtica esencia de las cosas es un objeto de investigación científica quizá jamás alcanzable en su plenitud, es algo problemático, como todo lo que es objeto de la razón".

Acabamos el presente trabajo llamando la atención de las repercusiones de estas consideraciones de teoría del conocimiento. Tal encuadre es el punto de partida de un reequilibrio de la ruptura moderna de la oikeiosis, de la confamiliaridad del ser humano con la realidad, pero también es crucial para el proyecto que trata de rehacer la modernidad, en lo que tiene de búsqueda de verdad, pero no cerrada en la autonomía apodíctica, sino abierta al asertórico rostro del Otro.23 El personalismo–comunitario, en el seno del cual me inscribo intelectualmente, trata de explicar la realidad personal como esa intersección donde idea y afecto, mente y cuerpo, se funden dando lugar al espíritu, un modo de realidad inédito en la naturaleza y que pone a nuestro alcance los frágiles sueños de la civilización y la esperanza escatológica.

 

Notas

1 En el sentido tradicional en el que se designa la verdad como "adecuación del intelecto con la cosa". Lo que se quiebra es la confianza clásica en la posibilidad del acceso a la realidad, buscándose en la modernidad un criterio de la verdad dentro del ámbito del sujeto cognoscente.

2 Este término se ha recogido de Epicteto.

3 Seminario "Experiencia originaria en Husserl y Zubiri" ofrecido por Víctor Manuel Tirado Sanjuán en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid en noviembre de 1998.

4 Juan Miguel Palacios, El pensamiento en la acción. Madrid, Caparrós Editores, 2003, p. 10.         [ Links ]

5 Edmund Husserl, Philosophie derAritmetik, "Husserliana" XII (Den Haag, M. Nijhoff , 1970).         [ Links ]

6 Ibid., pp. 67–71.

7 Xavier Zubiri, Inteligencia y realidad. Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 56.         [ Links ]

8 Oikeiosis (de oikós, casa) lo llamaban los estoicos.

9 René Descartes, Meditaciones metafísicas. Madrid, Gredos, 1987, p. 16.         [ Links ]

10 Ibid., p. 29.

11 Ibid., Cuarta meditación.

12 Ibid., p. 51.

13 Ibid., p. 54.

14 Ibid., p. 52.

15 Ibid., p. 20.

16 José Ortega y Gasset, Ideas y creencias. Madrid, Espasa–Calpe, 1959.         [ Links ]

17 Ibid., p. 35.

18 Ibid., p. 21.

19 Prolegómenos, primera página de la edición de Revista de Occidente. La nota a pie de página es esclarecedora.

20 Recordamos aquí a don Miguel de Unamuno y su etimología de duda como familiar de duellum, y ambas conteniendo la raíz "du–" denotativa de dualidad. M. Unamuno, La agonía del cristianismo. Madrid, Espasa–Calpe, 1984, p. 25.         [ Links ]

21 Aquí usamos "ideológico" con una acepción de matriz orteguiana. Tal uso se hace del término al decir que el yo es un polo aséptico entre la ideologización o carácter teórico del sujeto y la realidad independiente. Este planteamiento adecuado al nuestro, se lleva a cabo en la temática antropológica, pero no se ejecuta en lo referente a la evidencia.

22 R. Descartes, op. cit., p. 50.

23 Emmanuel Lévinas, Humanismo del otro hombre. Madrid, Caparrós Editores, 1993.         [ Links ]

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