Báculo y fuego...
Ser feliz, es necesariamente la exigencia de todo ente racional aunque finito y, en consecuencia, inevitable motivo determinante de su facultad apetitiva.
Immanuel Kant (1724-1804), Crítica de la razón práctica, Buenos Aires, Losada, 1961, p. 30
La Iglesia Católica y la figura del cardenal Raúl Silva Henríquez son ampliamente conocidas por las agrias disputas políticas que tuvieron durante el gobierno militar (1973-1983). Especialmente reconocidas por todos los sectores del espectro político, fue su labor en pro de los derechos humanos. Sin embargo, la trayectoria y el esfuerzo de este sacerdote salesiano como conductor del Arzobispado de Santiago y de la Iglesia Católica chilena previa a lo más estudiado, 1 es decir, el período inmediatamente anterior de los sesenta merece una revisión debido a la compleja situación política que conllevaron aquellos años, signados por la creciente polarización ideológica que condicionó la vida nacional. 2
No resulta nada sencillo explicar los años sesenta, ni de manera rápida ni concreta, puesto que representó el período más álgido de la Guerra Fría, en el cual las tensiones políticas e ideológicas abrazaron por igual casi todos los espacios, niveles y sectores de la realidad internacional, regional y local. Así, Chile no estuvo aislado ni fue la excepción a las diatribas de esta época, como lo demuestran las intensas campañas presidenciales de estos años. 3 Por esta razón, son más preguntas que respuestas las que afloran sobre un espacio de la realidad chilena que no fue del todo espectador sino actor importante en los vaivenes del país. De este modo, resulta propicio interrogarse acerca de la posición política, indudable, que haya fijado la Iglesia así como, y más interesante, su expresión en religiosidad ante los hechos: 4 ¿Cuál fue la postura de la Iglesia Católica ante la Alianza para el Progreso?, ¿Qué posición tomó la Iglesia frente a la reforma agraria? y ¿Qué pudo hacer la Iglesia ante la violencia política?, entre otros. La tesis de este trabajo parte de que la Iglesia, tanto sus obispos como sacerdotes, fueron parte expectante y central de la paulatina polarización política de los años sesenta.
La Iglesia Católica y la Alianza para el Progreso
Los sesenta se abrían como una época de cambios en pleno calentamiento de la Guerra Fría. Por una parte, desde el triunfo de la revolución cubana en 1959, diferentes partidos comunistas habían optado por la conformación de guerrillas como una forma de emular a los “barbudos”. 5 Por otra parte, el joven presidente estadounidense, John F. Kennedy (1961-1963), lanzó la propuesta para América Latina de una Alianza para el Progreso como un mecanismo para contrarrestar la “amenaza” comunista, a través del impulso al desarrollo económico y social de la región mediante programas de financiamientos. 6 La Iglesia Católica chilena también vivía tiempos de cambio a inicios de la década. El cardenal José María Caro, de 92 años, falleció en 1958, dejando el Arzobispado de Santiago vacante. Pronto comenzó un intrincado juego entre el Estado y la Iglesia por buscar y designar al sucesor. Por una parte, en el seno de la Iglesia se encontraban los monseñores Alfredo Silva Santiago y Manuel Larraín, ambos con aspiraciones al arzobispado de Santiago, pero con orientaciones muy distintas: el primero conservador y el segundo democratacristiano. Por su parte, el presidente de la república, el liberal Jorge Alessandri Rodríguez, y el nuncio apostólico en Chile, don Opilio Rossi, no deseaban nombrar a monseñor Emilio Tagle Covarrubias, arzobispo de Valparaíso, lo que finalmente condujo a que fijaran sus ojos sobre Raúl Silva Henríquez. 7 De este modo, Silva Henríquez 8 fue finalmente nombrado arzobispo capitalino en 1961 y, un año después, designado cardenal por el Papa Juan XXIII. Silva era un sacerdote salesiano, de 54 años, abogado y con una trayectoria importante como organizador y educador. En su primer mensaje como arzobispo, expresó:
Nadie de nosotros, los católicos, puede dejar de ver u ocultar esta dolorosa realidad de la hora presente. Nos incumbe la tarea de ayudar a “reconstruir un mundo desde sus cimientos; hay que transformarlo de salvaje en humano, de humano en divino, es decir, según el corazón de Dios” 9 .
Desde un comienzo estuvo claro que Silva Henríquez no era un religioso tradicional y que estaba convencido de la necesidad de los cambios que demandaba su tiempo. Obviamente, no pasó desapercibido para ningún sector del espectro político. Pronto se hicieron evidentes los contrastes en la cabeza de la Iglesia Católica chilena, entre el nuevo arzobispo y su predecesor. Silva Henríquez impulsó un mayor activismo de la Iglesia en los asuntos que consideraban primordiales como una mayor asistencia a los más necesitados 10 . En septiembre de 1962, el cardenal Silva Henríquez y los obispos publicaron la Pastoral “El deber social y político en la hora presente”, en el que señalaron:
El comunismo se opone diametralmente al cristianismo. “Sostiene que sólo existe una realidad: la materia, la cual por una evolución ciega, llega a ser planta, animal, hombre. En esta doctrina no queda lugar alguno para la idea de Dios. No existe diferencia entre el espíritu y la materia, ni entre el cuerpo y el alma; no existe una vida del alma posterior a la muerte, ni hay esperanza alguna en una vida futura. […] Con este fin, ellos siembran el odio, exacerban las diferencias de clases sociales y procuran que la lucha de clases se haga violenta y destructiva de todo el orden actual. Todas las instituciones, partidos o personas que se opongan a esta cruzada de destrucción, que según ellos es necesaria para acelerar la llegada del nuevo orden, deben ser aniquilados sin distinción alguna, como enemigos del género humano”. 11
Consecuentes con los años más cálidos de la Guerra Fría, los obispos chilenos expresaron la incompatibilidad entre el comunismo y el cristianismo, porque el primero era una amenaza a los valores y principios cristianos. Asimismo, advirtieron que esta ideología alentaba el odio dentro de las clases sociales para generar violencia y destrucción contra el ser humano. Más adelante, los líderes de la Iglesia concluyeron:
Tenemos contraída con Cristo la obligación de cambiar con la mayor rapidez posible la realidad nacional, para que Chile sea Patria de todos los chilenos por igual. No queremos actitudes violentas y superficiales que dejen intacta la miseria. No queremos tampoco contentarnos, dejando las cosas como están, con vagas promesas de un cambio que nunca llega. 12
En este último apartado, los líderes de la Iglesia católica asumieron la responsabilidad y compromiso por contribuir a las mejoras sociales de Chile y cerrar las puertas al uso –y abuso– de los más necesitados para instrumentos de la violencia en el país. Así, pronto se imprimió un nuevo vigor a organizaciones como Acción Católica y se mostraron simpatías por programas de ayuda gubernamentales como la Alianza para el Progreso.
De este modo, por ejemplo, el cardenal Silva Henríquez recordaba en sus memorias sobre la Alianza:
En América Latina, los diagnósticos sociales de las Iglesias nacionales generalmente coincidían, pero había claras discrepancias sobre los medios para encarar la situación; ahora, la Alianza Para el Progreso proponía un camino que encontraba sus bases en el diálogo, la búsqueda de moderación política, el impulso de las clases medias; en una palabra, el “centrismo”. La huella de este entusiasmo, Chile, quedó claramente estampada en los trabajos de la sociología católica y en Desal, un organismo en cuyo seno trabajaba el sacerdote jesuita Roger Vekemans, tal vez el religioso que más y mejor contribuyó a desarrollar el pensamiento de la Iglesia chilena en torno al desarrollo. La posterior decepción generada por la Alianza Para el Progreso no debe oscurecer el hecho de que para aquellos días fue una iniciativa luminosa, cargada de esperanzas. 13
Las evocaciones de monseñor Silva Henríquez recogen parte del ambiente de optimismo, que había despertado la Alianza para el Progreso en América Latina y en Chile. Y también parte de la frustración por no haber logrado cubrir todas las expectativas que se habían tejido. No obstante, en opinión del propio arzobispo, el desánimo final no debía nublar la iniciativa de ayuda y cambio. En todo caso, lo más importante es que esto último devela un rasgo interesante del testimonio del Cardenal, su reconocimiento al acompañamiento de la Alianza en sus varias etapas, desde el entusiasmo inicial hasta la tristeza por algunos resultados, pero sin haber perdido el horizonte del significado que adquirió como un ensayo —sin precedentes— de lo que podría hacer Latinoamérica. Por otra parte, desde la revista católica Mensaje 14 expresaba una mayor crítica hacia la Alianza para el Progreso. Así, por ejemplo, el jesuita belga Roger Vekemans, director de la Escuela de Sociología de la Universidad Católica (U.C.), criticaba que la Alianza sólo visualizaba al hombre como objeto, en cuanto fin del proceso económico y descuidaba la satisfacción de sus necesidades. Al respecto, Vekemans señaló:
Está muy bien hablar de reformas agrarias, tributarias, educacionales y administrativas; pero debemos también hablar de reformas sociales que permitan a las organizaciones de base, esto es, a los sindicatos, asociaciones campesinas, etc. jugar su propio en las otras reformas propiciadas. ¿Cómo se puede tener fe en la efectividad de la reforma estructural de la industria, a menos que, antes, se haya garantizado la libertad sindical? ¿Cómo se puede esperar una reforma agraria que tome en cuenta las aspiraciones de los campesinos, si lo campesinos no tienen siquiera el derecho a unirse en asociaciones para proteger sus intereses? 15
El sacerdote jesuita Vekemans consideraba que, si bien la Alianza respondía a ciertas necesidades humanas, ésta no profundizaba en las reformas estructurales del problema, por lo cual cuestionaba si la Alianza sólo hablaba bien y si sería capaz de impulsar cambios en el conjunto de espacios sociales, como los sindicatos. Vekemans fue incisivo y apuntaló sus críticas hacia la percepción del hombre-objeto. Igualmente, otro artículo de la misma revista exigía a la Alianza la mayor incorporación de los trabajadores y preveía su fracaso de no hacerlo. El documento sentenciaba:
Es necesario insistir en que la no participación de las clases trabajadoras de inspiración democrática y libertaria traerá como consecuencia el fracaso de la Alianza misma. Esta aparecerá como un esfuerzo más de ayuda exterior, sin que los trabajadores lleguen a ver forma efectiva un mejoramiento de sus condiciones. 16
En definitiva, como se evidencia, el comienzo de los sesenta marcó el inicio de una Iglesia católica más comprometida con las necesidades sociales de la población, 17 por lo que expresó su simpatía por las propuestas de ayuda como la Alianza para el Progreso. Sin embargo, las voces de disconformidad vinieron también desde la propia Iglesia, lo que demuestra que, como siempre, no habla con una sola voz. En otras palabras, la institución fue tanto protagonista como reflejo del mismo proceso que vivía la nación entera.
La Iglesia Católica y las demandas desde todas las partes
De la Alianza para el Progreso, una de las propuestas principales fue realizar una reforma agraria. Sin lugar a dudas, éste representaba uno de los temas más polémicos en Chile. Tanto el Estado 18 como los campesinos y la Iglesia, se encontraban ante la necesaria distribución de tierras, con el objeto de mejorar la calidad de vida en el campo, pero la tarea no resultaba nada fácil, no sólo por la tenaz resistencia de las familias propietarias, sino por el desacuerdo general de cómo llevar a cabo dicha tarea. 19 En marzo de 1962, el Episcopado chileno se pronunció sobre la situación del campesinado, en el que expresó:
No pueden servir de punto de partida los juicios simplistas preconcebidos por la demagogia de los extremismos políticos apasionados faltos de ideología fundada y de conocimientos técnicos. Ello sólo lograría precipitar la ruina de la agricultura, destruyendo el patrimonio rural de la nación. Si los agitadores que van penetrando en la masa campesina con la bandera de la Reforma Agraria tuviesen mayor conocimiento de lo que ella significa y voluntad sincera de mejorar la situación del campesinado, ciertamente el más elemental concepto de prudencia detendría su nefasta propaganda. Lo que buscan es sólo un pedestal popular y el avance de ideas subversivas. 20
Con esta declaración los obispos católicos hacían eco de las necesidades de los campesinos chilenos, sumando su apoyo a la reforma agraria. Pero destacaron, igualmente, los peligros de practicar dicha reforma bajo discursos políticos “simplistas”, demagógicos o extremistas, que al final podrían resultar contraproducentes, al ser utilizadas con fines subversivos y/o violentos. Asimismo, agregaba el documento:
Desearíamos, como pastores espirituales de la grey chilena, que en esta cruzada de elevación del campesinado colaborasen con su preparación técnica, con su aporte de experiencia, con su voz en el Parlamento, con su opinión autorizada en los órganos de difusión, todas aquellas personas de buena voluntad que, teniendo interés y capacidad en la materia, puedan preparar el ambiente y disponer el camino para su buen éxito. 21
En este sentido, la idea planteada por los líderes católicos era la de ejecutar la reforma agraria con base en los procedimientos jurídicos y los conocimientos técnicos pertinentes para su éxito. Esto resulta relevante debido a que el episcopado había concebido la reforma agraria como una “cruzada” de los feligreses por el campesinado, es decir, un compromiso religioso y espiritual por un bien de justicia en el mundo terrenal. Desde esta perspectiva, la “cruzada” representaba para los católicos una causa justa y una legítima acción de defensa de los más desfavorecidos. La preocupación de la Iglesia Católica no sólo quedó en la buena voluntad y en el documento, sino que apoyó efectivamente la reforma agraria, Arturo Fontaine sostiene:
En 1964 se desarrolló una de las elecciones más rememoradas del Chile contemporáneo debido a las posibilidades de que candidato marxista, Salvador Allende, pudiese ganarlas. 22 Finalmente, resultó electo presidente Eduardo Frei Montalva (1964-1970) del Partido Demócrata Cristiano; 23 esta fue la primera vez que un partido político de notoria orientación católica alcanzaba el poder, 24 circunstancia que no pasó desapercibida para ningún sector social ni político. El gobierno de Frei contó con el apoyo del cardenal Silva Henríquez y de monseñor Manuel Larraín Errázuriz, 25 obispo de Talca (1938-1966), para llevar a cabo su proyecto de una reforma agraria en el país.
Por otra parte, el Papa Juan XXIII había convocado al Concilio Ecuménico Vaticano II en 1963, y que se extendió hasta 1964. Este Concilio levantó grandes expectativas alrededor del mundo, por la introducción de cambios que se proponían. En general, el Concilio representó una actualización de las liturgias y compromisos de la Iglesia católica con los nuevos tiempos, que iban de la mano con una Iglesia más cercana a los pobres. 26 En América Latina su influencia fue especialmente relevante, como pudo constatarse en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) de Medellín, Colombia, en 1968. 27 Al respecto, el sacerdote jesuita Manuel Ossa expresaba sobre el compromiso social de la Iglesia:
Medellín fue una toma de conciencia del momento actual en América Latina y de la función de la Iglesia en las presentes circunstancia. Fue el detenerse de una Iglesia en un recodo de su caminar histórico en que, al parecer, marchaba como a tientas.
Más adelante, agregó:
Pero hay un punto de llegada y un punto de partida; hay sobre todo, un compromiso y un llamado urgente a la acción. Es un compromiso que liga, por cierto a los Obispos, a quienes se les podrá en adelante preguntar, respetuosa pero claramente, hasta qué punto su acción pastoral es consecuente con sus palabras. Pero es también un compromiso de toda la Iglesia con pueblo de Dios, y por tanto de cada uno de los grupos u organizaciones de cristianos: movimientos apostólicos, colegios, instituciones de todo tipo. 28
El artículo de Ossa S.J. develaba dos aspectos importantes de la marcha de la Iglesia católica. Por una parte, el alcance general que estaban teniendo los cambios del Concilio y la mayor actividad social de la Iglesia en casi toda América Latina, con lo que se demuestra que la labor emprendida por los obispos chilenos no era aislada, por el contrario, estaba en consonancia con el discurso de la Santa Sede y tenía réplicas en América Latina. Por otra parte, también expone el alcance del activismo social en las estructuras medias de la Iglesia, es decir, cómo en los sacerdotes católicos se había despertado el entusiasmo con la agenda social de los líderes de la institución eclesiástica. Sin embargo, la labor social de la Iglesia había sido percibida como labor política por la misma revista Mensaje, tal como los demuestra en uno de sus editoriales:
[…] el dato nuevo es que el manifiesto de protesta se había entregado con ocasión de “un magnifico acto de reparación (?) a la Virgen del Carmen, que consistió en el traslado de una imagen que se veneraba en el fundo expropiado, erigiéndose una gruta en el pueblo de Curacaví”. Participaron en esta procesión campesinos, militantes de Fiducia y un Obispo titular, Monseñor Bernardino Berríos, quien bendijo el nuevo oratorio. […] y el presidente (expropiado) de Fiducia que “elevó una súplica a Nuestra Señora, pidiendo que libre a Chile del socialismo, que es la muerte de la civilización cristiana”. 29
No deja de llamar la atención el último extracto de la cita, en el cual se entremezcla una petición religiosa y una política. Es más, la misma alusión a la presencia de la Virgen del Carmen, patrona espiritual de Chile, y de un obispo en medio de la petición, retrataba un cuadro complejo que refiere a la situación vivida en el país en aquellos momentos en los que se mezclaban la incertidumbre y el temor. No obstante, los obispos insistieron en su apoyo a la reforma agraria y declararon:
Los Obispos de Chile pensamos que Cristo mira nuestra estructura social-económica y su juicio es severo ya que Él no puede bendecir una estructura capitalista que va contra la dignidad de la persona humana y olvida la dimensión social del hombre haciéndolo un ser egoísta, centrado en el dinero y en los bienes materiales.
Más adelante, continuaba:
Los Obispos pensamos que los campesinos tienen derecho a Cora, a Indap y a los organismos de promoción que se realice una acción integral de formación que abarque al hombre entero. Una Reforma Agraria que solo reparte tierras o mira el aspecto puramente económico es una reforma incompleta y terminará siendo estéril e insuficiente. 30
El Episcopado mantuvo su convencimiento de la indiscutible necesidad de la reforma agraria como acto de justicia y de dignidad humana. Pero, en cambio, fue crítico con el modo práctico en que se estaba haciendo. Los obispos cuestionaron la escasa atención que los organismos del Estado, como la CORA (Corporación de Reforma Agraria) y el INDAP (Instituto de Desarrollo Agropecuario), daban a los campesinos, por lo que concluían que tal reforma no sería productiva. En paralelo con el apoyo de la Iglesia católica a los programas de reformas impulsados por el gobierno democratacristiano de Frei Montalva (1964-1970), se acrecentaron también las demandas y críticas de dos sectores antagónicos de la esfera política. Izquierda y derecha señalaron y reprocharon a la institución eclesiástica su mayor activismo social, desde dos ópticas muy distintas. Por un lado, la derecha tradicional, de origen aristocrático y terrateniente, veían en la Iglesia Católica a un enemigo de sus fundos por su apoyo a la reforma agraria. Ya desde 1964, el debilitado Partido Conservador, otrora aliado de la Iglesia, 31 había roto con la institución católica.
Incluso, el cardenal Silva Henríquez y otros religiosos fueron tachados de “cura rojo” por sectores conservadores. Por su parte, la izquierda, animada por la Cuba revolucionaria y representada por los Partidos Comunista y Socialista, acusaban desde la prensa a la Iglesia católica de lucrarse de las organizaciones de caridad y, a la vez, aupaban actos violentos contra sus instituciones. La Iglesia y los sacerdotes eran retratados como instituciones arcaicas y decadentes, llenas de vicios y serviles. 32
La Iglesia Católica frente a la violencia política
La violencia política producto de la polarización de la sociedad chilena fue en aumento durante el último lustro de los sesenta. Tanto izquierda como derecha se vieron arrastradas a una espiral de ánimos caldeados, desde la elevación del tono retórico hasta actos inimaginables en la historia inmediata del país. En medio de aquel escenario de confrontación, la Iglesia fue un blanco más, receptor por igual de la animosidad adversa. A inicios de 1968 y en medio de la creciente atmósfera de politización del país, el arzobispo Silva Henríquez fue consultado en una entrevista sobre la actividad política de la Iglesia, a lo que contestó:
El que cada uno cumpla con su deber y practique la virtud de la justicia son cosas que tienen evidentemente una posibilidad y una realización únicamente en esta Tierra, y con motivo de los bienes terrestres. No existe, pues, un mal en preocuparse de estos problemas ni para la Iglesia ni para los sacerdotes. Mal sería si sólo nos preocupáramos de la parte terrena de estos problemas y no los dirigiéramos a los efectos que tienen en la otra vida. No se debe pensar, pues, que el desear y enseñar un orden mejor y el indicarle al cristiano cuáles son sus obligaciones de justicia, sea para la Iglesia un abandono de sus deberes y un incumplimiento de la gran misión que ha recibido de enseñar a todos los hombres lo que el Maestro nos ha mandado. 33
La respuesta de monseñor Silva Henríquez fue, cuando menos, diplomática. Elegantemente, el religioso pudo eludir las implicaciones de una acción política activa y directa. Sin embargo, el cardenal no rehusó del deber espiritual y humano por preocuparse por los valores de justicia y deseos de un mundo mejor, con lo cual dejaba claro que como cristianos y ciudadanos tenían una responsabilidad, más allá de la institucionalidad de la Iglesia. Los últimos años de los sesenta fueron especialmente controvertidos. Durante 1967, se presentó la toma de la Universidad Católica por parte de los estudiantes, auspiciados por la izquierda (dirigidos por Miguel Ángel Solar), quienes exigían una reforma universitaria, que finalmente se zanjó con el acuerdo, entre todas las parte, Iglesia, gobierno y estudiantes, de designar un rector civil. 34 Mucho más simbólica aún fue la toma de la Catedral de Santiago en 1968, en un hecho sin precedentes, organizado por la denominada “Iglesia Joven” 35 encabezada por el dirigente sindical-revolucionario Clotario Blest. Ante la toma de la Catedral de Santiago, el 11 de agosto de 1968, el cardenal Silva Henríquez declaró:
Agradecemos al Señor el dolor que nos ha hecho sufrir. Creemos que no debíamos ser ajenos a lo que tantos otros sufren en estas horas de incomprensión, de violencia y de injusticia en el mundo entero. Pedimos asimismo que nuestro noble pueblo no se deje influenciar por quienes pretenden llevarlo por los caminos torcidos de la violencia. 36
Para cerrar el oscuro retrato de los acontecimientos. En 1970, no ingresó ningún nuevo alumno en el Seminario de Santiago, lo cual denotaba el estado de la institución eclesiástica después de una de las décadas más agitadas. 37 Asimismo, este hecho no fue sólo emblemático para la Iglesia, sino que también era un síntoma de la realidad política chilena, de una época en la que la mayoría de los partidos habían dado un giro discursivo hacia la izquierda, con la demanda de reformas estructurales del Estado y que habían erosionado parte importante de la convivencia ciudadana y de la institucionalidad democrática del país.
En sus memorias, el cardenal Silva Henríquez asentó:
La estrategia de la “Unidad Popular” era impulsada sobre todo por el Partido Comunista, lo que a su vez determinó la ruptura del FRAP, en vista de que los socialistas, endurecidos desde su Congreso de Chillán de 1967, insistían en una política revolucionaria, e incluso armada. El PC cargó sus dados hacia el Partido Radical, en el cual, a la vez, comenzó a predominar la corriente de izquierda, también proclive a un frente amplio. El Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), nacido en Concepción de entre los universitarios más radicalizados, atrajo las simpatías del PS en lo político, mientras que en los hechos iniciaba las “acciones de propaganda” con asaltos a supermercados, bombazos “contra el imperialismo” y formación de grupos paramilitares. 38
Las palabras del monseñor Silva Henríquez eran claras. Los partidos de izquierda tomaron la decisión de intervenir por medio de las armas en el mapa político del país, escenificando violentos actos de robo, bombas y organización de guerrillas. 39 En este sentido, el testimonio del cardenal Silva no fue ni el primero ni el último en referirse a la violencia política de los sesentas, pero demuestran el alcance público y evidente para la sociedad chilena. En octubre de 1969, se suscitó un hecho extraño —un intento de golpe de estado— en el Regimiento de Artillería “Tacna”, con lo cual se manifestó por vez primera las inquietudes presentes en el Ejército. Después de los sucesos del llamado “Tacnazo”, la revista Mensaje publicó en su editorial:
Estos hechos vienen a complicar el cuadro, de modo que la crisis supera el marco de la institución armada y adquiere dimensiones políticas. En este ambiente, ¿cómo vacunar a las FF.AA. contra el virus de la intervención política? Agregamos a esto que hoy más que nunca diversas tendencias políticas buscan su compañía y amistad. ¿Es este el comienzo del fin de la no-intervención? 40
La revista fijó una voz crítica contra la acción irregular de los oficiales al mando de esta unidad y advirtió que la escalada de violencia podría conllevar a una intervención política de la institución castrense. Lo genuinamente sorprendente es que la publicación señalara que diferentes tendencias políticas perseguían la “compañía y amistad” del cuerpo militar, entonces la pregunta cambia, ¿eran conscientes esos grupos políticos de lo que estaban buscando y, consecuentemente, de lo que una intervención militar podría ocasionar en la vida política y democrática del país? Sin lugar a dudas, pareciese que no. A comienzos de 1970, los obispos en pleno realizaron una declaración pública en torno a la realidad del país. En ella señalaron:
Esperamos que nuestras Fuerzas Armadas, conscientes y responsables de la misión que la nación les ha confiado, encontrarán la forma más adecuada de integrarse a las grandes tareas nacionales, respetando la voluntad del pueblo chileno y su espíritu de libertad, y ayudándolo con su patriotismo y sentido de disciplina a perfeccionar y a proteger su convivencia democrática. Asimismo solicitamos a los políticos para que en la campaña electoral que se aproxima mantengan la paz, el respeto por las ideas y las personas, procurando que esta lucha electoral sea un ejemplo más de verdadera democracia, de lección cívica sin que divida a la comunidad chilena en sectores irreconciliables. 41
El episcopado en su conjunto analizó la situación del país y extendieron sus apreciaciones sobre la gravedad de las circunstancias, especialmente dirigidas a dos actores políticos importantes, las Fuerzas Armadas y los partidos políticos. Para los obispos, era mucho lo que estaba en juego a inicios de 1970 en Chile. Por una parte, el incidente del “Tacnazo” había evidenciado fisuras y descontento en el seno del Ejército, mientras que, por su parte, los partidos políticos poco —o nada— habían atendido la realidad de la nación, justo en un año electoral. El cardenal Silva Henríquez fue consultado sobre si la labor de la Iglesia se había desviado de lo espiritual a lo político. El arzobispo contestó:
Nos van a juzgar; somos, ya, juzgados, por el servicio a la persona del pobre, del enfermo, del peregrino, incluso del encarcelado. Nuestro amor y fidelidad a Dios se prueban, en primer lugar, en nuestro amor y fidelidad hacia el hombre que nos necesita. Jesucristo tuvo la osadía de identificarse con él. ¿Cómo se puede, entonces, ser “espiritual”, si se desentiende uno de las angustias del hombre? No basta decir: “¡Señor, Señor!” y golpearse el pecho: hay que hacer la voluntad del Señor, que no es otra que amar y servir al otro, eficazmente, concretamente, no con puros buenos deseos: tal como se ama uno a sí mismo. 42
Resultaba evidente que, desde hacía tiempo ya, la Iglesia católica estaba siendo abiertamente atacada por varios sectores políticos. No obstante, la reflexión de monseñor Silva Henríquez era reveladora porque asumía con entereza los ataques frontales que recibía la Iglesia como institución, pero a la vez, se refería a la Iglesia espiritual y su labor de servicio, en la que colocaba sobre el terreno de la consciencia humana el valor de parecer, externamente, un fervoroso devoto y el hecho de hacer lo correcto como cristianos ante la situación social de Chile. Sin lugar a dudas, una respuesta que todavía hoy genera polémica, pero que resume bien la disyuntiva de una época. El de 1970 fue un año especialmente sensible para la vida chilena: ya desde el mes de abril se abría paso una de las campañas electorales más reñidas, entre el socialista Salvador Allende, el PDC Radomiro Tomic y el independiente Jorge Alessandri. Así, durante los ritos de Pascua de Resurrección, el cardenal Silva Henríquez se refirió a la violencia política al señalar:
En este año, en nuestro Chile, el Señor llama a los cristianos a ser la levadura en la masa, la sal de la tierra, la luz del mundo. Hoy, cuando en nuestra patria, debido a la contienda electoral, suenan tantas voces airadas, pareciendo que la Paz y la equidad y el Amor no tienen más cabida en ella, hoy, más que nunca, Cristo nos llama a deponer toda clase de violencia y edificar el bien de la nación sobre la base de la generosa entrega, de la serena equidad, y de la justicia que construye sin estridencias. ¡Que haya Paz en nuestras ciudades y campos; que la lucha electoral no rompa la tradicional unidad de la familia chilena; y que todos entendamos el significado profundo del sacrificio redentor de Cristo, que dio su vida para reunir a los hijos dispersos! 43
Silva Henríquez intentaba apelar a su envestidura, como orientador religioso y moral de los católicos, para subsanar las divisiones políticas e ideológicas por las cuales transitaba Chile. Sin embargo, resultaba evidente que la espiral ascendente de confrontación política había alcanzado otro nivel, debido a la posibilidad de que el candidato marxista llegase al poder, un hecho sin precedentes en la historia electoral del país y del cual estaban conscientes todos los sectores políticos, lo que acrecentaba mucho más la violencia, de quienes ambicionaban ocupar el poder y de quienes pretendían impedirlo a cualquier costo. Asimismo, en otra intervención el cardenal Silva Henríquez volvió a referirse a la incertidumbre política que reinaba en Chile en aquellos momentos y el rol de los sacerdotes, al decir:
[…] la Iglesia puede y debe aportar a la vida política: ser el signo, el sacramento de la unidad. Por eso mismo, su jerarquía, su clero, sus obispos, sacerdotes y diáconos no pueden estar al servicio de una ideología o facción humana ni convertirse en militantes o activistas de una postulación política. Repito: no porque sean insensibles a las urgencias de la vida ciudadana, como si ellos no tuvieran un corazón sediento de justicia o no pudieran tener una visión y convicción propias sobre el camino que mejor lleva a esa justicia. Si el sacerdote no puede ser un militante político, no es porque esté marginado de las angustias y esperanzas del pueblo, sino porque el servicio que el pueblo le reclama es de otra naturaleza: es un servicio sacerdotal. Y el sacerdote, representante visible de Cristo en la comunidad, tiene por tarea, como la Iglesia misma, construir y alimentar esa unidad cuyo signo y garantía es él. 44
El arzobispo de Santiago como cabeza de la Iglesia Católica chilena era sensato del tiempo que estaba viviendo la nación, tanto por las demandas sociales de la feligresía como por el ambiente político de aquellos años. Casi todos los partidos políticos habían exacerbado sus discursos, volviéndolos más agresivos y menos tolerantes, es decir, los centros políticos se habían volcado hacía los extremos, tanto de izquierda como de derecha, dejando un vacío de punto medio o “bisagra” en el escenario nacional. Y es precisamente en ese contexto que se pueden comprender las palabras del cardenal Silva Henríquez. En octubre de 1970, otro evento trágico empañó más los ánimos —ya de por sí elevados— en la nación. Esta vez, el Comandante en Jefe del Ejército, general René Schneider, fue asesinado en Santiago. Durante su funeral, el arzobispo Silva Henríquez pronunció las siguientes palabras: Hoy son nueve millones de amigos, nueve millones de chilenos los que sienten renacer su hambre y sed de justicia, su pasión por la Verdad, su anhelo y vocación de Paz, su imperativo de fraterna unidad y, sobre todo, su fe en la convivencia democrática. Una nueva vida palpita en el corazón de la patria; una conciencia se ha hecho común y definitiva: el camino de la justicia no pasa por la violencia. 45
El fatídico evento sirvió para que el cardenal Silva hiciese un nuevo llamado a la calma política, pero el hecho mismo hablaba del punto de violencia alcanzado y de lo vanas que habían sido las palabras y buenas intenciones de la Iglesia católica ante la sordera generalizada los partidos políticos y de la sociedad. En el tono de la sabiduría ciudadana, los partidos habían sembrado vientos violentos, ya habían provocado la primera tempestad. Sin embargo, para fines de los sesenta los ánimos se habían exaltados. La Iglesia fue blanco fácil tanto de medios satíricos como corrientes de izquierda; así, por ejemplo, la revista de humor político Topaze, publicó en su portada a un sonriente e incrédulo cardenal Silva Henríquez. Trascripción del texto: “monseñor silva henríquez: —Me emociona la piedad de estos penitentes de Semana Santa…, se ve el dolor reflejado en sus rostros! jaime ross: —No, Monseñor. Esos vienen saliendo de la Tesorería después de pagar impuestos…”
Conclusiones
La Iglesia Católica chilena nunca ha estado ajena a los temas públicos del país a lo largo de la historia. Pero los años sesenta, en especial, correspondieron a un despertar de la institución ante la realidad mundial y cristiana y, por consiguiente, a un mayor activismo social para responder a los nuevos tiempos, tanto en el plano global como nacional. En este sentido, la Iglesia austral tuvo un devenir particular marcado por los problemas que tuvo que hacer frente. Sin lugar a dudas, Raúl Silva Henríquez representó uno de los líderes católicos más carismáticos e influyentes de Chile y América Latina de su tiempo, además reunió en sí mismo un perfil intelectual y activo en los problemas contemporáneos. Asimismo, la Iglesia católica se pronunció y apoyó con entusiasmo tanto la Alianza para el Progreso como la Reforma Agraria en Chile, dentro del contexto de cambios propiciados por el Concilio Vaticano II, que expandió las expectativas en obispos y sacerdotes por igual. No obstante, la Iglesia católica fue parte protagonista, y víctima a la vez, del proceso en el que se había envuelto la sociedad chilena en su conjunto, la polarización política. A comienzos de los sesenta, la Iglesia se sumó a las expectativas de reformas, pero hacia el final de la década había sido blanco de críticas desde los extremos políticos; la izquierda la acusó de apropiarse del discurso de acción social, mientras que la derecha los acusó de haber sido infestada de “curas rojos”. El punto culminante de tal turbulencia fue la violencia política que se presentó en el país y de la cual la Iglesia fue objeto también, como la toma de la Catedral. En suma, la misma Iglesia fue arrastrada por la politización de la sociedad y del país en general, sin saber hasta dónde se llegaría.