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Península

Print version ISSN 1870-5766

Península vol.1 n.1 Mérida Mar./Jun. 2006

 

Artículos

 

Conocimiento y democracia: expertos y experticia en los procesos de socialización del conocimiento

 

Sandra Lucía Ramírez Sánchez

 

UACSHUM, CH, UNAM.

 

Fecha de recepción: 6 de octubre de 2005.
Fecha de dictamen: 14 de diciembre de 2005.

 

Resumen

Hace más de tres décadas Feyerabend expuso el problema del papel de los expertos en el seno de una sociedad libre. La pregunta que se ha ido articulando a partir de entonces es ¿cómo mantener la legitimidad de los procesos de decisión en materia ciencia y tecnología garantizando, al mismo tiempo, el buen desarrollo de la ciencia y la tecnología? Tres décadas después el reto sigue vigente, y Collins y Evans lo enfrentan a través de una revisión del concepto de 'experticia'.

El ensayo analiza una discusión abierta por estos autores y avanza algunas ideas acerca de la importancia de redefinir la experticia en el seno de un proyecto amplio de comunicación del conocimiento y participación pública en las áreas de la ciencia y la tecnología, bajo el supuesto de que ésta es valiosa en una sociedad abierta y democrática.

Palabras clave: experto, experticia, comunicación del conocimiento, participación pública.

 

Abstract

More than three decades ago, P. Feyerabend stated the problem of the role of experts in a free society, the question which has been articulated since then is: How can we preserve scientific and technological decision-making process as legitimate by warranting, at the same time, the good development in science and technology? After thirty years the challenge still stands, and H. Collins and R. Evans face it by making a revision of the 'expertise' concept.

This work analyzes analyze a debate opened by those authors and introduce some ideas towards the importance of redefining expertise in the context of a wider project in communicating knowledge and public participation in scientific and technological affairs, by supposing that this is valuable in an open and democratic society.

Key words: expert, expertise, communication of knowledge, public participation.

 

Introducción: la sociedad ante la ciencia y la tecnología

Como parte de la herencia de los dos pasados siglos tenemos el proyecto de socialización del conocimiento. Detrás de dicho proyecto se encuentra un ideal ilustrado que piensa al conocimiento como una herramienta de emancipación, de tal manera que, en principio, el conocimiento en tanto promotor de la libertad humana resulta ser un bien común. Unido a este ideal ilustrado se encuentra uno más que, desde una perspectiva normativa, vincula al desarrollo cognoscitivo con el desarrollo social. Dicho en términos simples, este segundo ideal afirma que el progreso cognoscitivo debe ir de la mano del progreso de las sociedades. De ahí que, también desde un punto de vista normativo, impulsar el desarrollo del conocimiento se convierta en una tarea primaria para el Estado.

Sobre el anterior razonamiento se apoya el documento Science, the Endless Frontier que hacia el año de 1945 presentó Vannevar Bush al entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt. En él se establecen los principios guías de una política de Estado en materia científico-tecnológica. En términos generales, y bajo el supuesto de que, de hecho, el progreso científico se acompaña necesariamente del progreso social, Bush defiende que el Estado debe ser promotor y garante de la continuidad de la investigación científica, pero no su controlador. Es decir, defiende que, una vez que la paz se haya consolidado, las decisiones en materia científica y tecnológica deben ser dejadas en manos de los expertos, quienes por sus particulares acuerdos y compromisos epistémicos llevarán a cabo las mejores decisiones. Cierto es que la paz nunca llegó a consolidarse del todo, como cierto es también que la investigación científico-tecnológica en los Estados Unidos estuvo marcada por la investigación puntera en terrenos militares; sin embargo, al menos en tanto modelo públicamente reconocido, la política científica delineada en el también llamado "Informe Bush" fue puesta en marcha en los Estados Unidos, así como en otras regiones del mundo, dando pie a una política científica de cheque en blanco. Con base en el modelo delineado por Bush, los expertos científicos y tecnólogos se erigieron como jueces y parte en la toma de decisiones en materia científico-tecnológica.

Grandes transformaciones, dentro y fuera del ámbito científico-tecnológico. Fueron poco a poco abriendo la posibilidad de cuestionar el proceder de los expertos. Hacia la década de 1970, ante las consecuencias catastróficas que sobre d ambiente y la salud humana tenía el desarrollo de ciertas tecnologías (en especial aquellas relacionadas con la energía nuclear y la proveniente del petróleo), el supuesto de que el avance científico-tecnológico va de la mano del avance social fue puesto en duda, y con ello comenzaron a escucharse voces ciudadanas que exigían d establecimiento de procesos para la rendición de cuentas en cuestiones relacionadas con el desarrollo en ciencia y tecnología. Por otro lado, dentro de los ámbitos académicos surgieron voces cada vez más constantes que cuestionaban la supuesta experticia científica en función de criterios meramente epistémicos. La política del cheque en blanco comenzó a debilitarse y la presencia ciudadana en comités expertos para la toma de decisiones en materia científico-tecnológica fue volviéndose una exigencia cada vez más constante... en algunas regiones del mundo, por supuesto.

A la luz de este nuevo siglo XXI, parece no haber dudas respecto a la necesidad de participación pública en el desarrollo y puesta en marcha de políticas científico-tecnológicas. Esto no es exclusivo para las regiones más tecnificadas, pues según defienden diversos autores y actores alrededor del mundo, las consecuencias d desarrollo descontrolado de la ciencia y la tecnología afectan no sólo a las regio productoras de conocimiento, si no también y quizá en mayor grado a las regiones pobres de este planeta.

Por otro lado, nadie cuestiona al conocimiento como motor de desarrollo humano. La economía, la salud, la comunicación, la vida cotidiana están condicionadas por el control y acceso a la ciencia y a la tecnología. Sin embargo, no hay acuerdos generales acerca de la clase de políticas que deben implementarse a fin de garantizar tanto el desarrollo cognoscitivo como el bienestar común. Para autoras como S. Jassanof, la respuesta a este problema está en el desarrollo de modelos de participación pública ad hoc. Pero la propia participación ciudadana tiene múltiples aristas que tampoco han sido bien analizadas; tales como la necesidad de cultura científico-tecnológica ciudadana, el papel del ciudadano frente a los expertos, el papel de los expertos frente a la sociedad, las responsabilidades del Estado frente a los ciudadanos, ...en fin, la ciencia y la tecnología en el seno de las democracias contemporáneas.

En estas páginas analizo únicamente una de esas aristas, situada en un debate abierto por H. Collins y R. Evans (2002) en "The third wave in science studies: studies of expertise and experience". En ese trabajo, tomando prestado de A Tofflex el concepto de "tercera ola", estos autores pretenden recuperar el papel de la experticia en los procesos de toma de decisión en materia científico-tecnológica. Al igual que Toffler (1980), parten de la idea de que, en las sociedades contemporáneas, es necesario repensar las categorías sociales a fin de dar cuenta de las transformaciones originadas por el desarrollo científico-tecnológico. El problema del que parten es el de la legitimidad frente a la extensión. El supuesto es que, en un sistema democrático, la legitimidad de las decisiones se basa en el aval ciudadano; de modo que la participación pública se presenta como un camino para dar legitimidad a las decisiones técnicas. Pero, en la medida en que no queda claro a qué llamamos participación pública —quiénes y cómo deben intervenir en los procesos de toma de decisión— surge el problema de la extensión. No resolver este problema conduce a la parálisis técnica, en tanto que volver a los viejos modelos excluyendo la participación pública tiene como consecuencia el autoritarismo cientificista en el seno de sociedades democráticas. De ahí que, si un modelo de participación pública pretende dar cuenta de la legitimidad sin consecuencias paralizantes, debe también ponderar del papel de los expertos en el seno de sistemas democráticos. En lo que sigue, analizo la discusión abierta por Collins y Evans a fin de mostrar algunos problemas que deben ser enfrentados dentro de una propuesta que pretenda dar sent.do a un proyecto de participación pública en materia científico tecnológica.

 

Una política de cheque en blanco

Que la participación pública en la toma de decisiones científico tecnológicas es necesaria no es una afirmación novedosa. Ya desde hace más de tres décadas autores como Paul Feyerabend o Rachel Carson llamaban la atención hacia la necesidad de ciudadanizar los órganos de decisión en estos ámbitos. Detrás de estos llamamientos se encuentra, por un lado, la idea de que el experto científico no siempre cuenta con los recursos necesarios (sean éstos epistémicos o de otra índole) para evaluar de manera satisfactoria los impactos que el desarrollo de un cierto tipo de conocimiento o la aplicación de una tecnología tiene sobre la población en general. Por otro lado se encuentra la idea de que, en un sistema democrático los ciudadanos tienen el derecho (y en algunos casos la obligación) de decidir lo más conveniente para procurar el estado de bienestar.

Estas ideas se oponen a lo que ha dado en llamarse el "Contrato social para la ciencia y la tecnología", que hacia fines de 1940 se institucionalizó en los Estados Unidos de América y que presenta una relación lineal y unidireccional entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. Las líneas o principios reguladores de este contrato pueden encontrarse en el documento de Vannevar Bush (1945) Science, the Endless Frontier. En dicho documento Bush afirma que el óptimo desarrollo de las sociedades debe estar sustentado sobre el conocimiento científico básico, que a su vez dará origen a desarrollos tecnológicos, para que estos últimos impulsen transformaciones sociales dirigidas hacia la consolidación del estado de bienestar.

En este espíritu de progreso social fundado en el progreso científico, Bush sostiene que deben satisfacerse dos condiciones: que el Estado proporcione los recursos necesarios para el desarrollo de la ciencia básica y que los expertos sean los encargados de decidir el rumbo que debe tomar la investigación, bajo el supuesto de que su experticia se sujeta exclusivamente a criterios epistémicos. Esta política del cheque en blanco tuvo como consecuencia que las decisiones políticas relacionadas con la ciencia estuvieran sólo en manos de los expertos. La sociedad quedó así dividida en dos grandes grupos: el de los expertos y el de los laicos. Estos últimos carentes de voz en los procesos de decisión en materia científica y tecnológica. Para los críticos de este contrato, la relación entre ambos grupos resulta elitista y asimétrica, no democrática.

Pero, ¿por qué el conocimiento ha de entrar al juego democrático? Los argumentos a favor de la democratización del conocimiento son muchos y de muy diversa índole. Ahora sólo retomaré dos de ellos.

El primero es un argumento epistemológico y se originó dentro de los ámbitos académicos que tienen como objeto de estudio la ciencia y la tecnología. Dentro de la academia hay un amplio consenso en torno a la idea de que la ciencia y la tecnología son actividades humanas institucionalizadas en prácticas específicas que tienen Como función la creación de un cierto tipo de conocimiento, al tiempo que dichas prácticas no están fuera de la sociedad, sino que se encuentran enraizadas en contextos culturales que permiten el desarrollo de algunas líneas de investigación y no de otras (en función de tradiciones, ideologías, recursos cognitivos, materiales, humanos y económicos, fines y valores sociales, económicos, políticos, éticos, estéticos, etc.). Esta comprensión del conocimiento científico-tecnológico tuvo como punta de lanza un movimiento que, en palabras de L Hacking (2000), puede llamarse desenmascarador.1 De modo que una vez desenmascarados los mitos que rodean a la ciencia y a la tecnología, éstas son puestas a ras del suelo. Parte de este aterrizaje destaca el amplio grado de incertidumbre a que se ven sujetas las decisiones científico-tecnológicas, de ahí que los agentes, expertos incluidos, recurran con frecuencia a criterios no exclusivamente epistémicos. Si ese es el caso, si la experticia fundada en criterios meramente epistémicos se cuestiona, entonces parece que una de la principal razón para mantener la política del cheque en blanco se desvanece.

El segundo argumento es de carácter ético y político está relacionado con los impactos que la ciencia y la tecnología han tenido sobre la salud, el ambiente y la economía, principalmente. A este respecto, desde 1945 tenemos un primer balbuceo en el Repone Frank, elaborado por el Comité sobre problemas políticos y sociales del Proyecto Manhatan, documento que fue clasificado y sólo sacado a la luz pública en tiempos recientes. En él se insiste en algo que cobrará fuerza hacia la década de 1970 y 1980: si los ciudadanos supieran de las consecuencias que el conocimiento científico y tecnológico tiene sobre la vida humana cotidiana, entonces se involucrarían activamente en los debates acerca del desarrollo y aplicación de la ciencia y la tecnología. De nuevo se cuestiona la política del cheque en blanco.

Al cuestionar dicha política, poco a poco se va abriendo la puerta a la participación pública; en el fondo, el reclamo consiste en la necesidad de articular mecanismos de control y vigilancia que permitan al ciudadano intervenir en los procesos de decisiones políticas relacionadas con la ciencia y la tecnología. Por supuesto, esta consecuencia no ha sido bienvenida por todos los involucrados, en particular por aquellos que ven estas transformaciones como una "invasión de territorio" y, en cierto modo, hay que decirlo, lo son: las fronteras claramente establecidas entre los expertos y los laicos se han ido haciendo cada vez más difusas, a tal grado que en controversias actuales (tales como la clonación o el uso de organismos genéticamente modificados en la agricultura por citar los más en boga) se escucha tal cacofonía de voces que resulta casi imposible llegara acuerdos.

A pesar de todo, la pretensión no es dejar de lado las voces de los expertos; se trata de redefinir sus competencias en el marco de decisiones donde los sectores involucrados son amplios y diversos. De hecho, modelos de participación pública como los presentados por S. Jasanoff (1990, 1992) redefinen a los expertos como actores políticos, ciudadanos con una cierta autoridad epistémica que les otorga competencias para la participación en controversias. Pero, sostiene Jasanoff, en la medida en que las sociedades democráticas -por lo menos en el marco de una democracia liberal como es la estadounidense- suponen que las decisiones deben ser públicas tanto como sea posible, que es precisa la supervisión crítica ciudadana para evitar que los expertos ofrezcan opiniones irrelevantes o erróneas, que la experticia se construye en instituciones y que los procesos de participación mismos propician la construcción de experticias en un público más amplio, no hay razones para mantener al experto en un lugar de privilegio frente a los ciudadanos (véase Jasanoff, 2003: 397-8). Es en este marco de redefinición de la experticia donde se sitúa el debate al que haré referencia en este trabajo.

 

Estudios sobre la experticia

En el año de 2002, dos reconocidos académicos en el campo de los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, H. Collins y R. Evans, presentan un trabajo que, como ya mencioné, tomando prestado el concepto de "tercer ola" acuñado por A. Toffler,2 tiene como pretensión redefinir, desde un punto de vista normativo, el papel del experto en los procesos de toma de decisiones en cuestiones científico-tecnológicas. La propuesta de redefinición toma como punto de partida una reflexión en torno a la legitimidad y la extensión en los procesos de toma de decisiones científico-tecnológicas.

El problema, de acuerdo con estos autores, puede plantearse de la siguiente manera: ¿debería procurarse una mayor legitimidad en las decisiones científico-técnicas en el dominio público a través de un amplio proceso democrático, o tales decisiones deberían estar basadas en las opiniones de los mejores expertos? Es muy probable que todos nosotros nos hayamos enfrentado en alguna ocasión a esta pregunta, por lo que sabemos que ofrecer una respuesta no es fácil: optar por el primer camino podría llevarnos a construir una Torre de Babel que, a su vez, conduciría a la parálisis técnica,3 en tanto que la segunda opción nos llevaría a la disminución de la legitimidad y con ello al descontento y desconfianza ciudadanos.4

Pero, como casi siempre ocurre, el dilema puede ser sólo aparente, y los autores se preguntan por una tercera opción que ofrezca legitimidad a los procesos sin que ello implique la creación de múltiples desacuerdos. Este tercer camino es trazado a partir de los llamados 'estudios de la experticia y la experiencia': tercera ola en los estudios sociales de la ciencia y la tecnología.

Con esta tercera ola se pretende modificar el concepto tradicional de experto sostenido dentro de los estudios sociales de la ciencia. Esto sin abandonar la idea de que la experticia se construye en prácticas institucionalizadas en contextos específicos. Así, es experto no sólo aquel que es reconocido por una comunidad tecno-científica en tanto tal, sino todo aquel individuo que posee conocimiento relevante basado en su propia experiencia. De modo que, conocimiento relévame y experticia son dos elementos inseparables que forman parte del léxico de la propuesta que estos autores ofrecen como solución al problema de la extensión. En última instancia sostienen que las decisiones políticas en materia científica tecnológica no deben, al menos en un estadio temprano, ser abiertas al deba, publico general sino resolverse en contextos locales controlados por expertos.

La misma idea de experto, no olvidemos, ha sido modificada. Esto permite extender el ámbito de la decisión más allá de las comunidades científicas hacia la ciudadanía, pues algunos expertos son laicos (en el sentido tradicional) pero poseen conocimiento relevante, no necesariamente acreditado por un círculo académico. Esta idea es ilustrada con dos ejemplos, uno de ellos situado en Inglaterra, el otro en Estados Unidos.

En el primer ejemplo se retoma un caso analizado por Wynne (1989), un debate surgido poco después del accidente nuclear de Chernobil entre granjeros criadores de ovejas y expertos gubernamentales en Gran Bretaña. La controversia se centra en los efectos de la contaminación nuclear sobre ambientes productivos Wynne sostiene que en el debate hubo un fallo en la comunicación entre expertos y no expertos que tuvo como consecuencia la exclusión de los granjeros, defiende también que dicha exclusión empobreció la controversia y debilitó las decisiones, pues la exclusión en este caso dejó de lado opiniones relevantes. El argumento para la exclusión surgió del lado de los expertos gubernamentales, es ingenuo y por muchos conocido: en la medida en que los granjeros no habían hecho contribuciones a la ciencia ellos no podían estar en una relación simétrica respecto de los expertos. Esta afirmación nos conduce a terrenos conocidos, aquél en que la sociedad se divide en expertos y laicos, siendo los primeros los únicos cabalmente capacitados para tomar las decisiones correctas. Por supuesto, que tal división en castas claramente diferenciadas ha sido cuestionada, como señalé en el apartado anterior. De ahí que en principio no parece haber razón alguna que permita sostener la exclusión. 

Collins y Evans, por su lado, al retomar el ejemplo de Wynne pretenden dar sentido a la idea de "opinión relevante". En este caso, y en la medida en que Wynne mismo así lo articula, los granjeros poseían un enorme conocimiento en relación con la ecología de las ovejas y su conducta en el ambiente. Además, debido a que desde fines de la II Guerra Mundial había sido construida una central nuclear en la localidad, los granjeros contaban con una experiencia de muchos años en relación a cómo deberían ser tratadas las ovejas a fin de minimizar los efectos de la exposicón a desechos tóxicos-nucleares. Este conocimiento basado en la experiencia cotidiana otorga al granjero la categoría de experto no certificado. Así, una opinión es relevante en la medida en que se basa en conocimiento experto, sea éste certificado o no. De modo que el debate entre los granjeros y los expertos gubernamentales no debería ser tratado como uno entre expertos y laicos, sino como uno entre expertos. La experticia es el criterio de inclusión que estos autores desarrollan para resolver el problema de la extensión dando cuenta, al mismo tiempo, de la legitimidad.

El segundo ejemplo aborda la controversia surgida en los Estados Unidos entre la comunidad gay y la comunidad médica en relación con los tratamientos contra el VIH . En este caso, los autores sostienen que la integración de la primera comunidad al debate fue más exitosa, ello debido a que los activistas contaron con experticia interactiva5 que consiste básicamente en el desarrollo de habilidades de "traducción". El desarrollo de estas habilidades permitió establecer comunicación entre laicos y expertos, e involucró el aprendizaje de nuevos conocimientos que, de algún modo, permitieron a los activistas hablar en el lenguaje de los expertos, posibilitando así un equilibrio interactivo. Estos activistas comenzaron siendo laicos pero, en la medida en que estuvieron dispuestos a aprender a fin de alcanzar solución a sus problemas, se transformaron ellos mismos en expertos no certificados.

Es claro que los dos ejemplos tratados son disímiles, no sólo en cuanto a sus consecuencias, sino a la misma manera en que los expertos no certificados logran ser reconocidos como tales. Comenzaré por el segundo que, en términos quizá ingenuos, parece apoyar el modelo de déficit,6 donde es el ciudadano el que tiene que acceder al conocimiento —en este caso incluso aprender el lenguaje de los expertos— a fin de justificar su inclusión en un debate público. No es suficiente con que el ciudadano sea afectado por las propias decisiones técnicas. Parece ser que, de no haber existido la disposición de este colectivo al aprendizaje, no habría logrado llevar al debate sus intereses y genuinas preocupaciones. Sin embargo, tenemos que los procesos de traducción no sólo requieren del aprendizaje de un lenguaje científico especializado, sino la posibilidad de Comunicar los intereses de los actores involucrados así como la negociación. En este marco, es necesario el establecimiento de un diálogo en el lugar del conflicto. El conflicto es el presupuesto.

En este segundo ejemplo los expertos no son cuestionados por propiciar la exclusión, sino por la ignorancia de los problemas puntuales de un colectivo social afectado por una enfermedad y el modo en que ésta era tratada. Ignorancia que pudo ser contrapesada en la medida en que el colectivo fue incluido en la controversia, pero el camino hacia la inclusión fue trazado desde el terreno del grupo afectado. La experticia interactiva, en tanto principio normativo, es satisfecha, pero el peso de la integración a la controversia es dejada por entero del lado de los ciudadanos. ¿Qué hay de la experticia interactiva de los expertos certificados, esa que pudo haber sido clave para la integración de los granjeros en el primer caso tratado?

Retomaré ahora el primer ejemplo. Este caso, tratado con sumo detalle por Wynne (1989), ilustra un caso complejo de experticia. El conocimiento basado en la experiencia propiedad de los granjeros criadores de ovejas es innegable, pero se enfrentó a un sistema institucionalizado de experticia certificada. Aquí, de acuerdo con las autores de la tercera ola, el fallo estuvo en la ausencia de desarrollo de experticia interactiva, que podría haber permitido la comunicación entre ambos grupos de expertos. Sostienen que los granjeros debieron haber recurrido a mediadores, traductores con habilidades interactivas, que pudieran traducir al lenguaje de los expertos sus conocimientos localizados, así como sus intereses, o bien ellos mismos desarrollar habilidades interactivas. Esto claramente refleja la idea de que el peso de la integración positiva a una controversia requiere de la disposición ciudadana, dejando en apenas una línea la ausencia de disposición de los expertos gubernamentales a aprender de los granjeros.7 Pero más allá de ello, como señala Sheila Jasanoff (2003) como respuesta al trabajo de Collins y Evans, en una controversia de este tipo no sólo intervienen distintas clases de conocimiento etiquetados como experticia certificada y experticia no certificada, sino distintas formas de vida, de ahí la dificultad en la comunicación. Esto puede justificar la necesidad de traductores. Pero no aporta razones suficientes que justifiquen la exclusión de un grupo con base en la ausencia de una cierta clase de experticia. Resulta entonces que, si el problema que pretende resolverse es el de la legitimidad frente a la extensión, y se hace a través de una redefinición del propio Concepto de experticia, es claro que el reconocimiento de alguien como experto (sea certificado o no), no es criterio suficiente para la inclusión legítima de un grupo o individuo en una controversia. Harían falta, aun siguiendo la propia propuesta de los autores, mecanismos de comunicación, educación y divulgación que favorezcan el desarrollo de experticia interactiva.

 

Experticia interactiva y comunicación del conocimiento

Alguien podría decir en este momento que el problema de la extensión no es tal y solo es representativo de la añoranza de un pasado glorioso del experto sin embargo, no hay que olvidar que en nuestro mundo, tal y como lo conocemos con frecuencia se recurre a la opinión de expertos para tomar decisiones técnicas que afectan la vida pública. Este reconocimiento del papel de los expertos es una cuestión de hecho, y no por ello tiene consecuencias en el ámbito normativo o epistemológico. Sin embargo, en la medida en que se considera que las decisiones hondadas en el conocimiento son mejores, se está privilegiando la experticia como criterio para la inclusión o exclusión de ciertos actores en las controversias en materia científico-tecnológica, y este privilegio sí es de carácter normativo. Es en este contexto donde debe enmarcarse la propuesta de redefinición de experticia hasta ahora analizada, como un intento por dar sentido al papel de los expertos en dichas controversias. Un intento por recuperar un cierto privilegio de las opiniones de los expertos en el marco de un proyecto normativo de participación pública (véase Collins y Evans, 2003: 437).

Más allá de la anterior y necesaria acotación al trabajo de estos autores, hay a través de todo él una constante que vale la pena recuperar, en la medida que toca un problema que afecta directamente a regiones como la nuestra. La constante se refiere al problema de la identificación del conocimiento relevante y, como corolario, a la necesidad de cultura científico-tecnológica ciudadana. Para agilizar el argumento haré uso de los ejemplos tratados.

Como apunté antes, los casos son disímiles, pero confluyen en la necesidad de experticia interactiva como condición necesaria para lograr un debate incluyente y, de algún modo, exitoso. En ambos casos, parece necesario un ejercicio de traducción. En el primer caso no hubo traducción por lo que la comunicación fue fallida: en el segundo la experticia interactiva facilitó la traducción y así la comunicación. El camino parece trazarse de un modo muy sencillo. Pero, como también dije anteriormente, esto puede llevarnos a sostener alguna forma del modelo de déficit, si bien muy debilitada, en la que se sostenga que los fallos en la integración ciudadana exitosa se deben en buena medida a la ignorancia ciudadana de los lenguajes científicos.8 Cuando los lenguajes son homologados al lenguaje científico, cuándo se Íes pone el ropaje de la cenicienta, entonces expertos y laicos pueden entablar un diálogo fructífero.

Sin embargo, ese no es el camino. Los expertos pueden serlo en algún ámbito de estudio muy restringido y, al mismo tiempo, ser laicos en muchos otros ámbitos Así como algunos ciudadanos, percibidos como laicos desde el punto de vista de la certificación institucional, pueden ser expertos en campos específicos. Y, por s. esto fuera poco aun hablando de grupos de expertos certificados, la traducción es necesaria. Es el criterio de conocimiento relevante lo que permite hacer esa serie de distinciones. Tener conocimiento relevante a un problema específico convierte a un individuo o grupo de individuos en experto. Conocimiento relevante que sólo puede ser reconocido en un análisis caso por caso. De ahí que la necesidad de la traducción no tome como punto de partida la ignorancia ciudadana sino distintas perspectivas, o distintas formas de vida a la manera de Jasanoff Iodo ello sin garantía de acuerdo.

El problema de la traducción ha sido abordado constantemente desde diversas áreas de os estudios de la ciencia y la tecnología, en particular en el de comunicación de la ciencia. En el caso de los trabajos sobre participación pública se afirma la importancia de la comunicación de la ciencia para que la integración ciudadana a las controversias sea fructífera. Dickson (2000) nos habla así del empoderamiento ciudadano a través de una tercera vía para la formación de una cultura científico-tecnológica, donde la socialización del conocimiento mediante una comunicación efectiva otorgue a los ciudadanos las herramientas para una participación pública reflexiva. Jasanoff (2003), por su parte, va más allá del trazo comunicación-cultura-participación y afirma que es la participación misma el mejor instrumento para, por un lado, mantener a la experticia en estándares culturales que permitan el establecimiento de conocimiento público confiable y, por otro lado para diseminar la experticia más ampliamente.

En cualquier caso desarrollar proyectos de comunicación de la ciencia y la tecnología es una de las tareas que acompañan a los proyectos de participación pública. Podría decirse que un individuo con experticia interactiva es un buen comunicador, pero tendría que agregarse que esta tarea compete no sólo a los ciudadanos sino a los propios expertos, sean éstos certificados o no. Comunicación y participación van de la mano de la cultura científica-tecnológica.9

 

El problema de la participación en México

Más allá de la retórica, pretender inferir conclusiones de un trabajo germinal es por lo menos decir, arriesgado. Sin embargo, creo que es preciso situar el trabajo de reflexión hasta ahora elaborado en el marco de una región en la que son casos muy aislados puede hablarse de desarrollo de conocimientos científico-tecnológicos y, en casos más aislados aún, de participación pública: México

En nuestro país todavía nos encontramos en una etapa en la que incluso se desconoce la percepción que la ciudadanía tiene de la ciencia y la tecnología. Más aún, nos encontramos en una etapa previa a la integración de comités de expertos que tomen parte activa en el desarrollo y puesta en marcha de las políticas públicas en materia de ciencia y tecnología. En eso, a pesar de múltiples intentos institucionales, el país no ha tenido éxito en el desarrollo y aplicación de modelos de políticas públicas que tengan como puntal de desarrollo al conocimiento básico y técnico, si bien es cierto que, al nivel de los discursos públicos, cualquiera estaría dispuesto a aceptar que sin políticas públicas adecuadas que fomenten el desarrollo del conocimiento es difícil pensar en desarrollo económico.

A pesar de este panorama por todos conocido, y a pesar de las disparidades entre el contexto anglosajón -en el cual se sitúan los autores involucrado en discusión que aquí analizamos- y el nuestro, considero que vale la pena recuperar el problema, así como algunas de las luces que arrojan para su solución. En otras palabras, pese a la adolescencia que México padece en relación con sus políticas en ciencia, así como su evidente dependencia tecnológica, considero que vale la pena replantear el papel del experto en el juego democrático, así como revalorar a la experticia no certificada, sobre todo si tomamos en cuenta la abundancia de saberes tradicionales que permanecen vivos en muchas regiones del país. En este último punto, partir de una redefinición del 'experto' y su 'experticia' permitirá sin duda la incorporación de ciudadanos que han sido excluidos de la discusión pública en torno al conocimiento y su valor social, y no sólo como promotor del desarrollo económico. Sirva entonces esta breve reflexión para justificar la necesidad de desarrollar modelos educativos —tanto a nivel formal como informal— que tengan como objetivo no sólo el fomento de 'vocaciones científicas', sino la formación de una opinión pública favorable al desarrollo del conocimiento.

Más allá de las limitaciones evidentes en la comparación de dos contextos tan disímiles, creo que la perspectiva de Sheila Jasanoff acerca de que el problema de la participación pública en materia científico-tecnológica es tanto político como epistemológico, trasciende las circunstancias particulares. Así, si se parte de los supuestos de que en una sociedad democrática las decisiones deben ser públicas en la medida de lo posible y que el conocimiento científico-tecnológico es el motor de las sociedades contemporáneas, entonces las decisiones que se toman en esta materia deben estar sujetas a los mismos controles que el resto de las decisiones que afectan la vida pública.

Como en otros ámbitos de la vida pública, la participación ciudadana requiere de una cultura, pero, si como señala Jasanoff, la cultura ciudadana requiere a su vez de la participación, entonces podemos defender que el desarrollo de mecanismos de participación permitirá a los ciudadanos formarse en una cultura científico-tecnológica con la que, a fin de cuentas, muchos de nosotros convivimos cotidianamente. A más de todo esto, según acota Bijker (2003), habría que recuperar el papel que los traductores, comunicadores o expertos interactivos tienen en la construcción de modelos de participación pública en tanto promotores de una cultura científico-tecnológica. Aquí nuevamente se torna relevante el papel de los expertos en una sociedad abierta a los conflictos y negociaciones

En el debate abierto por Collins y Evans se enfatiza la importancia de la experticia no certificada así como la experticia misma como criterio para la inclusión de individuos o colectivos en controversias sociales relacionadas con el conocimiento centífico-tecnológico, de modo que permite integrar a las discusiones, antes reservadas para expertos en comités, a actores sociales de la más diversa índole. Sin embargo, estos criterios no son suficientes para incluir en las mesas de discusión y procesos de toma de decisión a todos los actores afectados. Es decir, no es suficiente para dar cuenta del problema de la legitimidad. Quizá el camino más adecuado para dar cuenta de él siga más de cerca la línea trazada por S. Jassanoff, en la que se afirma que la experticia de los laicos es propiciada por la propia participación, por lo que comenzar en sentido inverso sería una forma más de reforzar las prácticas propias del cientificismo autoritario. Pero, al mismo tiempo, creo que la propuesta de Jassanoff y la presentada por Collins y Evans no son excluyentes. Puede partirse del presupuesto de que existe tanto experticia certificada como n o certificada y que ambas deben ser consideradas en las controversias sociales y, al mismo tiempo, promoverse mecanismos de participación pública que fomenten el desarrollo de cultura científica y, así, de nuevas experticias. Y todo ello debe estar en la base de modelos que impulsen la socialización del conocimiento científico-tecnológico.

 

Bibliografía

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Notas

1 Segunda ola en la terminología de Collins y Evans.

2 El concepto de tercera ola en el marco del trabajo presentado por Collins y Evans parte de una reconstrucción de la historia académica de los estudios sociales de la ciencia y hace referencia a un tercer movimiento dentro de ella. Un primer movimiento estaría ilustrado por los trabajos de corte mertoniano en los que se mantiene una relativa independencia cultural de la ciencia y la tecnología respecto de las sociedades en que éstas son generadas; un segundo movimiento cuestiona tal independencia, está ilustrado por trabajos insertos en el llamado Programa Fuerte en Sociología de la Ciencia, o Escuela de Edimburgo y continúa hasta los trabajos realizados por el llamado Programa Empírico del Relativismo, al cual pertenece el mismo Collins; un tercer movimiento deberia, en primera instancia recuperar una independencia relativa, sin por ello dejar de lado que la ciencia y la tecnología, en tanto se encuentran institucionalizadas, no son ajenas a los contextos en que éstas surgen. El problema así de esta "tercer ola" consiste en dar cuenta de las características propias de la ciencia y la tecnología en tanto conocimiento.

3 Aunque no lo abordo en este ensayo, la parálisis técnica no es necesariamente la consecuencia más indeseable del desacuerdo. Otra consecuencia indeseable es la que constantemente aparece en nuestro mundo y que afecta a regiones donde las regulaciones científico-tecnológicas o bien son laxas o bien son inexistentes, como en el caso de nuestro país.

4 También conduce a la desconfianza. A este respecto, D. Dickson (2000) habla de la necesidad de una tercera vía para entablar una relación democrática entre la ciencia v la tecnología y los ciudadanos. En esta tercera vía propuesta por Dickson, se trata de favorecer el empoderamiento ciudadano a través del desarrollo de una cultura científico-tecnológica efectiva que permita la participación reflexiva.

5 En el artículo de Collins y Evans (2002) los autores presentan un modelo en el que se integra por tres clases de experticia: la de conocimiento relevante, la interactiva y la gerencial. En este caso, por así convenir al argumento, sólo analizo las dos primeras clases.

6 De acuerdo con el modelo de déficit la legitimidad de las decisiones en materia científico-tecnológica es constatada por el aval ciudadano a ciertos desarrollos científico-tecnológicos. De modo que la confianza ciudadana debe ser propiciada a través de la divulgación y la comunicación de la ciencia y la tecnología. La idea que está detrás es que la resistencia ciudadana ante el desarrollo de ciertas áreas dentro de la ciencia y la tecnología parte de la ignorancia. Si el ciudadano sabe entonces apoyará. Este modelo tiene muchos ejemplos en contra. En particular, desde la década de 1980 se ha visto que la resistencia ciudadana ante el desarrollo e implementación de ciertas tecnologías descansa sobre un conocimiento fundado sobre los efectos que la tecnología tiene sobre su propia vida.

7 Una acotación a este respecto va más allá de los ejemplos tratados, y es que la experticia interactiva no necesariamente debe estar de lado de los ciudadanos, pues la línea misma entre ciudadanos y expertos es difusa. Algunos expertos, en la medida en que no poseen el conocimiento relevante, son puestos por C&E como público en un sentido amplio; mientras que algunos ciudadanos o grupos de ciudadanos, en la medida en que tienen conocimiento relevante, son considerados expertos. Además, la experticia interactiva, en tanto uno de los principios reguladores para articular un modelo de participación pública, se aplica tanto a los expertos certificados como a los no certificados, así como a otros ciudadanos que, sin tener previamente el conocimiento relevante, pretendan participar positivamente en una controversia.

8 Claro que también podría decirse que el fallo en la inclusión se debe a la ignorancia de lo. expertos y a su resistencia frente a los problemas locales.

9 El problema de la cultura científica, cómo comprenderla, cómo impulsarla, forma parte de un proyecto mucho más amplio que el que puede ser delineado en este trabajo. Sin embargo, parto del presupuesto de que en la medida en que los individuos interactúan con sistemas científicotécnicos, poseen una cierta cultura científica-tecnológica. Ella no necesariamente mesurable en los términos clásicos, en los que a través de herramientas estadísticas y encuestas se evalúan conocimientos teóricos.

 

Información sobre la autora:

Mexicana. Doctora en Filosofía de la ciencia por la UNAM, México, y especialista en estudios sociales de la ciencia e innovación tecnológica por la Universidad de Oviedo, España. Ha sido profesora en las áreas de lógica, filosofía y sociología de la ciencia en las facultades de Psicología, de Filosofía y de Estudios Superiores Acatlán de la UNAM, y en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Investigadora invitada en la Universidad de Oviedo; ha impartido cursos y conferencias en diversas universidades y centros de investigación de México y España. Es investigadora asociada en la Unidad Académica de Ciencias Sociales y Humanidades de la UNAM. andras00_00@yahoo.com

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